EL BARROCO
EL CONCEPTO DE BARROCO
El Manierismo correspondió como estilo artístico a un sentido de la vida escindido, pero igualmente extendido por todo el Occidente; en el Barroco se exterioriza una mentalidad en sí más homogénea, pero que en los diversos países cultos de Europa adopta formas diferentes. El Manierismo fue, como el Gótico, un fenómeno europeo general, aunque se limitó a círculos mucho más estrechos que el arte cristiano del Medioevo; el Barroco comprende, por el contrario, esfuerzos artísticos tan diversificados, los cuales surgen en formas tan varias en los distintos países y esferas culturales, que parece dudosa la posibilidad de reducirlos a un común denominador. No sólo el Barroco de los ambientes cortesanos y católicos es completamente diverso del de las comunidades culturales burguesas y protestantes; no sólo el arte de un Bernini y un Rubens describe un mundo interior y exteriormente distinto del de un Rembrandt y un Van Goyen. Incluso dentro de estas mismas dos grandes corrientes estilísticas se marcan otras diferencias tajantes. La más importante de estas ramificaciones secundarias es la del Barroco cortesano y católico en una dirección sensual, monumental y decorativa “barroca” en el sentido tradicional, y un estilo “clasicista” más estricto y riguroso de forma. La corriente clasicista está presente en el Barroco desde el principio y se puede comprobar como corriente subterránea en todas las formas particulares de este arte, pero no se hace predominante hasta 1660, en las especiales condiciones sociales y políticas que caracterizan a Francia en esta época. Junto a estas dos formas fundamentales del Barroco eclesiástico y cortesano hay en los países católicos una corriente naturalista que aparece automáticamente al comienzo de este período estilístico, y que tiene sus representantes especiales en Caravaggio, Louis Le Nain y Ribera, pero que más tarde impregna el arte de todos los maestros importantes. Gana finalmente en Holanda el predominio, lo mismo que en Francia, el clasicismo, y en estas dos direcciones se expresan de la manera más pura los supuestos sociales del arte barroco.
Desde el Gótico se fue haciendo cada vez más complicada la estructura de los estilos artísticos; la tensión entre los contenidos psicológicos se hizo de día en día mayor, y de acuerdo con esto los diversos elementos del arte se conforman cada vez más homogéneamente. Antes del Barroco se podía, desde luego, decir siempre si la intención artística de una época era en el fondo naturalista o antinaturalista, integradora o diferenciadora, clásica o anticlásica; pero ahora el arte no tiene ya carácter unitario en este sentido estricto, y es a la par naturalista y clásico, analítico y sintético. Somos testigos del contemporáneo florecimiento de direcciones artísticas completamente opuestas, y vemos que personas como Caravaggio y Poussin, Rubens y Hals, Rembrandt y Van Dyck militan en campos completamente diferentes.
La denominación del arte del siglo XVII bajo el nombre de Barroco es moderna. El concepto fue aplicado en el siglo XVIII, cuando aparece por primera vez, todavía exclusivamente a aquellos fenómenos del arte que eran sentidos, conforme a la teoría del arte clasicista de entonces, como desmesurados, confusos y extravagantes[1]. El clasicismo mismo estaba excluido de este concepto, que siguió siendo el dominante casi hasta el fin del siglo XIX. No sólo la posición de Winckelmann, Lessing y Goethe, sino también la de Burckhardt, se orienta en el fondo según los puntos de vista de la teoría neoclásica. Todos rechazan el Barroco a causa de su “falta de reglas”, de su “capricho”, y lo hacen en nombre de una estética que cuenta entre sus modelos al artista barroco que es Poussin. Burckhardt y los puristas posteriores, como, por ejemplo, Croce, que son incapaces de liberarse del racionalismo frecuentemente estrecho del siglo XVIII, perciben en el Barroco sólo los signos de la falta de lógica y de tectónica, ven sólo columnas y pilastras que no sostienen nada, arquitrabes y muros que se doblan y retuercen como si fueran de cartón, figuras en los cuadros que están iluminadas de modo antinatural y que hacen gestos antinaturales como en la escena, esculturas que buscan superficiales efectos ilusionistas, cuales corresponden a la pintura, y que, como se subraya, debían quedar reservados a ésta. La experiencia del arte de un Robin —debería pensarse— habría de bastar ya en sí para aclarar el sentido y valor de tales esculturas. Pero las salvedades contra el Barroco son, en general, también salvedades contra el Impresionismo, y cuando Croce truena contra el “mal gusto” del arte barroco[2], representa a la vez prejuicios académicos contra el presente.
El cambio en la interpretación y valoración del arte barroco en el sentido actual, hazaña que fue realizada principalmente por Wölfflin y Riegl, sería inimaginable sin la admisión del Impresionismo. Ante todo las categorías wölfflinianas del Barroco no son sino la aplicación de los conceptos del Impresionismo al arte del siglo XVII, es decir, a una parte de este arte, pues lo inequívoco del concepto del Barroco lo compra el mismo Wölfflin al precio de dejar en sus consideraciones en lo esencial intacto el clasicismo del siglo XVII. Tanto más cruda es la luz que a consecuencia de esta unilateralidad cae sobre el arte barroco no clásico. A ello hay que adscribir que el arte del siglo XVII aparezca para él casi exclusivamente como antítesis dialéctica del arte del XVI, y no como su continuación. Wölfflin subestima la significación del subjetivismo en el Renacimiento y la sobrestima en el Barroco. Comprueba en el siglo XVII el comienzo de la intención artística impresionista, de la “más capital desviación que conoce la historia del arte”[3], pero desconoce que la subjetivización de la visión artística del mundo, la transformación de la “imagen táctil” en “imagen visual”, del ser en parecer, la concepción del mundo como impresión y experiencia, la comprensión del aspecto subjetivo como lo primario, y la acentuación del carácter transitorio que lleva en sí toda impresión óptica, se completan ciertamente en el Barroco, pero son ampliamente preparadas por el Renacimiento y el Manierismo. Wölfflin, a quien las premisas extraartísticas de esta imagen dinámica del mundo no le interesan y que comprende todo el transcurso de la historia del arte como una función cerrada y casi lógica, pasa por alto, con las condiciones sociológicas, el verdadero origen del cambio de estilo. Pues aunque es completamente exacto que un descubrimiento como, por ejemplo, el de que una rueda girando, para la impresión subjetiva, pierde sus rayos, contiene una imagen del mundo nueva para el siglo XVII, no hay que olvidar que la evolución que lleva a este y otros descubrimientos semejantes comienza ya en la época gótica con la disolución de la pintura de ideas simbólicas y su sustitución por la imagen de la realidad siempre más pura ópticamente, y está en relación con el triunfo del pensamiento nominalista sobre el realista.
Wölfflin desarrolla su sistema apoyado en cinco pares de conceptos, de los que cada uno contrapone un rasgo renacentista a otro barroco, y que, con la excepción de una sola de estas antinomias, señalan la misma tendencia evolutiva de una concepción artística más estricta a otra más libre. Las categorías son: 1.ª, lineal y pictórico; 2.ª, superficial y profundo; 3.ª, forma cerrada y forma abierta; 4.ª, claridad y falta de claridad; 5.ª, variedad y unidad. La lucha por lo “pictórico”, esto es, la disolución de la forma plástica y lineal en algo movido, palpitante e inaprensible; el borrarse los límites y contornos para dar la impresión de lo ilimitado, inconmensurable e infinito; la transformación del ser personalmente rígido y objetivo en un devenir, una función, un intercambio entre sujeto y objeto, constituye el rasgo fundamental de la concepción wölffliniana del Barroco. La tendencia desde la superficie hasta el fondo expresa el mismo sentido dinámico de la vida, la misma resistencia contra lo permanente y contra todo lo fijado de una vez para siempre, contra lo delimitado; con ello el espacio es concebido como algo que se va haciendo in fieri, como una función. El medio preferido por el Barroco para hacer sensible la profundidad espacial es el empleo de primeros planos demasiado grandes, de figuras que se acercan al espectador en repoussoir, y de la brusca disminución en perspectiva de los temas del fondo. El espacio gana así no sólo un carácter ya de por sí movido, sino que el espectador siente, a consecuencia de la elección demasiado cercana del punto de vista, que la espacialidad es una forma de existencia dependiente de él y por él creada. La inclinación del Barroco a sustituir lo absoluto por lo relativo, lo más estricto por lo más libre, se manifiesta, sin embargo, con la máxima intensidad en la preferencia por la forma “abierta” y atectónica. En una composición cerrada, “clásica”, lo representado es un fenómeno limitado en sí mismo, cuyos elementos están todos enlazados entre sí y referidos unos a otros; en este aspecto nada parece ser superfluo, ni tampoco faltar. Las composiciones atectónicas del arte barroco producen, por el contrario, siempre un efecto más o menos incompleto e inconexo; parece que pueden ser continuadas por todas partes y que desbordan de sí mismas. Todo lo firme y estable entra en conmoción; la estabilidad que se expresa en las horizontales y verticales, la idea del equilibrio y de la simetría, los principios de superficies planas y ajustamiento al marco pierden su valor. Siempre un lado de la composición es más acentuado que el otro, siempre recibe el espectador en lugar de los aspectos “puros”, de frente y de perfil, las visiones aparentemente casuales, improvisadas y efímeras. “En última instancia —dice Wölfflin— existe la tendencia a presentar el cuadro no como un trozo de mundo que existe por sí, sino como un espectáculo transitorio en el que el espectador ha tenido precisamente la suerte de participar un momento… Se tiene interés en hacer aparecer el conjunto del cuadro como no querido”[4] La intención artística del Barroco es, en otras palabras, “cinematográfica”; los sucesos representados parecen haber sido acechados y espiados; todo signo que pudiera delatar interés por el espectador es borrado, todo es representado como si fuera aparente voluntad del acaso. A este carácter improvisado corresponde también la relativa falta de claridad de la representación. Las frecuentes y a veces violentas superposiciones, las diferencias de tamaño en desproporcionada perspectiva, el abandono de las líneas de orientación dadas por los marcos, la discontinuidad de la materia pictórica y el tratamiento desigual de los motivos son otros tantos medios de dificultar la abarcabilidad de la representación. Una cierta participación en el creciente desvío contra lo demasiado claro y evidente le trae sin duda consigo la propia evolución, dentro de una cultura artística, en continuo despliegue de lo sencillo a lo complicado, de lo claro a lo menos claro, de lo manifiesto a lo oculto y velado. Todo público que se hace más ilustrado, más entendido en arte, más pretencioso, desea este realce de excitantes. Pero junto al estímulo de lo nuevo, difícil y complicado, se expresa aquí también ante todo el afán de despertar en el contemplador el sentimiento de inagotabilidad, incomprensibilidad, infinitud de la representación, tendencia que domina en todo el arte barroco.
En todos estos rasgos se exterioriza, frente al arte clásico, el mismo impulso hacia lo suelto, lo ilimitado, lo caprichoso. En una sola de las características estilísticas estudiadas por Wölfflin, en la del afán de unidad, se expresa una acrecida voluntad de síntesis, y con ello un principio más estricto de composición. Si el desarrollo transcurriera según una lógica unívoca, como supone Wölfflin, la inclinación a lo pictórico, espacialmente profundo, atectónico y no claro, estaría ligada a una tendencia a lo vario, a la acumulación y coordinación de los motivos. Pero en realidad el Barroco muestra casi por todas partes en sus creaciones la voluntad de síntesis y subordinación. En este aspecto —que Wölfflin descuida señalar— es continuación del arte clásico del Renacimiento, no su antítesis. Ya en el primer Renacimiento se podía observar, frente a la composición por adición de la Edad Media, un afán de unidad y subordinación; el racionalismo de la época halló su expresión artística en la indivisibilidad de la concepción y en el carácter consecuente de la disposición. Sólo si el espectador no tenía que cambiar su punto de vista, es decir, su criterio de verdad natural, durante la recepción de la obra, podía, según la opinión dominante, surgir una ilusión. Pero la unidad en el arte del Renacimiento era simplemente una especie de coherencia lógica, y la totalidad de sus representaciones era nada más que un agregado o una suma de pormenores en la que todavía se podían reconocer los distintos componentes. Esta relativa autonomía de las partes desaparecen en el arte barroco. En una composición de Leonardo o Rafael los elementos se pueden gozar todavía aislados; en una pintura de Rubens o Rembrandt, en cambio, ningún detalle tiene sentido por sí solo. Las composiciones de los maestros del Barroco son más ricas y complicadas que las de los maestros del Renacimiento, pero son a la vez más unitarias, están llenas de un aliento más amplio, más profundo, más ininterrumpido. La unidad en ellas no es un resultado a posteriori, sino la condición previa de la creación artística; el artista se acerca con una visión unitaria a su objeto, y en esta visión se hunde finalmente todo lo particular e individual. Ya Burckhardt reconoció un rasgo esencial del Barroco en que cada una de las formas es presentada en su propio sentido, y Riegl acentúa repetidas veces la falta de importancia y la “fealdad”, es decir, la falta de proporción de los pormenores en las obras del arte barroco. Lo mismo que el Barroco en la arquitectura prefiere las ordenaciones colosales, y allí donde, por ejemplo, el Renacimiento separaba cada uno de los pisos con organización horizontal, realizada con filas corridas de columnas y pilastras, también se esfuerza principalmente en subordinar los pormenores a la conformación de los motivos principales y en dirigir el vértice de la representación a un efecto único. La composición pictórica resulta así dominada muchas veces por una única diagonal o una mancha de color; la forma plástica, por una única curva; la pieza de música, por una voz que domina en solo.
Wölfflin quiere reconocer en la evolución de lo estricto a lo libre, de lo simple a lo complicado, de la forma cerrada a la abierta, un proceso histórico-artístico típico, que vuelve a repetirse siempre en el mismo tono. La historia estilística del Imperio romano, del Gótico tardío, del siglo XVII y del Impresionismo son para él fenómenos paralelos. En estos casos siempre, según su idea, sigue a un clasicismo, con su rigidez formal objetiva, una especie de barroco, es decir, un sensualismo subjetivo y una disolución de las formas más o menos radical. La polaridad de estos estilos le parece a él que es precisamente la fórmula fundamental de la historia del arte. Si es posible en alguna parte, aquí, piensa él, debe tratarse de una regla de la historia universal, de una periodicidad del desarrollo en su conjunto. Y de este retorno de estilos artísticos típicos saca él sus tesis de que en la historia del arte domina una lógica interna, una necesidad propia e inmanente. El método antisociológico de Wölfflin lleva a un dogmatismo antihistórico y a una construcción de la historia completamente arbitraria. El “barroco” helenístico, el medieval tardío, el impresionista y el propiamente barroco tienen en realidad sólo los rasgos comunes contenidos en sus momentos de semejantes premisas sociales. Pero aun si en la sucesión de clásico y barroco hubiera que ver una ley general, nunca se podría explicar por razones inmanentes, es decir, puramente formales, por qué la evolución en un determinado momento camina desde lo estricto a lo libre y no de lo estricto a lo más estricto. No existe ninguna de las llamadas “cumbres” en la evolución; se alcanza una altura y sigue una inflexión cuando las condiciones generales históricas, esto es, sociales, económicas y políticas, terminan su desarrollo en una dirección determinada y cambian su tendencia. Un cambio estilístico sólo puede ser condicionado desde fuera; no existe ninguna necesidad interna.
Al arte clásico de la época barroca no pueden aplicársele la mayoría de las categorías wölfflinianas. Poussin y Claudio de Lorena no son ni “pictóricos” ni “oscuros”, ni la estructura de su arte es atectónica. También la unidad de sus obras es distinta del exagerado afán de unidad, voluntariamente hipertenso, violentamente arrebatado, de un Rubens. ¿Pero es que puede hablarse todavía de una unidad estilística del Barroco? De un “estilo de época” unitario, que domine en toda ella, propiamente no se podría hablar nunca, pues en cada momento hay tantos estilos diversos cuantos son los grupos sociales que producen arte. Incluso en épocas en las que la producción artística principal se apoya en una única clase cultural, y de las que nada más nos ha quedado el arte de esta clase, habrá que preguntar si las creaciones artísticas de otros grupos no habrán sido sepultadas o perdidas. Sabemos, por ejemplo, que en la Antigüedad clásica, junto a la elevada tragedia, había un mimo popular, cuya importancia era seguramente mucho mayor de lo que se podría creer fundándose en los fragmentos conservados. También en la Edad Media las creaciones del arte profano y popular deben de haber sido más importantes, en comparación con el eclesiástico, de lo que permiten suponer las obras llegadas a nosotros. La producción artística no era, incluso en esta época de predominio no compartido de una clase, del todo unitaria, y mucho menos lo era en un siglo como el XVII, cuando ya existen varios círculos culturales orientados de manera completamente diversa en el aspecto social, económico y religioso, los cuales plantean al arte tareas a menudo completamente diversas. Los objetivos artísticos de la Curia de Roma eran esencialmente distintos de los de la corte monárquica de Versalles, y lo que tenían entre sí de común una y otra no puede en absoluto ponerse al lado de la voluntad artística de la calvinista y burguesa Holanda. Sin embargo, se pueden señalar algunos rasgos comunes. Pues aparte de que el desarrollo que promueve la diferenciación espiritual siempre sirve a la integración, al facilitar la difusión de los productos culturales y las mutuas influencias entre las distintas zonas culturales, una de las más importantes creaciones de la época barroca, la nueva ciencia natural y la nueva filosofía orientada sobre esta ciencia, era desde el primer momento internacional; el sentido general del mundo que en ella se expresaba dominó también en las diferentes clases en que se dividía la producción artística.
La nueva visión del mundo basada en la ciencia natural partió del descubrimiento de Copérnico. La doctrina de que la Tierra gira alrededor del Sol, en lugar de considerar, como hasta entonces, que el mundo gira alrededor de la Tierra, cambió definitivamente la tradicional posición señalada por la Providencia al hombre en el Universo. Pues tan pronto como la Tierra no se juzgase el centro del Universo, el hombre no podía ya significar el sentido y finalidad de la creación. Pero la doctrina copernicana no significaba sólo que el mundo cesara de girar alrededor de la Tierra y de los hombres, sino que aquél ya no tenía ningún centro, y estaba constituido por otras tantas partes iguales y de igual valor, cuya unidad se mostraba única y exclusivamente en la general validez de las leyes de la Naturaleza. El Universo era, según esta doctrina, infinito, y, sin embargo, unitario; un sistema de mutuas influencias; algo continuo, organizado según un principio propio, para una conexión vital orgánica; un mecanismo ordenado y en buen funcionamiento: una máquina de reloj ideal, para hablar con la época. Con la concepción de la ley natural, que no conoce ninguna excepción, surgió el concepto de una nueva necesidad, completamente distinta de la teológica. Pero con ello estaba conmovida no sólo la idea del arbitrio de Dios, sino también la del derecho del hombre a la divina misericordia y a participar en la existencia supramundana de Dios. El hombre se convirtió en un factor pequeño e insignificante en el nuevo mundo desencantado. Pero lo más curioso fue que, ante esta nueva situación, adquirió un sentimiento nuevo de confianza en sí mismo y de orgullo. La conciencia de comprender el Universo, grande, inmenso, implacablemente dominador, de poder calcular sus leyes y con ello de haber vencido a la Naturaleza, se convirtió en fuente de un ilimitado orgullo hasta entonces desconocido.
En el mundo homogéneo y continuo en que se había transformado la antigua realidad dualista cristiana apareció, en lugar de la antigua visión del mundo antropocéntrica, la conciencia cósmica, esto es, la concepción de una infinita interdependencia de efectos, que abarcaba en sí al hombre y también la última razón de la existencia de éste. El sistematismo ininterrumpido del Universo era inconciliable con el concepto medieval de Dios, de un Dios personal existente fuera del sistema del Universo; en cambio, una visión inmanentista del mundo, que había disuelto el trascendentalismo medieval, reconocía sólo una fuerza divina que actuaba desde dentro. Esto, como doctrina desarrollada sistemáticamente, era nuevo, pero también el panteísmo, que formaba el compendio de la nueva teoría, procedía, como la mayor parte de los elementos progresistas existentes en el pensamiento del Renacimiento y del Barroco, de los inicios de la economía monetaria, de la ciudad de la Baja Edad Media, de la burguesía y del nominalismo. “La creación del panteísmo europeo moderno —dice Dilthey— es obra… de la revolución espiritual que sigue al siglo XIII y llena casi tres siglos”[5]. Al final de este desarrollo en lugar del temor al Juez del Universo aparece el “estremecimiento metafísico”, la angustia de Pascal ante el “silence éternel des espaces infinis”, el asombro ante el largo e incesante aliento que penetra el Todo.
Todo el arte del Barroco está lleno de este estremecimiento, del eco de los espacios infinitos y de la correlación de todo el ser. La obra de arte pasa a ser en su totalidad, como organismo unitario y vivificado en todas sus partes, símbolo del Universo. Cada una de estas partes apunta, como los cuerpos celestes, a una relación infinita e ininterrumpida; cada una contiene la ley del todo; en cada una opera la misma fuerza, el mismo espíritu. Las bruscas diagonales, los escorzos de momentánea perspectiva, los efectos de luz forzados: todo expresa un impulso potentísimo e incontenible hacia lo ilimitado. Cada línea conduce la mirada a la lejanía; cada forma movida parece quererse superar a sí misma; cada motivo se encuentra en un estado de tensión y de esfuerzo, como si el artista nunca estuviera completamente seguro de que consigue también expresar efectivamente lo absoluto. Incluso detrás de la tranquilidad de la vida diaria representada por los pintores holandeses se siente la intranquilizadora infinitud, la armonía siempre amenazada de lo finito. Esto es, sin duda, un rasgo unificador, pero ¿es suficiente para poder hablar de una unidad del estilo barroco? ¿No resulta tan vano querer definir al Barroco por este afán de infinitud, como querer derivar el Gótico simplemente del espiritualismo de la Edad Media?
EL BARROCO DE LAS CORTES CATÓLICAS
Hacia fines del siglo XVI aparece en la historia del arte italiano un cambio sorprendente. El Manierismo frío, complicado e intelectualista cede el paso a un estilo sensual, sentimental, accesible a la comprensión de todos: el Barroco. Es la reacción, por un lado, de una concepción artística esencialmente popular, que a su vez mantenía igualmente la clase culta dominante, pero tomando más en consideración a las grandes masas populares, a diferencia del exclusivismo aristocrático del período precedente. El naturalismo de Caravaggio y el emocionalismo de los Carracci representan las dos direcciones. El alto grado de educación de los manieristas baja tanto en el uno como en el otro campo. Pues también en el taller de los Carracci son cosas sencillas relativamente las que se imitan de los grandes maestros del Renacimiento, y pensamientos y sentimientos sencillos los que se quieren expresar de modo general. De los tres Carracci propiamente sólo Agostino puede ser designado como “culto”, pero Caravaggio es precisamente el bohemio enemigo de la cultura, que está alejado de toda especulación y de toda teoría.
La significación histórica de los Carracci es extraordinaria. La historia de todo el “arte eclesiástico” moderno comienza con ellos. Ellos transforman el simbolismo difícil y complicado de los manieristas en aquella alegoría sencilla y firme de la que toma su origen la evolución de la imagen devota con sus figuras y fórmulas fijadas —la cruz, el resplandor de la gloria, los lirios, la calavera, la mirada dirigida al cielo, el éxtasis del amor y el sufrimiento—. Desde este momento el arte sagrado se diferencia del profano de modo definitivo. En el Renacimiento y en la Edad Media había todavía infinitas formas de transición entre las obras de arte que servían a fines puramente eclesiásticos y las que servían a fines profanos; pero con la formación del estilo de los Carracci se realiza la fundamental división[6]. La iconografía del arte sagrado católico se fija y esquematiza; la Anunciación, el Nacimiento de Cristo, el Bautismo, la Ascensión, la Cruz a cuestas, el encuentro con la Samaritana, el Noli me tangere y muchas otras escenas bíblicas adquieren la forma que todavía hoy es en conjunto la establecida para la imagen devota. El arte eclesiástico adquiere carácter oficial y pierde sus rasgos espontáneos y subjetivos; está determinado cada vez más por el culto y cada vez menos por la fe inmediata. La Iglesia conoce demasiado bien el peligro que amenaza desde el espíritu subjetivista de la Reforma, y desea que las obras de arte expresen el sentimiento de la fe ortodoxa de manera tan inequívoca y tan libre de toda caprichosa interpretación como los escritos de los teólogos. La estereotipia de las producciones le parece, comparado con el peligro de la libertad artística, el mal menor.
También Caravaggio tuvo al principio grandes éxitos; su influjo sobre los artistas de su siglo fue quizá más profundo que el de los Carracci. Su naturalismo atrevido, sin afeites, crudo, no podía, empero, a la larga, corresponder al gusto de sus altos clientes eclesiásticos; echaban en él de menos la “grandeza” y la “nobleza” que, en opinión de ellos, correspondían a la esencia de una representación religiosa. Sospechaban de sus cuadros, con los cuales nada se podía comparar en calidad en la Italia de entonces, y los rechazaron muchas veces, pues sólo veían las formas fuera de la convención, pero no estaban en condiciones de comprender la profunda piedad del maestro, que se expresaba en un lenguaje verdaderamente popular. El fracaso de Caravaggio es tanto más de notar desde el punto de vista sociológico cuanto que él es, por lo menos desde la Edad Media, el primer gran artista que es rechazado precisamente a causa de su originalidad artística, y que cabalmente suscita contra sí la repugnancia de sus contemporáneos por aquello que constituye su gloria posterior. Pero si Caravaggio es realmente el primer maestro de la Edad Moderna que es postergado a causa de su valor artístico, el Barroco significa un importante cambio en la relación entre arte y público: el fin de la “cultura estética” que se inició con el Renacimiento, y el comienzo de aquella estricta separación entre contenido y forma, en la que la perfección formal ya no sirve de disculpa a ningún desliz ideológico.
El espíritu aristocrático de la Iglesia se manifiesta a cada paso, a pesar de su deseo de influir en el amplio público. La Curia deseaba crear para la propaganda de la fe católica un “arte popular”, pero limitando su carácter popular a la sencillez de las ideas y de las formas; desea evitar la directa plebeyez de la expresión. Las santas personas representadas deben hablar a los fieles con la mayor eficacia posible, pero en ningún momento descender hasta ellos. Las obras de arte tienen que ganar, convencer, conquistar, pero han de hacerlo con un lenguaje escogido y elevado. Dado el nuevo objetivo propagandístico, no siempre se pueden evitar una democratización y un aplebeyamiento del arte; los efectos son muchas veces tanto más gruesos cuanto más profundo y auténtico es el sentimiento religioso de que las obras brotan. Pero a la Iglesia le interesa no tanto la profundización como la expansión de la fe. En la medida en que mundaniza sus propósitos, se debilita el sentimiento religioso de los fieles. El influjo de la religión no pierde nada de su amplitud; al contrario, la piedad ocupa en la vida cotidiana más espacio que antes, pero se convierte en una rutina exterior y pierde su carácter estrictamente supramundano[7]. Sabemos que Rubens iba a misa todas las mañanas y que Bernini no sólo comulgaba dos veces por semana, sino que todos los años, siguiendo la recomendación de San Ignacio, se retiraba a la soledad de un claustro para dedicarse a los ejercicios espirituales. ¿Pero quién sostendrá que estos artistas poseyeran un pensamiento más auténticamente religioso que sus predecesores?
La afirmación vital que con el Barroco reprime la tendencia a huir del mundo es ante todo síntoma de la fatiga que se siente después de las largas guerras de religión y de la disposición a un compromiso que disuelve la intransigencia confesional de los tiempos tridentinos. La Iglesia abandona la lucha frente a las exigencias de la realidad histórica y procura acomodarse a ellas en lo posible. Se hace respecto de los fieles cada vez más tolerante, aunque a los “herejes” los persigue tan implacablemente como hasta entonces. En el propio campo permite todas las libertades posibles; no sólo tolera, sino que favorece la apertura frente al ambiente y consiente el disfrute de los intereses y alegrías de la vida profana. En casi todas partes se convierte en Iglesia nacional y en instrumento del Estado, con lo cual va unida desde el primer momento una amplia subordinación de los fines espirituales a los intereses del Estado. En la misma Roma las consideraciones religiosas tienen que ceder el paso a las políticas. Ya Sixto V hace concesiones a la sospechosa Francia para poner límites al predominio de la ortodoxa España, y bajo los posteriores Papas del Barroco la orientación mundana de la política de la Curia se hace aún más evidente.
A Roma le corresponde ahora representar brillantemente el papel no sólo de residencia del Papa, sino de capital de la Cristiandad católica. El carácter grandioso y pomposo del arte cortesano predomina también en el arte de la Iglesia. El Manierismo debía ser estricto, ascético, negador del mundo; el Barroco puede seguir una dirección más liberal y más gozadora de los sentidos. La lucha con el protestantismo ha cesado; la Iglesia católica ha renunciado a los países perdidos y se ha sentido más segura en los conservados. Comienza ahora en Roma un período de la más rica, voluptuosa y fastuosa producción artística. Esta época produce tal cantidad de iglesias y capillas, pinturas de bóveda e imágenes de altar, estatuas de santos y monumentos sepulcrales, relicarios y exvotos, como ninguna época anterior. Y no son en modo alguno sólo los géneros eclesiásticos del arte los que deben su esplendor al catolicismo restaurado. Los Papas construyen no sólo magníficas iglesias, sino también grandiosos palacios, villas y jardines. Y los cardenales nipoti, que cada vez adoptan en su modo de vida más estilo de príncipes reales, despliegan en sus construcciones un lujo casi igualmente ostentoso. El catolicismo representado por el Papa y el alto clero se hace cada vez más protocolario y cortesano, en oposición al protestantismo, que tiende más y más a lo burgués[8]. El escudo con abejas de los Barberini se ve por todas partes en la Roma barroca, lo mismo que se ve el águila de Napoleón en el París del Imperio. Pero los Barberini no forman en absoluto una excepción entre las familias papales. Además de ellos y de los igualmente famosos Farnese y Borghese, también los Ludovisi, Pamfili, Chigi y Rospigliosi pertenecen a los más celosos aficionados al arte de aquel tiempo.
Bajo Urbano VIII, el Papa Barberini, Roma se convirtió en la ciudad barroca que nosotros conocemos. Roma domina, por lo menos en la primera mitad de su pontificado, la vida artística entera de Italia y es el centro artístico de todo el Occidente. El arte barroco romano es internacional, como lo había sido el gótico francés; asimila todas las fuerzas existentes y reúne todos los esfuerzos artísticos vivientes en un estilo que en la Europa de entonces significa el único acorde con el tiempo. Hacia 1620 se ha impuesto en Roma el Barroco definitivamente. Los manieristas, ante todo Federico Zuccari y el Cavaliere d’Arpino, pintan todavía, pero su orientación está anticuada, y también Caravaggio y los Carracci se encuentran superados en la evolución estilística. Pietro da Cortona, Bernini y Rubens son los nombres que ahora tienen vigencia; ellos forman la transición a una evolución que ya no tiene su centro en Italia, sino en el oeste y norte de Europa. El arte de Cortona, maestro principal de la pintura al fresco de la plenitud del Barroco en Roma, tiene su continuación ya fuera de Italia, en el estilo decorativo, impetuoso, bullente y exuberante del intérieur francés. Ya Bernini tropieza en Francia, donde por lo demás es recibido como un príncipe, con una resistencia nacional, que impide la ejecución de su proyecto para el Louvre. El duque de Bouillon llama a París hacia mediados de siglo la capital del mundo[9], y Francia, en realidad, no sólo se convierte en la potencia dirigente de la política en Europa, sino que toma también la dirección en todas las cuestiones de la educación y del gusto. Con el retroceso de la influencia de la Curia y el empobrecimiento de Roma, el centro del arte se desplaza desde Italia al país donde encuentra su forma el tipo más progresivo de Estado de la época —la monarquía absoluta— y donde están a disposición de la producción artística los medios más abundantes.
La victoria del absolutismo fue en cierta medida una consecuencia de las guerras de religión. Francia estaba al fin del siglo XVI tan debilitada por la inacabable carnicería, las continuas hambres y epidemias, que se deseaba tener a toda costa paz y tranquilidad y se tenía nostalgia de una política de mano dura, o al menos se la aceptaba. Esta política se ejerció sobre todo frente a la antigua nobleza, siempre dispuesta a conspirar contra la Corona, y cuya resistencia había de ser deshecha si se quería gobernar sin molestias. Por el contrario, en la burguesía, que sólo prospera con paz interior y siempre está dispuesta a apoyar la “política de mano dura”, encontró el absolutismo un partidario entusiasta, que por otra parte el rey y el gobierno supieron apreciar. El ennoblecimiento de los miembros de la burguesía, que ya hacía tiempo había comenzado de nuevo, se hizo ahora aún más indiscriminadamente que nunca. El ascenso de personas no nobles a la clase nobiliaria era desde antaño el premio con que los príncipes solían pagar servicios especiales; pero desde el siglo XVI aumenta desmesuradamente el número de estos ennoblecimientos, después que en la Edad Media ya se había puesto algún coto a la extensión de esta práctica. Francisco I honra con el título de noble servicios no sólo militares, sino también civiles, y ya hace negocios con las cartas de nobleza. Poco a poco, con la investidura de ciertos cargos va unido el derecho a un título nobiliario, y en el siglo XVII hay ya cuatro mil cargos de Justicia, Hacienda y Administración cuyos poseedores pertenecen a la nobleza hereditaria[10]. De este modo, cada vez más burgueses hallan acceso a la clase nobiliaria, y la nobleza de nacimiento queda frente a ellos en minoría ya en el siglo XVII. Las antiguas familias nobles, en parte han sido exterminadas en las ininterrumpidas campañas, guerras civiles y rebeliones, en parte han sido arruinadas económicamente y vueltas ineptas para la vida. Para muchos, acomodarse en la corte, donde podían mendigar prebendas y pensiones, significaba la única posibilidad de vivir. Una gran parte de la antigua nobleza terrateniente seguía viviendo todavía en el campo, pero la mayoría de ella llevaba una existencia muy precaria. Los aristócratas empobrecidos no tenían ni medios ni vías para enriquecerse de nuevo, y el rey no quería ya concederles una función específica en el Estado[11]. Con el desarrollo del ejército permanente disminuyó su importancia militar. Los cargos públicos se ocupaban en su mayoría por elementos burgueses, y trabajar, esto es, ocuparse en la industria y en el comercio, lo consideraban impropio de su clase.
La relación del rey y del Estado absolutista con la nobleza es, sin embargo, complicada. Se persigue al noble rebelde, en modo alguno al noble como tal; éste, por el contrario, es considerado siempre como la médula de la nación. Sus privilegios, con excepción de los puramente políticos, se mantienen; en primer lugar, le son consentidos los derechos señoriales frente a los campesinos y conserva su plena inmunidad tributaria. El absolutismo no suprimió en modo alguno el antiguo orden social por estamentos; modificó, desde luego, la relación de las diversas clases con el rey, pero dejó sin cambiar su mutua relación[12]. El rey se siente siempre como perteneciente a la nobleza y se designa de buena gana como el primer gentilhombre del país. Compensa a la aristocracia de la pérdida de prestigio que sufre a consecuencia de los nuevos ennoblecimientos con la ampliación de la leyenda de su carácter de modelo moral e intelectual por todos los medios del arte y la literatura oficiales. La distancia entre la aristocracia y la plebe, por una parte, y la aristocracia de nacimiento y la otorgada, por otra, se amplía artificialmente y se siente con más fuerza que antes. Todo ello conduce a una nueva aristocratización de la sociedad y a un nuevo renacimiento de la vieja idea de la moral caballeresco-romántica. El verdadero noble es ahora el honnête homme, que pertenece a la nobleza de sangre y profesa los ideales de la caballería. Heroísmo y fidelidad, mesura y contención, generosidad y cortesía son las virtudes que ha de tener; corresponden a la presencia del mundo bello y armonioso en que el rey se presenta con su corte al público. Se obraba como si tales virtudes valieran realmente, y se desempeñan, muchas veces engañándose a sí mismo, los papeles de una nueva Tabla Redonda. De aquí la irrealidad de la vida en la corte, que no es más que un juego de sociedad, un teatro escenificado con cegadora brillantez. Fidelidad y heroísmo son los nombres que la propaganda poética da a la sumisión servil, si se trata de los intereses del Estado y de la voluntad del monarca. Cortesía significa la mayoría de las veces “poner a mal tiempo buena cara”, y generosidad es la actitud que hace olvidar a los señores que se han convertido en mendigos. Mesura y contención son sus únicas verdaderas virtudes que la vida nobiliaria y cortesana exige. El hombre distinguido y fuerte de alma no demuestra sus sentimientos y pasiones; se acomoda a la norma de su clase y no quiere conmover ni convencer, sino demostrar su importancia e imponer. Es impersonal, reservado, frío y duro; considera todo exhibicionismo, plebeyo; toda pasión, enfermiza, indigna de tomarse en cuenta y turbia. No abandonarse en presencia de otros, y ante todo en la presencia del rey; ésta es la regla fundamental de la moral cortesana. Uno no se confía, procura ser distinguido, y representa su clase con toda la perfección que puede. La etiqueta de la corte se rige por el mismo estilo en que están construidos los palacios del rey y diseñados sus jardines.
Pero como todos los fenómenos del Barroco francés, también la vida de la corte evoluciona desde una relativa libertad a una estricta reglamentación. La familiaridad en el trato entre el rey y su corte, que era todavía tan característica de la de Luis XIII, desaparece bajo su sucesor[13]. El antes impetuoso y arrogante noble se convierte en cortesano domesticado y bien educado. El cuadro polícromo y variado de antaño cede el paso a una monotonía general. Se borran las distinciones entre las diversas categorías de la nobleza cortesana, en la corte hay ahora cortesanos solamente, que en comparación con el rey son todos pequeños e insignificantes. “Les grands mentes y son petits”, dice La Bruyère. La cultura del Barroco se hace cada vez más una cultura autoritaria y cortesana. Lo que se entiende por bello, bueno, espiritual, elegante, distinguido, se orienta, por lo que en la corte es así estimado. También los salones pierden su significación originaria, y la corte se convierte para todas las cuestiones de gusto en foro inapelable. Allí obtiene ante todo el arte solemne y protocolario sus orientaciones, allí se forma aquella Grande Maniere que presta a la realidad un realzado carácter ideal, brillante y protocolario, que pasa a ser el modelo para el estilo del arte oficial en toda Europa. La corte francesa alcanza validez internacional para sus costumbres, su moda y su arte, a costa del carácter nacional de la cultura francesa. Los franceses se sienten, como antaño los romanos, ciudadanos del mundo, y nada es más significativo de su espíritu cosmopolita, como se ha observado, que en todas las tragedias de Racine no aparezca ni un solo francés.
Ver en el clasicismo de esta cultura cortesana el “estilo nacional” de los franceses es completamente falso. El clasicismo tiene en Italia una tradición tan larga y casi tan ininterrumpida como en Francia. Un Barroco sensualista, única y exclusivamente dirigido a la riqueza y encanto de los motivos, no lo hay en el siglo XVII en casi ninguna parte; más bien encontramos en todas partes donde se hallan impulsos barrocos también un clasicismo más o menos desarrollado. Pero con tan poca razón como de un Barroco unitario se puede hablar del Grand Siècle de los franceses como de una época unívoca en la historia del espíritu, de una época consecuente en sus objetivos artísticos. En realidad, una profunda grieta atraviesa el siglo y lo divide, con la inauguración del gobierno personal de Luis XIV, en dos fases estilísticas perfectamente separables[14]. Antes de 1661, esto, bajo Richelieu y Mazarino, domina todavía una tendencia relativamente liberal en la vida artística; los artistas no están aún bajo la tutela estatal, ni hay todavía una producción artística organizada por el gobierno, ni tienen validez reglas artísticas sancionadas por parte del Estado. El “gran siglo” no es en modo alguno idéntico con la época de Luis XIV, como todavía mucho tiempo después de Voltaire se seguía pensando. La obra de Corneille, de Descartes, de Pascal, ya estaba acabada antes de la muerte de Mazarino; a Poussin y Le Sueur nunca llegó Luis XIV a conocerlos de vista; Louis Le Nain muere en 1648; Vouet, en 1649. De los autores importantes del siglo sólo pueden considerarse representantes de la época de Luis XIV, Moliere. Racine, La Fontaine, Boileau. Bossuet y La Rochefoucauld. Pero cuando el rey se hace cargo personalmente del gobierno, La Rochefoucauld tiene ya cuarenta y ocho años; La Fontaine, cuarenta; Moliere, treinta y nueve, y Bossuet, treinta y cuatro; sólo Racine y Boileau están en una edad en que la evolución espiritual puede todavía ser influida desde fuera. La segunda mitad del siglo no es, en modo alguno, a pesar de sus importantes poetas, tan creadora como había sido la primera. Domina por todas partes, y en las artes figurativas más exclusivamente aún que en la poesía, el tipo general, en lugar de la personalidad artística peculiar. Las obras de arte aisladas pierden su autonomía y se incorporan al conjunto de un interior, de un palacio, de un castillo; en mayor o menor medida, son todas sólo partes de una decoración monumental. Al imperialismo político corresponde desde 1661 también un imperialismo intelectual. Ningún terreno de la vida pública queda exento de la intervención del Estado. Derecho, administración, economía, religión, literatura y arte: todo es regulado por el Estado. La vida artística tiene en Le Brun y Boileau sus legisladores; en las academias, sus tribunales; en la persona del rey y de Colbert, sus protectores. Arte y literatura pierden su conexión con la vida real, las tradiciones de la Edad Media y el espíritu de las clases más numerosas. El naturalismo es excomulgado, porque en lugar de la realidad se quiere ver en todas partes la imagen de un mundo arbitrariamente construido y forzosamente conservado, y la forma disfruta ya por eso de preferencia sobre el fondo, porque, como Retz dice, el velo nunca se levanta de ciertas cosas[15]. Moliere es el único que mantiene el contacto con la poesía popular de la Edad Media, pero también habla con desprecio del
“…fade goût des monuments gothiques,
Ces monstres odieux des siècles ignorants”[16].
La provincia, los centros regionales de cultura, pierden su importancia: la Cour et la Ville, la Corte y París, son los escenarios donde se desarrolla toda la vida espiritual de Francia. Todo esto lleva a la completa desvalorización de la individualidad, de la característica personal, de la libre iniciativa. El subjetivismo, que todavía dominaba en el período del Barroco en su plenitud, es decir, en el segundo tercio del siglo, cede el paso a una cultura autoritaria regulada uniformemente.
La teoría artística del clasicismo se rige, como todas las formas de vida y cultura de la época, y como, en primer lugar, el sistema económico mercantilista, por las finalidades del absolutismo. Se trata de la absoluta primacía de la concepción política frente a las restantes creaciones espirituales. Lo característico de las nuevas formas sociales y económicas es su tendencia antiindividualista, derivada de la idea absoluta del Estado. También el mercantilismo está orientado, a diferencia de las formas más antiguas de la economía de lucro, por el centralismo estatal, y no por las unidades individuales, y procura eliminar los centros regionales del comercio y de la industria, los municipios y las corporaciones, esto es, poner en lugar de las distintas autarquías la autonomía del Estado. Y lo mismo que los mercantilistas buscan aniquilar todo liberalismo y particularismo económico, los representantes del clasicismo oficial quieren poner fin a toda libertad artística, a todo intento de imponer un gusto personal, a todo subjetivismo en la elección de temas y formas. Exigen del arte validez general, esto es un lenguaje formal que no tenga en sí nada de arbitrario, raro y peculiar y corresponda a los ideales del clasicismo como estilo menos misterioso, más claro y racional. No se dan cuenta de cuán estrechamente limitada está su validez general y en qué pocos piensan cuando hablan de “todos” y de “cada uno”. Su universalismo es una comunidad de la minoría, de la minoría cual la ha formado el absolutismo. Apenas hay una regla o una exigencia de la estética clasicista que no esté orientada por las ideas de este absolutismo. El arte debe tener un carácter unitario, como el Estado; causar efecto, con una forma perfecta, como los movimientos de una formación de tropas: ser claro y correcto, como un reglamento, y estar sometido a reglas absolutas, como la vida de cada súbdito en el Estado. El artista, como cualquier otro súbdito, no debe estar abandonado a sí mismo, antes bien debe tener en la ley y en la regla una protección y una guía para no perderse en la selva de su propia fantasía.
La quintaesencia de la forma clásica es la disciplina, la limitación, el principio de concentración e integración. En nada se expresa este principio de modo más característico que en las “unidades” dramáticas, cuya validez para el clasicismo francés se hizo tan obvia que, después de 1660, a lo sumo se formularon diferentemente, pero en modo alguno se volvieron a poner en cuestión[17]. Para los griegos la limitación temporal y espacial del drama resultaba de las premisas técnicas de la escena; podían por ello tratarla tan elásticamente como consentían las posibilidades del teatro de entonces. Mas para los franceses la doctrina de las unidades estaba dirigida también contra el modo de composición medieval, desmesurado, sin economía, que amontonaba infinitamente episodios. Con ella no sólo reconocían su filiación de los antiguos, sino que a la vez se liberaban de la “barbarie”. El Barroco significó también en este aspecto la disolución definitiva de la tradición cultural medieval. Pues sólo entonces, después que con el Manierismo había fracasado el último intento de renovar aquélla, termina efectivamente la Edad Media. La nobleza feudal ha perdido en cuanto clase guerrera toda importancia en el Estado; las comunidades políticas populares se han transformado en. Estados nacionales absolutos, esto es, modernos; la Cristiandad unida se ha dividido en iglesias y sectas; la filosofía se ha hecho independiente de la metafísica orientada religiosamente y ha tomado la forma de “sistema natural de las ciencias”: el arte, finalmente, ha superado el objetivismo medieval y se ha vuelto expresión de vivencias subjetivas. El rasgo antinatural, forzado y a menudo agarrotado, que distingue el moderno clasicismo del de la Antigüedad y el Renacimiento, procede de que ese mismo afán de tipicidad, impersonalidad, validez general, tiene que imponerse en adelante sobre la subjetividad del artista. Todas las leyes y reglas de la estética clasicista recuerdan los artículos de un código penal; corresponde a la fuerza policíaca de las Academias procurarles validez. La constricción bajo la que se encuentra la vida artística en Francia se expresa de la manera más inmediata en estas Academias. La concentración de todas las fuerzas disponibles, la opresión de todo afán personal, la superlativa magnificación de la idea del Estado personificada en el rey: tales son los temas que les son encomendados. El gobierno desea romper las relaciones personales de los artistas con el público y ponerlas en directa dependencia del Estado. Quiere terminar, tanto con el mecenazgo privado, como con el apoyo a los intereses y afanes privados de los artistas y escritores. Artistas y poetas deben en adelante servir sólo al Estado[18] y las Academias deben educarlos y mantenerlos para tal servicio.
La Académie Royale de Peinture et Sculpture, que comienza su actividad en el año 1648 como asociación libre de miembros de derechos iguales y que tenían entrada en número ilimitado, se convierte desde 1655, en que obtiene una subvención real, y especialmente desde 1664, cuando Colbert se convierte en el surintendent des bâtiments, es decir, algo así como el ministro de bellas artes, y Le Brun en el premier peintre du Roi, en una institución estatal con una administración burocrática y una presidencia estrictamente autoritaria. Para Colbert, que de este modo pone a la Academia en la inmediata dependencia del rey, el arte no es más que un medio del gobierno del Estado, con la función especial de realzar el prestigio del monarca: por una parte, con la formación de un nuevo mito del rey; por otra, aumentando la magnificencia que la corte ha de desplegar como marco del señorío real. Ni el rey ni Colbert tienen verdadera inteligencia del arte ni amor auténtico por él. El rey es incapaz de pensar en el arte de otro modo que en relación con su propia persona. “Yo os confío lo más precioso de la tierra —dice una vez en un discurso a los miembros directivos de su Academia—: mi gloria.” Hace que su historiógrafo Racine, Le Brun y Van Meulen, sus pintores de historia y batallas vayan a los escenarios de sus campañas, donde él mismo les guía en el campamento, les explica los detalles técnicos militares y se ocupa de la seguridad personal de ellos. Pero de la significación artística de sus favoritos no tiene la menor idea. Cuando Boileau observa una vez que Moliere es el más grande artista del siglo, responde el rey asombrado: “Pero eso no lo sabía yo”.
La Academia dispone de todas las prebendas con las que únicamente puede contar un artista, y de todos los medios de poder que son adecuados para intimidarle. Regala los puestos oficiales, los encargos públicos y los títulos; posee el monopolio de la enseñanza y tiene la posibilidad de vigilar el desarrollo de un artista desde sus primeros comienzos hasta su actividad definitiva; concede los premios, en primer lugar el premio de Roma, y las pensiones; de ella depende la concesión de permiso para hacer exposiciones o concursos; las opiniones artísticas que ella representa tienen un prestigio particular a los ojos del público y aseguran por anticipado al pintor que se rige por ellas una posición privilegiada. La Academia de Bellas Artes se dedicó ya desde su fundación a la educación artística, pero el privilegio de esta enseñanza sólo lo disfruta desde la reforma de Colbert; desde entonces no se permite a ningún pintor fuera de la Academia dar enseñanza pública y hacer dibujar del modelo. En 1666 funda Colbert la Académie de Rome, y diez años más tarde la incorpora a la Academia de París, a la vez que hace a Le Brun director de la fundación romana. Los artistas son desde ese momento puras criaturas del sistema educativo estatal: no pueden ya escapar al influjo de Le Brun. Están bajo su inspección en la Academia de París, tienen que guiarse por las directivas de él en Roma, y si allí pasan el examen, su empleo en el Estado bajo Le Brun se presupone que es lo mejor que pueden esperar.
Al sistema que asegura al estilo de la corte, con sus reglas y limitaciones, un predominio absoluto, corresponde, además del monopolio de la educación artística, la organización estatal de la producción de arte. Colbert hace del rey el único cliente de arte del país, y por medio de él desplaza a la aristocracia y la alta finanza del mercado artístico. La actividad arquitectónica del rey en Versalles, en el Louvre, en los Inválidos, en la iglesia de Val-de-Grâce, absorbe, puede decirse, todas las fuerzas disponibles. La aparición de constructores como Richelieu o Fouquet sería ahora ya técnicamente imposible. A la manera como había hecho de la Academia lugar de concentración de la educación artística, organiza Colbert también la manufactura de tapices adquirida en 1662 a la familia Gobelin y la convierte en marco de toda la producción artística del país. Une para el trabajo común a arquitectos y decoradores, pintores y escultores, tapiceros y mueblistas de arte, sederos y tejedores de paños, broncistas y orfebres, ceramistas y artífices del vidrio. Bajo Le Brun, que en 1663 toma también la dirección, desarrolla la Manufacture des Gobelins una actividad enorme. Todos los objetos de arte y decoración para los palacios y jardines reales se realizan en sus talleres. Allí hace Colbert ejecutar las obras de arte destinadas a la exportación, y el rey, las que se dedicaban a las otras cortes y a las altas personalidades extranjeras. Todo lo que sale de la real manufactura es intachable en el gusto, técnicamente perfecto, creación de una cultura artesana sin precedentes. La unión de la tradición creadora de la Baja Edad Media con lo que se había aprendido de los italianos origina realizaciones de artes menores que nunca han sido superadas en su género, y que si bien no muestran creaciones individuales únicas, tienen un nivel de calidad más igualado. Por otra parte, las obras de la pintura y de la escultura tienen igualmente un carácter de arte industrial. También los pintores y escultores realizan decoraciones, repiten y hacen variaciones sobre tipos fijos, y tratan el marco decorativo con el mismo cuidado que la propia obra de arte, si es que sienten en absoluto el límite entre la obra de arte y su marco. El trabajo mecanizado y como de fábrica de la manufactura lleva a una standardización de la producción tanto en las artes aplicadas como en las puras[19]. La técnica de la nueva producción de mercancías hace posible el descubrimiento de valores de belleza en la masa, y subestimar el valor de la unicidad, de la forma individual incambiable. La circunstancia, sin embargo, de que esta tendencia no se mantuviera junto al progreso técnico, y que épocas posteriores volvieran en su apreciación de lo individual a la concepción artística anterior —al estilo renacentista—, demuestra que el carácter impersonal del estilo Luis XIV no depende sólo de las premisas técnicas de la manufactura, sino que también influyen otros motivos. La manufactura es, por otro lado, más antigua que la mentalidad mecanicista del siglo XVII y la voluntad artística impersonal que a aquélla correspondía[20].
Casi todo lo que se fabrica en los Gobelinos se halla bajo la personal vigilancia de Le Brun. El mismo dibuja gran parte de los proyectos; otros se hacen según sus indicaciones y se realizan bajo su inspección. El “arte de Versalles” adquiere allí su figura y es en esencia creación de Le Brun. Colbert sabía muy bien a quién tomaba como hombre de confianza: Le Brun dirigía las instituciones a él subordinadas según principios doctrinarios y totalitarios, conforme al espíritu de su señor. Era un dogmático y un amigo de la verdad indiscutible, y, además, hombre de mucha experiencia y digno de confianza en todas las cuestiones de técnica artística. Siguió siendo durante veinte años el dictador artístico de Francia y como tal fue propiamente el creador del “academicismo”, al que el arte francés debió su fama universal. Colbert y Le Brun eran naturalezas pedantescas, que no sólo seguían la doctrina, sino que la querían ver fijada con todas sus letras. En el año 1664 se introdujo en la Academia celebrar las famosas conférences, que se mantuvieron durante diez años. Entonces el punto de partida de estas conferencias académicas lo formaba el análisis de un cuadro o de una escultura, y, como resultado, el conferenciante resumía su juicio sobre la obra criticada en una tesis en forma doctrinal. Después seguía una discusión con el fin de llegar a la formulación de una regla de valor general, lo cual muchas veces sólo se conseguía por medio de una votación o por la decisión de un árbitro. Colbert deseaba que los resultados de estas conferencias y discusiones, que él llamaba précepts positifs, fueran “registrados”, lo mismo que las decisiones de un jurado, para de este modo tener una colección fijada y consultable de principios estéticos definitivos. Y así resultó realmente un canon de valores artísticos que nunca ha sido formulado con mayor claridad y precisión. En Italia, por el contrario, conservó la doctrina académica un cierto liberalismo; en modo alguno tenía la intransigencia que la caracterizaba en Francia. Esta diferencia se ha explicado diciendo que la teoría del arte en Italia había surgido de la práctica artística local, unitaria en sus líneas generales, mientras que a Francia había llegado con el arte italiano y como género de importación destinado a las clases más elevadas, y, en cuanto tal, se encontraba desde el primer momento en oposición tanto a la tradición artística medieval como a la popular[21]. Pero también en Francia era todavía a mediados del siglo mucho más liberal que después. Félibien, el amigo de Poussin y autor de los Entretiens sur la vie el les ouvrages des plus excelents peintres (1666), reconoce todavía la importancia de artistas como Rubens y Rembrandt, pero subraya aún que no hay nada en la naturaleza que no pueda presentarse bella y artísticamente, y habla todavía contra la imitación servil de los grandes maestros. Los más importantes elementos de la teoría artística académica se hallan también en él, desde luego; así, en primer lugar, la tesis de la corrección de la naturaleza por el arte y de la primacía del dibujo sobre el color[22]. La doctrina propiamente dicha clasicista llega a formularse sólo hacia los años sesenta por Le Brun y sus partidarios. Entonces se constituye por primera vez el canon de belleza académico con sus modelos situados por encima de toda crítica —los antiguos, Rafael, los boloñeses y Poussin— y sólo desde entonces comienza a valer en la representación de los temas históricos y bíblicos la absoluta preocupación por la gloria del rey y el prestigio de la corte. La oposición contra esta doctrina académica y la práctica artística a ella correspondiente se hace sentir muy pronto a pesar de los premios que se ofrecían al que la siguiese. Ya en los tiempos de Le Brun hay una cierta tensión entre el arte oficial, que es el producto de un meditado programa cultural, y el espontáneo ejercicio del arte, tanto dentro como fuera del círculo académico. Excepto Le Brun mismo, no hubo nunca un artista cuyo modo de expresión fuese perfectamente ortodoxo; desde 1680 el gusto artístico en general se vuelve ya abiertamente contra los dictados de Le Brun.
La tirantez entre la concepción artística de los círculos oficiales, tanto de la Iglesia como de la corte, y el gusto de los artistas y aficionados que no se preocupaban de aquélla no es un rasgo específico de la vida artística francesa, sino más bien un fenómeno que distingue a todo el Barroco. En Francia lo que ocurre es que se vuelve más aguda la antítesis, que ya se había expresado en la posición adoptada por los distintos grupos de público frente a Caravaggio. Pues aunque ya antes podía suceder que un artista bien dotado o una corriente artística no correspondiera a uno u otro de su clientes eclesiásticos o mundanos, antes de la época del Barroco no podía hacerse una distinción de principio entre un arte oficial y un arte para el público. Ahora sucede por primera vez que las tendencias progresistas tienen que luchar no sólo con la lentitud del proceso de evolución, sino también contra los convencionalismos protegidos por el aparato de fuerza del Estado y de la Iglesia. El conflicto, típicamente moderno y bien conocido para nosotros, entre los factores conservadores y los factores progresistas de la vida artística, que no resulta sólo de la diferencia entre las orientaciones del gusto, sino que se juega ante todo como una lucha de poder, y precisamente en la que todos los privilegios y oportunidades están de parte del conservadurismo y todas las desventajas y peligros de parte del progreso, fue desconocido antes del Barroco. Había naturalmente antes ya, junto a las gentes entendidas en arte, otras que no tenían sentido ni interés artístico; pero ahora, dentro del mismo público del arte, hay dos partidos, uno enemigo del progreso y las innovaciones, y otro liberal, abierto por anticipado a todos los nuevos esfuerzos. El antagonismo de estos dos partidos, la oposición entre un arte académico y otro no oficial y libre, la lucha entre una teoría artística abstracta y programática y otra viviente que se desarrolla con la práctica, presta precisamente al Barroco y al período artístico siguiente su carácter peculiar y moderno. La lucha de los Poussinistes y de los Rubénistes entre sí, la antítesis entre la tendencia clásica y lineal y la sensualista y pictórica, que termina con la victoria final de los coloristas sobre Le Brun y sus partidarios, eran sólo un síntoma de la general tensión. La elección entre dibujo y color era más que una cuestión técnica; la decisión en favor del colorido significaba tomar posición contra el espíritu del absolutismo, de la rígida autoridad y de la reglamentación racional de la vida; era un síntoma del nuevo sensualismo y condujo finalmente a fenómenos como Watteau y Chardin.
La oposición de los años setenta contra el academicismo de Le Brun preparó esta nueva evolución artística en más de un aspecto[23]. Entonces se formó por primera vez un círculo de amigos del arte que no sólo constaba de especialistas, esto es, artistas, mecenas y coleccionistas, sino también de profanos que se permitían tener opinión propia. Hasta entonces concedía exclusivamente la Academia el derecho a opinar en cuestiones artísticas, y se lo concedía sólo gentes del oficio. Ahora se discutió la misma autoridad de la Academia. Roger de Piles, el teórico de la generación siguiente a Félibien, se declaró a favor de los derechos del público lego, precisamente fundamentándolo en que también el gusto ingenuo y sin prejuicios tiene sus derechos, y en que el sano sentido común puede tener razón contra las reglas del arte, y la visión natural y sencilla contra el juicio artístico de los especialistas. Esta primera victoria del público lego halla su explicación, en parte, en que los encargos que Luis XIV hacía confiar a los artistas se hicieron cada vez más escasos hacia el fin de su gobierno y la Academia estaba obligada en mayor o menor grado a dirigirse al amplio público para compensar la falta de la subvención[24]. La conclusión lógica de las premisas de de Piles las sacó en todo caso el siglo siguiente; Du Bos fue el primero en subrayar que el arte no quiere “instruir”, sino “conmover”, y que la conducta adecuada frente a él no es la actitud de la razón, sino la del “sentimiento”. El siglo XVIII se atrevió a señalar la superioridad del profano sobre el especialista y a expresar la idea de que el sentimiento de las gentes que se ocupan de la misma cosa se embota necesariamente, mientras que el sentimiento del aficionado y del profano se mantiene fresco y sin prejuicios.
La composición del público artístico no cambió de un día a otro. Incluso la comprensión ingenua y nada profesional, y aun el puro interés por las obras de arte, tenían premisas culturales que en la Francia del siglo XVII no deben de haber estado al alcance de muchos. El público artístico crecía, empero, de día en día en extensión, abarcaba elementos cada vez más diversos y formaba ya al fin del siglo un grupo social que, con mucho, no estaba tan unitariamente compuesto ni era fácil de manejar como el público cortesano de la época de Le Brun. Con esto no queremos decir que el público del arte clasicista fuera completamente homogéneo y se limitara exclusivamente a los círculos cortesanos. La severidad arcaica, la tipicidad impersonal, el mantenimiento de los convencionalismos, eran desde luego rasgos que correspondían especialmente al sentido aristocrático de la vida —pues para una clase que funda sus privilegios en la Antigüedad, la sangre y la actitud, el pasado es más real que el presente; el grupo, más sustancial que el individuo; la mesura y educación, más apreciables que el temperamento y el sentimiento—; pero en el racionalismo del arte clasicista se expresaba, tan característicamente como la de la nobleza, la mentalidad de la burguesía. Este racionalismo arraigaba en la mentalidad de la burguesía incluso más profundamente que en la de la nobleza, que había tomado precisamente de la burguesía la concepción racionalista de la vida. El burgués codicioso de lucro había comenzado a orientarse según un plan de vida racionalista antes que el aristócrata, tan orgulloso de sus privilegios. Y el público burgués encontró más pronto agrado en la claridad, simplicidad y concisión del arte clasicista que los círculos nobiliarios. Estos se hallaban todavía bajo el influjo del gusto artístico novelesco, retumbante, caprichoso y extravagante de otro país, cuando la burguesía sabía entusiasmarse por la lucidez y regularidad de Poussin. En todo caso las obras del maestro, que fueron creadas casi todas todavía en la época de Richelieu y Mazarino, fueron compradas generalmente por miembros de la burguesía, por empleados, comerciantes y financieros[25]. Poussin, como se sabe, no aceptó ningún encargo de grandes pinturas decorativas; toda su vida siguió ateniéndose al formato pequeño y al estilo sin pretensiones; encargos eclesiásticos los aceptó sólo raras veces; no percibía ninguna conexión entre el estilo clasicista y los fines oficiales del arte *[26].
La Corte pasó poco a poco del barroco sensualista al clasicista, lo mismo que la aristocracia, a pesar de su repugnancia contra todos los cálculos, se apropió el racionalismo económico de la burguesía. Uno y otro, tanto el clasicismo como el racionalismo, correspondían a la tendencia progresista de la evolución; más pronto o más tarde fueron aceptados por todos los estratos de la sociedad. Es verdad que los círculos cortesanos seguían con el clasicismo una orientación del gusto primitivamente burguesa, pero transformaron su simplicidad en gravedad, su economía de medios en contención y dominio de sí, su claridad y regularidad en los principios de rigorismo y de intransigencia. Desde luego, fueron sólo las clases más altas de la burguesía las que encontraron satisfacción en el arte clasicista, y aun estas mismas no lo hicieron de modo exclusivo. El principio racional de orden del clasicismo correspondía, es verdad, a su modo de pensar realista; pero, con todo, y pese a su mentalidad eminentemente práctica, las clases altas estaban más abiertas a efectos naturalistas. Le Sueur y los Le Nain son, a pesar de Poussin, los pintores burgueses por excelencia[27]. Mas tampoco el naturalismo se quedó en posesión exclusiva de la burguesía. Pasó a ser, como el racionalismo, un arma espiritual imprescindible para todos los estratos de la sociedad en la lucha por la vida. No sólo el éxito en los negocios, sino también el triunfo en la corte y en los salones presuponía agudeza psicológica y conocimiento sutil de los hombres. Y si bien el primer impulso para la formación de aquella antropología con la que comienza la historia de la psicología moderna lo habían dado la ascensión de la burguesía y el comienzo del capitalismo moderno, el verdadero origen de nuestro análisis psicológico hay que buscarlo en las cortes y en los salones del siglo XVII. La psicología renacentista, orientada al principio de manera puramente científica, es decir, como ciencia natural, adquiere ya en los escritos autobiográficos de Cellini, Cardano y Montaigne, pero sobre todo en los retratos y análisis históricos de Maquiavelo, un sello práctico de filosofía de la vida y de autoeducación. La psicología despiadada de Maquiavelo contiene ya el germen de toda la literatura psicológica posterior; su concepción del egoísmo y de la hipocresía sirve a todo el siglo XVII de clave para comprender los motivos ocultos de las pasiones y acciones humanas. El método de Maquiavelo debía, desde luego, experimentar un largo desarrollo en la corte y en los salones de París antes de que pudiera convertirse en instrumento de un La Rochefoucauld. Las observaciones y fórmulas de las Maximes son inimaginables sin el arte de vida y la cultura de sociedad de esta corte y de estos salones. La mutua observación de los miembros de estos círculos en la convivencia diaria, su espíritu crítico, que aguzan unos contra otros, el culto de los bon mots y de las médisances, que es su pasatiempo, la competencia intelectual que se desarrolla entre ellos, su afán de expresar un pensamiento del modo más sorprendente, refinado y agudo posible, el autoanálisis de una sociedad que hace de sí misma problema y objeto de meditación continuo, el análisis de las sensaciones y pasiones, que se practica como una especie de juego de sociedad: todo esto es el supuesto previo de las cuestiones características y de las típicas respuestas de La Rochefoucauld. En este ambiente halló no sólo la primera incitación a sus ideas, sino que éstas fueron sometidas a la prueba de su eficacia.
Al savoir-vivre cortesano y al ambiente social de los salones hay que añadir, como fuente principal de la nueva psicología, el pesimismo de la nobleza, desengañada y vaciada de contenido en su existencia. Madame de Sévigné dice una vez que tiene con madame de Lafayette y La Rochefoucauld a menudo tan tristes conversaciones que harían todos muy bien en hacerse enterrar en seguida. Los tres pertenecen a aquella aristocracia fatigada y expulsada de la vida activa que, a pesar de su falta de éxito, persiste en sus prejuicios sociales, y son, como Retz y Saint-Simon, nobles aficionados, para quienes la alta sociedad, la que inmediatamente expresa la clase y el rango, tiene mucha más realidad que para los escritores burgueses, que se sienten ante todo individuos. No es ninguna imagen ventajosa la que trazan del ser humano, y, sin embargo, es justo, como se ha observado, que el individuo, considerado por los ojos de ellos, no tenga ya nada en sí de misterioso y terrible, ya no es “espantoso enigma”, “monstre incompréhensible”, como todavía en Pascal y hasta en Corneille, sino que “desnudo de todo carácter extraordinario logra unas dimensiones medias, manejables, ratables”[28]. De sus pecados, sus delitos contra Dios, contra sí mismo y contra sus semejantes como hermanos y sangre de su sangre no se habla ya; todos los impulsos psicológicos y rasgos de carácter, todas las virtudes y vicios se miden sólo con el patrón de la sociabilidad.
Los salones tuvieron su época de florecimiento en la primera mitad del siglo, en un momento en que la corte no era aún el centro cultural del país y se trataba todavía de crear un verdadero público para el arte y un ambiente capaz de juzgar, que, a falta de una crítica profesional, tenía que decidir sobre la calidad de las obras de arte. Los salones pasaron de esta manera a ser pequeñas academias no oficiales, en las que se creaba la gloria y la moda literaria, y que, a consecuencia de su apertura hacia afuera y su libertad dentro, eran adecuadas para crear entre los productores y los consumidores de arte un vínculo mucho más inmediato que más tarde la Corte y las academias verdaderas. La significación educadora y civilizadora del salón es incalculable, pero la producción literaria por ellos traída a la vida es de poca importancia. Ni siquiera del Hotel de Rambouillet, el primero y más importante de todos los salones, surgió un solo gran talento[29]. Las Guirlande de Julie, compuesta para una hija de la marquesa, prototipo de todos los álbumes de jovencita, es el producto más representativo de la literatura del círculo. El mismo estilo “preciosista” sólo con limitaciones puede considerarse creación de los salones; propiamente es la variante francesa y la continuación del marinismo, gongorismo, eufuismo y demás artes deformadoras del Manierismo. Se trata del modo de expresarse y entenderse gentes que se ven a menudo y que se apropian una jerga especial, un lenguaje secreto, cuyas más ligeras insinuaciones ellos comprenden en seguida, pero que a los otros les resulta ingrato y aun hermético, y aumentar esa peculiaridad y secreto es la ocupación favorita de los iniciados. Con este lenguaje artificioso y de grupo estuvo ya emparentado —si no se quiere retroceder hasta los alejandrinos— el “estilo oscuro” de los trovadores, que también era en primer lugar un medio de distanciarse socialmente y buscaba como señal de distinción lo desacostumbrado, innatural y difícil. Pero el preciosismo, como con razón se ha señalado, no era únicamente el desvarío de moda de un círculo reducido; hablaban en estilo preciosista no sólo unas docenas de damas elegantes y altaneras y un grupo de poetas nulos o mediocres; toda la intelectualidad francesa del siglo XVII era más o menos preciosista, hasta el severo Corneille y el burgués Moliere. Los héroes y heroínas de la escena no olvidaban su buena educación ni aun en el estado de mayor excitación y se trataban entre sí de monsieur y madame. Seguían siendo corteses y galantes en todas las circunstancias; pero esta galantería era sólo una forma, y de ella no se pueden sacar conclusiones sobre la sinceridad de sus sentimientos; expresaba, como toda forma y todo lenguaje, lo auténtico y lo no auténtico con el mismo vocabulario[30].
Los salones contribuyeron a la formación de un público artístico también porque reunieron en su círculo a los entendidos y aficionados al arte de los más diversos estratos. Se encontraban los miembros de la nobleza de sangre, que naturalmente siempre estaban en mayoría, con los de la nobleza de funcionarios y la burguesía —especialmente la alta finanza—, que ya desempeñaban un papel en el mundo del arte y la literatura[31]. La nobleza aportaba todavía los oficiales del ejército, los gobernadores de las provincias, los diplomáticos, los funcionarios de la corte y los altos dignatarios eclesiásticos; la burguesía, por el contrario, poseía no sólo los altos puestos en los tribunales de justicia y en la administración de la hacienda, sino que comenzaba a competir con la nobleza en la vida cultural. Los empresarios no tenían en Francia la consideración de que disfrutaban en Italia, Alemania o Inglaterra. Posición social elevada sólo podían adquirirla con una cultura alta y un estilo exquisito de vida. Por eso en ninguna parte fueron tan celosos los hijos de esta clase por abandonar la vida del negocio y convertirse en rentistas dedicados al bel esprit. Los escritores principales, que en tiempo del Renacimiento procedían en Francia todavía sobre todo de la nobleza, en el siglo XVII pertenecen ya en su mayor parte a la burguesía. Junto a los relativamente pocos aristócratas y príncipes de la Iglesia que desempeñan en este momento un papel en la literatura francesa, como el duque de La Rochefoucauld, la marquesa de Sévigné y el cardenal de Retz, son, limitándonos a los más importantes, Racine, Moliere, Lafontaine y Boileau, burgueses sin distinción y escritores profesionales.
La posición social de Moliere y sus relaciones con las distintas clases sociales son muy significativas de la situación de la época. Por su origen, su carácter intelectual y los rasgos de su arte es completamente burgués. Debe sus primeros grandes éxitos y su comprensión de las exigencias del teatro a su contacto con la gran masa. Durante mucho tiempo de su vida es un espíritu crítico y a menudo plebeyamente irrespetuoso, que sabe ver lo ridículo y grosero en el labrador astuto, en el comerciante mezquino, en el vanidoso burgués, en el áspero hidalgo y en el conde estúpido, con la misma agudeza, y lo representa con idéntico descaro. Se guarda, por lo demás, de atacar la institución de la monarquía, el prestigio de la Iglesia, los privilegios de la nobleza, la idea de jerarquía social, y aun un solo duque o marqués. A este cuidado debe el favor del rey, que le protege contra los ataques de la corte una y otra vez. Se podría pensar en designar a Moliere como un poeta que, si bien no reniega de su origen, piensa de manera conservadora en lo esencial, y se ha convertido, por razones de oportunismo, en sostén del orden social existente; pero haría falta que fuera sencillo distinguir en el arte a un conservador de un revolucionario. En modo alguno se podrá poner a Moliere en la misma categoría que Aristófanes, si bien en más de un aspecto fue más servil que éste. Habrá más bien que contarlo entre aquellos poetas que, con todo su conservadurismo subjetivo, desenmascarando la realidad social, o por lo menos una parte de esta realidad, se convirtieron en campeones del progreso. El Fígaro de Beaumarchais no habrá de ser considerado como el primer mensajero de la revolución, sino sólo como el sucesor de los criados y camareras de Molière.
EL BARROCO PROTESTANTE Y BURGUÉS
El dominio de España en Flandes y su aceptación por la aristocracia del país crearon unas circunstancias que en muchos aspectos eran semejantes a las de la Francia contemporánea. También la aristocracia fue puesta en completa dependencia del poder del Estado y transformada en una dócil nobleza cortesana; también el ennoblecimiento de la burguesía y su inclinación a dejar la vida activa de los negocios en cuanto podía era un rasgo predominante de la evolución social[32]; también la Iglesia adquirió una posición sin competencia, aunque siempre a costa de convertirse, como en Francia, en un instrumento del Gobierno; también la cultura de las clases dominantes adoptó un carácter completamente cortesano y perdió poco a poco todo contacto, no sólo con las tradiciones populares, sino igualmente con el espíritu de la corte borgoñona, influido todavía en mayor o menor grado por el espíritu burgués. El arte especialmente tuvo aquí un sello en conjunto oficial, sólo que, a diferencia del barroco francés, estaba influido por la religión, lo cual se explica por el influjo español. No había en Flandes tampoco, a diferencia de lo que ocurría en Francia, una producción artística organizada por el Estado y absorbida totalmente por la Corte; y no sólo porque la Corte archiducal no estuviera en condiciones de financiarla, sino también porque tal reglamentación de la vida artística no se hubiera podido cohonestar con el modo conciliador con que los Habsburgo querían gobernar en Flandes. También la Iglesia, con mucho el más importante cliente artístico del país, se conformaba con prescribir al arte una dirección católica en general, pero sin imponerle ninguna otra coerción especial que afectase al tono general o a los temas particulares de las obras. El catolicismo restaurado concedió al artista más libertad que en otras partes, y a este liberalismo hay que atribuir que el arte barroco flamenco tuviera un carácter más libre y agradable que el arte cortesano en Francia, y que estuviera lleno de un espíritu todavía más libre de prejuicios y más gozador del mundo que el arte eclesiástico en Roma. Si es verdad que todas estas circunstancias no explican el genio artístico de un Rubens, al menos permiten comprender que éste hallara en el ambiente cortesano y eclesiástico de Flandes la forma apropiada de su arte.
En ninguna parte, excepto en los países del sur de Alemania, tuvo tanto éxito la Iglesia católica restaurada como en Flandes[33], y nunca fue la alianza entre el Estado y la Iglesia tan íntima como bajo Alberto e Isabel, es decir, en el momento de esplendor del arte flamenco. La idea católica se unió de manera tan natural con la monarquía, como el protestantismo del norte se identificó con la república. El catolicismo derivaba de Dios la soberanía de los príncipes, de acuerdo con el principio de la representación de los fieles por el estado eclesiástico; por el contrario, el protestantismo, con su doctrina de la filiación inmediata respecto de Dios, era esencialmente antiautoritario. La elección de confesión se acomodaba, empero, muchas veces a la actitud política. Inmediatamente después de la escisión, los católicos eran todavía en el Norte casi tan numerosos como los protestantes, y sólo más tarde se pasaron al campo protestante. El antagonismo religioso entre los Estados del sur y del norte no fue, por consiguiente, en modo alguno la razón específica de la antítesis cultural entre ambos territorios; tampoco puede derivarse esta oposición del carácter racial de los habitantes; en realidad tiene razones económicas y sociales. Estas explican también la fundamental diferencia de estilo dentro del arte de los Países Bajos. En ningún capítulo de la historia del arte es más concluyente el análisis sociológico que en éste, precisamente donde dos direcciones artísticas tan esencialmente diferentes como el barroco flamenco y el holandés surgen, en coincidencia temporal casi perfecta, en estrecho contacto geográfico y, excepto por lo que hace a la situación económica y social, en condiciones completamente análogas. Esta separación de estilos, cuyo análisis permite descartar todos los factores de realidad no sociológicos, puede precisamente considerase como ejemplo típico de la sociología del arte.
Felipe II, en cuya época ocurrió la bifurcación de la cultura de los Países Bajos, era un príncipe progresista, que quería introducir los logros del absolutismo, el sistema del Estado centralizado y un racional orden en la administración financiera también en Holanda[34]. Todo el país se levantó en contra; el Norte con éxito, el Sur sin él. Las provincias meridionales “católicas” se opusieron contra los nuevos sacrificios de dinero que la administración centralizada exigía de los burgueses tan violentamente como el Norte “protestante”. La oposición cultural entre las dos zonas no se manifestaba aún antes de la lucha contra España, sino que se desarrolló sólo como consecuencia de la diversa fortuna con que fue llevada y como reflejo de las diferencias sociales que resultaron, después del final de la lucha, en el Sur y en el Norte. La burguesía se portó frente a España al principio por todas partes lo mismo. Y era esta clase social de espíritu gremial y anticentralista la que pensaba y sentía de modo conservador, no el monarca, criado en el círculo de ideas de la razón de Estado y del mercantilismo. Los burgueses querían ante todo conservar la autonomía de sus ciudades y los privilegios a ellas unidos, y sobre ello estaban de acuerdo en todo el país. La historia de los holandeses protestantes y republicanos que se sublevan contra el déspota católico respaldado por la Inquisición implacable y la soldadesca desvergonzada no es más que una pura leyenda. Los holandeses no se levantaron contra España porque fueran protestantes, si bien el individualismo de la fe protestante aumentó quizá el ímpetu de su movimiento[35]. El catolicismo en sí era en tan escasa medida reaccionario como era revolucionario el protestantismo[36], si bien un calvinista se rebela contra su rey con la conciencia más tranquila que un católico. Pero sea de ello lo que quiera, la sublevación de los Países Bajos fue una revolución de conservadores[37]. Las provincias del norte victoriosas defendían conceptos de libertad medievales y una autonomía regional anticuada. El hecho de que pudieran resistir durante algún tiempo muestra quizá, según se ha observado, que el absolutismo no era la única forma de Estado que correspondiera a las exigencias de la época; pero la breve duración de su éxito demostró al cabo lo insostenible de una forma de Estado federal en la época de los Estados centralizados.
Las provincias libres del norte formaron un Estado de ciudades, pero en un sentido completamente distinto al de las provincias del sur, que en realidad tenían tantas y tan grandes ciudades como el Norte, pero donde la función de las urbes cambió fundamentalmente después de la pérdida de la autonomía local. En el Sur, después del aplastamiento de la rebelión, ya no fue la burguesía ciudadana el elemento social predominante, como en Holanda, sino el estrato superior aristocrático o aristocratizante, que se orientaba hacia la Corte. La dominación extranjera condujo en el Sur a la victoria de la cultura cortesana sobre la cultura ciudadana y burguesa, mientras que la liberación nacional en el Norte acarreó el mantenimiento de las características de la ciudad. Pero en el florecimiento económico de Holanda no tuvieron la mayor parte las virtudes de la libertad, sino la fortuna y el acaso. La favorable posición marítima que predestinaba al país para desarrollar el comercio entre el norte y el sur de Europa, las guerras, que obligaron a España a hacer sus compras al enemigo, la escasez de dinero de Felipe II en 1596, que causó la ruina de los banqueros italianos y alemanes e hizo convertirse a Amsterdam en centro del mercado monetario europeo, fueron una serie de posibilidades que Holanda sólo tuvo que aprovechar y no crear. A su propio sistema económico pasado de moda tenía que agradecerle que la riqueza acudiera a la burguesía ciudadana, organizada medievalmente y que pensaba dentro de las categorías de aislamiento y autonomía económica, y no al Estado y a la dinastía. Pero con esto el testamento formado por los empresarios del comercio y la industria se convirtió en la clase predominante. Y como en todas partes que llegó al poder oprimió lo mismo a los trabajadores a jornal que a la pequeña burguesía compuesta de artesanos y comerciantes autónomos pero sin medios. Esta alta burguesía, cuya posición social en Holanda se fundaba más exclusivamente que en otras partes sobre el bienestar, y servía para el enriquecimiento, encomendó la representación de sus intereses a un estamento especial, que se reclutaba de entre ella misma: los llamados regentes. De estos regentes se componían las magistraturas de las ciudades, con sus burgomaestres, escavinos y consejeros, y ellos eran propiamente los que ejercían el poder como clase dominante. Como su cargo por regla general se heredaba de padres a hijos, poseían de antemano más autoridad y disfrutaban de un prestigio mayor que la clase de magistrados ordinarios. Poco a poco se convirtieron en una verdadera casta, que incluso se mantuvo cerrada frente a la mayoría de aquella alta burguesía a la que debía su poder. Los regentes de la ciudad eran al principio, por lo general, antiguos comerciantes que vivían de sus rentas y que desempeñaban su cargo por afición, pero sus hijos estudiaban ya en las universidades de Leiden y Utrecht y se preparaban, ante todo, con el estudio del Derecho, para los puestos de gobierno que habían de heredar de sus padres.
Los nobles, especialmente en las provincias de Gheldria y Overijssel, no carecían totalmente de influencia, pero eran escasos en número, y los que de entre ellos se mantenían aparte del patriciado urbano se limitaban a atender a sus familias. La mayoría se mezclaba con la burguesía rica o por connubios o participando en sus empresas. Por lo demás, la gran burguesía se transformó en una aristocracia de comerciantes, y, en primer lugar, las familias de los regentes comenzaron a adoptar un estilo de vida que las alejaba cada vez más de las clases más numerosas. Formaban la transición entre la nobleza y las clases medias y representaban una fijación de la jerarquía social, que por lo demás era casi desconocida. Pero mucho mayor que entre la burguesía y la nobleza era siempre la tensión entre los monárquicos que rodeaban al Stadhouder, de ideas militaristas, y, de otra parte, los pacifistas de la burguesía y la aristocracia antimonárquica[38]. Pero el poder estaba en manos de la burguesía y no podía ser amenazado seriamente desde parte alguna.
El espíritu burgués siguió siendo en el arte, a pesar del continuo coquetear de las clases adineradas con las corrientes de gusto aristocrático, el predominante, y prestó a la pintura holandesa un sello esencialmente burgués, en medio de una cultura cortesana general en Europa. En la época en que Holanda alcanza su mayor florecimiento cultural, en los demás sitios ya ha pasado el punto culminante de la cultura burguesa[39]; en los otros países de Europa la burguesía sólo en el siglo XVIII comienza a desarrollar de nuevo una cultura que recuerde la holandesa. A su carácter burgués debe el arte holandés, en primer lugar, la desaparición de las trabas eclesiásticas. Las obras de los pintores holandeses se pueden ver por todas partes, excepto en las iglesias; la imagen devota no se da en absoluto en el ambiente protestante. Las historias bíblicas obtienen, en comparación con los temas profanos, un puesto relativamente modesto, y se tratan generalmente como escenas de género. Se prefiere sobre todo representar la vida real y cotidiana; el cuadro de costumbres, el retrato, el paisaje, el bodegón, el cuadro interior y la arquitectura. Mientras en los países católicos y en los regidos por príncipes absolutos sigue siendo la forma artística predominante el cuadro de historia bíblica y profana, en Holanda se desarrollan con plena autonomía los objetos hasta entonces tratados sólo de manera accesoria. Los temas de género, de paisaje y naturaleza muerta no forman ya el mero complemento de composiciones bíblicas, históricas y mitológicas, sino que poseen un valor propio y autónomo; los pintores no necesitan de ningún pretexto para recogerlos. Cuanto más inmediato, abarcable y cotidiano es un tema, tanto mayor es su valor para el arte. Es una posición indistanciada, de género por excelencia, la que frente al mundo se expresa aquí, concepción ante la que la realidad se presenta como algo dominado y familiar. Es como si esta realidad se hubiera descubierto ahora, y de ella se hubiera tomado posesión y en ella se hubiera el artista instalado. Se vuelve objeto del arte, en primer lugar, la parte de realidad que es propiedad del individuo, de la familia, de la comunidad y de la nación: la habitación y la tierra, la casa y el patio, la ciudad y sus alrededores, el paisaje del país y la tierra libertada y reconquistada.
Todavía más significativo que la elección de los temas es, empero, para el arte holandés el peculiar naturalismo por el que se distingue no sólo del Barroco general europeo y su postura heroica, su solemnidad estricta y rígida y su sensualismo tempestuoso y desbordante, sino también de cualquier otro estilo anterior orientado de modo naturalista. Pues no es sólo la sencilla, honrada y piadosa objetividad en la representación, ni únicamente el esfuerzo por describir la existencia de modo inmediato, en su forma cotidiana y comprobable por cualquier observador, sino la capacidad personal de vivir el aspecto lo que da a esta pintura su especial carácter de verdad. El nuevo naturalismo burgués es un modo de representación que procura no tanto hacer visible todo lo anímico cuanto animar todo lo visible e interiorizarlo. Los cuadros íntimos en que toma cuerpo esta concepción artística han pasado a ser la forma característica de todo el arte burgués moderno, y ningún otro es tan adecuado al alma burguesa como éste, con su impulso hacia lo profundo y sus limitaciones. Este arte es el resultado de la limitación al pequeño formato y a la vez del más alto realce del contenido psicológico en este estrecho marco. La burguesía no da empleo a las grandes decoraciones; las proporciones de la Corte no entran en los cálculos de sus usos privados; los fines solemnes y protocolarios son relativamente poco frecuentes y, al lado de las exigencias de las grandes cortes, insignificantes. La residencia del Stadhouder, orientada a la francesa, no llega nunca a convertirse en un verdadero centro cultural, y es, además, demasiado pequeña y pobre para ejercer influjo en el desarrollo del arte. Y así en Holanda la pintura, esto es, la más modesta entre las artes figurativas, y en especial el cuadro de gabinete, su forma de menores pretensiones, es el género predominante.
No es la Iglesia, ni un príncipe, ni una sociedad cortesana quien decide el destino del arte en Holanda, sino una burguesía que, por lo demás, es más bien por el gran número de sus miembros acomodados que por la especial riqueza de cada uno de ellos por lo que tiene importancia. Nunca antes, ni siquiera en la Florencia del Renacimiento inicial, por no hablar tampoco de Atenas en la época clásica, se ha mantenido el gusto burgués privado tan libre de toda influencia oficial y pública y ha sustituido tan ampliamente los encargos públicos por los privados. Pero tampoco en Holanda la demanda es completamente homogénea, pues junto a los clientes particulares se señalan también los oficiales y semioficiales: municipios, corporaciones, asociaciones ciudadanas, hospicios, hospitales, asilos, si bien su influencia artística es relativamente pequeña. El estilo de las obras de arte destinadas a esta clientela tiene ya, a consecuencia del formato de mayor importancia, una forma en cierto modo distinta de la pintura burguesa. Y si bien el arte en gran estilo, como se desea en Francia y en Italia, no tiene en Holanda empleo alguno, ni siquiera para fines representativos, el gusto clásico y humanístico, cuya tradición en la tierra de Erasmo nunca se había extinguido del todo en ciertos círculos, se manifiesta, con más fuerza que en la producción artística destinada a los particulares, en el arte oficial, en la arquitectura de los grandes edificios públicos, en las esculturas de las salas de sesiones y de los salones, en los monumentos que la República hace erigir a sus hombres meritorios.
Pero tampoco el gusto artístico burgués privado es en modo alguno homogéneo; la burguesía pertenece a distintas esferas en cuanto a educación, y plantea al arte exigencias distintas. Los ilustrados, que se han formado en la literatura clásica y continúan la tradición del humanismo, favorecen las corrientes italianizantes, muchas veces vinculadas al Manierismo. Prefieren, a diferencia del gusto popular, representaciones de la historia clásica y de la mitología, alegorías y pastorales, ilustraciones bíblicas agradables e interiores elegantes, como los hacen Cornelis van Poelenburgh, Nicolas Berchem, Samuel van Hoogstraten y Adriaen van der Werff. Pero tampoco el gusto de la burguesía no intelectual es completamente homogéneo. Terborch, Metsu y Netscher trabajan evidentemente para los estratos más elegantes y ricos de la burguesía; Pieter de Hooch y Vermeer van Delft, para un círculo desde luego más modesto; Jan Steen y Nicolas Maes tienen, por el contrario, según parece, sus clientes en todas las categorías de la sociedad.
El gusto naturalista-burgués y el clásico-humanista se hallan durante todo el período de florecimiento de la pintura holandesa en estado de tensión. La orientación naturalista es incomparablemente más importante, tanto por lo que hace a la calidad como a la cantidad de su producción, pero la orientación clasicista es favorecida por los círculos ricos e ilustrados, y ello asegura a sus representantes mayor prestigio y mejor venta. La contraposición entre la burguesía media, más sencilla en sus modos de vida y más estrecha en sus opiniones religiosas, y los círculos orientados hacia el clasicismo humanista y de opiniones más mundanas, corresponde en Holanda, como se ha señalado, al antagonismo de los puritanos y los caballeros en Inglaterra[40]. De una parte están en ambos países los representantes de un modo de vida modesto, serio y práctico; de otra, los de un elegante epicureísmo, a menudo enmascarado de idealismo. Sólo que no hay que olvidar que la cultura holandesa del siglo XVII, a diferencia de la inglesa de la época de la restauración, nunca niega en absoluto su carácter burgués. Sin embargo, también en Holanda se puede observar una progresiva aproximación del gusto burgués a la concepción artística más elegante. El proceso corresponde a la tendencia a aristocratizarse que por todas partes se puede observar en la segunda mitad del siglo. Que se prescindiera de Rembrandt al hacer el encargo de las pinturas del Ayuntamiento de Amsterdam es cosa sintomática: no sólo se alejaban de Rembrandt, sino, con él, de todo naturalismo[41], y entonces vence también en Holanda el academicismo clásico con sus profesores y epígonos. El nuevo espíritu antidemocrático se expresa, por ejemplo, también, como señala Riegl, en que desaparecen, puede decirse que por completo, los grandes retratos en grupo con la representación de compañías enteras de guardias y sólo se retratan los oficiales de las asociaciones de defensa[42].
La cuestión de en qué medida los distintos estratos culturales de la Holanda del siglo XVII sabían apreciar el valor de sus pintores figura entre los problemas más difíciles de la historia del arte. El sentido de la calidad artística seguramente no correspondía siempre a la cultura general, pues en otro caso Vondel, el mayor poeta holandés, no hubiera colocado a un Flinck por encima de un Rembrandt. Había, desde luego, también entonces gente que sabía bien quién era Rembrandt, pero ella podría identificarse con los literatos de educación humanística en tan escasa medida como buscarse en las amplias capas de la burguesía. Era esta gente, desde luego, como los amigos de Rembrandt, predicadores, rabinos, médicos, artistas, altos funcionarios, en una palabra, hombres dé los más variados círculos de la clase media ilustrada, y lo mismo que los amigos de Rembrandt, no muy numerosos. El gusto de la mediana y la pequeña burguesía, que formaba la mayoría de la clientela de arte, no estaba muy desarrollado, y apenas tenía otro criterio para lo artístico que el parecido. No es lícito, por consiguiente, suponer que la gente comprara cuadros según su gusto propio; en general se orientaba por lo que era preferido en los círculos más elevados, lo mismo que estos círculos, a su vez, se dejaban influir por las opiniones artísticas de los intelectuales de cultura clásica y humanística. La demanda por parte de un público ingenuo y sin pretensiones significaba para los artistas al principio una gran ventaja, si bien más tarde se convirtió en un peligro igualmente grande. Les permitió trabajar libremente conforme a sus ideas, sin tener que tomar en cuenta los deseos de cada uno de los clientes; sólo más tarde esta libertad, a consecuencia de la anárquica situación del mercado, se convirtió en una catastrófica superproducción.
En el siglo XVII muchas gentes hicieron dinero, el cual, dado el exceso de capital, no siempre podía ser colocado provechosamente, y muchas veces no bastaba para hacer adquisiciones importantes. La compra de objetos de menaje y adorno, especialmente cuadros, se convirtió en la forma preferida de colocar el dinero, en la que podían tomar parte también gentes relativamente modestas. Estas compraban cuadros, ante todo, muchas veces, porque no había otra cosa que comprar; después también porque los demás, y precisamente gentes más elevadas, los compraban igualmente, porque lucían bien en casa y producían un efecto de respetabilidad, y en último término se podían vender otra vez. Desde luego era en último lugar para satisfacer su sed de belleza para lo que los compraban. Puede muchas veces haber ocurrido que conservaran los cuadros, al no haber necesitado el dinero en ellos invertido, y que luego sus hijos sintieran verdadero placer en la belleza de los mismos. Y también pudo suceder que unas obras de arte primitivamente modestas, en la segunda o tercera generación pasaran a ser un verdadero gabinete artístico, de los que más tarde por todas partes en el país, incluso en círculos relativamente modestos, se podían hallar. En el creciente bienestar de la población no había quizá efectivamente ninguna casa burguesa sin cuadros; pero si se dice que en Holanda todos, “el más rico patricio como el más pobre labrador” los poseía, esto apenas puede convenirle “al más pobre” labrador, y si el labrador rico se los procuraba, evidentemente lo hacía con otra finalidad y miraba los cuadros con otros ojos que “el más rico patricio”.
John Evelyn, el coleccionista y mecenas inglés, da noticia en sus memorias del activo negocio en cuadros, y no precisamente en buenas muestras, que observó en la feria de Rotterdam en el año 1641. Había, como él observa, muchos cuadros, y la mayoría eran muy baratos. Los compradores eran en gran parte pequeños burgueses y aldeanos, y entre estos últimos debe de haberlos habido que poseían cuadros por valor de dos o tres mil libras; de todas maneras volvían después a venderlos y además con provecho[43]. Bajo los efectos de la coyuntura favorable, consecuencia de la general especulación en el mercado de arte, se creó en Holanda, después de 1620, una tal cantidad de cuadros, que a pesar de la gran demanda constituía una superproducción, y acarreó a los artistas una situación muy embarazosa[44]. Pero al comienzo la pintura debe de haber asegurado buena ganancia, pues sólo así se explica la inundación de profesionales. Sabemos que la producción artística ya en el siglo XVI, en Amberes, que tenía una importante exportación de cuadros, era muy grande. Hacia 1560 deben de haber estado ocupados allí en la pintura y el grabado trescientos maestros, mientras que la ciudad no tenía más que 169 panaderos y 78 carniceros[45]. La producción en masa de cuadros no comienza, pues, por consiguiente, en el siglo XVII, y tampoco en las provincias septentrionales; lo nuevo en éstas es que la producción se apoya principalmente en el público indígena, y que se llega a una grave crisis en la vida artística cuando este público ya no es capaz de absorber la producción. Acontece en todo caso por primera vez en la historia del arte occidental que podemos comprobar un número excesivo de maestros y la existencia de un proletariado artístico[46].
La disolución de los gremios y el desuso de la reglamentación de la producción artística por una corte o por el Estado permiten que la coyuntura en el mercado artístico degenere en una competencia violentísima, a la que sucumben los talentos más peculiares y originales. Había, es verdad, también antes artistas que vivían estrechamente, pero no había miseria entre ellos. La penuria de los Rembrandt y de los Hals es un fenómeno concomitante de aquella libertad y anarquía económica en el campo del arte que entonces aparece por primera vez plenamente desarrollada y desde entonces domina en el mercado artístico. Así comienza el desarraigo social del artista y la problematización de su existencia, que parece que es superflua, pues lo que produce existe de sobra. Los pintores holandeses vivieron en su mayor parte en una situación tan angustiosa, que muchos de los más grandes entre ellos estuvieron obligados a practicar cualquier otro oficio al lado de su arte. Así Van Goyen comerciaba en tulipanes, Hobbema estaba empleado como recaudador de contribuciones, Van der Velde era propietario de una lencería, Jan Steen y Aert van der Velde eran taberneros. La pobreza de los pintores parece en general haber sido tanto más grande cuanto más importantes eran. Rembrandt por lo menos tuvo aún sus buenos tiempos, pero Hals nunca fue estimado especialmente y jamás alcanzó los precios que, por ejemplo, se pagaban por un retrato de Van der Helst. Pero no sólo Rembrandt y Hals, sino Vermeer, el tercero de los grandes pintores holandeses, hubo de luchar con dificultades materiales. Y los dos restantes de los máximos pinceles del país, Pieter de Hooch y Jacob van Ruisdael, tampoco fueron particularmente estimados por sus contemporáneos; en modo alguno estuvieron entre los artistas que llevaron una vida acomodada[47]. A esta historia heroica de la pintura holandesa corresponde también el que Hobbema hubiese de abandonar la pintura en los mejores años de su vida.
Los comienzos del comercio de arte en los Países Bajos se remonta al siglo XV y están en relación con la exportación de miniaturas flamencas, tapices y cuadros religiosos desde Amberes, Brujas, Gante y Bruselas[48]. El mercado de arte en los siglos XV y XVI está, sin embargo, todavía en manos de los artistas, que trafican no sólo con obras propias, sino también con otras de origen ajeno. Los libreros y los editores de grabados ya desde muy pronto hacían también comercio de cuadros; a ellos se suman los prenderos y joyeros, e igualmente los enmarcadores y los posaderos[49]. Las limitaciones que los gremios de pintores ponen en el siglo XV y el XVI al comercio artístico demuestran que el mercado de arte tiene que luchar con un exceso de género y que hay demasiados traficantes en él. Las diversas ciudades se defienden contra la importación y contra un desordenado tráfico callejero y permiten la venta de cuadros sólo a las personas que pertenecen a un gremio de pintores. Pero tal medida no establece ninguna diferencia entre un pintor y un traficante y no pretende algo así como limitar el comercio de arte a los artistas, sino sólo proteger el mercado local[50]. Un pintor pasa muchos años de aprendizaje, y durante este tiempo no puede ganar dinero con sus propios trabajos, pues todo lo que pinta, según el espíritu del orden gremial, pertenece a su maestro. Nada es más adecuado en estas circunstancias que la idea de sostenerse a flote con el tráfico de arte. Compra y vende al principio, en primer lugar, grabados, copias, trabajos escolares, es decir, género barato. Pero no son en modo alguno sólo jóvenes, ni pintores aún no capaces de ganar dinero con su oficio, los que se ocupan del comercio de arte; entre los más antiguos son David Teniers el Joven y Cornelis de Vos únicamente los más famosos. Grabadores aparecen muy a menudo como traficantes en arte; Jerome de Cock, Jan Hermensz de Muller, Geeraard de Jode son los nombres más conocidos; el carácter de mercancía de sus producciones los lleva involuntariamente a dedicarse al tráfico de cuadros junto al de sus grabados.
La formación e independización del comercio de arte ha tenido inmensas consecuencias en la vida artística moderna. Conduce, en primer lugar, a la especialización de los pintores en distintos géneros, dado que los vendedores reclaman de ellos aquella especie de labores que son las más divulgadas de su mano. Así se llega a una división del trabajo casi mecánica, en la que un pintor se limita a los animales, otro a los fondos de paisaje. El comercio de arte estandardiza y estabiliza el mercado; no sólo establece esa producción sobre tipos fijados, sino que regula el tráfico de las mercancías, en otro caso anárquico. Por una parte, crea una demanda regular, pues muchas veces surge precisamente donde el cliente privado falta, y, por otra, informa al artista sobre los deseos del público de un modo mucho más amplio y rápido que el que tendría a su alcance para informarse él mismo. La mediación del comercio de arte entre la producción y el consumo conduce de todos modos también al extrañamiento entre el artista y el público. Las gentes se acostumbran a comprar lo que encuentran en el surtido del vendedor y comienzan a considerar la obra de arte como un producto tan despersonalizado como cualquier otra mercancía. El artista, a su vez, se acostumbra a trabajar para clientes desconocidos e impersonales, de los cuales él sólo sabe que hoy buscan cuadros de historia donde ayer compraban escenas de género. Este comercio lleva consigo el aislamiento del público respecto del arte contemporáneo. Los marchantes hacen con preferencia la propaganda del arte de tiempos pasados por la sencilla razón de que, como agudamente se ha observado, los productos de tal arte no pueden aumentar, y, en consecuencia, tampoco pueden desvalorizarse, y así forman el objeto de la menos arriesgada especulación[51]. El tráfico de cuadros tiene una devastadora influencia sobre la producción por la continua reducción de los precios. El marchante se hace cada vez más el patrono del artista, y por lo mismo se encuentra en condiciones de dictarle los precios en tanto mayor medida cuanto más se ha acostumbrado el público a comprar obras de arte al comerciante y menos a encargárselas al que las produce. El comercio inunda finalmente el mercado de copias y falsificaciones, y con ello desvaloriza los originales.
Los precios en el mercado artístico eran en Holanda, en general, muy bajos; por un par de florines ya se podía comprar un cuadro. Un buen retrato costaba, por ejemplo, sesenta florines, cuando por un buey había que pagar noventa[52]. Jan Steen pintó una vez tres retratos por veintisiete florines[53]. Rembrandt percibió por la Ronda nocturna, en la cumbre de su gloria, no más de 1.600 florines, y Van Goyen cobró por su vista de La Haya 600 florines, el más alto precio de su vida. Con qué salarios de hambre tenían que contentarse famosos pintores lo demuestra el caso de Isaak van Ostade, que entregó a un marchante trece cuadros por 27 florines en el año 1641[54]. En comparación con los precios, muchas veces exageradamente altos, que se pagaban por obras de los artistas que habían visitado Italia y trabajaban a la manera italiana, los cuadros pintados al estilo naturalista del país eran siempre baratos. Frans Hals, Van Goyen, Jacob van Ruisdael, Hobbema, Cuyp, Isaak van Ostade, De Hooch nunca alcanzaron altos precios[55]. En los países de cultura cortesana y aristocrática los artistas eran mejor pagados. Precisamente en Flandes, el país hermano, obtenía Rubens por sus cuadros precios mucho más altos que los más prestigiosos pintores holandeses. Cobraba en su mejor época cien florines por un día de trabajo[56] y recibió de Felipe II por su Acteón 14.000 francos, el más alto precio que se alcanzó por un cuadro antes de Luis XIV[57]. Bajo Luis XIV y Luis XV se estabilizaron los ingresos en primer lugar de los pintores de la Corte y se mantuvieron en un nivel relativamente alto; así, por ejemplo, Hyacinthe Rigaud, entre 1690 y 1730, ganó por término medio 30.000 francos por año; sólo por el retrato de Luis XV cobró 40.000 francos[58]. Rigaud era en todo caso una excepción en la misma Francia, donde a los artistas nunca les fue tan bien como a los escritores, que muchas veces eran hasta mimados. Boileau, como se sabe, llevaba en su casa de Auteuil la vida de un gran señor y dejó a su muerte un capital líquido de 186.000 francos; Racine cobró en diez años, como historiógrafo del rey, un salario de 145.000 francos; Molière ganó en el curso de quince años, como director del teatro y actor, 336.000 francos, y además, como autor, otros 200.000[59]. En la diferencia entre los ingresos de un escritor y los de un pintor se manifestaba todavía el viejo prejuicio contra el trabajo manual y la mayor estimación de gentes que no tuvieran nada que ver con un oficio. En Francia, hasta el siglo XVII, los mismos pintores de la corte tenían sólo la categoría de empleados subalternos de la misma[60]. Cochin cuenta todavía que el duque de Antin, sucesor de Mansart en el cargo de surintendant, solía tratar muy altaneramente a los miembros de la Academia, tuteándoles como a criados y obreros[61]. Lógicamente con un Le Brun se procedió de distinta manera, pues era, desde luego, el trato de los artistas muy diferente según los individuos.
La consideración, relativamente escasa, que se daba a los artistas acarreó que dedicarse a esa profesión, tanto en Francia como en los Países Bajos, se limitara a los estratos medianos y bajos de la burguesía. Rubens también en este aspecto figura entre las excepciones; era hijo de un alto funcionario del Estado, tuvo ya en sus primeros años la mejor educación y la terminó como hombre de mundo al servicio de la corte. Todavía antes de que se convirtiera en pintor de cámara del archiduque Alberto estuvo al servicio de Vincenzo Gonzaga, en Mantua, y durante toda su vida se mantuvo estrechamente vinculado a la vida y diplomacia de la corte. Ganó, además de su brillante posición social, una fortuna principesca y dominó como un monarca toda la vida artística de su país. En todo ello sus aptitudes de organizador tuvieron tanta parte como su talento artístico. Sin tales aptitudes le hubiera sido imposible ejecutar los encargos que afluían a él y a los que supo atender siempre perfectamente. Esto lo consiguió, en primer lugar, mediante la aplicación de métodos de manufactura a la organización del trabajo artístico, la escrupulosa selección de colaboradores especializados y el modo racional de emplearlos. Junto a su procedimiento ordenado estrictamente según la división del trabajo y al modo de una fábrica, los talleres holandeses —incluso el de Rembrandt— operan de modo patriarcal.
Con razón se ha subrayado que el método de trabajar de Rubens fue hecho posible por la interpretación clásica del proceso de creación artística. La organización racional del trabajo artístico, que por primera vez fue empleada de modo sistemático en el taller de Rafael, y que separa fundamentalmente la concepción de la idea artística y su ejecución, tiene como supuesto previo la noción de que el valor artístico de un cuadro ya está por completo en el cartón y de que la trasposición del pensamiento pictórico a la forma definitiva tiene una significación secundaria[62]. Esta concepción realmente idealista era todavía predominante en la teoría y en la práctica del Barroco cortesano y clasicista, pero no lo era ya en el naturalismo de la pintura holandesa. En ésta la ejecución material, el ductus pictórico, la pincelada y todo el contacto de la mano maestra con el lienzo adquieren una significación tan extraordinaria, que el deseo de mantener todo esto en su pureza pone de antemano límites a la división del trabajo. Rubens se apropia, de modo bien significativo, la concepción clasicista de la creación del lienzo precisamente en aquel período de su vida en que tiene que trabajar con el máximo aparató y se ve obligado a abandonar la ejecución de sus obras generalmente a sus ayudantes. Esto se manifiesta por primera vez en la Erección de la Cruz, de Amberes[63], y desaparece en la última fase de su actividad, de la cual volvemos a tener más obras de su propia mano.
Rembrandt llega a un grado de evolución correspondiente al estilo de la vejez de Rubens ya inmediatamente después de su primera actividad como retratista. Desde entonces la pintura es para él comunicación personal directa, forma siempre inmediata, reconquistada en todo momento, de un “impresionismo” que transforma la realidad en creación de los ojos, que todo lo animan y se lo apropian. Riegl divide la historia del arte en dos grandes períodos: en el primero, el primitivo, todo es objeto; en el segundo, el presente, todo es sujeto. La evolución entre la Antigüedad y el Barroco no es, según esta tesis, otra cosa que el tránsito gradual del primero al segundo período, con la pintura holandesa del siglo XVII como recodo más importante en el camino hacia la situación presente, en la cual todos los objetos aparecen como puras impresiones y vivencias de la conciencia subjetiva[64]. Al prestigio de Rubens no le dañó nada ante su público el radicalismo artístico que alcanzó al fin de su vida, pero el mismo radicalismo le costó a Rembrandt todo lo que podía perder. El ocaso comienza después de la terminación de la Ronda nocturna en el año 1642, sin que este mismo cuadro hubiera sido un completo fracaso[65]. Entre 1642 y 1656 Rembrandt no está todavía desocupado, si bien sus relaciones con la burguesía rica comienzan a debilitarse. Sólo por los años cincuenta disminuyen visiblemente los encargos y comienzan las dificultades financieras serias[66]. Rembrandt no fue en modo alguno víctima de su naturaleza poco práctica y del estado desesperado de sus circunstancias particulares, sino que su fracaso fue más bien consecuencia de la progresiva orientación del público hacia el clasicismo[67] y de su propio desvío frente al Barroco patético, por el cual en su juventud no había sentido en absoluto repugnancia[68]. La no aceptación de su Claudius Civilis, pintado para el Ayuntamiento de Amsterdam, es la primera señal de la crisis artística de aquella época. Rembrandt fue su primera víctima. Ningún otro tiempo anterior le hubiera dado su fisonomía, pero tampoco ningún otro le hubiera dejado hundirse así. En una cultura cortesana y conservadora quizá un artista de su estilo nunca hubiera llegado a ser apreciado, pero, una vez reconocido, se habría sostenido, desde luego, mejor que en la Holanda liberal y burguesa, que le permitió desarrollarse libremente, pero le aplastó cuando no se quiso inclinar. La existencia espiritual del artista siempre y en todas partes está en peligro; ni un orden social autoritario, ni un orden liberal están para él en absoluto exentos de riesgos; el uno le asegura menos libertad; el otro, menos seguridad. Hay artistas que únicamente se sienten seguros en libertad, pero los hay que sólo pueden respirar libremente en seguridad. Del ideal de unir libertad y seguridad estaba en todo caso el siglo XVII muy lejos.