EL ROMANTICISMO ALEMÁN Y EL DE EUROPA OCCIDENTAL
El liberalismo del siglo XIX identificaba el romanticismo con la Restauración y la reacción. Es posible que existiese cierta justificación para establecer esta relación, sobre todo en Alemania, pero en general conducía a una falsa concepción de la historia. La corrección no se hizo hasta que no se realizó una distinción entre romanticismo alemán y romanticismo europeo occidental, y se comenzó a hacer derivar el uno de tendencias reaccionarias y el otro de progresistas. La imagen que de este modo resultó estaba mucho más cerca de la verdad, pero contenía todavía una considerable simplificación de los hechos, pues, desde un punto de vista político, ni una ni otra forma de romanticismo fue clara ni consecuente. Finalmente se estableció la distinción, de acuerdo con la situación real, entre una fase primera y otra posterior, tanto en el romanticismo alemán como en el francés y en el inglés; entre un romanticismo de la primera generación y otro de la segunda. Se hizo constar que la evolución siguió direcciones distintas en Alemania y en Europa occidental, y que el romanticismo alemán procedió de una actitud originariamente revolucionaria hacia una posición reaccionaria, mientras el europeo occidental, por el contrario, pasó de una posición conservadora y monárquica a una actitud liberal. Este planteamiento era ya correcto en sí, pero demostró no ser muy fructífero para la determinación del concepto de romanticismo. Lo característico del movimiento romántico no era que representara una concepción del mundo revolucionaria o antirrevolucionaria, progresista o reaccionaria, sino el que alcanzara una u otra posición por un camino caprichoso, irracional y nada dialéctico. Su entusiasmo revolucionario era tan ajeno a la realidad como su conservadurismo, y su exaltación por la «Revolución, Fichte, y Wilhelm Meister, de Goethe», tan ingenua y tan lejana de la apreciación de las fuerzas verdaderas que mueven los acontecimientos de la historia como su frenética devoción por la Iglesia y el trono, la caballería y el feudalismo.
Quizá los mismos acontecimientos hubieran seguido un rumbo distinto si la intelectualidad no hubiera dejado, incluso en Francia, que fuesen otros los que pensasen y actuasen con sentido realista. Había por todas partes un romanticismo de la Revolución como había otro de la Contrarrevolución y la Restauración. Los Danton y los Robespierre eran dogmáticos tan ajenos a la realidad como los Chateaubriand y los De Maistre, los Görres y los Adam Müller. Friedrich Schlegel era un romántico tanto en su juventud, con su fervor y entusiasmo por Fichte, Wilhelm Meister y la Revolución, como en su edad madura, cuando se entusiasmaba por Metternich y la Santa Alianza. Pero Metternich no era un romántico a pesar de su conservadurismo y de su tradicionalismo; dejó que los literatos consolidasen los mitos del historicismo, el legitimismo y el clericalismo. Un hombre realista es el que sabe cuándo está luchando por sus propios intereses y cuándo está haciendo concesiones a los demás, y un hombre dialéctico es el que tiene conciencia de que la situación histórica en un momento dado está formada por un complejo de motivos y tareas que son irreductibles. El romántico, a pesar de toda su estimación por el pasado, no juzga su propio momento ni de manera histórica ni dialéctica. No comprende que el presente está entre el pasado y el futuro y representa un conflicto indisoluble de elementos estáticos y dinámicos.
La definición de Goethe, según la cual el romanticismo representa el principio de enfermedad —un juicio apenas aceptable tal y como fue concebido—, gana a la luz de la psicología moderna un sentido nuevo y una nueva confirmación. Si el romanticismo, en efecto, ve solamente uno de los lados de una situación compleja de tensiones y conflictos, si tiene en cuenta sólo un factor de la dialéctica histórica y lo hipertrofia a expensas de los otros factores, si, finalmente, semejante unilateralidad, semejante reacción exagerada y supercompensada delata una falta de equilibrio espiritual, el romanticismo puede ser calificado con razón de «enfermizo». Pues ¿por qué se han de exagerar y deformar las cosas si uno no se siente inquieto y desazonado por ellas? «Las cosas y las acciones son lo que son, y sus consecuencias serán las que tengan que ser; ¿por qué entonces hemos de desear ser engañados?», pregunta el obispo Butler, dando con ello la mejor descripción del sereno y «sano» sentido de la realidad propio del siglo XVIII, enemigo de toda ilusión[170]. Visto desde este realismo, el romanticismo parece siempre una mentira, un autoengaño que, como dice Nietzsche refiriéndose a Wagner, «no quiere concebir las antítesis como antítesis» y grita más alto cuanto más duda. La fuga al pasado es sólo una de las formas del irrealismo y el ilusionismo románticos, pero hay también una fuga hacia el futuro, hacia la utopía. Aquello a lo que el romántico se aferra es, bien considerado, insignificante; lo definitivo es su temor al presente y al fin del mundo.
El romanticismo no tuvo sólo una importancia que hizo época, sino que tenía también conciencia de que hacía época[171]. Representó una de las variaciones más importantes en la historia de la mentalidad occidental y fue consciente por completo de su papel histórico. Desde el gótico, el desarrollo de la sensibilidad no había recibido un impulso tan fuerte, y el derecho del artista a seguir la voz de sus sentimientos y su disposición individual nunca fue probablemente acentuado de manera tan incondicional. El racionalismo, que seguía progresando desde el Renacimiento y había conseguido a través de la Ilustración una vigencia universal, dominando todo el mundo civilizado, sufrió la derrota más penosa de su historia. Desde la disolución del sobrenaturalismo y el tradicionalismo de la Edad Media, nunca se había hablado con tal menosprecio de la razón, de la vigilancia y la sobriedad mentales, de la voluntad y la capacidad de autodominio. «Aquellos que refrenan su deseo lo hacen porque éste es bastante débil como para ser refrenado», dice incluso Blake, que no estaba en modo alguno de acuerdo con el emocionalismo desbordado de Wordsworth. El racionalismo como principio científico y práctico se recobró pronto de las acometidas románticas, pero el arte de Occidente sigue siendo «romántico». El romanticismo fue no sólo un movimiento general de toda Europa, que abarcó una nación tras otra y creó un lenguaje literario universal, el cual era al fin tan comprensible en Rusia y Polonia como en Inglaterra y Francia, sino que acreditó ser al mismo tiempo una de aquellas tendencias que, como el naturalismo del gótico o el clasicismo del Renacimiento, han continuado siendo un factor permanente en el desarrollo del arte. Efectivamente, no hay producto del arte moderno, no hay impulso emocional, no hay impresión o disposición de ánimo del hombre moderno, que no deba su sutileza y su variedad a la sensibilidad nerviosa que tiene su origen en el romanticismo. Toda la exuberancia, la anarquía y la violencia del arte moderno, su lirismo ebrio y balbuciente, su exhibicionismo desenfrenado y desconsiderado proceden del romanticismo. Y esta actitud subjetiva y egocéntrica se ha vuelto para nosotros tan obvia, tan indispensable, que no podemos ni siquiera reproducir una asociación abstracta de ideas sin hablar de nuestros sentimientos[172]. La pasión intelectual, el fervor de la razón, la productividad artística del racionalismo han caído tan profundamente en el olvido que no podemos concebir el arte clásico sino como expresión de un sentimiento romántico. «Seuls les romantiques savent lire les ouvrages classiques, parce qu’ils les lisent comme ils ont été écrits, romantiquement», dice Marcel Proust[173].
Todo el siglo XX dependió artísticamente del romanticismo, pero el romanticismo mismo era todavía un producto del siglo XVIII y nunca perdió la conciencia de su carácter transitorio y de su posición históricamente problemática. Occidente había pasado muchas otras crisis —semejantes y más graves—, pero nunca había tenido tan agudo el sentimiento de estar en un momento crucial de su desarrollo. Esta no era en modo alguno la primera vez que una generación adoptaba una actitud crítica frente a su propio momento histórico y rehusaba las formas culturales heredadas porque era incapaz de expresar en ellas su propio sentido de la vida. Hubo también antes generaciones que tuvieron el sentimiento de haber envejecido y desearon una renovación; pero ninguna había llegado todavía a hacer un problema del sentido y la razón de ser de su propia cultura, ni de si su modo de ser tenía algún derecho a ser así y representaba un eslabón necesario en el conjunto de la cultura humana. El sentido de renacer del romanticismo no era nuevo en modo alguno; el Renacimiento lo había sentido ya, y antes la Edad Media se había preocupado por ideas de renovación y visiones de resurrección cuyo tema era la antigua Roma. Pero ninguna generación tuvo tan agudamente el sentimiento de ser heredera y descendiente de períodos anteriores, ni poseyó un deseo tan definido de repetir simplemente un tiempo pasado, una cultura perdida y despertarlos a una nueva vida.
El romanticismo buscaba constantemente recuerdos y analogías en la historia, y encontraba su inspiración más alta en ideales que él creía ver ya realizados en el pasado. Pero su relación con la Edad Media no corresponde exactamente a la del clasicismo con la antigüedad, pues el clasicismo toma a los griegos y a los romanos meramente como ejemplo, mientras que el romanticismo, por el contrario, tiene siempre el sentimiento de déjà vécu en relación con el pasado. Recuerda el tiempo antiguo y pasado como una preexistencia. Sin embargo, este sentimiento no demuestra en modo alguno que el romanticismo tuviera más en común con la Edad Media que el clasicismo con la antigüedad clásica; demuestra más bien lo contrario. «Cuando un benedictino —dice un reciente y muy agudo análisis del romanticismo— estudiaba la Edad Media, no se preguntaba para qué le serviría ni si la gente vivía más feliz y piadosamente en la Edad Media. Puesto que se encontraba en la continuidad de la fe y de la organización eclesiástica, podía adoptar frente a la religión una actitud más crítica que un romántico, el cual vivía en un siglo de revolución, en el que toda fe vacila y todo está puesto en tela de juicio»[174]. Es innegable que la experiencia romántica de la historia expresa un miedo morboso al presente y un intento de fuga al pasado. Pero nunca una psicosis ha sido tan fructífera. A ella debe el romanticismo su sensibilidad histórica y su clarividencia y su agudeza para todo, por lejanamente emparentado que estuviera o por difícil de interpretar que fuera. Sin esta hiperestesia difícilmente hubiera conseguido restaurar las grandes continuidades históricas de la cultura, delimitar la cultura moderna frente a la clásica, reconocer en el cristianismo la gran línea divisoria de la historia occidental y descubrir los rasgos comunes «románticos» de todas las culturas problemáticas, individualistas y reflexivas derivadas del cristianismo.
Sin la conciencia histórica del romanticismo, sin la constante problematización del presente, que domina el mundo mental del Renacimiento, hubiera sido inconcebible todo el historicismo del siglo XIX, y con él una de las revoluciones más profundas en la historia del espíritu. La imagen del mundo hasta el romanticismo era fundamentalmente estática, parmenídea y ahistórica, a pesar de Heráclito y de los sofistas, del nominalismo de la escolástica y del naturalismo del Renacimiento, de la dinámica de la economía capitalista y del progreso de las ciencias históricas en el siglo XVIII. Los factores determinantes de la cultura humana, los principios racionales de la ordenación natural y sobrenatural del mundo, las leyes morales y lógicas, los ideales de la verdad y el derecho, el destino del hombre y el sentido de las instituciones sociales habían sido concebidos fundamentalmente como algo unívoco e inmutable en su significación, como entelequias atemporales o como ideas innatas. En relación con la constancia de estos principios, todo cambio, todo desarrollo y diferenciación parecían sin relieve y efímeros; todo lo que ocurría en el medio del tiempo histórico parecía afectar sólo a la superficie de las cosas. Sólo a partir de la Revolución y el romanticismo comenzó la naturaleza del hombre y de la sociedad a ser sentida como esencialmente evolucionista y dinámica. La idea de que nosotros y nuestra cultura estamos en un eterno fluir y en una lucha interminable, la idea de que nuestra vida espiritual es un proceso y tiene un carácter vital transitorio, es un descubrimiento del romanticismo y representa su contribución más importante a la filosofía del presente.
Es un hecho bien conocido que el «sentido histórico» no sólo era despierto y activo en el prerromanticismo, sino que operó como fuerza motriz en el desarrollo de la época. Sabemos que la Ilustración produjo no sólo historiadores como Montesquieu, Hume, Gibbon, Vico, Winckelmann y Herder, y acentuó el origen histórico de los valores culturales frente a su explicación por la revelación, sino que tenía ya una idea de la relatividad de esos valores. De cualquier manera, en la estética del momento era ya una idea corriente el que había varios tipos equivalentes de belleza, que los conceptos de belleza eran tan distintos como las condiciones físicas de vida, y que «un dios chino tiene un vientre tan grueso como un mandarín»[175]. Pero a pesar de estas consideraciones, la filosofía de la historia de la Ilustración se basa en la idea de que la historia revela el despliegue de una razón inmutable y de que la evolución se dirige hacia una meta discernible de antemano. El carácter ahistórico del siglo XVIII no se expresa, pues, en que no tuviera ningún interés por el pasado y en que desconociera el carácter histórico de la cultura humana, sino en que desconoció la naturaleza del desarrollo histórico y lo concibió como una continuidad rectilínea[176]. Friedrich Schlegel fue el primero en reconocer que las relaciones históricas no son de naturaleza lógica, y Novalis fue el primero en resaltar que «la filosofía es fundamentalmente antihistórica». Ante todo, el reconocimiento de que hay una especie de destino histórico y de que «nosotros somos precisamente lo que somos porque tenemos detrás un determinado curso vital» es una conquista del romanticismo. Una ideología de esta clase, y el historicismo que refleja, eran totalmente ajenos a la Ilustración. La idea de que la naturaleza del espíritu humano, de las instituciones políticas, del derecho, del lenguaje, de la religión y del arte son comprensibles sólo desde su historia, y de que la vida histórica representa la esfera en que estas estructuras se encarnan de forma más inmediata, más pura y más esencial, hubiera sido sencillamente inconcebible antes del romanticismo. Pero adonde conduce este historicismo se ve quizá del modo más claro en la formulación paradójicamente exagerada que Ortega y Gasset le dio: «El hombre no tiene naturaleza, sino que tiene… historia…»[177] Esto, a primera vista, no suena alentador; sin embargo, nos encontramos también ahora, como en todo el romanticismo, con una postura equívoca que está entre el optimismo y el pesimismo, entre el activismo y el fatalismo, y que puede ser reivindicada por ambas partes.
Con el arte hermenéutico del romanticismo, con su visión para las afinidades históricas y su sensibilidad para con lo problemático y lo discutible en la historia, sin embargo, hemos heredado también su misticismo histórico, su personificación y mitologización de las fuerzas históricas; en otras palabras, la idea de que los fenómenos históricos no son sino funciones, manifestaciones y encarnaciones de principios independientes. Este modo de pensar ha sido llamado de manera muy clara y expresiva «lógica emanatista»[178], y con ello se ha aludido no sólo a la concepción abstracta de la historia, sino al mismo tiempo a la metafísica con frecuencia inconsciente que semejante método implica. La historia aparece según esta lógica como una esfera dominada por fuerzas anónimas, como un sustrato de ideas más elevadas, las cuales en los fenómenos históricos individuales se expresan sólo de manera imperfecta. Y esta metafísica platónica encuentra expresión no sólo en las teorías románticas, pasadas de moda ya, del espíritu popular, la épica popular, las literaturas nacionales y el arte cristiano, sino también todavía en el concepto de la «intención artística» (Kunstwollen). Pues incluso Riegl está todavía bajo el hechizo del misticismo conceptual y la neumática concepción de la historia propios del romanticismo. Él se imagina la intención artística de una época como si se tratara de una persona operante que pusiera en vigencia sus intenciones luchando frecuentemente contra la oposición más cerrada, y se impusiera a veces sin saberlo, incluso contra la voluntad de sus propios mantenedores. Considera los grandes estilos históricos como individuos independientes, no permutables y no comparables, que viven o mueren, decaen y son sustituidos por otros estilos. La concepción de la historia del arte como la contigüidad y sucesión de tales fenómenos estilísticos que han de ser juzgados con arreglo a su propia medida y tienen su valor en su individualidad, es en cierto aspecto el ejemplo más puro de la concepción romántica de la historia con su personificación de las fuerzas históricas.
En realidad, las creaciones más significativas y extensas del espíritu humano casi nunca representan el resultado de una evolución rectilínea y dirigida de antemano a una meta fija. Ni la épica homérica y la tragedia ática, ni el estilo arquitectónico gótico y el arte de Shakespeare constituyen la realización de un propósito artístico uniforme y unívoco, sino que son la consecuencia casual de necesidades especiales, condicionadas por el tiempo y el espacio, y de toda una serie de medios dados, a menudo extrínsecos e inadecuados. Son, en otras palabras, el producto de graduales innovaciones técnicas, que con la misma frecuencia se acercan o se desvían de la meta originariamente prevista; constituye el resultado de efímeros motivos ocasionales, repentinos caprichos y experiencias personales, que muchas veces no tienen absolutamente ninguna relación con la tarea propiamente artística. La teoría de la «intención artística» coloca hipostáticamente como idea guía el resultado final de este desarrollo totalmente heterogéneo y nada uniforme. Pero también la doctrina de la «historia del arte sin nombre» es, precisamente porque excluye las personalidades reales como factores influyentes en el desarrollo, sólo una forma de esta hipóstasis que personifica las fuerzas históricas. La historia del desarrollo del arte adquiere a través de ella el carácter de un proceso que sigue sus propios principios vitales internos y tolera el triunfo de personalidades artísticas independientes tan escasamente como un cuerpo animal toleraría la emancipación de cada uno de sus órganos. Si se quiere, finalmente, asegurar con el materialismo histórico simplemente que en las estructuras históricas no se expresa más que la peculiaridad de los medios de producción propios del momento, y que la realidad económica tiene en la historia un predominio tan absoluto más o menos como la «intención artística» o la «inmanente ley de la forma» según la interpretación idealista de los románticos, de Riegl y Wölfflin, se romantiza y simplifica más aún un proceso histórico que es en realidad mucho más complejo, y se hace de la concepción materialista de la historia una mera variante de la lógica emanatista de la historia.
El sentido auténtico del materialismo histórico y al mismo tiempo el progreso más significativo de la filosofía de la historia desde el romanticismo consiste más bien en el descubrimiento de que el desarrollo histórico tiene su origen no en principios formales, ideas y entidades, no en sustancias que se desarrollan y engendran en el curso de la historia simplemente «modificaciones» de su esencia fundamentalmente ahistórica, sino de que el desarrollo representa un proceso dialéctico en el que todo factor está en estado de movimiento y sujeto a un constante cambio de significación, en el que no hay nada estático, nada que tenga valor intemporal, pero tampoco nada unilateralmente activo, sino que la totalidad de los factores, materiales y espirituales, económicos o ideales, están ligados en una indisoluble interdependencia, y de que nosotros no podemos en lo más mínimo retroceder en el tiempo a ningún punto en el que la situación históricamente definible no haya sido ya el resultado de esta acción recíproca. Incluso la economía más primitiva es ya economía organizada, lo cual, sin embargo, no modifica en nada el hecho de que en su análisis hayamos de partir de las condiciones previas materiales, las cuales, en contraste con las formas de organización intelectual, son independientes y comprensibles en sí mismas.
El historicismo, que estaba ligado con una nueva orientación de la cultura, expresaba el resultado de profundos cambios existenciales y correspondía a una revolución que estremecía la sociedad en sus fundamentos. La revolución política había abolido las antiguas barreras entre las clases, y la revolución económica había intensificado la movilidad de la vida hasta un grado inconcebible anteriormente. El romanticismo era la ideología de la nueva sociedad y expresaba la concepción del mundo de una generación que no creía ya en ningún valor absoluto, que no quería creer ya en ningún valor sin acordarse de su relatividad y de su determinación histórica. Veía todas las cosas ligadas a premisas históricas porque había experimentado, como parte de su destino personal, la decadencia de la cultura antigua y la aparición de la nueva. La conciencia romántica de la historicidad de toda la vida social era tan profunda que incluso las clases conservadoras, cuando querían fundamentar sus privilegios, sólo podían aducir ya argumentos históricos, y apoyaban sus exigencias en la longevidad de éstos y en su enraizamiento en la cultura histórica de la nación. Pero la concepción histórica del mundo no fue en modo alguno creación del conservadurismo, como se ha afirmado repetidamente; las clases conservadoras se la apropiaron simplemente y la desarrollaron en una dirección especial, opuesta a su sentido originario. La burguesía progresista descubrió en el origen histórico de las instituciones sociales un argumento contra su valor absoluto; las clases conservadoras, por el contrario, que no podían apoyarse para el establecimiento de sus privilegios en otra cosa que en sus «derechos históricos», en su antigüedad y en su prioridad, dieron al historicismo un nuevo sentido: disimularon la antítesis entre historicidad y validez supratemporal, pero crearon un antagonismo entre el acaecer histórico y el crecimiento progresivo, por una parte, y el acto de volición espontáneo, racional y reformador, por otra. La antítesis ahora no era entre tiempo y atemporalidad, entre historia y ser absoluto, ley positiva y ley natural, sino entre «desarrollo orgánico» y capricho individual.
La historia se convierte en el refugio de todos los elementos sociales desavenidos con su propio tiempo, amenazados en su existencia espiritual o material; en refugio, sobre todo, de la intelectualidad que no sólo en Alemania, sino también en los países de Europa occidental se siente defraudada en sus esperanzas y burlada en sus derechos. La falta de influencia sobre el desarrollo político, que había sido hasta ahora el destino de la intelectualidad alemana, se convierte en el destino de la intelectualidad de toda Europa occidental. La Revolución y la Ilustración habían alentado al individuo con exageradas esperanzas; parecían garantizarle el dominio ilimitado de la razón y la autoridad absoluta de escritores y pensadores. En el siglo XVIII los escritores eran los guías intelectuales de Occidente; eran el elemento dinámico que estaba detrás del movimiento reformador, representaban el ideal de personalidad por el que se guiaban las clases progresistas. Pero todo esto cambió con las consecuencias de la Revolución. Ésta les hizo responsables tan pronto de haber ido demasiado lejos como de haberse quedado demasiado atrás con respecto a las innovaciones, y no pudieron mantener su prestigio en aquel período de estancamiento y eclipse de las mentes. Tampoco disfrutaron de la satisfacción de los «filósofos» del siglo XVIII, cuando estuvieron de acuerdo con la reacción y la sirvieron lealmente. La mayoría de ellos se vieron condenados a carecer en absoluto de influencia y se sintieron completamente superfluos. Se refugiaron en el pasado, que convirtieron en el lugar donde se cumplían todos sus deseos y todos sus sueños, y excluyeron de él toda tensión entre idea y realidad, yo y mundo, individuo y sociedad.
«El romanticismo tiene sus raíces en el tormento del mundo, y así se encontrará un pueblo tanto más romántico y elegiaco cuanto más aciagas sean sus condiciones», dice un crítico liberal del romanticismo alemán[179]. Los alemanes eran probablemente el pueblo más desgraciado de Europa; sin embargo, inmediatamente después de la Revolución ningún pueblo de Europa —o al menos la intelectualidad de ningún pueblo— se sintió ya cómodo y seguro en su propio país. El sentimiento de la carencia de patria y de la soledad se convierte en la experiencia definitiva de la nueva generación; toda su concepción del mundo era dependiente de ello y siguió siéndolo. Este sentimiento asumió innumerables formas y encontró expresión en una serie de intentos de fuga de los que el volverse al pasado fue sólo el más característico. La fuga hacia la utopía y los cuentos, hacia lo inconsciente y lo fantástico, hacia lo lúgubre y lo secreto, hacia la niñez y la naturaleza, hacia el sueño y la locura, era una mera forma encubierta y más o menos sublimada del mismo sentimiento, del mismo anhelo de irresponsabilidad e impasibilidad, un intento de huida de aquel caos y aquella anarquía contra los que el clasicismo de los siglos XVII y XVIII luchó tan pronto con furia y recelo como con gracia y agudeza, pero siempre con la misma decisión. El clasicismo se sintió señor de la realidad; había consentido en ser dominado por otros porque él se dominaba a sí mismo y creía que la vida podía ser gobernada. El romanticismo, por el contrario, no reconocía ningún vínculo externo, era incapaz de obligarse a sí mismo, y se sentía expuesto indefenso a la prepotente realidad; de aquí su desprecio y su deificación simultánea de la realidad. La violaba, o se entregaba a ella ciegamente y sin resistencia, pero nunca se sentía igual a ella.
Cuantas veces describen los románticos la peculiaridad de su sentido del arte y del mundo, se desliza en sus frases la palabra nostalgia o la idea de la carencia de patria. Novalis define la filosofía como «nostalgia», como «el afán de estar en el hogar en todas partes», y los cuentos como un sueño «de aquella tierra natal que está en todas partes y en ninguna». Él elogia en Schiller «lo que no es de esta tierra», y Schiller, por su parte, llama a los románticos «desterrados que languidecen por su patria». Por esto hablan tanto del caminar, del caminar sin meta ni fin, y de la «flor azul» que es inasequible y tiene que seguir siendo inaccesible, de la soledad que se busca y se evita, y de la infinitud que lo es todo y no es nada. «Mon coeur désire tout, il veut tout, il contient tout. Que mettre à la place de cet infini qu’exige ma pensée…?», se dice en Obermann, de Senancour. Pero es evidente que este tout no contiene nada y que este infini no se encuentra en ninguna parte. Nostalgia y dolor por lo lejano son los sentimientos por los que los románticos son desgarrados en todas direcciones. Echan de menos la cercanía y sufren por su aislamiento de los hombres, pero al mismo tiempo los evitan y buscan con diligencia la lejanía y lo desconocido. Sufren por su extrañamiento del mundo, pero aceptan y quieren este extrañamiento. Por ello define Novalis la poesía romántica como «el arte de mostrarse ajeno de manera atractiva, el arte de alejar un objeto y, sin embargo, hacerlo conocido y atractivo», y afirma que todo se vuelve romántico y poético «si se pone en la lejanía», que todo puede ser romantizado «si se da a lo ordinario un aspecto misterioso, a lo conocido la dignidad de lo desconocido y a lo finito una significación infinita».
La «dignidad de lo desconocido»: ¿qué persona razonable hubiera hablado una generación antes e incluso unos años antes de semejante desatino? Se hablaba de la dignidad de la razón, del conocimiento, del saludable sentido común, del inteligente y sobrio sentido de los hechos concretos; pero de la «dignidad de lo desconocido», ¿a quién se le hubiera ocurrido algo semejante? Se quería vencer lo desconocido y hacerlo inofensivo. Ensalzarlo y hacerlo superior al hombre hubiera sido suicidio intelectual y autodestrucción. Novalis da aquí no sólo una definición de lo romántico, sino también una receta para «romantizar», pues al romántico no le basta con ser romántico, sino que hace del romanticismo un propósito y un programa de vida. Quiere no sólo representar la vida de manera romántica, sino adaptarla al arte y mecerse en la ilusión de una existencia estética utópica. Pero esta romantización significa ante todo simplificar y uniformar la vida, liberarla de la torturante dialéctica de toda esencia histórica, excluir de ella todas las contradicciones insolubles y mitigar las oposiciones racionales que enfrentan a los sueños ilusos y a las fantasías románticas. Toda obra de arte es una visión ensoñada y una leyenda de la realidad, todo arte coloca una utopía en el lugar de la existencia real, pero en el romanticismo el carácter utópico del arte se expresa de manera más pura e inquebrantable que en parte alguna.
El concepto de la «ironía romántica» se basa fundamentalmente en su idea de que el arte no es otra cosa que autosugestión e ilusión, y de que nosotros somos siempre conscientes de lo ficticio de sus representaciones. La definición del arte como «autoengaño consciente»[180] procede del romanticismo y de ideas como la «suspensión voluntaria de la incredulidad», de Coleridge[181]. La «conciencia» y el «carácter deliberado» de esta actitud eran todavía, sin embargo, un rasgo del racionalismo clasicista que el romanticismo abandona con el tiempo, sustituyéndolo por la ilusión inconsciente, por la anestesia y la embriaguez de los sentidos y por la renuncia a la ironía y la crítica. El efecto del cine ha sido comparado con el del alcohol y el opio, y la multitud que sale vacilante de la sala en la noche oscura ha sido calificada de borracha y anestesiada, que no puede ni quiere darse cuenta de la situación en que se encuentra. Pero este efecto no es privativo del cine; tiene su origen en el arte romántico. También el clasicismo quiere ser sugestivo y despertar en el lector o contemplador sentimientos e ilusiones. ¿Qué arte no lo ha querido también? Sin embargo, las representaciones del clasicismo tienen siempre el carácter de un ejemplo instructivo, de una analogía interesante y de un símbolo pleno de referencias. No se reacciona ante él con lágrimas, éxtasis y desmayos, sino con reflexiones, consideraciones y una comprensión más profunda de los hombres y su destino.
El período posrevolucionario fue una época de decepción general. Para todos aquellos que estaban ligados a las ideas revolucionarias sólo de manera superficial, esta desilusión comenzó con la Convención; para los auténticos revolucionarios, con el 9 Termidor. Para los primeros se hizo odioso paulatinamente todo lo que les recordaba la Revolución; para los últimos, cada etapa del desarrollo les confirmaba la traición de sus antiguos aliados. Pero era un doloroso despertar también para aquellos que habían sufrido el sueño de la Revolución desde el principio como una pesadilla. A todos les parecía que el presente se había vuelto insípido y vacío. La intelectualidad se aisló cada vez más del resto de la sociedad y los elementos intelectualmente productores vivían ya su propia vida. Se desarrolló el concepto del filisteo y del «burgués» en contraste con el «ciudadano», y lo curioso de esta situación sin precedentes es que artistas y escritores estaban llenos de odio contra la misma clase a la que debían su existencia material e intelectual.
Pues el romanticismo era, en efecto, un movimiento esencialmente burgués, e incluso era el movimiento burgués por excelencia: era la tendencia que había roto definitivamente con los convencionalismos del clasicismo, de la artificiosidad y la retórica cortesanas aristocráticas, del estilo elevado y el lenguaje refinado. El arte de la Ilustración, a pesar de su sentimiento revolucionario, estaba todavía basado en el gusto aristocrático del clasicismo. No sólo Voltaire y Pope, sino también Prévost, Marivaux, Swift y Sterne estaban más cerca del siglo XVII que del XIX. El arte romántico fue el primero en ser un «documento humano», una confesión a gritos, una herida abierta y desnuda. Cuando la literatura de la Ilustración ensalza al burgués, lo hace siempre en un tono más o menos polémico contra las clases superiores; el romanticismo es el primero en tomar al burgués por medida natural del hombre. El hecho de que tantos de los representantes del romanticismo sean de noble ascendencia modifica tan poco el carácter burgués del movimiento como la hostilidad al filisteísmo que lleva en su programa. Novalis, Kleist, Von Arnim, Von Einchendorff y Von Chamisso, el vizconde de Chateaubriand, Lamartine, Vigny, Musset, De Bonald, De Maistre y Lamennais, lord Byron y Shelley, Leopardi y Manzoni, Pushkin y Lermontov pertenecen a nobles familias y defienden en cierto aspecto gustos aristocráticos, pero la literatura estaba destinada desde el Renacimiento exclusivamente al mercado libre, es decir a un público burgués. Se podía persuadir a veces a este público de opiniones que iban contra sus verdaderos intereses, pero no se le podía ya presentar el mundo con el estilo impersonal y las formas intelectuales abstractas del siglo XVIII. La peculiaridad de la imagen del mundo que era verdaderamente adecuada a él se expresaba, mejor que en modo alguno, en aquella idea de la autonomía del espíritu y de la inmanencia de las esferas individuales de cultura que había predominado desde Kant en la filosofía alemana y que hubiera sido inconcebible sin la emancipación de la burguesía[182]. Hasta el romanticismo, el concepto de cultura dependía de la idea del papel subordinado que desempeña la mente humana; tanto si la visión del mundo en el momento era ascética y religiosa como si era secular y heroica o aristocrática y absolutista, la mente tenía siempre sólo el valor de medio para un fin y nunca pareció buscar metas propias e inmanentes. Sólo después de la disolución de los antiguos lazos, después de la desaparición del sentimiento de la nulidad absoluta de la mente respecto del orden divino y de la nulidad relativa frente a la jerarquía eclesiástica y secular, es decir después de que el individuo quedó referido a sí mismo, se hizo concebible la idea de la autonomía intelectual. Esta concepción correspondía a las ideas del liberalismo económico y político y se mantuvo en vigor hasta que el socialismo creó la idea de una nueva obligación y el materialismo histórico abolió la autonomía del intelecto. En consecuencia, esta autonomía, lo mismo que el individualismo del romanticismo, fue la consecuencia y no el origen del conflicto que estremeció a la sociedad del siglo XVIII. En realidad, ninguna de las dos ideas era nueva, pero ahora, por primera vez, ocurría que se incitaba al individuo a la rebelión contra la sociedad y contra todo lo que se interponía entre él y su felicidad[183].
El romanticismo llevó al extremo su individualismo como compensación del materialismo del mundo, y como protección contra la hostilidad de la burguesía y el filisteísmo hacia las cuestiones del intelecto. Quería, como pretendió hacerlo ya el prerromanticismo, crearse con su esteticismo una esfera que estuviera aislada del mundo y en la que pudiera gobernar sin restricciones. El clasicismo basaba el concepto de belleza en el de verdad, esto es, en una medida universalmente humana que dominara toda la existencia. Pero Musset invirtió las palabras de Boileau y proclamaba: «Rien n’est vrai que le beau.» Los románticos juzgaban la vida con los criterios del arte porque con esto querían elevarse a una especie de casta sacerdotal superior al resto de los hombres. Pero también en su relación con el arte se expresaba la actitud ambigua que dominaba toda su concepción del mundo. La problemática de Goethe acerca de la naturaleza del artista continuaba en el romanticismo atormentándolos; el arte era considerado por un lado como órgano de «visión intelectual», de exaltación religiosa y de revelación divina, pero por otro lado se ponía en tela de juicio su valor en la vida diaria. «El arte es un fruto tentador y prohibido —decía ya Wackenroder—; quien una vez ha gustado su jugo más íntimo y dulce está irremisiblemente perdido para el mundo activo y viviente. Se hunde cada vez más en el rincón de su propio placer…» Y «es tal el veneno del arte que el artista se convierte en un actor que considera la totalidad de la vida como un papel, su escenario como el modelo y el núcleo, y la vida real como la cáscara, como una miserable imitación remendada»[184]. El «sistema de identidad» de Schelling era, igualmente, sólo un intento de equilibrar esta contradicción, lo mismo que el mensaje de Keats: «Belleza es verdad, verdad es belleza.» A pesar de ello, el esteticismo sigue siendo el rasgo característico de la concepción romántica del mundo, y la síntesis de Heine de clasicismo y romanticismo como «período artístico» (Kunstperiode) de la literatura alemana es completamente exacta.
A los románticos no hay nada que se les ofrezca libre de conflicto. En todas sus manifestaciones se refleja la problemática de su situación histórica y el desgarramiento de sus sentimientos. La vida moral de la humanidad ha vivido desde siempre en conflictos y luchas, por diferenciada que haya sido la vida social del hombre y por frecuentes y violentos que fueran los choques entre yo y mundo, instinto y razón, pasado y presente. Pero en el romanticismo estos conflictos se convierten en la forma esencial de la conciencia. Vida e intelecto, naturaleza y cultura, historia y eternidad, soledad y sociedad, revolución y tradición ya no aparecen meramente como correlatos lógicos o como alternativas morales entre las que hay que elegir, sino como posibilidades que se intenta realizar a un mismo tiempo. Sin embargo, no están contrapuestas dialécticamente, no se busca una síntesis que pueda expresar su interdependencia, sino que son simplemente experimentadas y desarrolladas ambas a la par. Ni el idealismo y el espiritualismo, ni el irracionalismo y el individualismo dominan sin oposición; más bien se alternan con una tendencia igualmente fuerte al naturalismo y al colectivismo. La espontaneidad y la consistencia de las actitudes filosóficas han cesado; ahora ya sólo hay posiciones reflexivas, críticas y problemáticas, la antítesis de las cuales está siempre presente y es realizable. El intelecto humano ha perdido también aquellos últimos restos de espontaneidad que le eran propios todavía en el siglo XVIII. La íntima discordia y la ambigüedad de sus relaciones espirituales van tan allá que se ha dicho, con razón, que los románticos, o al menos los primeros románticos alemanes, se esforzaban en apartar de sí precisamente «lo romántico»[185] Friedrich Schlegel y Novalis, al menos, buscaban superar en sí todo sentimentalismo y basar su concepción del mundo en algo sólido y universalmente válido, a pesar de su propia subjetividad y su sensibilidad. Esta fue, en efecto, la gran diferencia básica precisamente entre el prerromanticismo y el romanticismo: que el sentimentalismo del siglo XVIII es sustituido por una sensibilidad acrecida, por una «irritabilidad del sentimiento», y que, aunque se derraman todavía lágrimas suficientes, las reacciones emocionales comienzan a perder su valor moral y a descender a estratos culturales cada vez más bajos.
En nada se refleja el desgarramiento del alma romántica tan directa y expresivamente como en la figura de «el otro yo», que está siempre presente en el pensamiento romántico y aparece a lo largo de toda su literatura en innumerables formas y variantes. El origen de esta imagen convertida en idea obsesiva es inequívoco: es el impulso irresistible a la introspección, la autoobservación maniática y la necesidad de considerarse a sí mismo constantemente como un desconocido, un extraño, un forastero incómodo. Tampoco La idea del «otro yo» es, naturalmente, otra cosa que un intento de fuga, y expresa la incapacidad del romanticismo para contentarse con su propia situación histórica y social. El romántico se arroja de cabeza en el autodesdoblamiento como se arroja en todo lo oscuro y ambiguo, en el caos y en el éxtasis, en lo demoníaco y en lo dionisíaco, y busca en ello simplemente un refugio contra la realidad, que es incapaz de dominar por medios racionales. En la fuga de esta realidad encuentra lo inconsciente, lo oculto a la razón, la fuente de sus sueños ilusos y de las soluciones irracionales para sus problemas. Descubre que «en su pecho habitan dos almas», que en su interior algo que no es él mismo siente y piensa, que lleva su demonio y su juez; en suma, descubre los hechos básicos del psicoanálisis. Lo irracional tiene para él la ventaja infinita de no estar sujeto a dominio consciente, y por eso ensalza los instintos oscuros e inconscientes, los estados anímicos de ensueño y éxtasis, y busca en ellos la satisfacción que no puede darle el intelecto seco, frío y crítico.
«La sensibilité n’est guère la qualité d’un grand génie… Ce n’est pas son coeur, c’est sa tête qui fait tout», dice todavía Diderot[186]. Ahora, por el contrario, todo se espera del «salto mortal» de la razón; de aquí la fe en las experiencias directas y en la disposición de ánimo, de aquí el abandono al momento, de aquí aquella adoración de lo casual de que habla Novalis. Cuanto más impenetrable sea el caos, tanto más brillante se espera que sea la estrella que surgirá de él. De aquí el culto de todo lo misterioso y lo nocturno, de lo raro y lo grotesco, lo horrible y lo fantasmal, lo diabólico y lo macabro, lo patológico y lo perverso. Si se califica al romanticismo de «poesía de hospital», como hizo Goethe, se comete ciertamente una gran injusticia, pero una injusticia muy expresiva, aunque no se piense precisamente en Novalis y en sus aforismos de que la vida es una enfermedad de la mente y que son las enfermedades lo que distingue a los hombres de los animales y las plantas. También la enfermedad, naturalmente, no es otra cosa que una fuga del dominio racional de los problemas de la vida, y el estar enfermo, sólo un pretexto para sustraerse de los deberes de la vida diaria. Si se afirma que los románticos estaban «enfermos», no se dice mucho; sin embargo, la afirmación de que la filosofía de la enfermedad representó un elemento esencial de su concepción del mundo declara algo más. La enfermedad suponía para ellos la negación de lo ordinario, normal y razonable, y contenía el dualismo de vida y muerte, naturaleza y no naturaleza, continuación y disolución, que dominaba toda su imagen del mundo. Ella significaba la depreciación de todo lo unívoco y permanente y correspondía a la repulsión romántica de toda limitación y toda forma sólida y definitiva.
Sabemos que Goethe hablaba ya de una falsedad y una inadecuación de las formas, y cuando volvemos sobre sus palabras comprendemos que fue por ello por lo que los franceses le incluyeron desde siempre entre los románticos. Pero Goethe sentía como falsas las formas limitadas del arte sólo cuando las comparaba con la riqueza concreta de la vida; los románticos, por el contrario, consideraban todo lo unívoco y definido como algo menos valioso que la posibilidad abierta y no consumada aún, a la que atribuían las características del desarrollo infinito, del movimiento eterno, de la dinámica y la fecundidad de la vida. Toda forma sólida, todo pensamiento inequívoco, toda palabra pronunciada, les parecían muertos y falaces; por esto se inclinaban, a pesar de su esteticismo, a la depreciación de la obra de arte como forma dominada y autosuficiente. Su excentricidad y su arbitrariedad, sus mezclas y combinaciones de las artes, la naturaleza improvisada y fragmentaria de su modo de expresión eran sólo síntomas de este sentido dinámico de la vida al que debían toda su genialidad, su sensibilidad realzada y su clarividencia histórica. Desde la Revolución, el individuo había perdido todo apoyo externo; dependía de sí mismo, tenía que buscar puntos de apoyo dentro de sí y se convirtió en un objeto infinitamente importante e infinitamente interesante para sí mismo. Sustituyó la experiencia del mundo por la autoexperiencia, y finalmente sintió que la actividad espiritual, la corriente de pensamientos y sentimientos y el paso de un estado anímico a otro eran más reales que la realidad exterior. Consideraba el mundo simplemente como materia prima y sustrato de la propia experiencia, y lo utilizaba como pretexto para hablar de sí mismo. «Todos los accidentes de nuestra vida —pensaba Novalis— son materiales de los que podemos hacer lo que queramos; todas las cosas son eslabones de una cadena infinita.» Con esto se despreciaba tanto el principio como el fin de la vivencia, el contenido como la forma de la obra de arte acabada. El mundo se convierte en mera ocasión para el movimiento espiritual, y el arte en recipiente accidental en el que el contenido de la experiencia adquiere forma por un momento. En otras palabras, surge la manera de pensar que ha sido llamada «ocasionalismo» del romanticismo[187], la visión que descompone la realidad en una serie de ocasiones insustanciales, intrínsecamente indeterminadas, en meros estímulos para la creación intelectual, en situaciones que aparentemente existen sólo para que el sujeto pueda asegurarse de su propia existencia y de su propia sustancialidad. Cuanto más indefinidos, iridiscentes, atmosféricos y «musicales» son estos estímulos, tanto más vigorosa es la vibración del sujeto que los experimenta; y cuanto más inaprensible, inconstante e insustancial parece el mundo, tanto más fuerte, libre y autónomo se sentirá en su valor el yo que lucha por alcanzar validez propia. Sólo en una situación histórica en la que el individuo estaba ya libre y dependía sólo de sí mismo, pero se sentía amenazado y en peligro, podía surgir semejante actitud. El subjetivismo ostentoso y el afán incontenible de ampliación de lo espiritual, el lirismo del nuevo arte, lirismo siempre insatisfecho y que se desborda a sí mismo, pueden explicarse sólo a partir de este sentimiento escindido del yo. No se puede comprender el romanticismo si no se parte para su explicación de esta discordia y esta supercompensación que caracterizan al individuo emancipado y desilusionado del período posrevolucionario.
La evolución política del romanticismo en Alemania desde el liberalismo al monarquismo conservador, la evolución en Francia en dirección opuesta, y el desarrollo en Inglaterra hacia una forma probablemente más complicada, vacilante entre Revolución y Restauración, pero correspondiente en general al sentido de la evolución francesa, fueron posibles sólo porque el romanticismo tenía también con la Revolución una relación ambigua y estaba preparado en cualquier momento para cambiar su actitud primera. El clasicismo alemán simpatizó con las ideas de la Revolución francesa, y esta inclinación se hizo más profunda en el romanticismo alemán, que, como advirtieron ya Haym y Dilthey, no fue nunca apolítico[188]. Pero sólo durante las guerras napoleónicas consiguieron las clases dominantes ganar a los románticos para la reacción. Hasta la invasión de Alemania por Napoleón, las fuerzas conservadoras se sintieron completamente seguras y eran a su manera «ilustradas» y tolerantes; pero ahora, cuando con el victorioso ejército francés amenazaban difundirse al mismo tiempo los logros de la Revolución francesa, se dedicaron a someter todo liberalismo y combatieron en Napoleón ante todo al exponente de la Revolución. La gente realmente progresista y de ideas independientes, como Goethe, no se dejaron, naturalmente, engañar por la propaganda antinapoleónica; pero constituían dentro de la burguesía y la intelectualidad una minoría en desaparición. El espíritu revolucionario tuvo siempre en Alemania carácter distinto del de Francia. El entusiasmo de los poetas alemanes por la Revolución era una actitud abstracta, deformadora de la realidad, que correspondía a los auténticos sucesos tan escasamente como la distraída tolerancia de las clases dominantes. Los poetas se imaginaron la Revolución como una gran discusión filosófica, y los detentadores del poder la consideraron, a su vez, como una comedia que, en su opinión, nunca podría convertirse en realidad en Alemania. Esta incomprensión explica el cambio completo que sufrió la nación entera a partir de las guerras de liberación. El cambio de opinión de Fichte, republicano y racionalista, que de repente ve el período de la Revolución como la época de la «absoluta pecaminosidad», es extremadamente típico. La romantización inicial de la Revolución tiene ahora como consecuencia la más vigorosa repulsa y da por resultado la identificación del romanticismo con la Restauración. Cuando el movimiento romántico alcanza en Occidente su fase auténticamente revolucionaria y creadora, no había ya en Alemania un solo romántico que no se hubiera pasado al campo conservador y legitimista[189].
El romanticismo francés, que era en sus inicios una «literatura de emigrados»[190], siguió siendo hasta después de 1820 el portavoz de la Restauración. Hasta la segunda mitad del decenio 1820-1830 no evoluciona hacia un movimiento liberal que formula sus metas artísticas en analogía con la revolución política. En Inglaterra, lo mismo que en Alemania, el romanticismo es en sus principios prorrevolucionario, y hasta las luchas contra Napoleón no se vuelve conservador; sin embargo, después de los años de guerra realiza un nuevo viraje y vuelve a acercarse a sus primitivos ideales revolucionarios. Finalmente, tanto en Francia como en Alemania el romanticismo se vuelve contra la Restauración y la reacción, y, por cierto, de manera mucho menos inequívoca que la misma evolución política. Pues aunque la ideología liberal triunfa en apariencia en las constituciones e instituciones de Occidente, la Europa moderna, con su política económica capitalista, sus monarquías militaristas e imperialistas, sus sistemas administrativos centralistas y burocráticos, sus iglesias rehabilitadas y sus religiones oficiales, es en igual medida creación de la Restauración que de la Ilustración, y es igualmente justo ver en el siglo XIX un período de oposición al espíritu de la Revolución como al del triunfo de las ideas de libertad y progreso[191]. Si ya el Imperio napoleónico significó la disolución de los ideales individualistas de la Revolución, la victoria de los aliados sobre Napoleón, la Santa Alianza y la Restauración de los Borbones condujeron a la ruptura definitiva con el siglo XVIII y con la idea de basar el Estado y la sociedad en el individuo. Pero ya no podía ser desalojado de las formas de pensamiento y experiencia de la nueva generación el espíritu de individualismo; esto explica la contradicción entre la política antiliberal y las tendencias artísticas liberales de la época.
Para la Restauración, la aventura militar de Napoleón no era más que el equivalente del crimen político de 1789, y el Primer Imperio era simplemente la continuación de la ilegalidad y la anarquía. Los legitimistas consideraban toda la época revolucionario-napoleónica como una unidad, como la descomposición consecuente del orden antiguo, de la antigua jerarquía y de los antiguos derechos de propiedad. Y el Imperio, a pesar de sus tendencias reaccionarias, era aún más peligroso cuando parecía consolidar las conquistas de la Revolución y crear un nuevo estado de equilibrio. La Restauración significaba, frente a toda esta época revolucionaria, el principio de una nueva era. Salvaba lo que se podía salvar, y pretendía crear un equilibrio entre lo que podía ser restablecido de las viejas instituciones y lo que no podía ya ser modificado en las nuevas. También en este aspecto la Restauración era simplemente la continuación del período napoleónico; representaba igualmente un antagonismo entre los principios de la Revolución y las ideas del ancien régime, aunque con la diferencia de que Napoleón trató de conservar todo lo que era posible de las conquistas de la Revolución, mientras que la Restauración pretendía en todo lo posible considerar la Revolución como no hecha.
No se debe despreciar esta diferencia, aunque la Restauración en un principio trajera consigo cierto relajamiento del uso de la fuerza que fue necesaria tanto a la Revolución, en su existencia en perenne peligro, como al Imperio, siempre amenazado por la izquierda y por la derecha. Desde luego, no se trataba de un renacer de la libertad burguesa en contraste con la dictadura militar de Napoleón; era sólo una mera apariencia, debido a que ahora se perseguían, en vez de a personas, a grupos y clases en conjunto, y en el marco de este predominio clasista estaba relativamente garantizada la libertad legal. La Restauración podía permitirse el lujo de ser más tolerante que sus predecesores. La reacción había triunfado en toda Europa y las ideas liberales se habían vuelto inofensivas; los pueblos de Europa estaban cansados de empresas revolucionarias y guerras, y anhelaban el descanso. Se hizo posible un intercambio más libre de ideas que antes, y ya no era necesario colocar bajo sanción la observancia de ciertos criterios de gusto, si bien el fondo político de las distintas actitudes artísticas se advertía con gran claridad.
Los románticos se confesaron en Francia, en un principio, seguidores incondicionales del legitimismo y el clericalismo, mientras que la tradición clásica de la literatura está representada principalmente por los liberales. No todos los clásicos son liberales, pero todos los liberales son clásicos[192]. Probablemente no hay en toda la historia del arte otro ejemplo tan claro de que una posición política conservadora sea compatible directamente con una actitud artística progresista, e incluso de que conservadurismo y progresismo sean cosas irreductibles en una y otra esfera. Entre los liberales de sentimientos clasicistas y los románticos «ultras» no hay entendimiento posible, pero entre los legitimistas hay todo un grupo que cree en la concepción clasicista del arte, aunque, en contraste con los liberales, piensan no en el clasicismo del siglo XVIII, sino en el de la época de Luis XIV. Pero en la lucha contra el romanticismo, los clasicistas conservadores y liberales están completamente unidos; por esto rechaza la Academia a Lamartine a pesar de su conservadurismo. La Academia no representa ya el gusto dominante en el público literario; una gran parte de los lectores apoyan el romanticismo, y, por cierto, con un apasionamiento desconocido hasta ahora.
El éxito de El genio del cristianismo, de Chateaubriand, no tenía precedentes en una obra de su género, pero nunca, ni antes ni después, una pequeña colección de poemas líricos ha sido recibida con entusiasmo semejante al que provocó Meditaciones poéticas, de Lamartine. Después del largo estancamiento de la literatura comienza ahora una era animada y extremadamente productiva, rica en talentos no ordinarios y en obras de éxito. Es verdad que el público lector no es muy amplio, pero es un público con un interés apasionado por la literatura, entusiasmado y agradecido[193]. Se compran relativamente muchos libros, la prensa sigue los acontecimientos literarios con la mayor atención, los salones se abren de nuevo y festejan a los héroes intelectuales del día. Como consecuencia de la relativa libertad, se realiza una desintegración de los afanes literarios, y la cultura uniforme del grand siècle retrocede paulatinamente a una lejanía mítica. Ciertamente, había ya en el siglo XVII una lucha entre los «antiguos» y los «modernos», un antagonismo entre la tendencia académica de Le Brun y la concepción pictórica del arte propia de sus adversarios, y en el siglo XVIII existía un contraste más agudo todavía entre el rococó cortesano y el prerromanticismo burgués; pero durante todo el ancien régime predominó un gusto artístico uniforme en lo esencial, una ortodoxia cuyos adversarios habían sido considerados siempre como disidentes y secesionistas. No había, en una palabra, auténtica rivalidad de tendencias artísticas. Ahora, por el contrario, existen dos grupos igualmente fuertes, o que al menos disfrutan del mismo prestigio. Ninguna de las dos tendencias en competencia posee un carácter autoritario ni domina de manera exclusiva o preponderante la élite intelectual, e incluso después de la victoria del romanticismo no hay un «gusto romántico» tipo en el sentido en que había habido un gusto clasicista normativo. Nadie evita su influencia, pero no todo el mundo lo reconoce como perfecto, y, además, comienza una lucha contra este gusto en el campo de sus propios representantes de modo casi contemporáneo con su victoria. El antagonismo entre las tendencias estéticas es ahora un rasgo tan característico de la vida artística como la intolerancia del público para con los nuevos movimientos. La burguesía cree que hay mofa y desprecio en todo Lo que no le resulta comprensible, y finalmente rechaza por principio toda innovación. La línea divisoria entre la ortodoxia y la heterodoxia estéticas se desdibuja gradualmente, y la diferenciación pierde finalmente todo su significado. Pronto hay simplemente «partidos» literarios, y surge una especie de democracia de la vida literaria. La innovación sociológica del romanticismo es La politización del arte, y no sólo en el sentido de que artistas y escritores se adhieran a partidos políticos, sino en el de que desarrollan una política artística de partido. «Vous verrez qu’il faudra finir par avoir une opinion», dice melancólicamente un ecléctico de la época[194], y Balzac caracteriza la situación en Ilusiones perdidas de la siguiente manera: «Les royalistes sont romantiques, les libéraux classiques… Si vous êtes éclectiques vous n’aurez personne pour vous.» La necesidad de tomar partido en la gran controversia la veía Balzac con toda exactitud, pero la situación era un poco más complicada de como él la describía.
El representante más significativo de la «literatura de emigrados» es Chateaubriand. Con Rousseau y Byron, es una de las figuras de mayor influencia en la conformación del nuevo tipo romántico, y representa como tal en la literatura moderna un papel de importancia incomparablemente mayor al que le correspondería por el valor intrínseco de sus obras. Como su antecesor y su sucesor, es simplemente el exponente, no el creador ni el portador de un movimiento intelectual, y lo enriquece sólo con una nueva forma expresiva, pero no con un nuevo contenido de experiencia. Saint-Preux, de Rousseau, y Werther, de Goethe, fueron las primeras encarnaciones de la desilusión que se había apoderado de los hombres de la era romántica; René, de Chateaubriand, es la expresión de la desesperación hacia la que evoluciona esta desilusión. El sentimentalismo y la melancolía del prerromanticismo correspondían a la disposición de ánimo de la burguesía antes de la Revolución; el pesimismo y el tedio de la vida, de la literatura de emigrados, corresponden a los sentimientos de la aristocracia después de la Revolución. Estos sentimientos se convierten, apenas sucumbe Napoleón, en un fenómeno europeo general y expresan el sentido de la vida de todas las clases altas. Rousseau sabía todavía por qué no era feliz; sufría a causa de la cultura moderna y de la incapacidad de las formas sociales convencionales para satisfacer sus propias necesidades espirituales. Él se imaginaba una situación totalmente concreta, aunque irrealizable, en la que se hubiera curado de su mal. La melancolía de René, por el contrario, es indefinible e incurable. Para él, toda la existencia se ha vuelto absurda; siente un infinito y exaltado deseo de amor, de sociedad, un anhelo eterno de abarcarlo todo y ser abarcado por todo; pero sabe que este anhelo es irrealizable y que su alma seguiría insatisfecha aunque pudieran realizarse todos sus deseos. No hay nada que merezca ser deseado, y todo afán y toda lucha es inútil; lo único sensato es el suicidio. Y la separación absoluta del mundo interior y el exterior, de la poesía y la prosa de la vida, la soledad, el desprecio del mundo y la misantropía, la existencia irreal, abstracta y desesperadamente egoísta que guían la naturaleza romántica del nuevo siglo son ya suicidio.
Chateaubriand, Madame de Staël, Senancour, Constant y Nodier están todos con Rousseau y sienten una viva repulsión por Voltaire. Pero la mayoría de ellos se sienten opuestos sólo al racionalismo del siglo XVIII, no al del XVII. Partiendo de esta distinción consigue Chateaubriand combinar su visión progresista del arte con su conservadurismo político, su monarquismo y su clericalismo, su entusiasmo por el trono y el altar. Y sólo teniendo en cuenta que el romanticismo siente más fuertemente su conexión con el pasado más remoto que con el más cercano puede explicarse que Lamartine, Vigny y Hugo sigan siendo fieles al legitimismo tanto tiempo. Los primeros signos de un cambio en su visión política no son visibles hasta 1824 aproximadamente. Entonces surge la primera de las camarillas románticas (cénacles), el famoso círculo en torno a Charles Nodier en el Arsenal, y entonces también por primera vez se consolida el movimiento en algo así como una escuela.
El marco social en que se ha desarrollado la literatura francesa del siglo XVIII han sido los salones, esto es, las reuniones regulares de escritores, artistas y críticos con los miembros de las clases superiores en los hogares de la aristocracia y de la alta burguesía. Estos salones eran círculos cerrados en los que las costumbres del mundo elegante daban el tono y que, por muchas concesiones que hicieran al modo de vida de las notabilidades intelectuales, mantenían su carácter «social». Pero el influjo de los salones sobre la literatura, con todos los estímulos que dieron a los escritores, no fue directamente creador. Constituían un foro al que la mayoría se sometía sin contradicción, una escuela de buen gusto y un tribunal que decidía el destino de la moda literaria, pero en modo alguno un ambiente propicio en el que fuera posible la colaboración creadora de un grupo. Los cénacles de los románticos son, en contraste con los salones, círculos artísticos de amigos en los que el elemento «social» queda muy en segundo plano, sobre todo porque se forman siempre en torno a un artista y están mucho menos estrechamente cerrados que los salones más liberales. En ellos no sólo es bien recibido todo escritor, artista o crítico dispuesto a sumarse al movimiento, sino también todo simpatizante procedente del público. Es cierto que esta apertura y esta promiscuidad perjudican el carácter escolástico del movimiento; sin embargo, no le impiden en modo alguno el desarrollo de una concepción artística uniforme y de un programa artístico representativo.
A diferencia de las agrupaciones anteriores, el círculo en que ahora se desarrolla la vida literaria no es un salón sin un centro propio, como en la Francia del siglo XVIII, ni un club o un café, como en Inglaterra, sino un grupo que se reúne en torno a la persona de un escritor, en torno a una personalidad a la que el grupo considera su maestro, y cuya autoridad, aunque no siempre en los términos de una disciplina escolástica expresa, reconoce incondicionalmente. Ahora es la primera vez en la historia de la literatura moderna que la forma de escuela ejerce influencia decisiva en el curso de los acontecimientos. Ni el siglo XVII ni el XVIII conocen esta forma, aunque ella hubiera correspondido mejor al carácter normativo de la literatura clásica. El romanticismo, por el contrario, a pesar o quizá probablemente como consecuencia del valor problemático de sus principios artísticos, crea una escuela con una doctrina estrictamente formulable y enseñable. En la época del clasicismo, la totalidad de la literatura francesa formaba una gran escuela y en toda Francia dominaba un gusto uniforme; los disidentes y rebeldes representaban un grupo demasiado atomizado como para encontrarse en el marco de un programa común. Pero ahora, cuando la literatura francesa se ha convertido en campo de batalla de dos grandes partidos casi igualmente fuertes, cuando el ejemplo de la vida política induce a los escritores a la formulación de programas de partido y se despierta en ellos el deseo de tener un jefe, cuando, finalmente, las metas artísticas de la nueva tendencia son todavía tan poco claras y tan contradictorias que han de ser resumidas y codificadas, ha llegado la época de la fundación de las escuelas literarias.
En Francia, el romanticismo mostraba este carácter más vigorosamente que en Alemania, donde el ideal clásico no se había realizado nunca de manera tan pura, donde la idea clásica de la cultura seguía siendo en general válida también para el romanticismo, y la imagen clasicista del mundo tuvo siempre un carácter relativamente romántico. De cualquier modo, la fragmentación de la vida literaria en partidos fue menos aguda que en Francia, y como consecuencia de ello las agrupaciones de escritores en escuelas fueron también menos pronunciadas. En Inglaterra, donde la antítesis entre clasicismo y romanticismo había perdido su razón de ser desde la segunda mitad del siglo XVIII, porque, por decirlo así, no había sino literatura romántica, no se formó ninguna escuela literaria ni surgió tampoco ninguna personalidad que poseyera autoridad de maestro[195]. Naturalmente, los cénacles franceses tienen también con frecuencia simplemente el carácter de tertulias literarias que se mantienen unidas únicamente por su jerga común, y producen desde fuera la impresión de que se trata de una conspiración, y, desde dentro, de una celosa compañía de cómicos. A menudo parecen sólo sectas belicosas o acaloradas sociedades en debate, para las que la doctrina es más importante que la práctica, y el ser diferentes unos de otros, más interesante que la adaptación mutua. A pesar de todo, el romanticismo, tanto en Francia como en Alemania, está caracterizado por una profunda concepción de comunidad y una fuerte tendencia al colectivismo. Los románticos pasan su vida en un común filosofar, escribir, criticar y discutir, y encuentran el sentido más profundo de la vida en las relaciones de amor y amistad; fundan revistas, publican anuarios y antologías, dan lecturas y cursos, hacen propaganda de sí y de otros, y buscan, en una palabra, la unión, aunque este afán por la simbiosis no es más que el reverso de su individualismo y la compensación de su soledad y su desarraigo.
La cristalización del romanticismo francés en un grupo uniforme se realiza al mismo tiempo que la vuelta de la opinión pública hacia el liberalismo. Hacia 1824, el Globe comienza a sonar con nuevas notas, y ésta es también la fecha de las primeras reuniones reguladas en el Arsenal. Es cierto que los románticos más conocidos, sobre todo Lamartine y Hugo, son todavía partidarios del trono y la corona, pero el romanticismo, finalmente, deja de ser clerical y monárquico. El cambio auténtico no ocurre hasta 1827, cuando Victor Hugo escribe el famoso prólogo a su Cromwell y expone, palmaria y claramente, su postulado de que el romanticismo es el liberalismo de la literatura. Este año se pueden ver también en el Salón los cuadros de los pintores románticos relevantes por primera vez en gran número; junto a doce pinturas de Delacroix, se exhibían obras representativas de Devéria y Boulanger. El público se enfrenta con un amplio y compacto movimiento que parece abarcar toda la vida intelectual y significar la victoria definitiva del romanticismo. Este carácter universal corresponde también a la composición del nuevo cénacle en torno a Victor Hugo, que es considerado en lo sucesivo el maestro de la escuela romántica. Los escritores Deschamps, Vigny, Sainte-Beuve, Dumas, Musset y Balzac; los pintores Delacroix, Devéria y Boulanger; los grabadores Johannot, Gigoux, Nanteuil, y el escultor David d’Angers, se cuentan entre los huéspedes habituales de la calle Notre-Dame-des-Champs. En este círculo lee Hugo en 1829 sus dramas Marion Delorme y Hernani. Es cierto que el grupo se disuelve aquel mismo año, pero la escuela continúa. El movimiento, incluso, se concentra y se aclara, se hace más radical y más inequívoco. Del segundo cénacle, en casa de Nodier, que surge en 1829, desaparecen ya los elementos aún semiclásicos, mientras los artistas plásticos se convierten en miembros regulares del círculo. La unidad completa del movimiento, así como su tendencia antiburguesa, que gradualmente se va convirtiendo en dogma, se expresan del modo más agudo en el último cénacle, que se reúne en los estudios ocupados por Théophile Gautier, Gérard de Nerval y sus amigos de la calle de Doyenné. Esta colonia de artistas es, con su antifilisteísmo y su doctrina de «el arte por el arte», el vivero de la moderna bohemia.
El carácter bohemio que se acostumbra asociar con el romanticismo no fue en absoluto propio del movimiento desde sus comienzos. Desde Chateaubriand hasta Lamartine, el romanticismo francés estuvo representado casi exclusivamente por aristócratas, y aunque desde 1824 ya no se pronunciaba de modo unánime por la monarquía y la Iglesia, sin embargo siguió siendo más o menos aristocrático y clerical. Sólo muy lentamente la dirección del movimiento pasa a manos de plebeyos como Victor Hugo, Théophile Gautier y Alexandre Dumas, y hasta muy poco antes de la Revolución de Julio no modifican la mayoría de los románticos su actitud conservadora. Pero la aparición de elementos plebeyos es más bien un síntoma que la causa de la mutación política. En un principio, los escritores burgueses se adaptaban al conservadurismo de los aristócratas, mientras que ahora hasta los escritores nobles, como Chateaubriand y Lamartine, se pasan a la oposición. La limitación siempre creciente de los derechos personales bajo Carlos X, la clericalización de la vida pública, la introducción de la pena de muerte para la blasfemia, la disolución de la Guardia Nacional y de la Cámara y el Gobierno mediante decretos, no hacen más que acelerar la radicalización de la vida intelectual. Hacen simplemente más obvio lo que ya desde 1815 era evidente: que la Restauración significaba el fin de la Revolución.
Los intelectuales se han recuperado ahora finalmente de su apatía posrevolucionaria; este cambio de ánimo obligó a Carlos X a la adopción de medidas cada vez más reaccionarias si quería mantener la dirección de un gobierno que se apoyaba en elementos antirrevolucionarios. Los románticos, que paulatinamente se fueron dando cuenta de adonde conducía realmente la Restauración, reconocieron al mismo tiempo que la poderosa burguesía capitalista era el apoyo más firme del régimen, un apoyo más fuerte que la antigua aristocracia, en parte desposeída e incapaz de luchar. Todo su odio y todo su desprecio se volcaron ahora sobre la clase burguesa. El burgués, avaricioso, mezquino e hipócrita, se convierte en el enemigo principal, y en contraste con él, el artista, pobre, honrado, sincero, que lucha contra todo vínculo denigrante y contra toda mentira convencionalista, aparece como el ideal humano por excelencia. El alejamiento de la vida práctica, arraigada firmemente en lo social y ligada políticamente de manera inequívoca, alejamiento que desde el primer momento fue característico del romanticismo y se hizo perceptible en Alemania ya en el siglo XVIII, se convierte por todas partes en el rasgo predominante; también en los países occidentales se abre un abismo insalvable entre artista y público, entre arte y realidad social. Las groserías y las impertinencias de la bohemia, su ambición frecuentemente infantil de poner en un apuro a la burguesía desprevenida y de irritarla, su afán convulsivo de distinguirse de los hombres normales y adocenados, la peculiaridad de su atuendo, su peinado, su barba, el chaleco rojo de Gautier y la mascarada de sus amigos, tan sorprendente como la suya aunque no siempre tan chillona de colores, su lenguaje libre, fácil y paradójico, sus ideas exageradas, expuestas de modo agresivo, sus invectivas y sus indecencias, todo esto no es más que la demostración de su voluntad de separarse de la sociedad burguesa, o, más bien, de representar la separación ya consumada como voluntaria y grata.
En la Jeune-France, como se llaman ahora a sí mismos los rebeldes, todo gira en torno a su odio contra el filisteísmo y su desprecio de la vida burguesa regulada e inanimada, en torno a su lucha contra todo lo tradicional y convencional, contra todo lo que se pueda enseñar y aprender, contra todo lo maduro y sereno. El sistema de los valores intelectuales se enriquece con una nueva categoría: la idea de la juventud como fuerza más creadora y superior intrínsecamente a la vejez. Esta es una idea ajena sobre todo al clasicismo, pero hasta cierto punto ajena también a toda cultura anterior. Naturalmente, supo haber antes una competencia entre generaciones, y se dio una juventud triunfante como portadora del desarrollo artístico. Pero la juventud no había triunfado porque era «joven»; se adoptaba frente a ella más bien una cierta prudencia que una excesiva confianza. Sólo desde el romanticismo se acostumbra considerar a los «jóvenes» como los representantes naturales del progreso, y sólo desde la victoria del romanticismo sobre el clasicismo se habla de la injusticia fundamental de la actitud de la generación vieja ante la juventud[196] La solidaridad de la juventud, lo mismo que la insistencia en la unidad de las artes, es de cualquier modo sólo un síntoma del alejamiento del romanticismo con respecto al mundo de los prosaicos filisteos. Mientras que en el siglo XVIII se acentuaba la conexión de la literatura amena con la filosofía, ahora la literatura es designada como «arte» de manera consecuente[197]. En tanto que los artistas plásticos tuvieron el orgullo de contarse entre la alta burguesía, subrayaron la semejanza de su profesión con la de los literatos, pero ahora los propios escritores quieren distinguirse de la burguesía y acentúan su parentesco con los artistas que tienen algo de artesanos.
La autocomplacencia y la vanidad de los románticos va tan lejos que, en contraste con su anterior esteticismo, que hacía del poeta un dios, convierte ahora a Dios en un poeta. «Dieu n’est peut-être que le premier poète du monde», dice Gautier. También la teoría del arte por el arte, que es naturalmente un fenómeno extremadamente complejo y por un lado expresa una actitud liberal y por otro una actitud quietista conservadora, tiene su origen en la protesta contra la escala burguesa de valores. Cuando Gautier acentúa el mero formalismo y el carácter de juego del arte, cuando desea liberarlo de toda idea y de todo ideal, quisiera liberarlo sobre todo del dominio del orden burgués de la vida. Cuando Taine una vez alababa a Musset a expensas de Hugo, se cuenta que Gautier le dijo: «Taine, parece que ha caído usted en la idiotez burguesa. ¡Exigir sentimiento a la poesía…! Eso es lo de menos. Palabras brillantes, palabras luminosas, llenas de ritmo y de música, eso es poesía»[198]. En «el arte por el arte» de Gautier, Stendhal y Mérimée, en su emancipación de las ideas de la época, en su programa de dedicarse al arte como a un juego soberano y disfrutarlo como un paraíso secreto, prohibido a los comunes mortales, desempeña la oposición al mundo burgués un papel todavía más importante que en el posterior l’art pour l’art, cuya renuncia a toda actividad política y social es magníficamente recibida por la burguesía recién encumbrada. Gautier y sus camaradas de lucha niegan su ayuda a la burguesía para la subyugación moral de la sociedad; Flaubert, Leconte de Lisle y Baudelaire, por el contrario, sirven simplemente el interés de la burguesía al encerrarse en su torre de marfil y no molestarse ya por el curso del mundo.
La lucha del romanticismo por el predominio del teatro, principalmente la lucha en torno a Hernani, de Victor Hugo, fue una guerra mantenida por la calle de Doyenné, la bohemia y la juventud. Esta lucha no terminó en modo alguno con una victoria sensacional del romanticismo; la oposición no había desaparecido de la noche a la mañana, y tardó todavía mucho tiempo en abandonar su dominio sobre los escenarios más distinguidos de París. Pero el destino del movimiento no dependía ya de la acogida dispensada a una obra; como tendencia estilística, el romanticismo había conquistado el mundo hacía tiempo. El período alrededor de 1830 trae consigo un cambio sólo en que el romanticismo se pasa de lleno a la política y se alía con el liberalismo. Después de la Revolución de Julio, los guías intelectuales de la época salen de su pasividad y muchos de ellos cambian la carrera literaria por la política. Pero también los escritores que, como Lamartine y Hugo, siguen fieles a su quehacer literario, participan en los acontecimientos políticos más activa y directamente que hasta entonces. Victor Hugo no es un rebelde ni un bohemio, y no tiene nada que ver directamente con la campaña del romanticismo contra la burguesía. En su evolución política, sigue más bien el camino de la burguesía francesa. En primer lugar, es un leal seguidor de los Borbones; después participa en la Revolución de Julio y es adicto a la monarquía constitucional; finalmente, apoya las aspiraciones de Luis Napoleón, y sólo se vuelve republicano radical cuando ya la mayoría de la burguesía francesa se ha hecho liberal y antimonárquica. Su relación con Napoleón corresponde también sólo al cambio que ha dado la actitud general. En 1825 es todavía un acerbo enemigo de Napoleón y maldice su memoria; sólo hacia 1827 modifica su actitud y comienza a hablar de la gloria de Francia, que está ligada al nombre de Napoleón. Finalmente, se convierte en portavoz elocuente de aquel bonapartismo que era una mezcla especial de culto ingenuo al héroe, nacionalismo sentimental y liberalismo sincero, aunque no siempre congruente.
Cuán inusitadamente complicados son los motivos de este movimiento lo muestra expresivamente la circunstancia de que entre sus seguidores están espíritus tan distintos como Heine y Béranger, y de que lo sostienen, por una parte, los volterianos auténticos y los herederos de la Ilustración, y, por otra, la pequeña burguesía, que probablemente es de inspiración volteriana, anticlerical y antilegitimista, pero que es al mismo tiempo sentimental y aficionada a forjar leyendas. El hecho de que un solo editor, el famoso Tourquet, venda entre 1817 y 1824 treinta y un mil ejemplares de las obras de Voltaire, es decir un millón seiscientos mil volúmenes[199], es el signo más claro del renacimiento de la Ilustración y un testimonio de que la clase media constituye un importante contingente de compradores. Es característico de esta clase comprar las obras completas de Voltaire y cantar las canciones de Béranger, liberales, aunque sin grandes exigencias ni en lo intelectual ni en lo artístico. Se oyen estas canciones por todas partes, sus estribillos resuenan en todos los oídos y, como se ha dicho, contribuyen al hundimiento del prestigio de los Borbones más que todos los otros productos intelectuales de la época. Naturalmente, la burguesía tenía también antes sus canciones: sus canciones para la mesa y para la danza, sus canciones patrióticas y políticas, sus estrofas de actualidad y sus canciones populares, que no eran en ningún aspecto más notables que las estrofas de Béranger. Pero llevaban su existencia ajenas a la «literatura» y ejercían sólo una influencia superficial en los poetas de las clases cultas. La Revolución trajo ahora consigo no sólo una producción intrínsecamente más rica en este género popular, sino que fomentó también la infiltración del gusto que en él se expresaba en la literatura de público más escogido. La evolución poética de Victor Hugo es el mejor ejemplo de cómo la literatura asimila este influjo y muestra del modo mejor las ventajas y desventajas que llevaba consigo. La poesía patriótica del romanticismo posterior es tan inconcebible sin las canciones de Béranger como el drama romántico sin el teatro popular. También como poeta sigue Victor Hugo el camino de la burguesía; su estilo lírico oscilaba entre el gusto popular del período de la Revolución y la concepción artística patética, fastuosa y seudobarroca del Segundo Imperio. Hugo no era en absoluto un espíritu revolucionario, a pesar de la lucha que se desarrolla en torno a él. La definición del romanticismo como el liberalismo de la literatura, cuando él la formuló, tampoco era nueva; la idea se encontraba antes de él en Stendhal. La concordia entre la concepción artística de Hugo y el gusto de la burguesía dominante se hizo cada vez más perfecta. Coinciden, finalmente, en el culto de un gigantismo del que en realidad están muy lejos, y en la preferencia por un patetismo pomposo, ruidoso y exuberante, que resuena todavía en Rostand.
La conquista más importante de la revolución romántica fue la renovación del vocabulario poético. El lenguaje literario francés se había vuelto pobre y descolorido en el curso de los siglos XVII y XVIII como consecuencia del estrecho convencionalismo de lo permitido en la expresión y de la forma estilística reconocida como correcta. Todo lo que sonaba a cotidiano, profesional, arcaico o dialectal estaba prohibido. Las expresiones naturales y sencillas, usadas en el lenguaje corriente, debían ser sustituidas por términos nobles, escogidos y «poéticos», o por paráfrasis artísticas. No se decía «guerrero» o «caballo», sino «héroe» y «corcel»; no se debía decir «agua» y «tormenta», sino más bien «el húmedo elemento» y «el furor de los elementos». La lucha en torno a Hernani se encendió como es sabido a propósito del pasaje: «Est-il minuit? Minuit bientôt.» Esto sonaba a corriente, a sencillo. La respuesta, según pensaba Stendhal, hubiera debido ser más bien:
… l’heure
Atteindra bientôt sa dernière demeure.
Los defensores del estilo clásico, sin embargo, sabían muy bien de qué se trataba. El lenguaje de Victor Hugo no era nuevo en realidad; en los escenarios de los bulevares no se oía otro que éste. Pero para los clasicistas era simplemente cuestión de «pureza» del teatro literario; ellos no se preocupaban por los bulevares ni por la diversión de las masas. Mientras hubiera un teatro elevado y una poesía cuidada, podía uno desentenderse tranquilamente de lo que se representara en los bulevares; pero si se podía hablar en el escenario del Théâtre-Français como a uno se le viniera a la boca, no había entonces diferencia apreciable ya entre los distintos estratos culturales y sociales. Desde Corneille la tragedia había sido el género literario oficial; se mostraba carta de presentación con una tragedia y se alcanzaba el pináculo de la fama como poeta trágico. La tragedia y el teatro literario eran el dominio de la élite intelectual; mientras éste siguiera inviolado, podía uno sentirse heredero del «gran siglo». Pero ahora se trataba de la invasión del teatro literario por una dramaturgia basada en el teatro popular, indiferente a los problemas psicológicos y morales de la tragedia clásica, y que buscaba, en vez de esto, acciones movidas, escenas pintorescas, caracteres picantes y una descripción colorista de los sentimientos. El destino del teatro era el tema del día; en ambos campos contendientes se sabía que se trataba de la conquista de una posición clave. Victor Hugo, como consecuencia de su temperamento teatral, de su manía por el teatro, de su naturaleza comunicativa y ruidosa, y gracias a su sentido de lo popular, lo trivial y lo brutalmente efectista, era el exponente nato, aunque no precisamente la fuerza impulsiva en la lucha por conquistar esta posición.
El romanticismo encontró en el teatro a su llegada una situación muy compleja. El teatro popular, como heredero del antiguo mimo, de la farsa medieval y la commedia dell’arte, había sido desplazado en los siglos XVII y XVIII por el teatro literario. Pero durante la Revolución cobró nuevo impulso, y con él recobró una parte de los escenarios de París empleando formas que no se habían liberado totalmente de la influencia del drama literario. En la Comédie Française y en el Odéon, ciertamente, continuaban representándose las tragedias y comedias de Corneille, Racine, Molière, y las obras de los autores que, o se habían adaptado a la tradición clásica y al gusto cortesano, o habían mantenido los criterios literarios del drama burgués. En los teatros de los bulevares, en el Gimnase, el Vaudeville, el Ambigu-Comique, el Gaieté, el Variétés y el Nouveautés se representaban, por el contrario, obras que correspondían al gusto y al nivel cultural de amplios estratos sociales. Las crónicas contemporáneas informan detalladamente del cambio sobrevenido en el público teatral durante la Revolución e inmediatamente después de ella, y resaltan la falta de exigencias artísticas y la carencia de cultura en las clases que llenan ahora los teatros de París. El nuevo público se compone en su mayor parte de soldados, trabajadores, dependientes de comercio y de muchachos, de los cuales, como advierte una de las fuentes de información, apenas una tercera parte sabe escribir[200]. Y este auditorio domina no sólo los teatros plebeyos de los bulevares, sino que amenaza al mismo tiempo la existencia del teatro literario distinguido, porque atrae también al público mejor, de tal manera que los actores de la Comédie Française y del Odéon representan en locales vacíos[201].
En tiempos del Primer Imperio, de la Restauración y la Monarquía de Julio, están representados en el repertorio de los teatros de París los siguientes géneros: 1, la comédie en 5 actes et en vers, que representa el género literario por excelencia, y que, como tal, está destinada a la Comédie Française y al Odéon (por ejemplo, Othello, de Ducis); 2, la comédie de moeurs en prose, esto es, la obra de costumbres que, como heredera del drama burgués, ocupa una posición más modesta, pero que conserva todavía el prestigio suficiente como para ser representada en los teatros más importantes (por ejemplo, Le Mariage d’argent, de Scribe); 3, el drame en prose, es decir el drama sentimental, que asimismo procede del drama burgués, pero que está en un nivel de gusto más bajo que la comédie de moeurs (por ejemplo, L’Abbé et l’épée, de Bouilly); 4, la comédie historique, que ya no trata de los acontecimientos históricos y las personalidades como ejemplos a seguir, sino como curiosidades, y trata de dar más una revista de escenas sensacionales que un proceso dramático uniforme; los ejemplos son numerosos y variados: desde Cromwell, de Mérimée, hasta Barricades, de Vitet, abarcan todos los intentos a los que Henri III, de Dumas, debe su origen; 5, el vaudeville, o sea la comedia musical o, más propiamente, la comedia con canciones intercaladas, en la que están los antecedentes más directos de la opereta; en esta categoría deben contarse la mayor parte de las obras de Scribe y sus colaboradores; 6, el mélodrame, una forma híbrida que tiene en común con el vaudeville sus accesorios musicales, y con los otros géneros más bajos, principalmente con el drama sentimental y con la comedia histórica, su acción seria y frecuentemente trágica.
La enorme producción en los géneros populares, especialmente en los dos citados en último término y el paulatino desplazamiento del drama literario, más exigente —aparte de la circunstancia de que la Revolución abriera los teatros a las amplias masas y de que en lo sucesivo el éxito de las obras representadas dependiera de estas masas—, se explican sobre todo por la influencia del empleo de la censura en la formación del repertorio. La censura de Napoleón y de la Restauración prohibía que se describieran y discutieran en el drama literario elevado las cuestiones del día y las costumbres de las clases dominantes. La farsa, la comedia musical y el melodrama disfrutaban, por el contrario, de mayor libertad, porque se los tomaba menos en serio y no merecía la pena molestarse por ellos. La descripción desconsiderada de las costumbres y las circunstancias, que era inadmisible en la Comédie Française, no encontraba en los teatros de los bulevares obstáculo alguno; en esto residía sobre todo el poder atractivo de estos teatros, tanto para los autores escénicos como para el público[202].
Las formas dramáticas más importantes históricamente y más interesantes son el vaudeville y el melodrama; ellos representan el auténtico cambio en la historia del teatro moderno y constituyen el tránsito entre los géneros dramáticos del clasicismo y del romanticismo. Por ellos recobra el teatro su carácter de diversión, su movilidad, su apelación directa a los sentidos y su comprensibilidad. Entre ambos, el melodrama tiene una estructura más complicada y una más amplia ascendencia. Uno de sus muchos predecesores es el monólogo representado con acompañamiento musical, forma original del género híbrido, que aparece hoy todavía en el programa de las representaciones de aficionados, y cuyo primer ejemplo conocido fue el Pygmalion (1775), de Rousseau. De aquí arranca la renovación de la recitación dramática con acompañamiento musical, una forma intrínsecamente muy antigua. Otra fuente del mélodrame, técnicamente mucho más fértil, es el drama doméstico de los De la Chaussée, Diderot, Mercier y Sedaine, que desde la Revolución, gracias a su carácter lacrimoso y moralizante, se hizo muy popular entre las clases más bajas. Pero el prototipo más importante del melodrama es la pantomima. Las pantomimes historiques et romanesques, como son designadas, aparecen por vez primera en el último tercio del siglo XVIII. Tratan primeramente temas mitológicos y legendarios, como Heracles y Ónfale. La bella durmiente y La máscara de hierro, y más tarde también temas contemporáneos, como La bataille du Général Hoche. Estas pantomimas consisten habitualmente en escenas agitadas y tormentosas, empalmadas a manera de revista, sin conexión orgánica o desarrollo dramático, y describen con preferencia situaciones en las que el elemento misterioso y maravilloso —fantasmas y espíritus, cárceles y tumbas— desempeñan un papel decisivo. En las escenas aisladas se insertan poco a poco breves textos explicativos y diálogos, y de este modo se desarrollan estas obras durante la Revolución y en el período siguiente hasta convertirse en las curiosas pantomimes dialoguées y, finalmente, en el mélodrame à grand spectacle, que gradualmente pierde tanto su carácter de gran espectáculo como sus elementos musicales, y se convierte en la obra de intriga, que es de importancia fundamental para la historia del teatro del siglo XIX. La influencia más importante que experimenta el melodrama en esta transformación es la de la novela de horror de Mrs. Radcliffe y sus imitadores franceses. De aquí arrancan no sólo sus efectos de grand-guignol, sino su aditamento policíaco.
Pero todas estas influencias producen sólo modificaciones y amplificaciones del núcleo de la forma melodramática, pues el germen en sí es y sigue siendo el conflicto del drama clásico. El melodrama no es otra cosa que la tragedia popularizada, o, si se quiere, corrompida. Pixerécourt, el representante principal del género, es consciente por completo del parentesco de su arte con el teatro popular, y se equivoca sólo en la suposición de que entre el melodrama y el mimo existen una comunidad esencial y una continuidad histórica[203]. Él reconoce la relación auténtica de los misterios medievales, del drama pastoril y del arte de Moliere con el mimo, pero desconoce la diferencia fundamental entre la auténtica popularidad del mimo y el carácter secundario del teatro literario que ha descendido a los amplios estratos del público ciudadano. El melodrama es cualquier cosa menos arte espontáneo e ingenuo; se ajusta más bien a los principios formales de la tragedia, refinados y adquiridos a lo largo de un desarrollo largo y consciente, aunque los representa en figura grosera, desprovista de la sutileza psicológica y la belleza poética de la forma clásica. En el plano puramente formal, el melodrama es el género más convencional, esquemático y artificioso imaginable; mantiene un canon en el que difícilmente pueden hallar entrada los nuevos elementos, hallados de manera espontánea y natural. Manifiesta una estructura tripartita estricta, con un vigoroso antagonismo como situación inicial, una colisión violenta y un dénouement que representa el triunfo de la virtud y el castigo del vicio; en suma, una acción muy clara y desarrollada con mucha economía; con la primacía de la fábula sobre los caracteres; con las figuras tópicas: el héroe, la inocencia perseguida, el villano y el personaje cómico[204]; con la fatigabilidad ciega y cruel de los sucesos; con una moral fuertemente acentuada, que, como consecuencia de su tendencia insustancial y conciliadora, basada en el premio y el castigo, no corresponde al carácter moral de la tragedia, pero tiene de común con ella el patetismo elevado e incluso exagerado.
El melodrama denuncia su dependencia de la tragedia ante todo por la observancia de las tres unidades, o al menos por la tendencia a tenerlas en cuenta. Pixerécourt tolera un cambio de escena entre dos actos, sí, pero el salto es insensible, y sólo en su Charles-le-Téméraire (1814) introduce un cambio de lugar dentro de un mismo acto. No obstante, se disculpa en una nota cuyo texto es sumamente expresivo de su disposición clasicista: «Es la primera vez que me permito esta infracción de las reglas», encarece. En general, Pixerécourt mantiene también la unidad de tiempo; en sus obras, por lo común, todo ocurre en veinticuatro horas. Por vez primera en 1818 sigue un método nuevo con su Fille de l’Exilé ou huit mois en deux heures, pero también esta vez se disculpa por ello[205]. En contraste con estas características del melodrama, el mimo, formado por una escena naturalista a modo de cuadro de la vida, o una mera sucesión de tales escenas, no tiene una acción estereotipada reducible a un esquema fijo, ni caracteres típicos o extraordinarios, ni rígida moral, ni un estilo idealizado que se diferencie del lenguaje corriente. El melodrama tiene en común con el mimo sólo la movilidad de las escenas y la crudeza de sus efectos, la falta de selección de los medios y la popularidad de los motivos; por lo demás, observa estrictamente el ideal de la tragedia clásica. Es evidente que el convencionalismo de una forma no es siempre signo de una finalidad superior.
La variedad moderna del mimo no es el melodrama, sino el vaudeville, que con su acción episódica dividida en escenas aisladas, sus canciones intercaladas, sus tipos populares tomados de la vida diaria, su estilo fresco, picante y que da la impresión de improvisado, a pesar de las influencias literarias que tampoco aquí faltan, está mucho más cerca del antiguo teatro popular que el melodrama. El período de 1815 a 1848 desarrolla una inaudita fecundidad en este género, al cual, además de las innumerables obras de Scribe, pertenecen un sinnúmero de pequeñas, ligeras y divertidas piezas y piececillas. Podemos hacernos una idea de la alarma de los literatos ante la extensión y el éxito de estas producciones recordando la reacción que acompañó la carrera triunfal del cine. La comedia se había agotado durante la Revolución y la Restauración, de igual modo que la tragedia había demostrado ya antes ser estéril; y el vaudeville surge como una forma corrompida y grosera de la comedia, lo mismo que el melodrama era una forma corrompida y grosera de la tragedia. Pero el vaudeville y el melodrama no significan en modo alguno el fin del drama, sino, por el contrario, su renovación; porque el drama romántico —la forma de Hernani, de Hugo, y de Antony, de Dumas— no fue otra cosa que el mélodrame parvenú, y el moderno drama de costumbres de los Augier, Sardou y Dumas hijo, simplemente una variedad del vaudeville[206].
Pixerécourt escribió entre 1798 y 1834 unas ciento veinte obras, algunas de las cuales fueron representadas muchas miles de veces. El melodrama dominó durante tres décadas la vida teatral de París, y su popularidad no decayó sino después de 1830, cuando el nivel del gusto del público comenzó a elevarse, y la crudeza de las obras, su falta de lógica, su insuficiente motivación y su lenguaje antinatural parecieron cada vez más molestos. Pero los románticos sentían debilidad por el melodrama, y no sólo por hostilidad contra los estratos conservadores del público educado, sino también porque, como consecuencia de su mayor falta de principios, mostraron más comprensión para las cualidades literarias y meramente teatrales de este género. Charles Nodier se declaró en seguida partidario entusiasta del melodrama y lo llamó «la seule tragédie populaire qui convienne à notre époque»[207]; y Paul Lacroix designaba a Pixerécourt como el primer dramaturgo que puso fin al proceso seguido por Beaumarchais, Diderot, Sedaine y Mercier[208].
El éxito inaudito, la oposición de los círculos oficiales, la propia predilección de los románticos por los efectos melodramáticos, por los colores chillones, por las situaciones crudas, por acentos violentos: todo esto contribuyó a que en el drama romántico continuaran manteniéndose muchos de los rasgos característicos del teatro plebeyo. Pero el romanticismo retiene del melodrama sólo lo que desde el principio le era propio, lo que estaba ya contenido en germen en el prerromanticismo y en el Sturm und Drang, y había sido tomado por el teatro en parte de las historias terroríficas inglesas y en parte de las novelas alemanas de horror, ladrones y caballerías. El teatro romántico tiene en común con el melodrama ante todo los agudos conflictos, los violentos choques, la acción complicada, aventurera, brutal y sangrienta, el predominio del milagro y la casualidad, los repentinos y frecuentemente inmotivados cambios y transformaciones, los inesperados encuentros y reconocimientos, las constantes alternativas de tensión y solución, los recursos violentos e irresistiblemente brutales, el ataque y la coacción al espectador con lo horrible, lo lúgubre y lo demoníaco, el desarrollo mecánico de la acción, las intrigas y conspiraciones, los disfraces y engaños, las trampas y maquinaciones; finalmente, los efectos teatrales y la máquina escénica, sin los que el drama romántico es completamente inconcebible: los encarcelamientos y los raptos, los secuestros y los rescates, los intentos de fuga y los asesinatos, los cadáveres y los féretros, las cárceles y las fosas, las torres y las mazmorras de los castillos, los puñales y las espadas y las redomas de veneno, los anillos, amuletos y herencias familiares, las cartas interceptadas, los testamentos perdidos y los contratos secretos robados. Es cierto que el romanticismo no era muy selecto, pero no hace falta más que pensar en Balzac, el escritor más grande, y desde el punto de vista del gusto el más problemático de su siglo, para darse cuenta de cuán estrechos y en última instancia cuán poco importantes se habían vuelto los criterios estéticos del clasicismo.
Pero el desarrollo del teatro en la dirección del gusto popular no se expresaba tanto en la mera existencia del melodrama como en la tranquila conciencia con que Pixerécourt ponía a la venta su producción intelectual. Consideraba las obras de los románticos como malas, falsas, inmorales y peligrosas, y estaba profundamente convencido de que sus presuntuosos competidores no tenían ni tanto corazón ni tanto sentido de responsabilidad moral como él[209]. Faguet advierte con razón a este propósito que hay que creer en los mamarrachos para hacer mamarrachos buenos y de éxito. D’Ennery, por ejemplo, era mejor escritor y persona más inteligente que Pixerécourt, pero escribió sus melodramas sin convicción, única y exclusivamente para ganar dinero, y por eso ni siquiera consiguió escribir buenos melodramas[210]. Pixerécourt, por el contrario, creía cumplir su propia misión y afirmaba no haber tenido nada que ver con la aparición del drama romántico. Pero los románticos le debían a él, ante todo, su sentido de las exigencias escénicas y su contacto con los amplios sectores de público. A él debían el papel que desempeñaron en la historia de la aparición de la pièce bien faite y a él debió todo el siglo XIX el renacimiento del teatro popular vivo, que, en comparación con el de los siglos XVII y XVIII, era ciertamente poco escogido y a menudo trivial, pero impidió que el drama, sublimizándose, se convirtiera en mera literatura.
Era destino de este siglo el que cada vez que los elementos poéticos se ponían en vigencia en el drama, su carácter de distracción, su eficacia escénica y su inmediatez de sentimiento amenazaran marchitarse. Ya en el romanticismo ambos elementos estuvieron en conflicto, y su antinomia impidió tanto el éxito escénico como la perforación poética del drama. Alexandre Dumas se inclinaba al drama vigoroso y bien realizado escénicamente, y Victor Hugo, al poema dramático de lenguaje imponente. Sus sucesores se enfrentaron con la misma elección; hasta la llegada de Ibsen no encuentran las dos tendencias contradictorias un equilibrio armónico, aunque transitorio.
Inglaterra tuvo su revolución política ya en el siglo XVII, y su revolución industrial y artística un siglo más tarde; en la época de la gran polémica entre clasicismo y romanticismo en Francia, apenas quedaba nada en Inglaterra de la tradición clásica. El romanticismo inglés se desarrolló de manera más continua, más consecuente, y encontró en el público mucha menos oposición que el francés; su evolución política fue también más homogénea que la del correspondiente movimiento en Francia. Fue en un principio completamente liberal y se mostró excelentemente dispuesto para con la Revolución; solamente la lucha contra Napoleón condujo a un acuerdo entre los elementos conservadores y románticos, y sólo después de la caída de Napoleón volvió el liberalismo a predominar en el movimiento romántico. Sin embargo, no se recuperó nunca la antigua unanimidad. Las «lecciones» aprendidas de la Revolución y de la hegemonía de Napoleón no se querían olvidar tan pronto, y muchos de los antiguos liberales, entre otros los miembros de la escuela lakista, siguieron siendo antirrevolucionarios. Walter Scott era y siguió siendo tory; Godwin, Shelley, Leigh Hunt y Byron, por el contrario, representaron al radicalismo predominante en la generación joven.
El romanticismo inglés arrancaba en lo esencial de la reacción de los elementos liberales contra la revolución industrial, mientras el francés procedía de la reacción de los estratos conservadores contra la revolución política. La conexión del romanticismo con el prerromanticismo fue en Inglaterra mucho más estrecha que en Francia, donde la continuidad entre ambos movimientos se vio totalmente interrumpida por el clasicismo del período revolucionario. En Inglaterra hubo entre el romanticismo y la revolución industrial, triunfante por completo, la misma relación que entre el prerromanticismo y los estadios preparatorios de la industrialización de la sociedad. En La aldea abandonada, de Goldsmith, Satanic Mills, de Blake, y Age of Despair, de Shelley, se expresa un temperamento esencialmente idéntico. El entusiasmo de los románticos por la naturaleza es tan inconcebible sin la separación de la ciudad respecto del campo como su pesimismo sin el abandono y la miseria de las ciudades industriales. Son completamente conscientes de lo que está ocurriendo, y ven muy bien lo que significa la transformación del trabajo humano en mera mercancía. Sothey y Coleridge descubren en el paro periódico la consecuencia necesaria de la producción capitalista sin barreras, y Coleridge subraya ya que, de acuerdo con la nueva concepción del trabajo, el patrono compra y el obrero vende lo que ninguno de los dos tiene derecho a comprar ni vender, esto es, «la salud, la vida y el bienestar del trabajador»[211] Después de la terminación de la lucha contra Napoleón, Inglaterra, si no agotada en modo alguno, queda por lo menos debilitada y desorientada en lo intelectual; o sea en unas circunstancias especialmente propicias para hacer que la sociedad burguesa cobrase conciencia de lo problemático de las bases de su existencia. El romanticismo más juvenil, la generación de Shelley, Keats y Byron, es el mantenedor de este proceso. Su humanitarismo sin concesiones constituye su protesta contra la política de explotación y opresión; su modo de vida inconvencional, su ateísmo agresivo y su carencia de prejuicios morales son las distintas formas de su lucha contra la clase que dispone de los medios de explotación y opresión. El romanticismo inglés, incluso en sus representantes conservadores, en Wordsworth y Scott, es en cierto modo un movimiento democrático tendente a la popularización de la literatura. Ante todo, el propósito de Wordsworth de acercar el lenguaje poético al lenguaje diario es un ejemplo característico de esta tendencia popularizante, aunque la dicción poética «natural» de que se sirve es, en realidad, tan poco libre de premisas y tan poco espontánea como el antiguo lenguaje literario al que él renuncia por su artificiosidad. Si aquél es menos culto que éste, sus presupuestos psicológicos subjetivos son infinitamente más complicados. Y en cuanto a la empresa de describirse y describir la propia evolución intelectual en un poema de la longitud de la epopeya homérica, representa un hecho revolucionario comparado con la objetividad de la antigua literatura, y es tan característico del nuevo subjetivismo como, por ejemplo, Dichtung und Wahrheit de Goethe, pero la «popularidad» y la «naturalidad» de tal empresa son más que dudosas. Matthew Arnold advierte en su ensayo sobre Wordsworth, hablando de ciertas insuficiencias del poeta, que también Shakespeare, naturalmente, tiene sus pasajes débiles; pero si uno pudiera hablar con él en los Campos Elíseos, contestaría de seguro que era perfectamente consciente de ello. «Después de todo —añadiría probablemente sonriendo—, no va a pasar nada porque uno se distraiga una vez…» Por el contrario, la concentración del poeta moderno sobre el propio yo está relacionada con una sobrestimación, falta de todo humor, de cualquier manifestación personal, con la apreciación del más ligero pormenor según su valor expresivo y con la pérdida de aquella descuidada facilidad con que los antiguos poetas dejaban volar sus versos.
Para el siglo XVIII la poesía era la expresión del pensamiento; el sentido y la finalidad de la imagen poética eran la explicación e ilustración de un contenido ideal. En la poesía romántica, por el contrario, la imagen poética no es el resultado, sino la fuente de las ideas[212]. La metáfora se vuelve productiva, y tenemos el sentimiento de que el lenguaje se ha vuelto independiente y está componiendo por cuenta propia. Los románticos se abandonan al lenguaje sin resistencia, a lo que parece, y expresan de este modo su concepción antirracionalista del arte. La aparición de Kubla Kan de Coleridge puede haber sido un caso extremo; pero, de cualquier modo, fue sintomático. Los románticos creían en un espíritu trascendente que constituía el alma del mundo y lo identificaban con la espontánea fuerza creadora del lenguaje. Dejarse dominar por él era considerado por ellos como signo del más alto genio artístico. Platón había hablado ya del «entusiasmo», de la divina exaltación del poeta, y la creencia en la inspiración había aparecido siempre que poetas y artistas habían querido darse aires de casta sacerdotal. Pero ahora se descubre en la inspiración, por primera vez, una llama que se enciende por sí misma, una luz que tiene su fuente en el alma del propio poeta. El origen divino de la inspiración era ahora un atributo meramente formal y no sustancial; no trae el alma nada que no estuviera ya allí. De este modo se mantienen ambos principios, el divino y el poético-individual, y el poeta se convierte en su propio dios.
El panteísmo extático de Shelley es el paradigma de esta autodeificación. Falta en él toda huella de devoción olvidada de sí mismo, toda disposición a entregarse y desaparecer ante un ser más alto. El abandono en el Universo es en él una voluntad de dominar, no un dejarse dominar. El mundo regido por la poesía y los poetas es considerado el más alto, el más puro, el más divino, y lo divino mismo parece no tener otros criterios que los que derivan de la poesía. Es cierto que la imagen del mundo de Shelley, de acuerdo totalmente con Friedrich Schlegel y con el romanticismo alemán, se basa en una mitología, pero en esta mitología no cree ni siquiera el propio poeta. Aquí la metáfora se convierte en mito, y no el mito en metáfora, como en los griegos. Sin embargo, también esta mitologización es simplemente un vehículo de fuga ante la realidad ordinaria, común y sin alma, un puente que lleva a la propia profundidad espiritual y a la sensibilidad del poeta. Es también para el poeta un simple medio de llegar a sí mismo. Los mitos de la antigüedad clásica surgían de una simpatía y una relación con la realidad; la mitología del romanticismo surge de sus ruinas, y hasta cierto punto es un sustituto de la realidad. La visión cósmica de Shelley gira en torno a la idea de una gran lucha, que se extiende a todo el mundo, entre los principios del bien y del mal, y representa la monumentalización del antagonismo político que constituye la más profunda y decisiva experiencia del poeta. Su ateísmo, como se ha dicho, es más bien una rebelión contra Dios que una negación de Dios; combate a un opresor y a un tirano[213]. Shelley es el rebelde nato que descubre en todo lo legítimo, constitucional y convencional la obra de una voluntad despótica, y para el que la opresión, la explotación, la violencia, la estupidez, la fealdad, la mentira, los reyes, las clases dominantes y las iglesias constituyen una fuerza compacta total con el Dios de la Biblia. El carácter abstracto e inconsciente de esta concepción muestra del modo más claro cuán cerca están entre sí los poetas ingleses y alemanes.
La histeria antirrevolucionaria ha envenenado ahora la atmósfera intelectual en que los escritores ingleses del siglo XVIII se habían desarrollado libremente; las manifestaciones intelectuales de la época adoptan rasgos irreales, ajenos y negadores del mundo, que eran totalmente extraños a la literatura inglesa anterior. Los poetas mejor dotados de la generación de Shelley no encuentran aceptación en el público[214]; se sienten desarraigados y se refugian en el extranjero. Esta generación está condenada, tanto en Inglaterra como en Alemania o en Rusia; Shelley y Keats son exterminados por su época tan sin compasión como Hölderlin y Kleist o Pushkin y Lermontov. También en lo ideológico el resultado es el mismo en todas partes: el idealismo en Alemania, el «arte por el arte» en Francia, el esteticismo en Inglaterra. En todas partes la lucha termina con el abandono de la realidad y la renuncia a modificar la estructura de la sociedad existente. En Keats, este esteticismo está ligado con una profunda melancolía, con un llanto por la belleza, que no es la vida e incluso es la negación de la vida, la negación de la vida y la realidad, que están para siempre separadas del poeta, amante de la belleza, y siguen siendo inaccesibles para él como todo lo directamente vivo, natural y espontáneo. Anuncia, pues, la renuncia de Flaubert, la resignación del último gran romántico, que sabía ya demasiado bien que el precio de la poesía es la vida.
De todos los románticos famosos, Byron es el que ejerce una influencia más amplia y más profunda sobre sus contemporáneos. Pero no es en modo alguno el más original de todos ellos, sino que es simplemente el más afortunado en la formulación del nuevo ideal de la personalidad. Ni el mal du siècle ni el héroe orgulloso y solitario señalado por el destino, es decir ninguno de los dos elementos fundamentales de su poesía, son propiedad intelectual originaria suya. El dolor cósmico de Byron procede de Chateaubriand y de la literatura francesa de emigrados, y el héroe de Byron tiene su origen en Saint-Preux y en Werther. La incompatibilidad de las exigencias morales del individuo con los convencionalismos de la sociedad forma parte de la nueva concepción del hombre definida ya por Rousseau y Goethe, y la descripción del héroe como un eterno desterrado condenado a errar por su propia naturaleza insociable se encuentra ya en Senancour y Constant. Pero en éstos, la esencia insociable del héroe estaba ligada a un cierto sentimiento de culpa y se manifestaba en una relación complicada y ambigua para con la sociedad; en Byron se transforma por primera vez en una rebeldía abierta y sin escrúpulos, en una acusación al mundo circundante, acusación quejumbrosa, auto-justificante y llena de piedad para consigo mismo.
Byron superficializa y trivializa el problema vital del romanticismo; hace del desgarramiento espiritual de su tiempo una moda, un vestido mundano del alma. Por él, el desasosiego y la indecisión románticos se convierten en una epidemia, en la «enfermedad del siglo»; el sentimiento de aislamiento, en un culto resentido de la soledad; la pérdida de la fe en altos ideales, en individualismo anárquico; la fatiga cultural y el tedio de la vida, en un coqueteo con la vida y la muerte. Byron presta a la maldición de su generación un encanto tentador y hace de sus héroes personajes exhibicionistas que muestran públicamente sus heridas, masoquistas que se cargan públicamente de culpa y de vergüenza, flagelantes que se atormentan con autoacusaciones y angustias de conciencia y reconocen sus acciones buenas y malas con el mismo orgullo intelectual.
El héroe de Byron, este sucesor tardío del caballero andante, que es tan popular y casi tan osado como el héroe de la novela de caballerías, domina la literatura de todo el siglo XIX y encuentra su degeneración todavía en las películas de criminales y pistoleros de nuestros días. Ciertos rasgos del tipo son muy viejos, es decir por lo menos tan viejos como la novela picaresca. Pues están ya en el forajido, que declara la guerra a la sociedad y es enemigo mortal del grande y del poderoso, pero amigo y bienhechor del débil y el pobre, que parece desde fuera duro y desagradable pero que al fin demuestra ser ingenuo y generoso, y al cual, en una palabra, sólo la sociedad le ha hecho como es. Desde los días del Lazarillo de Tormes a Humphrey Bogart, el héroe de Byron señala simplemente una estación intermedia. El pícaro se había convertido ya mucho antes de Byron en un vagabundo incansable que seguía en su camino la dirección de las altas estrellas, eterno extranjero entre los hombres, que buscaba su felicidad y no la encontraba, amargo misántropo que llevaba su destino con el orgullo de un ángel caído. Todos estos rasgos se daban ya en Rousseau y Chateaubriand, y en la imagen dibujada por Byron no son nuevos más que los rasgos demoníacos y narcisistas.
El héroe romántico que Byron introduce en la literatura es un hombre misterioso; en su pasado hay un secreto, un terrible pecado, un yerro siniestro o una omisión irreparable. Él es un proscrito, todo el mundo lo presiente, pero nadie sabe lo que está escondido detrás del velo del tiempo y él mismo no levanta el velo. Camina por el secreto de su pasado como vestido de ropas regias: solitario, silencioso e inaccesible. De él brotan perdición y destrucción. Es desconsiderado consigo mismo y despiadado con los demás. No conoce el perdón y no pide gracia ni a Dios ni a los hombres. No lamenta nada, no se arrepiente de nada, y a pesar de su vida desesperada no hubiera querido tener otra ni hacer otra cosa que lo que ha sido y lo que le ha ocurrido. Es áspero y salvaje, pero es de alta prosapia; sus rasgos son duros e impenetrables, pero nobles y bellos; emana de él un auténtico atractivo al que ninguna mujer puede resistir y ante el que todo hombre reacciona con la amistad o la hostilidad. Es un hombre perseguido por el destino y que se convierte en destino para otros hombres, prototipo no sólo de todos los héroes amorosos irresistibles y fatales de la literatura moderna, sino también, en cierto modo, de todos los demonios femeninos, desde la Carmen de Mérimée a las vampiresas de Hollywood.
Si Byron no descubrió el «héroe demoníaco», el hombre poseído y alucinado, que arrastra a la perdición a sí mismo y a todo lo que está en contacto con él, por lo menos ha hecho de él el hombre «interesante» por excelencia. Le prestó los rasgos picantes y seductores que, adheridos a él desde entonces, le convirtieron en el tipo inmoral y cínico que es irresistible, no a pesar de su cinismo, sino precisamente por él. La idea del «ángel caído» poseyó para el mundo del romanticismo, desencantado y propugnador de una nueva fe, una fuerza atractiva irresistible. Había un sentimiento de culpabilidad, de estar abandonado por Dios, pero ya que se estaba condenado, se quería, al menos, ser algo así como un Lucifer. Incluso los poetas seráficos como Lamartine y Vigny se pasan finalmente a los satánicos y se vuelven seguidores de Shelley y Byron, Gautier y Musset, Leopardi y Heine[215]. Este satanismo tenía su origen en la ambigüedad de la actitud romántica ante la vida, y surgió indudablemente del sentimiento de insatisfacción religiosa pero, principalmente en Byron, se convirtió en una burla de todas las cosas sagradas veneradas por la burguesía. La diferencia entre la aversión de la bohemia francesa a la burguesía y la actitud de Byron consistía en que el anticonvencionalismo plebeyo de Gautier y sus seguidores representaba un ataque desde abajo, y el inmoralismo de Byron, por el contrario, venía desde arriba. Toda manifestación más o menos importante de Byron delata el esnobismo ligado a sus ideas liberales, y todo testimonio revela en él al aristócrata que tal vez no está ya firmemente arraigado en su posición social, pero que sin embargo conserva la pose de su clase. Sobre todo el apasionamiento histérico con que en sus últimas obras truena contra la aristocracia que le ha excomulgado, muestra cuán profundamente se sentía ligado a esta clase y cómo ésta, a pesar de todo, ha conservado ante él autoridad y atracción[216]. «La muerte no es un argumento», dice Hebbel en alguna parte. Byron, de cualquier modo, no ha probado nada con su muerte heroica. A pesar de las convicciones revolucionarias del poeta, no fue la suya una muerte apropiada. Byron cometió el suicidio mientras «el equilibrio de su mente estaba alterado», y murió «con pámpanos en el cabello», como quería morir Hedda Gabler.
Con las inclinaciones aristocráticas de Byron hay que relacionar también el hecho de que reconociese siempre la concepción artística clasicista y de que Pope fuera su poeta favorito. Wordsworth no le agradaba a causa de su tono sobriamente solemne y prosaicamente lleno de untuosidad, y despreciaba a Keats por su «vulgaridad». Este ideal artístico clásico correspondía también al espíritu altanero y burlón y a la forma juguetona de la obra de Byron, sobre todo al tono de charla desenfadada en Don Juan. La relación entre la fluidez de su estilo y la dicción poética «natural» de Wordsworth es innegable, a pesar de todo; ambas son síntomas de la reacción contra la manera expresiva patética y retórica de los siglos XVII y XVIII. La meta común era una mayor flexibilidad del lenguaje, y precisamente como maestro de un estilo fluido, virtuosista y aparentemente improvisado fue como encantó Byron a la mayoría de sus contemporáneos. Ni la gracia ligera de Pushkin ni la elegancia de Musset serían concebibles sin esta nueva nota. Don Juan, con su nueva cadencia, se convirtió no sólo en modelo de la poesía ingeniosa del momento, petulante y satírica, sino en origen, al mismo tiempo, de todo el moderno folletinismo[217].
Los primeros lectores de Byron puede ser que pertenecieran a la aristocracia y a la alta burguesía, pero su público auténtico y amplio se halló en las filas de aquella burguesía descontenta, llena de resentimiento y de ánimo romántico, cuyos miembros fracasados se tenían a sí mismos por otros tantos Napoleones desconocidos. El héroe de Byron estaba concebido de tal manera que todo muchacho desilusionado en sus esperanzas, o toda muchacha disgustada en su amor, podían identificarse con él. El animar al lector a esta intimidad con el héroe, cosa en la que Byron continúa la tendencia evidente ya en Rousseau y Richardson, fue la razón más profunda de su éxito. Con el estrechamiento de las relaciones entre el lector y el héroe se acrecienta también el interés por la persona del autor. También esta tendencia existía ya en tiempos de Rousseau y Richardson, pero en general la vida privada del poeta permaneció desconocida del público hasta el romanticismo. Sólo a partir de la propaganda que Byron emprendió de sí mismo se convirtió el poeta en «favorito» del público, y sus lectores, principalmente sus lectoras, entablan con él entonces una auténtica relación, semejante, por un lado, a la que suele existir entre el psicoanalista y sus pacientes, y, por otro, a la de un artista de cine y sus admiradoras.
Byron fue el primer poeta inglés que desempeñó en la literatura europea un papel de primer orden; Walter Scott fue el segundo. A través de ellos se convirtió en realidad plena lo que Goethe había entendido por «literatura universal». Su escuela abarcó todo el mundo literario, disfrutó de la más alta autoridad, introdujo nuevas formas, nuevos valores, e impulsó una múltiple corriente intelectual que recorrió todos los países de Europa, llevando consigo nuevos ingenios y elevándolos frecuentemente por encima de sus maestros. Basta con pensar en Pushkin y en Balzac para hacerse una idea de la extensión y fecundidad de esta escuela. La moda de Byron fue quizá más febril y más sorprendente, pero la influencia de Scott, que ha sido designado como «el escritor de más éxito del mundo»[218], fue más sólida y más profunda. De él partió la renovación de la novela naturalista, el género literario moderno por excelencia, y con ella la transformación de todo el moderno público lector.
El número de lectores estaba en Inglaterra en constante crecimiento desde principios del siglo XVIII. En este proceso de crecimiento pueden distinguirse tres etapas: la que comienza alrededor de 1710 con las nuevas revistas y culmina en las novelas de mediados de siglo; el período de la novela de terror seudohistórica, desde 1770 hasta 1800; y la fase de la moderna novela naturalista-romántica, que comienza con Walter Scott. Cada una de estas épocas mostró un considerable aumento del público lector. En la primera fue ganada para la literatura profana sólo una parte relativamente pequeña de la burguesía, gente que hasta entonces no leía libro alguno o a lo sumo leía productos de la literatura devota; en la segunda se aumentó este público con amplios sectores de la burguesía que se iba enriqueciendo, y principalmente con mujeres; y en la tercera se allegaron elementos que pertenecían en parte a los estratos altos y en parte a los bajos de la burguesía, y que buscaban en la novela tanto distracción como enseñanza. Walter Scott consiguió alcanzar con los métodos más escogidos de los grandes novelistas del siglo XVIII la popularidad de la novela terrorífica y sensacionalista. Popularizó la descripción del pasado feudal que hasta entonces constituía lectura exclusiva de las clases superiores[219], y elevó al mismo tiempo la novela sensacionalista seudohistórica a un nivel auténticamente literario.
Smollet fue el último gran novelista del siglo XVIII. El desarrollo maravilloso que correspondió en la novela inglesa a las conquistas políticas y sociales de la burguesía se paraliza alrededor de 1770. El repentino crecimiento del público lector conduce a un descenso sensible de nivel. La demanda es mucho más grande que el número de buenos escritores, y como la producción es un negocio bien pagado, se vuelve inmediatamente confusa y poco selecta. Las necesidades de las bibliotecas de préstamo imponen el tempo y determinan la calidad de la producción. Los géneros más buscados, aparte de la novela terrorífica, son las historias de escándalos de actualidad, «casos» famosos, biografías ficticias y semificticias, descripciones de viajes y memorias secretas; en una palabra, los tipos habituales de la literatura sensacionalista. La consecuencia es que en los círculos cultos comienza a hablarse de la novela con un desprecio desconocido hasta ahora[220]. El prestigio de la novela no vuelve a recuperarse hasta Scott, sobre todo mediante el tratamiento del género de acuerdo con la visión historicista y cientificista de la minoría intelectual. Él intenta lograr no sólo una imagen fiel en sí de las correspondientes circunstancias históricas, sino que provee a sus novelas de introducciones, notas y apéndices para probar la autenticidad científica de sus descripciones.
Y Walter Scott puede ser considerado no sólo como el auténtico creador de la novela histórica, sino que es, sin duda alguna, el fundador de la novela de historia social, de la que nadie antes de él había tenido ni idea. Los novelistas franceses del siglo XVIII, Marivaux, Prévost, Laclos y Chateaubriand, mostraban en sus novelas, es verdad, un enorme progreso de la novela psicológica, pero trasladaban sus figuras todavía a un marco sociológicamente vacío o las colocaban en un ambiente social que no tenía parte esencial en el desarrollo de aquéllas. Incluso la novela inglesa del siglo XVIII puede ser designada como «novela social» sólo en cuanto que subraya con más fuerza las relaciones entre los hombres; pero las diferencias de clase o la causalidad social de la formación de los caracteres las deja desatendidas. Las figuras de Walter Scott, por el contrario, llevan siempre consigo las huellas de su origen social[221]. Y como Walter Scott describe generalmente con justeza el fondo social de sus historias, a pesar de su filiación política conservadora se convierte en campeón del liberalismo y del progreso[222]. Por enfrentado que estuviera políticamente a la Revolución, su método sociológico hubiera sido inconcebible sin este cambio en la historia. Porque hasta la Revolución no se desarrolló el sentido de la diferencia de clases, ni la descripción de la realidad correspondiente a ellas se convirtió en misión para un artista digno. De cualquier manera, el conservador Scott está como escritor más profundamente ligado a la Revolución que el radical Byron. No se puede sobrestimar, naturalmente, este «triunfo del realismo», como Engels llama al ardid del arte que con frecuencia hace también tributarios del progreso a espíritus conservadores. La comprensión y el entusiasmo por el «pueblo» es en Scott en la mayoría de los casos nada más que un gesto sin compromisos, y su descripción de las bajas clases populares es siempre convencional y esquemática. Pero en cualquier caso, el conservadurismo de Scott es menos agresivo que el antirrevolucionarismo de Wordsworth y Coleridge, que es la expresión de una amarga desilusión y de un repentino cambio de mentalidad. Es cierto que Scott se entusiasma tanto como los románticos reaccionarios en general por la caballería medieval y lamenta su decadencia, pero al mismo tiempo encuentra expresión en él, más o menos como en Pushkin y Heine, la crítica de todo el fanatismo romántico. Scott, con la misma objetividad con que Pushkin establece la afectación de la figura de Oneguin, reconoce en Ricardo Corazón de León al «magnífico pero inútil caballero de la leyenda»[223].
Delacroix, el primer gran representante de la pintura romántica y al mismo tiempo el más grande, es ya uno de los enemigos y superadores del romanticismo. Representa ya el siglo XIX, mientras que el romanticismo es todavía en lo esencial un movimiento dieciochesco, y no sólo porque es la continuación del prerromanticismo, sino también porque, aunque lleno de contradicciones, no es relativista, y porque, aunque es ambivalente en sus relaciones anímicas, no está tan disgregado como el siglo XIX. El siglo XVIII es dogmático —incluso en su romanticismo hay un rasgo dogmático—, mientras que el siglo XIX es escéptico y agnóstico. Los hombres del siglo XVIII pretenden alcanzar en todo, incluso en su emocionalismo y en su irracionalismo, una doctrina formulable y una visión del mundo completamente definible; son sistemáticos, filósofos, reformadores; se deciden por o contra una cosa, y con frecuencia tan pronto por como contra ella, pero adoptan una actitud, siguen unos principios y se rigen por un plan tendente al perfeccionamiento de la vida y del mundo. Los representantes intelectuales del siglo XIX, por el contrario, han perdido su fe en los sistemas y los programas y descubren el sentido y el objeto del arte en la entrega pasiva a la vida, a la acomodación al ritmo de la vida misma y en el mantenimiento de la atmósfera y el ambiente de la existencia. Su fe consiste en una afirmación irracional e instintiva de la vida; su moral, en un compromiso con la realidad. No quieren ni reglamentar ni superar la realidad; quieren vivirla y reflejar su experiencia de forma tan directa, fiel y completa como sea posible. Tienen el sentimiento invencible de que la existencia y el presente, los contemporáneos y el entorno, las experiencias y los recuerdos se escapan de ellos constantemente, cada día y cada hora, y se pierden para siempre. El arte se convierte para ellos en una persecución del «tiempo perdido», de la vida inabarcable y siempre fluyente. Las épocas del naturalismo sin concesiones no son los siglos en los que se cree dominar la realidad de manera firme y segura, sino aquéllos en los que se teme perderla; por esto es el siglo XIX el siglo clásico del naturalismo.
Delacroix y Constable están en el umbral del nuevo siglo. Son todavía en parte expresiones románticas que luchan por la expresión de sus ideas, pero en parte son ya impresionistas que tratan de detener la materia fugitiva y no creen en ningún equivalente perfecto de la realidad. Delacroix es el más romántico de los dos; si se lo compara con Constable, se verá del modo más claro qué es lo que une al clasicismo y al romanticismo en una unidad histórica y los diferencia del naturalismo. Frente al naturalismo, las dos tendencias estilísticas anteriores tienen en común sobre todo el que ambas confieren a la vida y al hombre dimensiones extraordinarias y le dan un formato trágico-heroico y una expresión apasionadamente patética, que existen todavía en Delacroix, pero que en Constable y en el naturalismo del siglo XIX, por el contrario, faltan por completo. Esta concepción artística se expresa también en Delacroix en el hecho de que el hombre está todavía en el centro de su mundo, mientras que en Constable se convierte en una cosa entre las cosas y es absorbido por el ambiente material. Por esto Constable, aunque no es el más grande, es el artista más progresista de su tiempo.
Con el desplazamiento del hombre del centro del arte y la ocupación de su lugar por el mundo material gana, sin embargo, la pintura no sólo un nuevo contenido, sino que se limita más y más a la solución de problemas técnicos y puramente formales. El objeto de la representación pierde gradualmente todo valor estético y todo interés artístico, y el arte se vuelve formalista en un grado al que nunca había llegado antes. Lo que se pinta carece de todo interés; la cuestión es sólo cómo se pinta. Ni siquiera el más juguetón manierismo mostró nunca semejante indiferencia ante el motivo. Nunca hasta ahora se habían considerado motivos de igual valor artístico una col y la cabeza de una Madona. Ahora por vez primera, cuando lo pictórico constituye el contenido auténtico de la pintura, desaparecen las antiguas distinciones académicas entre los diferentes objetos y géneros. Ya en Delacroix, a pesar de su profunda compenetración con la poesía, los motivos literarios constituyen simplemente el arranque, no el contenido de sus pinturas. Él rechaza lo literario como meta de la pintura, y busca expresar, en vez de ideas literarias, algo propio, algo irracional y similar a la música[224].
La traslación del interés pictórico desde el hombre hacia la naturaleza tiene su origen, además de en la vacilante confianza en sí misma de la nueva generación, y además de en su desorientación y su problemática conciencia social, sobre todo en el triunfo de la deshumanizada concepción científica del mundo. Constable supera el humanismo clásico-romántico más fácilmente que Delacroix y se convierte en el primer paisajista moderno, mientras que Delacroix sigue siendo fundamentalmente «pintor de historia». Pero ambos son en la misma medida encarnación del espíritu del nuevo siglo, a través de su actitud cientificista ante los problemas pictóricos y del predominio que conceden a la óptica sobre la visión. El desarrollo del estilo «pictórico», que en Francia comenzó con Watteau y fue interrumpido por el clasicismo del siglo XVIII, es recogido y proseguido por Delacroix. Rubens revoluciona la pintura francesa por segunda vez; por segunda vez emana de él un sensualismo irracional, anticlasicista. La frase de Delacroix de que un cuadro debe ser ante todo una fiesta para los ojos[225] fue también el mensaje de Watteau y sigue siendo hasta el fin del impresionismo el Evangelio de la pintura. La vibrante dinámica, el movimiento de líneas y formas, la barroca conmoción de los cuerpos y la disolución del colorido local en sus componentes, todo esto no es sino instrumento de este sensualismo que hace ahora posible la combinación del romanticismo con el naturalismo, y opone ambos al clasicismo.
Delacroix era todavía hasta cierto punto una de las víctimas del mal du siècle. Sufrió profundas depresiones de ánimo, conoció la indecisión y el vacío y luchó contra un indefinible tedio. Era melancólico, descontentadizo y padecía un eterno sentimiento de imperfección, Le atormentó durante toda su vida aquel estado de ánimo en que Géricault se encontraba en Londres y a propósito del cual escribía a su hogar: «Haga lo que haga, siempre desearía haber hecho otra cosa»[226]. Delacroix estaba tan profundamente arraigado en el sentimiento romántico de la vida que ni siquiera las más brutales tentaciones de éste le fueron ajenas. Basta pensar en una obra como Sardanápalo (1829) para darse cuenta del lugar que ocupaba en su mundo de ideas el diabolismo teatral y el moloquismo propios de la concepción romántica. Sin embargo, luchó contra el romanticismo como actitud ante la vida, admitió a sus representantes sólo con grandes reservas, y lo aceptó como dirección artística a causa ante todo de la mayor amplitud de su repertorio temático. Delacroix, así como, en vez del tradicional viaje a Roma, emprendió un viaje a Oriente, así también utilizó como fuentes, en vez de los clásicos de la antigüedad, a los poetas del romanticismo primero y ulterior: Dante y Shakespeare, Byron y Goethe. Sólo este interés temático le unía a hombres como Ary Scheffer y Louis Boulanger, Decamps y Delaroche. Odiaba el romanticismo de claro de luna mentiroso y a los soñadores incorregibles, a Chateaubriand, Lamartine y Schubert, como él mismo caprichosamente los reúne[227]. Él mismo no quiso en absoluto ser designado como romántico y protestó contra el hecho de que fuera considerado el maestro de la escuela romántica. Tampoco sintió, por lo demás, el más mínimo deseo de educar artistas y nunca abrió un estudio accesible a la generalidad; admitía, a lo sumo, algunos ayudantes, pero nunca discípulos[228]. Ya no había en la pintura francesa nada que hubiera podido corresponder a la escuela de David; el puesto del maestro siguió sin ocupar. Los propósitos artísticos se habían vuelto mucho más personales y los criterios de calidad artística se habían hecho demasiado diferenciados como para que hubieran podido surgir escuelas en el antiguo sentido[229].
Los sentimientos antirrománticos de Delacroix encontraron también expresión en su aversión hacia la bohemia. Rubens es su modelo no sólo artístico, sino también humano, y él es desde Rubens y las grandes personalidades artísticas del Renacimiento el primer pintor, y quizá el único, que conjuga la alta cultura intelectual con el modo de vida de un gran señor[230]. Sus inclinaciones de gran señor le hacen odiar todo exhibicionismo y toda ostentación. Solamente conserva uno de los rasgos de la herencia intelectual de la bohemia: el desprecio del público. A los veintiséis años es ya un pintor famoso, pero una generación más tarde escribía todavía: «Il y a trente ans que je suis livré aux bêtes.» Tenía amigos, admiradores, protectores y se le hacían encargos oficiales, pero nunca fue comprendido ni amado por el público. El reconocimiento que le fue dispensado carecía de todo calor. Delacroix es un hombre aislado, un solitario, y lo es en un sentido mucho más estricto que los románticos en general. Sólo hay un contemporáneo al que estime y quiera sin reservas: Chopin. Ni Hugo o Musset, ni Stendhal o Mérimée le son particularmente simpáticos; a George Sand no la toma muy en serio, el negligente Gautier le repele y Balzac lo pone nervioso[231]. La enorme significación que la música tiene para él, y que es lo que más contribuye a su admiración por Chopin, es un síntoma de la nueva jerarquización en las artes y de la posición preeminente que ocupa la música en la filosofía artística del romanticismo. La música es el arte romántico por excelencia, y Chopin, el más romántico entre los románticos. En la afectuosa relación que le une a Chopin aflora del modo más directo la íntima conexión de Delacroix con el romanticismo. Su juicio sobre los otros maestros de la música revela, sin embargo, la heterogeneidad de sus sentimientos. Habla de Mozart con la mayor admiración siempre; Beethoven, por el contrario, le parece demasiado caprichoso y demasiado romántico. Delacroix tiene en música un gusto clasicista[232]; el sentimentalismo estereotipado de Chopin no le molesta, y en cambio la «arbitrariedad» de Beethoven, del que uno pensaría que como artista ha de estar mucho más cerca, le sorprende y le turba.
El romanticismo significa para la música no sólo la antítesis del clasicismo, sino también del prerromanticismo, en cuanto que ambos representan el principio de la unidad formal y de los efectos finales bien preparados. La estructura concentrada de las formas musicales, basada en una culminación dramática, se disuelve en el romanticismo, y cede el paso de nuevo a la composición aditiva de la vieja música. La forma de sonata se desmorona y es sustituida cada vez más frecuentemente por formas menos severas y menos esquemáticamente realizadas, por pequeños géneros líricos y descriptivos, tales como la fantasía y la rapsodia, el arabesco y el estudio, el intermezzo y el impromptu, la improvisación y la variación. También las obras grandes son sustituidas a menudo por tales miniaturas, las cuales desde el punto de vista estructural no constituyen ya los actos de un drama, sino las escenas de una revista. Una sonata o una sinfonía clásicas eran un mundo en pequeño: un microcosmos. Una suite musical como Carnaval de Schumann, o Années de Pélerinage, de Liszt, es como el álbum de bocetos de un pintor: puede contener magníficos detalles lírico-impresionistas, pero renuncia de antemano a producir la impresión de totalidad y de unidad orgánica. Incluso la preferencia por el poema sinfónico, que en Berlioz, Liszt, Rimsky-Korsakoff, Smétana y otros desplaza a la sinfonía, es ante todo un signo de la incapacidad o la indecisión para representar el mundo como un conjunto.
Este cambio de forma está, por lo demás, en relación también con las inclinaciones literarias de los compositores y su propensión a la música de programa. La mezcla de formas, que se hace notar en todas partes, se manifiesta en la música ante todo en que los compositores románticos son con frecuencia escritores bien dotados e importantes. Es perceptible también en la pintura y en la poesía de la época una relajación de la estructura, pero la desintegración de las formas no se consuma en absoluto tan rápidamente ni es tan amplia como en la música. La explicación de esta diferencia está en parte en que la estructura cíclica «medieval» ha sido ya superada hace tiempo en las otras artes, mientras que en la música, por el contrario, sigue siendo predominante hasta mediados del siglo XVIII, y sólo después de la muerte de Bach comienza a ceder ante la unidad formal. En la música era mucho más fácil, por lo tanto, volver a ella que en la pintura, por ejemplo, donde se la consideraba totalmente anticuada. El interés histórico del romanticismo por la música antigua y el restablecimiento del prestigio de Bach tienen sólo, sin embargo, una participación limitada en la disolución de la forma de sonata, y la auténtica razón del proceso hay que buscarla en un cambio de gusto que en lo fundamental está basado en motivos sociológicos.
En el romanticismo se consuma el desarrollo comenzado en la segunda mitad del siglo XVIII: la música se convierte en posesión exclusiva de la burguesía. No solamente las orquestas se trasladan de las salas de fiestas de los castillos y palacios a las salas de concierto que llena la burguesía, sino que también la música de cámara encuentra su hogar, en vez de en los salones aristocráticos, en los hogares burgueses. Los amplios estratos sociales que participan de modo siempre creciente en las reuniones musicales exigen no obstante una música más fácil, más sugestiva y menos complicada. Esta exigencia favorece de antemano la aparición de formas más breves, más recreativas y más variadas, pero conduce al mismo tiempo a la división de la producción en una música seria y otra de entretenimiento. Hasta ahora, las composiciones destinadas a fines recreativos no se distinguían cualitativamente de las otras; había, naturalmente, obras de muy distinta calidad, pero esta diferencia no correspondía en modo alguno a su diversa finalidad. La generación siguiente a la de Bach y Händel, como sabemos, estableció ya una diferencia entre la composición para deleite del propio autor y la producción destinada al público; pero ahora ya se hace una distinción incluso entre las distintas categorías de público. En las obras de Schubert y Schumann se puede hacer ya una división de este tipo[233]; en Chopin y Listz, la consideración para con la parte del público menos exigente musicalmente influye en cada una de las obras por así decirlo; y en Berlioz y Wagner esta consideración llega a una coquetería manifiesta. Cuando Schubert declara que no conoce una música «alegre», parece como si quisiera defenderse de antemano contra el reproche de frivolidad; pues desde el romanticismo toda jovialidad parece tener un carácter superficial y frívolo. La combinación de la ligereza más descuidada con la seriedad más profunda, del juego más arrogante con el más alto y más puro ethos que glorifica toda la existencia, que se da todavía en la música de Mozart, desaparece; en lo sucesivo todo lo serio y sublime adopta un carácter sombrío y preocupado. Basta comparar el expresionismo convulsivo de la música romántica con la humanidad de Mozart, jovial, clara y libre de todo misticismo, para darse cuenta de lo que se ha perdido con el siglo XVIII.
Las concesiones al público ocasionan al mismo tiempo en el romanticismo una acentuada desconsideración y arbitrariedad de la expresión. Las composiciones se vuelven más consciente y caprichosamente difíciles, tanto en el aspecto técnico como en el intelectual: dejan de estar destinadas a la ejecución por aficionados burgueses. Ya las últimas obras de Beethoven para piano y para música de cámara pueden ser interpretadas sólo por artistas profesionales y estimadas sólo por un público de alta cultura musical. Con los románticos se aumenta, sobre todo, la dificultad técnica de la ejecución. Weber, Schumann, Chopin y Liszt componen para los virtuosos de las salas de conciertos. La ejecución brillante que ellos presuponen en el intérprete tiene una doble función: restringir el ejercicio de la música a los expertos y deslumbrar a los profanos. En los compositores virtuosistas, cuyo prototipo es Paganini, el estilo brillante no tiene otra finalidad que el deslumbramiento de los oyentes, mientras que en los auténticos maestros, por el contrario, la dificultad técnica es simplemente la expresión de una dificultad y una complejidad íntimas. Ambas tendencias, tanto la de aumentar la distancia entre el aficionado y el virtuoso como la de ahondar la fisura entre la música fácil y la difícil, conducen a la disolución de los géneros clásicos. La manera virtuosista de escribir desintegra inevitablemente las formas grandes y macizas; la pieza de bravura es relativamente breve, destelleante, conceptuosa. Pero también el modo expresivo, intrínsecamente difícil, individualmente diferenciado y basado en la sublimación de pensamientos y sentimientos exige la disolución de las formas de validez general, estereotipadas y de gran aliento.
La natural disposición con que la música sale al encuentro de esta disolución de las formas, la irracionalidad de su contenido y la independencia de sus medios de expresión explican el lugar preeminente que en lo sucesivo ocupa entre las artes. Para el clasicismo la poesía era el arte principal; el romanticismo temprano estaba en parte basado en la pintura; el romanticismo posterior, sin embargo, depende enteramente de la música. Para Gautier la pintura era todavía el arte perfecto; para Delacroix es ya la música la fuente de las más profundas vivencias artísticas[234]. Esta evolución alcanza su punto culminante en la filosofía de Schopenhauer y en el mensaje de Wagner. El romanticismo alcanza en la música sus triunfos más grandes. La gloria de Weber, Meyerbeer, Chopin, Liszt y Wagner llena toda Europa y supera el éxito de los poetas más populares. La música ha seguido siendo hasta finales del siglo XIX romántica, más profunda y entregadamente romántica que las demás artes. Y el que este siglo haya experimentado la naturaleza del arte precisamente en la música muestra del modo más claro cuán profundamente estaba implicada aquella esencia en el romanticismo. La confesión de Thomas Mann de que el significado del arte le llegó por vez primera con la música de Wagner es altamente sintomática. Le sang, la volupté et la mort de la borrachera romántica de los sentidos y el salto mortal de la razón significan todavía, a finales de siglo, la quintaesencia del arte. La lucha del siglo XIX con el espíritu del romanticismo siguió indecisa; la decisión no la trajo sino el nuevo siglo.