ALEMANIA Y LA ILUSTRACIÓN
El movimiento romántico del siglo XVIII fue en toda Europa un fenómeno sociológicamente contradictorio. Representaba, de una parte, la continuación y la cumbre de la emancipación de la burguesía iniciada con la Ilustración, siendo por ello la expresión de un emocionalismo y un entusiasmo plebeyos y, por tanto, la antítesis del intelectualismo delicado y discreto de las clases superiores; y, por otra parte, era la reacción de estas mismas clases contra el racionalismo «corruptor» y las tendencias reformadoras de la Ilustración. Este movimiento se desarrolló al principio en los amplios sectores de la clase media, en los que la Ilustración había influido sólo superficialmente, y en aquella parte de la burguesía a la que le parecía que la Ilustración estaba todavía demasiado estrechamente ligada con la vieja cultura clásica; gradualmente, sin embargo, se convirtió en posesión de aquellos estratos que utilizaban las tendencias emocionales de la época para el logro de sus objetivos antinacionales, reaccionarios religiosa y políticamente. Sin embargo, mientras que en Francia e Inglaterra la burguesía seguía siendo consciente de su propia situación social y no abandonó nunca completamente las conquistas de la Ilustración, en Alemania cayó bajo el influjo de la ideología irracionalista romántica antes de que hubiera pasado por la escuela del racionalismo. Con esto no quiere decirse que el racionalismo como doctrina no tuviera ningún representante en Alemania; probablemente estuvo presente en las universidades alemanas de manera más vigorosa que en parte alguna, pero fue siempre cabalmente eso: una doctrina, la especialidad de unos estudiosos y de los poetas académicos. Nadie había infiltrado completamente este racionalismo en la vida pública, en la ideología políticosocial de las grandes masas y en la actitud vital de las clases medias. Había en Alemania, efectivamente, grandes representantes aislados de la Ilustración, Lessing sobre todo, que es probablemente la personalidad más genuina y más atractiva humanamente de todo el movimiento; pero los seguidores sinceros, lúcidos y constantes de las ideas de la Ilustración fueron siempre fenómenos aislados y constituyeron una excepción, incluso entre los intelectuales. La mayoría de la burguesía y de la intelectualidad era incapaz de comprender el significado de la Ilustración en relación con su propio interés de clase; no era difícil desfigurar ante sus ojos el carácter del movimiento y caricaturizar las limitaciones e insuficiencias del racionalismo. No se puede, naturalmente, presentar el proceso simplemente como una conspiración en la que los escritores fuesen mercenarios y cómplices de los políticos. Probablemente ni siquiera los conductores de la opinión pública admitieron nunca que se trataba de una falsificación ideológica de la realidad, pero en cualquier caso los representantes intelectuales de la burguesía estaban bien lejos de tener conciencia de que aquello era un fraude o una traición.
Pero ¿cómo surgió esta falsa conciencia, esta ingenuidad política de la intelectualidad, que condujo finalmente a Alemania a la tragedia? ¿Cómo se puede explicar que la burguesía alemana no llegara nunca a asimilar auténticamente la Ilustración, y que la intelectualidad progresista y con conciencia de clase fallara completamente como grupo compacto? La Ilustración fue la escuela política elemental de la burguesía moderna, y sin ella su papel en la historia cultural de los últimos siglos sería inconcebible. La desgracia de Alemania consistió en que desaprovechó a su tiempo esta escuela, y después no pudo nunca ya resarcirse de ello. Cuando la Ilustración pasó a ser el movimiento intelectual predominante en Europa, la intelectualidad alemana no estaba madura todavía para participar en él; y luego ya no era tan fácil sobreponerse a las ingenuidades y perjuicios del movimiento.
El retraso de la intelectualidad alemana, naturalmente, no explica nada, y él mismo debe ser explicado previamente. La burguesía alemana había perdido en el curso del siglo XVI su influencia económica y política, que había ido creciendo constantemente desde fínales de la Edad Media, perdiendo con ello su significación cultural. El comercio internacional se desplazó del Mediterráneo al océano Atlántico: la Liga Hanseática y las ciudades alemanas fueron sustituidas por las holandesas e inglesas, y las ciudades del sur de Alemania, particularmente Augsburgo, Nuremberg, Ratisbona y Ulm, centros de la cultura alemana de entonces, declinaron al mismo tiempo que las ciudades mercantiles italianas, cuyas líneas de comunicación en el ámbito del Mediterráneo habían cortado los turcos. La ruina de las ciudades alemanas significaba la decadencia de la burguesía tudesca; los príncipes no tenían ya nada que esperar ni que temer de ella. El poder de los príncipes había llegado en el oeste de Europa, desde finales del siglo XVI, a un fortalecimiento considerable, dando lugar a un nuevo proceso de aristocratización, pero las monarquías occidentales se apoyaban siempre en parte en la burguesía en su lucha contra la nobleza feudal, y, por lo que se refiere a la nobleza, abandonó el comercio y la industria totalmente en manos de la burguesía, como ocurrió en Francia, o se alió con ella para el aprovechamiento de la prosperidad económica, como en Inglaterra. Por el contrario, los príncipes alemanes, que después de la dominación de las sublevaciones de los campesinos eran los dueños indiscutibles del país, no veían peligro en la nobleza, a la que ellos mismos pertenecían y cuya política representaban ante el Emperador, sino en los campesinos y en la burguesía, que amenazaban su predominio. Los príncipes territoriales alemanes, a diferencia de Jos reyes de Francia y de Inglaterra, eran grandes terratenientes que tenían sobre todo intereses feudales y a los que el bienestar de la burguesía y de las ciudades no les preocupaba gran cosa. La guerra de los treinta años había completado el hundimiento del comercio alemán y destruido las ciudades tanto en lo económico como en lo político[99]. La paz de Westfalia confirmó el particularismo alemán y fortaleció la soberanía de los príncipes territoriales; sancionó con ello aquellas condiciones frente a las cuales el oeste de Europa, donde el rey, hasta cierto punto, representaba la unidad de la nación y defendía sus intereses en determinadas circunstancias incluso contra la aristocracia, puede ser calificado como progresista. Aquí continuó existiendo entre el rey y la nobleza insubordinada, incluso después de la reconciliación, una cierta tensión de la que la burguesía se aprovechó resueltamente; en Alemania, por el contrarío, los príncipes y la nobleza estaban siempre de acuerdo cuando se trataba de privar de sus derechos a las demás clases. En el oeste de Europa la burguesía se había establecido en la Administración y nunca más pudo ser completamente desalojada de ella; pero en Alemania, donde la lealtad del ejército y de la burocracia constituía el fundamento de un nuevo feudalismo, los puestos, con excepción de los funcionarios subalternos, estaban reservados a la alta nobleza y a la nobleza campesina. El pueblo era oprimido por los funcionarios de la Corona, altos y bajos, tan fuertemente o más que antaño por los intendentes de los señores feudales. Los campesinos no habían conocido en Alemania otra cosa que la servidumbre, pero ahora también la burguesía perdió todo lo que había ganado en el curso de los siglos XIV y XV. Primeramente se empobreció y fue privada de sus privilegios, y después perdió también la confianza en sí misma y la propia estimación. Y, finalmente, desarrolló, partiendo de su miseria, aquellos ideales de moral de sumisión, aquella lealtad y aquella fidelidad que autorizaban a todo burgués que se revolcaba en el polvo a sentirse servidor de un alto ideal.
Así como la evolución desde el mercantilismo hacia la libertad de comercio e industria tuvo lugar en Alemania sólo con mucha lentitud y apenas se completa antes de 1850[100], también el poder central político consigue la supremacía sobre los señores territoriales no antes de la segunda mitad del siglo XIX. Como ha señalado un historiador francés, el interregno dura efectivamente hasta 1870[101]. En el siglo XVI el Imperio se restablece transitoriamente, y Carlos V consigue, apoyado en la corriente absolutista de la época, consolidar el poder imperial; sin embargo, no tuvo éxito en su intento de quebrantar la autoridad de los príncipes. Sus actividades eran demasiado dispersas como para dedicarse a la modificación de las condiciones en Alemania. Por otra parte, debido a sus intereses en Europa, debía sacrificar de antemano la causa de la Reforma alemana a sus consideraciones al papa, y así desaprovechó la irrecuperable ocasión de crear una Alemania unida, partiendo de un movimiento popular auténtico[102]. Cedió las ventajas anejas al patronato de la Reforma a los príncipes alemanes, a los que Lutero entregó inmediatamente el instrumento del poder espiritual. Latero los convirtió en cabezas de las iglesias locales y les confirió autoridad para guiar en lo sucesivo la vida de sus súbditos también en lo espiritual y para tomar sobre sí el cuidado de su salvación. Los príncipes se apoderaron de los bienes de la Iglesia, decidieron sobre la provisión de los cargos eclesiásticos, tomaron en su mano la educación religiosa, y, por lo tanto, no hay que maravillarse ante el hecho de que las iglesias locales se convirtieran en el apoyo más seguro del poder de los príncipes. Predicaban el deber de obediencia a la autoridad, confirmaban el derecho divino de sus ilustres señores y originaban aquel espíritu apagado, mezquino y conservador que caracteriza al luteranismo alemán en el siglo XVII. El despotismo de los pequeños Estados, al que no se oponía entonces ningún poder en el país, apartó igualmente de la Iglesia a las clases progresistas.
El espíritu burgués de los siglos XV y XVI desaparece también del arte y de la cultura alemanes, hasta tal punto que no puede hablarse de tales cosas después de la paz de Westfalia. Los alemanes participan del estilo cortesano-aristocrático francés no sólo como discípulos y seguidores, sino que lo aceptan, bien a través de la importación directa de artistas y artesanos, bien de la imitación servil de los modelos franceses. Todos los doscientos pequeños Estados pusieron su ambición en igualar al rey de Francia y a la corte de Versalles. Así surgen en la primera mitad del siglo XVIII los magníficos castillos de los príncipes alemanes: Nymphenburg, Schleissheim, Ludwigsburg, Pommersfelden, el Zwinger en Dresde, la Orangerie en Fulda, la Residencia de Würzburg, Bruchsal, Rheinsberg, Sanssouci, todos construidos con una misma escala y adornados con un lujo que no está en proporción con el poder y los recursos de los estados, en su mayor parte muy pequeños y muy pobres. Gracias a este derroche se desarrolla algo así como una variedad alemana del rococó francés e italiano. Pero la literatura no sacó mucho provecho de la ambición de los príncipes, y los poetas obtuvieron por este lado poca inspiración, con excepción de algunas cortes poéticas, las cuales, sin embargo, no surgen hasta finales de siglo. «Alemania es un enjambre de príncipes, de los cuales tres cuartas partes apenas si tienen sano el juicio y son la afrenta y el azote de la humanidad», escribe un contemporáneo. «Tan pequeños como son sus estados, y, sin embargo, se imaginan que la humanidad se ha hecho para ellos»[103]. Con todo, había en Alemania príncipes muy distintos, más y menos cultos, más y menos déspotas, progresistas y retrógrados, amantes del arte o simplemente de la bambolla; pero probablemente no había ni uno que dudara de que, para un mortal común, el sentido de la existencia consistía en ser dominado y explotado por su señor.
Los recursos de dinero que no eran consumidos por el lujo absurdo, la construcción arquitectónica petulante, la corte dispendiosa y las amantes de los príncipes, se dedicaban al ejército y a la burocracia. El ejército, naturalmente, podía desempeñar sólo servicios de policía y costaba relativamente poco; más pesadamente cargaba sobre la nación la burocracia. Esta fragmentación política originaba de por sí una multiplicación del aparato estatal, incrementado aún más por la burocratización del Estado, La traslación, de las funciones de las corporaciones autónomas a las oficinas estatales, la afición a decretos y ordenanzas y la tendencia general a la reglamentación de la vida pública y privada. Es cierto que en Francia dominaba el mismo sistema político, económico y social; también en ella el ciudadano estaba cohibido en sus negocios y empresas por el intervencionismo, y perjudicado por el desgobierno, y tenía que sufrir, lo mismo que en Alemania, la privación de derechos y el desprecio; pero en las condiciones de pequeñez de los principados alemanes todo esto resultaba más opresivo y humillante. En la vecindad inmediata de la corte, bajo la opresión de un aparato estatal minúsculo, pero de un príncipe exigente y pródigo, y siempre vigilado por funcionarios poco influyentes, pero inhumanos, el ciudadano alemán llevaba una existencia inquieta y amenazada siempre. Es cierto que el servicio oficial absorbía en sus funciones subordinadas una parte considerable de la clase media, pero corrompía a estos pequeños funcionarios por la circunstancia de que el empleo oficial representaba para la mayoría de ellos la única posibilidad de vivir conforme a su condición. Para un miembro de la burguesía que no se ocupara en el comercio o en la industria no quedaba otro recurso que convertirse en funcionario oficial, jurista de la administración pública, clérigo de la iglesia local o profesor en un instituto público.
La impotencia de la clase burguesa, su exclusión del gobierno del país, así como de toda actividad política, provocó una pasividad que se extendió a toda la vida cultural. La intelectualidad formada por funcionarios subalternos, maestros de escuela y poetas ajenos al mundo se acostumbró a trazar una línea divisoria entre su vida privada y la política, y a renunciar de antemano a toda influencia práctica. Se resarcía de ello con su exagerado idealismo y con el acentuado desinterés de su ideología, y cedía la dirección del Estado a los detentadores del poder. En esta renuncia se manifiesta no sólo una indiferencia absoluta por las aparentemente inalterables condiciones sociales, sino también un desprecio manifiesto de la política como profesión. La intelectualidad burguesa perdió de esta manera todo contacto con la realidad social y se hizo cada vez más aislada, más excéntrica e intransigente. Su pensamiento se hizo meramente contemplativo y especulativo, irreal e irracional; su modo de expresión se volvió caprichoso, encasillado, incomunicable, incapaz de tomar en consideración a los demás y opuesto a toda corrección venida del exterior. Se retiró a un nivel de vida «universalmente humano», situado por encima de clases, estamentos y grupos; hizo de su falta de sentido práctico una virtud y la llamó idealismo, interioridad y superación de las limitaciones de tiempo y espacio. Desarrolló, partiendo de su involuntaria pasividad, un ideal idílico de existencia privada, y, partiendo de sus trabas exteriores, la idea de la libertad interior y de la soberanía espiritual sobre la común realidad empírica. Así se llegó en Alemania a la separación completa de la literatura y la política y a la desaparición de aquel representante de la opinión pública tan conocido en el oeste de Europa: el escritor que es al mismo tiempo político, científico y publicista, buen filósofo y buen periodista.
La evolución social que dividía a la burguesía alemana desde finales de la Edad Media en distintos estratos claramente definibles llegó en el siglo XVI a una estabilización. La sustituyó, como proceso regresivo, una nueva integración, que dio como resultado otra vez una clase burguesa bastante indiferenciada, tal como la encontramos en el siglo XVII. Los estratos más amplios de la burguesía habían abandonado sus exigencias culturales, y la alta burguesía estaba tan diluida que ya no contaba mucho como factor cultural. Apenas se podía hablar ya de un estilo de vida burgués elevado, ni de una mentalidad burguesa creadora de una expresión propia en el arte y en la literatura. Lo que había surgido era más bien un nivel uniforme de carencia de exigencias, que recordaba las condiciones de la alta Edad Media. Los acontecimientos revolucionarios del siglo XVI, principalmente el desplazamiento de los centros de la economía mundial y el fortalecimiento del poder de los príncipes, destruyeron los frutos del gótico tardío y el Renacimiento burgueses. No quedaba ya nada de aquella cultura que tenía sus fundamentos en el modelo de vida burgués, ni de los criterios de una educación propiamente burguesa, ni del ideal artístico específicamente burgués, ni de la atmósfera espiritual de una época en la que todo el desarrollo cultural decisivo y las tendencias progresistas artísticas y filosóficas se movían dentro de las formas de pensamiento y experiencia de la burguesía, y las personalidades señeras, como Durero y Altdorfer, Hans Sachs y Jakob Böhme, eran representantes de la mentalidad burguesa.
La burguesía, que consiguió riqueza y consideración gracias a la evolución de la economía monetaria, el crecimiento de las ciudades y la decadencia de la nobleza feudal, logró por la lucha y por su influencia monetaria la autonomía de los municipios más grandes, asumió su administración y conquistó puestos importantes en el gobierno del Estado, en el consejo de los príncipes y en la administración de justicia. La decadencia posterior de las ciudades alemanas y la consiguiente pérdida de prestigio de la burguesía, así como la progresiva ruina económica de la nobleza, condujeron ya a finales del siglo XVI al desplazamiento del elemento burgués de los puestos del Estado y de la corte y a la incautación de estos puestos por la nobleza[104]. La guerra de los treinta años, que empeoró también la situación de las clases feudales, renovó y apresuró el curso de la nobleza hacia los empleos oficiales y privó a la burguesía de la alta carrera de funcionario. En Francia se desarrolló la nobleza burocrática —que tenía principalmente su origen en la burguesía— junto a la nobleza campesina y cortesana; en Alemania, por el contrario, la misma aristocracia caballeresca y terrateniente se transformó en tal nobleza burocrática, y la burguesía fue arrinconada, de manera mucho más radical incluso que luego en el siglo XVIII, en las filas de la burocracia subalterna. La victoria de los príncipes significó el fin de las «clases» como factor político, es decir la privación de derechos tanto de la nobleza como de la clase media; a partir de entonces había solamente un poder político: el de los príncipes. Pero ocurrió lo que en general suele ocurrir en tales casos: los príncipes indemnizaron a la nobleza y dejaron a la burguesía con las manos vacías. La sociedad alemana está dominada ahora por dos grupos: los altos funcionarios del Estado y de la corte, que forman una especie de nuevos vasallos con relación a los príncipes, y la burocracia más baja, que está constituida por los más fieles servidores de los príncipes. Unos se resarcen de su servilismo para con sus superiores mediante una inmensa brutalidad hacia los inferiores, y otros se compensan con un culto de la disciplina que hace del jefe un «director íntimo» de la propia conducta, y del cumplimiento del deber burocrático una religión.
Sin embargo, a pesar de los impedimentos provenientes de los pequeños estados, con sus intereses particularistas y sus finanzas descuidadas, no se puede detener a la larga el progreso del comercio y de la industria. La burguesía se enriqueció otra vez y comenzó a dividirse de nuevo en clases según su fortuna. Primeramente surgió una burguesía desgajada de la clase media inferior, que podía pagar la protección de los funcionarios de la corte y participar de la moda francesa de los círculos cortesanos. A través de esta alta burguesía, que es, junto a la nobleza cortesana, la única portadora de cultura en la nación, el gusto trances y el desprecio de las tradiciones nativas se extienden a toda la intelectualidad. La literatura francesa dominó las universidades y encontró en Gottsched el poeta erudito representativo de la época, su abogado más entusiasta. El arte burgués del Renacimiento alemán y las escasas huellas que se han conservado de él como tradición viva le parecen a éste groseros, atrofiados y faltos de gusto en comparación con el ideal artístico francés. Y, a pesar de esto, Gottsched no puede en modo alguno ser considerado como el portavoz literario de la aristocracia; es más bien el exponente de la burguesía, que, ciertamente, no tiene todavía un ideal propio y no posee carácter nacional distinto ni conciencia de clase inequívoca. Naturalmente, no debe olvidarse que la cultura aristocrática que se ofrece como modelo a la burguesía, e incluso la cultura de la nobleza cortesana, son sólo una seudocultura compuesta según patrones estereotipados y frecuentemente vacíos[105]. La literatura profana universal, que, por decirlo así, representa la única necesidad cultural de estas clases, se limitaba hacia 1700 a los géneros que eran también populares en los círculos aristocráticos cortesanos de Francia, sobre todo a la novela heroica, pastoril y amorosa, y a la tragedia heroica. Pero sus creadores son, a diferencia de los autores franceses e ingleses, personas de formación académica, es decir profesores universitarios, juristas y funcionarios de la corte, que pertenecen en su mayor parte a la burguesía. Hay entre ellos nobles como el barón de Canitz, Friedrich von Spee y Friedrich von Logau, pero apenas si hay un representante de las clases inferiores[106]. Aparte de ios grandes señores que escribían versos para esparcimiento y recreo propio, todos estos autores dependen directa o indirectamente de la corte. O están al servicio directo del príncipe, o están adscritos a una de las universidades y pertenecen de esta manera al séquito cortesano.
El primer poeta profesional alemán en el sentido europeo de la palabra es Klopstock, si bien tampoco él pudo valerse completamente sin el apoyo de protectores privados. Antes de la aparición de Lessing y del desarrollo de la gran ciudad como base sustentadora de la literatura no hay en Alemania escritores libres. La gran burguesía permanece todavía largo tiempo fiel a la moda francesa y a las formas cortesanas de poesía. Sabemos que el gusto por el rococó, incluso en una ciudad mercantil como Leipzig, era el dominante aún en los tiempos en que Goethe era estudiante allí. A pesar de ello, había ciudades comerciales, tales como Hamburgo y Zurich, que habían sido las primeras en liberarse de los dictados del gusto de la corte y ofrecían acomodo a la literatura burguesa. Después de mediados de siglo había incluso cortes en las que la poesía encontraba cultivo —Weimar es el ejemplo clásico—, pero no había ya una poesía cortesana. Lessing es el representante de la burguesía y de la vida ciudadana, no sólo por su origen y sus simpatías, sino también por las características de su actividad de escritor, que es principalmente crítica y periodística. Berlín mostraba ya perfiles de gran ciudad cuando Lessing se estableció en ella. Tenía cien mil habitantes y disfrutaba, en parte como consecuencia de la guerra de los siete años, de cierta libertad de discusión y de crítica. Ciertamente, Federico II la suprimió tan pronto como tocó campos ajenos a la religión[107]. A esta limitación característica de lo discutible alude también Lessing en una carta a Nicolai: «Vuestra libertad berlinesa —escribe— se reduce… a la libertad de traer al mercado tantos absurdos contra la religión como se quiera… Hagan ustedes aparecer en Berlín a alguien que quiera levantar su voz en favor del derecho de los súbditos y contra la explotación y el despotismo… y descubrirán en seguida cuál es hoy el país más servil de Europa.» Y, sin embargo, Lessing sabía muy bien por qué iba a Berlín: se respiraba en esta gran ciudad un aire muy distinto del de las mezquinas residencias y de las universidades aisladas del mundo como por un muro, constituyendo ella la única oportunidad ofrecida a un escritor de entonces que desease trabajar[108]. Es verdad que Lessing llevó la existencia de un jornalero literario: ordenó bibliotecas, hizo oficios de secretario, realizó traducciones, pero era totalmente independiente. De lo que le costaba esta libertad puede uno hacerse idea oyendo la respuesta que dio en cierta ocasión a la pregunta de por que escribía con letra tan pequeña: sus honorarios no cubrirían los gastos de papel y tinta si escribiera con letra más grande, respondió. Con cuarenta años pasados ya, no le quedó finalmente otro recurso que admitir el yugo contra el que se había rebelado toda su vida. Entró al servicio de un príncipe y pasó los últimos años angustiosos de su vida en Wolfenbüttel, como bibliotecario del duque de Brunswick. Sin embargo, la literatura alemana progresaba. El número de escritores aumentó (en 1773 había en Alemania unos tres mil autores, y en 1787 había ya el doble) y en las últimas decenas del siglo XVIII muchos vivían ya del fruto de sus trabajos literarios[109]. De todos modos, la mayoría debían hasta en la época romántica buscar una ocupación burguesa. Gellert, Herder y Lavater eran teólogos; Hamann, Winckelmann, Lenz, Holderlin y Fichte, profesores privados; Gottsched, Kant, Schiller, Gorres, Schelling y los hermanos Grimm eran profesores universitarios, y Novalis, A. W. Schlegel, Schleiermacher, Eichendorff y E. T. A. Hoffmann, funcionarios públicos.
Con el Sturm und Drang la literatura alemana se hace totalmente burguesa, a pesar incluso de que los jóvenes rebeldes no son precisamente indulgentes con respecto a la burguesía. Pero su protesta contra los abusos del despotismo y su exaltación de los derechos de la libertad son tan auténticas y tan sinceras como su actitud opuesta a la Ilustración. Y aunque son simplemente un grupo poco unido de ilusos enajenados y de locos ingenuos, están enraizados profundamente en la burguesía y apenas pueden desmentir su origen. Todo el período de la cultura alemana que se extiende desde el Sturm und Drang hasta el romanticismo está sustentado por esta burguesía; los jefes intelectuales de la época piensan y sienten de manera burguesa, y el público al que se dirigen se compone fundamentalmente de elementos burgueses. Ciertamente, este público no abarca la totalidad de la burguesía y a menudo se reduce a una élite no muy numerosa, pero, a pesar de ello, representa una tendencia progresista y consuma la disolución definitiva de la cultura cortesana. La burguesía evoluciona hacia una clase cultural que no sólo se destaca de la nobleza, sino también de la clase académica, y establece un puente tanto entre el mundo de la realidad y el del espíritu como entre los conductores intelectuales y los amplios estratos de la nación. Alemania se convierte ahora en aquel «país de la clase media» en el que la aristocracia se muestra siempre estéril, y la burguesía, por el contrario, a pesar de su impotencia política, se impone intelectualmente y socava con su racionalismo las formas no burguesas de la cultura. El racionalismo del siglo XVIII pertenece a los movimientos cuyo progreso puede ser retardado, pero no detenido por corrientes reaccionarias. Ningún grupo social podía desentenderse de él, y mucho menos la intelectualidad alemana, ya que sus tendencias antirracionalistas derivaban de la falsa comprensión de sus verdaderos intereses. La situación, pues, en Alemania, se conforma así a grandes rasgos: la actitud ante la vida de las clases portadoras de la cultura se aburguesa, sus hábitos mentales y sus formas de experiencia se vuelven racionalistas y revolucionarios, y surge un nuevo tipo de intelectual que carece íntimamente de vínculo, es decir que está libre tradiciones y convencionalismos, y que no puede ejercer sobre la realidad política y social la correspondiente influencia, o que, frecuentemente, tampoco quiere hacerlo. Lucha contra el racionalismo, del que es portador involuntario, y se convierte en cierto modo en campeón del conservadurismo contra el cual cree estar luchando. De este modo, se mezclan características conservadoras y reaccionarias con rasgos progresistas y liberales[110].
Lessing sabía que la «superación» del racionalismo por medio del Sturm und Drang era una aberración de la burguesía; por esto se mantiene tan reservado ante las obras juveniles de Goethe, principalmente ante Goetz y Werther[111]. La crítica que la nueva generación hacía de la filosofía popular racionalista estaba justificada ciertamente, pero en las circunstancias dadas se necesitaba más inteligencia para sobreponerse a las incapacidades del racionalismo que para seguir adherido a ellas. En su lucha contra la Iglesia, aliada con el absolutismo, la Ilustración se había vuelto insensible a todo lo que se relacionara con la religión y con las fuerzas irracionales en la historia, y los representantes del Sturm und Drang esgrimían estas fuerzas irracionales contra la realidad «desencantada», a la que no se sentían ligados en modo alguno. Pero con esto no hacían más que responder a los deseos de las clases dominantes, que se esforzaban en distraer la atención para que ésta no se fijase en la realidad, de la que ellos disfrutaban. Estas clases fomentaban toda mentalidad que presentara el significado del mundo como inexplicable e incalculable, y favorecían la espiritualización de los problemas, por medio de la cual podían ser encauzadas las tendencias revolucionarias dentro de la esfera intelectual, y la burguesía podía ser inducida a contentarse con una solución ideológica en vez de práctica[112]. Bajo la influencia de esta droga, la intelectualidad alemana perdió su sentido para el conocimiento positivo y racional y lo sustituyó por la intuición y la visión metafísica.
El irracionalismo fue, ciertamente, un fenómeno común a toda Europa, pero se manifestó en todas partes esencialmente como una forma de emocionalismo, y sólo en Alemania recibe el cuño especial de idealismo y espiritualismo; únicamente allí se convirtió en una concepción metafísica que despreciaba la realidad empírica y se basaba en lo intemporal e infinito, en lo eterno y absoluto. Como forma de emocionalismo, el movimiento romántico tenía todavía una conexión inmediata con las tendencias revolucionarias existentes entre la burguesía; pero como forma de idealismo y supranaturalismo, por el contrario, se alejaba cada vez más de la ideología progresista burguesa. Es cierto que la filosofía idealista alemana partía de la teoría del conocimiento antimetafísica de Kant, la cual tenía sus raíces en la Ilustración; pero su subjetivismo hacía derivar esta doctrina hacia un desprecio absoluto de la realidad objetiva, hasta situarse finalmente en una oposición decidida al realismo de la Ilustración. La filosofía alemana se había alejado ya con Kant del público culto lego de la época, sobre todo por su jerga, que era sencillamente incomprensible para los no iniciados y que identificaba la profundidad con la dificultad. El lenguaje científico alemán fue tomando paulatinamente aquel carácter frecuentemente vago, sugerente y de límites inciertos que lo distingue tan profundamente del estilo del lenguaje científico de Europa occidental. Los alemanes pierden al mismo tiempo el sentido de la realidad simple, sobria y segura, que en Occidente se estimaba tanto, y su preferencia por las construcciones especulativas y las complicaciones se convierte en una auténtica pasión.
El hábito mental denominado «pensamiento alemán», «ciencia alemana» y «estilo alemán» no debe ser considerado como expresión de una característica nacional constante, sino simplemente como un modo de pensamiento y lenguaje que surge en un período determinado de la historia cultural alemana —es decir en la segunda mitad del siglo XVIII— por obra de una determinada clase social, la intelectualidad burguesa, excluida del gobierno del país y prácticamente carente de influencia. Este estrato desempeña en el desarrollo de la clase culta alemana un papel tan importante como los literatos de la Ilustración en el del público lector de Francia. Lo que Tocqueville asegura de los orígenes de la mentalidad francesa —esto es, que debe su inclinación hacia las ideas racionales, abstractas y generales a la enorme influencia de la literatura de la Ilustración[113]— puede también aplicarse mutatis mutandis al origen de la mentalidad alemana, excéntrica y aficionada a las sorpresas y las complicaciones. Una y otra son creaciones de una época en la que la clase literaria, en proceso de independización, ejerció una influencia decisiva sobre el desarrollo intelectual de la nación. El siglo XVIII fue en todo Occidente, tanto en Francia e Inglaterra como en Alemania, el período de nacimiento del pensamiento científico moderno y de los criterios de educación válidos hoy todavía en general. Surgieron al mismo tiempo que la moderna burguesía, y a ella deben su tenacidad. Así, por ejemplo, Thomas Mann, en La montaña mágica, juzga aún la Ilustración según los mismos puntos de vista utilizados por el movimiento del Sturm und Drang. Habla todavía del «superficial optimismo» del siglo pedagógico, y en la figura de Settembrini caracteriza al racionalismo europeo occidental como un charlatán frívolo y un filántropo vanidoso.
El irrealismo que se expresa en el pensamiento abstracto y en el lenguaje esotérico de los poetas y filósofos alemanes se manifiesta también en su individualismo exagerado y en su manía por la originalidad. Su deseo de ser absolutamente diferentes de los demás, lo mismo que su jerga, no son más que un síntoma de su naturaleza social. Las palabras de Madame de Stael: «trop d’idées neuves, pas assez d’idées communes», nos dan en la fórmula más breve el diagnóstico del espíritu alemán. Lo que les faltaba a los alemanes no era el pastel de los domingos, sino el pan nuestro de cada día. Les faltaba aquella sana, vigilante y competente opinión pública que en los países de Europa occidental puso de antemano límites a las aspiraciones individuales y creó una orientación común. Madame de Staël reconocía ya que la libertad individual, o, como Goethe la llamaba, el «Sansculottismo literario» de los poetas alemanes, no era otra cosa que una compensación por su exclusión de la vida política activa. Su lenguaje cifrado y su «profundidad», su culto a lo difícil y lo complicado tenían también el mismo origen. Todo expresaba la aspiración a resarcirse de la falta de influencia política y social, que se había negado a la intelectualidad alemana, con su aislamiento intelectual y su posición especial, y a hacer de las más altas formas de la vida intelectual una especie de vedado restringido a una élite, como se había hecho con los privilegios políticos.
La intelectualidad alemana fue incapaz de comprender que el racionalismo y el empirismo eran aliados naturales de una clase media progresista y la mejor preparación para un orden social en el que la opresión desaparecería más pronto o más tarde. No podían hacer a las fuerzas conservadoras servicio más grande que desacreditar «el sobrio lenguaje de la razón». Estos intelectuales se equivocaban en sus propósitos, por una parte porque los príncipes alemanes aceptaban en apariencia la Ilustración y adaptaban el racionalismo del viejo régimen absolutista al nuevo cultivo de la razón, y de otro lado debido a las tradiciones religiosas de los hogares de la pequeña burguesía, a menudo condicionados intelectualmente por la profesión de pastor del padre. La mayoría de los representantes de la intelectualidad habían heredado estas tradiciones, que experimentaban ahora un renacimiento prometedor a través del pietismo. Naturalmente, los intelectuales mantuvieron su campaña contra la Ilustración sobre todo en aquellos campos en que lo irracional tenía más ambiente tomando prestadas sus armas principalmente de la esfera religiosa y la estética. La experiencia religiosa era irracional en sí misma, y la artística se volvió irracional a medida que se alejó de los criterios estéticos de la cultura cortesana. En un principio, y siguiendo el ejemplo del neoplatonismo, se fundieron ambas esferas, pero poco después se dio la primacía de la nueva visión del mundo a las categorías estéticas. Los rasgos de una obra de arte, impenetrables a la razón e indefinibles en términos lógicos, no se descubrieron ahora, pues los había observado y acentuado ya el Renacimiento; pero el siglo XVIII es el primero en llamar la atención sobre la irracionalidad fundamental y la irregularidad de la creación artística. Esta época antiautoritaria, opuesta de manera consciente y sistemática al academicismo áulico, fue la primera en poner en tela de juicio que las facultades reflexivas, racionales e intelectuales, la inteligencia artística y la capacidad crítica, tuvieran parte en la génesis de la obra de arte.
El establecimiento del irracionalismo encontró en esta esfera una oposición infinitamente menor que en el campo de la teoría. Las tendencias opuestas a la Ilustración se retiraron a las líneas de la estética, y, partiendo de aquí, conquistaron todo el mundo intelectual. La estructura armónica de la obra de arte se trasladó a todo el cosmos, y al creador del mundo se le atribuyó una especie de plan artístico, como ya había hecho Plotino. «Lo bello es una manifestación de las fuerzas secretas de la naturaleza», decía el mismo Goethe, que, por lo demás, no se inclinaba demasiado al misticismo, y toda la filosofía natural del romanticismo giraba en torno a esta idea. La estética se convierte en disciplina básica y en órgano de la metafísica. Ya en la teoría del conocimiento de Kant la experiencia era una creación del sujeto cognoscente, en analogía con la obra de arte, considerada desde siempre como producto del artista ligado a la realidad, pero señor de ella. Kant mismo creía no poder decir nada sobre la naturaleza del objeto en sí, y en cambio sí creía poder decir mucho sobre la espontaneidad del sujeto, y transformaba el conocimiento, que había sido concebido durante toda la antigüedad y la Edad Media como imagen de una realidad, en una función de la razón. La oposición de la objetividad a la libertad del sujeto disminuyó con la marcha del tiempo, y, como objeto de conocimiento, se convirtió finalmente en dominio absoluto del yo creador. ¿Cómo pudo cambiar tanto la concepción del mundo? Los sistemas filosóficos se trasladan al papel en las bibliotecas y en los gabinetes de estudio, pero no surgen en ellos; y si alguna vez es este el caso, como lo fue efectivamente en el idealismo alemán, tienen también su motivación real, derivada de la vida práctica. Los gabinetes de estudio de los filósofos alemanes estaban herméticamente cerrados, y la experiencia de la que estos filósofos derivaban sus sistemas fue precisamente su aislamiento, su soledad y su falta de influencia en la vida práctica. Su concepción estética del mundo era en parte un cerrarse contra el mundo en el que el «intelecto» había demostrado ser impotente, y en parte un rodeo hacia la manifestación de un ideal humano que no podía realizarse por el camino directo de la educación política y social.
Voltaire y Rousseau se pusieron de moda al mismo tiempo en Alemania, pero la influencia de Rousseau fue incomparablemente más amplia y más profunda que la de su competidor. Ni siquiera en Francia encontró Rousseau tan numerosos y exaltados partidarios como en Alemania. Todo el Sturm und Drang. Lessing, Kant, Herder, Goethe y Schiller eran descendientes suyos y le reconocían su deuda. Kant veía en Rousseau al «Newton del mundo moral» y Herder le llamó «santo y profeta». La autoridad de Shaftesbury en Alemania estaba a la altura de la fama de que disfrutaba en su propia patria. Los eruditos ingleses dedicados al siglo XVIII no le conceden especial significación, y encuentran incomprensible cómo este autor de «segunda fila» pudo alcanzar en Alemania tanto renombre[114]. Pero cuando se conocen mejor las circunstancias de Alemania, no resulta tan extraño que un irracionalista como Shaftesbury, con su espiritualismo opuesto a Locke, con su entusiasmo platónico y su idea plotiniana de la belleza como la esencia más íntima de la divinidad, produjera sobre los alemanes influencia tan profunda. Shaftesbury era un típico aristócrata whig, cuya singularidad intelectual encontraba su expresión más adecuada en la χαλοχάγαθία de su ideal pedagógico y de su doctrina moral estetizante. Su self-breeding no era otra cosa que la traducción de la idea de la selección aristocrática del campo de lo físico al de lo intelectual y moral. El origen sociológico de su ideal de la personalidad se reflejaba de modo tan inconfundible en la idea de que el conflicto entre los instintos egoístas y altruistas, que deprava moralmente a las clases más bajas de la humanidad, encuentra un equilibrio armónico en las clases más altas y «educadas», como en la identificación de lo verdadero y lo bueno con lo bello. La idea de que la vida es una obra de arte en la que se trabaja guiado por un instinto infalible (moral sense) lo mismo que el artista crea su obra guiado por el genio, era una concepción aristocrática que podía ser aceptada por la intelectualidad alemana de modo tan entusiasta simplemente porque fue mal entendida, pudiendo su aristocratismo ser interpretado como conciencia de nobleza intelectual.
El mundo le parecía a la Ilustración algo plenamente comprensible, explicable y fácil de entender; el Sturm und Drang, por el contrario, lo consideraba como algo fundamentalmente incomprensible, misterioso y, desde el punto de vista de la razón humana, desprovisto de significado. Semejantes concepciones no son mera imaginación desarrollada según reglas lógicas. Una es consecuencia del convencimiento de poder conquistar y dominar la realidad, y la otra es la expresión del sentimiento de estar perdido y abandonado en esa realidad. No todas las clases sociales ni todas las generaciones abandonan el mundo voluntariamente; y cuando se ven obligadas a hacerlo, inventan a menudo las más bellas filosofías, cuentos de hadas y mitos para elevar a la esfera de la libertad, de la espiritualidad y la interioridad la necesidad a la que sucumben. Así surgieron también las teorías de la autorrealización de la Idea en la historia, del imperativo categórico de la persona moral, de la ley impuesta a sí mismo por el artista creador, y tantas otras semejantes. Pero nada refleja los motivos a partir de los cuales el Sturm und Drang desarrolla su imagen del mundo tan aguda y exhaustivamente como el concepto del genio artístico, al que se coloca en la cúspide de los valores humanos. Este concepto contiene sobre todo los criterios de lo irracional y lo subjetivo, que el prerromanticismo acentúa en oposición a la Ilustración dogmatizante y generalizadora, la elevación de la necesidad externa a una libertad interior, que es al mismo tiempo rebelde y despótica, y, finalmente, el principio de la originalidad, que en esta hora natal del escritor libre y de una competencia intelectual que se agudiza por momentos se convierte en el arma más importante en la lucha del intelectual por la existencia.
La creación artística, que tanto para el clasicismo cortesano como para la Ilustración era una actividad intelectual unívocamente definible y apoyada en reglas de gusto explicables y que podían aprenderse, se convierte ahora en un proceso misterioso que surge de fuentes tan insondables como la inspiración divina, la intuición ciega y una incalculable disposición de ánimo. Para el clasicismo y la Ilustración el genio era una inteligencia esclarecida vinculada a la tazón, la teoría, la historia, la tradición y los convencionalismos; para el prerromanticismo y el Sturm und Drang se convierte en un ideal para el que es decisiva sobre todo la falta de estos vínculos. El genio se redime de las miserias cotidianas en la tierra imaginaria de un libre albedrío sin restricciones. Vive en ella libre no sólo de las cadenas de la razón, sino que al mismo tiempo está en posesión de fuerzas místicas que hacen innecesaria para él la ordinaria experiencia sensible. «El genio tiene presentimientos; es decir, su sentimiento va por delante de su observación. El genio no observa. Ve, siente», dice Lavater. Es cierto que los rasgos irracionales, inconscientes y creadores del concepto de genio se encuentran ya en el prerromanticismo europeo occidental, sobre todo en Conjectures on Original Composition, 1759, de Edward Young, pero todavía en ellas el genio es al mero talento lo que un «mago» a un «buen constructor», mientras que en la filosofía del arte del Sturm und Drang se convierte, por el contrario, en un titán rebelde, sobrehumano y semejante a Dios. Ya no estamos frente a un nigromante cuyas artes sean incomprensibles pero no sobrenaturales, sino ante el guardián de una sabiduría misteriosa, ante un «hombre que habla de cosas inefables», que es legislador de un mundo propio con leyes propias[115].
Este concepto del genio se distingue del de Young sobre todo por su extremo subjetivismo, debido a las circunstancias peculiares de Alemania. Los rasgos personales de la creación artística eran ya conocidos, tanto en el período helenístico como en el Renacimiento; sin embargo, ninguna de estas épocas llegó a un concepto del arte cuyo subjetivismo fuese comparable con el del siglo XVIII[116]. Pero también en el siglo XVIII es sólo en Alemania donde el subjetivismo evoluciona hacia una manía de originalidad que no se puede explicar simplemente como una protesta contra el dogmatismo de la Ilustración ni como un medio de autopropaganda de los literatos enfrentados en una competencia cerrada. Para comprenderlo rectamente, se debe tener en cuenta también la desmedida veneración que se dispensó al hombre enérgico, al «todo un hombre». El subjetivismo extremado, que ha sido llamado no sin razón «exceso de frenesí burgués»[117], podía surgir sólo en un mundo burgués relativamente libre de la moral y la solidaridad de clase de la aristocracia, y dominado por la idea de la libre competencia; pero sin el antagonismo psicológico de la intelectualidad alemana oprimida e intimidada, que estaba siempre buscando indecisamente compensaciones entre la sumisión y la petulancia, el pesimismo y el optimismo desbordado, no hubiera podido llegar a la forma patológica propia del Sturm und Drang. Sin estas íntimas contradicciones y estas tendencias a la compensación exacerbada de las restricciones de la vida práctica sería incomprensible no sólo el subjetivismo, sino también la disolución formal del prerromanticismo alemán, su fuga hacia lo extravagante y lo informe y su doctrina de la falsedad fundamental y la inadecuación de toda forma. El mundo que se había vuelto ajeno y hostil no quería prestarse a ser reducido a una forma dominada y, por lo tanto, hizo de la atomización de la imagen del mundo de los prerrománticos y del carácter fragmentario de sus experiencias un símbolo de la existencia. El criterio de Goethe sobre la falsedad de toda forma procede del sentido de la vida de esta generación y corresponde en lo esencial a las palabras de Hamann, cuando decía que todo sistema «es en sí un obstáculo para la verdad»[118]. El Sturm und Drang era en su estructura sociológica más complicado aún que las formas europeas occidentales del prerromanticismo; ello no sólo porque la burguesía y la intelectualidad alemanas nunca se habían identificado con la Ilustración lo bastante como para mantener siempre ante la vista las metas del movimiento y no extraviarse, sino también porque su Lucha contra el racionalismo del régimen absolutista era al mismo tiempo una lucha contra las tendencias progresistas de la época. No se habían dado cuenta de que el racionalismo de los príncipes representaba para el futuro un peligro mucho menor que el antirracionalismo de sus propios compañeros de clase burguesa. Al volverse enemigos del despotismo, se convertían en instrumento de la reacción, y con sus ataques al centralismo burocrático favorecían simplemente los intereses de las ciases privilegiadas. Su lucha, naturalmente, se dirigía no contra las tendencias socialmente niveladoras, frente a las que estaba el interés de la aristocracia y de la alta burguesía, sino contra su influencia generalizadora, que violaba toda diferencia y toda variedad intelectual. Combatían el rígido formalismo de la administración racionalista en nombre de los derechos de la vida, del crecimiento natural y el desarrollo orgánico, y sostenían no sólo la negación del Estado burocrático con su generalización mecánica y su reglamentación, sino también el espíritu reformador de la Ilustración planificadora y regularizadora. Y aunque la idea de la vida espontánea y antirracionalista tenía todavía un carácter indefinido e incluso hostil a la Ilustración, si bien todavía no mostraba un sentido expresamente conservador, contenía ya el germen de toda la filosofía conservadora. No se necesitaba ya mucho para adscribir a este principio de la «vida» una suprarracionalidad mística, frente a la que el racionalismo de la ideología de la Ilustración parecía artificioso, inflexible y doctrinario, y representar la génesis de las instituciones sociales y políticas a partir de la vida histórica como un crecimiento «natural», esto es, espontáneo y suprarracional, para proteger estas instituciones de todo ataque arbitrario y asegurar la existencia del sistema establecido.
A primera vista sorprende que el conservadurismo, que estamos acostumbrados a asociar con la idea de la continuidad y de la inercia, acentúa ahora el valor de la vida y la evolución, mientras que el liberalismo, habitualmente ligado a la idea del movimiento y la dinámica, basa sus reclamaciones en la razón. Esta aparente paradoja se quiso explicar diciendo que la ideología revolucionaria de la burguesía estaba en una relación «unívoca» con el racionalismo, y la contracorriente aceptó el punto de vista ideológicamente opuesto, aunque sólo fuera por «mera oposición»[119]. Pero la dificultad del problema está precisamente en que la relación de los distintos grupos sociales y direcciones políticas con el racionalismo del siglo XVIII no es precisamente inequívoca, y en que incluso el conservadurismo de la época tenía un carácter más o menos racionalista. La situación peculiar del Sturm und Drang entre la Ilustración y el romanticismo está justamente determinada por el hecho de que no se pueden identificar simplemente racionalismo y antirracionalismo con progreso y reacción, y de que el moderno racionalismo no es un fenómeno inequívoco y específico, sino una característica general de la historia moderna. Este racionalismo hace sentir su influencia desde el Renacimiento en todos los períodos de desarrollo y en todas las clases de la sociedad, y tan pronto muestra una tendencia hacia la elasticidad intelectual y la movilidad como una aspiración a lo permanente y universalmente válido. El racionalismo del Renacimiento italiano era completamente diferente del del clasicismo francés, y el de la Ilustración era otra vez distinto por completo del de la aristocracia cortesana y la monarquía absolutista. Había un racionalismo burgués y progresista, pero había también otro peculiar de las clases conservadoras. La burguesía del Renacimiento tenía que luchar contra hábitos y costumbres paralizadores, y, concretamente, su racionalismo mostraba un carácter dinámico y antitradicional y una tendencia orientada a la máxima eficacia. La nobleza contemporánea era caballeresco-romántica, irracional y nada práctica; sin embargo, principalmente bajo la presión del desarrollo económico, se adapta cada vez más desde finales del siglo XVI al racionalismo de la burguesía, aunque no sin modificar ciertas manifestaciones de esta forma de pensamiento y experiencia. Así se sometió sobre todo al antitradicionalismo de la ideología burguesa racionalista, pero eliminó de su propia imagen del mundo medieval todo lo fantástico y lo novelesco, y desarrolló en el curso del siglo XVII una filosofía del orden y la disciplina que era en lo esencial tan carente de dinámica como «razonable».
La burguesía de la Ilustración estaba en un principio bajo la influencia de esta aristocracia de mentalidad y acción racionalistas, y tomó de ella el ideal de un modo de vida estrictamente regulado y normativo, aunque, por otra parte, mantuvo la vieja forma del racionalismo procedente del Renacimiento, y desarrolló consecuentemente la doctrina de la eficiencia y la competición económicas. Pero la burguesía media de la segunda mitad del siglo XVIII volvió la espalda al racionalismo en algunos aspectos, y dejó de momento su interpretación a la nobleza y a la alta burguesía. Los estratos medios de la burguesía se volvieron rousseaunianos, sentimentales y románticos, mientras las clases superiores, por el contrario, despreciaban toda sensiblería y permanecían fieles a su intelectualismo. La burguesía progresista, sin embargo, conservó el carácter antitradicionalista y, por tanto, dinámico de su sentido de la vida, lo mismo que las clases conservadoras, a pesar del racionalismo de sus principios morales y de su concepción del arte, mantuvieron el tradicionalismo de su filosofía social. Una consideración más detenida demuestra que el carácter dinámico, que se acostumbra adscribir a la actitud liberal y progresista, es tan metafórico como el estatismo asignado al racionalismo. Liberalismo y conservadurismo son ambos dinámicos y conservadores al mismo tiempo, y no pueden ser en absoluto otra cosa en este estadio de la evolución en que se liquida definitivamente la Edad Media. Los únicos antirracionalistas son ahora los idealistas —poetas y filósofos—, desorientados por la compleja situación social, y que, como consecuencia de lo que a ellos mismos les ocurre, se han vuelto propagandistas del conservadurismo. Mantienen los derechos de la «vida» contra la razón no porque el racionalismo haya perdido de hecho su autoridad y su influencia, sino porque el pensamiento concreto, basado en la realidad, del que pronto las dos partes pretenderán tener el monopolio, ha adquirido un nuevo y estimable valor.
Herder es tal vez la figura más característica de la literatura alemana del siglo XVIII. Reúne en sí las tendencias más importantes de la época y expresa del modo más claro aquel conflicto en la concepción del mundo y aquella mezcla de corrientes progresistas y reaccionarias que dominan la sociedad de su tiempo. Desprecia «la seca cultura intelectualista» de la Ilustración, pero habla a la vez de su tiempo como de «un siglo verdaderamente grande», y cree poder hacer compatibles sus opiniones hostiles a la Ilustración con su entusiasmo por la Revolución francesa, de igual modo que la mayor parte de la intelectualidad alemana y un gran número de escritores, entre ellos Kant, Wieland, Schiller, Friedrich Schlegel y Fichte, comenzaron siendo seguidores entusiastas de la Revolución y no reniegan de ella sino después de la Convención. La evolución de Herder sigue el camino de la intelectualidad alemana, desde la rebeldía del Sturm und Drang hasta la actitud burguesa más consciente, aunque también más resignada, del período clásico. Su ejemplo muestra del modo más claro lo que Weimar significó para la literatura alemana. La influencia de Goethe desplaza en él la de Hamann y Jacobi y le acerca al racionalismo. Herder escribe una nota necrológica entusiasta de Lessing, el campeón impertérrito de la verdad, y supera no sólo su primitiva ortodoxia, sino que da carácter estético a todas sus relaciones con la religión, y aplica su teoría sobre la canción popular también a los documentos religiosos, de manera que la Biblia se convierte para él finalmente en el prototipo de la poesía popular. Naturalmente, no puede renunciar a todo su pasado; los vínculos religiosos de su juventud se convierten en un filisteísmo moralizante, y su filosofía de la historia, tan cercana a las ideas de Burke, nos demuestra hasta qué punto sigue arraigado en el mundo ideológico conservador. Herder quiere, como Burke, no dominar ni modificar o violar las formas de la vida histórica, sino comprenderlas, interpretarlas y abandonarse a ellas[120]. Su concepción morfológica de la historia, que arranca de una rotación vegetal y ve por todas partes la evolución de la semilla hacia la yema y las flores, y del florecer al ajarse y caer, es, a pesar de la cariñosa piedad con que mira las cosas, la expresión de una concepción pesimista que contiene ya los fundamentos de la teoría de la decadencia de las civilizaciones de Spengler[121].
El clasicismo de Herder, Goethe y Schiller ha sido denominado Renacimiento alemán retardado y considerado como el paralelo del clasicismo francés. Sin embargo, se distingue de todos los movimientos semejantes de fuera de Alemania, ante todo, en que representa una síntesis de tendencias clasicistas y románticas y, sobre todo desde el punto de vista francés, parece totalmente romántico[122]. Pero los clásicos alemanes, que pertenecieron casi todos en su juventud al Sturm und Drang y son inconcebibles sin el evangelio naturalista de Rousseau, representan al mismo tiempo una renuncia a la hostilidad romántica contra la cultura y al nihilismo de Rousseau. Viven en un frenesí de cultura y educación que no tiene igual en ninguna otra generación de escritores desde el humanismo, y consideran a la sociedad civilizada, no al individuo aventajado, como la auténtica portadora de la cultura[123]. El ideal educativo de Goethe, sobre todo, sólo encuentra realización en la cultura de la sociedad, y la capacidad de acoplamiento de una aportación individual al orden de la vida burguesa se convierte para él en criterio del valor de esta aportación. Este es cabalmente el concepto de la cultura de una clase de literatos que ha alcanzado ya el éxito y la consideración social, que está contenta con sus laureles y no siente ya ninguna clase de resentimiento contra la sociedad. Este éxito no significa, sin embargo, en modo alguno que los clásicos alemanes se hayan vuelto populares en ningún momento; sus obras no han penetrado nunca tan profundamente en el pueblo como las creaciones clásicas de la literatura francesa e inglesa.
Y Goethe era el poeta menos popular de todos. Su fama se extendió durante su vida solamente a un limitado estrato culto, e incluso después de su muerte sus escritos no fueron leídos más que por la intelectualidad. Goethe se lamenta repetidamente de su soledad, a pesar de que era, como dice Schiller, «el más comunicativo de los hombres», y suspiraba por simpatía, comprensión e influencia sobre los demás. La mayoría de las cartas conservadas y de las conversaciones recogidas muestran cuánto significaban para él la comunicación intelectual, el intercambio de ideas y el desarrollo en común de éstas. Goethe era completamente consciente de su falta de influencia, y atribuyó no sólo el carácter de la literatura alemana en general, sino también el de sus propios escritos, a la falta de un intercambio social en la vida intelectual alemana. La época de su verdadera popularidad fue su juventud, cuando publicó Goetz y Werther. Después de su traslado a Weimar y del comienzo de su actividad oficial desapareció en cierto modo de la vida literaria[124]. En Weimar, su público estaba compuesto por una media docena de personas —el duque, las dos duquesas, la señora Von Stein, Knebel y Wieland—, a las que él leía sus nuevas obras, no precisamente numerosas ni extensas; es decir, capítulos aislados y fragmentos de sus obras. No podemos imaginarnos que tampoco este público fuera particularmente entendido[125]. El incidente con el domador de los perros, al que, a pesar de las enérgicas protestas de Goethe, se le permitía representar sus obras en el teatro de la corte, caracteriza mejor que nada la situación. ¡Podemos imaginarnos la situación en las otras cortes! La literatura alemana, como tal, no encontró en Weimar ninguna consideración especial; allí, como en los círculos cortesanos y entre la aristocracia en general, no se leía por lo común otra cosa que los últimos libros franceses[126]. Entre el gran público, en cuanto éste alcanzaba a tener algún conocimiento de la literatura seria, Schiller se convirtió en el centro de la atención durante el tiempo en que Goethe estuvo en Italia; Don Carlos, por ejemplo, fue acogido con mucho más calor que Tasso. Pero el éxito literario más grande no fue conseguido por Goethe ni por Schiller, sino por Gessner y Kotzebue. Sólo después de la aparición del romanticismo y de su entusiasmo, sobre todo, por Wilhelm Meister, alcanzó Goethe su posición inigualada en la literatura alemana[127]. El entusiasmo de los románticos por Goethe es el signo más expresivo de la profunda e indestructible comunidad que, a pesar de todos los antagonismos personales e ideológicos, mantiene unidos no sólo clasicismo y romanticismo, sino todos los períodos culturales alemanes desde el Sturm und Drang. El arte es su más grande experiencia común, y es, además, no sólo el objeto del más alto placer espiritual y el único camino todavía practicable para alcanzar la perfección personal, sino también el instrumento por el que la humanidad recobra la inocencia perdida y puede conseguir la posesión simultánea de naturaleza y cultura. Para Schiller, la educación estética es la única redención del mal siniestro reconocido por Rousseau, y Goethe va realmente más allá afirmando que el arte es el intento del individuo de «preservarse contra el poder destructor del conjunto». La experiencia artística asume ahora la función que hasta ese momento sólo había podido llenar la religión: se convierte en un baluarte contra el caos.
Una frase como ésta es suficiente para darnos una idea de la concepción completamente arreligiosa, aunque tal vez no fuese exactamente irreligiosa, que Goethe tenía del mundo. Pues, a pesar de su idealismo «fáustico», de su esteticismo aristocrático y de su veneración fanáticamente conservadora por el orden, era uno de los más acérrimos representantes de la Ilustración en Alemania, y si no se le puede llamar en modo alguno seco racionalista, hay que ver en él al enemigo irreconciliable de todo oscurantismo y al luchador apasionado contra toda nebulosidad y todo misticismo, contra toda fuerza reaccionaria y retardataria. A pesar de su conexión con el Sturm und Drang, sentía una profunda aversión a todo romanticismo, a toda supresión atolondrada de la razón, y una simpatía igualmente profunda por el realismo sólido, por la disciplina, la estimación moral del trabajo y la tolerancia de la burguesía. La impetuosidad revolucionaria de la época de Werther, su encendida protesta contra el orden social predominante y la moral convencional, se han calmado al correr de los años, pero Goethe sigue siendo enemigo de toda opresión y combate toda injusticia que se dirija contra la burguesía como comunidad de vida intelectual. El auténtico valor de esta comunidad no lo ha reconocido hasta más tarde, y sólo en Wilhelm Meister lo ha estimado. No hace falta silenciar o negar en absoluto la inclinación intelectualmente aristocrática de Goethe y sus ambiciones cortesanas, su olímpico egocentrismo y su indiferencia política, e incluso su comprometedora frase «antes la injusticia que el desorden». A pesar de todo, Goethe sigue siendo un hombre de libertad y de progreso, y no sólo como escritor y poeta, al que han llevado a ese punto el realismo de su arte y su ins Reale verliehte Beschränktheit, su «limitación enamorada de lo real». Hay muchas maneras distintas de luchar por el progreso y contra la reacción. Unos odian al papa y a los párrocos, otros a los príncipes y a sus vasallos, otros a los explotadores y opresores del pueblo, pero hay también otros que sienten lo que significa la reacción de modo más agudo en la obnubilación deliberada de la mente del hombre y en las trabas puestas a la verdad, y que reconocen de la manera más sensible en toda injusticia social un «pecado contra el espíritu»; éstos, cuando propugnan la libertad de conciencia, de pensamiento y de palabra, luchan por la libertad, que es idéntica e indivisible en todas las formas de vida. Goethe no sentía mucha simpatía por los tiranicidas, pero tenía una fina sensibilidad para percibir cuándo estaba amenazada la libertad de pensamiento, y no se prestó nunca a ayudar a su restricción. Cuando en 1794 la intelectualidad alemana, y principalmente Goethe, recibió del bando conservador la invitación a colocarse al servicio de la nueva liga de príncipes para salvar al país de la «anarquía» que lo amenazaba, Goethe contestó que le parecía imposible unir príncipes y escritores de este modo[128].
Todo lo que contribuyó a la educación de Goethe en su juventud —su origen, sus impresiones infantiles, la ciudad imperial de Frankfurt, el Leipzig del comercio y de la Universidad, el gótico Estrasburgo, el ambiente renano, Darmstadt, Düsseldorf, el hogar de Fräulein Klettenberg y de los Schönemann—, todo era completamente burgués en el mismo sentido: perteneciente en parte a la alta burguesía, y a menudo limitando con el círculo de la aristocracia, pero siempre ligado íntimamente al espíritu de la clase media[129]. Sin embargo, la mentalidad burguesa de Goethe no era una postura militante, ni se dirigió nunca como tal contra la nobleza, ni siquiera en su juventud ni aun en Werther[130]. Le parecía más importante preservar las formas de vida burguesas del oscurantismo y el irrealismo que de la influencia de las clases altas. Lo más interesante y original en la concepción que Goethe tenía de la vida burguesa es que en ella se reflejaba el espíritu conscientemente burgués de los artistas modernos, y se encarecía la estimación ética del trabajo ordinario incluso en relación con la obra de arte. Goethe acentúa constantemente la naturaleza artesanal de la creación artística y exige del artista, sobre todo, seguridad profesional. Desde el Renacimiento, el arte y la literatura son realizados en la mayoría de los casos por burgueses. El carácter artesano de la relación del productor con su arte aparece tan natural que hubiera carecido de sentido el recordarlo. Lo que había que hacer era estimular al artista y al escritor más que elevarle por encima del nivel meramente artesano de su destreza.
Sólo en el siglo XVIII, cuando, por una parte, la burguesía intensifica su conciencia de clase, y, por otra, el rabioso subjetivismo del «genio original» y su repulsa de toda regla y todo lazo comienzan a ejercer su influencia como una excrecencia de la emancipación burguesa y una especie de competencia desalmada, parece necesario recordar el origen burgués y artesano de su profesión. Ya no se necesitaba encarecer la elevada categoría de un poeta, y era más urgente preservar a los escritores de los desmanes del diletantismo y la charlatanería. El porte y la actitud de «genio» eran un recurso para la competencia en la lucha por la existencia del escritor en la época de su emancipación; las protestas contra el uso de tales recursos comenzaron a oírse cuando ya no eran necesarios. Atreverse a ser «genial» era un síntoma de que se había alcanzado la independencia; no querer y no deber ser ya «genial» era signo de que se había llegado a una situación en la que la libertad artística era cosa completamente natural. La conciencia de sí mismo en el respetable burgués y en el artista reconocido es ya tan fuerte en Goethe que busca evitar tanto en su arte como en su conducta todo lo extravagante, y siente una aversión particular por lo que no está bien hecho y lo que no es sólido, por la tendencia a lo caótico y lo patológico, rasgos que hasta cierto punto son propios del carácter de los artistas[131]. Con ello anticipa una característica del siglo XIX y del artista moderno que consigue el triunfo, el cual reacciona con exagerada precaución contra el desarreglo del bohemio y adopta un modo de vida entera y normalmente burgués, casi de pequeñoburgués, por temor de parecer indigno de confianza.
El ideal artístico del clasicismo alemán, de acuerdo con la repulsa de las clases dominantes contra todo lo caprichoso y anárquico, adopta una tendencia innegable a lo típico y lo generalmente válido, a lo regular y normativo, lo permanente y lo atemporal. En contraste con el Sturm und Drang, concibe la forma como la expresión de la esencialidad y la idea misma de la obra, y no la identifica ya con la armonía exterior de las proporciones, con la eufonía y la belleza de la línea. En lo sucesivo se entiende por forma «forma interior», el equivalente microcósmico de la totalidad de la existencia. Finalmente, Goethe supera también esta variedad de la concepción esteticista y encuentra el camino hacia una filosofía de la vida completamente realista basada en la idea de la sociedad burguesa. El contenido de Wilhelm Meister no es otra cosa que este camino que conduce del arte a la sociedad, de una concepción de la vida artístico-individualista a la experiencia de la comunidad espiritual, de una relación con el mundo estética y contemplativa a una vida activa, socialmente útil[132]. En su última época, Goethe se distancia de su actitud meramente personal ante la literatura y se acerca a una concepción del arte supraindividual y supranacionaí, dirigida a cometidos de importancia general para la civilización. El término y en parte el concepto de Weltliteratur o «literatura universal» son suyos, como es notorio; sin embargo, en realidad existió antes de que nadie fuera consciente de ello. La literatura de la Ilustración, las obras de Voltaire y Diderot, de Locke y Helvétius, de Rousseau y Richardson, eran ya «literatura universal» en el sentido más estricto de la palabra. Desde la primera mitad del siglo XVIII estaba en curso un «diálogo europeo» en el que habían participado todas las naciones civilizadas aunque la mayoría sólo de modo pasivo. La literatura de la época era la de Europa como conjunto, expresión de una comunidad europea de ideas como no se había conocido desde la Edad Media. Pero era casi tan distinta de la literatura medieval como de los movimientos literarios internacionales de los últimos tiempos. La literatura de la Edad Media debió su universalidad al latín, y la del Barroco y el rococó, al francés; aquélla estaba limitada a los clérigos ilustrados, y ésta a los aristocráticos círculos cortesanos. Ambas eran productos indiferenciados cuyo origen se debía a una actitud intelectual más o menos uniforme, pero no concierto de varias voces como Goethe quería y como la Ilustración lo hizo surgir de las literaturas de las grandes naciones europeas. La teoría y la práctica de la literatura mundial fueron creación de una civilización condicionada por los propósitos y los métodos del comercio mundial. Las palabras del mismo Goethe, que compara el intercambio de bienes intelectuales entre las naciones con el comercio internacional, aluden a esta conexión y señalan el origen del concepto. Cuando Goethe llega incluso a hablar del carácter «velocifista» de la producción intelectual y material, y del tempo acelerado con que los bienes intelectuales y materiales son cambiados, se ve cuán directamente todo este círculo de ideas está relacionado con la experiencia de la revolución industrial[133]. Lo único curioso es que los alemanes, que fueron entre las grandes naciones los que menos habían contribuido a esta literatura universal, fueran los primeros en comprender su sentido y en desarrollar la idea.
REVOLUCIÓN Y ARTE
El siglo XVIII está lleno de contradicciones. No sólo su actitud filosófica vacila entre racionalismo e idealismo; también sus propósitos artísticos están dominados por dos corrientes contrarias y tan pronto se acercan a una concepción severamente clasicista como a otra desenfrenadamente pictórica. Y lo mismo que el racionalismo de la época, también su clasicismo es un fenómeno difícilmente definible y sociológicamente equívoco, puesto que está sostenido alternativamente por estratos sociales unas veces cortesanos y aristocráticos y otras veces burgueses, y termina desarrollando el estilo artístico representativo de la burguesía revolucionaria. El hecho de que la pintura de David se convierta en el arte oficial de la Revolución sólo puede parecer extraño e incluso inexplicable si se tiene una idea demasiado estrecha del concepto de clasicismo, reduciéndolo a ser la visión artística de las clases superiores de mentalidad conservadora. El arte clasicista tiende ciertamente al conservadurismo y es muy apropiado para la representación de ideologías autoritarias, pero el sentido de la vida de la aristocracia encuentra en sí una expresión más inmediata en el Barroco sensualista y exuberante que en el sobrio y seco clasicismo. La burguesía de mentalidad racionalista, disciplinada y moderada prefiere, por el contrario, las formas artísticas sencillas, claras y sin complicaciones del clasicismo, y se siente tan escasamente atraída por la confusa e informe imitación de la naturaleza como por el petulante arte imaginativo de la aristocracia. Su naturalismo se mueve dentro de límites relativamente estrechos, y habitualmente se restringe al retrato racionalista de la realidad, es decir de una realidad sin contradicciones internas. Naturalidad y disciplina formal significan en él casi lo mismo. Sólo en el clasicismo de la aristocracia se convierten los principios de orden del arte burgués en una conformación estricta a rígidas normas; su aspiración a la simplicidad y la economía, en coerción y subordinación, y su sana lógica, en un indiferente intelectualismo. En el clasicismo griego o en el de Giotto, la fidelidad a la naturaleza no es entendida nunca como incompatible con la concentración formal; sólo en el arte de la aristocracia cortesana la forma se impone a expensas de la naturalidad, y sólo en él se la concibe como una limitación y una barrera. Pero el clasicismo en sí representa tan escasamente una tendencia expansiva y naturalista como un estilo típicamente burgués[134], aunque frecuentemente comienza siendo un movimiento burgués y desarrolla sus principios formales orientándolos hacia la naturalidad. En cualquier caso, sobrepasa los límites tanto de la concepción artística burguesa como los de los presupuestos del naturalismo. El arte de Racine y de Claudio de Lorena es clasicista sin ser burgués ni naturalista.
La historia del arte moderno está señalada por el progreso consecuente y casi ininterrumpido del naturalismo; las corrientes rigurosamente formales surgen en pocas ocasiones y son de escasa duración, aunque están presentes de manera subterránea en toda la evolución. La alianza sin contradicciones del naturalismo con la forma clásica en la obra de Giotto se disuelve ya en el Trecento, y el arte esencialmente burgués de los dos siglos siguientes desarrolla el naturalismo a expensas de la forma. El pleno Renacimiento vuelve de nuevo su atención a los principios de la forma, pero ya no considera la composición, al igual que antaño Giotto, como un instrumento de clarificación y simplificación, sino, de acuerdo con su filiación aristocrática, como un vehículo para la exaltación e idealización de la realidad. Sin embargo, el arte del pleno Renacimiento no es en modo alguno antinaturalista; es, simplemente, más pobre en detalles naturalistas y menos concentrado en la diferenciación del material empírico que el arte del período precedente, pero no es en absoluto menos verdadero ni exacto. El manierismo, por el contrario, que corresponde en su mentalidad a un progreso ulterior del proceclasicismo. En el drama, sin embargo, el clasicismo burgués se impone totalmente con sus tres unidades. El Cid, del abogado de Ruán, Corneille, que aparece en 1635, puede ser considerado como el triunfo definitivo de este clasicismo. Tropieza al principio también con la oposición de los círculos cortesanos; pero la ideología realista y racionalista que domina la economía y la política de la época no puede ser detenida en su marcha triunfal. La aristocracia, que está bajo la influencia del gusto español, tiene que superar su inclinación por lo aventurero, extravagante y fantástico, y someterse a los criterios estéticos de la burguesía sobria y nada pretenciosa. Lo cual no ocurre, naturalmente, sin que la aristocracia modifique esta concepción del arte según conviene a sus propios ideales y propósitos. Mantiene la armonía, la regularidad y la naturalidad del clasicismo burgués, puesto que la nueva etiqueta cortesana prohíbe todo lo estridente, lo ruidoso y lo caprichoso, pero reinterpreta la economía artística de esta dirección estilística haciendo de ella una concepción del mundo en la que por concentración y precisión no se entienden puritanos principios de disciplina, sino escrupulosas reglas del gusto, y éstas se oponen a la naturaleza grosera, indómita e incalculable como normas de una realidad más alta y más pura. El clasicismo, que originariamente no se proponía más que acentuar y mantener la unidad orgánica y la severa «lógica» de la naturaleza, se convierte de este modo en un freno del instinto, en una defensa contra el aluvión de las emociones y en un velo para cubrir lo ordinario y lo demasiado natural.
En las tragedias de Corneille, que son una de las manifestaciones más maduras del nuevo racionalismo artístico, pero que evidentemente no han surgido sin tener en cuenta las exigencias del teatro cortesano, está ya en cierto modo consumada esta reinterpretación. En el período siguiente retroceden constantemente en el arte cortesano estas tendencias puritanas y secas del clasicismo, de un lado porque junto a su rigorismo —y frecuentemente frente a él— se va imponiendo el deseo de una más elevada ostentación, y de otro porque adviene una modificación en las ideas artísticas del siglo y con ello adquieren preeminencia las aspiraciones del Barroco, más libres, más emocionales y más sensualistas. En el arte y la literatura franceses surge de este modo una curiosa vecindad y amalgama de tendencias clasicistas y barrocas, cuyo resultado es un estilo que es en sí una contradicción: el clasicismo barroco. El barroco pleno de Racine y de Le Brun contiene —en un caso completamente resuelto, y en el otro totalmente por resolver— el conflicto entre el nuevo estilo cortesano ceremonial y el rigorismo formal cuyos principios tienen sus raíces en el clasicismo burgués. Es clasicista y anticlasicista al mismo tiempo, tanto en la materia como en la forma, en la profusión como en la restricción, en la expansión como en la concentración.
Hacia 1680 aparece una contracorriente opuesta a este estilo cortesano y académico: es una oposición tanto a su actitud grandiosa y sus temas pretenciosos como a su supuesta fidelidad a los modelos clásicos. Se impone con ella una concepción artística menos contenida, más individualista y más íntima, y su liberalismo se dirige sobre todo contra el clasicismo, no contra las tendencias barrocas, del arte cortesano. El triunfo de los modernos en la «Cuestión de los antiguos y los modernos» es nada más que un síntoma de esta evolución. La Regencia decide el triunfo de las tendencias anticlasicistas y trae consigo una orientación totalmente nueva del gusto dominante. El origen social del nuevo arte no es del todo inequívoco y claro. El cambio lo realiza en parte la aristocracia de ideas liberales y sentimientos antimonárquicos, y en parte la alta burguesía. Pero a medida que el arte de la Regencia evoluciona hacia el rococó, adopta cada vez más características de un estilo cortesano aristocrático, aunque desde el primer momento lleva en sí los elementos de disolución de la cultura cortesana. Pierde, sobre todo, el carácter concentrado, preciso y sólido del clasicismo, y muestra una repulsa siempre creciente contra todo lo regular, geométrico y tectónico, y una inclinación cada vez más manifiesta a la improvisación, el aperçu y el epigrama. «Si quelqu’un est assez barbare-assez classique!», llega a decir Beaumarchais, que no tiene en modo alguno una mentalidad cortesana. Nunca desde la Edad Media el arte se ha alejado tanto del ideal clásico y nunca ha sido tan complicado y artificioso.
Y entonces, hacia 1750, en medio del rococó se inserta una nueva reacción. Los elementos progresistas representan, frente a la orientación dominante, un ideal artístico que tiene otra vez un carácter racionalmente clasicista. Ningún clasicismo ha sido nunca más estricto, más sobrio ni más metódico que éste; en ninguno la reducción de las formas, la línea recta y todo lo que poseyera alguna significación tectónica se realizó de manera más consecuente, ni se acentuó hasta tal punto lo típico y lo normativo. Ningún clasicismo fue tan inequívoco como éste, porque ninguno poseyó su carácter estrictamente programático ni su voluntad destructiva dirigida a la disolución del rococó. Pero tampoco ahora está claro cuáles han sido las clases sociales iniciadoras del nuevo movimiento. Sus primeros representantes, Caylus y Cochin, Gabriel y Soufflot, tienen sus raíces en la cultura cortesana aristocrática, pero pronto se hace evidente que detrás de ellos están como fuerza motriz los elementos más progresistas de la sociedad. El origen sociológico del nuevo clasicismo es ahora tan difícil de decidir porque nunca se había desarraigado totalmente la tradición del antiguo clasicismo barroco, y es tan efectiva en la elegancia de Vanloo o de Reynolds como en la corrección de Voltaire o de Pope. Ciertas fórmulas clasicistas permanecen en vigor tanto en la pintura como en la literatura durante todo el período estilístico cortesano, que se extiende a lo largo de los siglos XVII y XVIII, y, por lo que se refiere a la dicción poética, el pasaje siguiente, de Pope, representa el clasicismo de esta época tan perfectamente como cualquier texto del siglo de Luis XIV:
Mira a través de este aire, este océano y esta tierra,
toda la materia alienta e irrumpe en la vida.
Arriba ¡cuán alta y creciente vida puede desenvolverse!
En torno ¡qué amplitud! ¡Qué profundidad se extiende debajo!
Inmensa cadena de la existencia, que partió de Dios,
engendra lo etéreo, lo humano, el ángel, el hombre,
la bestia, el pájaro, el pez, el insecto, lo que no llega a ver el ojo,
lo que no alcanza a distinguir la lente; desde el infinito a ti,
desde ti a la nada[135].
El severo racionalismo y la forma suave y cristalina de estos versos son diferentes, sin embargo, incluso a primera vista, de las siguientes líneas de Chénier, que son tan irreprochablemente clasicistas como ellos, pero que, sin embargo, están llenas ya de una pasión nueva:
Allons, étouffe tes clameurs;
Souffre, o coeur gros de haine, affamé de justice.
Toi, Vertu, pleure si je meurs.
Los versos de Pope son una reminiscencia de la cultura intelectual de la aristocracia cortesana, mientras que los de Chénier son ya la expresión del nuevo emocionalismo burgués y están en labios de un poeta que se yergue a la sombra de la guillotina y se convierte en víctima de aquella burguesía revolucionaria cuyo gusto clasicista encontró en él su primer representante valioso, aunque involuntario.
El nuevo clasicismo no aparece en modo alguno tan de improviso como frecuentemente se ha dicho[136]. Su desarrollo corre ya desde finales de la Edad Media entre los dos polos de una concepción artística estrictamente tectónica y otra de libertad formal, esto es, entre una ligada al clasicismo y otra opuesta a él. Ninguna de las innovaciones del nuevo arte representa una aportación completamente nueva; todas se enlazan con una u otra de estas dos tendencias, que se relevan una a la otra en la dirección, pero que no son enteramente desplazadas nunca. Aquellos investigadores que presentan el neoclasicismo como una innovación completa acostumbran descubrir la peculiaridad de su génesis en que la evolución en él no procede de lo simple a lo complicado, es decir de lo lineal a lo pictórico o de lo pictórico a lo más pictórico, sino que el proceso de diferenciación «se interrumpe», y el desarrollo en cierto modo «retrocede a saltos». Wölfflin piensa que en esta regresión «la iniciativa está más claramente motivada por las circunstancias externas» que por el ininterrumpido proceso de complicación. En realidad no hay diferencia fundamental entre los dos tipos de desarrollo; lo que ocurre, simplemente, es que la influencia de las «circunstancias externas» es más evidente en el caso de un desarrollo intermitente que en el de un desarrollo rectilíneo. Efectivamente, estas circunstancias desempeñan siempre el mismo papel decisivo. En cualquier punto y en cualquier momento de la evolución está abierto el interrogante de qué dirección ha de tomar la creación artística. El mantener la orientación existente representa un proceso dialéctico semejante y es, en igual medida, una consecuencia de las «circunstancias externas», que el modificar la orientación dada. La pretensión de retener o de interrumpir el progreso del naturalismo no presupone ningún factor fundamentalmente distinto de los que constituyen el deseo de mantener o acelerar su progreso. El arte de la época de la Revolución se distingue del clasicismo anterior sobre todo en que con él consigue el predominio definitivo la concepción artística rigoristamente formal, lo que no había ocurrido desde principios del Renacimiento, y en que representa la consumación definitiva de una evolución que había durado trescientos años y se extendía desde el naturalismo de Pisanello hasta el impresionismo de Guardi[137]. A pesar de ello, sería injusto negar toda tensión y todo conflicto estilístico al arte de David; la dialéctica de las distintas direcciones estilísticas está latiendo en él tan febrilmente como en la poesía de Chénier y en todas las creaciones artísticas importantes del período revolucionario.
El clasicismo que se extiende desde la mitad del siglo XVIII hasta la Revolución de Julio no representa un movimiento homogéneo, sino una evolución que, aunque procede de manera ininterrumpida, se consuma en varias fases claramente distintas. La primera de estas fases, que se extiende aproximadamente desde 1750 hasta 1780 y que suele ser llamada «clasicismo rococó» por el carácter mixto de su estilo, representa en el desarrollo histórico las tendencias probablemente más importantes, reunidas en el «estilo Luis XVI», pero representa sólo una corriente subterránea en la auténtica vida artística de la época. La heterogeneidad de las tendencias estilísticas en competencia se manifiesta del modo más agudo en la arquitectura, que combina interiores rococós con fachadas clasicistas, sin que los contemporáneos encontrasen nunca molesta esta mezcla de estilos. En ningún fenómeno se manifiestan más expresivamente la indecisión de la época y su incapacidad para elegir entre las alternativas posibles que en este eclecticismo. El Barroco se caracterizaba ya por su vacilación entre racionalismo y sensualismo, formalismo y espontaneidad, clasicismo y modernidad, pero trataba de resolver estos antagonismos en un único estilo, aunque no fuera completamente homogéneo. Ahora, por el contrario, nos encontramos ante un arte en el que ni siquiera se intenta reducir los diversos elementos estilísticos a un común denominador. Pues lo mismo que en la arquitectura se combinan exteriores e interiores de diferente dirección estilística, en la pintura y en la poesía están también creaciones de estilos completamente distintos unas junto a otras: obras de Boucher, Fragonard y Voltaire junto a las de Vien, Greuze, Diderot y Rousseau. La época produce a lo sumo formas híbridas, pero no trae un ajuste de los principios formales opuestos. Este eclecticismo corresponde a la estructura general de la sociedad, en la que las clases se mezclan y con frecuencia operan conjuntamente, pero interiormente, sin embargo, siguen siendo ajenas unas a otras. Las relaciones de las fuerzas existentes se expresan artísticamente sobre todo en el hecho de que el rococó cortesano es prácticamente siempre el estilo predominante y disfruta el favor de una mayoría abrumadora entre el público de arte, mientras el clasicismo no representa más que el arte de la oposición y constituye el programa artístico de un estrato de aficionados relativamente escaso, apenas digno de ser tenido en cuenta en el mercado artístico.
Este nuevo movimiento, que ha sido también llamado «clasicismo arqueológico», depende de la vivencia clasicista del arte griego y romano más fuertemente que las anteriores tendencias afines. Pero incluso ahora el interés teórico por la antigüedad clásica no es lo principal, sino que presupone más bien un cambio de gusto, y este cambio de gusto, a su vez, una modificación de valores vitales. El arte clásico cobra actualidad para el siglo XVIII porque, después de la técnica que se ha vuelto demasiado flexible y fluida y después del atractivo en exceso juguetón de colores y tonos, se siente de nuevo la atracción de un estilo artístico más sobrio, más serio y más objetivo. Cuando a mediados de siglo surge la nueva tendencia clasicista, el clasicismo del grand siècle ha muerto hace ya cincuenta años; el arte se ha entregado a la misma voluptuosidad que domina todo el siglo. El antisensualismo del ideal artístico clásico puesto de nuevo en vigor ahora no es cuestión de gusto o de valoración estética, o al menos no lo es en primer lugar, sino que es cuestión de moral: es la expresión de una ambición de sencillez y sinceridad. El cambio de gusto que hace olvidar el estímulo de lo óptico sensual, la riqueza y la gradación del color, la plenitud fluyente y el ímpetu arrollador de las impresiones, y pone en duda sobre todo el valor de aquello que todo experto había considerado desde hacía medio siglo como la quintaesencia del arte, esta inaudita simplificación y nivelación de la escala de valores estéticos significa el triunfo de un nuevo ideal puritano que se opone al hedonismo de la época. La nostalgia de la línea pura, inequívoca y sin complicaciones, de la regularidad y la disciplina, de la armonía y el sosiego, de la «noble simplicidad y la tranquila grandeza» de Winckelmann, es, sobre todo, una protesta contra la insinceridad y la artificiosidad, contra el virtuosismo y el brillo vacíos del rococó, que ahora comienzan a ser considerados como depravados, degenerados, enfermizos y antinaturales.
Junto a los artistas que, como Vien, Falconet, Mengs, Battoni, Benjamin West y William Hamilton, se adhieren con entusiasmo en toda Europa a la nueva tendencia, hay innumerables artistas y aficionados, críticos y coleccionistas que coquetean meramente con esta revolución contra el rococó y participan de manera sólo superficial en la moda arqueológica. La mayoría de ellos son simplemente transmisores de un movimiento cuyo verdadero origen y cuyos últimos propósitos desconocen. Teóricamente, el director de la Academia, Antoine Coypel, se coloca al lado del clasicismo, y el conde Caylus, el noble aficionado al arte y arqueólogo, se pone incluso a la cabeza del movimiento. El superintendente De Marigny, hermano de Madame de Pompadour, va en 1784 con Soufflot y Cochin a Italia en viaje de estudios, y con esto inicia las nuevas peregrinaciones al sur. Con Winckelmann comienza la investigación arqueológica sistemática; con Mengs, la nueva tendencia clasicista se impone en Roma, y en la obra de Piranesi la experiencia de la arqueología se convierte en el verdadero objeto del arte. El nuevo clasicismo se distingue principalmente de los antiguos movimientos clasicistas en que concibe lo clásico y lo moderno como dos tendencias hostiles e incompatibles[138]. Sin embargo, mientras en Francia se encuentra una fórmula de compromiso entre las tendencias antagónicas, y el clasicismo, sobre todo en la obra de David, representa un progreso del naturalismo, el nuevo movimiento produce en los demás países europeos, por lo general, un anémico arte académico que considera la imitación de la antigüedad clásica como un fin en sí misma.
Se acostumbra ver en las excavaciones de Pompeya (1748) el estímulo decisivo para el nuevo clasicismo arqueológico; esta empresa, sin embargo, tuvo que haber sido promovida a su vez por un nuevo interés y un nuevo punto de vista para lograr tal influencia, pues las primeras excavaciones, que tuvieron lugar en Herculano en 1737, no produjeron consecuencias estimables. El cambio en el clima intelectual no ocurre sino hasta mediados de siglo. A partir de este momento es cuando comienzan a surgir el cultivo científico internacional de la arqueología y el movimiento artístico internacional del clasicismo, que ya no estará bajo predominio francés, aunque la escuela de David extenderá su filiación a toda Europa. Los scavi se convierten en el tema del día; toda la intelectualidad de Occidente se interesa por ellos. El coleccionar antigüedades se convierte en una verdadera pasión; se gastan sumas importantes en obras de arte clásico y se crean nuevas gliptotecas y colecciones de gemas y vasos. Un viaje de estudios a Italia se convierte ahora no sólo en una cosa de buen tono, sino en parte indispensable de la educación de un joven de la buena sociedad. No hay artista, ni poeta, ni persona interesada en cuestiones intelectuales que no se prometa la más alta potenciación de sí mismo como resultado de la experiencia directa de los monumentos clásicos en Italia. El viaje de Goethe a Italia, su colección de antigüedades, la sala de Hera en su casa de Weimar, con el busto colosal de la diosa, que amenaza hacer saltar las paredes de aquel interior burgués, valen como símbolo de esta época cultural.
Pero el nuevo culto de lo clásico es, tanto como el casi contemporáneo entusiasmo por la Edad Media, un movimiento esencialmente romántico; porque también la antigüedad clásica aparece ahora como un período primitivo de la cultura humana, inasequible y desaparecido para siempre, en el sentido rousseauniano. En esta concepción de la antigüedad están acordes Winckelmann, Lessing, Herder, Goethe y todo el romanticismo alemán. Todos descubren en ella una fuente de restablecimiento y renovación, un ejemplo de humanidad plena y genuina, aunque ya irrealizable. No es casual que el movimiento prerromántico coincida con los inicios de la arqueología, y que Rousseau y Winckelmann sean contemporáneos; la característica intelectual básica de la época se expresa siempre en la misma nostálgica filosofía de la cultura, tan pronto vuelta hacia la antigüedad clásica como hacia la Edad Media. El nuevo clasicismo se dirige tanto contra el prerromanticismo como contra la frivolidad y la artificiosidad del rococó; ambos están impregnados del mismo sentido burgués de la vida. La imagen que el Renacimiento tenía de la antigüedad clásica estaba condicionada por la concepción del mundo de los humanistas y reflejaba las ideas antiescolásticas y anticlericales de este estrato intelectual; el arte del siglo XVII interpretaba el mundo de los griegos y los romanos según los conceptos feudales de la moral profesados por la monarquía absolutista; el clasicismo de la época de la Revolución depende del ideal de vida estoico republicano de la burguesía progresiva y permanece fiel a este ideal en todas sus manifestaciones.
El tercer cuarto de siglo estuvo todavía lleno del conflicto de los estilos. El clasicismo se encontraba envuelto en una lucha y era la más débil de las dos tendencias en competencia. Hasta 1780 aproximadamente se limitó en la mayoría de los casos a una discusión teórica con el arte cortesano; sólo después de esta fecha, especialmente desde la aparición de David, puede el rococó ser considerado vencido. El éxito de El juramento de los Horacios, en 1785, significa el fin de una lucha de treinta años y la victoria del nuevo estilo monumental. Con el arte de la era revolucionaria, que se extiende aproximadamente de 1780 a 1800, comienza una nueva fase del clasicismo. En vísperas de la Revolución estaban en conjunto representadas en la pintura francesa las siguientes tendencias: 1, la tradición del rococó sensualista y colorista en el arte de Fragonard; 2, el sentimentalismo representado por Greuze; 3, el naturalismo burgués de Chardin; 4, el clasicismo de Vien. La Revolución escogió este clasicismo como el estilo más acorde con su ideología, aunque debiera pensarse que el gusto representado por Greuze y Chardin era más adecuado a ella. Sin embargo, lo decisivo en la elección no fue la cuestión del gusto y de la forma, ni el principio de la interioridad y la intimidad derivado del ideal artístico burgués de la baja Edad Media y el Renacimiento temprano, sino la consideración de cuál de las direcciones existentes era la más apropiada para representar del modo más eficaz posible la ética de la Revolución con sus ideales patriótico-heroicos, sus virtudes cívicas romanas y sus ideas republicanas de libertad. Amor a la libertad y a la patria, heroísmo y espíritu de sacrificio, rigor espartano y autodominio estoico sustituyen ahora a aquellos conceptos morales que la burguesía había desarrollado en el curso de su ascenso económico, y que, finalmente, se habían debilitado y socavado tanto que la burguesía había podido convertirse en uno de los sustentadores más importantes de la cultura del rococó. Los precursores y adelantados de la Revolución tuvieron que volverse tan acremente contra el ideal de vida de los fermiers généraux como contra las douceurs de vivre de la aristocracia. Pero no podían apoyarse en la burguesa concepción del mundo confortable, patriarcal y antiheroica de los siglos anteriores, y debían esperar el logro de sus propósitos sólo de un arte completamente militante. Para conseguirlo, de entre todas las direcciones artísticas que se les ofrecían para la elección, el clasicismo de Vien y su escuela poseía la mayor parte de las premisas.
El arte de Vien, sin embargo, estaba todavía lleno de dispersión y trivialidad, y tan estrechamente ligado al rococó como la pintura sentimentalmente burguesa de Greuze. El clasicismo no era en este caso más que un tributo rendido a la moda, a la que el artista se unía con celo pedantesco. En sus pinturas coquetamente eróticas solamente los motivos eran clásicos y el estilo era clasicista, pero el espíritu y la disposición eran puramente rococós. No hay que maravillarse de que el joven David comenzara su viaje a Italia con la decisión de no dejarse seducir por los atractivos de la antigüedad clásica[139]. Nada muestra tan claramente cuán profunda fue la cesura entre el clasicismo rococó y el clasicismo revolucionario de la generación siguiente que esta resolución de David. Si, a pesar de ello, David se convirtió en el adelantado y el más grande representante del arte clasicista, hay que atribuirlo al cambio de significación que había padecido el clasicismo, como consecuencia de lo cual había perdido su carácter estetizante. Sin embargo, David no consiguió inmediatamente el triunfo con su nueva interpretación del clasicismo. En primer lugar, nada nos autoriza a suponer que había de ocupar la posición privilegiada que tenía desde El juramento de los Horacios y que sólo perdió después de la Restauración. Al mismo tiempo que David, se encuentra en Roma también un grupo de jóvenes artistas franceses en los que se da un desarrollo semejante al del propio David. El Salón de 1781 estaba dominado por estos jóvenes «romanos» que habían evolucionado hacia el clasicismo estricto, y de los que Ménageot era considerado el auténtico jefe. Los cuadros de David eran siempre más severos y serios para el gusto de la época. La crítica se dio cuenta sólo poco a poco de que precisamente estos cuadros significaban el triunfo de las ideas que trataban de imponerse frente al rococó[140].
Pero a David le llegó la madurez, y la reparación que se le ofreció no dejó nada que desear. El juramento de los Horacios constituyó uno de los éxitos más grandes en la historia del arte. El camino triunfal de la obra comenzó en Italia, donde David la expuso en su propio estudio. Se peregrinó al cuadro, se le ofrecieron flores, y Vien, Battoni, Angelika Kauffmann y Wilhelm Tischbein, es decir los artistas más estimados en Roma, estuvieron acordes en las alabanzas al joven maestro. En París, donde el público conoció la obra en el Salón de 1785, el triunfo continuó. El juramento de los Horacios fue designado como «el cuadro más bello del siglo», y la hazaña de David fue considerada como realmente revolucionaria. La obra pareció a los contemporáneos el hecho más nuevo y audaz que podían imaginarse y de la realización más completa del ideal clasicista. En el cuadro, la escena representada se reducía a un par de figuras, casi sin comparsas, sin accesorios. Los protagonistas del drama, como signo de su unanimidad y su resolución de, si fuera necesario, morir juntos por su común ideal, están concentrados en una línea única, entera y rígida; el artista consiguió con este radicalismo formal un efecto con el que no podía compararse ninguna de las experiencias artísticas de su generación. Desarrolló su clasicismo dentro de un arte puramente lineal, con una renuncia absoluta a los efectos pictóricos y a todas las concesiones que hubieran convertido la representación en una pura fiesta para los ojos. Los medios artísticos de que se sirvió eran estrictamente racionales, metódicos y puritanos, y subordinaban toda la organización de la obra al principio de la economía. La precisión y la objetividad, la limitación a lo más necesario y la energía espiritual que se expresaban en esta concentración, correspondían al estoicismo de la burguesía revolucionaria como ninguna otra orientación artística. En ella estaban unidas la grandeza y la sencillez, la dignidad y la sobriedad. El juramento de los Horacios ha sido llamado con razón «el cuadro clasicista por excelencia»[141]. La obra representaba el ideal estilístico de su tiempo tan perfectamente como, por ejemplo, la Cena de Leonardo, la concepción artística del Renacimiento. Si se pueden alguna vez interpretar sociológicamente las puras formas artísticas, éste es el caso. Esta claridad, esta ausencia de concesiones, esta agudeza de expresión tienen su origen indudablemente en las virtudes cívicas republicanas; la forma es ahora realmente sólo un vehículo, un medio para un fin. El hecho de que, a pesar de ello, las clases superiores participaran de este clasicismo es, por lo que sabemos del poder sugestivo de los movimientos triunfantes, mucho menos asombroso que el hecho de que también el gobierno lo fomentara. El juramento de los Horacios, como se sabe, fue pintado para el ministerio de Bellas Artes. La actitud general frente a las tendencias subversivas era tan desprevenida y tan indecisa en el arte como en la política.
Cuando en 1789 se expone Bruto, el cuadro con que David alcanza la cumbre de su gloria, las consideraciones formales no desempeñan ningún papel de tipo consciente en la acogida que el público dispensa a la obra. El atavío y el patriotismo romanos se han adueñado de la moda y se han convertido en un símbolo universalmente válido del que se hace uso con tanto más gusto cuanto que cualquier otra analogía o cualquier otro paralelo histórico recordarían el ideal heroico caballeresco. Sin embargo, los presupuestos de los que surge el moderno patriotismo no tienen realmente nada en común con los romanos. Este patriotismo es producto de una época en la que Francia no tiene ya que defender su libertad contra un vecino codicioso o contra un señor feudal extranjero, sino contra un entorno hostil distinto de ella en toda su estructura social y opuesto a la Revolución. La Francia revolucionaria pone el arte de manera totalmente ingenua al servicio de esta lucha; hasta el siglo XIX no surge la idea de l’art pour l’art, que prohíbe esta práctica. La oposición del romanticismo a la Ilustración y a la Revolución es la primera en alumbrar el principio del arte «puro» e «inútil», y cuando las clases dominantes temen perder su influencia sobre el arte es cuando aparece la exigencia de la pasividad del artista. El siglo XVIII usa todavía del arte para la consecución de sus fines prácticos de manera tan carente de escrúpulos como lo habían hecho los siglos precedentes; pero hasta la Revolución apenas si los artistas se habían dado cuenta de esta práctica y mucho menos habían pensado convertirla en un programa. Con la Revolución el arte se convierte ya en una confesión de fe política, y entonces por vez primera se encarece de manera bien expresiva que el arte no debe ser un «mero adorno en la estructura social», sino «una parre de sus fundamentos»[142]. Debe ser, se dice, no un pasatiempo ni un estimulante para los nervios, ni un privilegio de ricos y ociosos, sino que debe instruir y perfeccionar, espolear a la acción y dar ejemplo. Debe ser puro, verdadero, inspirado e inspirador, debe contribuir a la felicidad del público en general y convertirse en posesión de toda la nación.
El programa era ingenuo, como todas las reformas abstractas del arte, y su esterilidad demuestra que una revolución debe modificar la sociedad antes de que pueda modificar el arte, aunque el arte mismo sea un instrumento de esta modificación y guarde con el proceso social una complicada relación de acción y reacción recíprocas. Por otra parte, el verdadero designio del programa artístico de la Revolución no era extender la participación del disfrute del arte a las clases excluidas del privilegio de la cultura, sino modificar la sociedad, hacer más hondo el sentimiento de comunidad y despertar la conciencia de las conquistas revolucionarias[143]. En lo sucesivo, el cultivo del arte constituyó un instrumento de gobierno y disfrutó de una atención entonces sólo prestada a los asuntos importantes de Estado. Mientras la República estuvo en peligro y luchó por su propia existencia, todos tuvieron que servirla con todas sus fuerzas. En una comunicación dirigida por David a la Convención se dice: «Cada uno de nosotros es responsable ante la nación del talento que ha recibido de la naturaleza»[144]. Y Hassenfratz, un miembro del jurado del Salón de 1793, formulaba la correspondiente teoría estética en los siguientes términos: «Todo el talento del artista reside en su corazón; lo que lleva a cabo con sus manos no tiene importancia»[145].
David desempeña un papel sin precedentes en la política artística de su tiempo. Es miembro de la Convención y ejerce como tal una influencia considerable; pero es al mismo tiempo confidente y portavoz del gobierno de la Revolución en toda cuestión de arte. Desde Le Brun, ningún artista ha tenido una esfera de actividad tan amplia; sin embargo, el prestigio personal de David es incomparablemente mayor de lo que fue el del factótum de Luis XIV. Es no sólo el dictador artístico de la Revolución, no sólo la autoridad a la que están sometidas la propaganda artística, la organización de todas las grandes fiestas y solemnidades, la Academia con todas sus funciones y todo el sistema de museos y exposiciones, sino que es también el autor de una revolución artística propia, de aquella révolution davidienne en la que el arte moderno tiene en cierto aspecto su punto de partida. Es el fundador de una escuela que apenas si tiene paralelo en la historia del arte en cuanto a autoridad, extensión y duración. A ella pertenecen casi todos los jóvenes talentos, y, a pesar de las contrariedades que el maestro tuvo que sufrir, a pesar de la fuga, del destierro y de la merma de su propia fuerza creadora, esta escuela sigue siendo hasta la Revolución de Julio no sólo la escuela más importante, sino la «escuela» de la pintura francesa. Incluso se convierte en la escuela del clasicismo europeo en conjunto, y su creador, que ha sido llamado el Napoleón de la pintura, ejerce a través de ella una influencia que, en su propia esfera, puede incluso compararse con la del conquistador del mundo.
La autoridad del maestro sobrevive al 9 Termidor, al 18 Brumario y al advenimiento de Napoleón al trono, y no simplemente porque David es el pintor más grande de la Francia de entonces, sino porque su clasicismo representa la concepción artística más en armonía con los designios políticos del Consulado y del Imperio. El desarrollo uniforme desde el punto de vista del trabajo artístico sufre sólo una interrupción durante el período del Directorio, que, en contraste tanto con la Revolución como con el Imperio, tiene un carácter sorprendentemente frívolo, hedonista y estéticamente epicúreo[146]. Bajo el Consulado, cuando los franceses están pensando constantemente en el heroísmo de los romanos, y bajo el Imperio, en cuya propaganda política la comparación con el Imperio romano desempeña un papel semejante al de la analogía con la República romana durante la Revolución, el clasicismo sigue siendo el estilo representativo del arte francés. Pero la pintura de David, a pesar del carácter lógico de su desarrollo, lleva en sí el signo del mismo cambio que están sufriendo la sociedad y el gobierno del país. Ya durante la época del Directorio su estilo, sobre todo en El rapto de las Sabinas, muestra un carácter más delicado, más agradable, desprovisto de la severidad artística sin concesiones de los años de la Revolución. Y durante el Imperio se entrega de nuevo a la lisonjera elegancia y a la artificiosidad de su estilo Directorio, desviándose de los propósitos de sus primeros tiempos en otra dirección. El estilo Imperio del maestro contiene, trasladado al terreno artístico, todo el conflicto interno de la hegemonía de Napoleón. Pues así como este régimen no pudo nunca desmentir su origen revolucionario y destruye de una vez para siempre la esperanza de una renovación de los privilegios hereditarios, pero continúa inexorablemente la liquidación de la Revolución, que había comenzado con el 9 Termidor, y no sólo asegura la posesión del poder a la burguesía acaudalada y a los ricos terratenientes, sino que implanta una dictadura política que restringe los derechos de libertad de estas clases al código civil, así también el arte de David en el Imperio es una síntesis desequilibrada de tendencias opuestas en la que gradualmente lo ceremonioso y lo convencional se imponen al naturalismo y a la espontaneidad.
Las tareas encargadas a David como premier peintre de Napoleón favorecían a su arte en cuanto que le llevaban de nuevo a una relación inmediata con la realidad histórica y le ofrecían la ocasión de enfrentarse con los problemas formales de la gran pintura histórica oficial, pero al mismo tiempo acartonaban su clasicismo y anticipaban las características de aquel academicismo que habría de ser tan fatal para él mismo y para su escuela. Delacroix llamó a David «le père de toute l’école moderne», y lo era en un doble aspecto: no sólo como creador del nuevo naturalismo burgués que, especialmente en el retrato, dio expresión a la seriedad y la dignidad de una concepción de la vida severa, sencilla y nada teatral, sino precisamente también como renovador de los cuadros de historia y de la representación pictórica de las grandes ocasiones históricas. Gracias a tales tareas David consiguió, después de la elegancia superficial y del frívolo tratamiento de los problemas formales de su época del Directorio, recobrar una gran parte de su primitiva objetividad y su naturalidad. Los problemas que ahora tiene que resolver ya no se ciernen en el aire como el tema de El rapto de las Sabinas, sino que resultan de la realidad inmediata y actual. Encuentra en encargos como el de La consagración de Napoleón (1805-1808) o el de Reparto de las águilas (1810) muchos más estímulos artísticos de los que quizá él mismo hubiera esperado. Lo que estas pinturas nos hacen echar de menos en estímulo y dramatismo, comparadas con Juramento en el Juego de la Pelota, está compensado por el tratamiento más simple y menos teatral del tema. David se aleja con ellas cada vez más del siglo XVIII y de la tradición del rococó, y crea, en contraste con el individualismo genial de sus obras juveniles, un estilo más objetivo, del que cabe que se abuse académicamente, pero que de cualquiera de las maneras puede ser continuado. La íntima discordia que amenazaba la unidad espiritual de su arte desde el Directorio no la ha superado todavía por completo. Junto a las ceremonias oficiales, para las que encuentra una solución completamente satisfactoria, pinta escenas del mundo clásico, como Safo (1809) o Leónidas (1812), que son tan afectadas y amaneradas como lo era El rapto de las Sabinas. El mundo clásico ha dejado de ser para David una fuente de inspiración y se le convierte en mero convencionalismo, como a sus contemporáneos. Cuando se ocupa en tareas prácticas, continúa produciendo obras maestras, pero cuando intenta remontarse sobre la realidad, falla.
El conflicto existente en el arte de David —el contraste entre el abstracto y anémico idealismo de sus composiciones mitológicas y anticuario-históricas, y el jugoso naturalismo de sus retratos— se vuelve más agudo durante su exilio en Bruselas. Cuantas veces entra en contacto con la vida real, es decir cuando tiene que pintar retratos, sigue siendo el gran maestro de siempre; por el contrario, cuando se ensimisma en sus ilusiones clásicas, que han perdido toda relación con el presente y se han convertido en un mero juego artístico, no sólo da la impresión de estar pasado de moda, sino frecuentemente también de caer en el mal gusto. El caso de David tiene una importancia especial para la sociología del arte, pues probablemente no hay a lo largo de toda la historia otro ejemplo semejante para refutar de manera tan incuestionable la tesis de la incompatibilidad de los designios políticos prácticos y la calidad auténticamente artística. Cuanto más íntimamente estaba ligado a los intereses políticos y más completamente colocaba su arte al servicio de tareas propagandísticas, mayor era el valor artístico de sus creaciones. Durante la Revolución, cuando todos sus pensamientos giran en torno a la política y pinta Juramento en el Juego de la Pelota y Muerte de Marat, está en la cumbre de su pujanza artística. Y bajo el Imperio, cuando al menos podía identificarse con los propósitos patrióticos de Napoleón y era indudablemente consciente de lo que la Revolución, a pesar de todo, debía al dictador, su arte siguió siendo vivo y creador mientras se ocupó de tareas prácticas. Sin embargo, más tarde, en Bruselas, cuando perdió toda relación con la realidad política y no era otra cosa que un pintor, descendió al punto más bajo de su desarrollo artístico. Si bien estas correlaciones no demuestran de manera absoluta que un pintor deba estar interesado en la política y ser de mentalidad progresista para pintar buenos cuadros, sí demuestran, sin embargo, que tales intereses y tales designios no estorban en modo alguno la creación de buenos cuadros.
Se ha asegurado con frecuencia que la Revolución fue artísticamente estéril y que sus creaciones se movieron dentro de los límites de un estilo que no era otra cosa que la continuación y la consumación del antiguo clasicismo rococó. Se ha resaltado que el arte del período revolucionario puede ser denominado revolucionario con referencia a su contenido y a sus ideas, pero no respecto a sus formas y a sus medios estilísticos[147]. La Revolución, efectivamente, se había encontrado con el clasicismo más o menos hecho, pero le dio en cierto modo nuevo contenido y nuevo sentido. El clasicismo de la Revolución parece no original y no creador sólo desde la perspectiva niveladora de la posteridad; los contemporáneos estaban completamente convencidos de las diferencias estilísticas existentes entre el clasicismo de David y el de sus predecesores. Cuán osadas y revolucionarias les parecieron las innovaciones de David lo demuestran mejor que nada las palabras del director de la Academia, Pierre, que designaba la composición de El juramento de los Horacios como «un ataque al buen gusto» en tanto que consecuencia de su desviación del habitual esquema piramidal[148]. Pero la auténtica creación estilística de la Revolución no es este clasicismo, sino el romanticismo; es decir no el arte que ella practicó, sino el arte al que preparó el camino. La Revolución misma no podía realizar el nuevo estilo porque ella poseía ciertamente nuevos designios políticos, nuevas instituciones sociales, nuevas normas jurídicas, pero no tenía una sociedad nueva que hablara un lenguaje propio. Había, nada más, las premisas para la aparición de esa nueva sociedad. El arte se queda retrasado en relación con el desarrollo político, y se mueve, en parte, como ya advertía Marx, dentro de las viejas formas anticuadas[149]. Los artistas y los poetas no son en modo alguno siempre profetas, y el arte va con relación a su tiempo retrasado tantas veces como adelantado.
También el romanticismo, al que la Revolución preparó el camino, se apoya en un movimiento similar anterior, pero el prerromanticismo y el romanticismo propiamente dicho no tienen entre sí tanto en común como las dos formas del moderno clasicismo. No constituyen en modo alguno un movimiento romántico unitario que, simplemente, fuera interrumpido en su desarrollo[150]. El prerromanticismo sufre a manos de la Revolución su derrota decisiva y definitiva. Es cierto que el antirracionalismo experimenta un renacimiento, pero el sentimentalismo del siglo XVIII no sobrevive, sin embargo, a la Revolución. El romanticismo posrrevolucionario refleja un sentido nuevo del mundo y de la vida y hace madurar sobre todo una nueva interpretación de la idea de libertad artística. Esta libertad no es ya un privilegio del genio, sino el derecho innato de todo artista y de todo individuo con capacidad. El prerromanticismo autorizaba sólo al genio a apartarse de las reglas; el romanticismo niega el valor de toda regla artística objetiva. Toda expresión individual es única, insustituible, y tiene sus propias leyes y su propia tabla de valores en sí; esta visión es la gran conquista de la Revolución para el arte.
El movimiento romántico se convierte ahora por vez primera en una lucha por la libertad que no se dirige contra las academias, las iglesias, las cortes, los mecenas, los aficionados, los críticos o los maestros, sino contra el mismo principio de tradición, de autoridad y contra toda regla. Esta lucha es inconcebible sin la atmósfera intelectual creada por la Revolución; a la Revolución debe tanto su génesis como su influencia. Todo el arte moderno es hasta cierto punto el resultado de esta romántica lucha por la libertad. Aunque se hable de normas estéticas supratemporales, de valores artísticos eternamente humanos, de la necesidad de cánones objetivos y convencionalismos vinculadores, la emancipación del individuo, la exclusión de toda autoridad extraña y la falta de consideración para con toda barrera y toda prohibición son y siguen siendo el principio vital del arte moderno. El artista de nuestro tiempo puede reconocer con entusiasmo escuelas, grupos, movimientos y compañeros de lucha y de destino, pero mientras pinta o compone música o poesía está solo y se siente solo. El arte moderno es la expresión del hombre solitario, del individuo, que se siente diferente, trágica o dichosamente diferente, de sus compañeros. La Revolución y el romanticismo significan el fin de la época cultural en la que el artista apelaba todavía a una «sociedad», a un grupo más o menos numeroso, pero homogéneo, a un público cuya autoridad en principio reconocía de manera incondicional. El arte deja de ser arte social regido por criterios objetivos y convencionales, y se convierte en un arte de expresión propia, creador de sus propios criterios, de acuerdo con los cuales quiere ser juzgado; en una palabra, se convierte en un medio por el que el individuo particular habla a individuos particulares. Hasta el romanticismo carecía de importancia el que el público estuviera compuesto por verdaderos entendidos, y en qué medida lo estuviera; artistas y escritores se proponían con todo su ánimo corresponder a los deseos de este público, en contraste con el período romántico y posromántico, en los que ya no se someten al gusto y las exigencias de ningún grupo colectivo y están dispuestos siempre a apelar contra el juicio de alguien ante un tribunal distinto. Se encuentran con su creación en una tensión constante y en una eterna situación de lucha frente al público; permanentemente se constituyen grupos de conocedores y aficionados, pero esta formación de grupos está en constante fluir y destruye toda continuidad en las relaciones entre arte y público.
El origen común del clasicismo de David y de la pintura romántica, que está en la Revolución, se expresa también en que el romanticismo no comienza siendo un ataque al clasicismo y no socava la escuela de David desde fuera, sino que al principio aparece precisamente en los más cercanos y más calificados discípulos del maestro, en Gros, Girodet y Guérin. La rígida separación entre las dos tendencias estilísticas tiene comienzo entre 1820 y 1830, cuando el romanticismo se convierte en el estilo del elemento artísticamente progresista, y el clasicismo en el del conservador, que acata todavía incondicionalmente la autoridad de David. Al gusto personal de Napoleón y a la naturaleza de las tareas que sus artistas habían de resolver correspondía mejor que cualquier otra cosa la forma híbrida de clasicismo y romanticismo creada por Gros. Napoleón buscaba alivio para su racionalismo práctico en obras de arte románticas y era inclinado al sentimentalismo cuando no consideraba el arte como medio de propaganda y ostentación. Esto explica sus preferencias por Ossian y Rousseau en la literatura y por lo pintoresco en la pintura[151]. Cuando Napoleón nombró a David su pintor de corte no hizo otra cosa que seguir la opinión pública; sus simpatías personales pertenecían a Gros, a Gérard, a Vernet, a Prudhon y a los «pintores anecdóticos» de su tiempo[152]. Por otra parte, todos ellos tenían que pintar sus batallas y victorias, sus festividades y ceremonias, tanto el melindroso Prudhon como el robusto David. El auténtico pintor del Imperio, el pintor de Napoleón por excelencia, era, sin embargo, Gros, el cual debía su fama, que aprobaban tanto los seguidores como los impugnadores de la escuela de David, en parte a su habilidad para pintar escenas sugestivas con una inmediatez de figuras de cera, y en parte a su nueva concepción moral de la pintura de batallas. Fue, como se sabe, el primero que representó la guerra desde el punto de vista humanitario y mostró el lado no heroico del sangriento suceso. La miseria era tan grande que ya no podía ser paliada; más razonable era no intentarlo siquiera.
El Imperio encontró la expresión artística de su concepción del mundo en un eclecticismo que combinaba y unía las tendencias estilísticas existentes. El carácter contradictorio del arte correspondía a las antinomias políticas y sociales del gobierno napoleónico. El gran problema que el Imperio trataba de resolver era la conciliación de las conquistas democráticas de la Revolución con las formas políticas de la monarquía absolutista. El retroceso al ancien régime era tan inconcebible para Napoleón como el permanecer en la «anarquía» de la Revolución. Había que encontrar una forma de gobierno que pudiera combinar ambas posturas y creara un compromiso entre el viejo y el nuevo Estado, entre la nobleza antigua y la nueva, entre la nivelación social y la nueva riqueza. La idea de libertad era tan ajena al ancien régime como la de igualdad. La Revolución se propuso realizar las dos, pero finalmente abandonó el principio de la igualdad. Napoleón quiso rescatar este principio pero no lo consiguió más que desde el punto de vista jurídico; económica y socialmente sigue predominando la antigua desigualdad prerrevolucionaria. La igualdad política consistió en que todos estaban igualmente desprovistos de derechos. De las conquistas revolucionarias no subsistieron más que la libertad personal ciudadana, la igualdad ante la ley, la abolición de los privilegios feudales, la libertad de creencias y la carrière ouverte aux talents. No era poco, ciertamente. La lógica del gobierno autoritario y de las ambiciones cortesanas de Napoleón, sin embargo, condujo a la rehabilitación de la nobleza y de la Iglesia, y, a pesar de la aspiración a mantener los principios fundamentales de la Revolución, creó una atmósfera antirrevolucionaria[153]. El romanticismo recibió un enorme ímpetu con la firma del Concordato y el renacimiento religioso anejo a él. Había ido ya, en la obra de Chateaubriand, de la mano de la idea de una renovación católica y de las tendencias monárquicas. El genio del cristianismo, que apareció un año después del Concordato y era la primera obra representativa del romanticismo francés, tuvo un éxito tan inaudito como ninguna otra producción literaria del siglo XVIII. Lo leyó todo París y el premier consul hizo que le leyeran durante varias tardes algunas partes de él. La aparición de la obra señala el comienzo del partido clerical y el fin de la hegemonía de los «filósofos»[154]. Con Girodet, la reacción clerical romántica se extiende también al arte y acelera la disolución del clasicismo. Durante los años de la Revolución no se veía en ninguna exposición un cuadro de contenido religioso[155]. La escuela de David mantuvo en un principio una actitud opuesta al género; pero con la difusión del romanticismo se incrementó el número de pinturas religiosas, y los temas sagrados invadieron, finalmente, también el clasicismo académico.
El renacimiento religioso comienza al mismo tiempo que la reacción política bajo el Consulado. También ella es una parte de la liquidación de la Revolución y es recibida con entusiasmo por la clase dominante. Sin embargo, el júbilo general enmudece pronto bajo la carga de los sacrificios opresivos que la aventura napoleónica impone a la nación, y la alegría desbordante de la burguesía es también sustancialmente reducida por la creación de la nueva nobleza militar y por los intentos de reconciliación con la antigua aristocracia. Pero los días dorados de los abastecedores del ejército, de los comerciantes en granos y los especuladores comienza ahora, y el vencedor en la lucha por lograr la supremacía en la sociedad sigue siendo finalmente la burguesía, aunque ya no es en absoluto la antigua burguesía revolucionaria. Dicho sea de paso, los objetivos que se perseguían con la Revolución nunca fueron tan altruistas como se suelen presentar. La burguesía adinerada era ya mucho antes de la Revolución el acreedor del Estado, y, en vista de la persistente mala administración de la corte, tenía cada vez más motivo para temer la quiebra de las finanzas del Estado. Cuando ella luchaba por un nuevo orden, lo hacía sobre todo para asegurar sus rentas. Esta circunstancia explica la aparente paradoja de que la Revolución fuera realizada por una de las clases más ricas, y no de las menos privilegiadas[156]. No fue en ningún sentido la Revolución del proletariado y de la pequeña burguesía desposeída, sino la Revolución de los rentistas y de los empresarios comerciales, es decir de una clase que era dificultada en su expansión económica por los privilegios de la nobleza feudal, pero que en su existencia no estaba vitalmente amenazada[157]. Sin embargo, la Revolución se hizo con la ayuda de la clase trabajadora y de los estratos inferiores de la burguesía, y difícilmente hubiera triunfado sin ellos. No obstante, tan pronto como la burguesía hubo alcanzado sus fines, abandonó a sus antiguos aliados y quiso disfrutar ella sola de los frutos de la lucha común. Al final, todas las clases oprimidas y desposeídas de derechos se aprovecharon de la Revolución, que, después de tantas rebeliones fracasadas y tantas revueltas, condujo ya a una transformación radical y durable de la sociedad. Pero la reacción inmediata de los acontecimientos no fue nada halagüeña. Apenas había terminado la Revolución se apoderó de las almas una desilusión inmensa, y de la alegre concepción del mundo propia de la Ilustración no quedó ni huella. El liberalismo del siglo XVIII partía de la identidad entre libertad e igualdad. La fe en esta ecuación era la fuente de su optimismo, y la pérdida de la fe en la compatibilidad de ambas ideas fue el origen del pesimismo del período posrevolucionario.
El signo más chocante de la victoria de las ideas liberales es que la influencia de la coerción, de la limitación y la reglamentación del pensamiento no es considerada paralizadora hasta después de la Revolución. Hasta entonces, los más grandes florecimientos artísticos se habían relacionado frecuentemente con las tiranías más rígidas; de ahora en adelante, todo intento de cultura autoritaria tropieza con una oposición invencible. La Revolución había demostrado que ninguna institución humana es inalterable; pero con esto pierden también las ideas impuestas a los artistas toda pretensión de representar una norma superior, y, en vez de merecer la confianza en su verdad, despiertan sólo sospechas sobre su obligatoriedad. Los principios del orden y la disciplina perdieron su influencia estimulante en el arte, y la idea liberal se convirtió a partir de ahora —sí, efectivamente, sólo a partir de ahora— en fuente de inspiración artística. Napoleón no pudo espolear a sus artistas y escritores a ninguna creación importante, a pesar de los premios, regalos y distinciones que les concedía. Los autores realmente productivos de la época, gente como Madame de Staël y Benjamin Constant, eran disidentes y exiliados[158].
La aportación más importante del Imperio en el terreno del arte consistió en la estabilización de las relaciones creadas durante el período revolucionario entre productores y consumidores. El público burgués, que había surgido en el siglo XVIII, se consolidó y desempeñó en lo sucesivo un papel decisivo como círculo interesado en las artes plásticas. El público de la literatura francesa del siglo XVII estaba compuesto por unos miles de personas; era un círculo de aficionados y conocedores, cuyo número estimaba Voltaire en dos mil o tres mil[159]. Esto no significaba, naturalmente, que este público se compusiera exclusivamente de gente que tuviera juicio artístico independiente, sino, sólo, que poseía ciertos criterios de gusto, los cuales capacitaban a sus miembros para distinguir lo que tenía valor de lo que no lo tenía dentro de unos límites por lo común bastante estrechos. El público de las artes plásticas era, naturalmente, más reducido todavía, y se componía exclusivamente de coleccionistas y conocedores. Hasta el período de la disputa entre los partidarios de Poussin y de Rubens el público del arte no dejó de estar constituido exclusivamente por especialistas[160], y sólo en el siglo XVIII abarcó también a gente que se interesaba por los cuadros sin pensar en su adquisición. Esta tendencia venía acentuándose desde el Salón de 1699, y en 1725 informa ya el Mercure de France que se podía ver en el Salón un enorme público de todas las clases y todas las edades, que miraba, ensalzaba, criticaba y censuraba[161]. Según los informes de la época, la afluencia fue sin precedentes, y aunque la mayoría acudía sólo porque la visita al Salón se había puesto de moda, sin embargo, el número de aficionados serios había crecido también. Esto lo prueba, sobre todo, la gran cantidad de nuevas publicaciones de arte, de revistas artísticas y de reproducciones[162].
París, que era hacía ya tiempo el centro de la vida social y literaria, se convierte ahora también en capital artística de Europa y asume plenamente el papel que había desempeñado Italia desde el Renacimiento en la vida artística de Occidente. Es verdad que Roma sigue siendo el centro de estudio del arte clásico; sin embargo, París es el lugar donde se va a estudiar el arte moderno[163]. La vida artística de París, de la que en adelante se ocupa todo el mundo culto, debe, sin embargo, su impulso más fuerte a las exposiciones de arte, que en modo alguno se limitan al Salón. Es cierto que también en Italia y en Holanda había exposiciones, incluso antes, pero es precisamente en la Francia de los siglos XVII y XVIII donde se convierten en un factor indispensable de la actividad artística[164]. Las exposiciones de arte fueron organizadas de manera regular sólo a partir de 1673, es decir desde el momento en que al reducirse el apoyo oficial, se ven obligados los artistas franceses a volverse a los compradores. En el Salón podían exponer sólo los miembros de la Academia; los artistas no académicos tenían que exponer al público sus obras en la «Academia» de la Asociación de San Lucas, mucho menos distinguida, o en la Exposition de la Jeunesse. Hasta que la Revolución abrió en 1791 el Salón a la totalidad de los artistas, no se hicieron innecesarias las exposiciones secesionistas, y la vida artística, que había recibido su carácter inquieto y estimulante de ellas —de las exposiciones privadas, de las de los estudios y de las de los discípulos—, se volvió más organizada y más sana, aunque tal vez menos vivaz y menos interesante. La Revolución significó el fin de la dictadura de la Academia y de la monopolización del mercado artístico por la corte, la aristocracia y la alta finanza. Las antiguas trabas existentes en el camino de la democratización del arte fueron disueltas; desaparecieron la sociedad y la cultura del rococó. Sin embargo, no se debe asegurar, como se ha hecho con frecuencia, que todos los estratos del público que tenían en sus manos las llaves de la cultura y representaban el «buen gusto» habían desaparecido. Como consecuencia de la amplia participación de la burguesía en la vida artística ya mucho antes de la Revolución, existía una cierta continuidad del desarrollo artístico a pesar de la profunda convulsión. Se realizó, ciertamente, una democratización de la vida artística hasta entonces nunca igualada; es decir, no sólo una difusión, sino también una nivelación del público, pero incluso esta tendencia había empezado antes de la Revolución. Bello es lo que agrada a la mayoría, afirmaba ya Mengs en Pensamientos sobre la belleza y el gusto (1765). La auténtica modificación realizada después de la Revolución consistía en que el viejo público representaba una clase en la que el arte desempeñaba una función vital directa y constituía una parte de aquellas formas por medio de las cuales esta clase expresaba, por un lado, su distancia de los estratos más bajos de la sociedad, y, por otro, su comunidad con la corte y el monarca, mientras el nuevo público, por el contrario, pasó a ser un público de aficionados con intereses meramente estéticos, para los que el arte se había convertido en objeto de libre elección y de gusto mudable.
Después que la Asamblea Legislativa aboliese en 1791 los privilegios de la Academia y concediese a todos los artistas el derecho de exponer en el Salón, la Academia fue suprimida totalmente, dos años más tarde. El decreto correspondía en el terreno del arte a la abolición de los privilegios feudales y a la implantación de la democracia. Pero también este desarrollo artístico-político había comenzado antes de la Revolución como el correspondiente desarrollo social. La Academia había sido siempre considerada por los liberales como la quintaesencia del conservadurismo; en realidad, especialmente desde finales del siglo XVII, no era en modo alguno tan estrecha de miras ni tan inaccesible como se la presentaba. La cuestión de la admisión de miembros fue resuelta en el siglo XVIII de manera muy liberal, como es bien sabido; la limitación del derecho a exponer en el Salón a los miembros de la Academia era la única regla observada estrictamente. Pero precisamente contra esta práctica se dirigía la lucha más enconada por parte de los artistas progresistas agrupados bajo la dirección de David. La Academia fue disuelta tajantemente; sin embargo, no fue tan fácil encontrarle sustituto. En 1793 David fundaba ya la Commune des Arts, una asociación de artistas libre y democrática, sin grupos especiales, clases ni miembros privilegiados. Pero, debido a las intrigas de los monárquicos en su seno, hubo de ser sustituida al año siguiente por la Société Populaire et Républicaine des Arts. Esta fue realmente la primera asociación verdaderamente revolucionaria de los artistas franceses, y fue considerada como la asociación oficial que debía asumir las funciones de la Academia. Pero no fue ni mucho menos una academia, sino una sociedad a la que todo el mundo podía pertenecer, sin consideración hacia su posición u oficio. El mismo año surgió el Club Révolutionnaire des Arts, al que, entre otros, pertenecían David, Prudhon, Gérard e Isabey, y que disfrutaba de gran prestigio debido a sus famosos miembros. Todas estas asociaciones dependían directamente del Comité de Instrucción Pública y estaban bajo la égida de la Convención, del Comité de Salud Pública y de la Commune de París[165]. La Academia fue suprimida al principio sólo como poseedora de la exclusiva de las exposiciones, pero continuó ejerciendo durante mucho tiempo el monopolio de la enseñanza, y de este modo mantuvo una buena parte de su influencia[166]. Sin embargo, su puesto fue ocupado pronto por la Escuela Técnica de Pintura y Escultura; igualmente comenzaron a darse enseñanzas artísticas en escuelas privadas y en clases nocturnas. Además, se introdujo la enseñanza del dibujo también en el plan docente de las escuelas superiores (écoles centrales). Sin embargo, nada contribuyó tanto probablemente a la democratización de la educación artística como la organización y ampliación de los museos. Hasta la Revolución, todo artista que no estaba en condiciones de emprender un viaje a Italia podía ver muy poco de las obras de los famosos maestros. Éstas se encontraban en gran parte en las galerías de los reyes y en las de los grandes coleccionistas, y no eran accesibles al público. Todo esto cambió con la Revolución. En 1792 la Convención decidió la creación de un museo en el Louvre. Allí, en la vecindad inmediata de los estudios, los jóvenes artistas podían en lo sucesivo estudiar y copiar diariamente las grandes obras de arte, y allí, en las galerías del Louvre, encontraban el mejor complemento de las enseñanzas de sus propios maestros.
Después del 9 Termidor, el principio de autoridad fue gradualmente restablecido también en el terreno del arte, y finalmente la Academia de Bellas Artes fue sustituida por la sección IV del Instituto. Nada es tan característico del espíritu antidemocrático con que fue realizada esta reforma como el hecho de que la vieja Academia tuviera 150 miembros, frente a los 22 que tenía la nueva. No obstante, pertenecían también a ella David, Houdon y Gérard, que pronto recobraron su antigua autoridad. Desde luego, los artistas revisaron también su relación con la Revolución, que, por lo demás, no había sido completamente uniforme. Había artistas que fueron desde el principio sinceros y auténticos revolucionarios, y no sólo algunos como David, que, gracias al dinero de su esposa, era en lo material independiente y no tenía que preocuparse por las circunstancias momentáneas del mercado artístico, sino también gente como Fragonard, que se arruinó por la marcha de los acontecimientos, y a pesar de ello permaneció leal a la Revolución. Pero había también entre los artistas, naturalmente, contrarrevolucionarios convencidos; por ejemplo, Madame Vigée-Lebrun, que abandonó el país con su distinguida clientela. Sin embargo, tanto en la derecha como en la izquierda la mayoría eran simpatizantes que, según conviniera a sus intereses, estaban con los revolucionarios o con los emigrados. Los artistas, como conjunto, se vieron en un principio seriamente amenazados por la Revolución; la Revolución les arrebató sus compradores más ricos y más competentes[167]. El número de emigrados crecía de día en día, y la parte del público interesado que no se expatrió, no estaba en condiciones ni tenía humor para adquirir obras de arte. La mayoría de los artistas pasaron en un principio graves privaciones y no es de extrañar que no siempre fueran capaces de sentir entusiasmo por la Revolución. Si, a pesar de ello, en gran número tomaron partido por la Revolución fue porque se sentían humillados y explotados en el antiguo régimen, en el que habitualmente habían sido considerados como criados de sus señores. La Revolución significaba el fin de esta situación y les compensaba, después de todo, también materialmente. Porque, aparte del creciente interés del Gobierno por el arte, surgían también nuevamente aficionados particulares, y de repente apareció un nuevo público que se tomaba vivo interés por la labor de los artistas famosos[168].
La atención prestada al Salón no decayó en absoluto durante la Revolución, sino incluso aumentó. Las obras de arte alcanzaron pronto en las subastas precios tan altos como antes de la Revolución, y durante el Imperio hasta consiguieron una considerable elevación[169]. El número de artistas aumentó, y la crítica se lamentaba de que había ya demasiados artistas. La vida artística se había recobrado rápidamente —demasiado rápidamente— de las conmociones de la Revolución. El ejercicio artístico se restableció antes de que surgiera un nuevo arte. Se renovaron las antiguas instituciones, pero los renovadores no tenían criterios de gusto propio, ni siquiera el valor para tenerlos. Esto explica la decadencia artística del período posrevolucionario; por esto fueron necesarios todavía más de veinte años antes de que pudiera realizarse el romanticismo en Francia.