NATURALISMO E IMPRESIONISMO
LA GENERACIÓN DE 1830
Si el objeto de la investigación histórica es la comprensión del presente —¿y cuál puede ser si no?—, nuestros afanes están llegando ahora a su objetivo. En lo sucesivo nos encontramos con el capitalismo moderno, con la moderna sociedad burguesa, con el arte y la literatura naturalistas modernos y, en suma, con nuestro propio mundo. Estamos por todas partes ante nuevas situaciones, ante nuevas formas de vida, y nos sentimos como desligados del pasado. Pero en ningún terreno es el corte tan profundo como en la literatura, donde la frontera entre las obras antiguas, convertidas para nosotros ya en históricas, y las que surgen en lo sucesivo, más o menos actuales todavía hoy, representa la cesura más aguda que conocemos en toda la historia del arte. Solamente las obras del lado de acá de la frontera constituyen la literatura moderna, viva y directamente relacionada con nuestros problemas contemporáneos; de las obras antiguas estamos separados por un abismo insalvable; su comprensión exige una actitud especial, un esfuerzo especial, y su interpretación está siempre expuesta al peligro de la falsa comprensión y de la falsificación. Leemos las obras de la vieja literatura con ojos distintos que las creaciones de nuestro propio tiempo; las disfrutamos de manera meramente estética, esto es, indirecta y desinteresadamente, totalmente conscientes de su carácter ficticio y de nuestra propia ilusión. Esto presupone unos criterios y una capacidad que el lector medio no posee en modo alguno; también el lector interesado histórica y estéticamente siente una diferencia grande entre las obras que no tienen relación directa con su presente, su sentimiento de la vida y sus propósitos vitales, y aquellas otras que surgen de este mismo sentimiento de la vida, y buscan dar respuesta a la pregunta de cómo se puede y cómo se debe vivir en este presente.
El siglo XIX, o lo que por tal solemos entender, comienza alrededor de 1830. Durante la Monarquía de Julio, y no antes, se desarrollan los fundamentos y los perfiles de este siglo, el orden social en que nosotros mismos estamos arraigados, el sistema económico cuyos principios y antagonismos perduran hoy todavía, y la literatura en cuyas formas nos expresamos hoy por lo general. Las novelas de Stendhal y Balzac son los primeros libros que tratan de nuestra propia vida, de nuestros propios problemas vitales, de dificultades y conflictos morales desconocidos para las generaciones anteriores. Julián Sorel y Matilde de la Mole, Lucien de Rubempré y Rastignac son los primeros personajes modernos de la literatura occidental, nuestros primeros contemporáneos intelectuales. En ellos encontramos por primera vez la misma sensibilidad que vibra en nuestros propios nervios, y, en la imagen de su carácter, los iniciales rasgos de la diferenciación psicológica que, a nuestro juicio, forma parte de la naturaleza del hombre actual. De Stendhal a Proust, de la generación de 1830 a la de 1910, somos testigos de un desarrollo intelectual homogéneo y orgánico. Tres generaciones luchan con los mismos problemas y durante setenta u ochenta años el curso de la historia permanece inmutable.
Todos los rasgos característicos del siglo son identificables ya hacia 1830. La burguesía está en plena posesión de su poder, y tiene conciencia de ello. La aristocracia ha desaparecido de la escena de los acontecimientos históricos y lleva una existencia meramente privada. El triunfo de la clase media es indudable e indiscutible. Es cierto que los triunfadores constituyen una clase capitalista enteramente conservadora y no liberal, que en parte ha adoptado sin modificación alguna las formas administrativas y los sistemas de gobierno de la antigua aristocracia, pero sus miembros no son en modo alguno ni aristócratas ni tradicionalistas en sus formas de vida y su ideología. El romanticismo fue ya sin duda un movimiento burgués en lo esencial, que hubiera sido inconcebible sin la emancipación de la clase media, pero los románticos se comportaron con frecuencia de modo sumamente aristocrático y coquetearon con la idea de dirigirse a la nobleza como a su público propio. Después de 1830 cesan estas veleidades, y se hace evidente que fuera de la burguesía no hay otro público literario numeroso. Pero tan pronto como la emancipación de la burguesía se consuma, comienza ya la lucha de la clase trabajadora por la influencia política. Y este es el segundo de los movimientos de importancia decisiva para el siglo XIX, que arrancan de la Revolución de Julio y su monarquía. Hasta ahora, las luchas de clases del proletariado habían estado mezcladas con las de la burguesía, y en lo principal las aspiraciones políticas de las clases medias eran las mismas por las que había luchado el proletariado. Los acontecimientos posteriores a 1830 le abren ya los ojos y le convencen de que en la lucha por sus derechos no puede confiar en ninguna otra clase. Simultáneamente con el despertar de la conciencia de clase del proletariado, la teoría socialista adquiere sus primeras formas concretas y surge al mismo tiempo el programa de un movimiento artístico activista que supera en intransigencia y radicalismo a todos los movimientos anteriores de género semejante. L’art pour l’art pasa su primera crisis y en lo sucesivo tiene que luchar no sólo contra el idealismo de los clasicistas, sino también con el utilitarismo tanto del arte «social» como del «burgués».
El racionalismo económico, que va de la mano con la industrialización progresiva y la victoria total del capitalismo, el progreso tanto de las ciencias históricas como de las exactas, el cientificismo general del pensamiento, ligado a este progreso, la experiencia reiterada de una revolución fracasada y el realismo político que trajo como consecuencia: todo esto prepara la gran lucha contra el romanticismo, la cual llena la historia de los cien años siguientes. La preparación y la iniciación de esta lucha es una contribución más de la generación de 1830 a los fundamentos del siglo XIX. Las vacilaciones de Stendhal entre logique y espagnolisme, la contradictoria relación de Balzac con la burguesía, la dialéctica de racionalismo e irracionalismo en uno y otro, muestran ya la lucha en toda su pujanza; la generación de Flaubert profundiza el conflicto, pero encuentra ya preparada la situación de lucha. La visión artística de la Monarquía de Julio es en parte burguesa y en parte socialista, pero en conjunto es no romántica. El público, como señala Balzac en el prólogo a La piel de zapa (1831), está «harto de España, de Oriente y de la historia de Francia a lo Walter Scott», y Lamartine lamenta que la época de la poesía, es decir de la poesía «romántica», haya pasado ya[1]. La novela naturalista, que es la creación más original de esta época y la conquista artística más importante del siglo, a pesar del romanticismo de sus fundadores, a pesar del rousseaunianismo de Stendhal y del melodramatismo de Balzac, es ante todo la expresión del espíritu nada romántico de la nueva generación. Tanto el racionalismo económico como la ideología política expresada en los términos de la lucha de clases incitan a la novela al estudio de la realidad social y de los mecanismos psicológicos sociales. El objeto y el punto de vista de la observación corresponden por completo a las intenciones de la burguesía, y el resultado, la novela naturalista, sirve como una especie de libro de texto a esta clase ascendente y que tiende al dominio pleno de la sociedad. Los escritores de la época crean con ella el instrumento apto para el conocimiento de los hombres y para el manejo del mundo, y la conforman a las necesidades y al gusto de un público que odian y desprecian. Intentan satisfacer a sus lectores burgueses, tanto si son partidarios de Saint-Simon y Fourier como si no lo son, y creen en el arte social o en «el arte por el arte» porque no hay un público lector proletario y, aunque lo hubiera, su existencia no podría sino causarles dificultades.
Hasta el siglo XVIII los autores no eran otra cosa que portavoces de su público[2]; administraban los bienes intelectuales de sus lectores, de igual modo que, como empleados y funcionarios, administraban sus bienes materiales. Ellos aceptaban y sancionaban los principios morales y los criterios estéticos reconocidos por todos; no los inventaban ni los modificaban. Escribían sus obras para un público claramente definido y perfectamente delimitado, y no pretendían en modo alguno adquirir nuevos clientes o ganar nuevos lectores. No había, pues, tensión alguna entre el público real y el ideal[3]. El escritor no conocía ni el problema torturante de tener que elegir entre diferentes posibilidades temáticas, ni el problema moral de necesitar definirse entre diferentes estratos de la sociedad. En el siglo XVIII se divide por vez primera el público en dos campos diferentes y el arte en dos tendencias estilísticas rivales. En lo sucesivo, todo artista se encuentra entre dos órdenes opuestos, entre el mundo de la aristocracia conservadora y el de la burguesía progresista, entre un grupo que se mantiene aferrado a los viejos valores heredados, presuntamente absolutos, y otro que sostiene que incluso estos valores —y principalmente éstos— están condicionados temporalmente, y que hay también otros, más actuales, los cuales corresponden más exactamente al bien común. La burguesía renuncia a sus modelos aristocráticos y la misma aristocracia comienza a dudar de la vigencia de su tabla de valores y pasa en parte al campo de la burguesía para fomentar una literatura que es hostil y perniciosa a sus propios intereses. Esto provoca una situación totalmente nueva para los escritores: los que continúan al servicio de las clases conservadoras, de la Iglesia, de la corte y de la nobleza cortesana, se convierten en traidores para sus compañeros de clase; por el contrario, los que representan la concepción del mundo de la burguesía triunfante desempeñan una función como nunca hasta ahora la habían desempeñado los escritores importantes, exceptuadas algunas personalidades aisladas: luchan por una clase oprimida, o al menos por una clase que todavía no ha conseguido apoderarse del poder[4]. Ya no encuentran la ideología de este público fijada y hecha, sino que tienen que colaborar en ella, en su sistema de conceptos, en sus categorías filosóficas y su escala de valores. Ya no son simplemente portavoces de sus lectores; son al mismo tiempo sus abogados y maestros, e incluso recobran algo de aquella dignidad sacerdotal perdida hace tanto tiempo que no poseyeron ni los poetas de la antigüedad ni los del Renacimiento, y mucho menos los clérigos de la Edad Media, cuyos lectores eran también clérigos, y que como escritores no tuvieron contacto alguno con el público lego. Durante la Restauración y la Monarquía de Julio los literatos perdieron la posición privilegiada que habían tenido en el siglo XVIII; ya no son ni los protectores ni los maestros de sus lectores, sino que, por el contrario, son sus servidores involuntarios, siempre rebeldes, pero no por eso menos útiles. Proclaman de nuevo una ideología más o menos prescrita y preestablecida: el liberalismo de la burguesía victoriosa, derivado de la Ilustración, pero falsificador de ésta en muchos aspectos; han de apoyarse en los fundamentos de esta concepción del mundo si quieren encontrar lectores y vender sus libros. Lo peculiar, sin embargo, es que lo hacen sin identificarse con su público. También los escritores de la Ilustración contaban entre sus seguidores con sólo una parte del público literario, y también ellos estaban rodeados de un mundo hostil y peligroso. Pero, al menos, ellos estaban en el mismo campo de sus lectores. Incluso los románticos, a pesar de su desarraigo, se sentían ligados a uno u otro estrato de la sociedad y podían decir qué grupo o qué clase defendían. ¿Pero a qué parte del público se siente ligado Stendhal? A lo sumo a los happy few —la minoría feliz—, los secesionistas, los parias, los vencidos. ¿Y Balzac? ¿Se identifica con la nobleza, con la burguesía o con el proletariado? ¿Con la clase por la que siente una cierta simpatía indiscutible, pero a la que abandona sin inmutarse, o con la clase cuya inextinguible energía admira, pero por la que siente repugnancia, o con las masas, a las que teme como al fuego? Los escritores que no son meramente maîtres de plaisir de la burguesía no tienen un auténtico público: ni Balzac, el triunfador, ni Stendhal, el fracasado.
Nada refleja tan agudamente la relación tensa y discordante entre la parte productora y la parte receptora de la generación de 1830 como el nuevo tipo de héroe de novela que aparece con Stendhal y Balzac. La desilusión y el dolor cósmico (Weltschmerz) de los héroes de Rousseau, Chateaubriand y Byron, su enajenamiento del mundo y su soledad se transforman en una renuncia a la realización de su ideal, en un desprecio por la sociedad, y, con frecuencia, en un desesperado cinismo ante las normas y convencionalismos en vigor. La novela desilusionada del romanticismo se convierte en novela de desesperanza y de resignación. Todo rasgo trágico-heroico, toda voluntad de autoafirmación y toda fe en la perfectibilidad de la propia naturaleza ceden el lugar a una disposición al compromiso, a la tendencia a vivir sin objetivos y morir oscuramente. La novela desilusionada del romanticismo contenía todavía algo de la idea de la tragedia que hacía victorioso hasta en su derrota al héroe que luchaba contra la realidad trivial; en la novela del siglo XIX, por el contrario, el héroe aparece íntimamente vencido incluso cuando consigue sus propósitos prácticos, y con frecuencia precisamente por alcanzarlos. Nada más lejos de la idea del joven Goethe, Chateaubriand o Benjamin Constant que el hacer dudar a sus héroes de la razón de ser de su propia personalidad y de sus objetivos en la vida. La novela moderna es la primera en crear el remordimiento del héroe en conflicto con el orden social burgués excelente, y en obligarle a reconocer las costumbres y convencionalismos de la sociedad, al menos como reglas del juego. Werther es todavía la personalidad excepcional a la que el poeta concede de antemano el derecho a rebelarse contra el mundo desconsiderado y prosaico; Wilhelm Meister, por el contrario, termina sus años de aprendizaje con la idea de que hay que adaptarse al mundo en que uno se encuentra. La realidad exterior carece de sentido y de alma en mayor medida porque se ha vuelto más mecánica y más autárquica, y la sociedad, que era hasta ahora el medio natural del individuo y su único campo de actividad, ha perdido toda su significación y todo su valor desde el punto de vista de sus objetivos más elevados, pero, sin embargo, la necesidad de adaptarse a ella, de vivir en ella y para ella, se ha hecho más fuerte.
La politización de la sociedad, que comenzó con la Revolución francesa, alcanza su punto culminante bajo la Monarquía de Julio. La contienda entre el liberalismo y la reacción, la lucha por conciliar las conquistas revolucionarias con los intereses de las clases privilegiadas, continúa y se extiende a todos los campos de la vida pública. El capital financiero triunfa sobre la propiedad territorial, y tanto la aristocracia feudal como la Iglesia dejan de desempeñar un papel político de importancia decisiva; los elementos progresistas están frente a los banqueros y fabricantes. El antiguo antagonismo político y social no se ha mitigado en modo alguno, pero las posiciones se han desplazado. Las contradicciones más profundas se dan ahora entre el capitalismo industrial, de un lado, y los jornaleros y la pequeña burguesía, de otro. Los fines de la lucha de clases se aclaran y los métodos de lucha se agudizan; todo parece anunciar una nueva revolución. El liberalismo, a pesar de las constantes reacciones, gana terreno y va preparando lentamente el camino para la democracia occidental europea. La ley electoral se modifica y el número de electores aumenta desde unos cien mil a unos doscientos cincuenta mil. Surgen los rudimentos del sistema parlamentario y los fundamentos de la coalición de las clases trabajadoras. En el parlamento, naturalmente, a pesar de la reforma electoral, están representadas todavía solamente las clases pudientes, y el liberalismo, que alcanza la hegemonía, representa solamente el liberalismo de la alta burguesía. La Monarquía de Julio, en una palabra, es una etapa de eclecticismo, de compromiso, de término medio, aunque no precisamente el «justo» término medio, como lo llamaba Louis-Philippe y como hoy lo llama todo el mundo, unas veces en serio y otras irónicamente. Es una época de moderación y tolerancia exteriores, pero es también, sin embargo, una época de la más dura lucha interna por la existencia, una época de progreso político moderado y de conservadurismo económico, según el modelo inglés. Los Guizot y los Thiers exaltan la idea de la monarquía constitucional, desean que el rey domine simplemente, no que gobierne, pero son instrumento de una oligarquía parlamentaria, de un pequeño partido gubernamental que ha encantado a los amplios estratos de la burguesía con la fórmula mágica del Enrichissez-vous! La Monarquía de Julio es un período de prosperidad, de florecimiento de las empresas industriales y comerciales. El dinero domina toda la vida pública y privada; todo se le rinde, todo está a su servicio y todo se prostituye exactamente o casi como lo describió Balzac. Es cierto que el dominio del capital no comienza ahora ni mucho menos; pero la posesión del dinero era hasta ahora sólo uno de los medios por los que un hombre podía adquirir una posición en Francia, mas no el más distinguido ni el más efectivo. Ahora, por el contrario, de repente, todo derecho, todo poder y toda capacidad se expresan en dinero. Todo ha de reducirse a este común denominador para que sea comprendido. Vistas desde aquí las cosas, toda la historia anterior del capitalismo aparece como un mero prólogo. No sólo la alta política y la más alta sociedad, no sólo el parlamento y la burocracia tienen un carácter plutocrático. Francia está dominada no sólo por los Rothschild y los otros juste-millionnaires, como Heine los llama, sino que el mismo rey es un especulador astuto y sin escrúpulos. Durante dieciocho años el gobierno, como dice Tocqueville, constituye una especie de «sociedad comercial»; el rey, el parlamento y la administración se reparten entre sí los bocados más apetitosos, intercambian informaciones y propinas, se regalan unos a otros negocios y concesiones y especulan con acciones y rentas, leyes de cambio y obligaciones. El capitalista monopoliza la dirección de la sociedad y conquista una posición que nunca había poseído. Hasta entonces, para desempeñar este papel, el proletario necesitaba tener una especie de halo ideológico; el rico había de presentarse como protector de la Iglesia, de la Corona o de las artes y las ciencias; ahora, en cambio, disfruta de los más altos honores simplemente porque es rico. «¡De ahora en adelante gobernarán los banqueros!», profetiza Lafitte, después de que Louis-Philippe es proclamado Rey. Y: «Ninguna sociedad puede subsistir sin una aristocracia», dice un diputado en el parlamento en 1836. «¿Quieren ustedes saber quiénes son los aristócratas de la Monarquía de Julio? Los grandes industriales; ellos son el fundamento de la nueva dinastía»[5] Pero la burguesía está todavía luchando por su posición, por el prestigio social, que la nobleza le concede sólo a desgana y tardíamente. Es todavía una clase «ascendente» y tiene aún el espíritu de ofensiva, la conciencia inquebrantable de estar desposeída de sus derechos. Pero está tan segura de su victoria que comienza ya a transformar la conciencia de sí misma en autosatisfacción y autojustificación. Su tranquilidad de conciencia se apoya en parte ya en un autoengaño, y esto la conducirá a una situación en la que la implantación del socialismo quebrantará su seguridad en sí misma. Se hace cada vez más intolerante y menos liberal, y convierte sus más graves deficiencias, su estrechez de miras, su racionalismo superficial y su afán de lucro disfrazado de idealismo, en bases de su ideología. Todo idealismo se vuelve para ella sospechoso; todo alejamiento del mundo le parece ridículo; se irrita contra toda intransigencia y todo radicalismo, y persigue y suprime toda oposición al espíritu del juste milieu y al adusto disimulo de los antagonismos. Educa a sus seguidores para que sean hipócritas, y se atrinchera más desesperadamente tras su ideología cuanto más peligrosos se vuelven los ataques del socialismo.
Las tendencias básicas del capitalismo moderno, que se habían hecho evidentes desde el Renacimiento, surgen ahora en toda su ruda claridad, sin concesiones, no mitigadas por tradición alguna. La más evidente es la tendencia a la objetivación, es decir la aspiración a desligar todo el aparato de una empresa económica de toda influencia directamente humana, esto es, de toda consideración de circunstancias personales. La empresa se convierte en un organismo independiente que persigue sus propios objetivos y que se rige por las leyes de una lógica propia; es un tirano que convierte en esclavos a todos cuantos adquieren contacto con él[6]. La entrega completa al negocio, el autosacrificio del empresario en interés de la capacidad de concurrencia, de la prosperidad y de la ampliación de la firma comercial, y su abstracto afán de triunfo, desconsiderado incluso consigo mismo, adquieren un alarmante carácter monomaniaco[7]. El sistema se independiza de quienes lo sostienen y se convierte en un mecanismo cuya marcha no puede detener ninguna fuerza humana. En este carácter de automovilidad reside lo misterioso del capitalismo moderno; él le presta aquel aspecto demoníaco que Balzac describe de manera tan estremecedora. A medida que los medios y los presupuestos del triunfo económico se desligan de la esfera de influencia del individuo, se hace más fuerte en el hombre el sentido de inseguridad, la sensación de estar a merced de un monstruo despótico. Y a medida que los intereses se ramifican y se enredan, la lucha se hace más salvaje, más desesperada; el monstruo, más y más multiforme, y la ruina, cada vez más inevitable. Finalmente, se está rodeado por todas partes de competidores, adversarios y enemigos, todos luchan contra todos, y todo el mundo está en la línea de fuego de una guerra continua, universal y verdaderamente «total»[8]. Toda propiedad, toda posición, toda influencia, deben ser adquiridas, conquistadas y forzadas cada día de nuevo; todo da la impresión de provisional y nada parece ser seguro y estable[9]. De aquí el escepticismo y el pesimismo generales, de aquí el angustioso sentimiento de ansiedad vital que llena el mundo de Balzac y sigue siendo el rasgo dominante de la literatura de la era capitalista.
Louis-Philippe y su aristocracia financiera tienen enfrente una poderosa y amplia oposición que, además de los legitimistas de la nobleza y el clero, abarca todos los elementos que se sienten defraudados en las esperanzas que pusieron en la Revolución de Julio; esto es, de un lado, la pequeña burguesía patriótica y bonapartista, pero fundamentalmente de ideas liberales, y, de otro, la izquierda de los republicanos burgueses y los socialistas, aliados con la intelectualidad progresista, militante en uno u otro campo. El partido gubernamental llamado «liberal» está, pues, rodeado de un círculo completo de grupos de oposición y revolucionarios, y Louis-Philippe, el «rey ciudadano», está frente a la abrumadora mayoría de su pueblo[10]. Las tendencias radicales se manifiestan y estallan en la formación de asociaciones, partidos y sectas democráticas, en huelgas, revueltas de hambre y atentados; en suma, en una situación que ha sido justamente calificada como revolución permanente. Estos disturbios no forman en modo alguno la continuación de las revoluciones y motines anteriores. Incluso la sublevación de Lyón de 1831 se distingue de los antiguos movimientos revolucionarios por su carácter apolítico[11]; es el preludio y el comienzo de aquel movimiento de masas cuyo símbolo, la bandera roja, aparece por vez primera en 1832. El cambio comienza con un descubrimiento característico del pensamiento socialista. «La doctrina económica burguesa de la identidad de intereses del capital y el trabajo, de la armonía general y de la prosperidad general del pueblo como resultado de la libre concurrencia, es —como señala Engels— una mentira condenada de modo cada vez más concluyente por los hechos»[12]. El socialismo como doctrina se desarrolla partiendo del reconocimiento del carácter clasista de esta economía. Naturalmente, ideas y tendencias socialistas nos han salido al paso ya en la gran Revolución francesa, principalmente en la Convención y en la conspiración de Babeuf, pero no se puede hablar de un movimiento proletario de masas y de una conciencia de clase correspondiente a él hasta el triunfo de la revolución industrial y la aparición de la gran fábrica completamente mecanizada. Los contactos humanos en estas industrias constituyen el origen de la solidaridad de las clases trabajadoras, y, con ella, de todo el nuevo movimiento obrerista[13]. El moderno proletariado, como integración de las antiguas pequeñas uniones obreras dispersas, es creación del siglo XIX y del industrialismo; la historia anterior no conoce nada semejante[14]. La teoría socialista, cuyos fundadores son filántropos y utopistas aislados, y que ha surgido de la miseria económica del pueblo y del deseo de aliviar esta miseria y encontrar una solución para la distribución justa de los bienes, no se convierte en un arma efectiva sino con la consolidación de las factorías urbanas y las luchas sociales que tienen lugar a partir de 1830; y es ahora cuando esa teoría comienza a recorrer el camino que Engels ha descrito como su evolución «de utopía a ciencia». La crítica social de Saint-Simon y Fourier había surgido de la experiencia del industrialismo y sus efectos desoladores, pero el realismo de estos pensadores estaba todavía mezclado con una buena dosis de romanticismo, y los problemas auténticamente planteados se mezclaban con fantásticos intentos de solución. Las tendencias religiosas que venían surgiendo desde la Restauración, e incluso en cierto aspecto desde el Concordato, y que hacia 1830 se vuelven más profundas, determinan el carácter de toda la actividad reformista y misionera de aquéllos. Desde Saint-Simon hasta Auguste Comte, los socialistas y filósofos sociales se forjan un ideal romántico: todos quisieran sustituir la Iglesia medieval como forma «orgánica» y sintética por un nuevo orden y una nueva organización de la sociedad, y fundar la «nueva cristiandad» con la ayuda de poetas y artistas.
Con la politización creciente de la vida entre 1830 y 1848 se intensifica también la tendencia política de la literatura. En este período no hay casi ninguna obra políticamente indiferente: incluso el quietismo del l’art pour l’art tiene un matiz político. Las nuevas tendencias se manifiestan del modo más claro en el hecho de que la carrera política y la literaria están unidas entre sí, y de que, habitualmente, los miembros del mismo grupo social son los que ejercen de modo profesional la política o la literatura. Los valores literarios son considerados como las premisas obvias de una carrera política, y la influencia política es, con frecuencia, el pago de servicios literarios. Los políticos escritores y los escritores políticos de la Monarquía de Julio —gente como Guizot, Thiers, Michelet, Thierry, Villemain, Cousin, Jouffroy y Nisard— son los últimos descendientes de los «filósofos» del siglo XVIII; los autores de la generación siguiente no tienen ambición política alguna, y sus políticos carecen ya de influencia intelectual. Pero hasta la Revolución de Febrero la vida política absorbe todas las energías intelectuales de la época. Los jóvenes de talento, a los que se les cierra la carrera política por falta de medios, se dedican al periodismo; éste es el comienzo usual y la forma típica de la profesión literaria. Como periodistas se construyen no sólo un puente hacia la política y la literatura auténtica, sino que con frecuencia se aseguran también por medio de la actividad periodística una influencia considerable y unos ingresos importantes. Bertin, el redactor jefe del Journal des Débats, con su arrogancia y su seguridad en sí mismo, es como la quintaesencia de la Monarquía de Julio. Es la encarnación del burgués literato y del literato burgués. Pero la actividad literaria se convierte en un negocio no sólo para hombres como Bertin, sino, como señala Sainte-Beuve, en una «industria» para todos los que están relacionados con ella[15]. Se transforma simplemente en un medio para conseguir anunciantes y suscriptores. La conexión de la literatura con la prensa diaria produce, en opinión de un contemporáneo, un efecto tan revolucionario como la aplicación del vapor a los usos industriales; toda la producción literaria cambia su carácter[16]. Pero aun cuando esta analogía sea exagerada y la industrialización de la literatura represente nada más que un síntoma de la general evolución intelectual, es decir sólo exprese una tendencia a la que se inclina intrínsecamente la producción artística de la época, debe, sin embargo, ser considerado como un suceso histórico el que Emile de Girardin, escritor sin importancia pero hombre de negocios con mucha imaginación, se apropie la idea del hasta ahora completamente desconocido Dutacq y funde en 1836 el periódico La Presse. La innovación, que inaugura una época, consiste en que fija el precio de suscripción en cuarenta francos anuales, es decir la mitad del precio de los demás, y se propone cubrir las pérdidas con anuncios y avisos. Dutacq funda también en el mismo año y con el mismo programa el Siècle, y los demás periódicos de París siguen su ejemplo. El número de suscriptores crece y alcanza la cifra de 200.000 en 1846, frente a la cifra de 70.000 que había diez años antes. Las nuevas empresas que van surgiendo obligan a los editores a la competencia en el contenido de sus periódicos. Han de ofrecer a sus lectores un manjar lo más apetitoso y variado posible para incrementar el atractivo de sus periódicos, sobre todo teniendo en cuenta el negocio de los anuncios. Cada uno en lo sucesivo debe encontrar en su periódico lo que convenga a su gusto y a sus intereses; a cada uno debe servirle de pequeña biblioteca doméstica y de enciclopedia.
Los periódicos publican, junto a colaboraciones de especialistas, artículos de interés general, principalmente descripciones de viajes, historias de escándalos e informaciones judiciales. Pero las novelas por entregas constituyen su mayor atracción. Las lee todo el mundo: la aristocracia y la burguesía, la sociedad mundana y la intelectualidad, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, señores y criados. La Presse comienza la serie de sus folletines con la publicación de obras de Balzac, el cual la abastece entre 1837 y 1847 con una novela cada año, y de Eugenio Sue, que le cede la mayoría de sus obras. El Siècle juega contra los editores de La Presse la carta de Alexandre Dumas, del que Los tres mosqueteros alcanza un éxito enorme y proporciona al periódico considerables ganancias. El Journal des Débats debe su popularidad, ante todo, a Los misterios de París, de Eugène Sue, que desde la publicación de esta novela es uno de los autores más buscados y mejor pagados. El Constitutionnel le ofrece cien mil francos por El judío errante, y esta oferta es considerada en lo sucesivo como medida para los honorarios que se le pagan. Pero los ingresos más cuantiosos los obtiene siempre Dumas, que gana aproximadamente doscientos mil francos al año y al que La Presse y el Constitutionnel pagan 63.000 francos por doscientas veinte mil líneas anuales. Para satisfacer la inaudita demanda, los autores populares y buscados se asocian con los braceros literarios, que les prestan un servicio incalculable en la reelaboración de productos en serie. Surgen así fábricas literarias completas y las novelas son producidas casi mecánicamente. En una vista judicial se demuestra que Dumas publica con su nombre más de lo que hubiera podido escribir si hubiera estado trabajando día y noche sin interrupción. En efecto, emplea a setenta y tres colaboradores, y entre ellos un tal Auguste Maquet, al que permite trabajar con absoluta independencia. La obra literaria se convierte en «mercancía» en el sentido más absoluto de la palabra; tiene su tarifa de precios, se confecciona según modelo y se entrega en fecha fija. Es un artículo comercial por el que se paga un precio, el precio que vale, el que ha de reportar. A ningún editor se le ocurre pagar al señor Dumas o al señor Sue más de lo que debe y puede pagar, y a los autores de novelas por entregas no se les «paga con exceso», como no se hace con los artistas cinematográficos de hoy tampoco; los precios se rigen por la demanda y no tienen nada que ver con el valor artístico del producto.
La Presse y el Siècle son los primeros diarios que publican novelas por entregas, pero la idea de la publicación de una novela en esta forma no es original suya. Procede de Veron, que la realizó ya en su Revue de Paris, fundada en 1829[17]. Buloz tomó de él la idea en la Revue des Deux Mondes y publicó de esta forma novelas de Balzac entre otras. Pero el folletín es en sí más antiguo que estos periódicos; se lo encuentra ya alrededor de 1800. Los periódicos, que durante el Consulado y el Primer Imperio son muy exiguos como consecuencia de la censura y de las demás limitaciones de la prensa, publican un suplemento literario para ofrecer alguna cosa a sus lectores. Esto representa, en un principio, una especie de crónica de la vida social y artística, pero ya durante la Restauración se convierte en un suplemento realmente literario. Desde 1830 las narraciones y las descripciones de viajes constituyen principalmente su contenido, y después de 1840 publican ya sólo novelas. El Segundo Imperio, que establece un impuesto de un céntimo por cada ejemplar de un periódico con folletín, ocasiona el fin rápido de la novela por entregas. Es cierto que el género experimenta más tarde un renacimiento, pero carece ya de influencia considerable en el desarrollo de la literatura, comparado con las profundas huellas que dejó en la literatura de la década del cuarenta.
La novela de folletín está destinada a un público tan heterogéneo y tan recientemente formado como el melodrama, o el vaudeville; dominan en ella los mismos principios formales y los mismos criterios de gusto que en la escena popular contemporánea. En cuanto a su estilo de presentación es también decisiva en ella la preferencia por lo exagerado y lo picante, lo crudo y lo exótico; los temas más populares giran en torno a raptos y adulterios, actos de violencia y crueldad. También aquí, como en el melodrama, los caracteres y la acción son estereotipados y están construidos de acuerdo con un molde fijo[18]. La interrupción de la acción al final de cada entrega, la tarea de tener que crear cada vez un efecto final y despertar en el lector la curiosidad por la próxima entrega, inducen al autor a tener que adquirir una especie de técnica teatral y a tomar de los dramaturgos la presentación interrumpida, articulada en escenas, y rebuscada. Alexandre Dumas, el maestro de la tensión dramática, es también un virtuoso de la técnica folletinesca; pues cuanto más dramático es el desarrollo de una novela de folletín, tanto más efecto causa en su público. Pero la continuación de la acción de día en día, la publicación de las partes aisladas, habitualmente sin un plan exacto y sin la posibilidad de modificar lo ya publicado y de ponerlo en armonía con las entregas posteriores, determina, a su vez, una técnica narrativa «no dramática», episódica e improvisadora, una corriente inacabable de sucesos y un retrato de caracteres inorgánico y frecuentemente contradictorio. El arte de la «preparación», la técnica de la motivación natural, sin artificio y que diera la impresión de impremeditada, ha desaparecido. Las modificaciones en la acción y los cambios de opinión en los personajes dan, a veces, la impresión de que han sido traídos por los pelos, y las figuras secundarias que surgen en el curso de la narración parece como si llegaran de improviso, después de que al autor se le olvidara «presentarlas» a tiempo. El propio Balzac comete repetidamente la falta de introducir personajes sin preparación previa, aunque él mismo critica precisamente a La cartuja de Parma esta técnica de improvisación. En Stendhal, sin embargo, la construcción descuidada y suelta es consecuencia de una técnica narrativa episódica, intrínsecamente picaresca y en lo esencial no dramática[19], mientras que en Balzac, cuyo ideal es una novela con forma dramática, es una deficiencia originada por su modo periodístico de escribir y por su vivir al día. Pero es cuestión discutible si la industrialización de la literatura es simplemente una consecuencia del periodismo, y si la novela ligera debe por completo al folletín su carácter rígido y estereotipado; porque, como demuestra el estilo Imperio y Restauración en la novela, la convencionalización de esta forma estaba hacía tiempo en marcha[20].
La novela de folletín significa una democratización sin precedentes de la literatura y una nivelación casi absoluta del público lector. Nunca ha sido un arte tan unánimemente reconocido por tan diferentes estratos sociales y culturales, y recibido con sentimientos tan similares. Incluso un Sainte-Beuve alaba en el autor de Los misterios de París cualidades cuya ausencia lamenta en Balzac. La difusión del socialismo y el crecimiento del público lector van de la mano, pero la actitud democrática de Eugène Sue y su fe en el fin social del arte explican sólo parcialmente el éxito de sus novelas. Por otra parte, resulta original oír al favorito de un enorme público, integrado en gran parte por elementos burgueses, hablar con entusiasmo del «noble trabajador» y tronar contra las «crueldades del capitalismo». El fin humanitario que persigue, el descubrimiento de las heridas del cuerpo social enfermo que se impone como tarea en sus obras, explican mejor que ninguna otra cosa la simpatía con que fue tratado por la prensa progresista: el Globe, la Démocratie Pacifique, la Revue Indépendante, la Phallange y sus correligionarios. La mayoría de sus lectores probablemente sólo le toleran su tendencia socialista. Sin embargo, es indudable que incluso a esta parte del público le parece la cosa más natural el manejo literario de los problemas sociales del día. La idea, repetida por Madame de Stäel, de que la literatura es la expresión de la sociedad, encuentra aceptación general y se convierte en axioma para la crítica literaria francesa. Desde 1830 es norma juzgar una obra literaria desde el punto de vista de su relación con los problemas de actualidad política y social, y, con excepción del grupo relativamente pequeño del movimiento del arte por el arte, nadie se escandaliza de ver el arte subordinado a los ideales políticos. Probablemente no ha habido ninguna otra época en la que se haya cultivado tan poco una estética puramente formal, no utilitaria[21].
Hasta 1848, la mayoría de las creaciones artísticas y las más importantes de ellas pertenecen a la escuela activista; después de 1848, a la quietista. La desilusión de Stendhal es todavía agresiva, extrovertida, anarquista, mientras que la resignación de Flaubert es pasiva, egocéntrica y nihilista. Incluso dentro del romanticismo, la corriente dominante ya no es el l’art pour l’art de Théophile Gautier y Gérard de Nerval. Ya no se es romántico en el sentido antiguo, ajeno al mundo, místico y mixtificador. El romanticismo continúa existiendo, pero transformado y reinterpretado. La tendencia anticlerical y antilegitimista, que podía ser advertida ya a finales de la Restauración, se convierte en una filosofía revolucionaria. La mayoría de los románticos se desprenden del «arte puro» y se pasan a las filas de Saint-Simon y Fourier[22]. Las personalidades dirigentes —Hugo, Lamartine, George Sand— hacen profesión de un activismo artístico y se ponen al servicio del arte «popular» exigido por los socialistas. El pueblo ha triunfado, y ahora se trata de dar expresión también en el arte al cambio revolucionario. No sólo George Sand y Eugène Sue se vuelven socialistas; no sólo Lamartine y Hugo se entusiasman con el pueblo; también escritores como Scribe, Dumas, Musset, Mérimée y Balzac coquetean con las ideas socialistas[23]. Sin embargo, este coqueteo termina pronto; pues así como la Monarquía de Julio se aparta de los objetivos democráticos de la Revolución y se convierte en un régimen de burguesía conservadora, así también los románticos se desprenden del socialismo y retornan a su concepción artística anterior, aunque modificándola. Finalmente, no queda ni un solo poeta importante fiel al ideal socialista, y por el momento parece perdida la causa del «arte popular». En el arte romántico se opera un apaciguamiento interno; se vuelve más burgués y más disciplinado. Bajo la dirección de Lamartine, Hugo, Vigny y Musset surge, por una parte, un romanticismo conservador y académico, y, por otra, un romanticismo de salón elegante. Es vencida la violenta y poderosa rebelión de los primeros tiempos, y la burguesía acepta entusiasmada este romanticismo en parte sujeto a restricciones académicas y al mismo tiempo casi «clásico» en su visión, y en parte fundido con el dandismo de los discípulos de Byron[24]. Sainte-Beuve, Villemain y Buloz son las máximas autoridades, y el Journal des Débats y la Revue des Deux Mondes son los órganos oficiales del nuevo mundo literario burgués, de tinte romántico pero con mentalidad académica[25].
A algunos sectores del público, sin embargo, el romanticismo les parece todavía demasiado violento y arbitrario; se le opone, por ello, un nuevo clasicismo sobrio y estrechamente burgués, el arte de la llamada école de bon sens y del estético juste-milieu. El éxito de Ponsard, el renacimiento de la tragédie classique y la moda de Rachel son los síntomas más expresivos de esta nueva escuela de gusto. Después de las exageraciones «morbosas» y de la atmósfera recargada, se desea respirar de nuevo aire fresco; se quiere encontrar otra vez caracteres equilibrados, mesurados y ejemplares, sentimientos y pasiones normales comprensibles para todos, una filosofía de equilibrio, de orden y término medio; en suma, una literatura que renuncie a lo picante, a las ocurrencias raras y al estilo excéntrico del romanticismo. 1843 es el año del triunfo de Lucrèce y del fracaso de Burgraves. Pero esto significa no sólo la victoria de Ponsard sobre Hugo, sino también de los Scribe, los Dumas y los Ingres sobre Stendhal, Balzac y Delacroix. La burguesía no espera del arte conmociones, sino distracción; no ve en el poeta un «vate», sino un maître de plaisir. A Ingres sucede la serie infinita de pintores académicos correctos pero aburridos, y a Ponsard, la de los seguros pero anodinos abastecedores de los teatros estatales y municipales. Se desea diversión y descanso, y, como es lógico, cambia la actitud, y se busca un arte «puro» y apolítico.
El l’art pour l’art ha surgido del romanticismo y representa una de las armas en su lucha por la libertad; es la consecuencia y, en cierto modo, el resumen total de la teoría estética romántica. Lo que en un principio fue simplemente una rebelión contra las reglas clásicas, se ha convertido en una sublevación contra toda traba externa, una emancipación de todos los valores intelectuales y morales ajenos al arte. La libertad artística significa ya para Gautier independencia de la tabla de valores de la burguesía, desinterés por sus objetivos utilitarios y negativa a colaborar en la realización de estos objetivos. El arte por el arte se convierte para los románticos en su torre de marfil, en la que se cierran a toda actividad práctica. Y, pagando por ella la incomprensión del orden social existente, compran la paz y la superioridad de una actitud meramente contemplativa. Hasta 1830 la burguesía esperaba que el arte fomentara sus ideales, y así defendía la propaganda política por medio del arte. «El hombre no ha sido creado sólo para cantar, creer y amar… La vida no es un destierro, sino una llamada a la acción…», escribe el Globe en el año 1825[26]. Pero después de 1830 la burguesía se vuelve recelosa frente al arte, y prefiere una neutralidad en vez de la antigua alianza. La Revue des Deux Mondes opina ahora que no es necesario —e incluso que no es deseable— que el artista tenga ideas políticas y sociales propias; y este es el punto de vista que defienden los críticos más importantes, entre ellos Gustave Planche, Nisard y Cousin[27]. La burguesía se apropia del l’art pour l’art: se ensalza la naturaleza ideal del arte y la alta categoría del artista, situado por encima de partidos políticos. Se le encierra en una jaula dorada. Cousin recurre a la idea de la autonomía de la filosofía de Kant y renueva la doctrina del «desinterés» del arte; a ello le ayuda mucho la tendencia a la especialización, que se ha puesto en vigor con el capitalismo. El arte por el arte es, efectivamente, de un lado, la expresión de la división del trabajo, que se acrecienta con la industrialización, y, de otro, el baluarte del arte contra el peligro de ser devorado por la vida industrializada y mecanizada. Por una parte significa la racionalización, el desencantamiento y la restricción del arte; pero al mismo tiempo significa también el intento de preservar su individualismo y su espontaneidad a pesar de la mecanización general.
L’art pour l’art representa indudablemente el problema más colmado de contradicciones de la estética. Nada expresa tan agudamente la naturaleza dualista e íntimamente dividida de la visión estética. El arte, ¿es su propio fin y objeto, o es solamente un medio para un fin? Esta pregunta se contestará de manera diversa no sólo según la situación histórica y sociológica en que uno se encuentre, sino también según los elementos que de la compleja estructura del arte se consideren. La obra de arte ha sido comparada a una ventana a través de la que se puede contemplar la vida sin tener en cuenta la estructura, la transparencia y el color de los cristales de la ventana[28]. Según esta analogía, la obra de arte aparece como un mero instrumento de observación y de conocimiento, esto es, como un cristal o una lente que es en sí indiferente y sólo sirve como medio para un fin. Pero lo mismo que se puede concentrar la mirada sobre la estructura del cristal de la ventana sin ocuparse del cuadro que se ofrece del otro lado de ella, la obra de arte puede ser considerada también como una estructura formal independiente, como una entidad coherente y significante, completa y perfecta en sí misma, y en la que todo trascender, todo «mirar por la ventana», perjudica a la comprensión de su coherencia espiritual. El sentido de la obra de arte oscila constantemente entre estos dos aspectos: entre un ser inmanente, separado de la vida y de toda realidad más allá de la obra, y una función determinada por la vida, la sociedad y las necesidades prácticas. Desde el punto de vista de la experiencia estética directa, la autonomía y la autosuficiencia parecen la esencia de la obra de arte, pues sólo en cuanto que se separa de la realidad y la sustituye completamente, sólo en cuanto que constituye un cosmos total y perfecto en sí es capaz de suscitar una ilusión perfecta. Pero esta ilusión no es en modo alguno el contenido total del arte, y con frecuencia no tiene siquiera participación en el efecto que produce. Las grandes obras de arte renuncian al ilusionismo engañoso de un mundo estético cerrado en sí mismo y van más allá de sí mismas. Están en relación directa con los grandes problemas vitales de su tiempo y buscan siempre una respuesta a estas preguntas: ¿cómo se puede hallar un sentido a la vida humana? ¿Cómo podemos nosotros participar de este sentido?
La paradoja más inexplicable de la obra de arte es que parece existir y al mismo tiempo no existir para sí misma; parece que se dirige a un público concreto, histórica y sociológicamente condicionado, pero al mismo tiempo parece como si no hubiera querido tener noción en absoluto de la existencia de un público. La «cuarta pared» de la escena parece tan pronto la premisa más natural como la más arbitraria ficción de la estética. La destrucción de la ilusión por una tesis, por una tendencia moral o por una intención práctica, que, por una parte, estropean el disfrute perfecto y completo del arte, llevan, por otra, por primera vez a la auténtica participación del espectador o del lector en la obra de arte, de la que llega a disfrutar íntegramente. Pero esta alternativa, sin embargo, no tiene nada que ver con la intención del autor cuando crea su obra. Incluso la obra de más acusada tendencia política y moral puede ser considerada como mero arte, es decir como mera estructura formal, con tal de que sea ante todo obra de arte; por otro lado, todo producto artístico, incluso cuando su creador no lo haya ligado a intenciones prácticas de ninguna clase, puede también ser considerado como expresión e instrumento de la causalidad social. El activismo de Dante excluye una interpretación meramente estética de La divina comedia tan escasamente como el formalismo de Flaubert una explicación sociológica de Madame Bovary y de La educación sentimental.
Las tendencias artísticas principales hacia 1830 —el arte «social», la école de bon sens y el l’art pour l’art— se relacionan entre sí de manera complicada y habitualmente contradictoria. Los seguidores de Saint-Simon y de Fourier están condicionados por estas contradicciones tanto en sus relaciones con el romanticismo como con el clasicismo burgués. Rechazan el romanticismo a causa de sus simpatías por la Iglesia y la monarquía, a causa de su sentido irreal y novelesco de la vida, de su individualismo egoísta, pero principalmente a causa de sus principios quietistas de «el arte por el arte». Por otra parte, simpatizan con el romanticismo por su liberalismo, por sus principios de libertad y espontaneidad artísticas, por su rebelión contra los preceptos y autoridades clásicos. A la vez, se sienten también fuertemente atraídos por las aspiraciones naturalistas del romanticismo; reconocen en este naturalismo una afinidad con su propia disposición afirmadora de la vida y abierta a la realidad. La afinidad entre socialismo y naturalismo explica ante todo sus simpatías por Balzac, cuyas obras, especialmente al principio de su carrera, juzgan de manera muy benévola[29]. Con estos sentimientos antagónicos frente al romanticismo está ligada una actitud igualmente contradictoria ante el clasicismo burgués. El reconocimiento del liberalismo de la concepción artística romántica significa la reprobación simultánea del regreso a los modelos clásicos en el arte burgués. La oposición a la arbitrariedad y a las extravagancias de la poesía romántica, y sobre todo del teatro romántico, se expresa, por el contrario, como una aprobación parcial del clasicismo de Ponsard[30]. Esta indecisión de los socialistas corresponde, por un lado, al reparto del favor de la burguesía entre el romanticismo académico y el drama de Ponsard, y, por otro, a las vacilaciones del propio romanticismo entre el activismo y l’art pour l’art. Pero con estas tres tendencias se cruza todavía una cuarta, que es históricamente la más importante: el naturalismo de Stendhal y de Balzac. También este naturalismo mantiene una relación contradictoria con el romanticismo. La ambigüedad corresponde en él al hiato que suele existir entre dos generaciones sucesivas o entre dos tendencias intelectuales consecutivas. El naturalismo es a un tiempo la continuación y la disolución del romanticismo; Stendhal y Balzac son sus más legítimos herederos y sus adversarios más violentos.
El naturalismo no es una concepción artística unitaria, inequívoca y basada siempre en el mismo concepto de la naturaleza, sino que cambia con el tiempo, tiende cada vez más a un propósito determinado y a un cometido concreto, y se limita, en su interpretación de la vida, a fenómenos particulares. Se cree en el naturalismo no porque de antemano se considere que una representación naturalista es más artística que una idealizada, sino porque se descubre en él un rasgo, una tendencia a la realidad que se quisiera acentuar, que se quisiera fomentar o combatir. Semejante descubrimiento no es en sí resultado de la observación naturalista, sino que, más bien, el interés naturalista es la consecuencia de este descubrimiento. La generación de 1830 comienza su carrera literaria con el convencimiento de que la estructura de la sociedad ha cambiado completamente. En parte acepta y en parte se opone a este cambio, pero reacciona siempre de modo extremadamente activista, y su visión naturalista deriva de este activismo. Su naturalismo, pues, no es buscado en la realidad sin más ni más, ni en la «naturaleza» o en la «vida» en general, sino en la vida social en particular, es decir en aquel campo de la realidad que se ha vuelto especialmente interesante para esta generación. Stendhal y Balzac se imponen como tarea la descripción de la nueva y modificada sociedad. El designio de expresar sus novedades y peculiaridades los conduce al naturalismo y determina su concepción de la verdad artística. La conciencia social de la generación de 1830, su sensibilidad para con los fenómenos en los que están en juego intereses sociales, su agudeza visual ante los cambios y revalorizaciones sociales hacen de sus escritores los creadores de la novela social y del naturalismo moderno.
La historia de la novela comienza con la épica caballeresca de la Edad Media. Es cierto que ésta tiene poco que ver con la novela moderna; pero su composición aditiva y su modo de narrar hilvanando aventura tras aventura y episodio tras episodio constituyen el origen de una tradición que continúa no sólo en la novela picaresca, no sólo en las historias heroicas y pastoriles del Renacimiento y del Barroco, sino también en la novela de aventuras del siglo XIX, y, en cierta medida, en la descripción de la corriente de la vida y de la experiencia en Proust y Joyce. Aparte de la tendencia general, característica de toda la Edad Media, a la forma aditiva, y de la concepción cristiana de la vida como un fenómeno que no es trágico y no se agudiza en conflictos dramáticos particulares, sino como un fenómeno que tiene carácter de viaje con muchas etapas, esta estructura está en conexión sobre todo con el recitado oral de la poesía de la Edad Media y con el ingenio público medieval hambriento de nuevos temas. La imprenta, o sea la lectura directa de libros, y la concepción artística del Renacimiento, tendente a la concentración, traen consigo el que en el modo de narrar expansivo de la Edad Media comience a originarse una descripción más compacta y menos episódica. Don Quijote constituye ya, a pesar de su estructura esencialmente picaresca, una crítica de la extravagante novela de caballerías, incluso en su aspecto formal. Pero el cambio decisivo hacia la unificación y la simplificación de la forma novelesca no se da hasta el clasicismo francés. Es cierto que La princesa de Clèves es un ejemplo aislado, pues la novela pastoril y heroica del siglo XVII pertenece todavía a las historias de aventuras de la Edad Media, con su acumulación de episodios como un alud; pero con la obra maestra de Madame de La Fayette se realizó y se convirtió en una posibilidad, realizable en cualquier momento, la idea de la «novela amorosa» de acción homogénea, dramáticamente agudizada, así como la del análisis psicológico de un único conflicto. La novela de aventuras representa ya en lo sucesivo sólo una literatura de segunda línea; está fuera de los límites del arte representativo y disfruta de las ventajas de la insignificancia y la irresponsabilidad. Le Grand Cyrus y Astrea constituyen principalmente la lectura de la aristocracia cortesana, es cierto; pero ésta las lee, por así decirlo, en privado, y se abandona a su deleite como si fuera un vicio, o, al fin y al cabo, como a una debilidad: de la que no hay razón para enorgullecerse. En su oración fúnebre de Enriqueta de Inglaterra, Bossuet cita como un elogio el que la difunta no se preocupara de las novelas de moda ni de sus absurdos héroes; esto era suficiente para hacerse una idea de cómo era juzgado en público este género. Pero la aristocracia, cuando se trataba de sus deleites privados, no se dejaba guiar por las reglas artísticas clasicistas, sino que se entregaba al placer de aventuras y extravagancias con el desenfreno habitual en ella.
También la novela del siglo XVIII pertenece en su mayor parte al género picaresco y difuso. No sólo Gil Blas y Le Diable boiteaux, sino también las novelas de Voltaire, a pesar de su tamaño limitado, están construidas en forma episódica, y Gulliver o Robinson son la encarnación completa del principio de la adición. Incluso Manon Lescaut, La vida de Mariana y Las amistades peligrosas representan todavía formas de transición entre las antiguas novelas de aventuras y la novela amorosa, que se convierte paulatinamente en el género que marca la pauta y comienza a dominar la literatura del prerromanticismo. Con Clarissa Harlowe. La nueva Eloísa y Werther triunfa el principio dramático en la novela y comienza una evolución que consigue alcanzar su punto culminante en obras como Madame Bovary, de Flaubert, y Ana Karenina, de Tolstói. La atención se concentra en lo sucesivo en el movimiento psicológico; los sucesos exteriores se toman en consideración sólo en cuanto que provocan reacciones espirituales. Esta psicologización de la novela es el signo más sorprendente de la espiritualización y la subjetivización que atraviesa la cultura de la época. En la novela formativa (Bildungsroman), que constituye el paso siguiente de la evolución y es la forma literaria más importante del siglo en cuanto al desarrollo estilístico, cobra aún más vigor la tendencia a la espiritualización. La historia de la evolución del héroe se convierte ahora en la historia de la formación de un mundo. Sólo en una época en la que la educación del individuo se ha convertido en la fuente más importante de cultura podía surgir esta forma de novela, y había de aparecer en un país como Alemania, donde menos profundamente había arraigado la cultura común. Wilhelm Meister, de Goethe, es, en cualquier caso, la primera novela formativa en el sentido estricto de la palabra, aunque los orígenes del género se encuentran en obras más antiguas, principalmente de carácter picaresco, como Torn Jones, de Fielding, y Tristram Shandy, de Sterne.
La novela se convierte en el género literario predominante en el siglo XVIII porque expresa del modo más amplio y profundo el problema cultural de la época: el antagonismo entre individualismo y sociedad. En ninguna otra forma alcanzan vigor tan intenso los antagonismos de la sociedad burguesa, y en ninguna se describen de manera tan interesante las luchas y derrotas del individuo. No en balde Friedrich Schlegel denomina a la novela el género romántico por excelencia. El romanticismo reconoce en ella la representación más adecuada del conflicto entre el yo y el mundo, el sueño y la vida, la poesía y la prosa, y la expresión más profunda de la resignación, que le parece la única solución del conflicto. Goethe encuentra en Wilhelm Meister una solución diametralmente opuesta a la romántica; y su obra constituye no sólo el punto culminante de la historia de la novela en el siglo XVIII, no sólo el prototipo del que las creaciones más representativas del género —Rojo y negro, Ilusiones perdidas, La educación sentimental y Der Grüne Heinrich, por no citar más— pueden ser derivadas directa o indirectamente, sino también la primera crítica importante del romanticismo como forma de vida. Goethe señala —y éste es el verdadero mensaje de su obra— la completa esterilidad del alejamiento romántico de la realidad, acentúa que sólo se puede juzgar justamente el mundo cuando se está íntimamente unido a él, y que sólo se lo puede reformar de dentro afuera. No disimula ni encubre en modo alguno la discrepancia entre interioridad y mundo, pero reconoce y demuestra que el desprecio romántico del mundo es una evasión del auténtico problema[31]. La demanda de Goethe de vivir de acuerdo con el mundo y con las reglas del mundo fue trivializada por la literatura burguesa posterior y transformada en una invitación a la cooperación incondicional. La adaptación pacífica, pero no incondicional, a las circunstancias existentes, se convierte en una humillante transigencia y en una religión mundana utilitaria. La participación de Goethe en este desarrollo consiste exclusivamente en que no vio la imposibilidad de una conciliación pacífica de la antinomia y en que su optimismo un poco frívolo se ofreció espontáneamente como ideología conciliadora burguesa. Stendhal y Balzac vieron la tensión dominante mucho más agudamente que Goethe y juzgaron la situación con mucho más realismo que él. La novela social, en la que ellos vertieron sus impresiones, fue un paso que superó no sólo la novela desilusionada romántica, sino también la novela formativa de Goethe. En su resignación se había suprimido tanto el desprecio romántico del mundo como la crítica que Goethe hacía del romanticismo. Su pesimismo surgía de un análisis de la sociedad que no se hacía ilusiones respecto a la solución de las cuestiones sociales.
El realismo con que Stendhal y Balzac describían la situación, y su comprensión para la dialéctica que movía la sociedad, no tenían ejemplo en la literatura de su tiempo, pero la idea de la novela social estaba en el aire. Subtítulos como «Escenas del mundo elegante» o «Escenas de la vida privada» los encontramos mucho antes de Balzac[32]. «Muchos jóvenes describen las cosas tal como ocurren diariamente en provincias… No hay en ellos mucho arte, sino mucha verdad», escribe Stendhal refiriéndose a la novela social de su tiempo[33]. Hace tiempo que hay por todas partes preludios y tentativas, pero con Stendhal y Balzac la novela social se convierte en la novela moderna por excelencia, y en lo sucesivo parece totalmente imposible representar un personaje aislado de la sociedad y hacerle desarrollarse y operar fuera de un determinado ambiente social. El hecho de la vida social avanza hasta la conciencia humana y ya no es posible en lo sucesivo desalojarlo de ella. Las grandes creaciones literarias del siglo XIX, las obras de Stendhal, Balzac, Flaubert, Dickens, Tolstói y Dostoievski, e incluso las obras de Proust y Joyce, son novela social, cualquiera que sea la categoría a la que, por otra parte, puedan pertenecer. La definición social de los caracteres se convierte en criterio de su realidad y su verosimilitud, y la problemática social de su existencia los convierte por vez primera en objeto de la moderna novela naturalista. Esta concepción sociológica del hombre es la que descubrieron los escritores de la generación de 1830 para la novela, y la que interesaba principalmente a un pensador como Marx en las obras de Balzac.
Stendhal y Balzac son severos y a veces maliciosos críticos de la sociedad de su tiempo; pero uno la juzga sólo desde el punto de vista liberal, y el otro, desde el conservador. A pesar de sus opiniones reaccionarias, Balzac es el artista más progresista; él ve más agudamente la estructura de la sociedad burguesa y describe sus tendencias de evolución de manera más objetiva que Stendhal, que es más radical en lo político, pero más contradictorio en el conjunto de sus ideas y sentimientos. Probablemente no hay otro ejemplo en toda la historia del arte que muestre más claramente que el servicio que un artista presta al progreso no depende tanto de sus convicciones y simpatías personales como de la fuerza con que presente los problemas y las contradicciones de la realidad social. Stendhal juzga su tiempo según los conceptos, ya pasados de moda, del siglo XVIII, y desconoce la significación histórica del capitalismo. Es cierto que Balzac considera también estos conceptos como demasiado progresistas, pero no puede menos de describir en sus novelas la sociedad de tal modo que parezca inconcebible por completo un regreso a las circunstancias e ideas prerrevolucionarias. Para Stendhal, la cultura de la Ilustración, el mundo intelectual de Diderot, Helvétius y Holbach tienen el valor de algo ejemplar e imperecedero; considera su caída como un fenómeno transitorio y sitúa su renacer en el día en que espera su propia rehabilitación como artista. Balzac, por el contrario, ve que la antigua cultura se ha deshecho ya, reconoce que la misma aristocracia se ha convertido en instrumento de este proceso, y en ello precisamente descubre un signo del progreso irresistible del capitalismo. La visión de Stendhal es esencialmente política, y en sus descripciones de la sociedad concentra su atención sobre todo en el «mecanismo del Estado»[34]. Balzac, por el contrario, fundamenta su estructura social en la economía, y anticipa en cierto modo las doctrinas del materialismo histórico; es consciente por completo de que las formas de la ciencia, del arte y de la moral contemporáneas, así como las de la política, son funciones de la realidad material, y de que la cultura burguesa, con su individualismo y su racionalismo, tiene sus raíces en las formas de la economía capitalista. La fecundidad de este conocimiento no se modifica en absoluto por el hecho de que las condiciones feudales correspondan mejor al ideal de cultura del escritor que las del capitalismo burgués. El realismo y el materialismo de su imagen del mundo, a pesar de su entusiasmo por la vieja monarquía, la Iglesia católica y la sociedad aristocrática, operan como uno de los fermentos intelectuales que descomponen los últimos restos del feudalismo.
Las novelas de Stendhal son crónicas políticas: Rojo y negro es la historia de la sociedad francesa durante la Restauración; La cartuja de Parma es un cuadro de Europa bajo el gobierno de la Santa Alianza; Luden Leuwen es el análisis histórico-social de la Monarquía de Julio. Habían existido antes también, naturalmente, novelas con fondo histórico y político, pero a nadie se le había ocurrido antes de Stendhal convertir el sistema político de su tiempo en verdadero tema de una novela. Antes de él nadie era consciente del momento histórico; nadie sintió tan fuertemente como él que la historia está compuesta simplemente de tales momentos y constituye una continua crónica de las generaciones. Stendhal vive su presente como la hora decisiva de la primera generación posrrevolucionaria, como un período de promesas y esperanzas no cumplidas, de energías no aprovechadas y talentos frustrados. Lo vive como una terrible tragicomedia en la que la recién llegada burguesía desempeña un papel tan lamentable como la aristocracia conspiradora; como un cruel drama político en el que no hay más que intrigantes, siendo indiferente que se llamen ultras o liberales. En un mundo como éste —se pregunta él—, donde todo el mundo miente y finge, ¿no es bueno cualquier medio con tal de que conduzca al triunfo? Lo importante es no ser el engañado, es decir mentir mejor y fingir mejor que los demás. Todas las grandes novelas de Stendhal giran en torno al problema de la hipocresía, del secreto de tratar a los hombres y de engañar al mundo; todas ellas son algo así como libros de texto de política realista y cursillos de amoralidad política. Balzac advierte ya en su crítica de Stendhal que La cartuja de Parma es un nuevo Príncipe, y que Maquiavelo, si hubiera vivido desterrado en la Italia del siglo XIX, no hubiera podido escribir otra cosa que esto. El lema maquiavélico de Julián Sorel: «Qui veut la fin veut les moyens», adquiere aquí su formulación clásica, aplicada repetidas veces por Balzac en el sentido de que deben aceptarse las reglas de juego del mundo si se quiere contar en el mundo y participar en el juego.
Para Stendhal, la sociedad nueva difiere de la vieja ante todo por sus formas de gobierno, por el desplazamiento del poder y por el cambio de la significación política de las clases; el sistema capitalista es para él la consecuencia de la reedificación política. Describe la sociedad francesa en un estadio de evolución en el que la burguesía ha conseguido ya la victoria económica, pero tiene que luchar todavía por su posición en la sociedad. Stendhal presenta esta lucha desde un punto de vista personal y subjetivo, o, lo que es lo mismo, tal como aparece a los ojos de la intelectualidad triunfante. El desarraigo de Julián Sorel es el tema de todas sus obras, el motivo que en sus otras novelas, sobre todo en La cartuja de Parma y en Lucien Leuwen, interpreta con variaciones y modulaciones. La cuestión social consiste para él en el destino de aquellos jóvenes ambiciosos, procedentes de los estratos inferiores y desarraigados por su educación, que se encuentran al final del período revolucionario sin dinero y sin relaciones, y que, deslumbrados, de un lado, por las oportunidades de la Revolución, y, de otro, por la buena fortuna de Napoleón, quieren desempeñar en la sociedad un papel adecuado a su talento y a sus ambiciones. Pero descubren entonces que el poder, la influencia y los puestos importantes están en manos de la antigua nobleza y de la nueva aristocracia del dinero y que la mediocridad desplaza por todas partes a los talentos mejores y las inteligencias más grandes. El principio de la Revolución, de que cada uno es artífice de su propia fortuna, idea totalmente desconocida para los hombres del ancien régime, pero muy familiar a la juventud revolucionaria, pierde su valor. Veinte años antes el destino de Julián Sorel hubiera sido muy otro; a los veinticinco años hubiera sido coronel, a los treinta y cinco, general; esto es lo que oiremos una y otra vez. Ha nacido demasiado pronto o demasiado tarde, y está situado entre las épocas como está situado entre las clases sociales. ¿A cuál pertenece y cuál de los dos lados es el suyo realmente? Es la vieja pregunta bien conocida, el problema del romanticismo, que surge de nuevo, y que sigue tan insoluble como siempre. El origen romántico de las ideas políticas de Stendhal se expresa del modo más claro en que basa la pretensión de sus héroes al triunfo y a la posición social simplemente en las prerrogativas del talento y de la energía. En su crítica de la Restauración y en su apología de la Revolución, basa su argumento en la convicción de que la vitalidad auténtica y la energía han de encontrarse sólo en el pueblo. Las circunstancias del famoso asesinato cometido por el seminarista Berthet, que le sirve de tema en Rojo y negro, son para él una prueba de que en lo sucesivo los grandes hombres procederán de aquellas vigorosas clases inferiores, capaces aún de auténticas pasiones, de las clases a las que no sólo Berthet, sino, como él acentúa, también perteneció Napoleón.
Así entra en la literatura la lucha consciente de clases. La lucha entre los distintos estratos de la sociedad, naturalmente, había sido descrita antes también por los literatos; ninguna descripción veraz de la realidad social podía desentenderse de ella. Pero ni las figuras literarias ni sus creadores eran conscientes del auténtico sentido de la lucha. El esclavo, el siervo y el campesino —habitualmente como figuras cómicas— habían figurado en la literatura anterior incluso con relativa frecuencia, y el plebeyo había sido descrito no sólo como representante de un elemento social perezoso, sino también —por ejemplo, en El campesino enriquecido, de Marivaux— como un advenedizo en la buena sociedad, pero nunca entró en escena un representante de los estratos inferiores, es decir de los estratos que quedan por debajo de la burguesía media, como campeón de una clase privada de sus derechos. Julián Sorel es el primer héroe de novela que tiene siempre presente su carácter plebeyo, del que es consciente, que mira cada éxito como un triunfo sobre la clase dominante, y siente cada derrota como una humillación. No puede perdonar ni a la propia Madame de Renal, la única mujer a la que ama de verdad, el que sea rica y pertenezca a aquella clase contra la cual él —según cree— tiene que estar siempre en guardia. En su relación con Matilde de la Mole la lucha de clases no se puede distinguir ya en nada absolutamente de la lucha entre los sexos. Y el discurso que él dirige a sus jueces no es otra cosa que la proclamación de la lucha de clases, un reto a sus enemigos, ya con el cuello bajo la cuchilla: «Señores, yo no tengo el honor de pertenecer a vuestra clase social —dice—. Vosotros veis en mí un campesino que se rebeló contra la humildad de su destino… Yo veo hombres que quisieran castigar en mi persona y desanimar para siempre a aquella clase de jóvenes nacidos en un estrato bajo y oprimido por el hambre, que tuvieron la suerte de educarse a sí mismos y tuvieron el ánimo de relacionarse con aquellos círculos que la arrogancia de los ricos llama la sociedad…» Y, sin embargo, el autor no se refiere sólo, y probablemente ni siquiera en primer lugar, a la lucha de clases; su simpatía no está con los pobres y los desposeídos sin más ni más, sino con los geniales y sensitivos hijastros de la sociedad, víctimas de la clase dominante, desalmada y carente de imaginación. Por eso Julián Sorel, hijo de un aldeano, Fabricio del Dongo, descendiente de una antigua familia aristocrática, y Lucien Leuwen, heredero de una fortuna de millones, aparecen como aliados, como compañeros de lucha y de sufrimiento, que se sienten igualmente extraños y desarraigados en este mundo común y prosaico. La Restauración creó unas condiciones en las que el conformismo era el único camino para el triunfo, y en las que nadie podía ya respirar libremente, nadie podía ya moverse libremente, cualquiera que fuese su ascendencia.
El destino común de los héroes de Stendhal no hace cambiar, sin embargo, el hecho de que el origen sociológico del nuevo tipo de héroe sea la lucha de clases, que Fabricio y Lucien no sean más que traslados ideológicos de Julián, variaciones del «indignado plebeyo», especies del «desgraciado que hace la guerra a toda la sociedad». Sin la existencia de una clase media amenazada por la reacción y de aquella intelectualidad condenada a la pasividad, a la que pertenece el propio Stendhal, la figura de Fabricio del Dongo hubiera sido tan inconcebible como la de Julián Sorel. A Henri Beyle, funcionario del ejército imperial, se le deja en 1815 con media paga; durante años se afana por hallar un nuevo empleo, pero ni siquiera consigue alcanzar un puesto de bibliotecario. Vive en destierro voluntario lejos de Francia y de las posibilidades de hacer carrera, como un hombre cuya vida ha fracasado. Odia la reacción, pero cuando habla de libertad piensa siempre en sí mismo, en su derecho a «perseguir su felicidad». La felicidad del individuo, la felicidad en un sentido meramente epicúreo, es para él la meta de todas las aspiraciones políticas. Su liberalismo es el resultado de su destino personal, de su educación, de su espíritu de oposición determinado por sus experiencias de niño, de su fracaso en la vida, pero no de un auténtico sentido democrático. Es un enfant de gauche[35] ante todo como víctima de su complejo de Edipo, pero también como alumno de su abuelo, quien, como fiel discípulo de los «filósofos» del siglo XVIII, le transmitió el espíritu de la Ilustración. Sus fracasos mantuvieron despierto en él este espíritu y le convirtieron en un rebelde; por sentimiento, sin embargo, es un individualista y un aristócrata ajeno a todo instinto gregario. Su culto romántico del héroe, su exaltación de la personalidad fuerte, inteligente y extraordinaria, su concepto de los happy few, su morbosa aversión a todo lo plebeyo, su esteticismo y su dandismo, son simplemente formas de expresión de un gusto melindroso, vanidoso y aristocrático. Tiene miedo de la República, no quiere tener nada que ver con la multitud, le gustan el confort y el lujo y considera como situación política ideal una monarquía constitucional que asegure a la minoría intelectual una existencia libre de cuidados. Le gustan los salones elegantes, la vida de ocio y de placer, y la gente bien educada, frívola e inteligente. Teme que la República y la democracia empobrezcan y entristezcan la vida, y que traigan consigo el triunfo de las masas groseras e incultas sobre la sociedad distinguida y educada que disfruta de manera refinada la belleza de la vida. «Amo al pueblo y odio a los opresores —dice—, pero sería un tormento para mí tener que vivir siempre con el pueblo.»
A pesar del sentimiento de solidaridad que tiene Stendhal para con Julián Sorel, le sigue con mirada severamente crítica, y, a pesar de toda su admiración por el genio y la incorruptibilidad del joven rebelde, no puede ocultar sus reservas ante su naturaleza plebeya. Comparte su amargura y participa de su desprecio por la sociedad, aprueba su hipocresía sin escrúpulos y su repugnancia a toda cooperación con la gente que le rodea, pero lo que no comprende ni aprueba en modo alguno es la folle méfiance, la desconfianza morbosa y degradante del plebeyo, atormentado por su complejo de inferioridad y su resentimiento, su impotente y ciega sed de venganza, y la fea envidia que le desfigura. La descripción de los sentimientos de Julián, después de recibir la carta con la declaración amorosa de Matilde, muestra de manera bien clara la distancia que separa a Stendhal de su héroe. La carta constituye, en efecto, la clave de toda la novela y nos recuerda que en la historia de Julián Sorel no hemos de ver una mera confesión del autor. El narrador tiene más bien, frente a este recelo monomaniaco, un sentimiento de extrañeza, de miedo y de horror. «La mirada de Julián era cruel; la expresión de su rostro horrible», dice sin simpatía alguna, sin la menor intención de disculparle. ¿Se le ocurrió a Stendhal pensar alguna vez que el pecado más grande de la sociedad contra Julián fue precisamente hacerle tan receloso, y tan desgraciado y tan inhumano en su recelo?
Las opiniones políticas de Stendhal son tan contradictorias como las circunstancias de su vida. Por razón de su origen pertenece a la alta burguesía, pero su educación le convierte en antagonista de esta clase. Tiene un alto empleo oficial bajo Napoleón, participa en las últimas campañas del Emperador, está tal vez profundamente impresionado, pero en modo alguno entusiasmado, mantiene siempre sus reservas frente al déspota violento y al conquistador sin escrúpulos[36]. La Restauración significa en un principio, también para él, el fin del largo, inquieto e incierto período revolucionario; al principio no se siente, ni mucho menos, extraño ni incómodo en la nueva Francia. Sin embargo, a medida que se va dando cuenta de la desesperanza de su existencia a media paga, y la Restauración muestra su verdadero rostro, crecen su odio y su asco por el nuevo régimen, al mismo tiempo que su entusiasmo por Napoleón. Su debilidad por la cómoda y buena vida hacen de él un enemigo de la nivelación social, pero su pobreza y su fracaso mantienen despiertos su recelo y su hostilidad contra el orden existente e impiden que se conforme con la reacción. Estas dos tendencias están siempre presentes en el mundo de ideas de Stendhal, y, según las circunstancias de su vida, ocupan una u otra el primer plano. Durante el período de la Restauración, que fue de fracaso para él, crecen su insatisfacción y su radicalismo político; pero cuando mejoran sus circunstancias personales, se tranquiliza y el rebelde se convierte en defensor del orden y en conservador moderado[37]. Rojo y negro es todavía la confesión de un rebelde desarraigado, pero La cartuja de Parma es ya la obra de un hombre que ha encontrado paz interior y tranquila renuncia[38]. La tragedia se ha convertido en tragicomedia; la genialidad del odio, en una sabiduría filantrópica, casi conciliadora, en un sentido más abierto y más alto del humor, que contempla probablemente todo con una inalterable objetividad, pero que, al mismo tiempo, reconoce la relatividad de las cosas y la debilidad de todo lo humano. Naturalmente, esto provoca una cierta frivolidad en el tono del escritor, algo de la tolerancia del «todo comprendido, todo perdonado». ¡Pero cuán lejos está Stendhal del conformismo de la burguesía posterior, que perdona todo dentro de sus convencionalismos, pero nada fuera de ellos! ¡Qué diferencia entre los valores vitales en una y otra parte! ¡Qué entusiasmo en Stendhal por la juventud, el valor, la inteligencia, el deseo de felicidad, el talento para crear la felicidad y disfrutarla, y qué fatiga, que desilusión, qué miedo a la felicidad en la burguesía triunfante y situada! «Yo debiera ser más feliz que los demás, porque poseo todo lo que ellos no tienen…», dice el conde Mosca. «Pero seamos honrados, este pensamiento debe desfigurar mi sonrisa…, debe darme expresión de egoísmo y de vanidad… Por el contrario, ¡cuán placentera es su sonrisa!» (Piensa en Fabricio.) «Tiene la expresión de la fácil felicidad de la primera juventud, y la crea en los demás.» Y, a pesar de esto, Mosca no es ni mucho menos un canalla. Es, simplemente, débil, y se ha vendido. Sin embargo, Stendhal hace un gran esfuerzo para comprenderle. Se pregunta ya en Rojo y negro: «¿Quién sabe lo que ocurre en el camino de una gran hazaña?» «Danton robó, Mirabeau se vendió. Napoleón robó millones en Italia sin que sacara provecho apenas… Solamente Lafayette no robó nunca. ¿Se debe robar, debe uno venderse?» Evidentemente, se trata de algo más que de los millones de Napoleón. Stendhal descubre la inexorable dialéctica de las acciones condicionadas por la realidad material, del materialismo de toda existencia y de toda vida práctica. Un descubrimiento estremecedor para un hombre que era romántico nato, aunque hubiera de luchar con tan fuertes inhibiciones.
En ningún representante del siglo XIX están tan repartidas por igual las seducciones del romanticismo y la resistencia a él como en Stendhal. Este es el origen de la falta de armonía en su filosofía política. Stendhal es racionalista y positivista estricto; toda metafísica, toda mera especulación y todo idealismo al modo alemán le son ajenos y abominables. El concepto de la moral y la esencia de la integridad intelectual consisten para él en la aspiración a «ver claramente en lo que es», es decir en la oposición a las insinuaciones de la superstición y del engañarse a sí mismo. «Su ardiente imaginación le encubría muchas veces las cosas —dice él de uno de sus personajes favoritos, la duquesa Sanseverina—, pero las ilusiones caprichosas que sugiere la cobardía le fueron ajenas.» El propósito más alto a sus ojos es el ideal de vida de Voltaire y Lucrecio: vivir libre de temor. Su ateísmo consiste en la lucha contra el déspota de la Biblia y la mitología, y es sólo una forma de realismo apasionado, opuesto tenazmente a toda mentira y a todo engaño. Su aborrecimiento de toda retórica y todo patetismo, de las palabras y frases altisonantes, del estilo colorista, exuberante y enfático de Chateaubriand y De Maistre, su preferencia por el estilo claro, objetivo y seco del «Código civil», por las buenas definiciones, las frases breves, precisas y sin color: todo esto es en él la expresión de un materialismo estricto, sin concesiones y como dice Bourget, «heroico», del deseo de ver claro y de hacer a los demás ver claramente en lo que existe. Toda exageración y toda ostentación le resultan enojosas, y aunque también se entusiasma con frecuencia, nunca es grandilocuente. Se ha advertido, por ejemplo, que jamás dice «libertad», sino siempre, simplemente, «las dos cámaras y la libertad de prensa»[39]; esto es también un signo de su aversión a todo lo que suena irreal y exaltado y es igualmente parte de su lucha contra el romanticismo y contra sus propios sentimientos románticos.
Porque, sentimentalmente, Stendhal es un romántico; «es cierto que piensa como Helvétius, pero siente como Rousseau»[40]. Sus héroes son idealistas desilusionados, audaces apasionados y niños inocentes y no manchados por la suciedad de la vida. Son, como su famoso antecesor Saint-Preux, amantes de la soledad y de las alturas alejadas del mundo, donde sueñan sin molestias y pueden dedicarse a sus recuerdos. Sus sueños, sus recuerdos y sus pensamientos más secretos están llenos de ternura. Esta es la gran fuerza que mantiene en equilibrio la razón de Stendhal, la fuente de la más pura poesía y del hechizo más profundo en su obra. Pero su romanticismo no es siempre, ni mucho menos, pura poesía y arte puro, incontaminado. Está más bien lleno de rasgos novelescos, fantásticos, morbosos y macabros. Su culto del genio, ante todo, no consiste, en modo alguno, simplemente en un entusiasmo por lo grande y lo sobrehumano, sino al mismo tiempo en un gozo por lo extravagante y lo extraño; su glorificación de la «vida peligrosa» no significa sólo una veneración por la intrepidez y el heroísmo, sino también un juego con la infamia y el crimen. Rojo y negro es, si se quiere, una novela de terror con un final picante y horrible, mientras que La cartuja de Parma es una novela de aventuras llena de sorpresas, rescates maravillosos, crueldades y situaciones melodramáticas. El «beylismo» es no sólo una religión de la fuerza y la belleza, sino también un culto al placer y un evangelio de la violencia, una variante del satanismo romántico. Toda la crítica que Stendhal hace de la cultura del momento tiene un carácter romántico; está inspirada en el entusiasmo de Rousseau por el estado natural, pero es al mismo tiempo un rousseaunianismo exagerado y negativo que lamenta en la civilización moderna no sólo la pérdida de la espontaneidad, sino también la atrofia del valor necesario para cometer los grandes crímenes apasionantes. El bonapartismo de Stendhal es el mejor ejemplo del carácter complejo, y, en parte, fuertemente romántico, de su ideología. Aparte de la glorificación estetizante del genio, este culto de Napoleón consiste, por un lado, en el reconocimiento del advenedizo y de la voluntad de ascender socialmente, y, por otro, en la solidaridad con el vencido, con la víctima de la reacción y del poder de las tinieblas. Napoleón es, para Stendhal, en parte el pequeño teniente que se convierte en el amo del mundo, el benjamín de los cuentos que resuelve la adivinanza y obtiene a la hija del rey, y, en parte, el eterno mártir y el héroe espiritual que es demasiado bueno para este mundo corrompido y muere como víctima suya. El inmoralismo y el satanismo de la actitud romántica se mezclan también en este culto a Napoleón y lo transforman en una apoteosis de la grandeza, tanto en el bien como en el mal; en una admiración por la grandeza, a pesar del mal que ésta se ve forzada a causar con frecuencia; en un culto a la grandeza precisamente por su disposición para el mal e incluso para el crimen. El Napoleón de Stendhal, como su Sorel, es uno de los predecesores de Raskolnikov; son la encarnación de lo que Dostoievski entendía por individualismo occidental, y fue causa de la ruina de su héroe. También la resignación de Stendhal tiene rasgos románticos y está en relación más directa con la novela de desilusión del romanticismo que con el pesimismo frío y seco de Balzac. Pero las novelas de Stendhal terminan tan mal como las de Balzac; la diferencia está en el modo, no en el grado de renunciación.
También sus héroes son vencidos; también ellos perecen lamentablemente, o, lo que es peor, se ven obligados a la capitulación y al compromiso; mueren jóvenes o se retiran desilusionados del mundo. Al final están cansados todos de la vida, están gastados, consumidos, quemados, abandonan la lucha y pactan con la sociedad. La muerte de Julián es una especie de suicidio, y el final del héroe de La cartuja de Parma es una derrota igualmente triste. El tono de la renuncia está expreso ya en Armancia, donde el motivo de la impotencia es el símbolo inequívoco del enajenamiento, del que sufren todos los héroes de Stendhal. Este motivo tiene todavía su resonancia en la convicción del joven Fabricio de que es incapaz de auténtico amor, y en las dudas de Julián Sorel sobre su talento para amar. El poder de hacer feliz del erotismo, que disuelve toda existencia individual egoísta, la absorción total en el momento y el olvido perfecto de sí mismo en la entrega a la amada, les son ajenos de todas maneras. Para los héroes de Stendhal no hay una dicha del presente; la felicidad está siempre detrás, y no se dan cuenta de ella sino cuando ha pasado ya. Nada expresa más conmovedoramente el trágico sentimiento de la vida propia de Stendhal que la tristeza que hay en el reconocimiento de Julián de que los días de Vergy y Verrières, que vivió de manera inconsciente y sin estimarlos, que han desaparecido inevitablemente y para siempre, fueron los más bellos, los mejores y más preciosos que la vida podía ofrecerle. Sólo el paso de las cosas nos trae la conciencia de su valor; sólo a la sombra de la muerte aprende Julián a valorar la vida y el amor de Madame de Rênal, y sólo en la cárcel descubre Fabricio la verdadera felicidad y la auténtica libertad interior. ¿Quién sabe —pregunta Rilke una vez ante la jaula de un león— dónde está la libertad, si delante o detrás de la reja?; una pregunta muy propia de Stendhal y profundamente romántica.
Stendhal, a pesar de su aversión al estilo enfático y colorista, es también, desde el punto de vista formal, heredero del romanticismo, y, por cierto, en un sentido mucho más estricto de lo que lo es más o menos todo artista moderno. El ideal clásico de la unidad, de la concentración y subordinación de las partes bajo una idea guía, y del desarrollo regular del tema, libre de todo capricho subjetivo y tomando siempre en consideración al lector, está en él completamente desplazado por una concepción artística dominada enteramente por la autoexpresión, y que intenta reflejar el material de la experiencia de la manera más directa, natural y auténtica posible. Las novelas de Stendhal parecen una colección de hojas de un diario, bosquejos que tienden, ante todo, a retener el movimiento espiritual, el mecanismo de los sentimientos y el trabajo intelectual del autor. La expresión, la confesión y la comunicación subjetiva son el auténtico objetivo, y la corriente de la experiencia, el verdadero objeto de la novela; lo que la corriente lleva consigo y arrastra parece, junto a esto, casi accidental.
Más o menos, todo arte moderno y posrromántico es producto de la improvisación; todo él depende de la idea; de que el sentimiento, la disposición de ánimo y la inspiración son más fértiles y están relacionados más directamente con la vida que la intelección artística, el gusto crítico y el plan preconcebido. Consciente o inconscientemente, toda la concepción artística moderna procede de la creencia de que los elementos más valiosos de la obra de arte son ocurrencias fortuitas, hallazgos, regalos de una inspiración divina, y de que lo mejor que puede hacer el artista es dejarse llevar por su inventiva. Por eso la invención de pormenores desempeña un papel tan preponderante en el arte moderno, y de aquí la impresión que despierta de estar dominado por la riqueza de cambios inesperados y de motivos accesorios sorprendentes. La obra de Beethoven parece ya improvisada en relación con la de sus predecesores, si bien las creaciones de los maestros anteriores, sobre todo las de Mozart, han surgido evidentemente de manera más fácil, más descuidada y más de acuerdo con la inspiración directa que las composiciones de Beethoven, cuidadosamente preparadas y con frecuencia basadas en numerosos bocetos preliminares. Mozart parece regirse siempre por un plan objetivo, necesario e invariable; en Beethoven, por el contrario, parece como si en cada tema, en cada motivo y en cada nota quisiera decir: «Porque yo lo siento así», «Porque yo lo oigo así», «Porque yo quiero hacerlo así». Las obras de los maestros anteriores son composiciones bien articuladas y bien dispuestas, melodías redondas y limpias, mientras que las creaciones de Beethoven y de los compositores posteriores son, por el contrario, recitativos, gritos de lo más profundo del corazón.
Sainte-Beuve señala en Port-Royal que, mientras en la era del clasicismo era considerado el escritor más grande el que creaba la obra más terminada, más clara y más agradable, nosotros, los modernos, por el contrario, esperamos de un escritor, sobre todo, estímulo, es decir oportunidad de participar en sus sueños y en su actividad creadora[41]. Nuestros escritores preferidos son aquellos que indican simplemente muchas cosas y dejan siempre sin decir algo que nosotros tenemos que adivinar, explicar y completar. La obra incompleta, no conclusa ni definida, es para nosotros la más atractiva, la de significado más profundo y la más expresiva. Todo el arte psicológico de Stendhal tiende a estimular al lector a cooperar, a participar en la observación y los análisis del autor. Hay dos métodos distintos de análisis psicológico. El clasicismo francés parte de la concepción uniforme de una figura y deriva de una sustancia en sí inalterable los distintos atributos espirituales. La fuerza convincente del retrato que resulta en estas circunstancias se debe a la coherencia lógica de los rasgos, pero la pintura misma representa más bien el mito que el retrato de un hombre. Los caracteres de la literatura clásica no ganan en interés y verosimilitud con la autoobservación del lector; impresionan por la grandeza y agudeza de sus líneas, y quieren ser contemplados y admirados, pero no comprobados e interpretados. El método psicológico de Stendhal, que también suele ser calificado como analítico, aunque es diametralmente opuesto al clásico, no arranca de la unidad lógica de la personalidad, sino de sus varias manifestaciones, y no acentúa en el cuadro los contornos, sino los matices y valores. La representación se compone de meros pormenores, de meras observaciones aisladas y de apreciaciones distintas que, unidas, dan una impresión habitualmente tan contradictoria e incompleta que el lector ha de recurrir constantemente a la autoobservación y a la interpretación subjetiva de la caótica y compleja pintura. En la época del clasicismo, la uniformidad y univocidad de un carácter eran sus criterios de verosimilitud, mientras que ahora, por el contrario, una figura literaria es más viva y convincente cuanto más complicada y sugerente sea, cuanto más espacio deje para que el lector la complete con su propia experiencia viva.
La técnica stendhaliana de los petits faits vrais no significa que la vida espiritual esté compuesta por pequeños fenómenos, efímeros y en sí carentes de importancia, sino que un carácter es incalculable e indefinible y contiene incontables rasgos capaces de modificar sus ideas y romper la unidad de su naturaleza. Estimular al lector a participar en la observación y en la creación, y admitir la inagotabilidad del objeto representado, significa simplemente una cosa: dudar de la capacidad del arte para vencer la realidad. La complicación de la moderna psicología es un signo de nuestra incapacidad para comprender al hombre moderno en la medida en que el clasicismo comprendía al hombre de los siglos XVII y XVIII. Pero exclamar ante esta incapacidad, como Zola, «la vida es más simple»[42], sería pura ceguera frente a la naturaleza compleja de la vida moderna. La complicación psicológica resulta para Stendhal de la creciente conciencia del hombre contemporáneo, de su apasionada autoobservación, de la vigilancia con que sigue sus movimientos de sentimiento y de ánimo. Pero cuando se dice, a lo largo de Rojo y negro, «el hombre tiene dos almas dentro», el escritor no entiende con esto precisamente la contradicción y autoextrañamiento de Dostoievski, sino simplemente el dualismo que consiste en que el intelectual de nuestros días es, al mismo tiempo, un hombre de acción y un observador, un actor y su propio espectador. Stendhal sabe cuál es la fuente de su felicidad más grande y de su miseria más honda: la reflexividad de su vida espiritual. Cuando ama goza de la belleza, se siente íntimamente libre e ilimitado, pero no experimenta sólo la dicha de este sentimiento, sino, al mismo tiempo, la felicidad de ser consciente de esta felicidad[43]. Pero ahora, que debía estar completamente absorbido por su felicidad y redimido de todas sus limitaciones e incapacidades, está todavía lleno de problemas y de dudas: ¿esto es todo?, se pregunta; ¿este es el famoso amor? ¿Se puede, pues, amar, sentirse encantado y, sin embargo, observarse de manera tan fría y serena? La respuesta de Stendhal no es, en modo alguno, la ordinaria, que admite una distancia insalvable entre sentimiento y razón, pasión y reflexión, amor y ambición, sino que parte de la idea de que el hombre moderno siente de manera distinta y se siente embriagado y entusiasmado de manera diferente que un contemporáneo de Racine o Rousseau. Para éstos eran incompatibles la espontaneidad y la reflexividad del sentimiento; para Stendhal y sus héroes son inseparables; ninguna de sus pasiones es tan fuerte como el deseo de rendir constantemente a sí mismo cuentas de lo que ocurre en su interior. Esta conciencia significa, en relación con la literatura anterior, un cambio tan profundo como el realismo de Stendhal; y la superación de la psicología clásico-romántica es tan estrictamente una de las premisas de su arte como la abolición de la alternativa entre fuga romántica del mundo y fe antirromántica en el mundo.
Los caracteres de Balzac son más coherentes y menos contradictorios y problemáticos que los de Stendhal; significan, hasta cierto punto, un regreso a la psicología de la literatura clásica y romántica. Son monomaniacos dominados por una sola pasión, y en cada paso que dan, en cada palabra que pronuncian, parecen obedecer una orden. Pero es curioso que su verosimilitud no sufra bajo esta presión y que posean un grado de realidad más alto que las figuras de Stendhal, a pesar de que éstas, con sus antinomias, corresponden mucho más a nuestros conceptos psicológicos. Estamos, como siempre en Balzac, ante el misterio de un arte cuya influencia avasalladora, teniendo en cuenta el valor absolutamente desigual de sus elementos, es uno de los fenómenos más inexplicables de la historia de la literatura. Por otra parte, los caracteres de Balzac no son, ni mucho menos, tan sencillos como se acostumbraba describirlos; su maniática unilateralidad está ligada frecuentemente con una riqueza extraordinaria de rasgos individuales. Son, probablemente, menos brillantes e «interesantes» que los héroes de Stendhal, pero dan la impresión de más vivos, más inconfundibles y más inolvidables que éstos.
Se ha llamado a Balzac el retratista de hombres por excelencia, y se ha atribuido el poder irresistible de su arte a la fuerza de su descripción de caracteres. Cuando se habla de Balzac, efectivamente, se piensa ante todo en la selva humana de sus novelas, en la abundancia y variedad de las figuras que pone en movimiento; sin embargo, lo principal para él no es el aspecto psicológico. Cuando se intenta explicar el origen de su mundo, se ve uno obligado constantemente a referirse a su sociología y a hablar de los presupuestos materiales de su cosmos intelectual. Para él, en contraste con Stendhal, Dostoievski o Proust, hay algo más esencial e irreductible que la realidad espiritual. Un carácter no tiene, en su opinión, importancia intrínseca; se vuelve interesante y significativo sólo como agente de un grupo social y soporte de un conflicto entre intereses opuestos y condicionados por el elemento clasista. Balzac mismo habla siempre de sus figuras como de fenómenos naturales, y cuando quiere describir sus objetivos artísticos no habla nunca de la psicología que él emplea, sino sólo y siempre de la sociología, de la historia natural de la sociedad y de las funciones del individuo en la vida del cuerpo social. No es por ser «doctor en ciencias sociales», como se le ha llamado, por lo que se convierte en maestro de la novela social, sino por ser el fundador de la nueva idea del hombre, según la cual «el hombre existe sólo en relación con la sociedad». Así como partiendo de un hallazgo geológico se puede reconstruir todo un mundo, dice él en La búsqueda de lo absoluto, así también todo monumento cultural, toda vivienda, todo mosaico son la expresión de toda una sociedad. Todo es expresión y testimonio del proceso universal de la sociedad. Es un arrebato, un éxtasis, lo que arrastra a Balzac a la vista de esta causalidad social, de esta legalidad inevitable, la única apta para explicar el sentido del presente y resolver con ello el problema en torno al cual gira toda su obra. Pues La comedia humana debe su íntima unidad no a los encadenamientos de su acción ni a la reaparición de sus figuras, sino al predominio de la causalidad social y al hecho de que es, efectivamente, una única gran novela, es decir la historia de la moderna sociedad francesa.
Balzac libera el género narrativo de las limitaciones de la autobiografía y de la mera psicología, dentro de cuyos límites se había movido desde la segunda mitad del siglo XVIII. Rompe el marco de los destinos individuales, en el que tanto las novelas de Rousseau y Chateaubriand como las de Goethe y Stendhal estaban confinadas, y se emancipa del estilo de confesión del siglo XVIII, aunque, naturalmente, no puede desprenderse de un golpe de todo lo lírico y autobiográfico. Balzac encuentra su estilo, de todas maneras, sólo lentamente. Al principio sigue la literatura de moda de la Revolución, la Restauración y el romanticismo y conserva reminiscencias de la novela de pacotilla de sus predecesores hasta en su período de más completa madurez. Puede negar tan escasamente que el origen de su arte está en la mística novela de terror, y en la melodramática novela de folletín, como en la romántica novela de amor e historia. Las obras de Pigault-Lebrun y Ducray-Duminil constituyen las premisas de su estilo tanto como las de Byron y Walter Scott[44]. No sólo Ferragus y Vautrin; también Montriveau y Rastignac están entre los rebeldes y proscritos del romanticismo. No sólo las vidas de aventureros y criminales, sino también la vida burguesa tiene en él, como se ha notado, el carácter de una novela de terror[45]. La moderna sociedad burguesa, con sus políticos, burócratas, banqueros, especuladores, vividores, prostitutas y periodistas, le parece una pesadilla, la procesión implacable de una danza macabra. Concibe el capitalismo como una enfermedad de la sociedad y le preocupa durante algún tiempo la idea de tratarlo, desde el punto de vista médico, en una «Patología de la vida social»[46]. Diagnostica una hipertrofia de las apetencias de lucro y de poder y explica el mal por el egoísmo y la irreligiosidad de la época. Ve en todo consecuencias de la Revolución y remonta el origen de la disolución de las antiguas jerarquías, principalmente la monarquía, la Iglesia y la familia, al individualismo, la libre concurrencia y la ambición desmedida e irrefrenable. Balzac describe con admirable agudeza el período de prosperidad en el que él se encuentra con su generación, y divisa las íntimas contradicciones fatales del sistema capitalista, pero presupone demasiado capricho en su aparición, y él mismo no cree realmente en la cura que prescribe. El oro, el louis d’or y la moneda de cinco francos, las acciones, el cambio, la lotería y los naipes son los dioses, los ídolos y los fetiches de la nueva sociedad. El becerro de oro se ha convertido en una realidad más tremenda que en el Antiguo Testamento, y los millones suenan en los oídos más tentadoramente que el grito de la mujer apocalíptica. Balzac considera que sus tragedias burguesas, aunque giran sólo en torno al oro, son mucho más crueles que el drama de los Atridas, y las palabras del moribundo Grandet a su hija: «Tú me darás cuenta de esto allá abajo», son efectivamente más horribles que los más sombríos tonos de la tragedia griega. Los números, las sumas y los balances son ahora las fórmulas de exorcismo y los oráculos de una nueva mitología de un nuevo mundo mágico. Los millones surgen de la nada y desaparecen y se derriten nuevamente como los regalos de los malos espíritus en los cuentos. Balzac cae fácilmente en el estilo de los cuentos cuando trata del dinero. Le gusta representar el papel de los genios, que hacen regalos a los pobres, y huye gustosamente con sus héroes al romanticismo del soñar despierto. Pero nunca se engaña sobre el efecto final del oro, sobre la devastación a que conduce, sobre el envenenamiento de las relaciones humanas que tiene como consecuencia; en esto no le abandona nunca su sentido de la realidad.
La caza del oro y de la ganancia destruye la vida de familia, aleja a la mujer del marido, a la hija del padre, al hermano del hermano, convierte el matrimonio en una comunidad de intereses, el amor en un negocio y ata las víctimas unas a otras con las cadenas de la esclavitud. No puede imaginarse nada más siniestro que los lazos que unen al viejo Grandet con su hija, la heredera de su fortuna, o que las características de los Grandet, que aparecen en Eugenia tan pronto como se convierte en señora de la casa. No hay nada más horrible que este poder de la naturaleza, de la materia sobre las almas. El oro aleja a los humanos de sí mismos, destruye los ideales, pervierte los talentos, prostituye a los artistas, poetas y estudiosos, convierte a los genios en criminales y torna a los que nacieron para ser jefes en aventureros y oportunistas. La clase social que es más responsable del carácter implacable de la economía dineraria y que obtiene de ella mayor provecho es, naturalmente, la burguesía. Pero en la salvaje y brutal lucha por la existencia que ella desencadena participan la aristocracia, que es la víctima más ensangrentada, lo mismo que las demás clases de la sociedad. Sin embargo, Balzac no encuentra otra salida a la anarquía del presente que la renovación de esta aristocracia, su educación en el racionalismo y el realismo de la burguesía y la apertura de sus filas a los talentos que ascienden de estratos inferiores. Es un defensor entusiasta de las clases feudales, admira los ideales intelectuales y morales de que ellas son encarnación, y lamenta su decadencia, pero describe su degeneración con la objetividad más implacable, y sobre todo su deferencia para con los ricachos de la burguesía. El esnobismo de Balzac produce siempre una impresión penosa, pero sus cabriolas políticas son totalmente inofensivas porque aun cuando abraza tan celosamente la causa de la aristocracia, no es aristócrata, sin embargo, y, como se ha señalado con razón, esto constituye una diferencia fundamental[47]. Su aristocratismo es una construcción especulativa; no proviene ni del corazón ni del instinto.
Balzac es no sólo un escritor absolutamente burgués, en el que todo lo espontáneo tiene sus raíces en el sentido de la vida propio de su clase, sino que es al mismo tiempo el más eficaz apologista de la burguesía, y no oculta su admiración por las conquistas de esta clase. Está simplemente lleno de un miedo histérico, y barrunta por todas partes desorden y revolución. Lucha contra todo lo que amenace la estabilidad de la situación existente y defiende todo lo que parece asegurarla. Ve en la monarquía y en la Iglesia católica el baluarte más seguro contra la anarquía y el caos; el feudalismo es para él simplemente el sistema que resulta de la hegemonía de estos poderes. No tiene nada que ver con las formas que la monarquía, la Iglesia y la nobleza han adoptado desde la Revolución, sino sólo con los ideales que ellas representan, y combate la democracia y el liberalismo simplemente porque sabe que toda la estructura de las jerarquías se derrumbará una vez que se la comience a criticar. Opina que «un poder sujeto a discusión, no existe».
La igualdad es una quimera irrealizable; nadie en el mundo la ha hecho realidad. Así como toda comunidad, sobre todo la familia, descansa en la autoridad, toda la sociedad debe también ser construida sobre el principio de autoridad. Los demócratas y los socialistas son soñadores extraños al mundo, y esto no sólo es verdad porque creen en la libertad y la igualdad, sino también porque idealizan desatinadamente al pueblo y al proletariado. Los hombres, sin embargo, son todos iguales fundamentalmente; todos se preocupan por sus ventajas y persiguen sólo sus propios intereses. La sociedad está totalmente dominada por la lógica de la lucha de clases; la guerra entre ricos y pobres, fuertes y débiles, privilegiados y desposeídos, no tiene límites. «Todo poder tiende a la propia conservación» (El médico de aldea), y toda clase oprimida, a la destrucción de su opresor; éstos son hechos inalterables. Pero Balzac no sólo está familiarizado ya con los conceptos de la lucha de clases, sino que está también en posesión del método de desenmascaramiento del materialismo histórico. «Se envía a galeras a un criminal —dice Vautrin en Ilusiones perdidas—, mientras que a un hombre que arruina a muchas familias por medio de la quiebra fraudulenta se le imponen un par de meses… Los jueces que sentencian al ladrón guardan las barreras entre ricos y pobres… saben, desde luego, que el hombre que provoca una bancarrota origina, a lo sumo, un desplazamiento en la distribución de la riqueza.»
Pero la diferencia fundamental entre Balzac y Marx está en que el escritor de La comedia humana juzga la lucha del proletariado exactamente igual a la de las otras clases, es decir como una lucha por ventajas y privilegios, y Marx, por el contrario, ve en la lucha del proletariado por el poder y en su victoria el comienzo de una nueva era en la historia del mundo, la realización de sus ideales y de una situación definitiva[48]. Balzac descubre antes que Marx, y por cierto de forma también definitiva para éste, la naturaleza ideológica de todo pensamiento. «Las virtudes comienzan con el bienestar», dice en La madriguera. Y en Ilusiones perdidas, Vautrin habla del «lujo de la conducta honrada», que uno puede permitirse sólo cuando ha alcanzado la posición que le corresponde y la fortuna apropiada a ella.
En su Essai sur la situation du parti royaliste (1832) se refiere ya Balzac al proceso de formación de las ideologías. «Las revoluciones se realizan —afirma— primero en las cosas materiales y en los intereses, después se extienden a las ideas y, finalmente, se transforman en principios.» La conexión material y esencial entre el pensamiento y la dialéctica y la conciencia la descubre ya Balzac en Louis Lambert, cuyo héroe, como él observa, es cada vez más consciente, después del espiritualismo de su juventud, de la contextura material de todo pensamiento. Evidentemente, no fue una coincidencia que Balzac y Hegel reconocieran casi simultáneamente la estructura dialéctica de la historia. La economía capitalista y la burguesía moderna estaban llenas de contradicciones y expresaban el condicionamiento antitético del desarrollo histórico más claramente que las culturas anteriores. Pero los fundamentos materiales de la sociedad burguesa no sólo eran intrínsecamente más transparentes que los del feudalismo, sino que también la nueva clase superior ponía mucho menos empeño que la antigua en disfrazar ideológicamente las premisas económicas de su predominio. De todas maneras, su ideología era todavía demasiado joven para ser capaz de ocultar su origen.
El rasgo predominante en la concepción del mundo propia de Balzac es su realismo, su observación sobria y desilusionada de las cosas. Su materialismo histórico y su teoría de las ideologías son sólo objetivaciones de su sentido de la realidad. Balzac mantiene su punto de vista realista y crítico incluso ante aquellos fenómenos a los que está ligado por el sentimiento. Así, a pesar de su actitud conservadora, acentúa la irresistibilidad del desarrollo que ha conducido a la moderna sociedad burguesa capitalista y no cae nunca en el provincianismo de los idealistas al juzgar la cultura técnica. Su actitud ante la moderna industria como nuevo poder unificador del mundo es totalmente positiva[49]. Admira la moderna metrópoli con sus valores, su dinamismo y su ímpetu. París le encanta; lo ama a pesar de sus vicios, e incluso tal vez precisamente por la monstruosidad de ellos. Cuando habla del «grand chancre fumeux, étalé sur les bords de la Seine», delata en cada palabra la fascinación que se esconde detrás de su violenta expresión. El mito de Paris como nueva Babilonia, la ciudad de las luces nocturnas y de los paraísos secretos, el hogar de Baudelaire y Verlaine, Constantin Guys y Toulouse-Lautrec, el mito del París peligroso, tentador e irresistible, tiene su origen en Ilusiones perdidas, Histoire des Treize y Papá Goriot. Balzac es, sobre todo, el primer escritor que habla con entusiasmo de una moderna metrópoli y que encuentra agrado en una instalación industrial. A nadie se le ha ocurrido antes de él hablar de una instalación semejante en un paisaje de un valle como de délicieuses fabriques[50]. Esta admiración por la vida moderna y creadora, aunque sin compasión, es la compensación de su pesimismo, el brote de su esperanza y su confianza en el futuro. Sabe que no hay camino de regreso a la existencia patriarcal e idílica de la pequeña ciudad y de la aldea; pero sabe también que esta existencia no fue en modo alguno tan romántica y poética como se la suele describir, y que su «naturalidad» no significa otra cosa que ignorancia, enfermedad y pobreza (El médico de aldea. Le Curé de village). A pesar de su propia inclinación novelesca, Balzac es completamente ajeno al «misticismo social» del romanticismo[51], y en lo que se refiere en particular a la «pureza de costumbres» y la «inocencia» de los campesinos no se hace ilusiones en absoluto. Juzga las propiedades buenas y malas del pueblo con la misma objetividad que las virtudes y los vicios de la aristocracia, y su relación con las masas es tan poco dogmática y tan llena de contradicciones como su mezcla de amor y odio a la burguesía.
Balzac es, sin quererlo ni saberlo, un escritor revolucionario. Sus verdaderas simpatías están con los rebeldes y los nihilistas. La mayoría de sus contemporáneos reconocen la poca confianza que merece desde el punto de vista político; saben que, en el fondo, es un anarquista que se siente solidario siempre con los enemigos de la sociedad, los descarriados y los desarraigados. Louis Veuillot observa que defiende el trono y el altar de tal modo que los enemigos de estas instituciones no podrían deberle sino agradecimiento[52]. Alfred Nettement escribe en la Gazette de France (febrero 1836) que Balzac quería vengarse en la sociedad de todas las injurias que había sufrido en su juventud, y que su glorificación de las naturalezas antisociales no es otra cosa que esta venganza. Charles Weiss señala en sus recuerdos (octubre 1833) que Balzac se presentaba como legitimista, pero hablaba siempre como un liberal. Victor Hugo afirma que, lo quisiera o no, pertenecía a la raza de los escritores revolucionarios, y que en sus obras se revelaba el corazón de un auténtico demócrata. Zola, finalmente, establece la contradicción entre los elementos manifiestos y latentes de su concepción del mundo, y señala, anticipándose a la interpretación marxista, que el talento de un escritor puede muy bien estar en contradicción con sus convicciones.
Pero el primero que descubre y define el auténtico sentido de este antagonismo es Engels. Él es el primero en tratar de manera científicamente desarrollable la contradicción entre las opiniones políticas y las creaciones artísticas del escritor, y formula con ello uno de los principios más importantes para la investigación de toda la sociología del arte. Desde entonces es evidente que el progresismo artístico y el conservadurismo político se concilian muy bien, y que todo artista honrado que describe la realidad fiel y sinceramente ejerce una influencia ilustradora y liberadora. Tal artis-ta ayuda inconscientemente a deshacer todo convencionalismo y todo tópico, todo tabú y todo dogma en los que se apoya la ideología de los elementos reaccionarios y antiliberales. Engels escribe en 1888, en una carta que se ha hecho famosa, a una tal Miss Harkness, entre otras cosas, lo siguiente:
«El realismo de que yo hablo puede manifestarse incluso a pesar de las opiniones del autor… Balzac, a quien yo tengo por un maestro del realismo mucho más grande que todos los Zolas del pasado, del presente y el futuro, nos da en La comedia humana una historia maravillosamente realista de la “sociedad” francesa, en la que a manera de crónica, casi año por año, desde 1816 hasta 1848, describe los ataques siempre crecientes de la burguesía triunfante contra la sociedad aristócrata, que se reconstituyó después de 1815 y, hasta donde pudo, levantó la bandera de la vieille politesse française. Describe cómo los últimos restos de esta sociedad, modelo para él, sucumbieron a los asaltos de los advenedizos vulgares y adinerados, o fueron corrompidos por ellos… Cierto que Balzac era políticamente legitimista; su gran obra es una constante elegía por la caída inevitable de la buena sociedad; todas sus simpatías están en la clase que está condenada a la extinción. Pero, a pesar de todo esto, su sátira no es nunca más aguda, su ironía no es nunca más amarga que cuando pone en movimiento precisamente a los hombres y mujeres con los que simpatiza más profundamente: los nobles… Que Balzac se viera obligado a obrar contra sus propias simpatías de clase y sus prejuicios políticos, que viera la necesidad de la caída de sus favoritos, los nobles, y los describiera como gentes que no merecen un destino mejor, y que viera los verdaderos hombres del futuro precisamente donde en aquel momento dado había que encontrarlos solamente, lo considero como uno de los más grandes triunfos del realismo y uno de los rasgos más magníficos del viejo Balzac»[53].
Balzac es un naturalista que se concentra en el enriquecimiento y diferenciación de sus vivencias. Pero, si se entiende por naturalismo la nivelación absoluta de todos los datos de la realidad, el mismo criterio de verdad en todas las partes de la obra de un artista, entonces se dudará en llamarle naturalista. Pues se debe más bien hacer constar que su fantasía romántica y su inclinación al melodrama le empujan constantemente, y que con frecuencia escoge no sólo los caracteres más excéntricos y las situaciones más inverosímiles, sino que construye también los escenarios de sus historias de tal manera que es imposible imaginarlos en concreto, y que sólo por el color y las notas de la descripción contribuyen al efecto que se pretende lograr sobre el ánimo. Clasificar a Balzac como naturalista pura y simplemente puede conducir solamente a desilusiones. No tiene sentido ni objeto compararlo como psicólogo o pintor de ambiente con los maestros de la novela naturalista posterior, con Flaubert o Maupassant, por ejemplo. Si no se quiere disfrutar de su obra como descripciones de la realidad y simultáneamente como las visiones más audaces y violentas, y se espera de él algo distinto de la mezcla confusa de estos elementos, nunca se encariñará uno con él. El arte de Balzac está dominado por el apasionado deseo de entregarse a la vida, pero debe relativamente poco a la observación directa: la mayor parte es inventado, discutido, reelaborado en el sentimiento.
Toda obra de arte, incluso la más naturalista, es una idealización de la realidad, una leyenda, una especie de utopía. Aceptamos, incluso en el estilo más anticonvencionalista, ciertas características, como, por ejemplo, los colores claros y las manchas sin contorno de la pintura impresionista, o el carácter incoherente e inconsecuente de la novela moderna, admitiéndolos de antemano como verdaderos y apropiados. Pero la descripción que Balzac hace de la realidad es todavía más caprichosa que la de la mayoría de los naturalistas. Despierta la impresión de fidelidad a la vida principalmente por el despotismo con que somete a los lectores a su humor y por la microcósmica totalidad de su mundo ficticio, que excluye de antemano la competencia de la realidad empírica. Sus figuras y escenarios parecen tan auténticos no porque los rasgos particulares con que son descritos correspondan a la experiencia real, sino porque están dibujados tan aguda y circunstancialmente como si hubieran sido observados y copiados de la realidad. Tenemos la sensación de estar ante una realidad compacta porque los elementos individuales de este microcosmos están unidos entre sí de manera inseparable, porque las figuras son inimaginables sin su entorno, los caracteres sin su constitución física y los cuerpos sin los objetos de que están rodeados.
Las obras de arte clásico están separadas del mundo exterior y están unas junto a otras en estricto aislamiento dentro de su propia esfera estética. Todo naturalismo, es decir toda dependencia evidente de un modelo, rompe la inmanencia de esta esfera, y toda forma cíclica que reúne en sí distintas representaciones artísticas anula la autocracia de la obra de arte individual. La mayoría de las creaciones del arte medieval han surgido como tales composiciones aditivas, abarcando en sí varias unidades independientes. La épica caballeresca y las novelas de aventuras, con sus historias ensartadas de manera inacabable y sus figuras en parte repetidas, pertenecen a esta categoría lo mismo que los ciclos pictóricos de la pintura medieval y los innumerables episodios de los misterios. Cuando Balzac descubrió su sistema y cayó en la idea de La comedia humana como un marco que abarca las distintas novelas, regresó propiamente a este método medieval de composición y se apropió una forma para la que la autarquía y la unidad cristalina de la obra de arte clásico habían perdido su sentido y su valor. Pero ¿cómo volvió Balzac a esta forma «medieval»? ¿Cómo pudo sobre todo actualizarla a mediados del siglo XIX? El método artístico medieval estaba totalmente desplazado por el clasicismo del Renacimiento, por su idea de la unidad y de la subordinación. Mientras este clasicismo estuvo vivo, la composición cíclica no pudo nunca ponerse en vigor; pero el clasicismo tuvo vida sólo mientras se creyó poder dominar la realidad material. El predominio del arte clásico cesa con la aparición del sentimiento de dependencia de las condiciones materiales de la vida. También en este aspecto los románticos son predecesores de Balzac.
Zola, Wagner y Proust señalan las etapas posteriores de esta evolución y ponen cada vez más en vigor la tendencia al estilo cíclico, enciclopédico y abarcador del mundo, en contraste con el principio de unidad y selección. El artista moderno quiere participar en una vida que aparentemente es inagotable y que no puede reducirse a una simple obra. Sólo puede expresar la grandeza por el entorno, y la fuerza por la carencia de límites. Proust era a todas luces consciente de su relación con la forma cíclica de Wagner y Balzac. «El músico (o sea Wagner) —escribe— siente inevitablemente la misma embriaguez que Balzac cuando miraba sus creaciones con ojos de extraño y al mismo tiempo con ojos de padre… Él observó entonces que serían mucho más bellas unidas en un ciclo mediante figuras repetidas, y añadió a su obra una pincelada, la última, la más sublime…, una unidad suplementaria, pero en modo alguno artificial… Una unidad que no había sido reconocida, pero que por ello era tanto más real, tanto más vital…»[54].
De las dos mil figuras de La comedia humana, cuatrocientas sesenta se repiten en varias novelas. Henry de Marsay, por ejemplo, aparece en veinticinco obras distintas, y sólo en Esplendor y miseria de las cortesanas aparecen ciento cincuenta figuras que desempeñan también en otras partes del ciclo un papel más o menos importante[55]. Todas estas figuras son más amplias y más ricas de contenido que cada una de las obras individuales, y tenemos la sensación de que Balzac no nos cuenta de ellas todo lo que sabe y podría contarnos. Cuando una vez se le preguntó a Ibsen por qué había dado un nombre que sonaba tan extraño a la heroína de su Casa de muñecas, contestó que había tomado el nombre de su abuela, que era italiana. Realmente se llamaba Eleonora, pero en su niñez se la llamaba cariñosamente Nora. A la objeción de que todo esto no tenía nada que ver propiamente con la obra, contestaba sorprendido: «Pero los hechos son siempre hechos.» Thomas Mann tiene toda la razón al decir que Ibsen pertenece a la misma categoría que los otros dos grandes ingenios teatrales del siglo XIX, Zola y Wagner[56]. También en él la obra aislada ha perdido la finalidad microcósmica de la forma clásica. Hay un número extraordinario de anécdotas como las de Ibsen referentes a la relación de Balzac con sus personajes. La más conocida es el incidente con Jules Sandeau, quien le hablaba de su hermana enferma, y al que interrumpió con estas palabras: «Todo eso está muy bien, pero volvamos a la realidad: ¿con quién casamos a Eugenia Grandet?» O la pregunta con que sorprendió a un amigo suyo: «¿Sabes con quién se va a casar Félix de Vaudeville? Con una De Grandville. ¡No digas que no es un buen partido!» Pero la anécdota más bella y característica de todas es la de Hofmannsthal, en la que se hace decir a Balzac en una imaginaria conversación: «Mi Vautrin la considera (Venice Preserved, de Otway) la obra más bella de todas. Yo doy gran valor al juicio de un hombre como éste»[57]. La existencia real de sus personajes fuera de las obras es para Balzac una realidad tan natural y evidente que podía decir de antemano lo que Vautrin, Marsay o Rastignac pensaban o hubieran pensado de cualquier obra o libro. La trascendencia de la esfera de la obra llega en Balzac a tal extremo que con frecuencia alude en La comedia humana a personajes que no aparecen en la novela en cuestión, y cita los títulos de ciertas partes de la obra total simplemente como referencias eruditas.
Es sabido cuánto le gustaba a Paul Bourget hojear, en el Repertoire de La comedia humana, ese «¿quién es quién?» de las figuras de Balzac[58]. Su afición es considerada hoy precisamente como credencial de un auténtico balzacista; pero de todas maneras es signo de la comprensión de la naturaleza de La comedia humana como ligada a la vida real, sólo en parte concebida según la estética, y sólo en parte operante según ella. Balzac representa un momento huidizo de la evolución artística que va de lo artístico de la literatura clásica y romántica al esteticismo de Flaubert y Baudelaire; es la hora breve de un arte dedicado por completo a los problemas de la vida del momento. No hay en el siglo XIX un escritor que esté más lejos que Balzac de l’art pour l’art ni haya tenido menos que ver con el purismo estético. Nunca se disfrutarán las obras de Balzac tranquilamente y con plena conciencia si uno no se aviene de antemano con el hecho de que son una mezcla desequilibrada y en parte cruda que apenas si tienen nada que ver con los principios clásicos del «nada más y nada menos» y la traslación de los datos de la realidad a un mismo plano. La obra de arte como conjunto es siempre una ficción; incluso las creaciones más completas del arte están llenas de elementos caóticos y dispares, pero las obras de Balzac son simplemente el ejemplo clásico de la evasión de los mandamientos de todas las reglas estéticas. Si se toman como patrón las obras clásicas, se encontrarán en ellas las transgresiones más flagrantes de los mandamientos más liberales del arte. Aun estando bajo su hechizo, cuando arden todavía en el alma las furias autodestructivas de sus figuras, la tormenta de las escenas y las terribles palabras de sus rebeldes y desesperados, hay que admitir que en estas obras está «equivocado» casi todo lo racionalmente analizable. Hay que admitir que Balzac no puede ni componer ni desarrollar limpiamente una acción, que con frecuencia sus caracteres están compuestos tan borrosamente y son tan heterogéneos como sus ambientes y escenarios, que su naturalismo no es sólo incompleto, sino también incorrecto, que su psicología a veces no sólo es inverosímil, sino también torpe y sumaria. Y, sobre todo, no debe ocultarse que junto a estas deficiencias hay también atroces faltas de gusto; que nuestro autor carece de toda autocrítica y que para él cualquier medio es bueno para sorprender y subyugar al lector; que ya no posee nada de la cultura del siglo XVIII, de su discreción, de su carácter accesorio, elegante y frívolo; que su gusto está a la altura del público de la novela de folletín, y por cierto de la peor; que para él nada resulta demasiado recargado, exagerado ni amanerado; que es incapaz de expresar sin énfasis y sin superlativos cualquier cosa que le afecte cordialmente; que tiene la boca siempre llena, que es fanfarrón y mareante, que es tan charlatán aborrecible cuando quiere darse aires de erudito y filósofo, y que, como pensador, lo es más grande cuando menos lo piensa, cuando piensa y razona espontáneamente de su sentido de la vida según sus intereses personales y su situación histórica.
Pero lo que causa un efecto más desastroso es la falta de gusto de su estilo: su confuso torrente de palabras, su burda solemnidad, sus metáforas afectadas y pomposas, su entusiasmo siempre ardiente y su emoción que quiere ser siempre sublime. Ni siquiera sus diálogos son impecables; también en ellos hay pasajes muertos y notas que «disuenan» como si se cantara desentonando. Es bien conocido el razonamiento con que Taine intenta explicar y justificar las peculiaridades estilísticas de Balzac. Hace notar que hay en literatura diversos modos de expresión, todos igualmente válidos, y acentúa que el autor de La comedia humana no se dirige precisamente al público de los salones de los siglos XVII y XVIII, a un público sensible a las más leves indicaciones en vez de a los colores chillones y las notas estridentes, sino que, por el contrario, escribe para gente a la que impresiona la novedad, lo sensacional y lo exagerado, es decir para los lectores de la novela de folletín[59]. Este es indudablemente un ejemplo espléndido de crítica literaria sociológica; porque si muchos escritores de la generación de Balzac evitaron sus yerros estilísticos, pocos fueron tan íntimamente ensalzados en su propio tiempo como él. ¿Pero no se debe más bien, en vez de disculpar las debilidades de Balzac, intentar explicar la contigüidad inmediata en él de lo grandioso y lo mediocre? ¿Y no se debe aducir, sobre todo como explicación sociológica, que las peculiaridades de su estilo se deben principalmente a que él era un plebeyo y constituía la expresión intelectual de la nueva burguesía, relativamente inculta pero extraordinariamente activa y eficaz?
Se ha señalado repetidamente que Balzac pinta en sus obras mucho más el retrato de la generación siguiente que el de la suya propia, y que sus nouveaux riches y sus parvenus, sus especuladores y sus vividores, sus artistas y sus cocottes son más característicos del Segundo Imperio que de la Monarquía de Julio. Aquí, efectivamente, parece que la vida ha imitado al arte. Balzac es uno de los profetas literarios en los que la visión era más fuerte que la observación. «Profeta» y «visionario» son naturalmente sólo simples palabras de perplejidad que disimulan nuestra desorientación ante un arte cuyo mágico efecto parece crecer con cada deficiencia. Pero ¿qué otra cosa puede decirse si no de una obra como, por ejemplo, Chef d’oeuvre inconnu, que combina la más profunda penetración en el sentido de la vida y del presente con una increíble ingenuidad? Frenhofer, se dice en ella, es el discípulo más grande de Mabuse, el único al que el maestro ha transmitido su arte de infundir la vida en las figuras pintadas. Trabaja hace diez años en una obra, el retrato de una mujer, en la que lucha por lograr el objetivo más alto de todo arte: por el secreto de Pigmalión. Se siente cada día más cerca de la meta: sin embargo, siempre hay algo invencible, insoluble e inasequible. Cree que es la realidad la que lo retiene, que no ha encontrado todavía el modelo justo. Entonces Poussin, en su entusiasmo por el arte, le lleva un día a su amante, que se supone que tiene el cuerpo más perfecto que se ha pintado nunca. Frenhofer se arrebata ante la belleza de la muchacha. Sin embargo, sus ojos resbalan por el joven cuerpo y retornan al cuadro inacabado e inacabable. La realidad ya no lo retiene, ha matado la vida dentro de sí. Pero el cuadro, la obra de su vida, que él, más celoso que Poussin de su amante, no ha querido hasta ahora revelar a ojos extraños, el cuadro no contiene más que un incomprensible barullo de confusas líneas y manchas que él ha pintado y amontonado unas sobre otras en el curso de los años, y bajo las cuales sólo son discernibles las formas de unas piernas perfectamente modeladas. Balzac previo el destino del arte del pasado siglo y lo describió artísticamente de manera insuperable. Conoció las consecuencias de su extrañamiento de la vida y del público, y comprendió mejor que el más erudito y el más genial de sus contemporáneos el esteticismo, el nihilismo, el peligro de autodestrucción que lo amenazaba y que en el Segundo Imperio había de convertirse en una terrible realidad.
EL SEGUNDO IMPERIO
Los románticos eran conscientes por completo de la pérdida de prestigio que el escritor había sufrido desde la Revolución, y buscaban refugio contra el público hostil en el individualismo. Su sentimiento de desarraigo se manifestaba en un exasperado ánimo de lucha; sin embargo, no consideraban desesperada ni mucho menos su lucha contra la sociedad. Los escritores de la generación de 1830 fueron los primeros en perder la acometividad de sus predecesores y comenzaron a resignarse con su aislamiento; su protesta se limitaba a acentuar la diferencia entre ellos y el público al que servían. Los escritores de la generación siguiente llegaron a tal punto en su orgullo que renunciaron a esta pública manifestación de independencia y se envolvieron en el velo de su ostentosa impersonalidad e insensibilidad. Su reserva, empero, era completamente distinta de la objetividad de los siglos XVII y XVIII. Los escritores de la época clásica querían distraer a sus lectores, instruirlos o conversar con ellos sobre determinados problemas de la vida. Desde el romanticismo, por el contrario, la literatura pasa, de ser una distracción o una charla entre autor y público, a ser una autorrevelación y una autoglorificación del autor. Por consiguiente, cuando Flaubert y los parnasianos intentan disimular sus sentimientos personales, su reserva no significa en modo alguno un regreso al espíritu de la literatura prerromántica, antes bien representa la forma más vanidosa y arrogante del individualismo, un individualismo al que ni siquiera le parece que merezca la pena descubrirse.
1848 y sus consecuencias alejaron totalmente del público a los verdaderos artistas. También ahora, como en 1789 y en 1830, a la Revolución siguió un período de la máxima actividad y productividad intelectual, y finalizó, como las revoluciones anteriores, con la derrota definitiva de la democracia y de la libertad intelectual. La victoria de la reacción estuvo acompañada de una increíble pérdida de nivel en el pensamiento y de un embrutecimiento absoluto del gusto. La conspiración de la burguesía contra la Revolución, al calificar de alta traición la lucha de clases que enfrentaba en dos campos a la sociedad, pacífica en sí[60], la supresión de la libertad de prensa, la creación de la nueva burocracia como el sostén más seguro del régimen y el establecimiento del Estado policíaco como el juez más competente en todas las cuestiones de moral y de gusto, produjeron en la cultura de Francia una fisura como no había conocido ninguna otra época. Este fue, pues, el principio de aquella contradicción entre mojigatería y rebeldía que hoy todavía sigue sin resolver y aquella oposición del Estado que convirtió a una parte de la intelectualidad en elemento de desmoralización.
El socialismo cayó sin resistencia, víctima del «orden» restaurado. En los diez primeros años que siguen al golpe de Estado no hay en Francia ningún movimiento obrero digno de mención. El proletariado está agotado, intimidado, confuso; sus uniones han sido disueltas, sus dirigentes, recluidos, expulsados o reducidos al silencio[61]. Las elecciones de 1863, que traen consigo un considerable aumento de la oposición, anuncian los primeros signos de un cambio. Los trabajadores se agrupan de nuevo en asociaciones, las huelgas se multiplican y Napoleón III se ve obligado a hacer constantemente nuevas concesiones. Sin embargo, el socialismo no hubiera alcanzado sus objetivos en mucho tiempo si no hubiera encontrado una ayuda involuntaria en la alta burguesía liberal, que veía en el cesarismo de Napoleón un peligro para su propio poder. En estas íntimas contradicciones del régimen está la explicación del desarrollo político después de 1860, de la caída del gobierno autoritario y de la decadencia del Imperio[62]. El dominio de Napoleón III se apoyaba en el capital financiero y en la gran industria; el ejército era muy útil en la lucha contra el proletariado, pero contra la burguesía era tanto más inútil cuanto que sólo podía existir gracias al favor de esta clase. El Segundo Imperio es inconcebible sin el auge económico con el que coincidió. Su fuerza y su justificación estaban en la riqueza de sus ciudadanos, en los nuevos descubrimientos técnicos, en la construcción de ferrocarriles y vías fluviales, en la ampliación y aceleración del tráfico de mercancías y en la difusión y creciente flexibilidad del sistema de créditos. Durante la Monarquía de Julio era todavía la política la que atraía a los jóvenes talentos en su mayoría; ahora es la economía la que absorbe a los mejores hombres. Francia se vuelve capitalista no sólo en las circunstancias latentes, sino también en las formas manifiestas de su cultura. Es verdad que el capitalismo y el industialismo se mueven por caminos conocidos hace tiempo, pero es ahora cuando por vez primera ejercen su influencia en todos los ámbitos, y la vida diaria de los hombres, su vivienda, sus medios de transporte, sus técnicas de iluminación, su alimentación y su vestido experimentan desde 1850 modificaciones más radicales que en todos los siglos anteriores desde el comienzo de la moderna civilización urbana. La demanda de artículos de lujo y, sobre todo, el afán de diversiones son incomparablemente más grandes y más generales que nunca.
El burgués se vuelve vanidoso, exigente, arrogante y cree poder hacer olvidar, con meras formalidades externas, la modestia de su origen y la promiscuidad de la nueva sociedad de moda, en la que el demi-monde, las actrices y los forasteros desempeñan un papel inaudito hasta entonces. La disolución del ancien régime entra en su estadio final, y, con la desaparición de los últimos representantes de la antigua buena sociedad, la cultura francesa sufre una crisis más grave que cuando padeció su primera conmoción. En arte, sobre todo en arquitectura y en decoración de interiores, nunca había imperado tanto el mal gusto como ahora. Para los nuevos adinerados, que son lo bastante ricos como para querer brillar, pero no lo bastante antiguos como para brillar sin ostentación, no hay nada demasiado caro ni pomposo. No hacen distinción alguna en los medios, en la aplicación de materiales verdaderos ni falsos, ni en los estilos, que acoplan y mezclan. Renacimiento y Barroco son para ellos sólo un medio para un fin, como mármol y ónix, terciopelo y seda, espejo y cristal. Imitan los palacios romanos y los castillos del Loira, los atrios pompeyanos y los salones barrocos, el mobiliario de los ebanistas Luis XV y las tapicerías de las manufacturas Luis XVI. París adquiere un nuevo esplendor, un nuevo aspecto cosmopolita. Pero su grandeza es con frecuencia sólo aparente; el material pretencioso es frecuentemente sólo un sucedáneo; el mármol, sólo escayola; la piedra, sólo mortero. Las magníficas fachadas son sólo imitadas; la rica decoración es inorgánica y amorfa. En la arquitectura hay una nota de falsedad que corresponde al carácter de parvenue de la sociedad dominante. París se convierte otra vez en capital de Europa, pero no en centro del arte y la cultura, como antes, sino en metrópoli del placer, en ciudad de la ópera, de la opereta, del baile, de los bulevares, los restaurantes, los grandes almacenes, las exposiciones mundiales y los placeres corrientes y baratos.
El Segundo Imperio es el período clásico del eclecticismo, un período sin estilo propio en arquitectura y artes industriales, y sin unidad estilística en pintura. Surgen nuevos teatros, hoteles, palacios para alquilar, cuarteles, almacenes, mercados; surgen avenidas y paseos de circunvalación. París es casi reconstruido por Haussmann. Sin embargo, todo esto, si se excluyen el principio de espaciosidad y el comienzo de la construcción con hierro, da la impresión de carecer de toda idea original arquitectónica. Naturalmente, también en épocas precedentes existieron distintos estilos simultáneos que rivalizaban, y también la discrepancia entre un estilo históricamente importante, que no correspondía al gusto de las clases preponderantes, y otro de menos valor, insignificante históricamente pero popular, era un fenómeno bien conocido hacía tiempo. Sin embargo, nunca encontraron las tendencias artísticamente importantes tan escaso eco en los contemporáneos como ahora; y en ninguna otra época percibimos tan agudamente como en ésta que toda historia de arte y literatura que hable sólo de los fenómenos de valor estético y de la importancia histórica da una imagen incompleta de la auténtica vida artística del período; en otras palabras, que la historia de las tendencias progresistas orientadas al futuro, y la de las tendencias predominantes en virtud de su éxito y su influencia momentáneos, se refieren a dos series de hechos completamente divergentes. Un Octave Feuillet o un Paul Baudry, que en nuestros libros de texto ocupan diez lineas, alcanzan en la conciencia del público contemporáneo incomparablemente más espacio que Flaubert o Courbet, a los que nosotros dedicamos muchas páginas. La vida artística del Segundo Imperio está dominada por una producción fácil y placentera, destinada a la cómoda y mentalmente perezosa burguesía. La burguesía, que hace surgir la pretenciosa arquitectura de la época, basada en los modelos más grandiosos, pero habitualmente vacía e inorgánica, y que llena sus viviendas con los artículos seudohistóricos más caros, pero completamente superfluos con frecuencia, fomenta una pintura que no es otra cosa que una agradable decoración para las paredes, una literatura que no es más que una diversión apacible, una música que es fácil e insinuante, y un drama que celebra su triunfo con los trucos de la pièce bien faite. El gusto malo, incierto y fácil de contentar se pone de moda, y el arte verdadero se convierte en posesión de una pequeña capa de conocedores, que no está en condiciones de ofrecer a los artistas una compensación adecuada a sus obras.
El naturalismo, que contiene en germen toda la evolución posterior y puede reclamar como suyas las creaciones artísticas más importantes del siglo, es el arte de la oposición, es decir el estilo de una reducida minoría tanto entre los artistas como entre el público. Es objeto de un ataque concentrado por parte de la Academia, de la Universidad y de la crítica; en suma, de todos los círculos oficiales e influyentes. Y la hostilidad se agudiza tan pronto como los objetivos y principios del movimiento se hacen más precisos, y el llamado «realismo» se desarrolla convirtiéndose en el «naturalismo». Semejante separación de ambas fases, cuyas fronteras en realidad son borrosas, demuestra ser inútil por completo desde un punto de vista práctico, cuando no justamente desconcertante. De cualquier manera, es más conveniente denominar naturalismo a la totalidad del movimiento artístico en cuestión y reservar el concepto de realismo para la filosofía opuesta al romanticismo y a su idealismo. El naturalismo como estilo artístico y el realismo como actitud filosófica son completamente inequívocos, mientras que la distinción entre un naturalismo y un realismo en el arte no hace más que complicar la cuestión y colocarnos ante un falso problema. Por otra parte, con el concepto de «realismo» queda mucho más acentuada la oposición al romanticismo. De lo contrario, tanto el hecho de que estemos tratando aquí de la continuación directa de la intención artística del romanticismo, como la circunstancia de que el naturalismo represente mucho más una lucha constante contra el espíritu del romanticismo que un triunfo sobre él, quedarían desatendidos. El naturalismo es un romanticismo con convencionalismos nuevos y con nuevas premisas, más o menos arbitrarias, de la verosimilitud. La diferencia más importante entre naturalismo y romanticismo está en el cientificismo de la nueva tendencia, en la aplicación de los principios de las ciencias exactas a la descripción artística de la realidad. El predominio del arte naturalista en la segunda mitad del siglo XIX es enteramente sólo un síntoma del triunfo de la concepción del mundo propia de las ciencias naturales y del pensamiento racionalista y tecnológico sobre el espíritu del idealismo y del tradicionalismo.
El naturalismo hace derivar casi todos sus criterios de probabilidad del empirismo de las ciencias naturales. Fundamenta su criterio de la verdad psicológica en el principio de causalidad; el desarrollo correcto de la acción, en la eliminación de la casualidad y el milagro; su descripción del ambiente, en el pensamiento de que todo fenómeno natural tiene lugar dentro de una serie infinita de condiciones y motivos; su utilización de pormenores característicos, en el método de observación propio de las ciencias naturales, que no descuidan ninguna circunstancia por nimia que sea, y su evitación de la forma pura y definida, en la inconclusión inevitable de la investigación científica. Pero la fuente principal de la doctrina naturalista es la experiencia política de la generación de 1848: el fracaso de la Revolución, la represión de la insurrección de junio y la subida al poder de Luis Napoleón. La desilusión de los demócratas y el desengaño general que estos acontecimientos provocan encuentran su expresión perfecta en la filosofía objetiva, realista y estrictamente empírica de las ciencias naturales. Después del fracaso de todos los ideales, de todas las utopías, la tendencia general es atenerse a los hechos y nada más que a los hechos. El origen político del naturalismo explica sobre todo sus rasgos antirrománticos y morales: la renuncia a la fuga de la realidad y la exigencia de esa actitud absoluta en la descripción de los hechos; el deseo de impersonalidad e insensibilidad como garantías de la objetividad y la solidaridad social; el activismo como actitud que quiere no sólo conocer y describir la realidad, sino modificarla; la modernidad, que se atiene al presente como único objeto importante; la tendencia popular, finalmente, tanto en la elección de temas como en la de público. La frase de Champfleury, «le public du livre à vingt sous, c’est le vrai public»[63], muestra en qué dirección ha influido la revolución de 1848 en la literatura y cuán distinto es el nuevo concepto de lo popular del de los antiguos folletinistas. Éstos escribían para las amplias masas porque querían escribir para todos, mientras que los naturalistas, es decir Champfleury y su círculo, quieren escribir sobre todo para las masas. Sin embargo, hay dos tendencias diferentes en la literatura naturalista: el naturalismo de los escritores que provienen de la bohemia, los Champfleury, Duranty y Murger, y el naturalismo de los «rentistas», los Flaubert y los Goncourt[64]. Los dos campos se enfrentan con hostilidad total. A la bohemia le resulta odioso todo tradicionalismo, mientras que a Flaubert y sus amigos, por el contrario, les parece sospechoso todo escritor que pretenda el favor popular.
El naturalismo comienza como un movimiento del proletariado artístico. Su primer maestro es Courbet, un hombre del pueblo, que carece de todo sentido para la respetabilidad burguesa. Después de que la vieja bohemia se ha disuelto y que sus miembros se han convertido en favoritos de la burguesía romanticista o bien ocupan buenas posiciones burguesas, se constituye en torno a Courbet un nuevo círculo, un segundo cénacle de la bohemia. El pintor de El picapedrero y de Entierro en Ornans debe su posición de guía principalmente a cualidades humanas y no artísticas, sobre todo a su origen, a la circunstancia de que describe la vida del pueblo y de que se dirige con su arte al pueblo, o, al menos, a los sectores más amplios del público, a que lleva la existencia insegura y libre del proletariado artístico, desprecia al burgués y los ideales burgueses, es un revolucionario y un demócrata convencido, un perseguido y un despreciado. La teoría naturalista surge precisamente como defensa de su arte contra la crítica tradicionalista. Champfleury explica en ocasión de la exposición de Entierro de Ornans (1850): «De ahora en adelante los críticos han de decidirse por o contra el realismo.» Con esto se ha dicho la palabra definitiva[65]. Intrínsecamente, ni en el concepto ni en la práctica es nuevo este arte, aunque nunca tal vez se había representado la vida diaria con tal brutalidad. Pero es nueva su tendencia política, el mensaje social que contiene, la representación del pueblo sin condescendencia alguna, sin rasgos altaneros y sin interés folklórico. Pero, por lo que tiene también de nueva esta actitud social y por lo mucho que se habla en el círculo de Courbet de fin humanitario y de la tarea política del arte, la bohemia es y sigue siendo una heredera del romanticismo estetizante. Ella, con frecuencia, adscribe incluso al arte una significación que no poseyó ni siquiera en las teorías más exaltadas de los románticos, convirtiendo en profeta a un pintor confusamente charlatán y en acontecimiento histórico la exposición de un cuadro invendible.
Pero la pasión que llena a Courbet y sus seguidores es fundamentalmente un sentimiento político; su confianza en sí mismos arranca del convencimiento de que son los adelantados de la verdad y los precursores del futuro. Champfleury afirma que el realismo no es otra cosa que la tendencia artística que corresponde a la democracia, y los Goncourt identifican simplemente la bohemia con el socialismo en la literatura. Realismo y rebelión política son a los ojos de Proudhon y Courbet sólo expresiones diferentes de la misma actitud, y no ven entre verdad social y artística ninguna diferencia esencial. Courbet dice en una carta en 1851: «Yo soy no sólo socialista, sino también demócrata y republicano, partidario de la revolución, en una palabra, y, sobre todo, un realista, es decir un amigo sincero de la auténtica verdad»[66]. Y Zola no hace otra cosa que continuar la idea de Courbet cuando acentúa: «La République sera naturalisre ou elle ne sera pas»[67]. En la repulsa del naturalismo no se expresa otra cosa que el instinto de conservación de las clases dominantes, su sentimiento totalmente cierto de que todo arte que represente la vida imparcial y crudamente es en sí un hecho revolucionario. En relación con este peligro, el conservadurismo tiene ideas más claras que la misma oposición[68]. Gustave Planche dice francamente en la Revue des Deux Mondes que la oposición al naturalismo es una profesión de fe en el orden existente y que, con su repulsa, se rechazan al mismo tiempo el materialismo y la democracia de la época[69].
La crítica conservadora de la década de 1850 aduce contra el naturalismo todos los argumentos conocidos, y trata de embozar con objeciones estéticas los prejuicios políticos y sociales que determinan su actitud antinaturalista. El naturalismo, dice, carece de todo idealismo y de toda moral, se goza en lo feo y lo vulgar, en lo morboso y lo obsceno, y representa una imitación servil e indiscriminada de la realidad. Pero lo que molesta a los críticos conservadores, naturalmente, no es el grado, sino el objeto de la imitación. Saben demasiado bien que Courbet, con la destrucción de la χαλοχάγαθία clásico-romántica y la abolición del antiguo ideal de belleza, que se ha mantenido casi inalterable hasta 1850 aproximadamente, a pesar de las revoluciones y de las reestratificaciones de la sociedad, lucha por un nuevo tipo humano y por un nuevo orden social. Sienten que la fealdad de sus campesinos y trabajadores y la corpulencia y la vulgaridad de sus mujeres de la clase media son una protesta contra la sociedad existente, y que su «desprecio del idealismo» y su «revolcarse en el fango» son parte de las armas revolucionarias del naturalismo. Millet pinta la apoteosis del trabajo corporal y convierte al campesino en héroe de una nueva epopeya, y Daumier describe la obstinación y la torpeza del burgués mantenedor del Estado, se mofa de su política, de su justicia, de sus diversiones, y descubre toda la farsa fantasmal que se esconde detrás de la respetabilidad burguesa. Es evidente que la elección de motivo no está condicionada tanto por consideraciones artísticas como políticas.
Incluso la pintura de paisaje se convierte en una manifestación contra la cultura de la sociedad dominante. Es cierto que el paisaje moderno había surgido desde el primer momento como contraposición a la vida de las ciudades industriales, pero la pintura paisajista romántica representaba todavía un mundo autónomo, el cuadro de una existencia irreal e ideal que en modo alguno podía poner en relación directa con la vida actual y cotidiana. Este mundo era tan distinto del escenario de la vida real contemporánea que podía ser concebido ciertamente como su antítesis, pero difícilmente como una protesta contra ella. El paysage intime de la pintura moderna, por el contrario, describe un ambiente que, en su tranquilidad e intimidad, es diferente por completo de la ciudad, pero que, sin embargo, está tan cercano a ella por su carácter sencillo, antirromántico y cotidiano que se imprime por sí misma la comparación entre ambos. Las románticas cumbres y los tranquilos lagos, e, incluso, los bosques y los cielos de Constable, tenían algo de fabuloso y mítico en sí, mientras que los claros en el bosque y las manchas de boscaje de los pintores de Barbizon dan la impresión de tan naturales e íntimos, parecen tan fáciles de alcanzar y poseer que los modernos hombres de ciudad han de sentirlos siempre como un aviso y un reproche. En la elección de estos motivos triviales e «impoéticos» se expresa el mismo espíritu democrático que en la elección de tipos de Courbet, Millet y Daumier, con la única diferencia de que los paisajistas parecen decir: la naturaleza es siempre y en todas partes bella, no se necesitan motivos «ideales» para hacer justicia a su belleza, y, en cambio, los pintores de figuras quieren probar que el hombre es feo y deplorable, tanto si oprime a otros como si es oprimido. Sin embargo, el paisaje naturalista, a pesar de su sinceridad y su sencillez, se vuelve pronto convencional, como le ocurrió al romántico. Los románticos pintaban la poesía del bosque sagrado, mientras que los naturalistas pintan la prosa de la vida rural, los claros con el ganado que pasta, el río con la balsa y el prado con el henil. El progreso ahora está, como tan frecuentemente en la historia del arte, más en la renovación que en la disminución de los motivos existentes. Las modificaciones más radicales proceden del principio de la pintura a pleno aire —que, por lo demás, no se puso en práctica de una vez y casi nunca de manera consecuente—, y habitualmente se limitaron a dar la impresión de que la pintura había surgido al aire libre. También esta idea técnica, aparte de sus elementos obviamente científicos, tenía un contenido político y moral y parecía querer decir: ¡Fuera, al aire libre; fuera, a la luz de la verdad!
El carácter social del nuevo arte se manifiesta también en la tendencia a una unión más estrecha entre los pintores, en su aspiración a fundar colonias de artistas y en adaptarse unos a otros en su modo de vida. La Escuela de Fontainebleau, que incluso no es una escuela ni una camarilla, sino un grupo incoherente cuyos miembros recorren su propio camino y están unidos sólo por la seriedad de sus propósitos, representa ya el espíritu colectivo de la nueva época. Y las posteriores confraternidades de artistas, las colonias, los esfuerzos comunes en pro de reformas y los grupos de vanguardia del siglo XIX, expresan todos la misma tendencia a la cooperación y a la coalición. La conciencia de estar haciendo época, y el conocimiento del sentido y las exigencias de la hora, que vinieron al mundo con el romanticismo, dominan ahora por completo la mente de los artistas. La expresión de Courbet «Faire de l’art vivant», y el supuesto lema de Daumier «Il faut être de son temps» expresan lo mismo, es decir el deseo de romper el aislamiento de los románticos y redimir a los artistas de su individualismo. La introducción de la litografía como forma de expresión artística es igualmente un síntoma de esta aspiración social. Ella corresponde no sólo a aquella democratización del disfrute del arte que en la literatura se realizó por medio de la novela de folletín, sino que significa el triunfo de lo popular y del periodismo en un nivel incomparablemente más alto. El periodismo pictórico de Daumier señala el punto artístico culminante de su tiempo, mientras que las novelas folletinescas de Balzac significan, por el contrario, un descenso de su propio nivel sin ninguna mejora de la novela de folletín.
¿Pero era realmente el mundo contemporáneo, o, si no toda, al menos la parte más importante y mayor del público de arte contemporáneo, lo que representaban los naturalistas? No era, desde luego, la mayoría de la gente que encargaba, compraba o criticaba públicamente los cuadros, que dirigía las academias de arte y tenía que decidir sobre las obras que habían de exponerse. La concepción artística de esta gente era en general incluso bastante liberal, pero su tolerancia, sin embargo, cesaba ante el naturalismo. Les gustaba y exigían el idealismo académico de Ingres y su escuela, la pintura anecdótica romántica de Decamps y Meissonier, el arte retratista elegante de Winterhalter y Dubufe, la pintura histórica seudobarroca de Couture y Boulanger, las decoraciones mitológico-alegóricas de Bourguereau y Baudry[70], es decir la forma grandiosa y ostentosa, pero vacía, en todas sus manifestaciones. Para las creaciones de la pintura naturalista no tenían, en cambio, sitio ni en sus viviendas llenas de muebles y cortinajes ni en sus salones solemnes, construidos en cualquiera de los estilos históricos de moda. El arte moderno se quedó sin hogar y comenzó a perder toda función práctica. La misma distancia que existía entre la pintura naturalista y la elegante «decoración mural» de la época separaba también la literatura de creación y la de distracción, la música seria y la música ligera. Y tan desprovistas de función como la pintura progresista estaban también la literatura o la música que no servían a fines de distracción. Hasta ahora, las creaciones más valiosas y más serias de la literatura, como las novelas de Prévost, Voltaire, Rousseau y Balzac, constituían la lectura de sectores relativamente amplios, algunos de los cuales eran indiferentes a la literatura en cuanto que tal. El doble papel de la literatura como arte y como distracción, y la satisfacción de las exigencias de círculos de diferente educación con las mismas obras, cesan ahora, sin embargo. Los productos literarios de más valor artístico apenas si cuentan ya como lectura de distracción, y para la generalidad del público lector carecen de atractivo, a menos que, por cualquier motivo, atraigan hacia sí la atención del público y alcancen el éxito por haber originado un escándalo, como, por ejemplo, Madame Bovary, de Flaubert. Sólo un estrato muy pequeño de literatos e intelectuales mantienen la actitud debida ante tales obras. Puede, pues, también esta literatura ser calificada, lo mismo que toda la pintura progresista, de «arte de estudio», destinado a especialistas, artistas y conocedores. El alejamiento de los artistas con respecto al presente y su renuncia a toda comunidad con el público llega a tal punto que no sólo aceptan la falta de éxito como algo completamente natural, sino que consideran el éxito como signo de inferioridad artística y descubren en la incomprensión de sus contemporáneos precisamente una condición previa para la inmortalidad.
El romanticismo contenía todavía un elemento popular, simpático a los amplios estratos, mientras que el naturalismo, por el contrario, al menos en sus creaciones más importantes, no posee nada que resulte atractivo para el público en general. Con la muerte de Balzac se cierra la época del romanticismo. Victor Hugo está todavía en la cumbre de su desarrollo artístico, pero el romanticismo como movimiento literario compacto ha dejado ya de desempeñar un papel. La renuncia de los escritores dirigentes al ideal romántico significa al mismo tiempo la ruptura completa con los círculos más influyentes del público amplio y de la crítica. El parti de résistance, que corresponde en literatura al partido del orden en política, se coloca del lado del romanticismo de manera más positiva que el naturalismo, a pesar de las posteriores relaciones históricas directas de éste con aquél. Es cierto que la crítica conservadora combate el espíritu de rebelión en todas sus formas, tanto románticas como naturalistas, y pone la razón por encima de toda clase de espontaneidad, pero exige de la literatura la expresión de «auténticos sentimientos» y considera «lo profundo del corazón» como el criterio del verdadero artista. Sin embargo, esta estética del sentimiento es una forma nueva, aunque no siempre clara por completo, de la antigua χαλοχάγαθία; se basa en la supuesta identidad de los elementos emocionalmente espontáneos y moralmente valiosos de la vida espiritual, y postula una mística armonía entre lo bueno y lo bello. El efecto moral del arte es su axioma más importante, y el papel educador de los artistas, su ideal supremo. El punto de vista de la burguesía en relación con el principio de «el arte por el arte» ha cambiado, sin embargo, otra vez. Después de la repulsa originaria y del reconocimiento posterior, su actitud frente al arte «puro», moralmente indiferente, se define como enteramente hostil. La rebeldía de los artistas ha sido quebrantada, y ya no hay razón para temer su intervención en las cuestiones de la vida práctica. L’art pour l’art es arrojado por la borda, y se reconoce de nuevo la competencia del artista como guía intelectual. Sólo por parte del naturalismo amenaza un peligro; pero desde que sus representantes se declaran en favor, si no de «el arte por el arte» como tal, al menos del tratamiento sin prejuicios ni sentimentalismo de cuestiones morales, en otras palabras, de un amoralismo artístico, la repulsa del l’art pour l’art se vuelve directamente contra ellos también. El gobierno incorpora al arte y a los artistas a sus sistemas de educación y corrección. Los redactores jefes y los críticos de los grandes periódicos y revistas, los Buloz, Bertin, Gustave Planche, Charles Rémusat, Arnaud de Pontmartin, Emile Montegut son sus autoridades supremas; Jules Sandeau, Octave Feuillet, Emile Augier y Dumas hijo, sus autores más respetados; la Universidad y la Academia, sus institutos de enseñanza e investigación para la higiene intelectual; el procurador general y el prefecto de policía, los guardianes de sus principios morales. Los representantes del naturalismo tienen que luchar contra la hostilidad de la crítica hasta 1860, y contra la Universidad durante toda su vida. La Academia sigue cerrada para ellos, y nunca pueden contar con una ayuda por parte del Estado. Flaubert y los hermanos Goncourt son acusados de delitos contra la moral, y Baudelaire es incluso condenado a una multa considerable.
El proceso contra Flaubert y el éxito sensacional de Madame Bovary (1857) deciden la lucha en torno al naturalismo a favor de la nueva tendencia. El público se muestra interesado, y pronto la crítica también rinde las armas; solamente los más tercos y miopes permanecen en la oposición. La tendencia progresista es impuesta esta vez a la crítica por los lectores, aunque el interés del público no tiene ni mucho menos razones meramente artísticas. Sainte-Beuve, que tiene un sentido muy sutil para los cambios de moda en las tendencias intelectuales, encuentra de nuevo el camino al liberalismo de su juventud. Se adhiere al círculo de Taine, Renan, Berthelot y Flaubert, critica al gobierno y anuncia el triunfo del naturalismo. El hecho de que su conversión política ocurra al mismo tiempo que la artística es extremadamente sintomático de la situación; demuestra que el naturalismo, a pesar de su íntima contradicción entre los dos campos de bohemios y «rentistas», arraiga en el liberalismo. Ni siquiera de Flaubert, cuyas opiniones políticas son totalmente conservadoras, puede afirmarse que haya defendido un punto de vista reaccionario, antisocial y antiliberal. La oposición al sistema político del Segundo Imperio y al oportunismo de la burguesía, tal como se expresa sobre todo en La educación sentimental, es de todos modos más característica de su mentalidad que los libelos contra la democracia en sus cartas, frecuentemente demasiado impulsivas y llenas de contradicciones. La crítica social hostil al régimen es un rasgo común a toda la literatura naturalista, y Flaubert, Maupassant, Zola, Baudelaire y los Goncourt están completamente acordes en su disconformidad, a pesar de todas las diferencias de sus opiniones políticas respectivas[71]. El «triunfo del realismo» se repite y todos sus representantes contribuyen a destruir los fundamentos de la sociedad existente. Flaubert se lamenta repetidamente en sus cartas de la supresión de la libertad y del odio a las tradiciones de la gran Revolución[72]; es innegablemente un adversario del derecho general de sufragio y de predominio de las masas incultas[73], pero no es en modo alguno un aliado de la burguesía dominante. Sus opiniones políticas son frecuentemente descabelladas e ingenuas, pero expresan siempre un deseo honrado de ser racional y realista, y manifiestan una actitud a la que es ajena toda utopía, incluso la de los bienhechores del pueblo y de los fanáticos del progreso. Rechaza el socialismo no tanto a causa de sus elementos materialistas como de sus elementos irracionales[74]. Y para inmunizarse contra todo dogmatismo, contra toda fe ciega, contra todo vínculo, rehúsa todo activismo político y lucha contra toda tentación que pudiera inducirle a aventurarse fuera del círculo de las relaciones meramente privadas[75]. Por miedo al desengaño se convierte en un nihilista, pero se siente heredero legítimo de la Revolución y de la Ilustración y explica la decadencia intelectual por la funesta victoria de Rousseau sobre Voltaire[76].
Flaubert se aferra al racionalismo como último resto del nada romántico siglo XVIII; basta pensar en la ansiedad neurótica de nuestra época para comprender el sentido de su prevención contra las tendencias irracionales y autodestructivas del romanticismo rousseauniano. «¿De qué culpa han de responder los hombres?», pregunta a una corresponsal neurótica atormentada con alucinaciones y escrúpulos religiosos[77]. Esto nos suena como un grito de socorro y nos da la impresión de un último intento de mantener en equilibrio un mundo amenazado por todas partes. La lucha de Flaubert con el espíritu del romanticismo, el cambio constante de su actitud frente a él, en la que tiene siempre la sensación de ser un traidor, no es otra cosa que una maniobra para mantener este equilibrio. Toda su vida y toda su creación consisten en una oscilación entre dos polos, entre sus inclinaciones románticas y su autodisciplina, entre su anhelo de muerte y su voluntad de estar vivo y sano. Como consecuencia de su provincianismo, está más cerca del romanticismo, ya un poco pasado de moda, que sus compañeros de generación en París[78]; hasta después de los veinte años vive en el mundo ficticio y en la atmósfera espiritual excesivamente cálida de un joven desarraigado y ajeno al tiempo. Se refiere años después con frecuencia a aquella terrible situación, amenazado por la locura y el suicidio, en la que coincidía con sus amigos[79], y de la que sólo pudo salvarse con un inaudito esfuerzo de voluntad, con una férrea disciplina mantenida sin consideración alguna para sí mismo. Hasta la crisis que sufrió a los veintidós años es un hombre atormentado por visiones, depresiones y bruscas explosiones sentimentales, un enfermo cuya excitabilidad y sensibilidad han de conducirle a la catástrofe. Su vida en el arte y para el arte, la regularidad e intransigencia de su método de trabajo, la inhumanidad de su l’art pour l’art y la impersonalidad de su estilo, en una palabra, toda su teoría y su práctica del arte no son otra cosa que un desesperado esfuerzo por salvarse de una ruina segura. El esteticismo desempeña psicológicamente en él el mismo papel que ha desarrollado sociológicamente en el romanticismo: es una especie de fuga de la realidad, que se ha vuelto insoportable.
Flaubert se libera del romanticismo; lo supera en cuanto que lo representa poéticamente y pasa de ser su adorador y su víctima a ser su crítico y su analista. Coloca el mundo de los sueños románticos frente a la realidad de la vida cotidiana y se convierte en naturalista para revelar la mendacidad y la anormalidad de estas ensoñaciones extravagantes. Pero nunca se cansa de jurar que odia la seca vida cotidiana, que le resulta antipático el naturalismo de Madame Bovary y de La educación sentimental, y que le resulta infantil todo doctrinarismo. A pesar de todo esto, es el primer escritor naturalista, el primero cuyas obras dan una pintura de la realidad en armonía con la doctrina del naturalismo. Sainte-Beuve reconoce con ojo seguro las consecuencias del cambio que Madame Bovary representa en la historia de la literatura francesa. «Flaubert maneja la pluma como otros el escalpelo», escribe en su recensión, y caracteriza el nuevo estilo como victoria de los anatomistas y fisiólogos en el arte[80]. Zola hace derivar toda su teoría del naturalismo de las obras de Flaubert, y considera al autor de Madame Bovary y La educación sentimental como creador de la novela moderna[81]. Flaubert significa, ante todo, comparado con las exageraciones y los violentos efectos de Balzac, la renuncia a la acción melodramática, aventurera e incluso simplemente intrigante; la preferencia por la descripción de la vida cotidiana, monótona, carente de variedad, llana; la evitación de todo extremo en el modelado de sus personajes; la ausencia de todo énfasis de lo bueno o lo malo en ellos; la renuncia a toda tesis, a toda tendencia, a toda moral, en suma, a toda intervención directa en el proceso y a toda interpretación directa de los hechos.
Pero la impersonalidad y la imparcialidad de Flaubert no proceden en modo alguno de las premisas de su naturalismo ni corresponden simplemente a la exigencia estética de que las cosas en una obra de arte deban dar la impresión de que realizan su propia vida y no las recomendaciones del autor. Su «impasibilidad» no constituye sólo una reacción contra la impertinencia de Balzac y un retorno al concepto de la obra como un microcosmos completo en sí mismo, como un sistema en el que «el autor, como Dios en el Universo, debe estar siempre presente, pero nunca visible»[82]; tampoco es simplemente la consecuencia de aquel reconocimiento tan frecuentemente repetido y confirmado por los Goncourt, por Maupassant, Gide, Valéry y otros, de que los peores poemas están hechos con los más bellos sentimientos, y de que la simpatía personal, la emoción auténtica, el estremecimiento de los nervios y las lágrimas en los ojos no sirven más que para perjudicar la agudeza de la visión del artista. No, la impasibilidad de Flaubert no es sólo un principio de técnica artística, sino que contiene más bien una nueva idea y una nueva moral del artista. Su «nous sommes faits pour le dire, et non pour l’avoir» es la formulación más extrema y desconsiderada de aquella renuncia a la vida de la que procede el romanticismo como arte y filosofía, pero, de acuerdo con la ambigüedad de sentimientos de Flaubert, es al mismo tiempo la renuncia más terminante posible al romanticismo. Porque cuando Flaubert exclama que la literatura no es «la escoria del corazón», quiere preservar tanto la pureza del corazón como la de la literatura.
Del conocimiento de que la índole confusa, exaltada y romántica de su juventud estuvo a punto de aniquilarle como artista y como ser humano, deriva Flaubert un nuevo orden de vida y una nueva estética. «Hay niños —escribe en 1852— en los que la música causa una impresión desfavorable; tienen grandes disposiciones, retienen una melodía después de haberla oído sólo una vez, se excitan cuando oyen sonar un piano, sienten palpitaciones, enflaquecen, se vuelven pálidos, enferman, y sus pobres nervios se estremecen martirizados como los de los perros cuando oyen música. En vano buscaremos a los Mozart del futuro entre tales niños. El talento en ellos ha cambiado de lugar, la idea ha ido a alojarse en la carne, donde es estéril y donde destruye también a la misma carne…»[83]. Flaubert no se figuraba cuán romántica era su separación de «idea» y «carne» y su renuncia a la vida en favor del arte, y nunca supo conocer que la auténtica y nada romántica solución de su problema sólo podía ofrecérsela la vida misma. A pesar de todo esto, su propio intento de buscar una solución es una de las grandes actitudes simbólicas del hombre occidental; representa la última forma relevante del sentimiento romántico de la vida, la forma en que éste se anula a sí mismo y en que la intelectualidad burguesa adquiere conciencia de su incapacidad para dominar la vida y hacer del arte un instrumento vital. El autodescrédito de la burguesía, como Brunetière ha señalado, pertenece a la esencia de la actitud burguesa ante la vida[84], pero esta autocrítica y esta autonegación no se convierten hasta los tiempos de Flaubert en un factor cultural decisivo. La burguesía de la Monarquía de Julio creía todavía en sí misma y en la misión de su arte.
La crítica que Flaubert hace del romanticismo, su aborrecimiento contra el exhibicionismo y la prostitución que los románticos realizan de sus experiencias más personales y sus sentimientos más íntimos, recuerdan la aversión de Voltaire al exhibicionismo y al crudo naturalismo de Rousseau. Pero Voltaire estaba todavía totalmente incontaminado por el romanticismo y no tenía que luchar consigo mismo al tiempo que luchaba contra Rousseau; su aburguesamiento estaba exento de problemas y no estaba expuesto a peligro alguno. Flaubert, por el contrario, está lleno de contradicciones, y su relación antitética con el romanticismo corresponde a una relación igualmente antitética con la burguesía. Su odio a la burguesía, como se ha señalado con frecuencia, es la fuente de su inspiración y el origen de su naturalismo. En su manía persecutoria, permite que el principio burgués se vuelva una sustancia metafísica, una especie de «cosa en sí» impenetrable e inagotable. «El burgués es para mí algo indefinible», escribe a un amigo. En esta frase puede notarse, junto a la idea de lo indefinido, también la de lo infinito. El descubrimiento de que la burguesía se ha vuelto romántica e incluso hasta cierto punto se ha convertido en el elemento social romántico por excelencia, de que los versos de los románticos por nadie son declamados con tanto sentimiento y tanta emoción como por la burguesía, y de que las Emma Bovary son las últimas representantes del ideal romántico, ha contribuido mucho a apartar a Flaubert de su romanticismo. Pero Flaubert mismo es un burgués en lo más profundo de su ser, y él lo sabe. «Renuncio a ser clasificado como literato —explica—; soy simplemente un burgués que vive retirado en el campo y que se ocupa de la literatura»[85]. Durante el tiempo en que está procesado a causa de su novela y prepara su defensa, escribe a su hermano: «En el ministerio del Interior deben saber que nosotros somos en Ruán lo que se llama una familia, y que tenemos profundas raíces en la región.» Pero el carácter burgués de Flaubert se manifiesta sobre todo en su método y su disciplina de trabajo y en su oposición al desorden del sistema de creación llamado «genial». Cita las palabras de Goethe sobre la «exigencia del día» y se impone el deber de ejercer la práctica de escritor como un oficio regular y burgués, independientemente de su gana y su desgana, de su inspiración y su humor. Su lucha monomaníaca por la forma perfecta y su esteticismo objetivo tienen su origen en esta concepción burguesa y artesana de la creación literaria.
El l’art pour l’art, como es sabido, corresponde sólo en parte al sentimiento romántico, alejado de la sociedad y de la vida práctica; en cierto aspecto es precisamente la expresión de una actitud totalmente burguesa y artesana, concentrada totalmente en la obra y en el trabajo que se está realizando[86]. La repulsa de Flaubert contra el romanticismo está estrechamente ligada con su aversión por el artista como tipo y con su oposición contra los soñadores e idealistas irresponsables. Combate en el artista y en el romántico la encarnación de una forma de vida por la que se siente amenazado en toda su existencia moral. Odia al burgués, pero odia más todavía al vagabundo. Sabe que en toda actividad artística hay un elemento destructivo, una fuerza desintegradora y hostil a la sociedad; sabe que el modo de vida artístico tiende a la anarquía y al caos, y que la creación artística, como consecuencia de sus elementos irracionales, tiende a desprenderse de toda disciplina y de todo orden, de toda perseverancia y de toda continuidad. Esto —que ya sintió Goethe[87], y Thomas Mann convierte en problema central de su psicología de la forma de vida artística—, la tendencia del artista a lo patológico y lo criminal, su impúdico exhibicionismo y su indignante manera de caer en la farsa, en una palabra, toda la existencia de histrión y vagabundo que lleva, deben de haber turbado y deprimido a Flaubert. El ascetismo que se impone a sí mismo, su aplicación artesana, su retiro monacal detrás de su obra, deben en última instancia dar testimonio sólo de su seriedad, de su respetabilidad burguesa y de su lealtad, y demostrar que no tiene nada que ver con el «chaleco rojo» de Gautier. El proletariado artístico se ha convertido en un hecho social que no puede ser olvidado en lo sucesivo; la burguesía lo siente como un peligro revolucionario y los escritores burgueses se sienten tan solidarios con ella frente a este peligro como más tarde frente a la Commune, que despierta en ellos todos sus instintos burgueses reprimidos.
Una doctrina como el esteticismo de Flaubert no es, sin embargo, una solución unívoca y definitiva, sino una fuerza dialéctica que modifica su dirección y pone en cuestión su propia validez. Flaubert busca en el arte tranquilidad y protección contra el ímpetu romántico de su juventud; pero, en el cumplimiento de esta función, él mismo asume proporciones fantásticas y demoníaca figura. Se convierte no sólo en un sustitutivo de todo lo que pueda dar satisfacción y complacencia al alma, sino en principio de la vida misma. Sólo en el arte parece haber alguna estabilidad, un punto fijo en la corriente de consunción y evanescencia, de corrupción y disolución. La entrega de la vida al arte adquiere ahora un carácter místico y religioso; no es un mero servicio más, o una mera ofrenda, sino una contemplación en éxtasis del único Ser real, una absorción radical y abnegada en la Idea. «L’art, la seule chose vraie et bonne de la vie», escribe Flaubert al principio de su carrera[88]; y al final de ella escribe: «L’homme n’est rien, l’oeuvre tout»[89]. La doctrina de l’art pour l’art como glorificación de la maestría técnica, en contraste con el diletantismo romántico, expresaba originariamente el deseo de adaptarse a un orden social firme; pero el esteticismo al que llega Flaubert al final representa, por el contrario, un nihilismo antisocial y hostil a la vida, una fuga de todo lo que se relaciona con la vida práctica y con los hombres normales de carne y hueso; es la expresión del supremo desprecio y la suprema negación del mundo. «La vida es tan horrible —gime Flaubert— que sólo se la puede soportar evitándola. Y esto puede hacerse viviendo en el mundo del arte»[90]. El «nous sommes faits pour le dire, et non pour l’avoir» es un mensaje cruel, es la aceptación de un sino desgraciado e inhumano. «Sólo podrás describir el vino, el amor, las mujeres, la gloria, si no eres ni bebedor, ni amante, ni esposo, ni soldado», escribe Flaubert, y añade que el artista «es una monstruosidad, algo que está fuera de la naturaleza». El romántico estaba demasiado íntimamente ligado con la vida, con el afán por la vida; era mero sentimiento y mera naturaleza. El artista Flaubert no tiene ya con la vida ninguna relación directa; no es otra cosa que un muñeco, una abstracción, algo totalmente inhumano e innatural.
El arte perdió su espontaneidad en su lucha contra el romanticismo, y se ha convertido ahora en una compensación en la lucha del artista contra sí mismo, contra su origen romántico y contra sus inclinaciones e instintos. Hasta ahora se entendía por creación artística, si no un dejarse llevar, por lo menos un dejarse guiar; ahora, toda obra da la impresión de ser un tour de force, una hazaña que se logra luchando contra uno mismo. Faguet observa que Flaubert escribe sus cartas en un estilo distinto por completo del de sus novelas, y que el buen estilo y el lenguaje correcto en modo alguno le son familiares y naturales[91]. Nada ilumina más claramente la distancia que existe en Flaubert entre el hombre natural y artista que esta constatación. Hay pocos escritores de cuyos métodos de trabajo sepamos tanto como del suyo, pero con toda seguridad no hay ninguno que haya escrito sus obras con tal tortura, con tales convulsiones y tan en contra de sus propios instintos como él. Su lucha constante con el lenguaje, su lucha por la palabra exacta, la única exacta, es, sin embargo, sólo un síntoma, el signo de la distancia insalvable entre la «posesión» de la vida y la «expresión» de ella. No hay ninguna «única auténtica» palabra, lo mismo que no hay una única forma auténtica; estas cosas son invenciones de los estetas, para los que se ha perdido la función vital del arte. «Prefiero reventar como un perro a apresurar ni siquiera en un instante mi frase antes de que esté madura»; así no habla un escritor que haya tenido con su obra una relación espontánea y humana. El Shakespeare de Matthew Arnold sonreiría ante semejantes escrúpulos en los Campos Elíseos. Quejas sobre la lucha diaria que aturde el corazón, la cabeza y los nervios, sobre la existencia de condenado a galeras que lleva, son el tema de las cartas de Flaubert. «Hace tres días que doy vueltas en torno a mis muebles para ver si se me ocurre algo», escribe en 1853 a Louise Colet[92]. «No puedo ya distinguir los días de la semana unos de otros… Llevo una vida absurda de demente… Esto es la nada pura y absoluta», escribe en 1858 a Ernest Feydeau[93]: «Usted no sabe lo que es estar todo el día con la cabeza entre las manos para sacar una palabra del pobre cerebro», escribe en 1866 a George Sand[94]. En sus jornadas regulares de siete horas de trabajo escribe una página diaria, luego veinte páginas en un mes, y luego dos páginas en una semana. Es lamentable. «La rage des phrases t’a desséché le coeur», le dice su madre, y probablemente nadie ha dicho de él una frase más cruel y más verdadera. Lo peor es que, a pesar de su esteticismo, Flaubert duda también del arte. «Tal vez —piensa en una ocasión— no es al fin más que una especie de juego de bolos, tal vez todo es sólo un embuste»[95]. Toda su inseguridad, el esfuerzo y la tortura de su creación, la falta absoluta de la ligereza propia de los autores antiguos, provienen en él de que siente sus obras siempre amenazadas y de que realmente no cree en ellas. «Esto que hago ahora —explica mientras trabaja en Madame Bovary— puede fácilmente convertirse en algo parecido a Paul de Kock… En un libro como éste, el desplazamiento de una simple línea puede desviarle a uno de la meta…»[96]. Y mientras trabaja en La educación sentimental, escribe: «Lo que me empuja a la desesperación es el sentimiento de que estoy haciendo algo inútil y contrario al arte…»[97]. En sus cartas se convierte en fórmula constante el que se ocupa de cosas que no le agradan y que nunca consigue escribir lo que realmente querría escribir y como querría escribirlo[98].
La frase de Flaubert «Madame Bovary, c’est moi» es verdadera en un doble sentido. Flaubert debe de haber tenido frecuentemente el sentimiento de que no sólo el romanticismo de su juventud, sino también su crítica del romanticismo, la función de juez literario que se atribuía, era una mentira de la vida. A la intensidad con que vive el problema de esta fantasía de la vida, la crisis de la autodecepción y la falsificación de la propia personalidad, debe Madame Bovary su veracidad artística y su actualidad. Cuando el sentido del romanticismo se vuelve problemático, entonces se revelan toda la cuestionabilidad del hombre moderno, su fuga del presente, su deseo constante de estar en cualquier otra parte distinta de aquélla donde tiene que estar, y su búsqueda incesante de la lejanía porque teme la proximidad y la responsabilidad del presente. El análisis del romanticismo condujo al diagnóstico de la enfermedad de todo el siglo, al conocimiento de la neurosis, cuyas víctimas son incapaces de dar cuenta de sí mismas y quisieran estar siempre en el pellejo de otro; en una palabra, que no se ven como son, sino como querrían ser. Flaubert abarca en esta autodecepción y en esta falsificación de la vida, en este «bovarysmo», como ha sido llamada su filosofía[99], la esencia de la moderna subjetividad, que desfigura todo lo que toca. El sentimiento de que nosotros poseemos sólo una visión deformada de la realidad y de que estamos encarcelados en las formas subjetivas de nuestro pensamiento encuentra en Madame Bovary su primera expresión artística. Desde aquí al ilusionismo de Proust lleva un camino recto y casi ininterrumpido[100]. La transformación de la realidad por la conciencia humana, a la que ya aludió Kant, adquirió en el curso del siglo XIX el carácter de una alucinación tan pronto consciente como inconsciente, e hizo surgir intentos de explicación y revelación tales como el materialismo histórico y el psicoanálisis. Flaubert, con su interpretación del romanticismo, es uno de los grandes descubridores y desenmascaradores del siglo, y, por tanto, uno de los fundadores de la moderna y reflexiva concepción del mundo.
Las dos novelas principales de Flaubert, la historia de la romántica provinciana, inútil para la vida, y la del joven burgués, rico, de medianas dotes, que disipa sus fuerzas intelectuales y su talento, están estrechamente relacionadas. Se ha llamado a Frédéric Moreau el hijo intelectual de Emma Bovary; pero una y otro son hijos de aquella «civilización cansada»[101] en la que se mueve la vida de la burguesía triunfadora. Ambos son encarnación de la misma confusión de sentimientos y representan el mismo tipo de ratés tan característico de esta generación de herederos. Zola designaba a La educación sentimental como la novela moderna por excelencia, y constituye, como historia de una generación, efectivamente, el punto culminante del desarrollo que comienza con la obra Rojo y negro y encuentra su continuación en La comedia humana. Es una novela «histórica», o sea una novela cuyo héroe es el tiempo en un doble sentido. En primer lugar, el tiempo aparece como elemento que determina y anima las figuras, y en segundo lugar, como principio que las consume, las extermina y las devora. El tiempo creador y productor fue descubierto por el romanticismo; el tiempo corruptor, socavador y aniquilador de la vida y de los hombres fue descubierto en la lucha contra el romanticismo. La experiencia de que, como dice Flaubert, «en la vida no hay que temer las grandes desgracias, sino las pequeñas»[102], de que nosotros, en otras palabras, no perecemos por obra de nuestras más grandes y estremecedoras desilusiones, sino que vamos languideciendo lentamente con nuestras esperanzas y nuestras ambiciones, es el hecho más triste de nuestra existencia. Este languidecer paulatino, imperceptible e irresistible, esta silenciosa ruina de la vida que ni siquiera produce el efecto final de las grandes e imponentes catástrofes, es la experiencia en torno a la que gira La educación sentimental, y con ella prácticamente toda la novela moderna; esta experiencia, como consecuencia de su carácter no trágico, e incluso no dramático, sólo puede ser presentada en forma narrativa. La posición privilegiada de la novela en la literatura del siglo XIX se explica ante todo por la circunstancia de que el sentimiento de que la vida está siendo trivializada y mecanizada de manera irresistible, y el concepto del tiempo como poder destructor, se han apoderado por completo de la mente de los hombres. La novela extrae su principio formal del concepto del tiempo destructor y corruptor de la vida, así como la tragedia deriva el principio de su forma de la idea del destino intemporal que destruye al hombre de un golpe. Y así como el hado posee en la tragedia una grandeza sobrehumana y un poder metafísico, así también el tiempo adquiere en la novela una dimensión monstruosa, casi mítica. Flaubert descubre en La educación sentimental —y en esto consiste la significación histórica de la obra— la presencia constante del tiempo presente y pasado de nuestra vida. Es el primero en darse cuenta de que las cosas, en su relación con el tiempo, modifican también su sentido y su valor, que pueden volverse significativas e importantes para nosotros sólo porque forman parte de nuestro pasado, y que su valor en esta función es independiente por completo de su contenido efectivo y de sus referencias objetivas. Esta revalorización del pasado y el consuelo que supone el que el tiempo, que nos entierra a nosotros y a los restos de nuestra vida, «deje por todas partes gérmenes y huellas del sentido que se perdió»[103], es todavía, sin embargo, una expresión del sentimiento romántico de que el presente, todo presente, es estéril y no tiene significación, y de que incluso el pasado, mientras fue presente, careció de todo valor y toda importancia. Este es el sentido de las últimas páginas de La educación sentimental, que contienen la clave de toda la novela y de todo el concepto del tiempo propio de Flaubert. Esta es la explicación de que el autor entresaque al azar un episodio del pasado de su héroe y lo califique como el mejor que tuvo probablemente en su vida. La nulidad absoluta de esta experiencia, su perfecta trivialidad y vaciedad, significan que siempre falta un eslabón en la cadena de nuestra existencia, y que cada pormenor de nuestra vida está lleno de la melancolía de la falta de sentido objetivo y lleno de un sentido puramente subjetivo.
Flaubert señala el punto más bajo de la curva que describe el sentimiento de la vida del siglo XIX, La obra de Zola, a pesar de sus notas sombrías, representa ya una esperanza, un retorno al optimismo. Y aunque tan amargo como él, Maupassant es, sin embargo, más superficial y cínico que Flaubert; sus narraciones constituyen, en el aspecto de la concepción del mundo, la transición a la literatura amena de la burguesía. Esta concepción del mundo, en lo que se refiere a sus elementos optimistas y pesimistas, es tan complicada y contradictoria como la de las clases inferiores de la sociedad. Para juzgar rectamente, se debe establecer una diferencia estricta entre la actitud emocional de las distintas clases sociales para con el presente y para con el futuro. Las clases que se encuentran en período de auge, aunque tampoco juzgan el presente de modo tan pesimista, en lo que concierne al futuro confían plenamente. Las clases dominantes, por el contrario, a pesar de todo su poder y su dominio, están poseídas con frecuencia por el sentimiento angustioso de su ruina inminente. En las clases oprimidas, pero que tienen fe en su ascenso, el pesimismo sobre el presente se une con un optimismo sobre el futuro. En los estratos condenados a la decadencia, la idea del presente y la del futuro es igualmente contradictoria, pero los signos son opuestos. Por eso Zola, que se siente solidario con los oprimidos y explotados, juzga el presente de manera totalmente pesimista, pero con respecto al futuro no se siente en modo alguno desesperanzado. Este antagonismo coincide también con su concepto científico del mundo. Es, como él mismo explica, determinista, pero no fatalista; dicho de otro modo: es completamente consciente del hecho de que los hombres en su hacer y su dejar de hacer dependen de las condiciones materiales de su existencia, pero no cree que estas condiciones sean inalterables. Acepta sin limitaciones la teoría del medio de Taine, e incluso la exagera, pero considera como auténtica tarea y objetivo absolutamente realizable de las ciencias sociales el transformar y mejorar las condiciones externas de la vida humana, planificar la sociedad, como diríamos hoy[104].
Todo el pensamiento científico de Zola tiene este carácter utilitario y está lleno del espíritu reformista y civilizador de la Ilustración. También su psicología se dirige a objetivos prácticos; está al servicio de una higiene espiritual y procede de la doctrina de que incluso las pasiones, tan pronto como se comprende su mecanismo, pueden ser influidas. El cientificismo propio del naturalismo alcanza en Zola su punto culminante. Hasta ahora los representantes del naturalismo consideraban a la ciencia como auxiliar del arte; Zola ve en el arte un servidor de la ciencia. También Flaubert cree que el arte ha alcanzado un estadio científico en su evolución, y se preocupa no sólo de describir la realidad a tenor de la más meticulosa observación, sino que acentúa el carácter científico y principalmente médico de sus observaciones. Pero no reclama nunca otros méritos que los artísticos, en contraste con Zola, que quiere ser considerado como investigador y cimentar su reputación como artista en su seguridad científica. Esta es una expresión de la misma deificación de la ciencia, del mismo fetichismo científico que caracterizan en general al socialismo y son propios de las clases sociales que esperan su encumbramiento del triunfo de la ciencia. El hombre es también para Zola, como lo es en general para la ideología cientificista y socialista, un ser cuyas propiedades están determinadas por las leyes de la herencia y el mundo circundante. Zola llega a tal extremo en su entusiasmo por las ciencias naturales que define el naturalismo en la novela simplemente como la traslación de los métodos experimentales a la literatura. Pero «experimento» es aquí sólo una gran palabra que no tiene sentido alguno, o al menos no tiene en sí una significación más exacta que «mera observación»[105]. Las teorías literarias de Zola no están enteramente libres de charlatanería, pero a pesar de ello sus novelas tienen un cierto valor teórico, porque aunque no contienen ningún juicio científico nuevo son, sin embargo, como se ha afirmado con razón, creaciones de un sociólogo importante. Y son además, lo cual es de la mayor importancia desde el punto de vista del desarrollo artístico, resultado de un método de trabajo sistemático y científico totalmente nuevo en el arte. La experiencia del artista sobre el mundo carece de plan y de sistema; reúne, por decirlo así, su material empírico, rasgos y datos de la vida, que lleva consigo y deja desarrollarse y madurar para sacar un día de este acopio un tesoro desconocido e inimaginable. El investigador elige el camino contrario. Parte de un problema, es decir de un hecho del que no se sabe nada o no se sabe precisamente lo que se querría saber. Para él comienza ahora, con el planteamiento del problema, la búsqueda y clasificación del material, es decir el conocimiento más íntimo de aquel sector de la vida que ha de estudiar. No es la experiencia la que le conduce al problema, sino el problema a la experiencia. Este es también el camino y el método de Zola. Comienza una nueva novela como el profesor alemán de la anécdota comienza un nuevo curso, esto es, con el fin de obtener información más exacta sobre un objeto que le es desconocido. Lo que cuenta Paul Alexis sobre los orígenes de Nana, sobre los viajes de exploración de Zola al mundo de la prostitución y del teatro, recuerda en todo caso esta anécdota.
Toda la idea en que Zola basa su ciclo de novelas da la impresión de ser el plan de una empresa científica. Las obras por separado constituyen, de acuerdo con el programa, las partes de un gran sistema enciclopédico, una especie de summa de la sociedad moderna. «Quiero explicar cómo se porta una familia, o sea un pequeño grupo de seres humanos, en una sociedad», escribe en el prólogo a La fortuna de los Rougon. Y por sociedad entiende la Francia decadente y corrompida del Segundo Imperio. Ningún programa artístico puede parecer más completo, más objetivo ni más científico. Pero Zola no escapa al destino de su siglo; a pesar de su cientificismo es un romántico, y mucho más desenfrenadamente por cierto que los otros naturalistas de su tiempo, menos radicales que él. Ya su racionalización y su esquematización de la realidad, unilaterales y nada dialécticas, son romanticismo audaz y desconsiderado. Y los símbolos a que reduce la vida, abigarrada, varia y contradictoria —la ciudad, la máquina, el alcohol, la prostitución, la tienda, los mercados, la bolsa, el teatro, etc.—, son la más exacta visión de un sistematizador romántico que, en lugar de fenómenos individuales concretos, ve por todas partes alegorías. A la preferencia de Zola por lo alegórico se añade la fascinación que ejerce sobre él todo lo grande y desmesurado. Es un fanático de la masa, de los números, de la materialidad burda, compacta e inagotable. Se embriaga con la abundancia material, con el desbordamiento, con las grandes escenas de conjunto de la vida. No es un azar el que sea contemporáneo de la grand opéra y del barón Haussmann.
Lo sobrio y nada romántico en esta época de gran burguesía y gran capitalismo no es el naturalismo, sino la literatura amena e idealista de la burguesía. La literatura naturalista, a pesar de su materialismo radical, e incluso con frecuencia precisamente a causa de este materialismo, ofrece una pintura de la sociedad rabiosamente fantástica. El racionalismo y el pragmatismo burgués, por el contrario, tienden a una imagen del mundo equilibrada, armónica y pacífica. Por temas «ideales» entiende la burguesía aquellos que tienen una influencia tranquilizadora, calmante y narcótica. La misión que ella asigna a la literatura es la de reconciliar a los infelices y descontentos con la vida, encubrirles la realidad y hacerles creer que es inasequible aquella existencia de la que no participan ni pueden participar. El objetivo que persigue es la alucinación y no la ilustración del lector. A la novela naturalista de Flaubert, Zola y los Goncourt, que da siempre la impresión de agitadora y excitante, la élite social opone la novela de la Revue des Deux Mondes, sobre todo las novelas de Octave Feuillet, obras que describen la vida de la sociedad elegante y presentan sus objetivos como el ideal supremo de la humanidad civilizada; obras en las que hay todavía héroes reales, caballeros fuertes, valerosos y desprendidos, figuras ideales que son miembros de la alta sociedad o están encarnadas en jóvenes que esta sociedad está dispuesta a adoptar. Hasta ahora, la vida de la aristocracia, a pesar de las revoluciones y de las reestratificaciones de la sociedad, había sido descrita con cierta naturalidad e inmediatez; se mantenían cierta espontaneidad y cierto sentido común, a pesar de estar fuera del tiempo. Pero ahora la existencia que lleva el gran mundo de la sociedad elegante pierde toda su relación con la vida real, y súbitamente aparece iluminada por la luz pálida, difusa y elegantemente suavizada de los salones de nuestras películas de Hollywood. Feuillet no ve diferencia alguna entre elegancia y cultura, entre buenas maneras y buen carácter; para él, buena educación es sinónimo de buena disposición, y una actitud leal para con las clases superiores es una prueba de que se es «algo mejor». El héroe de su Novela de un joven pobre (1858) es la encarnación de estas buenas maneras y estos buenos sentimientos. El protagonista es generoso y elegante, deportivo e inteligente, virtuoso y sensitivo, y con su pobreza sólo prueba que la distribución de los bienes materiales de la vida no pone límites a la realización de los ideales aristocráticos. De igual modo que las obras de Augier y Dumas proponen una tesis, ésta es una novela de tesis. Proclama y exalta las normas de la moral cristiana, del conservadurismo político y del conformismo social; lucha contra el peligro de las pasiones inmensas y caóticas, la desesperación feroz y la resistencia pasiva.
La hipocresía de la burguesía está acompañada de un descenso sin precedentes en el nivel general de educación. El Segundo Imperio, que produce el arte de Flaubert y Baudelaire, es al mismo tiempo el período en que nacen el mal gusto y la escoria inartística de los tiempos modernos. Había habido en épocas anteriores, desde luego, malos pintores y escritores sin talento, obras toscamente trabajadas y apresuradamente concluidas, ideas artísticas mediocres y torpemente amañadas; ahora bien, lo inferior había sido inequívocamente inferior, vulgar, falto de gusto, insignificante y poco pretencioso, pero nunca habían sido antes el desecho elegante y la bagatela inartística reelaborados con destreza y con un alarde de habilidad, o al menos habían existido como subproducto. Ahora, sin embargo, estas fruslerías se convierten en la norma, y la sustitución de la calidad por la mera apariencia de calidad se convierte en regla general. La finalidad es hacer el disfrute del arte lo más fácil y agradable posible, quitar de él toda dificultad y complicación, todo lo problemático y torturante; en suma, reducir lo artístico a lo agradable y lo placentero. El arte como forma de «relajamiento», en la que el público, consciente y deliberadamente, rebaja su propio nivel, es invención de este período. Él domina todas las formas de producción, pero sobre todo aquella que es del modo más resuelto y sin escrúpulos un arte público: el teatro.
En novela y en pintura, el naturalismo prevalece junto a las tendencias que están de acuerdo con el gusto burgués, mientras que en teatro no aparece nada en absoluto opuesto a los intereses e ideas de la burguesía. Para defenderla de las tendencias que puedan amenazarla, el Gobierno no se conforma ni mucho menos con confiar en la mayoría de las fuerzas «gubernamentales» del público, sino que combate tales tendencias con todas las regulaciones y prohibiciones posibles. El teatro, como arte de las amplias masas, es tratado de manera más estrecha que otros géneros, de igual modo que hoy el cine está sujeto a restricciones que no se aplican al teatro. Desde mediados de siglo, los esfuerzos de los autores escénicos se concentran, de acuerdo con las intenciones del Gobierno, en la creación de un instrumento de propaganda de la ideología de la burguesía, de sus principios económicos, morales y sociales. El hambre de diversión de las clases dominantes, su debilidad por las distracciones públicas, su placer de ver y ser vistas hacen del teatro el arte representativo de la época. Ninguna sociedad anterior ha encontrado tal deleite en el teatro, y para nadie ha significado tanto un estreno como para el público de Augier, Dumas hijo y Offenbach[106]. La pasión de la clase media por el teatro es altamente satisfactoria para aquellos que configuran la opinión pública; están orgullosos de mantener el entusiasmo de ésta y se sienten refrendados en sus criterios de valor estético. El análisis del público por Sarcey, el crítico dramático más influyente de la época, está indudablemente relacionado con esta tendencia. Por ello, no sólo es por relación al progreso general de las ciencias sociales y a la concentración del interés en los fenómenos intelectuales colectivos por lo que él afirma que el público es la esencia del teatro, y que uno podría más fácilmente imaginarse una obra representada sin cualquier otra cosa antes que sin público[107]. Para Sarcey, el principio de que el público tiene siempre razón es el criterio de toda crítica, y él se atiene a esta piedra de toque, aunque sabe perfectamente que el antiguo público culto se ha desintegrado ya y que de los antiguos «habituales», entre los cuales había un verdadero acuerdo en el gusto, sólo queda un pequeño grupo de aficionados teatrales constantes: el público de los estrenos[108]. Sarcey considera que los cambios sociales que han creado el público teatral de la metrópoli moderna son un proceso relativamente nuevo que se desarrolla dentro del marco de la misma burguesía. El rápido incremento de este público como resultado del desarrollo del ferrocarril, que posibilita al público de provincias y del extranjero afluir a París y sustituir al círculo relativamente homogéneo de los antiguos «habituales» por la sociedad heterogénea de visitantes ad hoc, fenómeno que atrae la atención de otros círculos contemporáneos, además de Sarcey, los cuales lo consideran como la razón más importante del cambio de estilo en el drama[109], señala, sin embargo, sólo la última etapa, pero no la más importante, en un proceso que había comenzado ya con la Revolución francesa.
Scribe representa el momento decisivo del cambio en la historia del moderno drama francés, y él es no sólo el primero en dar expresión dramática a la ideología burguesa de la Restauración, basada en el dinero, sino que crea también con su obra de intriga el instrumento más adecuado para servir a la burguesía como arma en su lucha por imponer su ideología. Dumas y Augier representan simplemente una forma más desarrollada de su bon sense y significan para la clase media de 1850 lo que había sido él para la burguesía de la Restauración y la Monarquía de Julio. Ambos proclaman el mismo racionalismo superficial y el mismo utilitarismo, el mismo llano optimismo y materialismo, con la única diferencia de que Scribe era más honrado que ellos y hablaba, sin falsa modestia y sin afectación, del dinero, las carreras y los matrimonios de conveniencia donde ellos hablan de ideales, deberes y amor eterno. La burguesía, que en los días de Scribe era una clase ascendente que luchaba por su posición, ha alcanzado ahora una situación reconocida y está amenazada ya desde abajo; se imagina, por ello, que debe disfrazar sus objetivos materialistas con el ropaje del idealismo y, por tanto, muestra una timidez que no sienten jamás las clases que están luchando por su posición.
Nada estaba tan bien calculado para servir de base a la idealización de la clase media como la institución del matrimonio y la familia. Era posible representarla con toda la buena fe como una de aquellas formas sociales en las que se expresan los sentimientos más puros, más desinteresados y más nobles, pero, indudablemente, era la única institución que desde la disolución de los antiguos lazos feudales garantizaba todavía la permanencia y estabilidad de la propiedad. Sea como fuere, la idea de la familia como baluarte de la sociedad burguesa contra peligrosos intrusos de fuera y destructores elementos de dentro se convirtió en fundamento espiritual del drama. Era tanto más apropiada para esta función cuanto que podía ser puesta en conexión directa con el tema amoroso. Esto no ocurrió, sin embargo, hasta que la idea del amor fue reinterpretada y liberada de sus rasgos románticos. El amor ya no podía ser admitido como la gran pasión violenta ni aceptado y exaltado como tal. El romanticismo había siempre comprendido y perdonado el amor triunfante, desatado y rebelde; éste estaba justificado por su misma intensidad. Para el drama burgués, en cambio, el significado y él valor del amor estaba en su perseverancia, en su resistencia a la prueba de la vida matrimonial diaria. Esta transformación de la idea del amor puede ser seguida paso a paso desde Marion Delorme, de Hugo, a La dama de las camelias y Demi-Monde, de Dumas. Ya en La dama de las camelias el amor del héroe por la muchacha caída es incompatible con los principios morales de una familia burguesa; pero el autor, con sus sentimientos, si no con su inteligencia, está del lado de la víctima. En Demi-Monde, su actitud para con la mujer de dudosa reputación es totalmente negativa; debe ser expulsada del cuerpo social como un foco de infección, pues constituye un peligro aún más grande para la familia burguesa que una pobre, pero respetable muchacha, que puede, después de todo, convertirse en una buena madre, en una compañera fiel y en un guardián de la propiedad familiar digno de confianza. Si se ha seducido a una muchacha de esta clase, se debe contraer matrimonio con ella no sólo para enmendar la falta cometida, sino también para restablecer el orden, y, como Zola dice al resumir la moral de Fourchambaults, de Augier, para no consumar una bancarrota. Si se ha tenido un hijo ilegítimo, y no hay nada elogiable en ello, sino más bien lo contrario, se le debe legitimar, como Dumas alega en Le Fils naturel y en Monsieur Alphonse, sobre todo para no aumentar los elementos desarraigados, que son un peligro constante para la sociedad burguesa. El único punto de vista desde el que se juzga el adulterio es el de si pone en peligro la familia como institución. En determinadas circunstancias, a un hombre puede perdonársele; a una mujer, nunca. Una mujer que es moralmente solvente del todo es incapaz por completo de adulterio (Francillon). En suma, se permite todo lo que puede conciliarse con la idea de la familia y está prohibido lo que está en contradicción con ella. Estas son las normas e ideales de que se trata en las obras de Augier y Dumas; fueron escritas para justificarlos, y su éxito prueba que los escritores habían penetrado en los pensamientos más íntimos del público.
La calidad inferior de las obras —puesto que es ínfima— no se debe al hecho de que sirvan a un propósito definido y defiendan una tesis —incluso las comedias de Aristófanes y las tragedias de Corneille hicieron también esto—, sino al hecho de que el propósito se les imponga desde fuera y ninguna de las figuras sea de carne y hueso. Nada es más característico de la combinación inorgánica de tesis y exposición en estas obras que la figura fija del «argumentador». El mero hecho de que un personaje no tenga otra función que la de ser intérprete del autor demuestra que la doctrina moral no sale de lo meramente abstracto, y que en el fondo la ideología no forma unidad con el cuerpo de la obra. Los autores se avienen o, más bien aceptan, las opiniones de las clases dominantes sobre los buenos y malos hábitos de la época, y tienen, independientemente de estas ideas, un cierto don de entretenimiento, una cierta habilidad para hacer surgir el interés y crear una tensión con medios escénicos. Entonces combinan estos datos y usan su ingenio teatral para vender las opiniones y teorías que tienen que proclamar. Pero lo hacen de manera completamente directa y brusca, y contribuyen grandemente sin saberlo al principio de «el arte por el arte». Porque la propaganda en arte es más molesta cuando no impregna completamente la obra y cuando la idea que se proclama no coincide enteramente con la visión del artista.
En contraste con el romanticismo, el Segundo Imperio es una época de racionalismo, reflexión y análisis[110]. Los problemas técnicos están por todas partes en primer plano, y en todos los géneros domina la inteligencia crítica. En la novela, este espíritu crítico está representado por Flaubert, Zola y los hermanos Goncourt; en la poesía lírica, por Baudelaire y los parnasianos; y en el drama, por los maestros de la pièce bien faite. Los problemas formales, que sirven de contrapeso a la tendencia emocional romántica en la mayoría de los géneros, predominan en la escena. Y no son simplemente las condiciones externas de la representación, sus estrechos límites temporales y espaciales, el carácter popular del público y la inmediatez de la reacción a la impresión que recibe, lo que induce a los dramaturgos a atender los problemas de orden y economía artística, sino que la intención didáctica y propagandística misma les obliga, desde el primer momento, a un manejo del material claro en la forma y cuidadosamente terminado, técnicamente eficaz y práctico. Autores y críticos se vuelven cada vez más conscientes de que el teatro no está intrínsecamente relacionado con la literatura, de que la escena se rige de acuerdo con leyes propias y con una lógica propia, y de que el elemento poético de un drama se opone con frecuencia a su efecto en la escena. Lo que Sarcey entiende por perspectiva teatral (optique de théâtre) e instinto teatral (génie de théâtre) o, simplemente, lo que quiere dar a entender cuando dice «c’est du théâtre», es la conveniencia de la escena —aparte por completo de consideraciones literarias—, el uso drástico de los métodos puramente teatrales, el esfuerzo total por ganar al público a cualquier precio, en suma, una actitud que identifica la «escena» con la «tribuna». Voltaire ya se había dado cuenta de que en teatro es más importante «de frapper fort que de frapper juste», pero los practicones y teóricos de la «obra bien hecha» son los primeros en establecer las reglas de este tipo de drama de golpes fuertes y seguros. Su descubrimiento más importante consiste en el reconocimiento del efecto de la escena, de que, ciertamente, la mera posibilidad de la representación de una obra depende de una serie de convencionalismos y trucos del oficio, tricheries, como Sarcey los llama, y que el acuerdo táctico entre los elementos productores y receptores es precisamente más decisivo en el drama que en los otros géneros. El convencionalismo más importante del teatro es la disposición del público para dejarse sorprender por los cambios bruscos en la acción; es decir su autoengaño consciente, su aceptación sin reservas de las reglas del juego. Sin esta disposición seríamos incapaces no sólo de ver por segunda vez una obra, atendiendo sólo a los factores puramente teatrales, sino que ni siquiera podríamos disfrutarla una vez. Porque en tales obras todo ha de ser visto como sorprendente, aunque todo es previsible. Sus scènes à faire son los inevitables parlamentos que el público sabe muy bien que ha de encontrar y encontrará[111], y su dénouement es la solución que los espectadores esperan y exigen[112]. El teatro se convierte así en un juego de sociedad, que se realiza ciertamente de acuerdo con los más estrictos convencionalismos y con el mayor virtuosismo; pero, a pesar de esto, tiene en sí algo de ingenuo y primitivo. Las dificultades no provienen del material con el que se enfrenta uno, sino de la complicación de las reglas del juego. Ellas deben, ante todo, compensar a los espectadores exigentes de la pobreza y la simpleza del contenido. El funcionamiento preciso del aparato debe, en otras palabras, esconder que la máquina funciona en el vacío. El público, e incluso el público mejor, por cierto, quiere distracción fácil y sin fatiga; no quiere vaguedades, ni problemas insolubles, ni profundidades insondables. De aquí que se acentúe tan fuertemente el rigor de la construcción y la lógica de las conexiones. El desarrollo de la acción debe ser como una operación matemática; la necesidad interna es sustituida por la externa, de igual modo que la verdad interna de la tesis es sustituida por el artificio de la argumentación.
El dénouement es la solución del problema. Si la solución es falsa, toda la operación es falsa, dice Dumas. Por eso, en su opinión, una obra debe comenzarse por su final, por su solución, por su última palabra. Nada ilumina mejor que este andar de cangrejo la diferencia entre la inteligencia calculadora con que es construida una piece bien faite y los impulsos irracionales de que los poetas se dejan llevar. El autor escénico, cuando da un paso, debe retroceder dos; debe comparar cada incidencia, cada motivo nuevo, cada rasgo nuevo con los motivos y rasgos ya existentes, y armonizarlos. Escribir teatro significa un constante adelantarse y retroceder, una permanente ordenación y reordenación, un autoasegurarse y un ir construyendo con constantes pruebas de resistencia, así como la consolidación gradual y la fijación de cada uno de los estratos. Un racionalismo de esta clase caracteriza más o menos todo producto artístico pasable, y en particular toda obra dramática representable —la obra de Shakespeare, surgida del espíritu de la escena, lo mismo que las obras de Augier y Dumas—; pero el efecto de una «obra bien hecha» descansa solamente en la sucesión de sus efectos y triunfos, y la de un drama shakespeariano, por el contrario, en una serie infinita de componentes, ajenos a toda relación matemática. Como es sabido, Emerson leía preferentemente los dramas de Shakespeare en la serie inversa de las escenas y renunciaba a su efecto teatral para concentrarse enteramente en su contenido poético. Una verdadera pièce bien faite no sólo sería insoportable leyéndola de este modo, sino que sería también incomprensible, pues los pormenores de semejantes obras no tienen valor propio intrínseco, sino sólo un valor de situación en la serie. En su desarrollo, como en una partida de ajedrez, todo está orientado hacia la jugada final. Y cuán mecánicamente se puede desarrollar esta jugada final lo muestra mejor que nada el método con ayuda del cual Sardou se apropió de la técnica de Scribe. Según confesión propia, leía sólo el primer acto de las obras del maestro e intentaba deducir la continuación «correcta» de las premisas así adquiridas. A través de este «ejercicio puramente lógico», como él mismo lo llamaba, llegó con el tiempo cada vez más cerca de la solución que Scribe había elegido en el segundo y tercer acto de sus obras, y obtuvo al mismo tiempo la conclusión, que conocía bien Dumas, de que toda la acción se deducía según una cierta necesidad de la situación de la que se partía. Dumas opinaba que hallar una situación dramática e imaginar un conflicto no era arte en absoluto; éste consiste más bien en preparar correctamente las escenas en que culmina la acción y en desatar con suavidad los nudos. La fábula, que, a primera vista, parece ser el elemento más espontáneo del drama, el menos problemático y el más inmediatamente dado, demuestra con esto ser su componente más artificioso y más fatigosamente conseguido. No es ni mucho menos simple materia prima o mero producto de la fantasía, sino que consiste en una serie de rasgos estratégicos que no dejan campo alguno al hallazgo espontáneo y al capricho soberano del escritor.
Se puede, si se quiere, ver en el entramado de una obra bien compuesta la escala que eleva a la región de las alturas vertiginosas, o también el esquema de una rutina que no tiene nada que ver con el auténtico arte y la humanidad. Se puede ensalzar entusiásticamente, como Walter Pater, la concepción del arte que «prevé desde el principio el fin y lo tiene presenté en todo momento, y en cada una de las partes tiene presentes todas las otras, hasta que la última frase —con fuerza no disminuida— no hace otra cosa que desarrollar y confirmar la primera»; pero se puede también, como Bernard Shaw, temer lo peor para los dramaturgos de la tiranía de la lógica, de la que dice Shaw que «es casi imposible para sus esclavos escribir últimos actos tolerables en sus obras, de tan convencionalmente como sus conclusiones siguen a sus premisas». Pero, para creer en la palabra de Shaw de que repudia las tretas y ardides de esta visión del arte verdaderamente, hay que olvidar que él es el autor de obras como el The Devil’s Disciple y Cándida, que, en una observación detenida, se descubre que no son más que pièces bien faites. Sin embargo, no sólo Shaw, sino también Ibsen y Strindberg, y con ellos todo drama del presente concebido de acuerdo con las reglas teatrales, dependen más o menos de la pièce bien faite francesa. El arte de producir el enredo y la tensión, trabar el nudo y diferir su solución, preparar anticipadamente los cambios de la acción y, a pesar de ello, sorprender al espectador, las reglas de la correcta distribución y el ritmo de los coups de théâtre, la casuística de las desmesuradas discusiones y de las frases de efecto seguidas de telón, la caída de telón sensacional, la solución en el último minuto, todas estas cosas las han aprendido de Scribe, Dumas, Augier, Labiche y Sardou. Esto no significa en absoluto que la técnica de la escena moderna sea por entero creación de estos autores. Por el contrario, la línea del desarrollo puede ser trazada hacia atrás entre el melodrama y el vaudeville del período posrrevolucionario, el drama doméstico y la comedia del siglo XVIII, la commedia dell’arte, y Molière, hasta la comedia romana y la farsa medieval. Sin embargo, la contribución de los maestros de la pièce bien faite a esta tradición es extraordinaria.
El producto artístico más original del Segundo Imperio, y, en muchos aspectos, el más expresivo, es la opereta[113]. Tampoco ella es, desde luego, una innovación absoluta en ningún sentido; esto sería inconcebible en un estadio tan avanzado de la historia del teatro; representa más bien la continuación de dos antiguos géneros, la ópera bufa y el vaudeville, y transmite a esta época pesada y carente de humor algo del espíritu festivo, vivo y antirromántico del siglo XVIII. Es la única forma juguetona, ligera y trivial de la época. Junto a las tendencias conformistas, que están de acuerdo con el objetivo gusto burgués, y el arte naturalista de la oposición, constituye un mundo propio, un reino intermedio. Es mucho más atractiva que el drama contemporáneo o la novela popular, es sociológicamente más representativa que el naturalismo y, como tal, el único género en el que se producen obras populares con un atractivo amplio y un cierto valor artístico.
La característica más notable de la opereta, y, desde el punto de vista naturalista, la más peculiar, es su absoluta inverosimilitud, la naturaleza irreal y enteramente imaginativa de sus escenas en torbellino. Tiene el mismo significado para el siglo XIX que el que la pieza pastoril había tenido para los siglos anteriores. Las fórmulas inalterables de sus contenidos, el convencionalismo de sus enredos y desenlaces son puras fórmulas de juego sin relación con la realidad. Tanto el carácter de marioneta de las figuras como la forma aparentemente improvisada de la representación no hacen más que resaltar la impresión de ficción. Sarcey nota ya la similitud entre la opereta y la commedia dell’arte[114], y señala la impresión de irrealidad soñada que le causan las obras de Offenbach. Con lo cual sólo quiere decir, sin embargo, que tienen una peculiar calidad fantástica. Un admirador de Offenbach en nuestro tiempo, el escritor vienés Karl Kraus, fue el primero en dar una significación más definida a esta calidad, señalando que en la opereta de Offenbach la vida es tan improbable y carente de sentido, tan grotesca y misteriosa como la misma realidad vista a cierta distancia[115]. Semejante interpretación, naturalmente, hubiera sido extraña por entero a Sarcey y totalmente inconcebible antes de que el expresionismo y el surrealismo del arte moderno resaltaran el carácter fantasmal y de sueño que tiene la vida. Solamente un ojo dotado de una visión agudizada por estas tendencias artísticas era capaz de ver que la opereta era no sólo una imagen de la sociedad frívola y cínica del Segundo Imperio, sino, a la vez, una forma de burla de sí mismo, que no sólo expresaba la realidad, sino también la irrealidad de este mundo, que surgió, en una palabra, de la naturaleza operetesca de la vida misma[116], en cuanto que se puede hablar de «naturaleza operetesca» de una época tan seria, tan objetiva y tan crítica como ésta. El labrador junto al arado, los trabajadores en las fábricas, los comerciantes en sus tiendas, los pintores en Barbizon, Flaubert en Croisset, eran lo que eran; pero la clase dominante, la corte en las Tullerías y el mundo de banqueros juerguistas, aristócratas disolutos, periodistas parvenus y bellezas regordetas tenían algo de improbable, algo de fantasmagórico e irreal, algo efímero en sí; era un país de opereta, una escena cuyos bastidores amenazaban hundirse a cada momento.
La opereta era producto de un mundo de laissez-faire, laissez-passer, o sea un mundo de liberalismo económico, social y moral, un mundo en el que cada uno podía hacer lo que quisiera en tanto se abstuviera de discutir el sistema mismo. Esta restricción implicaba, por una parte, límites muy amplios, y, por otra, muy estrechos. El mismo Gobierno que demandó judicialmente a Flaubert y Baudelaire, toleraba las más insolentes sátiras sociales, la ridiculización más irrespetuosa del régimen autoritario, la corte, el ejército y la burocracia en las obras de Offenbach. Pero toleraba sus calaveradas simplemente porque no eran o parecían no ser peligrosas, porque se reducían a un público cuya lealtad estaba fuera de duda y no necesitaba otra válvula de escape para ser feliz que esta burla aparentemente inofensiva. La burla nos parece maliciosa solamente a nosotros; el público contemporáneo no escuchó el siniestro bajo tono que nosotros podemos oír en el ritmo frenético de los galops y cancans de Offenbach. Sin embargo, el entretenimiento no era tan inofensivo, pues se sugería sólo el torbellino por el que se quería ser arrastrado. La opereta desmoralizaba al pueblo, no porque se mofaba de todo lo «venerable», no porque sus escarnios de la antigüedad, de la tragedia clásica, de la ópera romántica, fueran simplemente crítica disfrazada de la sociedad, sino porque quebrantaba la fe en la autoridad, sin negarla en principio. La inmoralidad de la opereta consistía en la irreflexiva tolerancia con que realizaba su crítica del sistema corrompido de gobierno y de la depravada sociedad de la época, en la apariencia de inofensividad que daba a la frivolidad, a las pequeñas prostitutas, los galanteadores extravagantes y los amables y viejos viveurs. Su crítica tibia e indecisa no hizo más que estimular la corrupción. No se podía, sin embargo, esperar otra cosa que una actitud ambigua de artistas que habían triunfado, que amaban el triunfo más que nada y cuyos éxitos estaban ligados a la pervivencia de esta sociedad indolente y entregada a sus placeres. Offenbach era un judío alemán sin patria ni hogar, músico errante, un artista cuya existencia estaba doblemente amenazada; se sentía inevitablemente extranjero, desarraigado, espectador excluido, apático en sentido doble y múltiple en la capital de Francia, en medio de este mundo corrompido y, sin embargo, tan tentador. Sentía inevitablemente la posición problemática del artista en la sociedad moderna, la contradicción entre su ambición y su resentimiento, su orgullo de mendigo y su adulación del público, incluso más intensamente que sus compañeros de profesión. No era un rebelde, ni siquiera un demócrata auténtico; por el contrario, aprobaba el gobierno de «mano dura» y disfrutaba con la mayor tranquilidad intelectual de las ventajas que derivaban del sistema político del Segundo Imperio; pero miraba toda la bullente actividad que se desarrollaba en torno a él con los ojos atónitos, fríos y penetrantes de un extraño, e involuntariamente apresuraba la caída de la sociedad a la que debía su éxito en la vida.
La aparición de la opereta señala la introducción del periodismo en el mundo de la música. Después de la novela, el drama y las artes gráficas, le ha llegado el turno de comentar los acontecimientos del día a la escena musical. Pero el periodismo de la opereta no se reduce a las alusiones de actualidad en las canciones y bromas de las piezas cómicas. Todo el género es más bien una especie de sección de chismes dedicada a los escándalos de la sociedad elegante. Heine ha sido llamado con razón el predecesor de Offenbach. Los orígenes, el temperamento y la situación social de ambos son más o menos los mismos; ambos son periodistas natos, naturalezas críticas y prácticas, que no desean vivir al margen, sino en y con la sociedad, ya que no siempre en modo alguno de acuerdo con los propósitos y métodos de ésta. Heine tuvo intrínsecamente las mismas oportunidades de triunfo en el París cosmopolita de la Monarquía de Julio y del Segundo Imperio que Meyerbeer y Offenbach, solamente que no tuvo a su disposición los medios internacionales de comunicación utilizados por sus compatriotas, más afortunados. Su fama estuvo reducida a un círculo relativamente estrecho, mientras que Meyerbeer y Offenbach conquistaron la capital de Francia y todo el mundo civilizado. Ellos crearon no sólo dos de los géneros más característicos del arte francés, sino que representaron el gusto parisino de la época más fielmente y de manera más comprensiva que sus colegas franceses. Offenbach puede ser considerado como el verdadero compendio de su época; su obra contiene los rasgos más característicos y originales de ella. Sus contemporáneos ya se dieron cuenta de que era tan representativo que le identificaron con el espíritu de París y describieron su arte como la continuación de la tradición clásica francesa. Su música unió a Europa occidental en un sentimiento de gozo por la vida y de exuberancia[117]. La Gran Duquesa de Gerolstein demostró ser la atracción más grande y permanente de la Exposición Universal de 1867; los numerosos soberanos y príncipes que visitaron París se entusiasmaron tanto por la obra, con la irresistible Hortense Schneider en el papel principal, como los libertinos de la capital de Francia y la pequeña burguesía de provincias. Tres horas después de su llegada a París, el Zar ruso estaba ya sentado en un palco en el Variétés, y aunque fue aparentemente más capaz de dominar su impaciencia, Bismarck se sintió tan encantado como las mismas cabezas coronadas. Rossini llamó a Offenbach «el Mozart de los Campos Elíseos», y Wagner confirmó este juicio, aunque sólo después de la muerte de su envidiado rival.
La época de furor por la opereta fue el período comprendido entre las dos exposiciones universales de 1855 y 1867. Después del desasosiego político a finales del decenio de 1860 ya no había un público debidamente frívolo, o que al menos quisiera mecerse en el sentimiento de la frivolidad y la seguridad. Con el Segundo Imperio acabaron los mejores días de la opereta. El placer que las generaciones posteriores experimentaron en ella no derivaba ya del género como expresión viva, espontánea y directa del presente, sino del «tiempo pasado», que estaba ligado a este género más directamente que a ningún otro. Gracias a esta asociación de ideas, la opereta sobrevivió a los trastornos del fin de siècle, y, en una ciudad tan inestable intelectualmente como Viena, siguió siendo el vehículo más popular de idealización del pasado, propiamente hasta la segunda guerra mundial. Fueron necesarias las experiencias de los últimos veinte años para imponer una revisión a la idea del «tiempo pasado», ligado en una parte de Europa con Napoleón III y Offenbach, y en otra con el emperador Francisco José y Johann Strauss. La lucha de clases, que fue suprimida en todas partes entre 1848 y 1870, estalló de nuevo a finales de este período y puso en peligro el mandato de la burguesía como beneficiaria de la reacción. La opereta parecía ser ahora la pintura de una vida feliz, libre de cuidado y peligro, de un idilio que, sin embargo, nunca había existido en realidad.
Los Goncourt tenían razón cuando profetizaron que el circo, los espectáculos de variedades y la revista desplazarían al teatro. El cine, que, por su calidad pictórica y su despliegue, puede ser contado entre estas formas visuales, confirma por entero su predicción. La opereta se aproximó todo lo posible a la revista, pero no representaba ni mucho menos la forma original en la que el espectáculo había triunfado sobre el drama. El verdadero cambio de rumbo tuvo lugar con la aparición de la «gran ópera» durante la Monarquía de Julio, por más que el espectáculo había sido siempre un componente integral del teatro y repetidas veces había prevalecido sobre sus elementos dramáticos y acústicos. Este fue, sobre todo, el caso del teatro barroco, en el que el carácter solemne de la representación, las decoraciones, el vestuario, las danzas y desfiles se imponían con frecuencia a todo lo demás. La cultura burguesa de la Monarquía de Julio y el Segundo Imperio, que fue una cultura de nuevos ricos, cuidó también lo monumental e imponente en el teatro y exageró la apariencia de grandeza, tanto más cuanto más descuidaba la verdadera grandeza espiritual. Hay, en efecto, dos impulsos distintos que conducen a la sociedad a formas ceremoniales, grandiosas y pretenciosas: de una parte, puede verse impelida a buscar la grandeza porque ésta va de acuerdo con su modo natural de vida; de otra, el furor por lo colosal puede ser debido a la necesidad de compensar una debilidad sentida más o menos dolorosamente. El Barroco del siglo XVIII correspondía a las grandes proporciones en que la Corte y la aristocracia de la época absolutista respiraban y se movían naturalmente; el pseudobarroco del siglo XIX corresponde a las ambiciones con que la burguesía triunfante trataba de llenar este formato. La ópera se convirtió en el género favorito de la burguesía porque ningún otro arte le ofrecía tan grandes posibilidades para la ostentación, para la pompa y la tramoya, para la acumulación y complicación de efectos. El tipo de ópera realizado por Meyerbeer combinaba todos los alicientes de la escena y creaba una mezcla heterogénea de música, canción y danza que exigía ser vista tanto como ser oída, y en la que todos los elementos eran concebidos para seducir y abrumar al público. La ópera de Meyerbeer era un gran programa de variedades cuya unidad consistía más en el ritmo del espectáculo que se movía sobre la escena que en el predominio absoluto de la forma musical[118]. Estaba concebida para un público cuya relación con la música era puramente externa.
La idea de la “obra total de arte” (Gesamtkunstwerk) se había dejado sentir mucho antes de Wagner y expresaba una necesidad mucho antes ya de que nadiea hubiera pensado en formularla en un programa fijo. Wagner trató de justificar la naturaleza compleja de la ópera por analogía con la tragedia griega, que no era en su tiempo otra cosa que un oratorio. Pero el deseo de semejante justificación surgió de la heterogeneidad barroca del género, que desde Meyerbeer amenazaba constantemente con volverse cada vez más “informe” y sin “estilo”. La “gran ópera” debió su autoridad, que es perceptible todavía en Los Maestros cantores y en Aida, y que probablemente representaba un convencionalismo más rígido que el de la primitiva ópera italiana[119], a la circunstancia de que la cultura de la burguesía francesa sirvió de modelo a todo el continente y por todas partes correspondía a auténticas necesidades arraigadas en las condiciones sociales. Nada satisfacía estas necesidades más perfecta y rápidamente que el concertado conjunto de la ópera de Meyerbeer, la organización de los medios a su disposición —la gigantesca orquesta, el enorme escenario y el gran coro— en un conjunto que estagba concebido solamente para impresionar, abrumar y subyugar al público. Este era sobre todo el objetivo de los grandes finales, que con frecuencia inventaban nuevos y poderosos efectos plásticos y musicales, pero que no tenían nada en común con la profunda humanidad de las escenas finales de Mozart ni con la viva gracia de las de Rossini. Lo que nosotros habitualmente llamamos “de ópera” —el escenario monumental, el énfasis vacío, la heroicidad tonante, el lenguaje y la emoción artificiales— no es, sin embargo, creación de Meyerbeer en ningún sentido y no está en modo alguno limitado a la ópera de la época. Incluso un artista de gusto tan purista como Flaubert no está libre enteramente de teatralidad. Es una parte del legado romántico heredado por esta generación, y Víctor Hugo tiene en su desarrollo una parte no menor que Meyerbeer.
De todos los representantes calificados de la época, Ricardo Wagner es el que está más cerca del estilo de ópera de Meyerbeer, no sólo porque quiere ligar su obra a un arte vivo, sino también porque ninguno está mas ansioso del triunfo que él. Acepta los convencionalismo dominantes sin oposición y, como se ha dicho, sólo gradualmente busca su camino hacia la originalidad, en contraste con el desarrollo artístico típico, que parte de una experiencia individual, de un descubrimiento personal, y termina con un estilo más o menos estereotipado[120]. Mucho más notable, sin embargo, que el punto de partida de Wagner de la “gran ópera” es su vincualción continua a una forma que combina la expresión de los sentimientos más íntimos, más profundos y más sublimes, con la ostentación del Segundo Imperio. Pero no sólo Rienzi y Tannhäuser son todavía óperas espectaculares, en las que predomina el aparato escénico, sino que Los maestros cantores y Parsifal son también en cierto aspecto obras musicales de espectáculo, concebidas para arrebatar todos los sentidos y superar toda expectación. La preferencia por lo magnífico y lo masivo es tan fuerte en Wagner como en Meyerbeer y en Zola, y Wagner es, en proporción nada menor a Hugo y Dumas, un autor teatral nato, un «histrión» y un «mimomaniático», como Nietzsche le llamaba[121]. Pero su teatralidad no es simplemente ni mucho menos el resultado de haber escrito la letra de sus óperas; por el contrario, sus óperas son la expresión de su gusto teatral confuso y de su naturaleza ruidosamente ostentosa. Como Meyerbeer, Napoleón III, La Païva o Zola, Wagner ama lo complicado, lo preciosista, lo voluptuoso, y es fácil darse cuenta de lo que sus óperas y los salones de la época, llenos de seda, terciopelo, brocado de oro, mobiliario tapizado, alfombras y cortinajes, tienen en común, incluso aunque no sepamos que quería escenarios pintados por Makart[122]. La manía por la grandeza y la exuberancia tiene en Wagner, sin embargo, orígenes más complicados; los hilos conducen no simplemente a Makart, sino también a Delacroix. Las relaciones entre La muerte de Sardanápalo y El ocaso de los dioses son tan estrechas como entre el pródigo esplendor de la «gran ópera» parisina y la celebración de los festivales de Bayreuth. Pero ni siquiera aquí se acaba todo. El sensualismo de Wagner es no sólo más elemental que una mera ostentación, sino también más auténtico y espontáneo que todo el misticismo de «sangre, muerte y lujuria» de su tiempo. Con razón, para muchas de las inteligencias más sensitivas de su siglo, su obra significó la esencia misma del arte, el paradigma que les reveló por vez primera el significado y el principio de la música. Wagner fue, ciertamente, la última y tal vez la más grande revelación del romanticismo. Ningún otro nos permite comprender tan íntimamente con qué intoxicación de los sentidos impresionó al público contemporáneo y hasta qué punto se sentía rebelde contra todos los convencionalismos muertos y sentía el descubrimiento de un mundo joven, feliz y prohibido. Es comprensible, aunque sorprenda en un principio, que Baudelaire, que no era ni mucho menos devoto de la música, pero que es el único de los contemporáneos de Wagner cuyos acentos crean en nosotros el mismo sentimiento de felicidad que la música de Tristán, fuera el primero en reconocer la significación del arte de Wagner.
Aparte de sus nervios sobreexcitados, de su pasión por la narcosis y los efectos estupefacientes, Wagner comparte con Baudelaire los mismos sentimientos cuasi-religiosos y el mismo anhelo romántico de redención. Y aparte de su debilidad por los colores brillantes y las formas exuberantes, está ligado a Flaubert por una especie de diletantismo genial y una relación totalmente reflexiva con su propia obra. Tiene un talento tan escasamente natural y espontáneo, y lucha con su obra casi tan violenta y desesperadamente, y tiene en el arte una fe tan escasamente auténtica como Flaubert. Nietzsche señala que ninguno de los grandes maestros era todavía a los veintiocho años tan mal músico como Wagner, y, con la excepción de Flaubert, es cierto que ningún gran artista dudó tan largo tiempo de su propia capacidad. Ambos sintieron que el arte era el tormento de su vida, que estaba entre ellos y el disfrute de la vida, y ambos consideraron el abismo entre realidad y arte, entre avoir y dire como infranqueable. Eran miembros de la misma última generación romántica, que riñó una batalla tan incansable como desesperada contra su egoísmo y su esteticismo.