ROCOCÓ, CLASICISMO Y ROMANTICISMO
LA DISOLUCIÓN DEL ARTE CORTESANO
El hecho de que la evolución del arte cortesano, casi ininterrumpida desde el fin del Renacimiento, se detenga en el siglo XVIII y se disuelva por obra del subjetivismo burgués que domina incluso nuestra concepción artística contemporánea es generalmente conocido, pero es menos evidente la circunstancia de que ciertos rasgos de la nueva orientación existen ya en el rococó y de que la ruptura con la tradición cortesana acaece propiamente en ese momento. Pues aunque no entremos en el mundo burgués sino en Greuze y Chardin, nos encontramos ya en sus cercanías con Boucher y Largillière. La tendencia hacia lo monumental, lo solemne-ceremonial y lo patético desaparece ya en el primer rococó y deja lugar a la tendencia por lo gracioso e íntimo. El color y el matiz tienen desde el principio preferencia en el nuevo arte sobre la gran línea firme, objetiva, y la voz de la sensualidad y del sentimiento es perceptible ya en sus manifestaciones. Pues aunque en muchos aspectos el dixhuitième aparece todavía como la continuación e incluso la consumación del lujo y la pretensión barrocos, le son ajenas ya la independencia y la ausencia de concesiones con que el siglo XVII se mantuvo en el grand goût. Sus creaciones dejan sentir la ausencia del gran formato heroico, incluso cuando están destinadas a las clases sociales más altas. Pero, naturalmente, se trata siempre aún de un arte distanciado, distinguido, esencialmente aristocrático, de un arte para el que los criterios de la complacencia y lo convencional son tan decisivos como los de la interioridad y la espontaneidad; de un arte en el que se trabaja según un esquema fijo, de validez general, infinitas veces repetido, y para el cual nada es tan característico como la técnica de la ejecución, insólitamente virtuosista, aunque en gran parte completamente externa. Estos elementos decorativos y convencionales del rococó, procedentes del Barroco, se disuelven sólo paulatinamente y no son sustituidos sino por las características del gusto artístico burgués.
El ataque a la tradición del Barroco-rococó proviene de dos direcciones distintas, pero está orientado en ambas hacia el mismo ideal artístico opuesto al gusto cortesano. El emocionalismo y el naturalismo representados por Rousseau y Richardson, Greuze y Hogarth es una de las direcciones, y el racionalismo y el clasicismo de Lessing y Winckelmann, de Mengs y de David es la otra. Ambas oponen a la bambolla cortesana el ideal de sencillez y la seriedad de un concepto puritano de la vida. En Inglaterra, la transformación del arte cortesano en burgués se consuma más pronto y se realiza más radicalmente que en la misma Francia, donde la tradición barroco-rococó perdura subterránea y es perceptible todavía en el romanticismo. Pero al finalizar el siglo no hay en Europa sino un arte burgués, que es el decisivo. Se puede establecer una dirección artística de la burguesía progresiva y otra de la burguesía conservadora, pero no hay un arte vivo que exprese el ideal aristocrático y sirva a los propósitos cortesanos. Rara ve2 se ha consumado en la historia del arte y la cultura la transferencia de la dirección de una clase social a otra con tanta exclusividad como ahora, cuando la burguesía desplaza completamente a la aristocracia, y el cambio de gusto, que sustituye la decoración por la expresión, no deja nada que desear en punto a claridad.
Naturalmente, no es la primera vez que la burguesía aparece en escena como mantenedora del gusto. En los siglos XV y XVI había por todas partes en Europa un arte dominante de cuño decididamente burgués: hasta el Renacimiento tardío y la era del manierismo y del Barroco, no fue desplazado y sustituido por tas creaciones del estilo cortesano. Pero en el siglo XVIII, cuando la burguesía consigue el poder económico, social y político, se disuelve de nuevo el arte representativo cortesano, que había conseguido mientras tanto ascender a una validez general, y deja luego que el gusto burgués domine ilimitadamente. Sólo en Holanda había en el siglo XVII un arte burgués de gran altura, que era, por cierto, más radical y consecuentemente burgués que el del Renacimiento, empapado de elementos caballeresco-románticos, místico-románticos y místico-religiosos. Pero este arte burgués de Holanda siguió siendo en la Europa de entonces un fenómeno casi completamente aislado, y el siglo XVIII no enlazó directamente con él cuando estableció el moderno arte burgués. No se puede hablar de una continuidad de la evolución, porque la misma pintura holandesa había perdido en el curso del siglo XVII mucho de su carácter burgués. El arte de la moderna burguesía tuvo su origen, tanto en Francia como en Inglaterra, en los cambios sociales internos; la superación de la concentración artística cortesana pudo proceder sólo de aquí, y debió de recibir estímulos más fuertes de los movimientos filosóficos y literarios contemporáneos que del arte de países ajenos, alejados en el tiempo y en el espacio.
La evolución que alcanza su culminación política en la Revolución francesa y su meta artística con el romanticismo comienza en la Regencia, con la socavación del poder real como principio de autoridad absoluta, con la desorganización de la corte como centro del arte y la cultura y con la disolución del clasicismo barroco como estilo artístico en el que las aspiraciones y la conciencia de poder del absolutismo habían encontrado su expresión inmediata. El proceso se prepara ya durante el reinado de Luis XIV. Las guerras interminables desquician las finanzas de la nación; el tesoro público se agota y la población se empobrece, pues no se pueden crear impuestos de látigo y calabozo ni lograr una supremacía económica con guerras y conquistas. Se hacen perceptibles ya en vida del Rey Sol manifestaciones críticas sobre las consecuencias de la autocracia. Fénelon es en este aspecto bastante sincero ya, pero Bayle, Malebranche y Fontenelle van tan lejos que se puede afirmar con razón que la «crisis del espíritu europeo», cuya historia llena el siglo XVIII, estaba en curso desde 1680[1]. Contemporáneamente con esta corriente gana terreno la crítica del clasicismo, que prepara la disolución del arte cortesano. Hacia 1685 se cierra el período creador del clasicismo barroco; Le Brun pierde su influencia, y los grandes escritores de la época, Racine, Molière, Boileau y Bossuet, han dicho su última palabra, o en todo caso, su palabra definitiva[2]. Con la disputa de los antiguos y los modernos comienza ya aquella lucha entre tradición y progreso, antigüedad y modernidad, racionalismo y emocionalismo que encontrará su fin en el prerromanticismo de Diderot y Rousseau.
En los últimos años de la vida de Luis XIV se encuentran el Estado y la corte bajo el gobierno de la devota Madame de Maintenon. La aristocracia ya no se sentía cómoda en la atmósfera de sombría solemnidad y estrecha piedad de Versalles. Cuando murió el Rey, respiraron aliviados todos, sobre todo aquellos que esperaban de la regencia de Felipe de Orleáns la liberación del despotismo. El regente había considerado siempre anticuado el sistema administrativo de su tío[3], y comenzó su gobierno con una reacción en toda la línea contra los viejos métodos. Política y socialmente procuró un renacimiento de la nobleza; económicamente, fomentó las iniciativas privadas, por ejemplo las de Law; introdujo un nuevo estilo en la vida de las clases superiores e hizo una moda del hedonismo y el libertinaje. Comenzó así una desintegración general, a la que no se resistió ninguno de los antiguos vínculos. Muchos de ellos se reconstruyeron más tarde, pero el viejo sistema estaba removido para siempre. El primer acto de gobierno de Felipe fue la anulación del testamento del difunto Rey, que preveía el reconocimiento de sus hijos ilegítimos. Con esto comenzó el ocaso de la autoridad real, que, a pesar de la subsistencia de la monarquía absoluta, ya nunca fue repuesta en su antigua grandeza. El ejercicio del poder supremo se hizo verdaderamente cada vez más arbitrario, pero la confianza en el poder se volvía de día en día más insegura, proceso que caracterizan mejor que nada las palabras frecuentemente citadas del mariscal Richelieu a Luis XVI: «Bajo Luis XIV nadie osaba abrir la boca; bajo Luis XV se murmuraba; ahora se habla en voz alta y sin rodeos.» Quien pretendiera juzgar las verdaderas proporciones del poder de la época por los decretos y las disposiciones cometería un ridículo error, como observa Tocqueville. Sanciones como la famosa pena de muerte para la redacción y difusión de escritos contra la religión y el orden público se quedaban en el papel, nada más. Los culpables debían abandonar el país en el peor de los casos, y a menudo eran acogidos y protegidos por los mismos funcionarios que debían perseguirlos. En tiempos de Luis XIV toda la vida intelectual estaba todavía bajo la protección del Rey; no había apoyo fuera de él, y mucho menos lo hubiese habido contra él. Pero ahora surgen nuevos protectores, nuevos patronos y nuevos centros de cultura; el arte en gran parte y la literatura en su totalidad se desarrollan ahora lejos de la corte y del rey.
Felipe de Orleáns traslada la residencia de Versalles a París, lo que en el fondo significa la disolución de la corte. El regente es opuesto a toda limitación, a todo formalismo, a toda coacción; se siente a gusto sólo en el círculo reducidísimo de sus amigos. El joven rey vive en tas Tullerías; el regente, en el Palais Royal; los miembros de la nobleza están desparramados en sus castillos y palacios y se divierten en el teatro, en los bailes y en los salones de la ciudad. El regente y el mismo Palais Royal representan el gusto de París, el gusto más independiente y cambiante de la ciudad frente al grand goût de Versalles. La «ciudad» no se limita ya a existir junto a la «corte», sino que desplaza a la corte y asume su función cultural. La melancólica expresión de la condesa palatina Isabel Carlota, madre del regente, corresponde totalmente a la realidad: «¡Ya no hay corte en Francia!» Y esta situación no es un episodio transitorio; la corte, en el viejo sentido, ya no volverá a existir. Luis XV tiene las mismas inclinaciones que el regente, prefiere también una pequeña sociedad, y Luis XVI, sobre todo, como mejor se siente es en el círculo familiar. Ambos se sustraen a las ceremonias, la etiqueta les aburre y les irrita, y aunque la conservan relativamente, ésta pierde mucho de su solemnidad y su magnificencia. En la corte de Luis XVI se impone el tono de una decidida intimidad, y seis días a la semana las reuniones tienen el carácter de una sociedad privada[4]. El único lugar durante la Regencia donde se desarrolla una especie de corte es el castillo de la duquesa de Maine de Sceaux, que se convierte en escenario de brillantes, costosas e ingeniosas fiestas y en nuevo centro artístico al mismo tiempo: una verdadera corte de las musas. Las fiestas de la duquesa, sin embargo, contienen en sí el germen de la descomposición definitiva de la vida de la corte; sirven de transición entre la corte en el viejo sentido y los salones del siglo XVIII, herederos espirituales de aquélla. La corte se disuelve de esta manera de nuevo en las sociedades privadas, de las que había surgido como centro del arte y la literatura.
El intento de Felipe de restituir en sus antiguos derechos políticos y en las funciones públicas a la aristocracia refrenada por Luís XIV era una de las partes más importantes de su programa. Formó con los miembros de la alta nobleza los llamados Conseils, que habían de sustituir a los ministros burgueses. Pero el experimento hubo de suprimirse a los tres años porque los nobles habían perdido el hábito de la dirección de los asuntos públicos y no tenían ya auténtico interés en el gobierno del país. Se mantenían alejados de las sesiones y hubo que volver de buena o mala gana al sistema gubernativo de Luis XIV. Exteriormente señalaba también la Regencia probablemente el principio de un nuevo proceso de aristocratización, que se expresaba en la consolidación de las fronteras sociales y en el creciente aislamiento de las ciases, pero interiormente representó la ininterrumpida marcha conquistadora de la burguesía y la decadencia progresiva de la nobleza. Un rasgo característico de la evolución social del siglo XVIII, ya observado por Tocqueville, es el hecho de que, si bien las fronteras entre los distintos estamentos y clases se acentuaron, la nivelación cultural no se mantuvo, y los hombres que exteriormente deseaban tan celosamente separarse, íntimamente eran cada vez más semejantes[5], de manera que al final no había más que dos grandes grupos: el pueblo, y la comunidad de los que estaban por encima del pueblo. La gente que pertenecía a este último grupo tenía las mismas costumbres, el mismo gusto y hablaba el mismo lenguaje. La aristocracia y la alta burguesía se funden en una única ciase cultural, con lo cual los antiguos mantenedores de la cultura son al mismo tiempo donantes y receptores. Los miembros de la alta nobleza frecuentan no sólo de manera ocasional, y un poco condescendiente, las casas en las que los representantes de las altas finanzas y la burocracia son huéspedes, sino que, por el contrario, se apiñan en los salones de los burgueses ricos y de las burguesas ilustradas. Madame Goeffrin reúne junto a sí a la élite cultural y social de su tiempo: hijos de príncipes, condes, relojeros y pequeños comerciantes; se escribe con la Zarina de Rusia y con Grimm, tiene amistad con el Rey de Polonia y con Fontenelle, declina la invitación de Federico el Grande y distingue al plebeyo D’Alembert con su atención. La adopción por la aristocracia de la mentalidad y la moralidad burguesas y la fusión de las clases elevadas con la intelectualidad burguesa comienzan precisamente en el momento en que la jerarquía social se hace sensible más rígidamente que nunca[6]. Tal vez existe entre ambos fenómenos, efectivamente, una relación causal.
En el siglo XVII la nobleza había conservado de sus privilegios feudales solamente el derecho de propiedad sobre sus posesiones territoriales y la exención de impuestos; sus funciones judiciales y administrativas hubo de cederlas a los funcionarios de la Corona. La renta del suelo, como consecuencia del poder adquisitivo del dinero, decreciente ya desde 1660, había perdido también mucho de su valor. La nobleza se vio obligada de manera progresiva a enajenar sus propiedades, se empobreció y decayó. Pero éste fue más bien el caso de los estamentos medio y bajo de la nobleza rural que el del círculo de la alta nobleza y la nobleza cortesana, las cuales se enriquecieron cada vez más y adquirieron de nuevo influencia en el siglo XVIII. Las «cuatro mil familias» de la nobleza cortesana siguieron siendo los únicos usufructuarios de los puestos de la corte, de las altas dignidades eclesiásticas, de los empleos elevados en el ejército, de los puestos de gobernantes y de las pensiones reales. Casi una cuarta parte del presupuesto total va en beneficio suyo. El antiguo rencor de la Corona contra la nobleza feudal ha declinado; bajo Luis XV y Luis XVI se eligen los ministros en su mayor parte de entre las filas de la nobleza, es decir de la nobleza de sangre[7]. Pero a pesar de ello la nobleza seguía siendo de ideas antidinásticas, era rebelde y fue un elemento fatal para la monarquía a la hora del peligro. Hizo frente común con la burguesía contra la Corona, aunque las buenas relaciones entre ambas clases habían sufrido mucho desde la implantación del centralismo. Antes de eso, cuando se sintieron a menudo amenazadas ambas por el mismo peligro, habían tenido frecuentemente que resolver comunes problemas administrativos, lo que había aproximado una a la otra. Las relaciones empeoraron cuando la nobleza, sin embargo, reconoció en la burguesía a su más peligroso rival. Desde entonces, el Rey tuvo que terciar continuamente y reconciliar a la celosa nobleza; pues aunque en apariencia él dominaba ambos partidos, tenía que hacer concesiones a cada paso y mostrar su favor tan pronto a unos como a otros[8]. Una muestra de esta política de apaciguamiento frente a la nobleza puede entreverse, por ejemplo, en el hecho de que bajo Luis XV era mucho más difícil paca un plebeyo llegar a oficial del ejército que bajo Luis XIV. Desde el edicto de 1781, la burguesía estaba en general excluida del ejército. Lo mismo sucedía con los altos puestos eclesiásticos; en el siglo XVII había todavía entre los dignatarios eclesiásticos un cierto número de miembros de origen plebeyo, como Bossuet y Fléchier, por ejemplo, pero en el siglo XVIII apenas si se daba un caso. La rivalidad entre la aristocracia y la burguesía se hizo, por una parte, más aguda cada vez, pero, por otra, tomó las formas más sublimadas de una emulación espiritual y creó una complicada red de relaciones espirituales en la que la atracción y la repulsión, la imitación y el desprecio, la estima y el resentimiento se conjugaban de manera múltiple. La igualdad material y la superioridad práctica de la burguesía incitó a la nobleza a acentuar la desigualdad de origen y la diferencia de tradiciones. Pero con la semejanza de las circunstancias externas se agudizó también por su parte la hostilidad de la burguesía contra la nobleza. Mientras la burguesía estuvo excluida del medro en la escala social, apenas se le ocurrió compararse con las clases superiores; pero tan pronto como le fue dada una posibilidad de medrar, se dio cuenta realmente de la injusticia social existente y le parecieron ya insoportables los privilegios de la nobleza. En suma, cuanto más perdía la nobleza de su poder efectivo, tanto más tercamente se afectaba a los privilegios que le quedaban y con más ostentación los exhibía; y, por otro lado, cuantos más bienes materiales adquiría la burguesía, tanto más vergonzosa encontraba su discriminación social y tanto más amargamente luchaba por la igualdad política.
La riqueza burguesa del Renacimiento había desaparecido como consecuencia de las grandes bancarrotas del Estado en el siglo XVI, y no se pudo restablecer durante el florecimiento del absolutismo y el mercantilismo, cuando los príncipes y los propios estados hacían los grandes negocios[9]. Hasta el siglo XVIII, cuando se abandonó la política mercantilista y se implantó el laissez-faire, la burguesía, con sus principios económicos individualistas, no recobró su vigencia; y aunque los comerciantes y los industriales supieran ya sacar considerables ventajas del absentismo de la aristocracia con respecto a los negocios, el gran capital burgués no surgió sino durante la Regencia y el período siguiente. Este régimen fue, efectivamente, «la cuna del tercer estado». Bajo Luis XVI alcanzó la burguesía del antiguo régimen la cumbre de su desarrollo espiritual y material[10]. El comercio, la industria, los bancos, la ferme générale, las profesiones liberales, la literatura y el periodismo, es decir todos los puestos clave de la sociedad, con excepción de los altos puestos del ejército, de la Iglesia y de la corte, estaban en sus manos. Se desarrolló una inaudita actividad mercantil, las industrias crecieron, los bancos aumentaron y corrieron enormes sumas en manos de empresarios y especuladores. Las necesidades aumentaron y se extendieron; y no sólo gente como los banqueros y grandes arrendatarios de impuestos mejoró y rivalizó en su modo de vida con la nobleza, sino que también las clases medias de la burguesía aprovecharon la coyuntura y participaron de forma creciente en la vida cultural. Por tanto, no fue en un país económicamente exhausto donde estalló la Revolución; fue más bien en un Estado insolvente con una rica clase media.
La burguesía se apoderó paulatinamente de todos los medios de cultura; no sólo escribía los libros, sino que los leía también, y no sólo pintaba los cuadros, sino que también los adquiría. En el siglo precedente formaba todavía una parte relativamente modesta del público interesado en el arte y en la lectura, pero ahora constituye la clase culta por excelencia y se convierte en la auténtica mantenedora de la cultura. Los lectores de Voltaire pertenecen ya en su mayor parte a la burguesía, y los de Rousseau de manera casi exclusiva. Crozat, el gran coleccionista de arte del siglo, procede de una familia de comerciantes; Bergeret, el protector de Fragonard, es de origen aún más humilde; Laplace es hijo de un campesino, y de D’Alembert no se sabía en absoluto de quién era hijo. El mismo público burgués que lee los libros de Voltaire lee también los poetas latinos y los clásicos franceses del siglo XVII, y es tan decidido en lo que rechaza como en la selección de sus lecturas. No tiene mucho interés por los autores griegos, y éstos desaparecen gradualmente de las bibliotecas; desprecia la Edad Media, España se le ha hecho ajena, su relación con Italia no se ha desarrollado todavía propiamente y no llegará nunca a ser tan cordial como fue la de la sociedad cortesana con el Renacimiento italiano en el siglo precedente. Se han considerado como representantes espirituales: del siglo XVI, al gentilhomme; del XVII, al honnête homme, y del XVIII, al hombre ilustrado[11], es decir, al lector de Voltaire. No se comprende al burgués francés —se ha afirmado— si no se conoce a Voltaire, al cual ha tomado por modelo[12]; pero no se comprende tampoco a Voltaire si no se tiene en cuenta cuán profundamente está arraigado en la clase media, a pesar de sus coronados amigos, de sus aires señoriales y de su enorme fortuna, y no sólo por razón de su origen, sino también por su manera de pensar. Su sobrio clasicismo, su renuncia a la solución de los grandes problemas metafísicos, su desconfianza de todo aquel que los explica, su espíritu agudo, agresivo y, sin embargo, tan urbano, su religiosidad anticlerical negadora de todo misticismo, su antirromanticismo, su repulsa contra todo lo opaco, lo inexplicado y lo inexplicable, su confianza en sí mismo, su convicción de que todo se puede comprender, resolver y decidir con el poder de la razón, su escepticismo discreto, su razonable conformidad con lo próximo, lo accesible, su comprensión para la «exigencia del día», su «mais il faut cultiver notre jardin», todo esto es burgués, profundamente burgués, aunque no agote la burguesía, y aunque el subjetivismo y el sentimentalismo que Rousseau anunciará sean la otra cara, probablemente de igual importancia, del espíritu burgués. El gran antagonismo en el seno de la burguesía estaba dado desde el principio; los adeptos posteriores de Rousseau probablemente no formaban todavía un público lector regular cuando Voltaire conquistaba sus lectores, pero eran ya una clase social bastante definida y encontraron luego en Rousseau simplemente su portavoz.
La burguesía francesa del siglo XVIII no es en modo alguno más uniforme de lo que lo había sido la italiana de los siglos XV y XVI. Es cierto que ahora no existe lo que pudiera corresponder a la lucha de entonces por el dominio de los gremios, pero existe una oposición tan aguda de intereses económicos entre los distintos estratos de la clase burguesa como entonces. Se acostumbra hablar de la lucha por la libertad y de la revolución del «tercer estado» como de un movimiento uniforme, pero en realidad la unidad de la burguesía se limita a sus fronteras por arriba con la nobleza y por abajo con el campesino y con el proletario ciudadano. Dentro de estas fronteras, la burguesía está dividida en una parte positivamente privilegiada y otra negativamente privilegiada.
En el siglo XVIII no se habla nunca de los privilegios de la burguesía, y se obra como si de tales ventajas no se supiera nada; pero los favorecidos se oponen a toda reforma que pudiera extender sus oportunidades a las clases inferiores[13]. La burguesía no quiere otra cosa que una democracia política, y deja a sus compañeros de lucha en la estacada tan pronto como la revolución comienza a propugnar seriamente la igualdad económica. La sociedad de la época está llena de contradicciones y tensiones; crea una monarquía que tan pronto tiene que representar los intereses de la nobleza como los de la burguesía, y, finalmente, tiene a ambas contra sí; da forma a una aristocracia que está en enemistad consciente tanto con la Corona como con la burguesía, y tiene como propias las ideas que la conducen a su ruina; y crea una burguesía que hace triunfar una revolución con ayuda de las clases inferiores, pero que inmediatamente se coloca frente a sus aliados y al lado de sus antiguos enemigos. Mientras estos elementos dominan proporcional mente la vida espiritual de la nación, esto es, hasta mediados de siglo, el arte y la literatura se encuentran en estado de transición y están llenos de tendencias opuestas, a menudo difícilmente conciliables; vacilan entre tradición y libertad, formalismo y espontaneidad, ornamentalismo y expresión. Pero incluso en la segunda mitad de siglo, cuando el liberalismo y el emocionalismo adquieren preeminencia, los caminos se separan con mayor claridad sin duda, pero las tendencias diversas siguen estando unas junto a otras. Con todo, sufren un cambio de funciones, y principalmente el clasicismo, que era un estilo cortesano-aristocrático, se convierte en vehículo de las ideas de la burguesía progresiva.
La Regencia es un período de actividad intelectual extraordinariamente viva, que no sólo ejerce la crítica de la época precedente, sino que es creador en gran medida y se plantea cuestiones que han de ocupar a todo el siglo. La relajación de la disciplina general, la irreligiosidad creciente, el sentido más independiente y más personal de la vida van de la mano en el arte con la disolución del «gran estilo» ceremonial. Comienza ésta con la crítica de la doctrina académica, que quiere presentar el ideal artístico clásico como un principio establecido por Dios en cierto modo, intemporalmente válido, de forma semejante a como la teoría oficial del Estado en la época presenta la monarquía absoluta. Nada caracteriza mejor el liberalismo y el relativismo de la nueva era que irrumpe que aquella frase de Antoine Coypel —que ningún director de la Academia hubiera aprobado antes de él— de que la pintura, como todas las cosas humanas, está sujeta a los cambios de la moda[14].
El cambio del concepto del arte que aquí se expresa tiene también validez en la creación en todas partes; el arte se hace más humano, más accesible, con menos pretensiones; ya no es para semidioses y superhombres, sino para comunes mortales, para criaturas débiles, sensuales, sibaritas; ya no expresa la grandeza y el poder, sino la belleza y la gracia de la vida, y ya no quiere imponer respeto y subyugar, sino encantar y agradar. En el último período de gobierno de Luís XIV se forman en la misma corte círculos en los que los artistas encuentran nuevos protectores, y de tal categoría, por cierto, que son frecuentemente más generosos y están más interesados por el arte que el propio monarca, el cual lucha ya con dificultades materiales y está dominado por la Maintenon. El duque de Orleáns, sobrino del Rey, y el duque de Borgoña, hijo del Delfín, son los centros de estos círculos. El futuro regente lucha ya contra la tendencia artística patrocinada por el Rey y exige de sus artistas más ligereza y facilidad, un lenguaje formal más sensual y más delicado que el que se usa en la corte. Frecuentemente trabajan los mismos artistas para el Rey y para el duque, y cambian su estilo según el respectivo cliente, como, por ejemplo, Coypel, que decora la capilla del palacio de Versalles en correcto estilo cortesano, pinta las damas en el Palais Royal en coqueta negligé y esboza medallas clasicistas para la Académie des Inscriptions[15]. La grande manière y los grandes géneros ceremoniales decaen durante la Regencia. La pintura devota, que ya en tiempo de Luis XIV se había convertido en un mero pretexto para retratar a los deudos del rey, y los grandes cuadros de historia, que servían sobre todo a la propaganda monárquica, se descuidan ahora. El lugar del paisaje heroico lo ocupa la vista idílica de las pastorales, y el retrato, que hasta ahora estaba destinado principalmente a la publicidad, se convierte en un género trivial, popular, dedicado en su mayor parte a fines privados; todo el que puede permitírselo se hace pintar ahora. En el Salón de 1704 se exponen doscientos retratos, frente a los cincuenta del Salón de 1699[16]. Largillière pinta ya con preferencia a la burguesía y no a la nobleza cortesana, como sus predecesores; vive en París, no en Versalles, y expresa con ello la victoria de la «ciudad» sobre la «corte»[17].
En el favor del público progresista ocupan las galantes escenas de sociedad de Watteau el lugar de los cuadros ceremoniales religiosos e históricos, y el cambio de gusto del siglo se expresa de la manera más clara en este tránsito de Le Brun al maestro de las jetes galantes. La formación del nuevo público, compuesto por la aristocracia de ideas progresistas y la gran burguesía devota del arte, el volverse problemática la autoridad artística hasta ahora reconocida, así como la liquidación de la vieja temática estrictamente limitada, contribuyen a hacer posible la aparición del más grande pintor francés anterior al siglo XIX. El genio pictórico que la época de Luis XIV no fue capaz de hacer surgir con sus encargos oficiales, sus estipendios, sus pensiones, su Academia, su Escuela de Roma y su manufactura real, lo produce la aturdida, frívola y arruinada Regencia con su impiedad y su indisciplina. Watteau, que había nacido en Flandes y continúa la tradición de Rubens, es desde el gótico el primer maestro de la pintura completamente «francés». En los dos últimos siglos anteriores a su aparición, el arce francés estaba bajo influencias extrañas. Renacimiento, manierismo y Barroco eran importaciones italianas y holandesas. Pues en Francia, donde toda la vida cortesana se regía en un principio por moldes extranjeros, cambien el ceremonial cortesano y la propaganda monárquica se expresaban en formas artísticas foráneas, principalmente italianas. Estas formas se unieron tan íntimamente con la idea de la realeza y de la corte que adquirieron una tenacidad institucional y no pudieron ser desarraigadas mientras la corte no cesó de ser el centro de la vida artística.
Watteau pintaba la vida de una sociedad que él sólo podía mirar desde fuera, representaba un ideal de vida que sólo externamente podía estar en contacto con sus propios designios vitales, configuraba una utopía de la libertad que sólo podía tener correspondencia analógica con su idea subjetiva de la libertad, pero creaba estas visiones con los elementos de su experiencia directa, con bocetos de los árboles del Luxemburgo, con escenas de teatro que podía ver diariamente y con toda seguridad veía, y con tipos característicos de su propio momento, aunque mágicamente disfrazados. La profundidad del arte de Watteau se debe a la ambivalencia de su relación con el mundo, a la expresión de Jos deseos y las insuficiencias simultáneas, al sentimiento continuamente presente de un inefable paraíso perdido y de una meta inaccesible, al conocimiento de una patria perdida y a la utópica lejanía de la auténtica felicidad. Lo que pinta está lleno de melancolía, a pesar de la sensualidad y la belleza, de la gozosa entrega a la realidad y de la alegría en los bienes terrenos que componen los temas inmediatos de su arte. Pinta en rodo la escondida tragedia de una sociedad que perece a manos de la naturaleza irrealizable de sus deseos. Pero no es todavía en modo alguno el sentimiento rousseauniano ni la nostalgia del estado natural, sino, por el contrario, un deseo de una cultura completa, de un tranquilo y seguro gozo de vivir lo que expresa. Watteau descubre en la fête galante la festiva convivencia de los enamorados y de las cortes de amor, la forma adecuada a su nuevo sentido de la vida, que está compuesto al presente de optimismo y pesimismo, de alegría y tedio.
El elemento predominante de esta fête galante, que es siempre una fête champêtre y representa la diversión de gente joven que lleva, entre música, baile y canciones, la descuidada existencia de los pastores y pastoras de Teócrito, es el elemento bucólico. Describe la paz campesina, el refugio contra el gran mundo y el abandono de sí mismo en la felicidad del amor. Pero ya no es el ideal de una existencia idílica, contemplativa y frugal lo que atrae al artista, sino el ideal arcádico de una identidad entre naturaleza y civilización, belleza y espiritualidad, sensualidad e inteligencia. Tampoco este ideal es nuevo absolutamente, desde luego; modifica simplemente la forma de los poetas latinos de la era de los Césares, que habían asociado la leyenda de la Edad de Oro con la idea pastoril. Solamente es nuevo frente a la versión latina el que ahora el mundo bucólico se disfrace de manera mundana y los pastores y pastoras lleven elegantes trajes de la época, limitándose la situación pastoril a la conversación de los amantes, al marco de la naturaleza y al alejamiento de la vida cortesana y urbana. ¿Pero incluso todo esto es nuevo? ¿No era lo pastoril desde un principio una ficción, un amaño teatral, un mero coqueteo con el estado idílico de inocencia y simplicidad? ¿Es imaginable que desde que hubo una poesía pastoril, es decir desde que existió una vida urbana y cortesana altamente desarrollada, alguien quisiera realmente llevar la vida sencilla y humilde de los pastores y los aldeanos? No, la vida pastoril ha sido siempre un ideal en el que los rasgos negativos —la propia separación del gran mundo y el desprecio de sus costumbres— eran los elementos principales. Se trasladaba uno, en una especie de juego, a una circunstancia que, al tiempo que conservaba las ventajas de la civilización, prometía la liberación de sus trabas. Se acrecentaba la atracción de las pintadas y perfumadas damas intentando presentarlas —pintadas y perfumadas como estaban— como frescas, lozanas e inocentes campesinas, aumentando así el atractivo del arte con el de la naturaleza. La ficción contenía de antemano las condiciones previas que en toda cultura complicada y refinada se han convertido en el símbolo de la libertad y la felicidad.
La tradición literaria de la poesía pastoril muestra no sin fundamento, desde sus comienzos en el helenismo, una casi ininterrumpida historia de más de dos mil años. Con la excepción de la alta Edad Media, cuando la cultura urbana y cortesana estaba extinguida, no hay un siglo sin ejemplo de esta poesía. Fuera de la temática de la novela caballeresca, no hay probablemente un asunto del que la literatura occidental se ocupe tan largamente y que se sostenga con tanta tenacidad contra el asalto del racionalismo como el tema bucólico. Este largo y casi ininterrumpido dominio demuestra que la poesía «sentimental» en el sentido que Schiller da a esta palabra, desempeña en la historia de la literatura un papel incomparablemente más importante que la «ingenua». Ya los Idilios de Teócrito no deben su existencia a un auténtico arraigo en la naturaleza y a una relación inmediata con la vida del pueblo, sino a un sentimiento reflexivo de la naturaleza y a una romántica concepción del pueblo, es decir a sentimientos que tienen su origen en una nostalgia de lo lejano, extraño y exótico. El campesino y el pastor no se entusiasman ni por la naturaleza ni por sus ocupaciones diarias. El interés por la vida del pueblo sencillo no hay que buscarlo ni en la proximidad social de los campesinos ni en la proximidad local; no surge en el pueblo mismo, sino en las clases superiores; no aparece en el campo, sino en las ciudades y en las cortes, en medio de una vida agitada y de una sociedad supercivilizada y desilusionada. El tema de los pastores y la situación bucólica seguramente no eran ya nuevos cuando Teócrito escribía sus Idilios; habrá existido ya en la poesía de los primitivos pueblos pastores, pero indudablemente sin las características de sentimentalismo y complacencia, probablemente también sin la pretensión de describir las circunstancias externas de la vida de los pastores como un cuadro de género. Escenas pastoriles, aunque sin el matiz lírico de los Idilios, se encuentran ya antes de Teócrito en los mismos. En el drama satírico ya se comprende que existen, y escenas campesinas hay también, como sabemos, en la tragedia[18]. Pero las escenas pastoriles y los cuadros de la vida campestre no producen todavía poesía bucólica; condiciones de ésta son sobre todo la oposición latente entre ciudad y campo y el sentimiento de malestar en la cultura.
Pero en todo caso Teócrito encontraba todavía placer en la representación simple y descriptiva de la vida pastoril, mientras que su primer sucesor autónomo, Virgilio, por el contrario, perdió ya la complacencia por la representación realista, y la poesía pastoril recibió aquella forma alegórica con la que se realizó el cambio más importante en la historia del género[19]. Si la concepción poética de la vida pastoril representaba ya, desde el primer momento, una fuga del bullicio del mundo, y el deseo de vivir como pastores nadie iba a tomarlo completamente en serio, la irrealidad del tema experimenta ahora un crecimiento mayor en cuanto que no sólo la nostalgia de la vida pastoril, sino la misma situación pastoril se convierte en una ficción en la que el poeta y sus amigos aparecen vestidos de pastores y poéticamente distanciados así, aunque reconocibles inmediatamente para los iniciados. El atractivo de esta fórmula nueva —aunque preparada ya por Teócrito— fue tan grande que las Églogas de Virgilio no sólo obtuvieron un éxito mayor que todas sus otras obras, sino que no hay probablemente creación en la literatura universal cuyo efecto haya sido más profundo y duradero. Dante y Petrarca, Boccaccio y Sannazzaro, Tasso y Guarini, Marot y Ronsard, Montemayor y D’Urfé, Spenser y Sidney, e incluso Milton y Shelley son, en su poesía de cuño pastoril, directa o indirectamente dependientes de aquéllas. Teócrito se sintió inquieto, según parece, sólo por la corte, con su lucha incesante por el éxito, y la gran ciudad, con el ritmo agitado de su vida, Virgilio tenía ya más razón para huir de su presente. Apenas había terminado la secular guerra civil, la propia juventud del poeta se desarrolló todavía en la época de la lucha más sangrienta, y la paz augustea era, cuando él escribía sus Églogas, más bien una esperanza que una realidad[20]. Su fuga hacia el idilio correspondía en él al movimiento reaccionario iniciado por Augusto, que tenía como finalidad representar el pasado patriótico como la Era dorada y desviar la atención de los sucesos del presente[21]. La nueva concepción pastoril de Virgilio no era en el fondo otra cosa que una fusión de su fantasía deseosa de paz con la propaganda de una política de pacificación.
El tema pastoril de la Edad Media enlaza de manera inmediata con las alegorías de Virgilio. De los siglos que median entre la ruina del mundo antiguo y el comienzo de la cultura cortesana y ciudadana de la Edad Media no hay ciertamente sino exiguos restos de una poesía pastoril, pero lo que ha quedado del género es producto de mera erudición y sedimento de reminiscencias de antiguos poetas, sobre todo de Virgilio. Incluso las Églogas de Dante son imitación erudita, y también en Boccaccio, del cual arrancan ya los primeros idilios pastoriles modernos, se encuentran todavía huellas de la antigua alegoría pastoril. Contemporáneamente con la creación de la novela pastoril, la cual da al desarrollo un nuevo giro, entran en escena también en la novela renacentista italiana motivos bucólicos, pero carecen en ella de tas características románticas que llevan adheridas en el idilio, la novela y el drama pastoril[22]. Pero este fenómeno es comprensible sin más si se piensa que la novela es literatura burguesa por excelencia, y, como tal, tiene una tendencia naturalista, mientras que la poesía pastoril, por el contrario, representa un género cortesano-aristocrático y se inclina al romanticismo. Esta tendencia romántica predomina siempre en las pastorales de Lorenzo de Médici, de Jacobo Sannazzaro, de Castiglione, de Ariosto, de Tasso, de Guarini y de Marino, y demuestra que la moda literaria se rige por el mismo patrón en todas las cortes renacentistas italianas, sean Florencia, Nápoles, Urbino, Ferrara o Bolonia. La poesía pastoril es aquí generalmente el espejo de la vida cortesana y sirve al lector como modelo de las formas de trato galante. Nadie toma ya lo pastoril en sentido literal; el convencionalismo del atuendo pastoril es evidente, y como el sentido original del género —la negación de la vida supercivilizada— queda ya en el pasado, se rechazan las formas cortesanas por su estrechez, pero no por su artificiosidad y su refinamiento.
Es comprensible que esta poesía pastoril, con sus sutilezas y su alegoría, su mezcla de lo ajeno y lo próximo, de lo inmediato y lo insólito, sea uno de los géneros preferidos del manierismo, y que en España, el país clásico de la etiqueta cortesana y del manierismo, se cultivara con el mayor cariño. En primer lugar, se continúan aquí los modelos italianos, que se extienden a todo Occidente con las formas de vida cortesana, pero pronto se impone la peculiaridad del país, que se expresa en la combinación ejemplar de los elementos de la novela caballeresca y la pastoril. Esta forma híbrida española romántico-bucólica se convierte en el puente entre la novela pastoril italiana y la francesa, que domina la evolución posterior del género.
El principio de la novela pastoril francesa se retrotrae a la Edad Media y surge ante nosotros por vez primera en el siglo XIII en forma complicada, heterogénea, dependiente de la lírica cortesana caballeresca. Lo mismo que parcialmente ocurre ya en los idilios y las églogas de la antigüedad clásica, la situación bucólica es también en las pastourelles francesas una fantasía deseosa de liberarse de las formas demasiado rígidas y convencionales del erotismo[23]. Cuando el caballero declara su amor a la pastora, se siente relevado de los mandamientos del amor cortesano, de la fidelidad, de la castidad y de la discreción. Su deseo carece en absoluto de problemas y, a pesar de toda su impulsividad, da impresión de inocencia comparado con la forzada pureza del amor cortesano. Pero la escena del caballero solicitando el favor de la pastora es completamente convencional y no conserva ya huellas de la voz de la naturaleza que aparecía en Teócrito. Además de las figuras principales, y, si es el caso, del pastor celoso, hay a lo sumo como requisito escénico un par de ovejas; de la atmósfera de los bosques y los prados, de la disposición de ánimo de la recolección y la vendimia, del perfume de la leche y de la miel, ya no quedan huellas[24]. Ciertos elementos de la bucólica clásica habrán penetrado con la ganga de las reminiscencias de los poetas de la antigüedad incluso en las pastorales, pero no se puede establecer una influencia directa de la antigua poesía pastoril en la literatura francesa antes de la difusión del Renacimiento italiano y de la cultura cortesana borgoñona. Y esta influencia no se hace profunda hasta la moda general de la novela pastoril italiana y española y el triunfo del manierismo[25]. Aminta, de Tasso, Il Pastor fido, de Guarini, la Diana, de Montemayor, son los modelos imitados por los franceses, principalmente por Honoré d’Urfé, el cual, siguiendo a italianos y españoles, quiso dar con su Astrea antes que nada un manual de etiqueta social internacional y un espejo de las costumbres educadas. La obra es considerada con razón como la escuela en la que los rudos señores feudales y los soldados del tiempo de Enrique IV se convirtieron en miembros de la cultivada sociedad francesa, y debe su existencia al mismo movimiento que hizo surgir los primeros «salones» y del cual brotó la cultura preciosista del siglo XVII[26]. Astrea es indudablemente la cumbre del desarrollo que había comenzado con las pastorales del Renacimiento. A nadie se le ocurre ya, a la vista de las elegantes damas y caballeros que, vestidos de pastores y pastoras, conversan ingeniosamente y ventilan discretas cuestiones amorosas, pensar en el pueblo simple. La ficción ha perdido toda relación con la realidad y se ha convertido en un puro juego de sociedad. Lo pastoril no es más que una mascarada con la que se pretende desprenderse por un momento de la acostumbrada realidad y del yo cotidiano.
Los fêtes galantes de Watteau tienen, desde luego, poca semejanza con esta poesía. En la novela pastoril las escenas amorosas campesinas, con sus satisfacciones eróticas y su ritual amoroso, constituyen la totalidad del ideal, mientras que en los cuadros de Watteau, por el contrario, todo el erotismo no es sino una estación intermedia en el camino hacia la meta verdadera, es sólo la preparación para el viaje a aquella Citerea que está siempre en una nebulosa y misteriosa lejanía. La poesía pastoril, además, está en decadencia en Francia precisamente cuando Watteau pinta sus cuadros; el maestro no recibe de ella estímulo directo alguno. Incluso en la pintura no aparecen escenas de la vida pastoril como motivo propio de la representación en general hasta el siglo XVIII. Ciertamente no son una rareza los motivos bucólicos como accesorios en representaciones bíblicas y mitológicas, pero tienen un origen propio, completamente distinto de la idea pastoril. La versión «giorgionesca», con su tendencia elegiaca, recuerda por cierto, de modo bien marcado, a Watteau[27], pero carece tanto del fondo erótico como del martirizante sentimiento de tensión entre naturaleza y civilización. En el mismo Poussin el parentesco con Watteau es sólo aparente. Es verdad que Poussin describe la Arcadia de manera muy sentida, pero sin referencia directa a la vida pastoril; el tema sigue siendo clásico y mitológico, y, en correspondencia con el espíritu del clasicismo latino, produce una impresión fundamentalmente heroica. Motivos pastoriles aparecen independientemente en el arte francés del siglo XVII sólo en las tapicerías, que trataron siempre con preferencia ios cuadros de la vida campestre, como es notorio. Pero, naturalmente, semejantes motivos no están en concordancia con el carácter oficial del gran arte de la época barroca. En representaciones pictóricas de carácter decorativo, o en una novela o en la ópera o el ballet son admisibles todavía, pero en una gran pintura representativa estarían tan fuera de lugar como en una tragedia. «Dans un roman frivole aisément tout s’excuse… Mais la scène demande une exacte raison»[28]. Sin embargo, lo pastoril adquiere en la pintura, tan pronto como ésta toma posesión de aquello, una sutileza y una profundidad como nunca las tuvo en la poesía, donde fue siempre un género de segunda categoría. Como género poético representó desde el primer momento una creación extremadamente artificiosa y continuó siendo posesión exclusiva de generaciones cuya relación con la realidad era totalmente reflexiva. La situación bucólica en sí fue siempre un pretexto exclusivamente, nunca el objeto propio de la representación, y tuvo continuamente, por tanto, carácter más o menos alegórico, pero nunca simbólico. En otras palabras, lo pastoril tenía un sentido totalmente inequívoco y dejaba poco campo a la interpretación. Se agotó pronto, no tenia secreto alguno tras de sí y ofrecía incluso a un poeta como Teócrito una imagen de la realidad bastante indiferenciada, aunque inusitadamente atractiva. Nunca pudo superar las limitaciones de la alegoría y resultaba un mero juego, sin tensión, superficial. Watteau es el primero que consigue darle profundidad simbólica, y, precisamente, eliminando todos aquellos rasgos que no podían ser considerados como réplica simple e inmediata de la realidad.
El siglo XVIII, por su propia índole, condujo a un renacimiento de lo pastoril. Para la literatura, la fórmula se ha vuelto demasiado estrecha, pero en la pintura no se había usado aún y se puede comenzar de nuevo. Las ciases altas vivían en medio de formas sociales extremadamente artificiales, que sublimizaban complicadamente las relaciones cotidianas; pero no creían ya, sin embargo, en el profundo sentido de estas formas y les daban el valor de meras reglas de juego. Una regla de juego del amor de esta clase era la galantería, lo mismo que lo pastoril fue en todo momento una fórmula deportiva del arte erótico. Ambas querían dominar el amor, desnudarlo de su salvaje inmediatez y su pasionalidad. Nada más natural, por tanto, que lo pastoril alcanzara la cima de su desarrollo en el siglo de la galantería. Pero así como los vestidos que llevaban las figuras de Watteau no se pusieron de moda hasta la muerte del maestro, tampoco el género de la fête galante encontró un público más amplío hasta el rococó tardío. Lancret, Pater y Boucher gozaron los frutos de una innovación que ellos mismos no habían hecho sino trivializar. El propio Watteau no fue durante toda su vida sino el pintor de un círculo relativamente pequeño: los coleccionistas Julienne y Crozat, el arqueólogo aficionado conde Caylus y el comerciante en arte Gersaint fueron los únicos seguidores realmente fieles de su arte. La crítica contemporánea lo menciona rara vez, y la mayor parte de las veces para censurarle[29]. Incluso Diderot desconoció su significación y le colocaba detrás de Teniers. La Academia no se le opuso, es cierto, aunque frente a un arte como el suyo defendió la jerarquía tradicional de los géneros y permaneció en su menosprecio de los petits genres. Pero ella no era en manera alguna más dogmática que el público cuito en general, que, al menos en teoría, se regía todavía por la doctrina clásica. En todas las cuestiones prácticas, la actitud de la Academia era sumamente liberal. El número de miembros era ilimitado, y la admisión no estaba en manera alguna condicionada por la aceptación de su doctrina. Ciertamente, no era tan condescendiente por propio impulso, pero reconocía de todas formas que en aquella época de efervescencias e innovaciones sólo podía mantener su existencia por medio de semejante liberalismo[30]. Watteau, Fragonard y Chardin fueron recibidos sin dificultad como miembros de la Academia, lo mismo que todos los otros artistas famosos del siglo, fuera la que fuere la dirección a que estuvieran adscritos. Efectivamente, la Academia representaba como siempre el grand goût, pero en la práctica sólo un pequeño grupo de sus miembros mantenían este principio. Aquellos artistas que no podían contar con encargos oficiales y tenían sus clientes fuera de los círculos cortesanos no se esforzaban demasiado por lograr el reconocimiento oficial y cultivaban los petits genres, que, aunque teóricamente se tenían en menor estima, prácticamente eran más solicitados. A éstos pertenecían también las fêtes galantes, que desde el principio tenían aceptación por parte de un círculo más liberal que el de la corte, si bien los interesados en esta clase de cuadros representaron ya por poco tiempo la parte de público artísticamente más progresista.
Sin embargo, la pintura continúa con los temas eróticos mucho tiempo después de que la literatura, y sobre todo la novela, como arte más movible y, por razones económicas, más popular, se ha vuelto a motivos de validez más general. El libertinismo del siglo encontró efectivamente en la literatura también sus representantes en Choderlos de Laclos, Crébillon hijo y Restif de la Bretonne, pero no desempeñó un papel de importancia en los restantes novelistas de la época. Marivaux y Prévost, a pesar de la audacia de sus temas, no buscan un efecto crasamente erótico. Mientras que en la pintura la conexión con las clases superiores sigue existiendo temporalmente, la novela se acerca al concepto del mundo de las clases medias. El primer paso en esta dirección lo señala el tránsito de la novela caballeresca a la novela pastoril, con el que se expresa ya la renuncia a determinados elementos novelescos medievales. La novela pastoril trata auténticos problemas de la vida, aunque en un ámbito totalmente ficticio, y describe personajes contemporáneos, aunque con atuendo fantástico: desde el punto de vista histórico, éstas son características importantes que señalan hacia el futuro. Teniendo en cuenta, además, que la acción, sobre todo en D’Urfé, se torna históricamente localizada, la novela pastoril se acerca al realismo moderno[31]. Pero lo más importante con relación al desarrollo posterior es que D’Urfé escribe la primera auténtica novela de amor. El amor surge como tema en la novela antes de ahora, naturalmente, pero no hay antes de D’Urfé una obra literaria de gran extensión cuyo objeto propio fuera el amor. Es ahora cuando el terna amoroso en la novela, lo mismo que en el drama, se convierte en motor de la acción y sigue siéndolo durante más de tres siglos[32]. La literatura épica y dramática es desde el Barroco fundamentalmente poesía amorosa; sólo en los últimos tiempos han sido perceptibles ciertos signos de un cambio. En Amadís el amor gana ya la primacía al heroísmo, pero Céladon es el primer héroe amoroso en el sentido actual, el primer esclavo de su pasión, indefenso, antiheroico, el antepasado del Chevalier des Grieux y el antecesor de Werther.
La novela pastoril francesa del siglo XVII constituye la lectura de una época cansada; la sociedad agotada en las guerras civiles descansa de sus fatigas leyendo las bellas y alambicadas conversaciones de los pastores enamorados. Pero tan pronto como se ha recobrado y las guerras de conquista de Luis XIV despiertan en ella nuevas ambiciones, comienza la reacción contra la novela preciosista, cuya repulsa va de la mano con los ataques al preciosismo por parte de Boileau y Molière. A la novela pastoril de D’Urfé siguen la novela heroica y la novela amorosa de La Calprenède y Mademoiselle de Scudéry, un género que enlaza con los hilos andrajosos de la novela de Amadís. La novela maneja de nuevo sucesos auténticos, describe países lejanos y pueblos extraños, y presenta figuras importantes e impresionantes y caracteres que imponen. Pero su heroísmo no consiste ya en la temeridad romántica de la novela caballeresca, sino en la estricta conciencia del deber de La tragedia de Corneille. La novela heroica de La Calprenède quería ser, como el drama cortesano, una escuela de energía y de magnanimidad; pero el mismo ideal humano y la misma ética trágico-heroica de Corneille se expresaban también en La princesa de Clèves, de Madame de La Fayette. También aquí se trataba del conflicto entre el honor y la pasión, y también aquí el deber vencía al amor. Nos encontramos por todas partes, en este tiempo impulsado al heroísmo, con el mismo análisis claro de los motivos de la voluntad, con idéntica disección racionalista de la pasión, con la misma estricta dialéctica de las ideas morales. Tal vez se encuentra aquí y allá en Madame de La Fayette un rasgo más íntimo, un matiz más personal, un aspecto más ágil del desarrollo de los sentimientos, pero incluso en ella todo parece movido por la aguda luz de la conciencia y de la razón analítica. Los amantes no están ni un momento indefensos ante su pasión, no son incurables, ni perdidos irremisiblemente, como Rene y Werther, e incluso ya Des Grieux y Saint-Preux.
Pero junto a estas formas bucólico-idílicas y heroico-amorosas hay también en el siglo XVII ciertos fenómenos que anuncian la novela burguesa posterior. Hay, sobre todo, la novela picaresca, que se diferencia de los tipos mundanos principalmente por la realidad cotidiana de sus temas y por su preferencia por los bajos fondos de la vida. Gil Blas y El diablo cojuelo pertenecen todavía a este género, e incluso en las novelas de Stendhal y Balzac ciertos rasgos recuerdan todavía el mosaico colorista de los cuadros de la vida picaresca. En el siglo XVII se leen aún durante mucho tiempo novelas preciosistas, se leen incluso hasta bien entrado el siglo XVIII, pero no se escribe ya ninguna a partir de 1660, aproximadamente[33]. El estilo ingenioso, rebuscado y aristocráticamente afectado cede el paso a un cono más natural y más burgués. Furetière llama ya expresamente roman bourgeois a su novela antiheroica y antirromántica, escrita a la manera picaresca. Esta designación, sin embargo, se justifica sólo por los temas descritos, pues la obra es todavía una mera yuxtaposición de episodios, bocetos y caricaturas, e incluso con una forma que no conoce la concentrada acción «dramática» de la novela moderna, que gira en torno al destino de una figura principal y absorbe totalmente el interés del lector.
La novela, que en el siglo XVII representa una forma de menos valor y en muchos aspectos reaccionaria a pesar de su popularidad, se convierte en el siglo XVIII en el género predominante, al que no sólo pertenecen las obras literarias más significativas, sino en el que tiene lugar la más importante evolución literaria realmente progresista. El siglo XVIII es la época de la novela realmente porque es una época de psicología. Lesage, Voltaire, Prévost, Lacios, Diderot, Rousseau rezuman observaciones psicológicas, y Marivaux está poseído ni más ni menos que de una manía por la psicología; explica, analiza y comenta sin descanso la actitud espiritual de sus personajes. Toda manifestación vital es para él motivo de consideraciones psicológicas, y no perdona ocasión de desnudar a sus personajes. La psicología de Marivaux y sus contemporáneos, sobre todo Prévost, es mucho más rica, más sutil y más personal de lo que lo era la psicología del siglo XVII; los caracteres pierden en estos autores mucha de su antigua estereotipación, se vuelven más complicados, más contradictorios, y hacen aparecer la pintura de caracteres de la literatura clásica un poco esquemática a pesar de toda su agudeza. El mismo Lesage nos da todavía casi exclusivamente tipos, gente excéntrica y caricaturas; hasta Marivaux y Prévost no tenemos ante nosotros auténticos retratos con perfiles desdibujados y con los colores borrosos y amortiguados de la vida. En resumen, si hay una línea que separe la novela moderna de la antigua, esa línea pasa por aquí. De ahora en adelante la novela es historia espiritual, análisis psicológico, autoaclaración; hasta aquí era la representación de acontecimientos externos y de procesos anímicos tal como se reflejaban en acciones concretas.
Naturalmente, Marivaux y Prévost se mueven también todavía dentro de los límites de la psicología analítica y racionalista del siglo XVII, y están propiamente más cerca de Racine y La Rochefoucauld que de ios grandes novelistas del siglo XIX. Ellos aún, como los moralistas y dramaturgos de la época clásica, descomponen los personajes en sus ingredientes y los desarrollan a partir de un principio psicológico abstracto en lugar de desarrollarlos a partir de la totalidad de la vida en que se encuentran. El paso decisivo hacia esta psicología impresionista indirectamente descriptiva, desdibujadamente pictórica, no se dará hasta el siglo XIX, creándose con ello un concepto de la verosimilitud psicológica que deja anticuada toda la literatura anterior. Con todo, lo que aparece como moderno en los escritores del siglo XVIII es la desheroización y la humanización de sus héroes. Acorran su talla y los acercan más a nosotros; en esto consiste el progreso esencial del naturalismo psicológico desde la descripción del amor en Racine. Prévost muestra ya el reverso de las grandes pasiones, sobre todo la humillante y vergonzosa situación del enamoramiento para un hombre. El amor es otra vez una desgracia, una enfermedad, una afrenta, como antaño en los poetas latinos. Evoluciona hacia el amour-passion de Stendhal y adopta los rasgos patológicos que caracterizarán la poesía amorosa del siglo XIX. Marivaux no conoce todavía la fuerza del amor que cae sobre sus víctimas como un animal feroz y no las suelta; pero en Prévost el amor ha tomado ya posesión de las almas. La era del amor caballeresco ha tocado a su fin; comienza la lucha contra el matrimonio desigual. La degradación del amor sirve entonces como mecanismo de defensa social. La estabilidad de la sociedad feudal de la Edad Media, e incluso la de la sociedad cortesana del siglo XVII, no había sido amenazada todavía por el peligro del amor; no necesitaban aún semejante mecanismo de defensa contra los excesos de los hijos pródigos. Pero ahora, cuando las fronteras entre las castas sociales son traspasadas cada vez más frecuentemente, y no sólo la nobleza, sino también la burguesía tiene que defender una posición social privilegiada, comienza la excomunión del desordenado y desbordante amor pasional que amenaza el orden social existente, y surge una literatura que conduce finalmente a La dama de las camelias y a nuestras películas con Greta Garbo. Prévost es indudablemente aún el instrumento inconsciente del conservadurismo, al que Dumas hijo sirve ya conscientemente y con plena convicción.
El exhibicionismo de Rousseau se anuncia ya en Manon Lescaut, de Prévost. El héroe de la novela no se avergüenza lo más mínimo de la descripción de su poco glorioso amor y muestra un placer masoquista en la confesión de su falta de carácter. La preferencia por tales figuras, «mezcla de bajeza y grandeza, despreciables y estimables», como Lessing dirá refiriéndose a Werther, se muestra por lo demás ya en Marivaux. El creador de La vida de Mariana conoce ya las pequeñas debilidades incluso de las grandes almas y pinta no sólo a su M. de Climal como una naturaleza en la que se mezclan rasgos atractivos y repulsivos, sino que describe también a su heroína como un personaje del que uno no sabe qué decir. Es una muchacha honesta y sincera, pero no es tan imprudente como para decir o hacer algo que pueda perjudicarla. Conoce sus triunfos y sabe aprovecharlos. Marivaux es el representante típico de un período de transición y transformación. Como novelista se adhiere por completo a la dirección progresista burguesa, pero como comediógrafo reviste sus observaciones psicológicas todavía con las viejas formas de las obras de intriga. La novedad, sin embargo, está en que el amor, que hasta ahora desempeñaba siempre en la comedia un papel accesorio, pasa al centro de la acción[34], y, con la conquista de esta última posición importante, completa su entrada triunfal en la nueva literatura; esta evolución hay que agradecerla a la circunstancia de que ahora también las figuras de la comedia se tornan más complicadas, y el amor mismo adquiere una figura tan distinta que los cómicos rasgos que tenía en la comedia en nada perjudican su seriedad y su sublimidad. Pero es nuevo sobre todo en Marivaux como escritor de comedias el afán de describir a sus personajes como socialmente condicionados y dirigidos por la dinámica directa de su situación social[35]. Pues así como en las figuras de Moliere, si bien están enamoradas, no es su enamoramiento el motivo en torno al que giran las obras, así también es evidente el condicionamiento social de su naturaleza, pero nunca es éste el origen del conflicto dramático. En El juego del amor y del azar, de Marivaux, por el contrario, toda la acción se mueve en torno a un juego con las apariencias sociales, es decir en torno a la cuestión de si las figuras principales son efectivamente los criados, de lo que se han disfrazado, o lo son los señores, que encubren serlo.
A Marivaux se lo ha comparado frecuentemente con Watteau, y la semejanza de su elocución ingeniosa y picante sugiere efectivamente la comparación. Pero ambos nos sitúan ante el mismo problema sociológico-artístico, pues, aunque ambos se expresan en la más completa consonancia con las formas mantenidas por los convencionalismos de la buena sociedad, sin embargo ninguno de los dos alcanza el éxito que debería esperarse. Watteau fue durante su vida realmente estimado por pocos, y Marivaux, como es sabido, fracasó repetidas veces con sus obras. Los contemporáneos encontraban su lenguaje complicado, rebuscado y oscuro, y calificaban de marivaudage su diálogo brillante, chispeante y saltarín, lo cual no se estimaba ciertamente como una aprobación, aunque con razón afirma Sainte-Beuve que no es una bagatela el que el nombre de un escritor se convierta en dicho corriente. Y si se quiere dar con respecto a Marivaux la explicación —que no es tal explicación— de que era demasiado grande para su tiempo y que el gran arte «va contra los instintos de los hombres», semejante explicación no es válida para Marivaux, que no fue un gran escritor. Ambos eran los representantes de una época de transición y no fueron comprendidos, pero esto no tenía relación alguna con su categoría artística, sino que era efecto de su papel histórico de antecesores y precursores. Artistas de esta clase no encuentran nunca un público adecuado. Sus contemporáneos no los comprenden todavía, la generación inmediata disfruta de sus ideas artísticas habitualmente en la forma diluida de los epígonos, y las generaciones ulteriores, que saben tal vez apreciar sus obras, apenas pueden salvar la distancia histórica en que se les muestran. Así, tanto Watteau como Marivaux no son descubiertos hasta el siglo XIX, por un gusto educado por el impresionismo, en una época en que su arte está, en lo temático, pasado de moda hace mucho tiempo.
El rococó no es un arte regio, como lo era el Barroco, sino un arte de la aristocracia y de la alta clase media. Los patronos privados desplazan a los reyes y a las ciudades de la actividad constructora, y en vez de castillos y palacios se construyen hôtels y petites maisons; al frío mármol y al pesado bronce de las estancias solemnes se prefieren la intimidad y la gracia de los cabinets y boudoirs; el colorido serio y solemne, el castaño y la púrpura, el azul oscuro y el oro se sustituyen por los claros colores al pastel, por el gris y el plata, el verde reseda y el rosa. El rococó gana, en oposición al arte de la Regencia, en preciosismo y elegancia, en atractivo juguetón y caprichoso, pero al mismo tiempo en ternura e intimidad también; evoluciona, por un lado, hacia el arte mundano por excelencia, pero, por otro, se acerca al gusto burgués por las formas diminutas. Es un arte decorativo virtuosista, picante, delicado, nervioso, que sustituye al Barroco macizo, estatuario y realistamente espacioso; sin embargo, basta pensar en artistas como La Tour o Fragonard para recordar que la fluidez, la facilidad y la elocuencia graciosa de este arte son, al mismo tiempo, un triunfo de la observación y la representación naturalistas. Comparado con las visiones violentas y excitadas del Barroco, que inundan tumultuosamente los límites de la existencia normal, todo lo que engendra el rococó da la impresión de débil, nimio y frívolo, pero no hay ningún maestro del Barroco que maneje el pincel con tanta facilidad y seguridad como Tiépolo, Piazzetta o Guardi. El rococó representa la última tase de la evolución que arranca del Renacimiento y lleva a la victoria el principio dinámico, liberador y disolvente con que comenzó esta evolución y que constantemente se había pronunciado contra el principio de la estática, de lo convencional y de lo normativo. Pero hasta el rococó no se impone la voluntad artística del Renacimiento de manera definitiva; con ella consigue la representación objetiva de las cosas aquella exactitud y aquella facilidad que el naturalismo moderno se ha impuesto como meta.
El arte burgués, que comienza después del rococó y en parte a la mitad de él, es ya algo esencialmente nuevo, completamente distinto del Renacimiento y de los períodos artísticos inmediatamente subsiguientes. Con él comienza nuestra época cultural presente, la cual está condicionada por la ideología democrática y por el subjetivismo, y se relaciona inmediatamente, desde el punto de vista histórico evolutivo, con las culturas de minorías del Renacimiento, del Barroco y del rococó, pero se opone a ellas en sus principios. Las antinomias del Renacimiento y de los estilos artísticos dependientes de él, la antítesis del rigorismo formal y del antiformalismo naturalista, de la tectónica y de la disolución pictórica, de la estática y de la dinámica, son sustituidas ahora por el antagonismo entre racionalismo y sentimentalismo, materialismo y espiritualismo, clasicismo y romanticismo. Las anteriores antítesis pierden en gran parte su sentido, pues ambos órdenes de conquistas artísticas del período renacentista se han hecho indispensables; la precisión naturalista de la representación resulta tan natural como la armonía en la composición de los elementos en una pintura. La verdadera cuestión ahora es si se da la preferencia al intelecto o al sentimiento, al mundo objetivo o al yo, a la reflexión o a la intuición. El mismo rococó prepara la nueva alternativa en la que se descompone el clasicismo del Barroco tardío, y con su estilo pictórico, con su receptibilidad pintoresca y su técnica impresionista crea un instrumento que es mucho más adecuado a la expresión del sentimiento del arte burgués que al idioma del Renacimiento y del Barroco. La misma capacidad expresiva de este instrumento conduce a la disolución del rococó, que propiamente está en la más aguda oposición al sentimentalismo y al irracionalismo. Sin esta dialéctica de los medios y las intenciones originales, que se desarrollan más o menos automáticamente, es imposible comprender el sentido del rococó; hasta que no se lo considera como resultado de esta antítesis que corresponde al antagonismo de la sociedad contemporánea y que lo hace mediador entre el Barroco cortesano y el prerromanticismo burgués, no se hace justicia a su compleja naturaleza.
La cultura epicúrea del rococó, con su sensualismo y su esteticismo, está entre el estilo ceremonial del Barroco y el lirismo romántico. La nobleza cortesana glorificaba todavía bajo Luis XIV un ideal de vida heroico y racional, aunque en realidad no vivía en su mayor parte sino para sus placeres. La misma nobleza profesa bajo Luis XV un hedonismo que corresponde también al concepto del mundo y al tono de vida de la rica burguesía. La expresión de Talleyrand —«Quien no ha vivido antes de 1789 no conoce la dulzura de la vida»— puede darnos una idea de la existencia que llevaban estas clases sociales. Por «dulzura de la vida» se entiende, naturalmente, «la dulzura de las mujeres»; ellas son, como en toda cultura epicúrea, la diversión preferida. El amor ha perdido tanto su «saludable» impulsividad como su dramático apasionamiento; se ha hecho refinado, divertido, dócil, y ha pasado de ser una pasión a ser una costumbre. Se quiere siempre y sobre todo ver desnudos; el desnudo viene a ser el tema preferido de las artes plásticas. Dondequiera que se mire, en los frescos de las estancias palaciegas, en los gobelinos de los salones, en las pinturas de los boudoirs, en los grabados de los libros, en los grupos de porcelana y en las figuras de bronce de las chimeneas, se ven por todas partes mujeres desnudas, turgentes muslos y caderas, senos al aire, brazos y piernas en abrazo estrecho, mujeres con hombres, y mujeres con mujeres, en variaciones sin número y repeticiones sin fin. El desnudo en el arte se ha hecho tan habitual que las «ingenuas» de Greuze producen una impresión erótica simplemente porque están vestidas otra vez. El mismo ideal de belleza femenina ha cambiado y se ha hecho más picante, más refinado. En el período del Barroco se preferían todavía mujeres maduras y exuberantes; ahora se pintan delicadas muchachas y frecuentemente casi niñas todavía. El rococó es un arte erótico destinado a epicúreos ricos y gastados, es un medio para elevar la capacidad de disfrute incluso allí donde la naturaleza ha puesto un límite al placer. Hasta la llegada del arte de las clases medias, con el clasicismo y el romanticismo de David, de Géricault y Delacroix, no se pone otra vez de moda el tipo de mujer madura «normal».
El rococó desarrolla una forma extrema de «el arte por el arte»; su culto sensual de la belleza, despreocupado por la expresión espiritual, su lenguaje formal alambicado, virtuosista, cuidado y melodioso, sobrepasan todo alejandrinismo. Su «el arte por el arte» es hasta cierto punto más auténtico y más espontáneo que el del siglo XIX, pues no es un mero programa ni una mera exigencia, sino la actitud espontánea de una sociedad frívola, cansada y pasiva, que quiere descansar en el arte. El rococó representa la última fase de una cultura social en la que el principio de belleza predomina de manera absoluta y en la cual «lo bello» y «lo artístico» son todavía sinónimos. En la obra de Watteau, de Rameau y de Marivaux, e incluso en la de Fragonard, Chardin y Mozart, todo es «bello» y «melodioso». En Beethoven, David y Delacroix ya no ocurre así; el arte se vuelve activo, combativo, y el afán por lo expresivo viola la forma. Pero el rococó es también el último estilo universal de Occidente; estilo que no sólo tiene validez general y que se mueve en todos los países de Europa dentro de un sistema uniforme, sino universal también en el sentido de que es bien común de todos los artistas bien dotados y puede ser aceptado por ellos sin oposición. Después del rococó no hay canon formal alguno, ya no hay una dirección estilística de validez general semejante. Desde el siglo XIX la voluntad individual de cada artista se hace tan personal que el artista tiene que luchar por conseguir sus propios medios de expresión y ya no es capaz de mantenerse en soluciones fijas y preparadas de antemano; toda forma previamente existente le parece una traba en vez de una ayuda. El impresionismo, es cierto, alcanza de nuevo validez universal, pero también la relación individual del artista con este estilo no carece de problemas, y no hay una fórmula impresionista en el sentido del rococó. En la segunda mitad del siglo XVIII se ha realizado una transformación revolucionaria. La aparición de la burguesía moderna con su individualismo y su pasión por la originalidad ha suprimido la idea del estilo como comunidad espiritual consciente y deliberada, y ha dado el sentido actual a la idea de la propiedad intelectual.
Boucher es el hombre más importante en relación con el origen de las fórmulas del rococó y de aquella técnica virtuosista que da al arte de un Fragonard y de un Guardi una seguridad en la ejecución que parece propia de un sonámbulo. Él es el representante individualmente insignificante de un convencionalismo insólitamente significativo, y representa este convencionalismo de manera tan perfecta que adquiere una influencia que ningún artista había podido igualar desde Le Brun. Es el maestro inigualable del género erótico, del genero pictórico más buscado por los fermiers généraux, por los nouveaux riches y los círculos liberales cortesanos, y el creador de aquella mitología galante que, junto a las fêtes galantes de Watteau, contiene los temas más importantes de la pintura del rococó. Lleva los motivos eróticos de la pintura a las artes gráficas y a todo el arte industrial y hace de «la peinture des seins et des culs» un estilo nacional. Naturalmente, no es en absoluto la totalidad de la Francia entendida en arte la que ve en Boucher a su pintor; hay ya en el país una burguesía media ilustrada que tiene hace tiempo opinión propia en la literatura, y que ahora sigue también en arte su propio camino. Greuze y Chardin pintan sus cuadros didácticos y realistas para este público. Naturalmente, no sólo tienen sus clientes en la clase media, sino también en los círculos que pertenecen al público de Boucher y Fragonard. El mismo Fragonard se rige frecuentemente por el gusto que los pintores burgueses tratan de complacer, y aun en Boucher se encuentran temas que están muy cerca del mundo de estos pintores. Su Desayuno, en el Louvre, por ejemplo, puede ser clasificado como escena de la vida burguesa, e incluso de la vida de la alta burguesía; en cualquier caso, se trata ya de pintura de género y no ceremonial.
La ruptura con el rococó se ha realizado en la segunda mitad de siglo; la fisura entre el arte de las clases superiores y el de las clases medias es evidente. La pintura de Greuze señala el comienzo no sólo de un nuevo sentimiento de la vida y de una moral nueva, sino también de un nuevo gusto —si se quiere, de un «mal gusto»— en el arte. Sus sentimentales escenas familiares, con padres que maldicen o bendicen, con hijos pródigos o hijos buenos y agradecidos, son del mismo valor pictórico. No poseen originalidad en la composición, ni fuerza en el dibujo, ni atractivo en el color, y tienen además un pulimento desagradable en su técnica. Dan la impresión de fríos y vacíos, a pesar de su exagerado patetismo; de falsedad, a pesar de la emoción que aparentan. Son intereses casi meramente extraartísticos los que tratan de complacer, y describen sus nada pictóricos asuntos —la mayor parte de las veces puramente narrativos— de manera completamente burda, sin perspectiva y ópticamente inexpresiva. Diderot ensalza en ellos el que representan lances que contienen en germen novelas enteras[36], pero se podría afirmar quizá con más razón que no contienen nada que una narración no pudiera contener. Son pintura «literaria» en el mal sentido de la palabra, trivial, pintura anecdótica moralizante, y, como tal, prototipo de la más inartística producción del siglo XIX. Pero no son en absoluto tan faltos de gusto a causa de su «carácter burgués», aunque el cambio en los grupos dirigentes del gusto está relacionado, naturalmente, con un derrumbamiento de las viejas tablas de valores contrastadas, aunque esquematizadas. Los cuadros de Chardin, a pesar de su vulgaridad burguesa, pertenecen a lo mejor que ha producido el arte del siglo XVIII. Y son arte burgués mucho más auténtico y sincero que las obras de Greuze, las cuales, con su cliché del pueblo sencillo y casto, su apoteosis de la familia burguesa y su idealización de la joven ingenua, son más bien la expresión de los sentimientos e ideas de las clases superiores que de los de las clases medias y bajas. La significación histórica de Greuze, a pesar de esto, no es menor que la de Chardin; en la lucha contra el rococó de la aristocracia y de la alta burguesía sus armas demostraron ser tan eficaces como las que más. Diderot puede haberlo sobrevalorado como artista, pero el valor políticamente propagandista de su pintura lo estima en su justa medida. Era consciente en todo caso de que «el arte por el arte» del rococó estaba aquí puesto en entredicho, y cuando afirmaba que el cometido del arte es «ensalzar la virtud y denigrar el vicio», cuando quería hacer del arte —la gran celestina— una institutriz para la virtud, cuando condenaba a Boucher y Vanloo por su artificialidad, por su habilidad manual vacía, fácil, irreflexiva, por su libertinaje, pensaba siempre en el «castigo de los tiranos», o, más concretamente, en la introducción de la burguesía en el arte, para conducirla por este camino a un lugar ventajoso. Su cruzada contra el arte del rococó era sólo una etapa en la historia de la Revolución, que estaba ya en marcha.
EL NUEVO PÚBLICO LECTOR
La dirección intelectual pasa en el siglo XVIII de Francia a Inglaterra, que es un país económica, social y políticamente más progresista. De aquí arranca el gran movimiento romántico a mediados de siglo, pero también aquí recibe la Ilustración su impulso definitivo. Los escritores franceses de la época descubren en las instituciones inglesas el compendio del progreso y construyen en torno al liberalismo inglés una leyenda que sólo parcialmente corresponde a la realidad. El desplazamiento de Francia como portadora de la cultura y su sustitución por Inglaterra van de la mano con la decadencia de la monarquía francesa como poder europeo hegemónico. Así, a la historia del siglo XVIII le da su sello el encumbramiento de Inglaterra tanto en el terreno de la política como en el del arte y en el de las ciencias. La decadencia de la autoridad real, que en Francia trajo como consecuencia su ocaso, se convirtió en una fuente de poder en Inglaterra, donde las clases emprendedoras, comprendiendo y adaptándose a la tendencia del desarrollo económico, estaban preparadas para asumir el poder. El Parlamento, que es ahora la expresión de la voluntad política liberal de estas clases y su arma más poderosa contra el absolutismo, sostiene a los Tudor todavía en su lucha contra la nobleza feudal, contra el enemigo exterior y contra la Iglesia romana, después de que las clases medias comerciantes e industriales representadas en el Parlamento, lo mismo que la nobleza liberal interesada en las actividades comerciales de la burguesía, han reconocido en esta lucha una conveniencia para sus propios intereses. Hasta finales del siglo XVI existió entre la monarquía y estas clases sociales una estrecha comunidad de intereses. El capitalismo inglés se encontraba todavía en una fase primitiva y aventurera de su desarrollo, y los comerciantes se unían gustosamente a los favoritos de la Corona para llevar a cabo comunes empresas de piratería. Los caminos se separan sólo cuando el capitalismo comienza a seguir métodos más racionalistas y la Corona no necesita ya la ayuda de la burguesía en su lucha contra la nobleza quebrantada. Los Estuardos, envalentonados por el ejemplo del absolutismo continental y esperando tener un aliado en el Rey de Francia, perdieron frívolamente la lealtad de la clase media y el apoyo del Parlamento, rehabilitaron a la antigua nobleza feudal convirtiéndola en nobleza cortesana y establecieron un nuevo predominio para esta clase social, con la que estaban ligados por sentimientos más fuertes e intereses más permanentes que con los camaradas de lucha de sus predecesores, procedentes de las filas de la burguesía y de la nobleza liberal. Hasta 1640 disfrutó la nobleza feudal de considerables privilegios, y el Estado no sólo se cuidó de la continuación de los latifundios, sino que buscó asegurar a los grandes propietarios de tierras una parte en el provecho de las grandes empresas capitalistas a través de monopolios y de otras formas de proteccionismo. Y esta práctica precisamente se convirtió en algo fatal para el sistema. Las clases sociales económicamente productoras no estaban dispuestas en modo alguno a repartir sus beneficios con los favoritos de la Corona y protestaron contra el intervencionismo en nombre de la libertad y de la justicia, para seguir todavía con esta consigna en los labios cuando ellos mismos se habían convertido ya en beneficiarios de los privilegios económicos.
Apenas hay —como hace notar Tocqueville— una cuestión relativa a la vida política que no esté relacionada con la exigencia o la concesión de impuestos. Estas cuestiones predominaron en la vida pública en todo momento en Inglaterra desde la Edad Media y se convirtieron en el siglo XVII en motivo inmediato de los movimientos revolucionarios. La misma burguesía que concedió impuestos a los Tudor sin resistencia alguna, y que en los años de la guerra civil estaba dispuesta a sostenerlos en mayor medida, los denegó a Carlos I por su política reaccionaria, perjudicial para la clase media. Cuando Jacobo II, una generación más tarde, llamó en su auxilio al municipio de la ciudad de Londres contra Guillermo de Orange, los ciudadanos de Londres le negaron su ayuda y prefirieron poner a disposición del intruso los medios necesarios para conseguir el triunfo. Con esto comenzó aquella alianza entre la monarquía y las clases comerciantes que aseguró en Inglaterra la victoria del capitalismo y la continuación de la monarquía[37]. Los restos del feudalismo, de los que Francia sólo un siglo más tarde pudo verse desembarazada, fueron destruidos en Inglaterra ya en el período revolucionario, entre 1640 y 1660; pero la revolución era aquí como allí una lucha de clases en la que las clases que estaban ligadas al capital defendían sobre todo sus intereses económicos contra el absolutismo, la mera propiedad territorial y la Iglesia[38]. La gran lucha que dominó la vida política de los siglos XVII y XVIII se desenvolvía en Inglaterra entre la Corona y la nobleza cortesana, de una parte, y las clases interesadas en el capitalismo, de otra, pero en realidad estaban enfrentados tres grupos distintos, económicamente antagonistas: los grandes latifundistas, la burguesía coligada con la nobleza de ideas capitalistas, y los ya de por sí muy complejos grupos de pequeños industriales, jornaleros de las ciudades y campesinos. Pero de esta última categoría no se hablaba demasiado en el siglo XVIII ni en el Parlamento ni en la literatura.
El Parlamento que se congregó después de 1688 no era, en modo alguno, una «representación del pueblo» en el sentido que hoy damos a la expresión. Su tarea consistía en la implantación del capitalismo sobre las ruinas del orden feudal y en la estabilización del predominio del elemento económicamente productivo sobre las clases parasitarias, simpatizantes con el absolutismo y con la jerarquía eclesiástica. La revolución no tuvo como consecuencia una nueva distribución de la propiedad económica, pero creó el derecho a la libertad, que benefició finalmente a toda la nación y a todo el mundo civilizado. Pues incluso aunque estos derechos en un principio sólo podían usarse de manera imperfecta, significaban, sin embargo, el fin del poder real absoluto y el inicio de una evolución que llevaba en sí el germen de la democracia. El Parlamento quería, sobre todo, ejercer una influencia conservadora, esto es, crear unas condiciones en las que las elecciones siguieran dependiendo de la propiedad territorial económicamente orientada y del capital comercial aliado con ella. El antagonismo entre los whigs y los tories era, dentro de la comunidad de intereses de las clases representadas en el Parlamento, un conflicto de segundo orden. Fuera el que fuera de los dos partidos el que llevara el timón, la vida política estaba dirigida por la aristocracia, que influía en las elecciones de manera definitiva y hacía a la burguesía satélite suyo. Cuando el poder pasaba de los tories a los whigs, el cambio significaba simplemente que la administración favorecía al comercialismo y a los disidentes con preferencia al mero latifundismo y a la Iglesia anglicana; pero el gobierno parlamentario era antes y después predominio de una oligarquía. Los whigs deseaban tan poco un Parlamento sin monarquía y sin privilegios nobiliarios como los tories una monarquía sin Parlamento. Ninguno de ellos imaginaba el Parlamento como una corporación de representación popular; lo consideraban solamente como la garantía de sus privilegios contra la Corona. Y el Parlamento mantuvo durante todo el siglo XVIII este carácter clasicista. El país estuvo gobernado alternativamente por un par de docenas de familias whigs y tories, que, con sus primogénitos en la Cámara de los Lores y sus otros hijos en los Comunes, monopolizaron la política. Dos tercios de los miembros del Parlamento eran de simple nombramiento, y el resto era elegido por no más de 160.000 electores, cuyos votos, además, podían en parte comprarse. El censo, que ligaba el derecho a la elección principalmente a una renta proveniente de la propiedad territorial, aseguraba de antemano el dominio del Parlamento a las clases terratenientes. Pero, a pesar de la limitación en el derecho de elección, de la compra de votos y de la corrupción de los miembros del Parlamento, Inglaterra era ya en el siglo XVIII una nación moderna que se había ido liberando gradualmente de los restos de la Edad Media. Sus ciudadanos disfrutaban positivamente de una libertad personal desconocida todavía en el resto de Europa; y los mismos privilegios sociales, que se apoyaban aquí en la posesión de tierras y no, como en Francia, en místicos derechos de nacimiento[39], eran más aptos para reconciliar a las clases bajas con las ya de por sí más elásticas diferencias de clase.
El orden social inglés del siglo XVIII ha sido comparado frecuentemente con la situación existente en Roma en el último período de la República; sin embargo, el hecho de que la articulación de la sociedad romana con su clase de senadores, sus equites y sus plebeyos se repita en Inglaterra hasta cierto punto en las categorías de la aristocracia parlamentaria, la gente adinerada y los «pobres», apenas es digno en sí de tenerse en cuenta, pues esta tri-membración es un rasgo característico de toda sociedad desarrollada y todavía no nivelada. Lo que presta significación especial al paralelo entre Inglaterra y Roma es la aparición de la aristocracia como clase dominante en el Parlamento y la completa fluidez de fronteras entre patricios y capitalistas. Pero las relaciones de estas clases con la plebe son bastante diferentes en los dos pueblos. Efectivamente, en los autores latinos de la época aparecen las alusiones a los pobres tan escasamente como en los escritores ingleses del siglo XVIII[40]; pero mientras el proletariado ocupa constantemente en Roma la atención pública, en la política inglesa no desempeña casi absolutamente ningún papel. Otra peculiaridad que diferencia la sociedad inglesa de la romana —y no sólo de la romana— es que la nobleza, que en semejantes condiciones se empobrece, incrementa en Inglaterra su riqueza y sigue siendo la clase adinerada[41]. La sabiduría política de la clase predominante en este país se muestra en que no sólo permite a la burguesía obtener beneficios y los obtiene con ella, sino que renuncia espontáneamente a los privilegios fiscales, que fueron los que la aristocracia francesa retuvo más tenazmente[42]. En Francia pagaba impuestos solamente la gente pobre; en Inglaterra únicamente los pagaban los ricos[43]; con ello la situación de los pobres no mejoraba ciertamente de manera esencial, pero la hacienda sigue en equilibrio y el privilegio más irritante de la nobleza desaparece. En Inglaterra el poder está en manos de una aristocracia comercial que, desde luego, no piensa ni siente de manera más humana que la aristocracia en general, pero que, gracias a su experiencia comercial, tiene más sentido de la realidad y comprende oportunamente que sus intereses son idénticos a los del Estado.
La tendencia a la nivelación, general en la época, que no se detiene finalmente sino ante la diferencia entre ricos y pobres, adopta en Inglaterra formas más radicales que en parte alguna y crea aquí por vez primera modernas relaciones sociales basadas esencialmente en la propiedad. La falta de distancias entre los diferentes estratos de la jerarquía social se ve garantizada no sólo por una serie de pasos intermedios, sino también por la naturaleza indefinible de cada una de las categorías. La alta nobleza inglesa —la nobility— es efectivamente una nobleza hereditaria, pero el título de par pasa siempre y sólo al hijo primogénito; Los hijos menores apenas se distinguen de la pequeña nobleza ordinaria. Las fronteras que separan a la nobleza más baja de las clases inmediatamente inferiores son también fluidas. Originariamente, la pequeña nobleza era idéntica a la nobleza campesina —la squirearchy—; sin embargo, gradualmente absorbió no sólo a las notabilidades locales, sino también a todos los elementos que por la propiedad o por la cultura se distinguían de los industriales, de los pequeños comerciantes y de los «pobres». Con esto, el concepto de gentleman perdió toda significación legal y se hizo indefinido incluso como referencia a un determinado nivel de vida. El criterio de la pertenencia a la clase señorial se limitó cada vez más a la posesión de una misma cultura y a la solidaridad de los componentes en una determinada mentalidad. Esto explica sobre todo el notable fenómeno de que el tránsito del rococó aristocrático al romanticismo burgués no estuviese relacionado en Inglaterra con tan violentos estremecimientos de los valores culturales como en Francia o en Alemania.
La nivelación cultural se expresa en Inglaterra del modo más sorprendente en la formación de un nuevo y regular público lector, lo que significa un círculo relativamente amplio que compra y lee libros de manera regular y asegura de este modo a un cierto número de escritores una forma de vida independiente de obligaciones personales. La existencia de este público está condicionada sobre todo por la aparición de la burguesía acomodada, que rompe las prerrogativas culturales de la aristocracia y manifiesta por la literatura un vivo interés, constantemente creciente. Los nuevos fomentadores de la cultura no muestran ninguna personalidad individual que sea suficientemente rica y ambiciosa como para poder actuar de mecenas, pero son bastante numerosos como para garantizar al mantenimiento de los escritores la necesaria venta de libros. La objeción a la explicación de la existencia de este público por la presencia de una clase media influyente económica y políticamente, y el argumento de que la significación de la burguesía era ya efectiva en el siglo XVII, y, por lo tanto, su función de portadora de cultura en el XVIII, no se puede derivar simplemente de su realzada situación social[44], se pueden desvirtuar fácilmente. En el siglo XVII la cultura artística, sobre todo como consecuencia de los sentimientos puritanos de la burguesía, estaba limitada a la aristocracia cortesana. Los círculos no cortesanos abandonaron espontáneamente la función que habían desempeñado en la cultura isabelina; lo primero que tenían que hacer era conquistar de nuevo su puesto en la vida cultural, es decir recorrer un camino que desde su elevación económica y social sólo podían seguir a cierta distancia. La prosperidad de la burguesía necesitaba acrecentarse y consolidarse primero para convertirse en la base de un caudillaje cultural.
Finalmente, la misma nobleza debía adoptar determinados aspectos de la concepción burguesa del mundo para formar con la burguesía una clase cultural uniforme y fortalecer lo suficiente al nuevo público lector, lo cual no pudo ocurrir hasta que no hubo comenzado su participación en la vida de negocios de la burguesía.
La antigua aristocracia cortesana no constituyó un público lector. Es verdad que de alguna manera se preocupaba por sus poetas, pero no los consideraba productores de bienes indispensables, sino servidores de cuyos servicios se puede prescindir incluso en determinadas circunstancias. Los soportaba más por razones de prestigio que en consideración al verdadero valor de sus obras. La lectura de libros no era a finales del siglo XVII un placer muy extendido; de la Literatura no religiosa, que consistía en gran parte en historias de amor y de prodigios pasados de moda, no podía ocuparse sino la gente noble y desocupada, y ios libros científicos no eran leídos más que por los eruditos. La educación literaria de la mujer, que en el siglo siguiente había de desempeñar un papel tan importante, era todavía muy imperfecta. Sabemos, por ejemplo, que la hija mayor de Milton no sabía escribir en absoluto, y que la mujer de Dryden, que por otra parte procedía de una noble familia, luchaba desesperadamente por dominar la gramática y la ortografía de su lengua materna[45].
El único género de libros que en el siglo XVII y principios del XVIII tenía un público más amplio era la literatura de edificación religiosa; la literatura de diversión profana formaba sólo una parte insignificante de la producción[46]. El paso del público lector de los libros devotos a la amena literatura profana, que por otra parte hasta 1720 aproximadamente trataba principalmente temas morales y sólo más tarde comenzó a volverse a más triviales motivos, puede sólo indirectamente —a pesar de la hipótesis de Schöffler[47]— atribuirse a la politización de la Iglesia por Walpole y a la actividad ilustrada del clero anglicano. La política liberal y la actitud mundana del alto clero eran simplemente síntomas de la Ilustración, que, a su vez, no era otra cosa que la expresión ideológica de la disolución del feudalismo y de la arribada de las clases medias. Pero la demostración de que el clero protestante desempeñó tan importante[48] papel en la difusión de la literatura profana y en la educación del nuevo público lector es, sin embargo, uno de los frutos más importantes de la nueva sociología de la literatura. Sin la propaganda hecha desde el púlpito, las novelas de Defoe y Richardson apenas hubieran alcanzado la popularidad que les cupo.
Hacia la mitad de siglo el número de lectores crece a ojos vistas; aparecen cada vez más libros, que, a juzgar por la prosperidad del negocio de librería, debieron de encontrar compradores. Hacia el fin de siglo la lectura es ya una necesidad vital para las clases superiores, y la posesión de libros —como se ha hecho observar— es, en los círculos que Jane Austen describe, una cosa tan natural como sorprendente hubiera sido en el mundo de Fielding[49]. De los medios culturales que hacen crecer el nuevo público lector, los más importantes —la gran invención de la época— son los periódicos, que vienen difundiéndose desde el principio del siglo. De ellos extrae la burguesía su educación, tanto literaria como social, que en ambos casos está todavía regida por los preceptos de la aristocracia. También, por otra parte, la aristocracia ha cambiado mucho desde los días de su poder absoluto y ha aprendido la lección de la victoria del pensamiento urbano burgués sobre el cortesano. La tensión entre las formas de sentir y pensar de la aristocracia y de la burguesía continúa todavía existiendo largo tiempo, naturalmente. La mentalidad de la aristocracia, desaprensivamente intelectualista, escépticamente superior, no desaparece de un día para otro; por el contrario, se deja sentir reiteradamente en el estilo afectado y en la estoica filosofía moral de los periódicos burgueses.
En la literatura domina el gusto clasicista mucho más tiempo que en la prensa; aquí imperan el ingenio y la sutileza, las agudas ocurrencias y la técnica virtuosista. La claridad de pensamiento y la pureza de lenguaje, en la forma representada por los seguidores de Pope y por los Wits, imperan aquí hasta la mitad de siglo como cualidades literarias por excelencia. Por otra parte, nada es más típico del carácter de esta cultura todavía medio cortesana y medio burguesa que el sutil estrato intelectual de estos literatos y aficionados que pretenden diferenciarse de los comunes mortales por su educación clásica, su gusto descontentadizo y su ingenio juguetón y vanidoso. Cómo desaparecen luego estos intelectuales paulatinamente; cómo ciertas propiedades de su hábito intelectual se convierten en premisas naturales de la educación literaria, y otras, por el contrario, parecen tan ridículas; cómo, sobre todo, el ingenio juguetón es desplazado por el saludable sentido común, y la elegancia formal por el sentimiento directo, es cosa del desarrollo posterior y de la emancipación total del espíritu burgués en la literatura. Finalmente cede completamente la tensión entre las dos direcciones, y la literatura burguesa no está ya en oposición a la que podría ser designada como cortesana. Naturalmente, con esto no cesa toda tensión y, por lo tanto, no predomina en la literatura en modo alguno un único y unánime gusto. Más bien se prepara una nueva oposición, una tensión entre la literatura de la minoría culta y la del común público lector, y se hacen perceptibles ya deslices del gusto en los que pueden reconocerse las debilidades de la literatura de entretenimiento posterior.
El Tatler, de Steele, que comienza a aparecer en 1709; el Spectator, de Addison, que ha de sustituirle dos años más tarde, y los «semanarios morales» que les siguen, son los primeros en crear los presupuestos de la literatura que salva la distancia entre el docto y el lector adocenado más o menos culto, entre el aristócrata de bel esprit y el sobrio burgués; esta literatura no es, por lo tanto, ni cortesana ni propiamente popular, y con su racionalismo estrecho, con su rigor moral y su ideal de respetabilidad está a medio camino entre la mentalidad aristocrático-caballeresca y la burguesa puritana. A través de estos periódicos, cuyas breves disertaciones seudocientíficas y disquisiciones éticas constituyen la mejor introducción a la lectura de libros, comienza a acostumbrarse el público al disfrute regular de literatura seria; a través de ellas se convierte la lectura por primera vez en una costumbre y una necesidad de sectores de la sociedad relativamente amplios. Pero estas revistas son ya en sí producto de un desarrollo relacionado directamente con el cambio de la situación social del escritor. Después de la gloriosa Revolución, ya no es en la corte donde los autores encuentran sus protectores; la corte en el viejo sentido ha dejado de existir y no vuelve jamás a asumir su antigua función cultural[50]. El papel de los círculos cortesanos como protectores de la literatura lo asumen los partidos políticos y los gobiernos dependientes de la opinión pública. Bajo Guillermo III y Ana el poder está repartido entre los tories y los whigs, y ambos partidos, en consecuencia, tienen que mantener una continua lucha por la influencia política, lucha en la que no pueden renunciar a la propaganda a través de la literatura. Los propios escritores, quieran o no, han de encargarse de esta tarea, puesto que ya la vieja forma del patronato está a punto de desaparecer, y el libre mercado de libros no puede todavía apoyarse en un público numeroso, no habiendo fuera de la propaganda política una fuente de ingresos que ofrezca garantías. Así como Steele y Addison se convierten en periodistas que directa o indirectamente representan los intereses de los whigs, Defoe y Swift actúan como panfletistas políticos y persiguen también con sus novelas objetivos políticos. La idea de L’art pour l’art, si hubieran sido capaces de concebir semejante idea, hubiera sido para ellos una irresponsabilidad y una inmoralidad en sí. Robinson Crusoe es una novela con un propósito social pedagógico, y Gulliver es una sátira de actualidad críticosocial; ambas son, en el sentido estricto de la palabra, propaganda política y casi nada más que propaganda. No es probablemente la primera vez que nos encontramos ante literatura militante con inmediatos objetivos sociales, pero «las balas de cañón de papel» de Swift y sus contemporáneos hubieran sido inimaginables antes de la introducción de la libertad de prensa y de la discusión pública de las cuestiones políticas del momento. Ahora por primera vez surgen como fenómeno social regular los escritores que hacen de su pluma, según la necesidad, un arma útil y la alquilan al mejor postor.
La circunstancia de que ya no se enfrenten con un único poder compacto, sino con dos partidos distintos, les hace relativamente independientes, pues ahora pueden elegir un patrón más o menos correspondiente a sus inclinaciones[51]. Pero si los políticos los consideran simplemente como aliados, esto es en la mayoría de los casos una ficción cuyo mantenimiento halaga y aprovecha a ambas partes. En lo que se refiere a los dos publicistas más grandes de la época, Defoe propugna en lo esencial sus auténticas convicciones, y, en el apasionamiento de Swift, por lo menos el odio es auténtico. El primero, un whig, es un profundo optimista; el otro, por el contrario, como puede comprenderse tratándose de un tory bajo Walpole, es un amargado pesimista; el primero proclama una filosofía de la vida puritanoburguesa basada en la fe en Dios y en el mundo; el otro exhibe una actitud para con la vida sarcásticamente superior, misantrópica y despectiva para con el mundo. Los dos campos políticos en que Inglaterra está dividida encuentran en ellos sus representantes literarios más caracterizados. Defoe es hijo de un carnicero londinense disidente; el puritanismo reprimido pero inflexible de su padre asoma en sus escritos. El mismo tuvo que sufrir bajo el dominio tory inspirado por el alto clero. La victoria de los whigs reivindica finalmente las esperanzas de la gente de su clase y de sus correligionarios, y el sentido optimista de la vida de esta burguesía encuentra expresión a través de él por primera vez en la literatura profana. Robinsón Crusoe, el hombre que abandonado a sus propios recursos domina la naturaleza rebelde y crea de la nada bienestar, seguridad, orden, ley y moral, es el representante típico de la clase media. La historia de su aventura es un himno continuado a la diligencia, a la perseverancia, al ingenio, al saludable buen sentido que vence todas las dificultades, en suma, a las virtudes prácticas burguesas; es el credo de una clase social ambiciosa consciente de su fuerza, y al mismo tiempo el programa de una nación joven, emprendedora, dispuesta al dominio mundial. Swift ve solamente el reverso de todo esto; no sólo porque de antemano lo mira desde otra posición social, sino también porque ha perdido ya la ingenua fe de Defoe. Es uno de ios primeros en sufrir la desilusión del período de la Ilustración y conforma su experiencia al super-Cándido de la época. Pertenece a esos espíritus en los que el odio obra de manera genial y ve las cosas que otros no pueden ver porque odia mejor que otros y porque, como escribe a Pope, él quiere atormentar al mundo y no divertirlo. Y así se convierte en el autor del libro más cruel de un siglo que, a pesar de su humanidad y su sentimiento, no es escaso en libros crueles. Apenas se puede imaginar nada más opuesto al filantrópico Robinson que esta segunda gran «novela para jóvenes», cuya crueldad sólo es superada tal vez por Don Quijote, el tercer ejemplo clásico del género. A pesar de esto, hay determinados rasgos que son comunes a Gulliver y a Robinson. Sobre todo, ambas obras tienen su origen históricoliterario en aquellas fantásticas novelas de viajes y utópicas historias maravillosas, tan del gusto del Renacimiento, cuyos representantes más conocidos son Cyrano de Bergerac, Campanella y Thomas More. Pero, además, giran también en torno a los mismos problemas filosóficos, es decir en torno a la cuestión del origen y el valor de la cultura humana. Sólo en un período en el que los fundamentos sociales de la civilización se han vuelto vacilantes pueden estos problemas ser tan trascendentales como lo eran para Defoe y Swift, y sólo bajo la presión inmediata de un cambio de clase en la dirección de la cultura era posible formular de manera tan aguda la idea del condicionamiento social de las distintas civilizaciones, como entonces ocurre.
Con el desarrollo de la propaganda política en la literatura cambia de raíz la situación económica y social de los escritores. Ahora que son recompensados por sus servicios con altos cargos y cuantiosas gratificaciones, crece también su estimación moral a los ojos del público. Addison se casa con una condesa de Warwick, Swift mantiene amistosas relaciones con personalidades como Bolingbroke y Harley, y en el Kitcat Club un conde de Sunderland y un duque de Newcastle alternan con Vanbrugh y Congreve como con sus iguales. Pero no debe olvidarse que a estos escritores se les valora y recompensa única y exclusivamente por sus servicios políticos y no por sus cualidades literarias o morales[52]. Y desde que los políticos tienen a su disposición los medios de recompensa —sobre todo los altos cargos—, los partidos y el gobierno ocupan en la literatura la posición que antaño ocupaban las camarillas cortesanas y el rey. Simplemente, el precio que pagan es mayor y el honor que confieren a sus autores es más alto que la recompensa que antes se hacía llegar a un escritor. Locke es comisario del Tribunal de Apelación y de La Cámara de Comercio; Steele desempeña una función similar en la Oficina del Timbre; Addison es nombrado Secretario de Estado y se retira de sus cargos con una pensión de 1.600 libras; a Granville, miembro de la Cámara de ios Comunes, se le hace ministro de la Guerra y tesorero de la Casa Real; Prior obtiene un puesto de embajador, y a Defoe, finalmente, se le encargan distintas misiones políticas[53]\ Nunca y en ninguna parte han sido distinguidos tantos escritores con tan altos puestos y dignidades como en Inglaterra a principios del siglo XVIII.
Esta situación excepcionalmente favorable para los autores alcanza su culminación en los últimos años de gobierno de la reina Ana y cesa completamente con la llegada de Walpole al poder en 1721. El paso del poder a manos de los whigs crea unas condiciones en las que los escritores resaltan inútiles para el gobierno y acarrea un fin repentino al patronazgo político. El poder del partido gobernante aparece tan sólido que éste puede prescindir de toda propaganda, y la influencia de los tories es nuevamente tan escasa que no pueden indemnizar a los escritores por sus servicios. Walpole, que no tiene relación personal con la literatura, no encuentra tampoco dinero sobrante ni puestos disponibles para los autores. Los cargos más lucrativos deben entregarse a Los diputados, cuyo apoyo se necesita en el Parlamento, o a los distritos electorales a los que se quiere recompensar. Se ha comprobado, sin embargo, que si hay muchos escritores satisfechos, siempre hay descontentos, y que Halifax, el mecenas más generoso, es quien tiene mayor número de enemigos[54]. Renace ahora la calma en torno a los poetas y los literatos. Pope, Addison, Steele, Swift y Prior se retiran de la capital y de la vida pública y continúan escribiendo a lo sumo en su soledad campesina. La situación económica de los escritores jóvenes empeora a ojos vistas. Thomson es tan pobre que tiene que vender un canto de sus Seasons para poder comprar un par de zapatos, y Johnson lucha también en sus inicios con la más amarga necesidad. El literato ya no es un gentleman, y con la seguridad de su existencia declinan también la pública estimación y su dignidad; adopta reprobables maneras, adquiere hábitos desordenados, se hace indigno de confianza y origina finalmente tipos como Savage, que hubieran sido imposibles en tiempos de la cultura cortesana, y que son en cierto modo los precursores de Jos modernos bohemios.
Afortunadamente, el mecenazgo privado no cesa tan repentinamente como el político. La vieja tradición aristocrática del patronazgo no había desaparecido nunca por entero, y ahora que los escritores pueden y tienen que volverse de nuevo a intereses privados, experimenta una especie de renacimiento. El nuevo patronazgo no es, efectivamente, tan amplio como lo había sido el antiguo, pero actúa en general atendiendo a consideraciones más adecuadas, de manera que más pronto o más tarde todo escritor con dotes encuentra un mecenas si se molesta en buscarlo[55]. De cualquier manera, hay muy pocos autores que estén en condiciones de renunciar al apoyo privado en este período de transición entre la propaganda política y el ejercicio libre de la literatura. Se oyen constantemente quejas contra el patronazgo, pero apenas si existe un caso en el que un escritor haya tenido valor de abandonar a su protector. La dependencia con respecto a un mecenas era, sin embargo, menos incómoda que la dependencia de un editor, aunque aquélla tenía un carácter mucho más personal y, por lo tanto, frecuentemente parecía ser más humillante. Incluso el mismo Johnson, que se pronunció toda su vida contra la solicitación de un protector y no obtuvo mucho de la institución del mecenazgo, admitía que se podía ser protegido de un gran señor y a pesar de ello conservar la independencia. Las relaciones de Fielding con su protector demuestran que esto, efectivamente, era posible. Los escritores que no disfrutaban del apoyo privado debían alquilarse como jornaleros literarios en la mayoría de los casos y realizar trabajos de traducciones, extractos, ediciones revisadas, corrección de pruebas, colaboraciones en los periódicos y obras populares de consulta. Incluso Johnson, que más tarde sería el árbitro de la literatura inglesa, comenzó su carrera como peón de este tipo. Pope, naturalmente, no se puede encasillar en ninguna de estas categorías, y aparentemente permanece libre de todo lazo externo, pero en realidad está al servicio de aquella aristocracia que se suscribe a sus libros y que le considera, con razón, como cosa propia. Con la reaparición del mecenazgo privado declina nuevamente la consideración pública del escritor profesional, como lo demuestra la actitud incluso de hombres de tan alta cultura literaria como Horace Walpole y lord Chesterfield. Las conocidas palabras de este último: «We, my lords, may thank Heaven that we have something better than our brains to depend upon»[56], caracterizan de la manera más expresiva la opinión dominante. Pero también una parte de los escritores piensan así, y quieren aparentar que escribir es una noble pasión a la que se entregan. Congreve, al que Voltaire quería considerar un gentleman sobre todo y no un escritor, pertenece a esta categoría.
En la segunda mitad de siglo desaparece el mecenazgo totalmente, y hacia 1780 ningún escritor cuenta ya con el apoyo privado. El número de poetas y literatos independientes que viven de su pluma aumenta de día en día, así como el número de gente que compra y lee libros y tiene con sus autores una relación meramente impersonal. Johnson y Goldsmith escriben ahora sólo para tales gentes. El editor sustituye al mecenas; la suscripción, a la que se ha designado acertadamente como patronazgo colectivo, constituye la transición entre ambos[57]. El patronazgo es la forma puramente aristocrática de relación entre escritor y público; la suscripción afloja el lazo, pero conserva todavía ciertos aspectos del carácter personal de aquella relación; la publicación de libros para un público general, completamente desconocido para el autor, corresponde por vez primera a la estructura de la sociedad burguesa que descansa en la anónima circulación de bienes. El papel mediador del editor entre el autor y el público comienza con la emancipación del gusto burgués de los dictados de la aristocracia y es el mismo un síntoma de esta emancipación. Con él se desarrolla por vez primera una vida literaria en el sentido moderno, caracterizada por la aparición regular de libros, periódicos y revistas, y, sobre todo, por la aparición del técnico literario, el crítico, que representa el patrón general de valores y la opinión pública en el mundo literario. Los precursores de los literatos del siglo XVIII, especialmente los humanistas del Renacimiento, no estaban en condiciones de ejercer semejante función porque les faltaban los órganos de prensa de aparición regular, y con ellos los correspondientes medios para influir sobre la opinión pública.
Hasta mediados del siglo XVIII los escritores viven no del producto directo de sus obras, sino de pensiones, prebendas y sinecuras que a menudo no están en relación ni con el mérito intrínseco ni con la atracción general que ejercen sus escritos. Ahora por vez primera el producto literario se convierte en una mercancía cuyo mérito se calibra por su vendibilidad en el mercado libre. Se puede saludar con satisfacción este cambio, o se lo puede lamentar; pero la evolución de la literatura hacia una profesión independiente y regular hubiera sido inconcebible en la era del capitalismo sin la transformación del servicio personal en mercancía impersonal. Sólo a través de ella ha conseguido la literatura su firme fundamento material y su actual consideración; pues el comprador de un libro que aparece en una edición de mil ejemplares no dispensa evidentemente al autor un favor, mientras que la recompensa por un manuscrito da siempre la impresión de una limosna. La respetabilidad de un hombre dependía en tiempos de la sociedad aristocrática y cortesana del rango de su protector; ahora, en la época del liberalismo y el capitalismo, disfruta, por el contrario, el individuo de una consideración tanto mayor cuanto más libre es de lazos personales y cuanto mayor éxito alcanza en el trato impersonal con los demás, basado en la reciprocidad de servicio.
Es verdad que el tipo del jornalero literario no desaparece por completo, pero existe una demanda tan grande de entretenimiento literario y de instrucción, sobre todo de enciclopedias históricas, biográficas y estadísticas, que cualquier autor adocenado puede contar con unos ingresos seguros[58]. En organizaciones como la «factoría literaria» de Smollett, donde se trabaja al mismo tiempo en una traducción de Don Quijote, en una Historia de Inglaterra, en un Compendio de viajes y en una traducción de las obras de Voltaire, hay trabajo para todo el que quiera manejar la pluma[59]. Se oye hablar mucho de la explotación de los autores en este período, y los editores con toda seguridad no eran precisamente instituciones de beneficencia; pero Johnson los elogia diciendo que eran socios generosos y de amplias miras, y sabemos que autores destacados y de difusión probada recibieron por sus obras sumas cuantiosas, incluso según la estimación de hoy. Hume, por ejemplo, ganó con su Historia de Gran Bretaña (1754-1761) 3.400 libras, y Smollett, con su obra histórica (1757-1765), 2.000. Las circunstancias han cambiado mucho desde los días de Defoe, el cual, sobre todo en un principio, no podía encontrar un editor para Robinson, y al fin recibió por el manuscrito diez libras. Con la consecución de la independencia material, la estimación moral del escritor alcanza una altura hasta ahora desconocida. Es cierto que en tiempos del Renacimiento los poetas y eruditos famosos eran honrados y glorificados, pero a los literatos adocenados se les colocaba en la categoría de los escribientes y los secretarios privados. Ahora disfruta por primera vez el escritor como tal de la atención que se debe al representante de una alta esfera de la vida. «Nous protégeons les grands, protecteurs d’autrefois», dice un filósofo en una comedia de Dorat[60]. Ahora surge por primera vez el ideal de la personalidad creadora del hombre genial artísticamente dotado, con su originalidad y su subjetivismo, tal como lo caracterizaba Edward Young en Investigaciones sobre la creación original (1759).
Lo genial de la creación artística es en la mayoría de los casos solamente un arma en la lucha de competencias, y el modo subjetivo de expresión es a menudo nada más que una forma de auto-propaganda. El subjetivismo de los poetas del prerromanticismo es, al menos en parte, una consecuencia del número creciente de escritores, de su dependencia inmediata del mercado de libros y de la competencia que han de sostener entre sí, lo mismo que el movimiento romántico, sobre todo como expresión del nuevo y enfático sentido burgués de la vida, es el producto de una rivalidad espiritual y un medio en la lucha de la burguesía contra la mentalidad de la aristocracia, clasicista y tendente a lo normativo y a lo universalmente válido. Hasta ahora la clase media había pretendido apropiarse del lenguaje artístico de las clases superiores; ahora, por el contrario, cuando se ha vuelto tan rica e influyente que puede hacer una literatura propia, quiere oponer a estas clases su propia peculiaridad y hablar su propio lenguaje, que, por pura oposición al intelectualismo de la aristocracia, pasa a ser un lenguaje de tonos sensibleros. La rebelión del sentimiento contra la frialdad de la inteligencia, lo mismo que la insurrección del «genio» contra la opresión de las reglas y las fórmulas, pertenecen a la ideología de las ambiciosas y progresivas clases en su lucha contra el espíritu del conservadurismo y de los convencionalismos. La aparición de la moderna burguesía, lo mismo que la de los ministeriales en la Edad Media, está relacionada con un movimiento romántico; la redistribución de los poderes sociales conduce en ambos casos a la disolución de los lazos formales y hace madurar una exacerbación de la sensibilidad.
El paso de la cultura intelectualista del clasicismo a la cultura emocional del romanticismo ha sido descrito frecuentemente como un cambio de gusto en el que, como se ha dicho, encuentra expresión el aburrimiento de los círculos distinguidos por el arte refinado y decadente de la época. En contra de esta concepción se ha señalado acertadamente que el mero deseo de novedades desempeña un papel relativamente pequeño en el cambio de los estilos, y que cuanto más vieja y desarrollada está una tradición en el gusto, tanto menos muestra de por sí inclinación a un cambio. Por lo tanto, un nuevo estilo consigue imponerse con dificultad si no se dirige a un público nuevo[61]. La aristocracia del siglo XVIII hubiera tenido relativamente pocos motivos para abandonar su gusto tradicional si la clase media no le hubiese arrebatado la dirección cultural. Tampoco estaba en modo alguno preparada ya para encargarse de esta dirección y para participar en el emocionalismo de las clases inferiores. Pero, como sabemos, frecuentemente la tendencia dominante de una época pone a su servicio también aquellas clases a las que amenazaba con la destrucción. Y precisamente el siglo XVIII se ofrece como ejemplo clásico de este fenómeno. La aristocracia desempeñó, como es sabido, un papel descollante en la preparación de la Revolución y se estremeció cuando vio claro lo que significaba la victoria de aquélla. Un papel semejante desempeñaron las clases superiores en el desarrollo de la cultura anticlásica. En la asimilación y propagación de las ideas de la Ilustración rivalizaron con la clase media y la superaron con frecuencia; la mentalidad irreverentemente plebeya e irrespetuosa de Rousseau fue lo único que les hizo recobrar el buen sentido, empujándolas a la oposición. La aversión de Voltaire por Rousseau expresa ya esta oposición de la élite social. Pero en la mayoría de las personalidades dirigentes se mezclan desde el primer momento los elementos de la cultura racionalista y de la sentimental; su sensibilidad intelectual les hace relativamente indiferentes a los intereses de su propia clase social. El desarrollo artístico, que ya era bastante heterogéneo en el siglo XVII, se vuelve ahora más complicado en el período prerromántico, y muestra en ciertos aspectos un cuadro menos claro aún que en la etapa siguiente. En el siglo XIX está ya completamente dominado por la burguesía, en la que existen ciertamente profundas diferencias de riqueza, pero no hay en absoluto acusadas diferencias de educación; la única frontera existente se alza entre las clases que disfrutan los privilegios de la cultura y las que están completamente excluidas de ellos. En el siglo XVIII, por el contrario, la aristocracia está, lo mismo que la burguesía, dividida en dos campos; en ambos hay un grupo conservador y otro progresista que se encuentran con frecuencia, pero que conservan intacto su modo de ser.
El romanticismo es en sus orígenes un movimiento inglés, así como la moderna burguesía, que literariamente tiene ahora, por primera vez, opinión propia independiente de la aristocracia, es un resultado de la situación existente en Inglaterra. Tanto la poesía naturalista de Thomson como los Nighth Thhoughts de Young, y los lamentos osiánicos de Macpherson, lo mismo que la novela sentimental costumbrista de Richardson, Fielding y Sterne, son nada más que la forma literaria del individualismo, que encuentra expresión también en el laissez-faire y en la revolución industrial. Son fenómenos de aquella época de guerras comerciales en la que desaparece la hegemonía pacífica de los treinta años de los whigs y que conduce a la pérdida de la hegemonía de Francia en Europa. Al fin de la contienda el Imperio británico es no sólo la primera potencia del mundo y desempeña no sólo en el comercio mundial el mismo papel que habían desarrollado Venecia en la Edad Media, España en el siglo XVI y Francia y Holanda en el XVII, sino que permanece internamente fuerte, a diferencia de las dos últimas[62], y puede continuar la lucha por la supremacía económica con las conquistas técnicas de la revolución industrial. Las victorias militares de Inglaterra, los descubrimientos geográficos, los nuevos mercados y rutas oceánicas, los capitales relativamente grandes dispuestos a la inversión, todo esto constituye las premisas de esta revolución. La importancia de los nuevos descubrimientos no puede explicarse simplemente por el auge de las ciencias exactas y la aparición súbita de las facilidades técnicas. Los inventos han sido realizados porque se los puede utilizar, porque existe una demanda masiva de artículos industriales que no cabe satisfacer con los viejos métodos de producción, y porque se tienen los medios materiales para llevar a cabo la transformación industrial. En la historia de las ciencias, la consideración que se ha dispensado hasta ahora a la industria ha desempeñado un papel relativamente pequeño, pero a partir del último tercio del siglo XVIII la investigación está dominada por la perspectiva tecnológica. A pesar de esto, la revolución industrial no tiene la significación de un comienzo radicalmente nuevo. Es más bien solamente la continuación de una evolución iniciada ya a finales de la Edad Media. Ni la separación de capital y trabajo ni la organización comercial de la producción de mercancías son nuevos. Máquinas había siglos atrás e incluso desde entonces existía una economía basada en el capitalismo, y también la racionalización de la producción había ido en constante progreso. Pero la mecanización y racionalización de la producción de mercancías entra ahora en una fase decisiva de su desarrollo, en la que su pasado se liquida completamente. El abismo entre capital y trabajo se hace insalvable y el poder del capital, por un lado, y la opresión y la miseria de la clase trabajadora, por otro, alcanzan un grado tal que hacen cambiar toda la atmósfera de la vida de la época. Por viejos que sean los comienzos de esta evolución, a finales del siglo XVIII surge un mundo nuevo.
Ahora por primera vez desaparece la Edad Media con todas sus reliquias, su espíritu corporativo, sus formas peculiares de vida, sus métodos de producción irracionales y tradicionales, para dejar lugar a una organización del trabajo basada completa y totalmente en la planificación y el cálculo, y a un individualismo desconsiderado en la competencia. Con las grandes factorías completamente racionalizadas de acuerdo con estos principios comienza la Edad Moderna en el auténtico sentido de la palabra, la era de las máquinas. Surge un nuevo tipo de sistema de trabajo condicionado por los medios mecánicos, por la división estricta del trabajo y por un ritmo de producción adaptado a las necesidades de la consumición masiva. Y surge también, como consecuencia de la despersonalización del trabajo y de la emancipación de la capacidad personal del trabajador, una creciente objetivación de las relaciones entre patronos y obreros. Y con la concentración de la clase trabajadora en las ciudades industriales y su dependencia de los fluctuantes mercados laborales, aparecen condiciones más duras y formas de vida menos libres. Para el capitalista, con su adscripción a una determinada factoría, aparece una ética de trabajo nueva y más estricta; para el jornalero, por el contrario, que no se siente en modo alguno ligado a la factoría, decae el valor ético del trabajo. Y surge, finalmente una nueva articulación de la sociedad; una nueva clase capitalista (la moderna clase patronal), una nueva clase media urbana amenazada de extinción (los herederos de los pequeños y medianos comerciantes e industriales), y una nueva clase trabajadora (el moderno proletariado industrial). La sociedad pierde su antigua diferenciación de clases profesionales, y la nivelación, especialmente en los estratos más bajos, es estremecedora. Artesanos, jornaleros, campesinos desposeídos y desarraigados, trabajadores hábiles e inhábiles, hombres, mujeres y niños: todos se convierten en meros peones de una gran factoría que funciona mecánicamente y está reglamentada como un cuartel. La vida pierde su estabilidad y continuidad; todas sus formas e instituciones se desplazan y permanecen en movimiento. La movilización de la sociedad está condicionada sobre todo por la emigración a las ciudades. La limitación y la comercialización de la agricultura originan, por una parte, la falta de trabajo; las nuevas industrias, por el contrario, crean, por otra, nuevas posibilidades de trabajo; la consecuencia es la despoblación de las aldeas y la superpoblación de las ciudades industriales, que con sus moldes y su saturación representan una base completamente incómoda y agobiante para la vida de las masas desarraigadas. Las ciudades semejan grandes campos de trabajo o cárceles, son incómodas, sucias, insalubres y odiosas por encima de todo lo imaginable[63]. Las condiciones de vida de las clases obreras ciudadanas descienden a un nivel tan bajo que la existencia de los siervos de la Edad Media parece idílica en su comparación.
La magnitud del capital necesario para la explotación de una empresa industrial en condiciones de competir trae consigo la separación fundamental del trabajo de los medios de producción y provoca la lucha entre capital y trabajo, característica de la situación moderna. Y puesto que los medios de producción son accesibles sólo a los capitalistas, no le queda al trabajador otro recurso que llevar al mercado su trabajo y dejar su existencia pendiente completamente de la coyuntura del momento; en otras palabras, colocarse en una situación en la que está amenazado por las fluctuaciones constantes de los salarios y por la falta periódica de trabajo. Pero no sólo sucumben en su lucha de competencia contra la fabrica los jornaleros desposeídos, sino también los pequeños artesanos independientes; también ellos pierden su independencia y la sensación de seguridad. La nueva técnica de producción priva también a la clase propietaria de su tranquilidad y su confianza. La más importante forma de riqueza era hasta ahora la posesión de tierras, que sólo lenta y tardíamente se transformaba en capital comercial y bancario; e incluso el capital en movimiento participaba en la industria solo en mínima parte[64]. Sólo a partir de 1760 aproximadamente se convierte la empresa industrial en la forma preferida de inversión de capitales. Pero la explotación de una fábrica, con su instalación de máquinas, su consumo de material y su ejército de trabajadores, presupone cada vez mayores medios y conduce a una más intensa acumulación de capital que la requerida por las formas hasta ahora existentes de producción de mercancías. Con la nueva concentración de la riqueza y su inversión en medios de producción se inicia realmente la era del gran capitalismo[65]. Pero con ella comienza también la fase de la especulación en gran escala de la evolución capitalista. La antigua economía agraria no conocía en absoluto el riesgo del capital ni la especulación, e incluso en las empresas industriales y financieras el atreverse a transacciones arriesgadas constituía hasta ahora una excepción; pero las nuevas industrias se hacen gradualmente demasiado grandes para los capitalistas, y los empresarios arriesgan frecuentemente cantidades cuya pérdida sobrepasa el valor de lo que ellos pueden permitirse perder. Tan aventurada existencia, con toda su prosperidad efectiva, origina un sentido de la vida del que desaparece irremisiblemente el antiguo optimismo.
El nuevo tipo de capitalista, el jefe de empresa, desarrolla con su nueva función en la vida económica nuevas aptitudes, pero, sobre todo, una disciplina laboral y una nueva valoración del trabajo. Hace retroceder en cierto modo los intereses comerciales, y se concentra en la organización interna de su empresa. El principio de la oportunidad, de la sistematización y el cálculo, que ha sido decisivo desde el siglo XV en la economía de los pueblos preponderantes, se convierte ahora de principio predominante en absoluto. El empresario se somete a este principio tan incondicionalmente como sus trabajadores y empleados, y se hace tan esclavo de su empresa como su personal[66]. La elevación del trabajo a la categoría de fuerza ética, su glorificación y adoración, no son fundamentalmente otra cosa que la transfiguración de la aspiración al éxito y al provecho y un intento de excitar a una cooperación entusiasta incluso a aquellos elementos que tienen una participación mínima en el fruto de su trabajo. La idea de la libertad forma parte de la misma ideología. Por la arriesgada naturaleza de su negocio, el empresario debe disfrutar de absoluta independencia y libertad de movimientos; no puede ser molestado en su actividad por ninguna intromisión externa, ni debe ser perjudicado por ninguna medida estatal frente a sus competidores. En la victoria de este principio sobre las regulaciones medievales y mercantilistas se apoya la esencia de la revolución industrial[67]. Con el principio del laissez-faire comienza realmente la economía moderna, y la idea de la libertad individual se impone por primera vez como ideología de este liberalismo económico. Tales conexiones no impiden que tanto la idea del trabajo como la de la libertad evolucionen hasta convertirse en fuerzas éticas independientes y que a menudo sean interpretadas en un sentido realmente idealista. Pero para no olvidar qué pequeña fue la participación de este idealismo en la aparición del liberalismo económico, basta no perder de vista que la exigencia de la libertad de oficio se dirigió principalmente contra los hábiles maestros, y con ello se descartó la única ventaja que poseían frente a los meros empresarios. El mismo Adam Smith estaba todavía lejos de hablar en nombre de motivos tan idealistas cuando justificaba la libre competencia; antes bien, veía en el egoísmo de los hombres y en la persecución de los intereses personales la mejor garantía para el funcionamiento perfecto del organismo económico y la realización del bien común. En esta fe en la autorregulación de la economía y en el equilibrio automático de los intereses se basaba naturalmente todo el optimismo de la Ilustración; tan pronto como éste comenzó a desaparecer, se hizo cada vez más difícil identificar la libertad económica con Los intereses del bien común y considerar la libre competencia como una bendición para todos.
El alejamiento del autor con respecto a sus personajes, su punto de vista estrictamente intelectualista frente al mundo, su reserva en sus relaciones con el lector, en suma, su contención clasicista aristocrática cesan al mismo tiempo que comienza a imponerse el liberalismo económico. El principio de la libre competencia y el derecho a la iniciativa personal tienen su paralelo en la tendencia del autor a expresar sus sentimientos subjetivos, a poner en vigor su propia personalidad y a hacer al lector testigo inmediato de un conflicto íntimo del alma y de la conciencia. Pero este individualismo no es simplemente la traducción del liberalismo económico a la esfera literaria, sino también una protesta contra aquella mecanización, aquella nivelación y aquella despersonalización de la vida que está ligada con la economía, abandonada a sí misma. El individualismo traslada el laissez-faire a la vida moral, pero protesta al mismo tiempo contra el orden social en el que el hombre, separado de sus inclinaciones personales, se convierte en soporte de funciones anónimas, en comprador de mercancías estandarizadas y en comparsa de un mundo que se hace cada vez más uniforme. Las dos formas fundamentales de la causalidad social, la imitación y La oposición, se alían ahora para hacer aparecer la actitud romántica. El individualismo de este romanticismo es, por un lado, una protesta de las ciases progresistas contra el absolutismo y el intervencionismo estatal, pero es también, por otro, una protesta contra esta protesta, es decir contra las concomitancias y consecuencias de la revolución industrial, en las que la emancipación de la burguesía encuentra su conclusión. El carácter polémico del romanticismo se expresa, sobre todo, en que no sólo se mueve dentro de formas individualistas, sino en que hace de su individualismo un programa. Su ideal de personalidad, así como su concepto del mundo sólo podía formularlos, en primer lugar, en términos de contradicción y negación. Individuos fuertes y voluntariosos hubo siempre, y el hombre occidental fue consciente de su individualidad ya en el Renacimiento; pero un individualismo como exigencia y protesta contra la despersonalización del proceso de la cultura no existe hasta la mitad del siglo XVIII. También en la literatura, naturalmente, había conflictos entre el yo y el mundo, la personalidad y la sociedad, el ciudadano y el Estado antes de ahora, pero el antagonismo nunca se experimentó cual ahora como una consecuencia proveniente del carácter individual de la persona en conflicto con lo colectivo. El conflicto en el drama, por ejemplo, no brotaba del motivo del extrañamiento fundamental del individuo con respecto a la sociedad, o de la rebelión consciente del individuo contra las trabas sociales, sino de una oposición concreta y personal entre los distintos personajes de la acción. La explicación de la tragedia en el antiguo drama a base de la idea de la individuación es completamente arbitraria, y en un análisis más detallado se muestra insostenible, aunque halaga todavía semejante construcción de la estética romántica. Antes del período romántico, el individualismo como actitud no ha sido nunca problemático y no podía tampoco convertirse en motivo de un conflicto dramático.
Lo mismo que el individualismo, también el emocionalismo sirve a la burguesía sobre todo como medio de expresión de su independencia espiritual con respecto a la aristocracia. Se encarecen y se acentúan los sentimientos no porque repentinamente se hayan sentido más fuertes e íntimos, sino que están autosugeridos y exagerados porque representan una actitud opuesta a la actitud aristocrática. El burgués, tanto tiempo despreciado, se mira en el espejo de su propia vida espiritual y se encuentra más importante cuanto más en serio toma sus sentimientos, sus humores y sus emociones. En los estratos medio y bajo de la burguesía, donde este emocionalismo tiene las más profundas raíces, el culto de los sentimientos no es sólo un premio al éxito, sino, al mismo tiempo, una compensación por la falta de éxito en la vida práctica. Pero tan pronto como la cultura de los sentimientos ha encontrado su expresión objetiva en el arte, se hace más o menos independiente de su origen y sigue su propio camino. El sentimentalismo, que era originalmente la expresión de la conciencia de clase de la burguesía y tenía su explicación en la repulsa de la contención aristocrática, conduce a un culto de la sensibilidad y la espontaneidad cuya conexión con la constitución espiritual antiaristocrática de la burguesía se hace cada vez más desdibujada. Originalmente la gente era sentimental y exaltada porque la aristocracia era reservada y contenida, pero pronto la intimidad y la expresividad se convierten en criterios artísticos cuyo valor reconoce también la aristocracia. Se buscan los estremecimientos espirituales, y gradualmente se llega a un verdadero virtuosismo del sentimiento, se disuelve todo en la compasión, y, finalmente, no se persigue en el arte otro objetivo que excitar los afectos y despertar las simpatías. El sentimiento se convierte en el vehículo más seguro entre el artista y el público y en el medio de interpretación de la realidad con mayor capacidad expresiva; negarse a la expresión del sentimiento significa ahora renunciar sin más a la eficacia artística, y ser insensible quiere decir ser obtuso.
También el rigorismo moral de la burguesía es, como su individualismo y su emocionalismo, un arma dirigida contra el concepto de la vida de los círculos cortesanos. No es tanto la continuación de las viejas virtudes burguesas de la sencillez, la honradez y la piedad, como la protesta contra la frivolidad y la prodigalidad de un estrato social cuya ligereza tienen que pagar otros. La burguesía esgrime su gazmoñería, principalmente en Alemania, sobre todo contra la inmoralidad de los príncipes, a los que sólo de este modo indirecto se atreve a atacar. Pero también es completamente innecesario hablar explícitamente de su corrupción; basta alabar las costumbres de la burguesía y todo el mundo sabe lo que esto quiere decir[68]. Se consigue nuevamente lo que en el siglo XVIII se repite con regularidad: la aristocracia acepta los puntos de vista y la escala de valores de la burguesía; la virtud se pone de moda en las clases superiores lo mismo que se ha puesto de moda el sentimentalismo. Con excepción de algunos especialistas del género obsceno, ni siquiera los novelistas Franceses quieren ya caer en el descrédito de la frivolidad; lo que el público busca ahora es la alabanza de la virtud y la condenación del vicio. El mismo Rousseau tal vez no habría concedido en sus obras tanto espacio a las prédicas moralizantes si no hubiera sabido que Richardson debía gran parte de su éxito a semejantes digresiones[69].
Pero si la inclinación al individualismo, al emocionalismo y a la moralidad se encontraba en cierto modo en la naturaleza de la mentalidad burguesa, de todos modos la literatura prerromántica provocó la aparición de peculiaridades que no eran propias de su antigua disposición; sobre todo, la propensión a la melancolía, en contradicción con el antiguo optimismo burgués, la tendencia elegiaca e, incluso, el pesimismo decidido. La explicación de este fenómeno no puede buscarse de nuevo en un espontáneo cambio de mentalidad, sino en desplazamientos y reestratificaciones sociales. Los portadores del movimiento romántico, sobre todo, no son ya los mismos elementos de la burguesía que en la primera mitad del siglo formaban el contingente burgués del público lector. Son estratos más bajos, que ahora toman la palabra, los cuales no tienen contacto alguno con la aristocracia y poseen menos motivos para el optimismo que la burguesía, que pertenece a las clases económicamente privilegiadas. Pero también el antiguo público lector, la burguesía mezclada con la nobleza, ha cambiado en su actitud espiritual. Su complejo de triunfo, su confianza, su seguridad en sí mismo, que eran ilimitados en tiempos de sus primeros triunfos, se apaciguan y se volatilizan. Se acostumbra a la posesión del puesto que ha ganado, comienza a ser consciente de lo que se le niega y se siente quizá también ya amenazado por las aspiraciones de las clases inferiores, que se esfuerzan en ascender. La miseria de los explotados tiene, en todo caso, un efecto inquietante y depresivo. Una profunda melancolía se apodera de las almas; se ve por todas partes el lado sombrío y la insuficiencia de la existencia; la muerte, la noche, la soledad, la nostalgia de un mundo lejano, desconocido, apartado del presente, se convierten en el motivo principal de la poesía, y ésta se entrega a la borrachera del dolor como se había entregado al deleite del sentimentalismo.
La literatura burguesa tenía en la primera mitad del siglo un carácter totalmente práctico-realista; estaba sostenida por un saludable sentido común y llena de amor a la realidad inmediata. Después de mediados de siglo se apoya de repente en una mera fuga, sobre todo en la tentativa de huir desde el estricto racionalismo y la lucidez hacia el emocionalismo irresponsable, desde la cultura y la civilización hacia el libre estado natural, y desde el inequívoco presente hacia el pasado interpretable a capricho. Spengler señalaba una vez cuán singular y sin ejemplo ha sido el culto a las ruinas en el siglo XVIII[70]; pero tan singular fue también la nostalgia de los hombres cultos por el estado de naturaleza primitiva, e igualmente sin ejemplo era la suicida autodisolución de la razón en el caos del sentimiento, tendencias todas perceptibles ya en la literatura inglesa antes de la aparición de Rousseau. En contraste con la nostalgia del pasado histórico, que fue un producto del romanticismo, la nostalgia de la naturaleza como refugio ante el convencionalismo de la civilización tiene una larga historia anterior. Apareció repentinamente, como sabemos, en forma de bucolismo en la cumbre de las culturas ciudadanas y cortesanas, y ello con independencia del naturalismo como dirección estilística del arte, y a menudo incluso en oposición a él. El amor a la naturaleza tiene, también en el siglo XVIII, todavía un carácter más moral que estético, y no guarda prácticamente relación alguna con los posteriores intereses naturalistas por la realidad. Para los poetas del prerromanticismo, entre el hombre honrado y simple, que vive en modestas condiciones burguesas, y que ahora en literatura —en Goldsmith entre otros— aparece por vez primera como prototipo, y la «inocencia de la naturaleza» existe una inmediata relación ideal; ellos consideran la naturaleza campestre como el fondo más adecuado y armónico para la actividad y la pasividad de tales hombres. Pero ni ven la naturaleza más exactamente, ni entran, en sus descripciones, en rasgos más íntimos de lo que correspondería al normal y creciente desarrollo de los medios expresivos. Su relación con la naturaleza tiene simplemente distintas premisas morales que las de sus predecesores. La naturaleza es también para ellos la expresión de la idea divina, y la interpretan todavía de acuerdo con el principio del Deus sive natura. Una actitud más inmediata y más desprovista de prejuicios frente al cosmos no existe hasta el siglo XIX.
Pero la generación del prerromanticismo, en contraste con los períodos precedentes, vive ya la naturaleza como manifestación de poderes éticos, de acuerdo con los conceptos morales humanos. Las horas del día y las estaciones del año, la tranquila noche de luna y la tormenta rugiente, el misterioso paisaje montañoso y el mar insondable: todo esto tiene para ellos la significación de un magnífico drama, de un espectáculo que traduce los cambios del destino humano a gran escala. La naturaleza ocupa ahora, en la poesía sobre todo, un espacio mucho mayor que hasta entonces, y el romanticismo inaugura también con esto el camino de una nueva evolución frente al clasicismo, el cual se reducía a la mera humanidad; pero no significa todavía una ruptura con el antropocentrismo de la antigua poesía, sino la transición del humanismo de la Ilustración al naturalismo del presente. El carácter heterogéneo de la concepción de la naturaleza prerromántica se manifiesta también en los jardines ingleses, el gran símbolo de la época, que reúnen en sí características perfectamente naturales y completamente artificiales. Son la protesta contra todo lo recto, lo rígido, lo geométrico, y una profesión de fe en lo orgánico, irregular y pintoresco. Pero con sus colinas artificiales, sus grupos de árboles, sus estanques, sus islas, sus puentes, sus grutas y sus ruinas el jardín inglés representa una creación tan artificial como el parque francés, sin otra diferencia que la de regirse por diferentes reglas del gusto. Cuán lejos, por otra parte, se encuentran estas gentes de una repulsa inequívoca del clasicismo lo demuestra del modo más expresivo el hecho de que los mismos artistas que proyectan románticos jardines pintorescos siguen la dirección manierista de Palladio cuando tienen que construir palacios. El estilo goticista que surge ahora se emplea sólo en construcciones de menor significación, villas y castillos para usar como casas de campo[71]. Las clases superiores hacen en el arte una distinción fundamental entre objetivos representativos y privados, y consideran la forma anticlasicista romántica apropiada sólo para los últimos. Un Horace Walpole, que hace construir su castillo de Strawberry Hill en estilo gótico e introduce al mismo tiempo con El castillo de Otranto la moda del género novelesco medieval., no es otra cosa que un espíritu romántico; pero sigue reconociendo, cuando se trata del gran arte representativo, el ideal clásico tradicional. Incluso si sus experiencias con los temas de la Edad Media son simplemente la expresión de un afán de novedades, como se ha afirmado con razón[72], la orientación romántica del gusto de estas experiencias no es por eso menos significativa como síntoma de la época.
En el caso de movimientos intelectuales como el romántico es casi imposible establecer un comienzo definido; frecuentemente proceden de tendencias que surgen súbitamente y por falta de eco oportuno deben set abandonadas de nuevo; en una palabra, se Limitan a tentativas individuales sin especial relieve sociológico. Fenómenos estilísticos «románticos» hay ya en el siglo XVII, y en la primera mitad del siglo XVIII los encontramos por todas partes. Pero de un movimiento romántico en el sentido preciso de la palabra ciertamente que apenas si puede hablarse antes de la aparición de Richardson. Las características esenciales del estilo aparecen en él por primera vez perfectamente combinadas. Richardson encuentra una fórmula tan afortunada para la nueva dirección del gusto que toda la literatura romántica, con su subjetivismo y su sentimentalismo, parece proceder de él. De cualquier manera, nunca un artista de tal mediocridad ha ejercido una influencia tan profunda y duradera; en otras palabras, la significación histórica de un artista nunca ha tenido motivos tan completamente ajenos a su propio genio artístico. La razón decisiva para la influencia de Richardson estuvo en el hecho de que fue el primero que convirtió al nuevo hombre de la burguesía, con su vida privada, viviendo en el marco de su vida doméstica, absorbido por sus problemas familiares y ajeno a ficticias aventuras y maravillas, en centro de una obra literaria. Son historias de vulgar gente burguesa, y no de héroes ni de pícaros las que cuenta, y lo que se relaciona con ellos son simples e íntimos conflictos cordiales, y no hechos patéticos heroicos. Richardson renuncia al amontonamiento de episodios fantásticos y abigarrados y se concentra por completo en el drama psicológico de sus héroes. Es una fábula sutil la que compone el material épico de sus novelas, un mero pretexto para el análisis de sentimientos y el examen de las conciencias. Sus personajes son completamente románticos, pero, sin embargo, están libres de todo rasgo novelesco y picaresco[73]. Él es también el primero que no crea ya tipos completamente definidos; muestra el simple flujo y reflujo de los sentimientos y las pasiones, y los caracteres en cuanto que tales le son realmente indiferentes.
Con la reducción del mundo de la novela a la modesta y frecuentemente idílica existencia privada de la clase media, con la limitación de los temas a los simples y grandes sucesos fundamentales de la vida familiar, con la preferencia por los humildes y vulgares destinos y caracteres, en suma, con el aburguesamiento y reducción de la novela a las escenas familiares, ésta se hace cada vez más ética en sus propósitos. Pero este proceso está en conexión no sólo con el cambio en la composición del público lector y con el ingreso de la clase media en la literatura, sino también con la «repuritanización» general de la sociedad inglesa, que se realiza completamente a mediados de siglo y amplía esencialmente el público de la nueva literatura[74]. El propósito principal de los relatos familiares y de costumbres es didáctico, y las novelas de Richardson no son fundamentalmente otra cosa que tratados morales en forma de emocionantes historias de amor. El autor asume el papel de consejero espiritual, discute los grandes problemas de la vida, impele al lector a examinarse a sí mismo, aclara sus dudas y está a su lado con paternal consejo. Se Le ha llamado con razón un «confesor protestante», y no en vano sus libros eran recomendados desde el púlpito. Su influencia sólo puede comprenderse si no se pierde de vista su doble función de literatura de distracción y de edificación, y si se piensa que, como lectura familiar de la clase media, no sólo satisfacía una nueva necesidad sino que eliminaba otra vieja, y desplazaba la lectura de La Biblia y de Bunyan[75]. Es difícil explicar hoy, en la época de una literatura apoyada desde hace mucho tiempo en el subjetivismo, lo que en estas novelas podía fascinar y conmover a los contemporáneos; pero no debe olvidarse que no había todavía en la Literatura del tiempo nada comparable a la intimidad y al nervioso sentimentalismo de sus descripciones de sentimientos. Su expresionismo producía el efecto de una revelación, y la franqueza con que se ponían al desnudo sus personajes parecía ser insuperable, con todo lo artificioso y forzado que pueda parecemos hoy el tono de estas confesiones. Sin embargo, entonces era un tono nuevo, un tono procedente de lo profundo de un alma cristiana, que se ha vuelto insegura en la lucha de la vida y busca un nuevo apoyo. La burguesía captó en seguida el significado de la nueva psicología, y comprendió que en la intensidad sentimental y en la intimidad de estas novelas se expresaban sus cualidades más propias. Se dio cuenta de que una cultura específicamente burguesa podía surgir sólo de aquí, y enjuició las novelas de Richardson no según los criterios del gusto tradicional, sino exclusivamente según los principios de la ideología burguesa. Desarrolló, de acuerdo con su naturaleza social, una nueva escala de valores estéticos, sobre todo los de la verdad subjetiva, los de la sensibilidad y la intimidad, y fundamentó con ellos la estética del moderno lirismo. Pero también las clases superiores eran conscientes de la significación social de esta literatura de confesión, y repudiaban en primer lugar con displicencia su plebeyo exhibicionismo. Horace Walpole llamaba a las novelas de Richardson sosas historias de desgracias que describían la vida como vista por un librero o por un predicador metodista. Voltaire no decía nada con respecto a Richardson, e incluso un D’Alembert se manifiesta en relación con él muy reservado. La buena sociedad no adopta la subjetiva concepción artística del romanticismo hasta que su origen social no se ha desdibujado y su función social no ha cambiado parcialmente.
Tan extraña como el subjetivismo es a las clases superiores la moral del éxito de Richardson. Sus recomendaciones y admoniciones, que enseñan a la burguesía ambiciosa el camino del triunfo, forman un catecismo de virtudes del que la aristocracia y la alta burguesía no quieren saber nada. Es la moral del aprendiz aplicado, que se casa con la hija de su maestro, como lo ha retratado Hogarth, o la doncella virtuosa con la que finalmente se casa su señor, como el mismo Richardson lo ha descrito, introduciendo con él uno de los temas más populares de la nueva literatura. Pamela es el prototipo de todas las modernas historias de soñados anhelos de esta clase. La evolución del tema conduce desde Richardson a las películas de nuestros días, en las que la irresistible secretaria, contrarrestando todos los intentos de seducción, consigue que su jefe petulante se case con ella como manda la ley. Las novelas moralizantes de Richardson contienen el germen del arte más inmoral que haya existido nunca; es decir, en primer lugar, la incitación a aquellas fantasías del deseo en las que la decencia es simplemente un medio para un fin, y, en segundo lugar, la inducción a ocuparse con meras ilusiones en vez de molestarse en la solución de los auténticos problemas de la vida[76]. Ellas muestran también con esto una de las cesuras más importantes ocurridas en la historia de la literatura moderna; hasta ahora, las obras de un autor eran morales o inmorales; en lo sucesivo, los libros que quieren aparecer como morales las más de las veces son sólo moralizantes. El burgués pierde en la lucha contra las clases superiores su inocencia, y, al tener que acentuar su virtud demasiado frecuentemente, se convierte en un hipócrita.
La forma autobiográfica de la novela moderna, bien sea como una narración en primera persona, bien en forma de cartas o de diario, sirve simplemente para realzar su expresionismo y es nada más que un medio de acentuar el cambio de la atención de fuera a dentro. La disminución de la distancia entre el sujeto y el objeto se convierte de ahora en adelante en la meta principal de todo esfuerzo literario. Con la aspiración a esta carencia de distancia psicológica cambian totalmente las relaciones existentes entre el autor, el héroe y el lector. No sólo cambia la relación entre el autor y su público y las figuras de su obra; cambia también la actitud del autor para con estas figuras. El autor hace del lector un confidente, y dirige sus palabras a él en una forma directa, vocativa, por así decirlo. Su tono es apocado, nervioso, reprimido, como si hablase siempre de sí mismo. Se identifica siempre con su héroe y desdibuja los limites entre ficción y realidad. Crea para sí y sus figuras un reino intermedio que tan pronto está alejado del mundo del lector como está confundido con él. La actitud de Balzac para con los personajes de sus novelas, de los que acostumbraba hablar como de amistades personales, tiene aquí, sobre todo, su origen. Richardson se enamora de sus heroínas y derrama amargas lágrimas por su destino; pero también sus lectores hablan y escriben sobre Pamela, Clarisa y Lovelace como si fueran verdaderas personas vivas[77]. Surge una intimidad hasta ahora desconocida entre el público y los héroes de las novelas; el lector no sólo les presta una existencia más amplia de la comprendida en los límites de la obra correspondiente, no sólo les coloca en situaciones que no tienen nada que ver con la obra en sí, sino que les relaciona constantemente con su propia vida, sus propios problemas y proyectos, sus propias esperanzas y desilusiones. Su interés por ellos se vuelve meramente personal, y al fin sólo puede comprenderlos en relación con su propio yo.
Naturalmente, también antes se habían tomado como modelo los héroes de las grandes novelas caballerescas y de aventuras; eran ideales, es decir idealización de hombres reales e imagen ideal para hombres de carne y hueso. Pero nunca se le había ocurrido al lector ordinario medirse con la medida de ellos y apropiarse de sus privilegios. Los héroes se movían de antemano en una estera distinta que él; eran figuras míticas y tenían, en lo bueno y en lo malo, tamaño sobrehumano. La distancia del símbolo, de la alegoría o de la fábula los separaba del mundo del lector e impedía un contacto demasiado inmediato con ellos. Ahora, por el contrario, al lector le parece que el héroe de la novela está consumando simplemente su vida incompleta —la del lector— y realizando las posibilidades desaprovechadas por éste. ¡Quién no ha estado alguna vez a punto de vivir una novela y de convertirse un poco en héroe novelesco! De semejantes ilusiones deduce el lector su derecho a colocarse a la misma altura de los héroes y a reclamar para sí su excepcionalidad, su extraterritorialidad en la vida. Richardson invita al lector, ni más ni menos, a colocarse en el lugar del héroe de la novela, a hacer novelesca su existencia, y le anima a evadirse del cumplimiento de los deberes de la nada romántica vida cotidiana. El autor y el lector se convierten de este modo en los actores principales de la novela; coquetean constantemente el uno con el otro y mantienen entre sí una relación ilegal en la que se han quebrantado las reglas del juego. El autor habla desde el proscenio al público y los lectores le encuentran frecuentemente más interesante que sus personajes. Disfrutan con sus observaciones personales, sus reflexiones, sus «acotaciones escénicas», y no toman a mal que un Sterne, por ejemplo, preocupado por sus glosas marginales, no pase al relato propiamente dicho.
Tanto para el autor como para el público, la obra es sobre todo expresión de una situación espiritual cuyo mérito estriba en la cualidad inmediata y personal de las experiencias descritas. El lector se conmueve sólo por lo que se le presenta como suceso excitante, convertido en experiencia interior, envolviendo el destino de un individuo. La obra, para impresionar, debe ser un drama continuo, homogéneo, completo, que a su vez se compone de pequeños «dramas», poseedor cada uno de su propio efecto final. Una obra eficaz debe desarrollarse en un continuo crescendo, de ingeniosidad en ingeniosidad, de cumbre en cumbre. De aquí la pesadez, el carácter forzado y a veces convulsivo de la expresión que caracteriza las creaciones del arte y la literatura modernos. Todo se dirige en ellas a un efecto inmediato, todo persigue la sorpresa y la estupefacción. Se quiere la novedad por la novedad misma; se busca lo ingenioso y lo extraordinario porque es un estímulo para los nervios. De esta necesidad surgen las primeras historias terroríficas y las primeras novelas «históricas», con su atmósfera misteriosa llena del falso pathos de la historia. Todo esto significa un descenso de nivel y anuncia el principio de una decadencia. La cultura artística del siglo XIX es en muchos aspectos superior a la del XVIII, pero muestra un defecto desconocido en tiempos del rococó; carece de los criterios estéticos seguros y equilibrados, aunque no siempre flexibles, del arte cortesano. Naturalmente, antes del movimiento romántico había ya producciones artísticas débiles e insignificantes, pero todo lo que no era mero diletantismo tenía un cierto nivel, y ni surgían obras literarias que tuvieran algo en común con la psicología barata y el sentimentalismo cursi de la literatura amena posterior, ni obras de las artes plásticas afectadas de la falta de gusto del neogótico. Estos fenómenos no entran en escena sino con el paso de la dirección intelectual de los estratos superiores a La clase media, aunque no siempre surgen en las clases inferiores.
Por otra parte, en el enjuiciamiento de un cambio como el presente Los criterios de mero gusto demuestran ser demasiado estrechos y estériles para subsistir. El «buen gusto» es no sólo un concepto histórico y sociológicamente relativo; también como categoría de valoración estética tiene una vigencia Limitada. Las Lágrimas que se derraman en el siglo XVIII ante las novelas, las obras de teatro y las composiciones musicales son no solamente signo de un cambio de gusto y de un desplazamiento del valor desde lo exquisito y lo discreto hacia lo drástico y lo llamativo, sino que significan al mismo tiempo el comienzo de una nueva fase en la evolución de aquella sensibilidad occidental cuyo primer triunfo fue el gótico y cuyo punto culminante será el arte del siglo XIX. Este cambio significa una ruptura con el pasado mucho más radical que la misma Ilustración, la cual, efectivamente, representa solamente la continuación y el perfeccionamiento de una evolución en marcha desde finales de la Edad Media. Frente a un fenómeno como el comienzo de esta nueva cultura del sentimiento, que conduce a un concepto completamente nuevo de lo poético, caen los meros criterios de gusto. «La poésie veut quelque chose d’énorme et sauvage», dice ya Diderot[78], y aunque este salvajismo y esta audacia no se realizan inmediatamente, sin embargo están ante los ojos del poeta como ideal artístico, como exigencia imperativa de conmover, de subyugar, de trastornar y desgarrar los corazones. El «mal gusto» del prerromanticismo constituye el origen de una evolución que en parte corresponde a lo más valioso del arte del siglo XIX. La impetuosidad de Balzac, la complejidad de Stendhal, la sensibilidad de Baudelaire son incomprensibles sin ella, lo mismo que el sensualismo de Wagner, el espiritualismo de Dostoievski y la neurastenia de Proust.
Las tendencias románticas que aparecen en Richardson recibieron por vez primera de manos de Rousseau categoría europea y forma universalmente válida y de aplicación general. El irracionalismo, que pudo imponerse en Inglaterra sólo poco a poco, alcanzó más amplia difusión en los demás países por medio de un suizo al que Madame de Staël calificaba con toda razón de representante del espíritu nórdico, es decir alemán, en la literatura francesa. Las naciones del Occidente europeo estaban tan profundamente impregnadas de las ideas de la Ilustración, de su racionalismo y de su materialismo, que el movimiento sentimentalista y espiritualista tropezó en ellas al principio con una enérgica oposición, e incluso en hombres como Fielding, que después de todo representaba a la misma clase media que Richardson, encontró un implacable enemigo. Rousseau se acercó a los problemas de su tiempo con muchos menos prejuicios que los representantes intelectuales del Occidente ilustrado. El no sólo pertenecía a la pequeña burguesía relativamente desprovista de tradición, sino que era también un desarraigado que nunca se había sentido ligado a los convencionalismos de esta clase social. Estos convencionalismos eran además, en Suiza, más independientes de la vida cortesana y menos influida por la aristocracia, más elásticos que en Francia o en Inglaterra. El emocionalismo, que en Richardson y en los otros representantes del prerromanticismo inglés no siempre estaba dirigido contra la cultura racionalista de la Ilustración, y en el que la oposición a ella a menudo era sólo latente, tomo en Rousseau el carácter de una abierta rebelión. Su «¡Volvamos a la naturaleza» tenía en último término un único motivo: fortalecer la oposición contra una evolución que había conducido a la desigualdad social. Se volvía contra la razón porque en el desarrollo de la inteligencia veía también el del proceso de segregación social.
El primitivismo rousseauniano era sólo una variante del ideal arcádico y una forma de aquellos sueños de redención que se encuentran en todos los tiempos de culturas gastadas[79], pero en Rousseau, «el malestar en la cultura», que habían sentido antes que él muchas generaciones, se hizo consciente por primera vez, y él fue el primero en desarrollar, a partir de este fastidio de la cultura, una filosofía de la historia. La verdadera originalidad de Rousseau consiste en su tesis, monstruosa para el humanismo de la Ilustración, de que el hombre civilizado es un fenómeno de degeneración, de que toda la historia de la civilización es una traición al destino original de la humanidad, y de que también la doctrina fundamental de la Ilustración, la fe en el progreso, demuestra, en una consideración más detallada, ser una superstición. Semejante subversión de valores podía surgir solamente en un cambio radical de la orientación social, y sólo así puede explicarse el hecho de que las clases representadas por Rousseau no consideren ya posible combatir la artificiosidad y el convencionalismo de la cultura cortesana con los medios de la Ilustración y busquen armas que no procedan del arsenal intelectual de sus enemigos. En la crítica que Rousseau hace de la cultura del rococó y de la Ilustración, en el desenmascaramiento de su formalismo mecánico y frecuentemente sin alma, al que él opone la idea de la espontaneidad y de lo orgánico, no se expresaba sólo, sin embargo, la conciencia de la crisis cultural en que se encontraba Occidente ya desde la decadencia de la unidad cristiana medieval, sino también el concepto moderno de la cultura en general, que implicaba el antagonismo de espíritu y forma, de espontaneidad y tradición, de naturaleza e historia. El descubrimiento de esa tensión es la hazaña de Rousseau, que hace época. El peligro de su enseñanza, sin embargo, consistía en que, en su actitud decidida en favor de la vida y contra la historia, con su fuga hacia el estado de naturaleza, que no era otra cosa que un salto en lo desconocido, preparaba el camino a aquella nebulosa «filosofía de la vida» que, desesperada por la aparente impotencia del pensamiento racional, empujaba al suicidio de la razón.
Las ideas de Rousseau estaban en el aire; él expresaba simplemente lo que muchos de sus contemporáneos sentían; es decir, éstos estaban enfrentados con una disyuntiva y tenían que decidirse por el volterianismo con su racionalidad y su respetabilidad, o por el abandono de las tradiciones históricas y un comienzo nuevo totalmente. La historia de la gran cultura europea no conoce relación personal alguna de tan profunda significación simbólica como la existente entre Voltaire y Rousseau. Estos dos contemporáneos —aunque no fueran precisamente miembros de la misma generación—, que estaban unidos por infinitos lazos objetivos y personales, que tenían comunes amigos y seguidores, que fueron ambos colaboradores de una empresa literaria tan agudamente perfilada en cuanto a su ideología como la Encyclopédie, y pueden ser considerados como los dos precursores más influyentes de la Revolución, estaban en orillas opuestas de la gran divisoria que separaba la Europa moderna, individualista y anárquica, de un mundo en el que los lazos de la vieja cultura formalista no habían sido completamente rotos todavía. El naturalismo de Rousseau significa la negación de todo lo que formaba para Voltaire la quintaesencia de la cultura, sobre todo de las limitaciones del subjetivismo todavía compatible con las reglas de la decencia y el propio decoro. Antes de Rousseau, excepto en ciertas formas de la lírica, un poeta hablaba de sí mismo sólo indirectamente; después de él, el escritor apenas habla de otra cosa que de sí mismo y lo hace de la manera más descarada. Entonces surge por vez primera aquel concepto de la literatura vivida y confidencial, que también para Goethe era decisivo cuando declaraba de sus obras que todas ellas no eran otra cosa que «fragmentos de una gran confesión».
La manía de la autoobservación y de la autoadmiración en literatura, y la idea de que una obra es tanto más verdadera y convincente cuanto más directamente se refleja el autor en ella, forman parte de la herencia espiritual de Rousseau. En los cien o ciento cincuenta años siguientes todo lo que tiene alguna significación en la literatura occidental está bajo el signo de este subjetivismo. No solo Werther, René, Obermann, Adolphe y Jacopo Ortis pertenecen a la herencia de Saint-Preux; también los grandes héroes de la novela posteriores: Lucien de Rubempré de Balzac, Julián Sorel de Stendhal, Frédéric Moreau y Emma Bovary de Flaubert; hasta Pierre de Tolstoi, Marcel de Proust, y Hans Castorp de Thomas Mann proceden de él. Todos ellos sufren la discrepancia entre el sueño y la realidad y son víctimas del conflicto entre sus ilusiones y la vida burguesa práctica y trivial. El tema encuentra vigencia total por vez primera en Werther, y hay que figurarse la primera impresión producida por esta nueva conquista para comprender el efecto inaudito de la obra sobre sus contemporáneos, pero la antítesis está contenida ya en forma latente en La nueva Eloísa. Ahora el héroe no se enfrenta con antagonistas personales, sino con una necesidad a la que no ve todavía, sin embargo, completamente inanimada y desprovista de inteligibilidad, lo mismo que el héroe de la novela desilusionada posterior, pero a la que no eleva en modo alguno sobre sí, como hace el héroe con el destino que le extermina. Pero sin el pesimismo histórico-filosófico de Rousseau y sin su enseñanza de la depravación del presente, la novela desilusionada del siglo XIX es tan incomprensible como la concepción de la tragedia en Schiller, Kleist y Hebbel.
La profundidad y la extensión de la influencia de Rousseau son inmensas. Es uno de aquellos espíritus que, como Marx y Freud en tiempos más recientes, cambian la ideología de millones de hombres en una misma generación, sin que muchos de ellos los conozcan siquiera de nombre. A finales del siglo XVIII había pocos pensadores que hubieran permanecido ajenos a la influencia de las ideas de Rousseau. Influencia semejante es posible sólo cuando un escritor es en el más profundo sentido el representante y la expresión de su tiempo. Con Rousseau cobran voz en la literatura por vez primera los más amplios sectores sociales, la pequeña burguesía y la masa informe de los pobres, de los oprimidos y los parias. Es verdad que los «filósofos» de la Ilustración adoptaban con frecuencia el partido del pueblo, pero aparecían simplemente como sus intercesores y protectores. Rousseau es el primero que habla como uno de los del pueblo mismo, y que habla también por sí mismo cuando está hablando por el pueblo; no sólo excita a la rebelión, sino que es él mismo un rebelde. Sus predecesores eran reformadores, arbitristas, filántropos; él es el primer auténtico revolucionario. Ellos odiaban el «despotismo», luchaban contra la Iglesia y la religión positiva, se entusiasmaban por Inglaterra y por la libertad, pero llevaban la vida propia de las clases superiores y se sentían componentes de ellas a pesar de sus simparías democráticas; Rousseau, por el contrario, no sólo está al lado de los más pobres y los más bajos, no sólo lucha por la igualdad absoluta, sino que sigue siendo toda su vida el pequeñoburgués que era por nacimiento y el déclassé en que las circunstancias de su vida le habían convertido.
Rousseau aprendió a conocer en su juventud la verdadera miseria, que ninguno de los señores «filósofos» conocía por propia experiencia, y continuó llevando después la vida de un hombre de los estratos más bajos de la clase media, y alguna vez incluso la de un aldeano. Antes de él, los escritores eran considerados como pertenecientes por sí a los grupos más selectos de la sociedad, por bajo que fuera su origen; por profunda que pudiera ser su simpatía hacia el pueblo, habían tratado más bien de callar su procedencia del pueblo que de exhibirla. Rousseau, por el contrario, acentúa en toda ocasión que él no tiene nada absolutamente en común con las clases superiores. Si esto es simplemente «orgullo plebeyo» y se trata nada más que de un mero resentimiento, puede quedar sin resolver; lo definitivo es que entre Rousseau y sus contrarios no existen simplemente diferencias de mentalidad, sino vitales antagonismos de clase. Voltaire decía de Rousseau que quería hacer que toda la humanidad civilizada se arrastrase de nuevo a cuatro pies, y ésta debió de ser también la opinión de todas las clases superiores educadas y conservadoras. Para ellos Rousseau era no sólo un loco y un charlatán, sino también un peligroso aventurero y un criminal. Voltaire protestaba, sin embargo, no sólo como burgués y acaudalado señor que era, contra el plebeyo sentimentalismo, el entusiasmo vulgar y la falta de comprensión histórica de Rousseau, sino que se irritaba también, como burgués seco, escéptico y erudito de mentalidad realista, contra los abismos del irracionalismo que Rousseau había abierto y que amenazaban tragar todo el edificio de la Ilustración. Cuán grande era efectivamente este peligro y cuán justificados eran los temores de Voltaire, lo muestra el destino de la Ilustración en Alemania. Pero en Francia, Voltaire había subestimado el fruto de su propia influencia; allí no podían ya destruirse las conquistas del racionalismo y del materialismo.
La clasificación sociológica de Rousseau no es nada fácil a pesar de sus genuinos sentimientos democráticos. Las relaciones sociales son ya tan complicadas que la actitud subjetiva no es siempre, ni exclusivamente, decisiva cuando se trata del papel de un escritor en el proceso social. El racionalismo de Voltaire manifiesta ser en muchos aspectos más progresista y fecundo que el irracionalismo de Rousseau. Es cierto que éste adopta un punto de vista más radical que los enciclopedistas, y representa políticamente a círculos sociales más amplios no sólo que Voltaire, sino incluso que Diderot, pero en sus opiniones religiosas y morales es más retrógrado que ellos [80]. Y así como su sentimentalismo es profundamente burgués y plebeyo, pero su irracionalismo es reaccionario, su filosofía moral contiene también una íntima contradicción: tiene, de una parte, rasgos fuertemente plebeyos, pero implica, por otra, el germen de un nuevo aristocratismo. El concepto del «alma bella» presupone en parte la completa disolución de la χαλοχάγαθία e implica la plena interiorización de todos los valores humanos, pero en parte trae consigo una aplicación de los criterios estéticos a la moral y está en conexión con la consideración de los valores morales como don de la naturaleza. Significa el reconocimiento de una aristocracia espiritual a la que todos tienen derecho de herencia por naturaleza, pero en la que en lugar de los irracionales derechos de sangre aparece una genialidad moral igualmente irracional. El camino de la «belleza interior» de Roussesu conduce de una parte a caracteres como el Myschkin de Dostoievski, que es un santo en figura de epiléptico y de idiota, y por otro lado al ideal de la perfección moral individual, que está por encima de toda responsabilidad social y de toda utilidad para la sociedad. Goethe, el olímpico, que no piensa en otra cosa que en su perfección interior, es un rousseauniano, lo mismo que lo era el joven librepensador, opuesto revolucionariamente a toda convención, que escribió Werther.
El cambio de estilo que se realiza en la literatura con el prerromanticismo inglés y la obra de Rousseau —la sustitución de las formas objetivas, normativas, por otras más subjetivas e independientes— se expresa también del modo más expresivo en la música, que se convierte ahora por vez primera en un arte históricamente representativo e influyente. En ningún género de arte surge el cambio con tanta brusquedad y violencia como aquí, donde los contemporáneos hablan ya de una «gran catástrofe»[81]. El agudo conflicto entre Johann Sebastian Bach y sus inmediatos seguidores, sobre todo la forma despiadada en que la generación joven se burla de su anticuada forma fugada, refleja no sólo el cambio estilístico del patético y convencional Barroco tardío al íntimo romanticismo temprano, sino también el tránsito de una técnica de composición por yuxtaposición fundamentalmente medieval, que las demás artes habían superado en el Renacimiento, a una forma emocionalmente homogénea, concentrada y que se desarrolla de un modo dramático. No sólo Bach personalmente era un artista conservador; toda la música de su tiempo, juzgada con el criterio de las otras artes, aparece rezagada. Los sucesores inmediatos de Bach podían ya calificar con razón de «escolástico» el estilo del maestro, pues con todo lo profundamente sentido que es este estilo, y a menudo conmovedor por su profundidad de sentimiento, a los representantes de la nueva dirección subjetivista tenían que parecerles anticuados la forma rígida y solemne, el contrapunto escolar y detallista y toda la técnica expresiva impersonalmente convencional de las composiciones de Bach, pues tomaban como medida su propio criterio de la sencillez, La inmediatez y la intimidad.
Lo esencial para ellos, como para los defensores del romanticismo literario, era la representación de una efusión del sentimiento como proceso homogéneo, con una intensificación gradual y un punto culminante, a ser posible con un conflicto y una solución, en contraste con la descripción de un sentimiento constante desplegándose regularmente por toda la pieza[82]. Sus sentimientos no eran ni más profundos ni más intensos que los de sus predecesores; ocurría sólo que ellos los tomaban más en serio y querían hacerlos aparecer más importantes, y por esta razón los dramatizaban. Esta tendencia a la dramatización diferenciaba las nuevas formas cíclicas de la canción y de la sonata, de los viejos tipos secuenciales de la fuga, el pasacalle, la chacona y las otras formas basadas en la imitación y la suite[83]. La música anterior producía la impresión de comedida y templada, como consecuencia del tratamiento regular del contenido emocional, y, en cambio, la música moderna, con sus constantes elevaciones y caídas, su tensión y aflojamiento, su exposición y desarrollo, daba intrínsecamente la impresión de inquietante y excitante. La «dramática» técnica expresiva, tendente a un sugestivo efecto final, tiene sobre todo su explicación en el hecho de que el compositor se encontraba situado frente a un público cuya atención tenía que despertar y cautivar con medios más efectivos que los usados para el público anterior. Simplemente por miedo a perder el contacto con sus oyentes desarrollaba la composición musical en una serie de impulsos constantemente nuevos y ascendía de una intensidad expresiva a otra.
Hasta el siglo XVIII toda música era más o menos música escrita para una ocasión específica; estaba compuesta por encargo de un príncipe, de la Iglesia o del concejo de la ciudad, y tenía como fin entretener a una sociedad cortesana, solemnizar la devoción de las funciones Litúrgicas o elevar el esplendor de las solemnidades públicas. Los compositores eran músicos cortesanos, compositores religiosos o músicos del concejo; su actividad artística se limitaba al cumplimiento de los deberes anejos a su cargo; probablemente rara vez se les ocurre componer algo por cuenta propia, sin que se les haya encargado. Fuera de la iglesia, de las fiestas y de los bailes, los ciudadanos tenían rara vez ocasión de oír música. Sólo excepcionalmente podían asistir a las actuaciones de las orquestas al servicio de la nobleza y de la corte. A mediados del siglo XVIII comenzó a sentirse esto como una falta y se fundaron en las ciudades sociedades de conciertos[84]. A cargo de los collegia musica, originalmente privados, se desarrollaron conciertos públicos, y, con ellos, una vida musical propiamente burguesa. Las sociedades musicales alquilaban salas cada vez más grandes y daban, mediante pago, conciertos para auditorios que iban en constante aumento[85]. De este modo se crea también un mercado libre para la producción musical, que corresponde al mercado literario con sus periódicos, revistas e imprentas. Pero mientras que la literatura, lo mismo que la pintura por su parte, se habían independizado tiempo atrás de la utilización práctica inmediata de su producción, la música sigue siendo hasta finales del siglo XVII música exclusivamente de encargo. No hay antes de esa fecha música espontánea; meros conciertos musicales cuyo único propósito fuera la expresión del sentimiento no los hay hasta el siglo XVIII. El auditorio de los conciertos públicos se distinguía en varios puntos fundamentales de los oyentes habituales de las audiciones musicales cortesanas: tenía menos práctica en el juicio de las obras musicales; era un público que pagaba sus conciertos cada vez, y, por lo tanto, un público que había que conquistar y satisfacer constantemente; se reunía única y exclusivamente para disfrutar de la música como tal música, es decir sin conexión con propósito alguno, como ocurría en la Iglesia, en el baile, en las solemnidades ciudadanas o incluso en los ambientes sociales de los conciertos cortesanos. Estas peculiaridades del nuevo público de concierto trajeron sobre todo aquella lucha por el éxito cuyos medios eran la agudización, el refuerzo y la concentración de los efectos, y que finalmente condicionó el estilo recargado, tendente a la constante intensificación de la expresión, que caracterizó la música del siglo XIX.
La burguesía se convierte en principal cliente de la música, y la música pasa a ser el arte favorito de la burguesía, la forma en que su vida emocional puede encontrar expresión de manera más inmediata y sin cortapisas. Pero mientras que la música, de ser un arte con propósito definido pasa a ser un arte para la libre expresión de sentimientos, los músicos comienzan no sólo a sentir aversión contra toda música ocasional y de encargo, sino a renunciar generalmente a componer por oficio. Karl Philipp Emanuel Bach consideraba ya como mejores las obras que había escrito para sí mismo. Se anuncia con esto un conflicto de conciencia y una crisis donde antes no parecía haber ni siquiera una antítesis. El ejemplo más conocido y extremo del conflicto a que conduce el nuevo subjetivismo es la desavenencia de Mozart con su protector, el arzobispo de Salzburgo. Nada caracteriza mejor la oposición existente ahora entre los músicos oficiales y los artistas libremente creadores que la diferenciación entre el virtuoso y el compositor, y entre el vulgar miembro de la orquesta y el director. La evolución se consuma de manera inusitadamente rápida, y es sorprendente que la falta de dominio completo, incluso de un solo instrumento, tan característica de los compositores modernos, sea evidente ya en Haydn [86].
Pero la aparición del público burgués de conciertos no sólo cambia el carácter de los medios de expresión musical y la situación social del compositor, sino que da una nueva dirección a La creación musical y una nueva significación a cada una de las obras en la producción total de los distintos compositores. La diferencia fundamental entre componer para un noble señor o un protector directo en general y crear para el anónimo público de concierto consiste en que la obra encargada está destinada la mayoría de las veces a una sola y única ejecución, mientras las obras de concierto, por el contrario, están escritas para ser interpretadas tantas veces como sea posible. Esto explica no sólo el gran cuidado con que tales obras están compuestas habitualmente, sino también la forma infinitamente más pretenciosa en que el compositor las presenta. Ahora que existe la posibilidad de crear obras que no caigan tan rápidamente víctima del olvido como los antiguos trabajos de encargo, el compositor quiere crear obras inmortales. Haydn componía ya más cuidadosa y lentamente que sus predecesores. Pero compone todavía unas cien sinfonías; Mozart escribe solamente la mitad, y Beethoven nada más que nueve. El cambio definitivo de la composición objetiva y por encargo a la confesión personal musical está entre Mozart y Beethoven, o, con más precisión, en el comienzo de la madurez de Beethoven inmediatamente antes de Heroica, en un momento por tanto en que la organización de conciertos estaba completamente desarrollada, y el comercio musical, que gana terreno con la necesidad de la repetida ejecución de las obras, constituye la fuente principal de ingresos para el compositor. En Beethoven, a partir de este momento, toda gran obra es no sólo la expresión de una nueva idea, sino también una fase nueva en la evolución del artista. Semejante evolución puede también comprobarse en Mozart, naturalmente, pero en él las premisas de una nueva sinfonía no siempre pueden ser consideradas como una fase nueva de su evolución artística; él escribe una nueva sinfonía si tiene aplicación para ella o si se le ocurre algo nuevo, pero esta novedad no necesita ser en modo alguno diferente del estilo de sus anteriores ideas sinfónicas. Arte y artesanía, que todavía no están completamente separados en él, son en Beethoven completamente distintos, y la idea de la obra de arte inconfundible, única, irrepetible, adquiere en la música una realización más pura todavía que en la pintura, aunque esta última, en cambio, se había independizado ya hacía siglos de la artesanía. En literatura, ciertamente, la emancipación de los propósitos artísticos frente a las tareas prácticas se había realizado ya completamente en tiempos de Beethoven y de manera tan natural que Goethe podía afirmar con cierto orgullo de entendido y artesano que toda su poesía había sido de circunstancias. Beethoven, que era todavía discípulo directo de Haydn, servidor de un príncipe, no hubiera podido sentirse tan orgulloso a este respecto.
EL ORIGEN DEL DRAMA BURGUÉS
La novela burguesa de costumbres y de familia representaba una innovación completa frente a la novela heroica, pastoril y picaresca que había dominado la literatura amena hasta la mitad del siglo XVIII, pero no se oponía en modo alguno a la vieja literatura de un modo tan consciente y metódico como el drama burgués, que había surgido de la oposición sistemática a la tragedia clásica y se convirtió en portavoz de la burguesía revolucionaria. La mera existencia de un drama elevado cuyos protagonistas eran personas burguesas expresaba la pretensión de la burguesía de ser tomada tan en serio como la nobleza, de la que habían surgido los héroes de la tragedia. El drama burgués significaba de antemano la relativización y depreciación de las virtudes heroicas aristocráticas, y era en sí una propaganda de la moral burguesa y de la igualdad de derechos reclamada por la burguesía. En su nacimiento, a partir de la conciencia de clase burguesa estaba decidida toda su historia. Es verdad que el drama que tenía su origen en un conflicto social no representaba en modo alguno la primera y única forma, pero era el primer ejemplo de un drama que hacía de este conflicto su objeto directo y se colocaba abiertamente al servicio de una lucha de clases. El teatro había hecho siempre propaganda de la ideología de la clase que lo sostenía económicamente, pero los conflictos de clase constituían hasta ahora siempre el contenido latente de sus creaciones, mas no el contenido explícito. Nadie decía, por ejemplo: «¡Oh, vosotros, aristócratas atenienses; los preceptos de vuestra mora! de estirpe están en oposición a los fundamentos de nuestro Estado democrático; vuestros héroes son no sólo fratricidas y matricidas, son también reos de alta traición!» O también: «¡Oh, vosotros, barones ingleses; vuestras costumbres desconsideradas amenazan la paz de nuestras industriosas ciudades, vuestros pretendientes a la Corona y vuestros rebeldes no son otra cosa que terribles criminales!» O también: «¡Oh, vosotros, tenderos parisinos, usureros y leguleyos, sabed que si nosotros, la nobleza francesa, perecemos, perece con nosotros todo un mundo que es demasiado bueno para comprometerse con vosotros!» Ahora, en cambio, se dicen con toda franqueza cosas como ésta: «Nosotros, respetables burgueses, no queremos ni podemos vivir en un mundo que domináis vosotros, parásitos, e incluso si nosotros tenemos que perecer, nuestros hijos vencerán y vivirán.»
El nuevo drama, como consecuencia de su carácter polémico y programático, tenía ya desde el principio que enfrentarse con una problemática desconocida para las viejas formas del drama. Pues aunque también éstas eran «tendenciosas», no daban lugar a obras de tesis. Una de las peculiaridades de la forma dramática es que, en virtud de su naturaleza dialéctica, se presta precisamente a la polémica; sin embargo, la «objetividad» prohíbe al dramaturgo todo partidismo público. En ninguna forma del arte ha sido tan discutida como en ésta la licitud de la propaganda. Pero el problema surgió realmente cuando la Ilustración convirtió la escena en un púlpito laico y en una tribuna, y renunció en la práctica completamente al «desinterés» kantiano del arte. Sólo una época que creía tan firmemente como ésta en la educabilidad y perfeccionamiento del hombre podía llegar a un arte puramente tendencioso; cualquiera otra hubiera dudado de la eficacia de una moral tan directamente predicada. Sin embargo, la verdadera diferencia entre el drama burgués y el preburgués no estaba precisamente en que la tendencia político-social que antes se disimulaba se exprese ahora abiertamente, sino en la circunstancia de que la lucha dramática se sostenga ahora, en vez de entre individuos aislados, entre héroes e instituciones, y de que el héroe, que era por lo demás representante de un grupo social, luche contra fuerzas anónimas y deba formular su punto de vista como una idea abstracta, como una acusación contra el orden social existente. Los largos discursos y acusaciones comienzan ahora habitualmente con un «vosotros» en vez de con un «tú».. «¿Qué son vuestras leyes, de las que hacéis alarde —declama Lillo—, sino la prudencia del loco y el valor del cobarde, el instrumento y la pantalla de todas vuestras villanías? Con ellas castigáis en otros lo que vosotros mismos y nadie más que vosotros hace, o hubierais hecho si hubierais estado en sus circunstancias; juzgáis a un pobre porque ha robado, y vosotros hubierais sido también ladrones si fuerais pobres»[87]. Así no se había hablado nunca todavía en un drama serio. Pero Mercier va todavía más allá: «Soy pobre porque hay demasiados ricos», dice uno de sus personajes. Este es casi ya el tono de Gerhart Hauptmann. Pero, a pesar de ello, el drama burgués del siglo XVIII implica en sí tan poco los criterios de un teatro popular como el drama proletario del XIX; uno y otro son resultado de una evolución que ha perdido la conexión con el pueblo hace mucho tiempo y se apoya en convencionalismos teatrales que tienen su origen en el clasicismo.
En Francia, el teatro popular, que podía exhibir obras como Maître Pathelin, había sido completamente desplazado de la literatura por el teatro cortesano; las obras bíblico-históricas y la farsa fueron sustituidas por la alta tragedia y por la comedia estilizada e intelectualizada. No sabemos con precisión lo que había sobrevivido de la vieja tradición medieval en la escena popular en provincias en tiempos del drama clásico, pero en los teatros literarios de la capital y de la corte apenas si se había conservado de ella otra cosa que lo que contenían las obras de Moliere. El drama evolucionó hacia un género literario en el que los ideales de la sociedad cortesana al servicio de la monarquía absoluta encontraron expresión del modo más directo y más impresionante. Se convirtió en un género poético representativo porque se prestaba a ser ofrecido en un impresionante ambiente social, y las representaciones teatrales ofrecían una oportunidad especial para desplegar la grandeza y esplendor de la monarquía. Sus temas se tornaron símbolo de una vida heroico-feudal, basada en la idea de la autoridad, del servicio y de la lealtad, y sus héroes se convirtieron en idealización de una clase social que, gracias a su despreocupación de los cuidados triviales de la vida cotidiana, podía ver en este servicio y en esta lealtad los más altos ideales éticos. Todos aquellos que no estaban en condiciones de dedicarse al culto de estos ideales fueron considerados como una especie del género humano cuya existencia estaba fuera de los límites de la dignidad dramática. La tendencia al absolutismo y la aspiración a hacer la cultura cortesana más exclusiva y más semejante al modelo francés condujeron también en Inglaterra al desplazamiento del teatro popular, que hacia finales del siglo XVI estaba todavía completamente fundido con la literatura de las clases superiores. También aquí se limitaron de manera progresiva los dramaturgos desde el reinado de Carlos I a producir para el teatro de la corte y de las clases superiores, de manera que la tradición popular del período isabelino se había perdido muy pronto. Cuando los puritanos procedieron a la clausura de los teatros, el drama inglés estaba ya en decadencia[88].
El azar había sido considerado siempre como uno de los elementos esenciales de la tragedia, y hasta el siglo XVIII todo crítico dramático estaba de acuerdo en que el revés de la fortuna era más impresionante cuanto más alta era la posición desde la que el héroe caía. En una época como la del absolutismo del siglo XVII este sentimiento debió ser especialmente fuerte, y así incluso la poética del Barroco define la tragedia simplemente como un género cuyos héroes son príncipes, generales y altas personalidades similares. Con todo lo pedante que pueda parecemos hoy esta definición, comprende un rasgo esencial de la tragedia e incluso señala tal vez el origen de los acontecimientos trágicos. En consecuencia, fue efectivamente un cambio definitivo el que en el siglo XVIII convirtió al burgués ordinario en protagonista de una acción dramática seria y significativa y le hizo aparecer víctima de trágicos destinos y representante de elevadas ideas morales. A nadie se le hubiera ocurrido anteriormente semejante cosa, aunque la afirmación de que el elemento burgués había sido retratado en la vieja escena siempre con finalidad cómica no corresponde en modo alguno a la realidad. Mercier calumnia a Molière cuando le reprocha que quisiera «ridiculizar y humillar» a la burguesía[89]. Moliere caracteriza al burgués en general como honrado, franco, inteligente e incluso agudo, y hace esto la mayoría de las veces con ánimo de atacar a las clases altas[90]. En el viejo drama, sin embargo, nunca se había hecho a un miembro de la clase media portador de un destino elevado y estremecedor ni realizador de un hecho noble y ejemplar. Los creadores del drama burgués se liberan ahora tan absolutamente de esta limitación, y del prejuicio de que el ascenso del burgués a protagonista de la tragedia significa la trivialización del género, que no pueden comprender ya en lo sucesivo el sentido dramático de la elevación social del héroe sobre los hombres vulgares. Juzgan el problema en conjunto desde el lado humano, y piensan que el alto rango del héroe aminora el interés de los espectadores por su destino, ya que un auténtico interés de solidaridad sentimental puede sólo sentirse hacia personas de la misma condición social[91]. Este democrático punto de vista está sugerido ya en la dedicatoria de The London Merchant, de Lillo, y los dramaturgos burgueses en su mayoría sé mantienen en esta idea. Naturalmente, tienen que compensar la significación que el héroe de la tragedia antigua poseía por su misma posición social con la profundidad y enriquecimiento del retrato de su carácter, lo que conduce a una sobrecarga psicológica del drama y crea una problemática más amplia de la que conocían los antiguos dramaturgos.
El ideal humano que perseguían los precursores de la nueva literatura burguesa era incompatible con el concepto tradicional de la tragedia y de los héroes trágicos. Por esto aseguraban ellos con cierta insistencia que la era de la tragedia había pasado ya, y calificaban a sus maestros, Corneille y Racine, de meros ensartadores de palabras[92]. Diderot exigía la abolición de las grandes tiradas declamatorias, que consideraba tan insinceras como antinaturales, y Lessing combatía el artificioso estilo de la tragédie classique al mismo tiempo que su mendaz carácter clasista. Ahora se descubre por vez primera el valor de la verdad artística como arma en la lucha social. Ahora se es consciente por primera vez de que la reproducción fiel de los hechos conduce por sí misma a la disolución de ios prejuicios sociales y a la abolición de la injusticia, de que aquellos que luchan por la justicia no tienen que temer la verdad en ninguna de sus formas, y de que, en una palabra, existe una cierta concordancia entre la idea de la verdad artística y la de la justicia social. Ahora surgió aquella alianza tan conocida en el siglo XIX entre el radicalismo y el naturalismo, aquella solidaridad que los elementos progresistas sintieron que existía entre ellos y los naturalistas, aunque éstos, como Balzac por ejemplo, políticamente pensaran de manera distinta de ellos.
Diderot formuló ya los principios más importantes de la teoría dramática naturalista. Exige no sólo la motivación natural y psicológicamente correcta de los procesos espirituales, sino también la exactitud de la descripción del ambiente y la fidelidad a la naturaleza en la decoración. Quiere, de acuerdo con el espíritu mismo del naturalismo, que la acción lleve no a grandes efectos escénicos, sino a una serie de cuadros ópticamente expresivos, con lo que parece estar pensando en algo por el estilo de los «cuadros vivos» de Greuze. Desde luego, siente más fuertemente el estímulo sensual de lo visual que el efecto meramente intelectual de la dialéctica dramática. También en el campo de la lingüística y en el de la acústica prefiere los efectos sensuales y naturalmente sonoros. Quisiera restringir la acción a la pantomima, a los gestos y a las representaciones mímicas, y la dicción a exclamaciones e interjecciones. Pero quiere, sobre todo, sustituir el verso, el rígido y pomposo alejandrino, por el lenguaje cotidiano, ni retórico ni patético. Busca, sobre todas las cosas, bajar el tono altisonante de la tragedia clásica y amortiguar su efectismo teatral. La preferencia del drama burgués por lo íntimo, lo directo y lo cordial representa en esto indudablemente el papel principal. La concepción artística burguesa, que ve en la representación de lo inmanente y de lo que se basta a sí mismo el fin verdadero, trata de dar a la escena un carácter cerrado, a manera de microcosmos. Con esta actitud se explica la idea de la imaginaria «cuarta pared», que también fue sugerida en primer lugar por Diderot. La presencia de espectadores en la escena había sido considerada molesta ya con anterioridad, pero Diderot quiere ahora que la obra se represente como si no hubiera delante absolutamente ningún público. Con esto comienza realmente el ilusionismo completo en el teatro, el desplazamiento de los convencionalismos y el encubrimiento de la naturaleza ficticia de la representación.
La tragedia clásica ve al hombre aislado y lo presenta como una entidad espiritual independiente y autónoma que está en contacto exclusivamente externo con la realidad material, La cual no Le influye en lo íntimo. El drama burgués, por el contrario, lo concibe como parte y función de su ambiente y lo describe como un ser que en vez de dominar la realidad concreta, como ocurría en la tragedia, está dominado y absorbido por esta realidad. El medio ambiente cesa de ser mero fondo y marco y adquiere una participación activa en la conformación del destino humano. Los límites entre mundo interno y externo, espíritu y materia, se hacen borrosos y se desdibujan gradualmente, de manera que al fin toda acción, toda determinación, todo sentimiento contienen algo extraño, externo, material, algo que no tiene su origen en el sujeto y que hace aparecer al hombre como producto de una realidad sin alma ni intelecto. Sólo una sociedad que ha perdido la fe tanto en La necesidad y en la ordenación divina de las diferencias sociales como en su relación con las virtudes y los méritos personales, una sociedad que vive el auge diariamente creciente del poder del dinero y no ve otra cosa en torno a sí sino que los hombres se vuelven lo que las circunstancias los hacen, pero que afirma esta dinámica social porque le debe su encumbramiento o lo espera de ella, solamente una sociedad semejante podía reducir el drama a las categorías de espacio y tiempo reales, y tomar los personajes de su entorno material.
Cuán fuertemente estaban condicionados este materialismo y ese naturalismo por los factores sociales lo muestra de la manera más sorprendente la doctrina de Diderot sobre los caracteres del drama, es decir la teoría de que la posición social de los personajes deba poseer un grado de realismo y relieve más alto que sus hábitos personales y espirituales, y que la cuestión de que uno sea juez o funcionario o comerciante es de mayor importancia que la suma de sus cualidades personales. El núcleo de toda la doctrina lo constituye la hipótesis de que el espectador puede escapar mucho menos a la influencia de un drama si ve representada en la escena su propia ciase social, que debe reconocer de manera normal, que si ve representado su propio carácter, que puede repudiar si quiere hacerlo[93]. En esta necesidad del espectador de identificarse con sus compañeros de ciase tiene su origen verdadero la psicología del drama naturalista, que interpreta a los personajes como fenómenos sociales. Por mucha verdad objetiva que pueda contener semejante interpretación de los personajes, convertida en principio exclusivo, conduce a un falseamiento de los hechos. La suposición de que los hombres y las mujeres son tan sólo seres sociales produce una pintura tan arbitraria de la experiencia como la visión según la cual todo hombre aparece como un individuo único e incomparable. Ambas estilizan y romantizan la realidad. Es indudable, en cambio, que la imagen que una época determinada tiene del hombre está condicionada por las circunstancias sociales, y que la alternativa de representarlo especialmente como personalidad autónoma o como representante de una ciase depende de las circunstancias sociales y de los objetivos políticos de los respectivos portadores de la cultura. Cuando un público desea ver acentuados en la representación del hombre los orígenes sociales y las características de clase, es siempre signo de que esa sociedad ha adquirido conciencia de clase, lo mismo si se trata de un público aristocrático que burgués. En relación con esto, la cuestión de si el aristócrata es sólo aristócrata y el burgués sólo burgués es completamente indiferente.
La concepción materialista y sociológica del hombre, que le hace aparecer como mera función de su ambiente, condiciona una nueva forma de drama, completamente distinta de la tragedia clásica. No sólo significa la degradación del héroe, sino que hace problemática la posibilidad del drama según el antiguo concepto, pues priva al hombre de su libre autodeterminación y con ello en parte también de la responsabilidad de sus acciones. Porque si su alma no es más que campo de batalla de fuerzas anónimas, ¿qué se le puede imputar a él como hecho verdadero? La valoración moral de las acciones pierde todo sentido o al menos se hace muy dudosa, y la ética del drama se diluye en mera psicología y casuística. Pues en un drama en el que domina la ley natural, y nada más que la ley natural, no puede tratarse más que del análisis de los motivos y de seguir el camino por el que el héroe llega a su acción, Aquí se ventila todo el problema de la culpabilidad trágica. Los fundadores del drama burgués renunciaron a la tragedia para introducir en el drama al hombre cuya culpa es lo contrario de lo trágico, al estar condicionado por la realidad cotidiana; sus sucesores niegan la misma existencia de la culpa para salvar la tragedia. El romanticismo elimina La cuestión de la culpa incluso de su interpretación de la tragedia anterior, y en vez de acusarles de una falta los convierte en una especie de superhombres cuya grandeza se manifiesta en la aceptación de su destino. El héroe de la tragedia romántica vence incluso en la derrota y supera el destino adverso convirtiéndolo en una solución fatal y completamente adecuada de su problema vital. Así vence el Príncipe de Hamburgo, de Kleist, su temor a la muerte, y con esto anula el aparente absurdo y la inadecuación de su suene, can pronto como la decisión sobre su vida está en sus propias manos. Se sentencia a sí mismo a muerte desde que se da cuenta de que es la única solución de la situación en que se encuentra. La aceptación de la inevitabilidad del hado, la presteza e incluso la alegría con que se ofrece, es su victoria en la derrota, la victoria de la libertad sobre la necesidad. El hecho de que al final no renga que morir corresponde a la sublimación y a la espiritualización que la tragedia experimenta. El reconocimiento de la culpa o de lo que queda de la culpa, la lucha victoriosa por escapar de la oscuridad del error y llegar a la clara luz de la razón, es ya la expiación y la compensación del equilibrio alterado. El romanticismo reduce la culpa en la tragedia al capricho del héroe, a su simple voluntad personal y a su existencia individual en rebeldía contra la unidad original de todo lo existente. Según la interpretación que Hebbel da a esta idea, es en dramaturgia completamente igual que el héroe caiga como consecuencia de una acción buena o mala. Esta interpretación romántica de la tragedia, que culmina en la apoteosis del héroe, está infinitamente lejos de los melodramas de Lillo y Diderot, pero hubiera sido inconcebible sin la revisión a que los primeros dramaturgos burgueses sometieron la cuestión de la culpa.
Hebbel era totalmente consciente del peligro que amenazaba a la forma del drama en la ideología burguesa, pero, en contraste con Jos neoclásicos, no desconoció en modo alguno las nuevas posibilidades dramáticas que contenía la vida burguesa. Las desventajas formales de la transformación psicológica del drama eran obvias. La acción trágica era en los griegos, en Shakespeare y hasta cierto punto en los clásicos franceses, un fenómeno fatídico, inexplicable e irracional; su efecto estremecedor se debía sobre todo a su incomprensibilidad. La nueva motivación psicológica le daba ahora una medida humana, y, como querían los representantes del drama burgués, era más fácil para el público simpatizar con los personajes escénicos. Los adversarios del drama burgués olvidaban, sin embargo, cuando lamentaban la pérdida del terror, de la inmensurabilidad y de la inevitabilidad trágica, que el efecto irracional de la tragedia no se había perdido como consecuencia de la motivación psicológica, sino que la necesidad de semejante motivación se había sentido precisamente cuando el contenido irracional de la tragedia había perdido ya su efecto. El peligro más grande que amenazaba al drama como forma teatral en la motivación psicológica y espiritual era la pérdida de su carácter sensorialmente evidente, abrumadoramente directo y brutalmente realista, sin el que no era posible efecto escénico alguno en el viejo sentido de la palabra. La conformación dramática se hizo cada vez más íntima, más intelectualizada, más ajena al efecto sobre la masa y más correspondiente al goce privado y personal. Sin embargo, no sólo la acción y el proceso escénico, sino también los caracteres, pierden su perfil; se hacen más ricos, pero menos claros; más fieles a la vida, pero menos fácilmente comprensibles; menos inmediatos al espectador y más difícilmente reductibles a un esquema recordable. Pero precisamente en esta dificultad consistía el atractivo especial del nuevo drama, que se alejaba cada vez más del teatro popular y de los grandes grupos sociales.
Los personajes mal delimitados traían consigo oscuros conflictos, situaciones en las que ni los personajes enfrentados ni los problemas vitales en cuestión quedaban bastante claros. Esta falta de claridad estaba condicionada sobre todo por la conciliatoria moral burguesa, psicológicamente comprensiva, que por encima de todo buscaba circunstancias aclaratorias y atenuantes y mantenía el punto de vista del «Todo comprendido, todo perdonado». En el viejo drama dominaba una medida uniforme de valores morales que reconocían también los malvados y los canallas[94]; pero ahora que ha surgido un relativismo ético con la revolución social, el dramaturgo dudaba a menudo entre dos ideologías morales, y dejaba sin resolver el auténtico problema, como, por ejemplo, Goethe, el conflicto entre Tasso y Antonio. La discutibilidad de los motivos y disculpas debilitaba la inevitabilidad del conflicto dramático, pero fortalecía la vivacidad dialéctica, de manera que no se puede mantener en modo alguno que el relativismo ético del drama burgués ha tenido solamente una influencia destructora en las formas dramáticas. La nueva moral burguesa no fue menos fértil dramáticamente que la moral feudal aristocrática de la antigua tragedia. Esta no conocía otros deberes que los de la lealtad al señor feudal y al honor, y ofrecía el espectáculo imponente de conflictos en los que poderosos y violentos personajes se enfurecían consigo mismos y con otros. El drama burgués descubre por su parte los deberes para con la sociedad[95], y describe la lucha por la libertad y la justicia de hombres que están exteriormente más sujetos, pero que, sin embargo, son internamente libres y animosos; una lucha que es tal vez menos teatral, pero que, no obstante, en sí no es menos dramática de lo que lo era la lucha sangrienta de la tragedia heroica. El resultado de la lucha, sin embargo, no tiene aquí el mismo grado de inevitabilidad que allí, donde la moral simple de la fidelidad feudal y de la caballerosidad heroica no dejaban salida alguna, ni compromiso, ni posibilidad de nadar entre dos aguas. Nada caracteriza mejor la nueva actitud moral que las palabras de Lessing en Natán el Sabio: «Ningún hombre debe verse obligado», palabras que, naturalmente, no significan que el hombre esté libre de deberes, sino que es interiormente libre, es decir libre en la elección de sus medios, y que no es responsable de sus acciones más que ante sí mismo. En el antiguo drama se acentuaban los lazos internos; en el nuevo se acentúan los externos; pero éstos, por muy opresivos que sean, dejan curso libre a la acción dramáticamente relevante. «La vieja tragedia descansa en un inevitable deber —dice Goethe en su ensayo Shakespeare und Kein Ende—, todo deber es despótico…, la voluntad, por el contrario, es libre… Es el dios de la época… El deber hace a la tragedia grande y fuerte, la voluntad la hace débil y pequeña.» Goethe adopta aquí un punto de vista conservador y valora el drama según el esquema de la antigua inmolación cuasirreligiosa, en lugar de hacerlo según los principios del conflicto de voluntad y conciencia en que el drama se ha convertido; reprocha al drama moderno el que conceda a sus héroes demasiada libertad. Los críticos posteriores caen en el error opuesto y piensan que el determinismo del drama naturalista no plantea la cuestión de la libertad y hace imposible, por tanto, todo conflicto dramático. Ellos no comprenden que, a efectos dramáticos, es totalmente indiferente cuál es el origen de la voluntad, por qué motivos se rige, qué es en ella «espiritual» y qué es «material», con tal que de una manera u otra haya conflicto dramático[96].
Estos críticos consideran, según él principio que oponen a la voluntad del héroe, algo completamente distinto de lo que Goethe había considerado; se trata de dos clases completamente distintas de necesidad. Goethe piensa, al referirse a las antinomias del antiguo drama, en el conflicto entre deber y pasión, lealtad y amor, moderación y presunción, y lamenta que en el drama moderno la fuerza de los principios objetivos de orden haya disminuido en comparación con la del subjetivismo. Posteriormente se entiende por necesidad, la mayor parte de las veces, las leyes de la realidad empírica, es decir aquéllas del ámbito físico y social cuya inevitabilidad ha descubierto precisamente el siglo XVIII. En realidad se trata de tres cosas distintas: una voluntad, un deber y una necesidad. La inclinación individual en el drama moderno está frente a dos distintos órdenes objetivos de la realidad; uno ético-normativo y otro físico-fáctico. El idealismo filosófico describe las leyes de la experiencia como meramente accidentales, en contraste con la validez universal de las normas éticas, y, de acuerdo con este idealismo, la moderna teoría neoclásica considera corruptor el predominio en el drama de las condiciones materiales de la existencia. Pero afirmar que la dependencia del héroe de su ámbito material frustra toda manifestación voluntaria, todo conflicto dramático, todo efecto trágico, y hace por sí misma problemática la posibilidad del drama, no es otra cosa que un prejuicio romántico idealista. El mundo moderno, naturalmente, ofrece a la tragedia, como consecuencia de su moral conciliadora y del sentido no trágico de la vida en la burguesía, menos material que el que le ofrecían las edades anteriores. El público burgués prefiere las obras con un happy ending a las grandes tragedias torturantes, y, como Hebbel señala en el prólogo a su María Magdalena, no encuentra ninguna diferencia esencial entre trágico y triste. Este público no comprende simplemente que la tristeza no es en sí trágica, y que lo trágico no es necesariamente triste.
El siglo XVIII era aficionado al teatro y fue para la historia del drama un período inusitadamente fértil, pero no fue un período trágico, no fue una época que considerase el problema de la existencia humana en forma de alternativas sin componenda posible. Las grandes épocas de la tragedia son aquéllas en las que se realizan los desplazamientos sociales revolucionarios y una clase dominante pierde súbitamente su poder y su influencia. Los conflictos trágicos giran usualmente en torno a los valores que constituyen la base moral del poder de esta clase, y la ruina del héroe simboliza y transfigura la ruina que amenaza a la clase como conjunto. Tanto la tragedia griega como el drama inglés, español y francés de los siglos XVI y XVII aparecen en tales períodos de crisis y simbolizan el destino trágico de sus aristocracias. El drama heroíza e idealiza su ruina de acuerdo con el concepto del público, que en gran parte se compone ya de miembros de la misma clase que decae. También en el caso del drama shakespeariano, cuyo público no está dominado por esta clase y donde el poeta no está del lado de la clase social amenazada de ruina, la tragedia extrae su inspiración, su concepto del heroísmo y su idea de la necesidad, de la perspectiva que le ofrece el destino de las antiguas clases dominantes. En contraste con estas épocas, los periodos en que impone el tono una clase social que cree en su triunfo definitivo no son favorables para el drama trágico. Su optimismo, su fe en la capacidad de victoria de la razón y de la justicia, impiden el resultado trágico de la complicación dramática o buscan hacer de la necesidad trágica una equivocación trágica. La diferencia entre las tragedias de Shakespeare y de Corneille, de un lado, y las de Lessing y Schiller, de otro, consiste en que en las primeras la ruina del héroe es una sublime necesidad y, en las otras, mera necesidad histórica. No hay orden social imaginable en el que Hamlet o Antonio no tengan que caer inevitablemente en la ruina; pero los héroes de Lessing y Schiller, Sara Sampson y Emilia Galotti, Fernando y Luisa, Carlos y Posa, pueden, por el contrario, ser felices y estar alegres en cualquier otra sociedad y en cualquier otro tiempo, excepto en los suyos propios, es decir en los de sus autores. Una época que considera la infelicidad de los hombres como algo condicionado históricamente, y no la considera como un hado inevitable e irreparable, puede, sin embargo, crear tragedias, incluso importantes, pero en cambio no puede en modo alguno decir en esta forma su palabra última y más profunda. Con todo, puede ser exacto decir que «cada época engendra su propia necesidad y, por lo tanto, su propia tragedia»[97]; sin embargo, el género representativo de la Ilustración no fue la tragedia, sino la novela. En épocas de tragedia, los representantes de las viejas instituciones combaten el concepto del mundo y las aspiraciones de la nueva generación; y en épocas en que prevalece el drama no trágico, por lo general la generación joven combate las viejas instituciones. El individuo aislado, naturalmente, puede estrellarse contra tales instituciones lo mismo que puede ser exterminado por los representantes de un mundo nuevo. Sin embargo, una clase que cree en su victoria definitiva considerará a sus víctimas como el precio de su victoria, y por el contrario, otra que siente cercano su fin irremisible ve en el destino trágico de sus héroes el signo de la ruina del mundo y de un crepúsculo de los dioses. A la burguesía optimista que cree en la victoria de su causa, los golpes destructores del destino ciego no le ofrecen tranquilidad ni ánimos; sólo las clases en ruina de las épocas trágicas encuentran consuelo en la idea de que en este mundo toda grandeza y toda nobleza están condenadas a la ruina, e iluminan esta ruina con un resplandor transfigurador. Tal vez la filosofía romántica de la tragedia, con su apoteosis del héroe que se ofrece voluntariamente, es ya un signo de la decadencia de la burguesía. En cualquier caso, la burguesía no engendra un drama trágico reconciliado con el destino hasta que no se siente amenazada en su propia existencia; entonces se verá aparecer, como ocurre en las obras de Ibsen, al destino llamando a la puerta, en la figura amenazadora de la juventud triunfante.
La diferencia más importante entre la experiencia trágica del siglo XIX y la de los tiempos anteriores consistió en que la moderna burguesía, en contraste con las antiguas aristocracias, no sólo se sintió amenazada desde fuera. Era una ciase tan diversamente compuesta e integrada por can distintos elementos que parecía llevar implícita la disolución desde sus comienzos. Comprendía no sólo elementos que simpatizaban con los grupos reaccionarios y otros que se sentían solidarizados con el bajo pueblo, sino, sobre todo, también aquella intelectualidad socialmente desarraigada que coqueteaba tan pronto con tas clases superiores como con las inferiores, y que, por ello, representaba en parte las ideas del romanticismo contrarrevolucionario y enemigo de la Ilustración, y en parte luchaba en pro de la revolución permanente. En ambos casos despertaba en la burguesía dudas sobre su propio derecho a la existencia y sobre la duración de su orden social. Surgió un sentido de la vida antiburgués o «supraburgués», una conciencia de que la burguesía había sido infiel a sus ideas originales y de que ahora tenía que vencerse a sí misma y luchar para conquistar un ideal de humanidad universalmente válido. En general, naturalmente, estas tendencias «supraburguesas» tenían un origen antiburgués y antidemocrático. La evolución que hizo que Goethe, Schiller y muchos otros escritores, principalmente en Alemania, pasaran de sus comienzos revolucionarios a su actitud posterior conservadora y frecuentemente antirrevolucionaria, correspondía al movimiento reaccionario de la propia burguesía y a la traición de la burguesía a la Ilustración. Los escritores eran simplemente los portavoces de su público. Pero no era raro el caso de que sublimaran las convicciones reaccionarias de sus lectores, y que, con su conciencia menos desarrollada y con su mayor destreza para fingir, simularan más altos ideales supraburgueses cuando estaban unidos realmente hasta un nivel pre y antiburgués.
Esta psicología de represión y sublimación trajo consigo a menudo una estructura tan embrollada que las diversas tendencias son con frecuencia apenas diferenciables. Se ha podido establecer que en Amor y engaño (Kabale und Liebe), de Schiller, por ejemplo, se cruzan tres generaciones distintas y, por tanto, tres ideologías: la preburguesa del círculo cortesano, la burguesa de la familia de Luisa, y la «supraburguesa» de Fernando[98]. Pero el mundo supraburgués se diferencia en esta obra del burgués todavía simplemente en su mayor holgura y en su carencia de prejuicios. Las relaciones son ya mucho más complicadas en una obra como Don Carlos, donde la filosofía supraburguesa de Posa le hace capaz de comprender a Felipe e incluso hasta de sentir cierta simpatía por el «desgraciado» rey. En una palabra, es cada vez más difícil establecer si la mentalidad «supraburguesa» del dramaturgo corresponde a una ideología progresiva o reaccionaria, y si se trata de una auto-superación de la burguesía o, simplemente, de una deserción. Como quiera que sea, los ataques a la burguesía se convierten en un rasgo característico del drama burgués, y el rebelde contra la moral burguesa y su sentido de la vida, el burlador de los convencionalismos burgueses y de su filisteísmo y su estrechez de miras llega a ser una de sus figuras básicas. Sería extraordinariamente revelador para la enajenación gradual de la literatura frente al poder de la burguesía estudiar la metamorfosis que ha experimentado esta figura desde el Sturm und Drang hasta Ibsen y Shaw. Porque no se trata simplemente del estereotipado rebelde contra el orden social establecido, que es uno de los tipos básicos del drama en todos los tiempos, ni de una mera variante de la rebelión contra el que por el momento detenta el poder, que es una de las situaciones dramáticas fundamentales, sino que representa un ataque concreto y consecuente contra la burguesía, contra ios fundamentos de su existencia espiritual y de sus pretensiones de representar una norma ética de validez universal. En suma, nos encontramos ante una forma literaria que, de ser una de las armas más efectivas de la clase media, se convirtió en un instrumento peligroso de su autoenajenamiento y su desmoralización.