EL MANIERISMO
EL CONCEPTO DE MANIERISMO
El Manierismo ha aparecido tan tarde en el primer plano de la investigación histórico-artística que el juicio peyorativo que está en el fondo de este concepto todavía se sigue muchas veces sintiendo como decisivo y dificulta la comprensión de este estilo como una categoría puramente histórica, que no lleve implícito un juicio de valor. En otras denominaciones estilísticas, como el Gótico y el Renacimiento, el Barroco y el Neoclasicismo, el valor primitivo —positivo o negativo— se ha borrado ya por completo; frente al Manierismo, empero, es todavía de tanta influencia la postura despectiva, que hay que luchar con una cierta resistencia interior antes de atreverse a designar como “manieristas” a los grandes artistas y poetas de este período. Sólo cuando se separa por completo el concepto de manierista del de amanerado se obtiene una categoría histórica-artística útil para los fenómenos a estudiar. Los conceptos de especie y de calidad, que hay que distinguir, coinciden entre sí, en grandes trechos de su desarrollo, pero esencialmente no tienen, puede decirse, nada en común.
Los conceptos de arte postclásico como fenómeno de decadencia y de ejercicio manierístico del arte como rutina fijada e imitadora servil de los grandes maestros proceden del siglo XVII, y fueron desarrollados por primera vez por Bellori en su biografía de Annibale Carracci[1]. En Vasari maniera significa todavía lo mismo que personalidad artística, y es una expresión condicionada histórica, personal o técnicamente; es decir, significa “estilo” en el más amplio sentido de la palabra. Vasari habla, por ejemplo, de una gran’ maniera, y por ella entiende algo positivo. Una significación plenamente positiva tiene maniera en Borghini, quien en ciertos artistas la echa de menos hasta lamentándolo[2], y con ello realiza ya la moderna distinción entre estilo y carencia de él. Por primera vez los clasicistas del siglo XVII —Bellori y Malvasia— unen con el concepto de maniera la idea de un ejercicio artístico rebuscado, en clichés, reducible a una serie de fórmulas; ellos fueron los primeros en comprobar la cesura que el Manierismo significa en la evolución, y se dan cuenta del alejamiento que respecto del Clasicismo se hace sensible en el arte después de 1520.
Pero ¿por qué se llega tan pronto a este alejamiento? ¿Por qué el Renacimiento pleno es —como Wölfflin dice— una “sutil cresta” que, apenas alcanzada, ya está superada? Es una cresta incluso más estrecha de lo que se podría pensar por las explicaciones de Wölfflin. Pues no sólo las obras de Miguel Angel, sino ya las de Rafael, llevan en sí los elementos de disolución. La Expulsión de Heliodoro y la Transfiguración están llenas de tendencias anticlásicas, que rompen en más de una dirección los marcos renacentistas. ¿Qué es lo que explica la brevedad del tiempo en que dominan todavía sin alteración los principios clásicos, conservadores, de rigor formal? ¿Por qué el clasicismo, que en la Antigüedad es un estilo de calma y duración, aparece ahora como un puro “estadio de transición”? ¿Por qué se llega ahora tan pronto, por una parte, a la imitación puramente externa de los modelos clásicos, y, por otra, a un íntimo distanciamiento de ellos? Quizá porque el equilibrio que encontró su expresión artística en el clasicismo del Cinquecento fue desde su comienzo más bien un ideal soñado y una ficción que una sólida realidad, y el Renacimiento siguió siendo hasta el final una época esencialmente dinámica, que no se tranquilizaba por completo con ninguna solución. El intento de dominar la insegura naturaleza del espíritu capitalista moderno y la dialéctica característica de una visión del mundo basada en las ciencias naturales lo alcanzó, en todo caso, el Renacimiento tan poco como los períodos ulteriores de la época moderna. Una estática permanente de la sociedad nunca se ha vuelto a alcanzar desde la Edad Media; por eso los clasicismos de la época moderna han sido siempre únicamente el resultado de un programa, y más bien la expresión de una esperanza que una verdadera pacificación. Incluso el hábil equilibrio que se creó hacia los finales del Quattrocento por obra de la gran burguesía satisfecha y dispuesta a transformarse en cortesana, y de la Curia pontificia, poderosa en capital y con ambiciones políticas, fue de corta duración. Después de la pérdida de la supremacía económica de Italia, de la conmoción ocurrida en la Iglesia por la obra de la Reforma, de la invasión del país por los franceses y españoles y del sacco de Roma, ya no se podía sostener la ficción de equilibrio y estabilidad. En Italia dominaba un ambiente de catástrofe que pronto —y partiendo no sólo de Italia— se expandió por todo el Occidente.
Las fórmulas de equilibrio sin tensión del arte clásico ya no bastan; y, sin embargo, se continúa aferrado a ellas, y a veces incluso con más fiel, angustiosa y desesperada sumisión que si se hubiera tratado de una adhesión sin vacilaciones. La actitud de los jóvenes artistas frente al Renacimiento pleno es extraordinariamente complicada; no pueden simplemente renunciar a los logros artísticos del clasicismo, si bien la armoniosa imagen del mundo de tal arte se les ha vuelto extraña por completo. Su deseo de continuar sin interrupción el desarrollo artístico apenas podía realizarse si no prestaba su empuje a tal esfuerzo la continuidad de la evolución social. Pero artistas y público son en lo esencial los mismos que en la época del Renacimiento, si bien el suelo empieza a ceder bajo sus pies. El sentimiento de inseguridad explica la naturaleza contradictoria de su relación con el arte clásico. Esta contradicción ya la habían sentido los tratadistas de arte del XVII, pero no se dieron cuenta de que la imitación y la simultánea distorsión de los modelos clásicos en su tiempo estaban condicionadas no por la falta de espíritu, sino por el espíritu nuevo de los manieristas, completamente ajeno al clasicismo.
Sólo nuestro tiempo, cuya problemática situación frente a sus antepasados es similar a la del Manierismo respecto del Clasicismo, podía comprender el modo de crear de este estilo, y reconocer en la imitación, a veces minuciosa, de los modelos clásicos una compensación con creces del íntimo distanciamiento respecto a ellos. Hoy comenzamos a comprender que en todos los artistas creadores del Manierismo, en Pontormo y Parmigianino como en Bronzino y Beccafumi, en Tintoretto y el Greco como en Bruegel y Spranger, el afán estilístico se dirige sobre todo a romper la sencilla regularidad y armonía del arte clásico y a sustituir su normalidad suprapersonal por rasgos más sugestivos y subjetivos. Unas veces es la profundización e interiorización de la experiencia religiosa y la visión de un nuevo universo vital espiritual lo que lleva a abandonar la forma clásica; otras, un intelectualismo extremado, consciente de la realidad y deformándola de intento, muchas veces perdiéndose en juegos con lo bizarro y lo abstruso; en algún caso, también la madurez pasada de un refinamiento preciosista que todo lo traduce a lo elegante y sutil. Pero la solución artística es siempre lo mismo si se exterioriza como protesta contra el arte clásico que si procura mantener las conquistas formales de este arte, un “derivativo”, una criatura que en último término sigue dependiendo del clasicismo, y que, por consiguiente, tiene su origen en una experiencia de cultura y no de vida. Nos encontramos aquí frente a un estilo privado de ingenuidad[3], que orienta sus formas no tanto por el contenido expresivo cuanto por el arte de la época anterior, y en tal medida como hasta entonces no había ocurrido con ninguna dirección artística importante. La conciencia del artista se extiende no sólo a la selección de los medios que corresponden a su intención artística, sino también a las determinaciones de esa misma intención. El programa teórico se refiere tanto a los métodos artísticos como a los fines del arte. El Manierismo es en este sentido la primera orientación estilística moderna, la primera que está ligada a un problema cultural y que estima que la relación entre la tradición y la innovación es tema que ha de resolverse por medio de la inteligencia. La tradición no es más que una defensa contra la novedad demasiado impetuosa, sentida como un principio de vida pero a la vez de destrucción. No se comprende el Manierismo si no se entiende que su imitación de los modelos clásicos es una huida del caos inminente, y que la agudización subjetiva de sus formas expresa el temor a que la forma pueda fallar ante la vida y apagar el arte en una belleza sin alma.
La actualización del Manierismo para nosotros, la revisión a que recientemente ha sido sometido el arte de Tintoretto, del Greco, de Bruegel y del Miguel Angel tardío, es tan significativa de la situación espiritual de nuestros días, como lo fue la nueva valoración del Renacimiento para la generación de Burckhardt y la honrosa salvación del Barroco para la generación de Riegl y Wölfflin. Burckhardt consideraba todavía a Parmigianino como un artista desagradable y afectado, y también Wölfflin veía aún en el Manierismo algo así como una desviación en la evolución natural y sana, un internado superfluo entre el Renacimiento y el Barroco. Sólo una época que ha vivido como su propio problema vital la tensión entre forma y contenido, belleza y expresión, podía hacer justicia al Manierismo y precisar su peculiaridad tanto frente al Renacimiento como frente al Barroco. A Wölfflin le faltaba todavía la auténtica e inmediata vivencia del postimpresionismo, esto es, la experiencia que puso a Dvorák en situación de medir la importancia de las tendencias espirituales en el arte y de reconocer en el Manierismo la victoria de una de estas tendencias. Dvorák sabía muy bien que el espiritualismo no agota el sentido del arte manierista, y que no se trata en él, como en el trascendentalismo de la Edad Media, de una completa renuncia al mundo; en modo alguno olvidó que junto al Greco hubo también un Bruegel y junto a Tasso un Shakespeare y un Cervantes[4]. Su problema capital parece haber sido precisamente hallar la mutua relación, el común denominador y el principio de diferenciación de los diversos fenómenos —espiritualistas y naturalistas— dentro del Manierismo. Las explicaciones de este autor, tempranamente desaparecido, no van desgraciadamente mucho más allá de la formación de estas dos tendencias, “deductiva” e “inductiva”, según él las llamó, y hacen que lamentemos muchísimo que la obra de su vida quedara interminada precisamente en este punto.
Las dos corrientes contrapuestas en el Manierismo —espiritualismo místico del Greco y naturalismo panteísta de Bruegel— no están siempre por completo, como tendencias estilísticas distintas, personificadas en artistas diversos, sino que suelen estar revueltas entre sí de manera insoluble. Pontormo y Rosso, Tintoretto y Parmigianino, Mor y Bruegel, Heemskerck y Callot son tan decididamente realistas como idealistas, y la unidad compleja y apenas diferenciada de naturalismo y espiritualismo, falta de forma y formalismo, concreción y abstracción en su arte, es la fórmula fundamental de todo el estilo, que los une unos con otros. Pero esta heterogeneidad de las tendencias no significa puro subjetivismo ni puro capricho en la selección de los grados de realidad de la representación, como todavía pensaba Dvorák[5], sino que es más bien un signo de la conmoción en los criterios de realidad y el resultado del intento, muchas veces desesperado, de poner de acuerdo la espiritualidad de la Edad Media con el realismo del Renacimiento.
Nada caracteriza mejor la destrucción de la armonía clásica que la desintegración de la unidad espacial, en la que la visión artística del Renacimiento había hallado su expresión más quintaesenciada. La unidad de la escena, la coherencia local de la composición, la lógica trabada de la construcción espacial eran para el Renacimiento los supuestos más importantes del efecto artístico de una obra. Todo el sistema del dibujo de perspectiva, todas las reglas de la proporcionalidad y de la tectónica eran para aquél sólo medios para lograr este efecto espacial. El Manierismo comienza por disolver la estructura renacentista del espacio y descomponer la escena, que se representa en distintas partes espaciales, no sólo divididas entre sí externamente, sino también organizadas internamente de forma diversa; hace valer en cada sección diversos valores espaciales, escalas distintas, diferentes posibilidades de movimiento: en una, el principio de la economía; en otra, el del despilfarro del espacio. La disolución de la unidad espacial se expresa de la manera más sorprendente en el hecho de que las proporciones y la significación temática de las figuras no guardan entre sí una relación que pueda formularse lógicamente. Temas que para el objeto mismo semejan ser accesorios aparecen a veces de modo dominante, y el motivo aparentemente principal queda espacialmente desvalorizado y relegado. Como si el artista quisiera decir: ¡No está en modo alguno definido quiénes son aquí los protagonistas y quiénes los comparsas! El efecto final es el movimiento de figuras reales en un espacio irracional construido caprichosamente, la reunión de pormenores naturalistas en un marco fantástico, el libre operar con los coeficientes espaciales según el objeto que se desea alcanzar. La más próxima analogía a este mundo de realidad mezclada es el sueño, que elimina las conexiones reales y pone a las cosas entre sí en relación abstracta, pero describe cada uno de los objetos con la mayor concentración y la más aguda observación de la realidad. En algunos detalles recuerda al surrealismo actual, tal cual se expresa en las pinturas por asociación del arte moderno, en los sueños fantásticos de Franz Kafka, en la técnica de montaje de las novelas de Joyce, y en el soberano dominio del espacio en las películas. Sin la experiencia de esta dirección artística, el Manierismo apenas habría conseguido tener para nosotros la significación que tiene en realidad.
Ya la caracterización general del Manierismo contiene rasgos muy dispares, difíciles de reunir en un concepto unitario. Una dificultad especial está en que en este caso el concepto estilístico no es en modo alguno un concepto puramente temporal. Es verdad que el Manierismo es el estilo que prevalece entre el tercer decenio y el fin de siglo, pero no domina sin competencia, y particularmente al principio y al fin del período se confunde con tendencias barrocas. Ambas líneas se entrelazan ya en las obras tardías de Rafael y Miguel Angel. Ya en ellas compite la voluntad artística apasionadamente expresionista del Barroco con la concepción intelectualista “surrealista” del Manierismo. Los dos estilos postclásicos surgen casi contemporáneamente a la crisis espiritual de los primeros decenios del siglo: el Manierismo, como expresión del antagonismo entre la corriente espiritualista y la corriente sensualista de esta época; el Barroco, como equilibrio provisionalmente inestable de esta contradicción basada en el sentimiento espontáneo. Después del sacco de Roma las tendencias estilísticas barrocas fueron reprimidas progresivamente; sigue entonces un período de más de sesenta años en los que el Manierismo domina la evolución. Algunos investigadores comprenden el Manierismo como una reacción que subsigue al Barroco inicial, y el Barroco en su plenitud como el contramovimiento que después disuelve el Manierismo[6]. La historia del arte en el siglo XVI consistiría, según esto, en el repetido choque de Barroco y Manierismo, con la victoria provisional de la tendencia manierista y la definitiva de la barroca. Pero esto es una construcción que, sin fundamento suficiente, hace comenzar el Barroco inicial antes del Manierismo y exagera el carácter transicional de éste[7].
La contraposición de ambos estilos es en realidad más bien sociológica que evolutiva e histórica. El Manierismo es el estilo artístico de un estrato cultural esencialmente internacional y de espíritu aristocrático; el Barroco temprano lo es de una dirección espiritual más popular, más afectiva, más matizada nacionalmente. El Barroco maduro triunfa sobre el más refinado y exclusivo Manierismo, mientras que la propaganda eclesiástica de la Contrarreforma gana en amplitud y el catolicismo vuelve a ser de nuevo religión popular. El arte cortesano del siglo XVII acomoda al Barroco sus exigencias específicas; por una parte, realza sus rasgos emocionales en magnífica teatralidad, y, por otra, desarrolla su clasicismo latente, hasta que sirva de expresión a un principio de autoridad estricto y severo. Pero en el siglo XVI el Manierismo es el estilo cortesano por excelencia. En todas las principales cortes de Europa disfruta la preferencia sobre cualquier otra tendencia. Los pintores áulicos de los Médici en Florencia, de Francisco I en Fontainebleau, de Felipe II en Madrid, de Rodolfo II en Praga, de Alberto V en Munich son manieristas. Con las costumbres y usos de las cortes principescas italianas se extiende el mecenazgo por todo el Occidente, y experimenta en algunas cortes, por ejemplo, en Fontainebleau, un realce mayor. La corte de los Valois es ya muy grande y pretenciosa y muestra rasgos que recuerdan el Versalles de más tarde[8]. Menos magnífico, menos público y más acorde en muchos aspectos con la naturaleza íntima e intelectualizada del Manierismo es el ambiente de las cortes menores. Bronzino y Vasari en Florencia, Adrian de Vries, Bartholomäus Spranger, Hans de Aquisgrán y José Heinz en Praga, Sustris y Candid en Munich disfrutan, junto a la magnanimidad de sus protectores, de un ambiente más íntimo y menos pretencioso. Hasta entre Felipe II y sus artistas domina una cordialidad de relaciones sorprendente en este hombre adusto. El pintor portugués Coelho pertenece a su círculo más íntimo; un corredor especial une las habitaciones del rey con los talleres de los artistas áulicos, y, según se dice, él mismo pintó[9]. Rodolfo II se traslada, al llegar a ser Emperador, al Hradschin en Praga, se aísla del mundo con sus astrólogos, alquimistas y artistas, y hace que pinten para él cuadros cuyo erotismo refinado y rápida elegancia hacen pensar en un ambiente rococó gozador de la vida, no en el alojamiento sombrío de un maníaco. Ambos primos, Felipe y Rodolfo, tienen siempre dinero para comprar obras de arte, y tiempo para los artistas o los marchantes. La manera más segura de acercarse a ellos es a través del arte[10]. En el afán coleccionista de estos príncipes hay algo de celoso y secreto; los motivos propagandísticos y representativos quedan casi por completo por debajo de su gusto y goce.
El Manierismo cortesano es, especialmente en su forma tardía, un movimiento unitario y de extensión europea: el primer gran estilo internacional desde el Gótico. La fuente de su valor general está en el absolutismo monárquico que se extendía por todo el Occidente y en la moda de las cortes orientadas intelectualmente y ambiciosas en el terreno del arte. La lengua y el arte italianos adquieren en el siglo XVI un valor general que recuerda la autoridad del latín en la Edad Media; el Manierismo es la forma particular en que los logros artísticos del Renacimiento italiano encuentran difusión internacional. Pero el Manierismo no sólo tiene de común con el Gótico este internacionalismo. La renovación religiosa de la época, la nueva mística, la nostalgia de desmaterialización y salvación, el desprecio del cuerpo y el sumirse en la vivencia de lo sobrenatural llevan a una “gotificación” que halla muchas veces expresión no ya sólo evidente, sino exagerada, en las proporciones alargadas de las formas manieristas. El nuevo esplritualismo se anuncia, empero, más bien en una tensión de los elementos espirituales y corporales que en la absoluta superación de la χαλοχάγαθία clásica. Las nuevas formas ideales no renuncian en modo alguno a los encantos de la belleza corporal, pero pintan el cuerpo en lucha sólo por expresar el espíritu, en el estado de retorcerse y doblarse, tenderse y torsionarse bajo la presión de aquél, agitado por un movimiento que recuerda los éxtasis del arte gótico. El Gótico dio, mediante la animación de la figura humana, el primer gran paso en la evolución del arte expresivo moderno; el segundo lo dio el Manierismo, con la disolución del objetivismo renacentista, la acentuación del punto de vista personal del artista y la experiencia personal del espectador.
LA ÉPOCA DE LA POLÍTICA REALISTA
El Manierismo es la expresión artística de la crisis que conmueve en el siglo XVI a todo el Occidente y se extiende a todo el campo de la vida política, económica y espiritual. La crisis política comienza con la invasión de Italia por Francia y España, las primeras potencias imperialistas de la Edad Moderna. Francia es el resultado de la liberación de la monarquía frente al feudalismo y del éxito favorable de la Guerra de los Cien Años; España es creación del azar, al unirse con Alemania y los Países Bajos, con lo que bajo Carlos V se convierte en una potencia política sin precedentes desde Carlomagno. La creación estatal en que Carlos V transforma los países que le correspondían por herencia resulta, con la incorporación de Alemania, comparable al Imperio franco y ha sido considerado como el último intento de restablecer la unidad de la Iglesia y el Imperio[11]. Pero tal idea no tenía ningún fundamento real desde el fin de la Edad Media, y, en lugar de la deseada unión, resultó el antagonismo político que debía predominar en la historia de Europa durante más de cuatrocientos años.
Francia y España devastaron Italia, la sometieron y la llevaron al borde de la desesperación. Cuando Carlos V comenzó su campaña a través de Italia, ya estaba borrado por completo el recuerdo de las incursiones de los emperadores alemanes durante la Edad Media. Es cierto que los italianos se hacían la guerra unos a otros de manera ininterrumpida, pero ya no sabían lo que era estar dominados por un poder extranjero. Quedaron como entontecidos por el repentino ataque y ya nunca pudieron restablecerse del choque. Los franceses ocuparon primero Nápoles, después Milán y, por fin, Florencia. De la Italia meridional fueron, ciertamente, expulsados pronto por los españoles, pero la Lombardía siguió siendo durante decenios el teatro de las luchas y rivalidades de ambas grandes potencias. Allí se sostuvieron los franceses hasta 1525, cuando Francisco I fue derrotado en la batalla de Pavía y trasladado a España. Carlos V tenía entonces Italia en su mano y no permitió más las intrigas del Papa. En 1527 se lanzan 12.000 lansquenetes contra Roma para dominar a Clemente VII. Se reúnen con el ejército imperial a las órdenes del Condestable de Borbón, caen sobre la Ciudad Eterna, y la conquistan en ocho días. Las bases de la cultura renacentista parecen destruidas; el Papa es impotente, los prelados y los banqueros ya no se sienten seguros en Roma. Los miembros de la escuela de Rafael, que habían dominado la vida artística de Roma, se dispersan, y la ciudad pierde en la época siguiente su importancia artística[12]. En el año 1530 también entran en Florencia los ejércitos hispanoalemanes. Carlos V instala, de acuerdo con el Papa, a Alejandro de Médici como príncipe hereditario, y borra con ello los últimos restos de la República. Los disturbios revolucionarios que después del saqueo de Roma habían estallado en Florencia y habían causado la expulsión de los Médici apresuran la decisión del Papa de ponerse de acuerdo con el Emperador. El jefe del Estado Pontificio se convierte en aliado de España; en Nápoles hay un virrey español; en Milán, un gobernador español; en Florencia gobiernan los españoles por medio de los Médici; en Ferrara, por medio de los Este; en Mantua, por medio de los Gonzaga. En los dos centros culturales de Italia, Florencia y Roma, dominan formas de vida y costumbres españolas, etiqueta y elegancia españolas. El predominio espiritual de los vencedores, cuya cultura carece del refinamiento de la italiana, no es en todo caso muy profundo, y el contacto del arte con su tradición propia se mantiene. Pues también donde la cultura italiana parece sucumbir ante el hispanismo continúa sus íntimas tendencias tal cual resultan de las premisas cinquecentistas y orientadas por sí al formalismo cortesano[13].
Carlos V conquistó Italia con la ayuda del capital alemán e italiano[14]. Desde entonces el capital financiero empezó a dominar el mundo. Los ejércitos con que Carlos V vencía a sus enemigos y mantenía la unidad de su Imperio eran creación de ese poder. Sus guerras y las de sus sucesores arruinaron, ciertamente, a los más grandes capitalistas de la época, pero aseguraron al capitalismo el dominio del mundo. Maximiliano I no estaba todavía en situación de cobrar tributos regulares y de mantener un ejército permanente; el poder, en su época, residía todavía esencialmente en los señores territoriales. La organización de la hacienda, según principios puramente de empresa, la creación de una burocracia unitaria y de un gran ejército de mercenarios, la transformación de la nobleza feudal en una nobleza cortesana y de funcionarios sólo pudo realizarlo su nieto. Los fundamentos de la monarquía centralizada eran, con todo, muy antiguos. Pues desde que los señores territoriales arrendaban sus tierras en lugar de administrarlas ellos mismos, disminuyó el número de su gente y estaba dada la premisa para que predominara el poder central[15]. Se demostró que el proceso hacia el absolutismo era una pura cuestión de tiempo… y de dinero. Como los ingresos de la Corona en gran parte consistían en los tributos de la población no noble y no privilegiada, era de interés para el Estado favorecer la prosperidad económica de estas clases[16]. Claro que en cada momento crítico el cuidado por ellas debía ceder el paso a los intereses del gran capital, a cuyo apoyo, a pesar de sus ingresos regulares, todavía no podían, de ninguna manera, renunciar los reyes.
Cuando Carlos V comenzó a organizar su dominio en Italia, el centro del comercio mundial se había desplazado desde el Mediterráneo al Occidente, a consecuencia del peligro turco, del descubrimiento de nuevas vías marítimas y del predominio económico de las naciones oceánicas. Y cuando, por primera vez en la organización de la economía mundial, en lugar de los pequeños Estados italianos aparecen grandes potencias administradas centralistamente y que disponen de territorios incomparablemente mayores y de medios más abundantes, termina la época inicial del capitalismo y comienza el capitalismo moderno en gran estilo. La importación de metales preciosos desde América a España, por importantes que sean sus consecuencias inmediatas, el aumento del numerario disponible y la subida de los precios no bastan para explicar el comienzo de la nueva era de gran capitalismo. Mucho más importante que la interferencia de la plata americana, que se quería manejar, de acuerdo con la doctrina mercantilista, como un tesoro, esto es, inmovilizándola y guardándola en el país, es la alianza entre el Estado y el capital, y, como consecuencia de esta alianza, el fondo de capitalismo privado que tienen las empresas políticas de aquel tiempo.
La tendencia a pasar desde la empresa de tipo artesano, que trabaja con un capital relativamente pequeño, a la gran industria, y del comercio con mercancías a los negocios financieros, ya se puede observar desde muy pronto; adquiere la supremacía en los centros económicos italianos y flamencos a lo largo del siglo XV. Pero el quedarse anticuada la pequeña industria artesana por la gran industria, y la independización de los negocios financieros del comercio de géneros sólo acontecen hacia los finales del siglo. El desencadenamiento de la libre competencia lleva, por una parte, a terminar con el principio corporativo; por otra, al desplazamiento de la actividad económica a terrenos siempre nuevos, cada vez más alejados de la producción. Los pequeños negocios son absorbidos por los grandes, y éstos, dirigidos por capitalistas, que se dedican cada vez más a los negocios financieros. Los factores decisivos de la economía se vuelven cada vez más oscuros para la mayoría de la gente, y cada vez más difíciles de gobernar desde la posición del común de los hombres. La coyuntura adquiere una realidad misteriosa, pero, por ello, tanto más implacable; pesa como una fuerza superior e inevitable sobre la cabeza de los humanos. Los estratos inferiores y medios pierden, con su influencia en los gremios, el sentimiento de seguridad; mientras tanto los capitalistas no se sienten más seguros. No hay para ellos, cuando se quieren detener, ningún reposo; pero según van creciendo, se van metiendo cada vez en un terreno más peligroso. La segunda mitad del siglo presencia una ininterrumpida serie de crisis financieras; en 1557 hay la bancarrota del Estado en Francia y la primera en España; en 1575, la segunda en España. Estas catástrofes no sólo sacuden los cimientos de las casas comerciales principales, sino que significan la ruina de infinitas existencias menores.
El grande y tentador negocio es la transacción de los empréstitos estatales; pero dado el exceso de deudas de los príncipes, es a la vez el más peligroso. En el juego de azar participan ampliamente, además de los banqueros y de los especuladores profesionales, las clases medias, con sus depósitos en las bancas y sus inversiones en las bolsas, nacidas a la vida hacía poco. Como el numerario de los diversos banqueros resultaba insuficiente para las necesidades de capital de los monarcas, se comenzó entonces a utilizar, para conseguir créditos, el aparato de las bolsas en Amberes y Lyon[17]. En parte en relación con estas transacciones se desarrollan todas las formas posibles de la especulación bursátil: el comercio de efectos, los negocios a plazo, el arbitraje, los seguros[18]. Todo el Occidente es envuelto por un clima bursátil y una fiebre de especulación que todavía se acrece cuando las sociedades de comercio transoceánico inglesas y holandesas ofrecen al público la oportunidad de participar en sus ganancias, a menudo fantásticas. Las consecuencias para las grandes masas son catastróficas; el paro relacionado con el desplazamiento del interés desde la producción agrícola a la industrial, la superpoblación de las ciudades, la subida de los precios y el mantenimiento de los bajos salarios se hacen perceptibles por todas partes.
El punto más alto lo alcanza la inquietud social allí donde por de pronto se da la mayor acumulación de capital: en Alemania, y prende en la clase que había sido más descuidada: los campesinos. Estalla en contacto inmediato con el movimiento religioso de masas; en parte porque este movimiento está condicionado por la dinámica social de la época, en parte porque las fuerzas de la oposición se encuentran todavía del modo más fácil bajo la bandera de una idea religiosa. La revolución social y la religiosa no forman en modo alguno una unidad inseparable sólo bajo los anabaptistas. Voces de la época, como los exabruptos de un Ulrico de Hutten contra la economía monetaria y monopolista, los usureros y la especulación con la tierra, en una palabra, contra la Fuggerei, como él dice[19], permiten deducir que la intranquilidad se encuentra en un estadio todavía caótico e impreciso. Esta intranquilidad une a los estratos sociales a los que interesa más la revolución religiosa que la social con los que desde luego están más empeñados, o casi exclusivamente, en realizar la revolución social. Pero como estos elementos están siempre divididos, y el ambiente es tan medieval, todas las ideas imaginables se revisten del modo más natural de las formas de pensar y de sentir la fe religiosa. Esto explica el estado oscuro y febril, la general y vaga esperanza de salvación en que se acumulan motivos religiosos y sociales.
Pero es característico de la sociología de la Reforma el hecho de que el movimiento tuvo su origen en la indignación por la corrupción de la Iglesia, y que la codicia del clero, el negocio de las bulas y los beneficios eclesiásticos fueron la causa inmediata de que se pusiera en movimiento. Los oprimidos y explotados no querían renunciar a la idea de que las palabras de la Biblia que hablaban de la condenación de los ricos y hacían promesas a los pobres se refirieran sólo al Reino de los cielos. Pero los elementos burgueses que hacían con entusiasmo la guerra contra los privilegios feudales del clero no sólo se retiraron del movimiento tan pronto como consiguieron sus fines propios, sino que se opusieron a todo progreso que hubiera perjudicado a sus intereses en beneficio de los estratos inferiores. El protestantismo, que como movimiento popular comenzó sobre una ancha base, se apoyó principalmente en los señores territoriales y en los elementos burgueses. Parece que Lutero, con verdadero olfato político, juzgó tan desfavorablemente las opiniones de las clases revolucionarias, que poco a poco se puso totalmente de parte de aquellos estratos cuyos intereses estaban enlazados con el mantenimiento del orden y la autoridad. Así, pues, no sólo dejó a las masas en la estacada, sino que excitó a los príncipes y a sus seguidores contra “las mesnadas asesinas y rapaces de los campesinos”. Evidentemente quería a toda costa guardarse de toda apariencia de tener algo que ver con la revolución social.
La defección de Lutero tuvo, sin duda, un efecto catastrófico[20]. La escasez de testimonios directamente relacionados con esto tiene su explicación en que los traicionados, fuera de las filas de los anabaptistas, no tuvieron ningún portavoz propio. Pero la tenebrosa visión del mundo en esta época es sólo una expresión indirecta de la desilusión que amplios círculos debieron sentir ante la marcha de la Reforma. La conducta “razonable” de Lutero fue un terrible ejemplo de “política realista”. No sucedió entonces por primera vez que el ideal religioso sellara un compromiso con la vida práctica —toda la historia de la Iglesia cristiana parece un equilibrio entre lo que es de Dios y lo que es del César—, pero las concesiones anteriores fueron paulatinas, en transiciones apenas perceptibles, cuando el trasfondo del acontecer político en general se había mantenido invisible para el público. Mas la desviación del protestantismo ocurrió, por el contrario, a plena luz del día, en la época de la imprenta, de los folletos, del general interés y capacidad de juicio políticos. Los representantes espirituales de la época pueden haber sido completamente ajenos a la causa de los campesinos, e incluso haber representado intereses contradictorios, pero el espectáculo de la degeneración de una gran idea no pudo quedar sin efecto sobre aquéllos, aunque hubieran sido de opinión contraria a la Reforma. El punto de vista de Lutero en la cuestión de los campesinos era sólo un síntoma de la evolución que había de tomar toda idea revolucionaria en la era del absolutismo[21].
En la primera mitad del siglo —esto es, en la época de las guerras de religión, el Concilio de Trento y la Contrarreforma intransigente— el protestantismo significó para el Occidente no sólo un problema eclesiástico y confesional, sino también —como la Sofística en la Antigüedad, la Ilustración en el siglo XVIII y el socialismo en nuestros días— una cuestión de conciencia, ante la que no se puede cerrar ningún hombre moralmente responsable. Después de la Reforma no sólo no hubo ya ningún buen católico que no estuviera convencido de la corrupción de la Iglesia y de la necesidad de su purificación, sino que el efecto de las ideas que venían de Alemania fue mucho más profundo: se adquirió conciencia de la interioridad, supramundanidad y falta de compromiso perdidas en la fe cristiana, y se sintió una inextinguible nostalgia por su restauración. Lo que por todas partes excitaba y entusiasmaba a los buenos cristianos, y ante todo a los idealistas e intelectuales de Italia, era el antimaterialismo del movimiento reformista, la doctrina de la justificación por la fe, la idea de la comunión directa con Dios y del sacerdocio universal. Pero cuando el protestantismo se convirtió en la confesión de los príncipes interesados puramente en la política, y de la burguesía preocupada en primer lugar por la economía, y se puso en camino de convertirse en otra Iglesia, estos idealistas e intelectuales, que consideraban la Reforma como un movimiento puramente espiritual, se sintieron profundamente desilusionados.
El deseo de interiorización y profundización de la vida religiosa en ninguna parte era más fuerte que en Roma, y en ninguna parte se percibió mejor que aquí el peligro que la Reforma alemana significaba para la unidad de la Iglesia, si bien el foco de estos sentimientos e ideas no se encontraba en el círculo inmediato al Papa. Los jefes del movimiento reformista católico fueron, ante todo, humanistas ilustrados que pensaban de un modo muy progresista sobre la enfermedad de la Iglesia y la profundidad de la necesaria revisión, pero cuyo radicalismo se detenía ante la absoluta justificación de la legitimidad del Pontificado. Todos querían reformar la Iglesia desde dentro; pero querían reformarla, precisamente, por medio de la convocación de un concilio libre y general, del cual Clemente VII no quería saber nada, pues nunca se sabía lo que podía resultar de tal concilio. Hacia 1520 se formó en Roma el “Oratorio del Divino Amor”. Esta congregación debía ser un ejemplo de piedad y había de estimular la reforma de la Iglesia. Muchos de los más sabios y prestigiosos miembros del clero romano, como Sadoleto, Giberti, Thiene y Caraffa, pertenecían a él. El sacco de Roma puso fin también a esta empresa; el círculo se disolvió y se tardó tiempo hasta que las fuerzas volvieron a reunirse. El movimiento fue continuado en Venecia, donde sus mantenedores fueron Sadoleto, Contarini y Pole. Allí, como también más tarde en Roma, el objetivo de los afanes era la conciliación con el luteranismo y la salvación para la Iglesia Católica del contenido moral de la Reforma, es decir, de la doctrina de la justificación por la fe.
De estos círculos humanísticos, pero interesados en primer lugar en cuestiones religiosas, estaban muy cerca Vittoria Colonna y sus amigos, a los que desde 1538 también pertenecía Miguel Angel. El pintor portugués Francisco de Holanda, en sus Diálogos de la pintura (1539), describe el entusiasmo religioso de este grupo, en el que fue introducido por un amigo, y cuenta, entre otras cosas, sus reuniones en la iglesia de San Silvestre de Monte Cavallo, donde un teólogo entonces famoso explicaba las Epístolas de San Pablo. En este ambiente que rodeaba a Vittoria Colonna recibió Miguel Angel, sin duda, los estímulos que le condujeron a un renacimiento religioso y al espiritualismo del estilo de su vejez. La evolución religiosa que experimentó es completamente típica de la época de transición entre el Renacimiento y la Contrarreforma; lo único extraordinario fue lo apasionado de su evolución íntima y lo riguroso de la expresión que alcanza en sus obras. Miguel Angel parece haber sido ya en su juventud muy sensible a los estímulos religiosos. La personalidad y el fin de Savonarola dejaron en él una impresión inextinguible. Durante toda su vida proclamó frente al mundo un alejamiento que tuvo sin duda su origen en aquella experiencia. Con la edad, su piedad se hizo más profunda; se volvió cada vez más ardiente, rigurosa, exclusiva, hasta que llenó su alma por completo, y no sólo borró sus ideales renacentistas, sino que lo llevó a dudar del sentido y el valor de toda su actividad artística. El cambio no se realizó por completo y de una vez, sino paso a paso. Ya en las tumbas de los Médici y en las pechinas de la bóveda de la Sixtina se pueden descubrir los signos de una concepción artística manierista, turbada en su sentimiento de armonía. En el Juicio final (1534-1541) el nuevo espíritu domina ya sin limitación alguna; ya no es un monumento de belleza y perfección, de fuerza y juventud lo que surge, sino una imagen de la confusión y la desesperación, un grito de liberación del caos, que de repente amenaza con devorarlo todo. El deber de entrega, de purificación de todo lo terrenal, corpóreo y sensual, domina la obra. La armonía espacial de las composiciones renacentistas ha desaparecido. Es un espacio irreal, discontinuo, ni visto unitariamente ni construido con un patrón unitario, aquel en que se mueve la representación. La infracción consciente y ostentosa de los antiguos principios de ordenación, la deformación y desintegración de la imagen renacentista del mundo, se manifiestan a cada paso, ante todo en la renuncia al efecto de perspectiva ilusionista. Uno de los más visibles signos de ello es que las figuras superiores de la composición estén sin reducir de tamaño, es decir, representadas mucho más grandes en comparación con las de abajo[22]. El Juicio final de la Sixtina es la primera creación artística de la época moderna que no es “bella” y que apunta a aquellas obras de arte de la Edad Media que aún no son hermosas, sino sólo expresivas. Pero la obra de Miguel Angel es, con todo, muy diversa de ellas; es una protesta de violento éxito contra la forma hermosa, terminada y sin mácula, un manifiesto cuya falta de forma tiene en sí algo de agresivo y autodestructor. La obra de Miguel Angel niega no sólo los ideales artísticos que los Botticelli y los Perugino intentaron realizar en el mismo espacio, sino también los fines que Miguel Angel persiguió antaño en las representaciones del techo de la misma capilla, y rechaza aquellas ideas de belleza a las que debe toda la capilla su existencia y toda la arquitectura y artes figurativas del Renacimiento su origen. Y no se trata del experimento de un excéntrico irresponsable, sino de una obra creada por el más prestigioso artista de la Cristiandad, que había de decorar el lugar más importante que el mundo cristiano tenía, el muro principal de la capilla doméstica del Papa. Era todo un mundo el que estaba en trance de perecer.
Los frescos de la Cappella Paolina, la Conversión de San Pablo y la Crucifixión de San Pedro (1542-1549), representan la fase siguiente en el desarrollo. Del orden armonioso del Renacimiento ya no queda aquí ni la más ligera huella. Las figuras tienen en sí algo de falta de libertad, de ensoñadora abulia; parece como si se encontraran bajo una presión misteriosa e inevitable, bajo una carga de inescrutable origen. Las zonas de espacio vacías alternan con otras siniestramente llenas; trozos de abandonado desierto están metidos entre aglomeraciones humanas, comprimidos como en una pesadilla. La unidad óptica, la coherencia continua del espacio, han desaparecido; la profundidad espacial no está construida gradualmente, sino como lanzada de repente; las diagonales se trazan a través del plano de la representación y perforan hoyos abismales en el fondo. Los coeficientes espaciales de la composición parecen estar allí sólo para expresar la desorientación y extrañamiento de las figuras. Figura y espacio, hombre y mundo no están ya en relación. Los portadores de la acción pierden todo carácter individual; los signos de la edad, del sexo, de los temperamentos, se confunden; todo tiende a la generalidad, a la abstracción, al esquematismo. El sentido de la personalidad desaparece junto a la inaudita significación de ser hombre. Después de la terminación de los frescos de la Cappella Paolina ya no produjo Miguel Angel ninguna obra grande; la Pietà en el Duomo de Florencia (1550-1555) y la Pietà Rondanini (1556-1564) son, con los dibujos de una crucifixión, toda la producción artística de los últimos quince años de su vida, y también estas obras se limitan a sacar las consecuencias de la decisión ya antes tomada. En la Pietà Rondanini ya no hay, como dice Simmel, “ninguna materia contra la que el alma tenga que defenderse. El cuerpo ha renunciado a la lucha por su propio valor; los fenómenos carecen de cuerpo”[23]. La obra apenas es ya una creación artística; es más bien la transición entre una obra de arte y una confesión extática, una ojeada única a aquella zona transicional del alma en que la esfera estética se toca con la metafísica, y la expresión, vacilando entre la sensualidad y la suprasensualidad, parece escaparse del espíritu por la violencia. Lo que al cabo surge está cerca de la nada; es informe, átono, inarticulado.
El fracaso de las negociaciones religiosas de Contarini en la Dieta imperial de Ratisbona en el año 1541 señala el fin del primer período “humanístico” del movimiento católico de reforma. Los días de los ilustrados, filantrópicos y tolerantes Sadoleto, Contarini y Pole están contados. Triunfa en toda la línea el principio del realismo. Se ha demostrado que los idealistas son incapaces de dominar la realidad. Paulo III (1534-1549) representa ya la transición de un Renacimiento cauteloso a una Contrarreforma intolerante. En 1542 se crea la Inquisición; en 1543, la censura de imprenta; en 1545 se abre el Concilio de Trento. El fracaso de Ratisbona trae como consecuencia una actitud militante, y conduce a la restauración del catolicismo mediante la autoridad y la fuerza. Comienza la persecución de los humanistas en las filas del alto clero. El nuevo espíritu fanático y antirrenacentista se anuncia por todas partes, sobre todo en nuevas fundaciones de Ordenes, nueva ascética, la aparición de nuevos santos, como San Carlos Borromeo, San Felipe Neri, San Juan de la Cruz y Santa Teresa[24]. Pero nada es más característico de la orientación que las cosas toman que la fundación de la Compañía de Jesús, que se convertirá en modelo de rigorismo en la fe y en la disciplina eclesiástica y pasará a ser la primera realización del pensamiento totalitario. Con su principio de la santificación de los medios por los fines significa el triunfo pleno de la idea de la política realista y expresa de la manera más precisa los rasgos fundamentales del espíritu del siglo.
La teoría y el programa del realismo político fueron desarrollados por vez primera por Maquiavelo; en él se encuentra la clave de toda la visión del mundo del Manierismo, que lucha con esta idea. Pero Maquiavelo no inventó el “maquiavelismo”, esto es, la separación de la práctica política y los ideales cristianos; cualquier pequeño príncipe renacentista era ya un maquiavélico nato. Sólo la doctrina del racionalismo político adquirió en él la primera formulación, y sólo la práctica planeada de modo realista halló en él su primer abogado objetivo. Maquiavelo fue sólo un exponente y un portavoz de su época. Si su doctrina no hubiera sido más que una ocurrencia chocante de un filósofo ingenioso y cruel, no habría tenido los efectos destructores que en realidad tuvo, los cuales removieron la conciencia de todo hombre moral. Y si se hubiera tratado sólo de los métodos políticos de los pequeños tiranos italianos, seguramente sus escritos no hubieran conmovido los ánimos más profundamente que las historias fantásticas que se difundieron sobre las costumbres de estos tiranos. Mientras tanto, la historia produjo ejemplos más demostrativos que los crímenes del bandolero y envenenador que Maquiavelo presentó como modelo. Pues ¿qué era Carlos V, el protector de la Iglesia Católica, al amenazar la vida del Santo Padre y destruir la capital de la Cristiandad, sino un realista sin escrúpulos? Y ¿qué otra cosa era Lutero, el fundador de la religión popular por excelencia, que luego entregaba el pueblo a los señores y dejaba que la religión de la interioridad se convirtiese en el credo de la clase social más hábil para la vida y más decididamente mundana? ¿E Ignacio de Loyola, que hubiera crucificado a Cristo de nuevo, si las doctrinas del Resucitado, como en la leyenda de Dostoyevsky, hubieran amenazado la subsistencia de la Iglesia? ¿Y cualquier apreciado príncipe de la época, que ofrendaba el bienestar de sus depauperados súbditos a los intereses de los capitalistas? Y ¿qué fue en último término toda la economía capitalista, sino una ilustración de la teoría de Maquiavelo? ¿No demostraba ella bien claro que la realidad obedecía a su propia y estricta necesidad interna, y que, frente a la implacable lógica de ésta, toda idea era impotente, y que había de adaptarse a ella o ser si no por ella destruida?
Es imposible sobreestimar la importancia de Maquiavelo para sus contemporáneos y para la primera y aun segunda generación inmediatamente siguientes. El siglo quedó aterrorizado al encontrarse con el primer psicólogo del desvelamiento, el precursor de Marx, Nietzsche y Freud, y se halló profundamente revolucionado. Basta con pensar en el drama inglés de la época isabelina y jacobina, en el que Maquiavelo se convierte en figura viva, en personificación de todo disimulo y astucia, y su nombre propio pasa a ser el apelativo de “maquiavelo”, para hacerse una idea de en qué medida ocupó la fantasía de los hombres. No fueron las violencias de los tiranos las que causaron la conmoción general, ni la alcahuetería de sus poetas áulicos la que llenó el mundo de desencanto, sino la justificación de sus métodos por un hombre que hacía valer junto a la filosofía de la fuerza el evangelio de la clemencia, junto al derecho del hábil también el del noble, junto a la moral del “zorro” también la del “león”[25]. Desde que hubo señores y súbditos, amos y criados, explotadores y explotados, hubo también dos distintos órdenes de patrones morales, uno para los poderosos y otro para los débiles. Maquiavelo fue sólo el primero que puso ante la conciencia de los hombres este dualismo moral e intentó justificar que en los asuntos de Estado valen otras máximas de actuación que en la vida privada, y que, en primer lugar, los principios morales cristianos de fe dada y verdad no son absolutamente obligatorios para el Estado y para los príncipes. El maquiavelismo, con su doctrina de la doble moral[26], tiene un único paralelo en la historia de la humanidad occidental, y es la doctrina de la doble verdad, que escindió la cultura de la Edad Media y dio paso a la época del nominalismo y naturalismo. En el momento que tratamos ocurrió en el mundo moral un corte análogo al que hubo entonces en el intelectual, pero la conmoción esta vez fue tanto más grande cuanto más vitales eran los valores de que se trataba. El corte fue en realidad tan profundo, que un conocedor de todas las producciones literarias importantes de la época podría determinar si una obra fue compuesta antes o después de que el autor conociera las ideas de Maquiavelo. Para familiarizarse con ellas no era, por lo demás, en absoluto necesario leer las obras del propio Maquiavelo, cosa que hicieron los menos. La idea del realismo político y de la “doble moral” era propiedad común, que pasó a las gentes de las maneras menos controlables. Maquiavelo hizo escuela en todas las zonas del vivir, aunque luego se exageró, encontrando discípulos del diablo incluso donde nunca los hubo; todo mentiroso parecía hablar la lengua de Maquiavelo; toda persona aguda era sospechosa.
El Concilio de Trento se convirtió en la alta escuela del realismo político. Tomó con fría objetividad las medidas que parecían adecuadas para adaptar las organizaciones de la Iglesia y los fundamentos de la fe a las condiciones y exigencias de la vida moderna. Los directores espirituales del Concilio quisieron trazar una frontera clara entre la ortodoxia y la herejía. Si ya no se podía disimular la secesión, al menos se debía impedir la ulterior difusión del mal. Se reconoció que, dadas las circunstancias, era más razonable acentuar las antítesis que velarlas, y aumentar frente a los creyentes las exigencias que reducirlas. La victoria de esta concepción significó el fin de la unidad del Cristianismo occidental[27]. Con todo, inmediatamente después de la conclusión de las sesiones tridentinas, que duraron diez y ocho años, se estableció otro patrón político, dictado por un profundo sentido realista, que atenuó esencialmente el rigorismo de los años conciliares, especialmente en cuestiones artísticas. Ya no había que temer confusiones en cuanto a la interpretación de la ortodoxia: ahora se trataba de iluminar la severidad del catolicismo militante, de ganar también a los sentidos para la fe, de hacer más atractivas las formas del culto, y de convertir la Iglesia en una casa magnífica y agradable. Estas fueron tareas a las que sólo el Barroco pudo atender —pues durante la época del Manierismo las decisiones rigoristas del Tridentino se mantuvieron en vigor—; pero fueron los mismos principios del realismo objetivo y frío los que en un caso señalaron el camino del rigor ascético y en otro el de la adulación a los sentidos.
Con la convocatoria del Concilio cesó el liberalismo de la Iglesia respecto del arte. La producción artística de la Iglesia fue puesta bajo la vigilancia de teólogos, y los pintores habían de atenerse, especialmente en las empresas mayores, estrictamente a las indicaciones de sus consejeros espirituales. Giovanni Paolo Lomazzo, la mayor autoridad de la época en cuestiones teórico-artísticas, pide expresamente que el pintor, al representar temas religiosos, se haga aconsejar por teólogos[27 bis]. Taddeo Zuccari se atiene en Caprarola a las prescripciones recibidas hasta en la elección de los colores, y Vasari no sólo no tiene nada que decir contra las direcciones que durante su trabajo en la Cappella Paolina recibe del erudito dominico Vincenzo Borghini, sino que se siente incómodo cuando Borghini no está cerca de él[28]. El contenido conceptual de los ciclos de frescos y de los retablos manieristas es generalmente tan complicado, que incluso en los casos en que no está atestiguada la colaboración de los pintores con los teólogos, debemos suponerla. Así como en el Concilio de Trento la teología medieval no sólo recupera sus derechos, sino que profundiza su influjo, mientras que muchas cuestiones, cuya explicación había sido en la Edad Media entregada a la escolástica, se resuelven ahora de un modo autoritario[29], la elección de los medios artísticos también es prescrita por las autoridades eclesiásticas en muchos aspectos más estrictamente que en la Edad Media, cuando en la mayoría de los casos se dejaba la cosa tranquilamente a la decisión de los artistas. Ante todo se prohíbe tener en las iglesias obras de arte que estén influidas o inspiradas por errores religiosos doctrinales. Los artistas han de atenerse exactamente a la forma canónica de las historias bíblicas y a la exposición oficial de las cuestiones dogmáticas. Andrea Gilio reprocha en el Juicio final de Miguel Angel el Cristo sin barba, la mitológica barca de Caronte, los gestos de los santos, que, en su opinión, convendrían en una corrida de toros, la disposición de los ángeles del Apocalipsis, que contra la Escritura, están unos junto a otros, en lugar de distribuidos en los cuatro ángulos del cuadro, etc. Veronese es acusado ante el tribunal de la Inquisición porque en su cuadro Banquete en casa de Leví las personas citadas en la Biblia se completan con toda clase de motivos caprichosamente elegidos, como enanos, perros, un bufón con un loro y otras cosas. Las decisiones del Concilio prohiben las representaciones de desnudos, así como la exhibición de representaciones excitantes, inconvenientes y profanas en los lugares sagrados. Todos los escritos sobre arte religioso que aparecen después del Concilio de Trento, así, en primer lugar, el Dialogo degli errore dei pittori, de Gilio (1564) y el Riposo, de Rafael Borghini (1584), atacan toda desnudez en el arte eclesiástico[30]. Gilio desea que el artista, incluso en los casos en que una figura ha de representarse desnuda según el relato de la Biblia, lleve al menos un paño de pureza. San Carlos Borromeo hace retirar de los lugares sagrados, en todo el ámbito de su influencia, las representaciones que le parecen indecentes. El escultor Ammanati reniega, al cabo de una vida llena de triunfos, de los desnudos, en sí muy inocentes, de su juventud. Pero nada es más significativo del espíritu intolerante de esta época que el trato que se da al Juicio final de Miguel Angel. Paulo IV encarga en 1559 a Daniele da Volterra revestir las figuras desnudas del fresco que parecieran especialmente provocativas. Pío V hace en 1566 desaparecer otros fragmentos indecentes. Clemente VIII quiere por fin hacer destruir todo el fresco, y sólo es detenido en sus planes por un memorial de la Academia di San Lucca. Pero más curiosa todavía que la conducta de los Papas es que también Vasari, en la segunda edición de sus Vite, condena la desnudez de las figuras en el Juicio final como indecente, considerado el sitio a que estaban destinadas. Estos años de cambios bruscos han sido designados como las “horas natales de la gazmoñería”[31]. Como es sabido, son las culturas aristocráticas u orientadas hacia cimas supraterrenas las que desdeñan la representación del desnudo; pero “gazmoñas” no eran ni la sociedad aristocrática de los inicios de la Antigüedad ni la cristiana de la Edad Media. Evitaban el desnudo, pero no se asustaban de él, y tenían desde luego una relación mucho más clara con el cuerpo como para andar con la “hoja de parra” a la vez velando y acentuando la sexualidad. La ambigüedad de los sentimientos eróticos aparece sólo con el Manierismo y pertenece a la escisión de esta cultura, que reúne en sí misma las mayores antítesis: el sentimiento más espontáneo con la más insoportable afectación, la más estricta fe en la autoridad con el individualismo más caprichoso, y las representaciones más castas con las formas más desenfrenadas del arte. Pero la gazmoñería no es sólo la reacción consciente contra la tentadora lascivia del arte independiente de la Iglesia, tal cual es cultivado en la mayoría de las cortes, sino que es una forma de la misma lascivia reprimida.
El Concilio de Trento rechazaba el formalismo y el sensualismo del arte en todos los aspectos. Gilio, según el espíritu del Concilio, se lamenta de que los pintores ya no se ocupen del tema y quieran sólo hacer brillar su habilidad virtuosista. La misma oposición contra el virtuosismo y la misma exigencia de un contenido de sentimiento inmediato se expresan también en la purificación de la música eclesiástica por el Concilio, esto es, la subordinación de la forma musical al texto y en el reconocimiento de absoluto valor de modelo a Palestrina. Pero, a diferencia de la Reforma, el Tridentino no fue, a pesar de su rigorismo moral y de su posición antiformalista, en modo alguno opuesto al arte. La conocida sentencia de Erasmo —ubicumque regnat Lutheranismus, ibi literarum est intentus— no se puede aplicar en modo alguno a las decisiones conciliares. Lutero veía en la poesía, a lo sumo, una sierva de la teología, y en las obras de las artes plásticas no podía descubrir absolutamente nada digno de alabanza; condenó la “idolatría” de la Iglesia católica, lo mismo que el culto de las efigies de los paganos, y tenía aquí ante los ojos no sólo las imágenes del Renacimiento, que en realidad muchas veces no tenían apenas que ver con la religión, sino la expresión en general del sentimiento religioso mediante el arte, la “idolatría” que él descubría ya en la simple decoración de las iglesias con imágenes. Todos los movimientos heréticos de la Edad Media tenían en el fondo una actitud iconoclasta. Tanto los albigenses y los valdenses como los lolardos y husitas condenan la profanación que la fe recibe del esplendor del arte[32]. Entre los reformadores —especialmente en Carlostadio, que hizo quemar en Wittenberg, en 1521, las imágenes de los santos; en Zuinglio, que en 1524 movió a los magistrados de Zurich para que retiraran las obras de arte de las iglesias y las hicieran destruir; en Calvino, que no halla ninguna diferencia entre orar a una imagen y el placer que se siente ante una obra de arte[33]; y, finalmente, en los anabaptistas, cuyo odio al arte es una parte de su odio a la cultura— el recelo de los herejes anteriores contra el arte se convierte en una verdadera iconofobia. Sus condenaciones del arte no sólo son mucho más intransigentes y consecuentes que, por ejemplo, la actitud de Savonarola, que en realidad no era una actitud iconoclasta, sino purificadora[34], sino, más aún, que el propio movimiento iconoclasta bizantino, que, como sabemos, no se dirigió tanto contra las imágenes mismas cuanto contra los explotadores de su culto.
La Contrarreforma, que aseguró al arte en el culto la parte mayor que se puede imaginar, no quería sólo seguir fiel a la tradición cristiana de la Edad Media y del Renacimiento, para acentuar con ello su oposición al protestantismo, siendo amiga del arte cuando los herejes eran enemigos de él, sino que quería servirse del arte, ante todo, como arma contra las doctrinas de la herejía. El arte, gracias a la cultura estética del Renacimiento, había ganado muchísimo también como medio de propaganda; se hizo mucho más dúctil, soberano y útil para la finalidad de la propaganda indirecta, de manera que la Contrarreforma poseía en él un instrumento de influencia desconocido para la Edad Media con tales efectos. Si hay que ver la expresión artística primigenia e inmediata de la Contrarreforma en el Manierismo o en el Barroco, es cuestión en que las opiniones se dividen[35]. Cronológicamente está más cerca de la Contrarreforma el Manierismo, y la orientación espiritualista de la época tridentina halla en él una expresión más pura que en el Barroco, que se complace en los sentidos. El programa artístico de la Contrarreforma —la propaganda del catolicismo en las amplias masas populares mediante el arte— fue, sin embargo, sólo realizado por el Barroco. Los miembros del Concilio Tridentino no soñaban, desde luego, con un arte que, como el Manierismo, estuviera dirigido a un reducido estrato de intelectuales, sino con un arte popular, como llegó a serlo el Barroco. En la época del Concilio, el Manierismo era la forma más difundida y viviente de arte, pero no representaba precisamente la orientación mejor adecuada para resolver los problemas artísticos de la Contrarreforma. El hecho de que tuviera que ceder el paso al Barroco se explica ante todo por su ineptitud para resolver los problemas eclesiásticos en el sentido de la Contrarreforma.
Los artistas del Manierismo hallaron, por lo demás, en las doctrinas de la Iglesia sólo un débil apoyo. Las orientaciones del Concilio no ofrecían a los artistas ningún sustitutivo de su anterior incorporación dentro del sistema de la cultura cristiana y del orden social corporativo. Pues, aparte de que aquellas orientaciones eran más bien de naturaleza negativa que positiva, y de que fuera del arte religioso los artistas no tenían a su disposición instrucción alguna, los eclesiásticos tenían que darse cuenta de que, dada la estructura diferenciada del arte de su época, podían fácilmente destruir la efectividad de los medios de que querían valerse si eran demasiado rígidos con ellos. No se podía pensar, en las circunstancias existentes, en una regulación inequívocamente hierática de la producción artística que hubiera sido comparable a la de la Edad Media. Los artistas no podían, aun cuando fueran todavía excelentes cristianos y naturalezas profundamente religiosas, renuncias sin más a los elementos mundanos y paganos de la tradición artística; tenían que sentir que la íntima contradicción existente entre los diversos factores de sus medios expresivos no estaba resuelta y era aparentemente insoluble. Los que no estaban en condiciones de soportar el peso de este conflicto buscaban refugio o en la embriaguez del arte o, como Miguel Angel, en “los brazos de Cristo”. Pues también la solución de Miguel Angel era realmente una huida. ¿Qué artista medieval se hubiera como él sentido obligado a renunciar a la creación artística a causa de su experiencia de Dios? Cuanto más profundos fueran sus sentimientos religiosos, más profunda era la fuente de que podía sacar su inspiración artística. Y no sólo porque fuera un creyente verdaderamente cristiano, sino también porque era un artista efectivamente creador. Si cesaba de producir arte, era que ya no era nada. Por el contrario, Miguel Angel, aun cuando ya no creaba más obras de arte, seguía siendo un hombre muy interesante, tanto a los ojos del mundo como a los suyos propios. En la Edad Media no se hubiera podido llegar a un conflicto de conciencia como el de Miguel Angel, en primer lugar porque para un artista apenas era imaginable servir a Dios de otra manera que con su arte, y, además, también porque la rígida ordenación social de la época no ofrecía a un hombre ninguna posibilidad de existencia fuera de su oficio. En el siglo XVI, por el contrario, un artista podía ser rico e independiente, como Miguel Angel, o hallar aficionados extravagantes, como Parmigianino, o también estar dispuesto a aceptar fracaso tras fracaso, llevando una existencia problemática y apartada de la sociedad organizada, pero fiel a una idea, como Pontormo.
El artista de la época manierista había perdido casi todo lo que había podido contener al artista artesano de la Edad Media y en muchos aspectos todavía al artista renacentista que se estaba emancipando de la artesanía: una posición determinada en la sociedad, la protección del gremio, la unívoca relación respecto a la Iglesia, la relación en conjunto no problemática con la tradición. La cultura del individualismo le ofrecía infinitas posibilidades que estaban cerradas al artista en la Edad Media, pero le colocaba en un vacío de libertad en el que muchas veces estaba a punto de perderse. En la crisis espiritual del siglo XVI, que empujó a los artistas hacia una orientación nueva en cuanto a su imagen del mundo, ellos no estaban en condiciones ni de entregarse sin más a un guía externo ni de abandonarse por completo al propio impulso interior. Estaban divididos entre la imposición y la libertad, y se encontraban indefensos frente al caos que amenazaba el orden del mundo espiritual. En ellos se nos presenta por primera vez el artista moderno, con su escisión interna, su hambre de vida, su huida del mundo y su rebeldía sin piedad, su subjetividad exhibicionista y su último guardado secreto. A partir de este momento aumentan de día en día, entre los artistas, el raro, el excéntrico, el psicópata. Parmigianino se entrega a la alquimia en los últimos años de su vida, se vuelve melancólico y presenta un aspecto exterior completamente lamentable. Pontormo padece desde su juventud graves depresiones, y con los años se vuelve cada vez más misántropo y arisco[36]. Rosso termina en el suicidio; Tasso muere en la locura; el Greco pasa el claro día tras las ventanas con las cortinas echadas[37], para ver cosas que un artista del Renacimiento no hubiera sido capaz de ver a plena luz del día, pero sí hubiera visto, si eran visibles, un artista de la Edad Media.
En la teoría del arte ocurre un cambio que corresponde a la general crisis intelectual. Frente al naturalismo, o, como se diría en terminología filosófica, el “dogmatismo ingenuo” del Renacimiento, el Manierismo plantea por primera vez, en relación con el arte, la cuestión de la teoría del conocimiento: se experimenta de pronto como problema la relación del arte con la naturaleza[38]. Para el Renacimiento la naturaleza era el origen de la forma artística; el artista adquiría ésta mediante un acto de síntesis, el reunir y unificar elementos de belleza dispersos en la naturaleza. La forma artística, aunque creada por el sujeto, estaba para ellos prefigurada en el objeto. El Manierismo abandonó esta teoría de la copia; el arte crea, según la nueva doctrina, no según la naturaleza, sino como la naturaleza. Tanto en Lomazzo[39] como en Federico Zuccari[40] el arte tiene un origen espiritual espontáneo. Según Lomazzo, el genio artístico obra en el arte como el genio divino en la naturaleza; para Zuccari la idea artística —el disegno interno— es la manifestación de lo divino en el alma del artista. Zuccari es el primero que plantea expresamente la cuestión de dónde le viene al arte su contenido de verdad, de dónde procede la coincidencia de las formas del espíritu y de las formas de la realidad, el problema si la “idea” del arte no procede de la naturaleza. La respuesta es que las formas verdaderas de las cosas surgen en el alma del artista a consecuencia de una participación inmediata en el espíritu divino. El criterio de certeza lo forman, como ya en la Escolástica, y más tarde en Descartes, las ideas innatas o impresas por Dios en el alma humana. Dios crea una coincidencia entre la naturaleza que produce las cosas reales y el hombre que crea las cosas artísticas[41]. Pero en Zuccari está muy acentuada la espontaneidad del espíritu no sólo como en los escolásticos, sino también como en Descartes. El espíritu humano había llegado ya en el Renacimiento a la conciencia de su naturaleza creadora, y la derivación divina de su espontaneidad sirve, según la idea del Manierismo, a su suprema justificación. La ingenua relación de sujeto y objeto entre artista y naturaleza en que el Renacimiento se quedó, se ha perdido; el genio se siente no retenido y necesitado de integración. La doctrina, surgida en el Renacimiento, del individualismo e irracionalismo de la creatividad artística, ante todo la tesis de que el arte no es aprendible ni enseñable y de que el artista nace, llega a su formulación más extremada en la época del Manierismo, y precisamente en Giordano Bruno, que habla no sólo de la libertad de la creación artística, sino de su falta de reglas. “La poesía no nace de las reglas —dice—, sino que las reglas derivan de la poesía; y así, existen tantas normas cuantos son los buenos poetas”[42]. Es ésta la doctrina estética de una época que aspira a unir la idea del artista inspirado por Dios con la del genio dueño de sí mismo.
El antagonismo existente entre las reglas y la no existencia de ellas, entre la sujeción y la libertad, entre la objetividad divina y la humana subjetividad, que domina en esta doctrina, se expresa también en el cambio de la idea de “academia”. El origen y sentido primitivo de las academias era liberal; sirvieron a los artistas como medio para emanciparse del gremio y para levantarse sobre la clase de los artesanos. Los miembros de las academias fueron más pronto o más tarde, en todas partes, exentos de pertenecer a un gremio y de atenerse a las limitaciones de los ordenamientos gremiales. En Florencia disfrutaban los miembros de la Academia del Disegno, ya desde 1571, estos privilegios. Pero las academias tenían no sólo una finalidad representativa, sino también de enseñanza; tenían que sustituir a los gremios no sólo como corporaciones, sino también como establecimientos docentes. En cuanto tales, empero, resultaron ser sólo otra forma de la vieja institución, estrecha y enemiga del progreso. La enseñanza fue regulada en las academias de modo incluso más estrechos que en los gremios. La marcha de las cosas se orientó inconteniblemente hacia el ideal de un canon de estudios, que si es verdad que se realiza por primera vez en Francia y en el siguiente período estilístico, tiene aquí su origen. Contrarreforma, autoridad, academicismo y manierismo forman distintos aspectos del mismo espíritu, y no es ninguna casualidad que Vasari, el primer manierista consciente de sus objetivos, sea a la vez el fundador de la primera academia regular de arte. Las organizaciones de tipo académico anteriores representaban simples improvisaciones: surgieron a la vida sin ningún plan sistemático de estudios, se limitaban en general a una serie de cursos nocturnos desordenados, y consistían en un grupo impreciso de maestros y discípulos. Por el contrario, las Academias de la época manierista eran instituciones perfectamente organizadas[43], y la relación de maestro y discípulo estaba tan perfectamente determinada, aunque regulada por otros principios, como la relación de maestro y aprendiz en los talleres gremiales.
Los artistas formaban en muchos sitios, junto a los gremios, asociaciones religiosas y caritativas organizadas de modo liberal, las llamadas hermandades; también había una de éstas en Florencia, la Compagnia di San Luca, y Vasari se apoyó en ella cuando impulsó en 1561 al Gran Duque Cosme I a fundar la Academia del Disegno. A diferencia de la organización impuesta de los gremios, y de acuerdo con el principio electivo de las hermandades, ser miembro de la academia de Vasari significaba un título de honor que sólo se concedía a artistas independientes y creadores. Una educación completa y variada estaba entre las condiciones indispensables para ser admitido. El Gran Duque y Miguel Angel eran capi de la institución; Vincenzo Borghini pasó a ser luogo tenente, esto es, fue nombrado presidente; como miembros fueron elegidos treinta y seis artistas. Los profesores tenían que enseñar a un cierto número de jóvenes, parte en sus propios talleres, parte en los locales de la Academia. Cada año, además, tres maestros, actuando como visitatori, tenían que inspeccionar el trabajo de los giovani en las diversas botteghe de la ciudad. Así, pues, la enseñanza en el taller no cesó en modo alguno, y sólo las materias auxiliares teóricas, como geometría, perspectiva, anatomía, habían de ser enseñadas en cursos de tipo escolar[44].
En 1593, por iniciativa de Federico Zuccari, la Academia romana de San Luca fue elevada a la categoría de escuela de arte con local fijo y enseñanza organizada, y como tal sirvió de modelo a todas las fundaciones posteriores. Pero también esta academia, como la de Florencia, siguió siendo una asociación honorífica, y no era un centro de enseñanza en el sentido moderno[45]. Es verdad que Zuccari tenía ideas muy concretas y ejemplares con respecto a las academias sobre la misión y los métodos que había de seguir una escuela de arte; pero el modo de enseñar al estilo artesano estaba todavía tan profundamente arraigado en su generación, que no pudo hacer triunfar sus planes. En Roma, desde luego, la finalidad educativa estaba más en primer plano que en Florencia, donde lo predominante eran los objetivos de política artística y de organización profesional[46], pero también en Roma lo conseguido quedó muy por detrás de lo planeado. Zuccari señala en su discurso de apertura, que, de modo muy significativo, contiene también una exhortación a la virtud y a la piedad, la importancia de las conferencias y discusiones sobre cuestiones de teoría del arte. En primer lugar, entre los problemas tratados está el de la polémica sobre el rango de las artes, tan de actualidad desde el Renacimiento, y la definición del concepto fundamental y palabra mágica de toda la teoría manierista: el disegno, es decir, el dibujo, el plan, la idea artística. Las conferencias de los miembros de la Academia se publican también más tarde y se ponen al alcance del público en general; a partir de ellas se desarrollan las famosas conférences de la Academia de París, que habían de representar un papel tan importante en la vida artística de los dos siglos siguientes. Pero las tareas de las academias de arte no estaban en modo alguno limitadas a la organización profesional, la educación artística y las explicaciones estéticas; ya la institución de Vasari se convirtió en una entidad consultiva sobre todas las cuestiones artísticas imaginables; se le preguntaba cómo habían de ser expuestas las obras de arte, se le pedían recomendaciones de artistas, aprobación de planos arquitectónicos, confirmación de permisos de exportación.
Durante tres siglos el academicismo dominó la política artística oficial, el fomento público de las artes, la educación artística, los principios conforme a los que se adjudicaban premios y estipendios, las exposiciones, y, en parte, también la crítica de arte. Al academicismo hay que atribuir, en primer lugar, el que la tradición orgánicamente desarrollada de los tiempos anteriores fuera sustituida por el convencionalismo de los modelos clásicos y la imitación ecléctica de los maestros del Renacimiento. Sólo el naturalismo del siglo XIX consiguió remover el prestigio de las academias y orientar con novedad la teoría del arte, que desde su creación estaba planteada de modo clasicista. Es verdad que en la misma Italia la idea de academia nunca experimentó el anquilosamiento y la estrechez a que fue sometida en su trasplante a Francia; pero las academias poco a poco adquirieron también en Italia un carácter más exclusivo. En un principio la pertenencia a estas instituciones había sencillamente de diferenciar a los artistas de los artesanos manuales; pronto, empero, el academicismo se convirtió en un medio de realzar a una parte de los artistas, precisamente a los más ilustrados y materialmente independientes, por encima de los elementos menos cultos y menos adinerados. La educación que las academias presuponían en los artistas reconocidos tendía cada vez más a ser un criterio de distinción social. Antes, en el Renacimiento, algunos artistas recibieron, ciertamente, honores extraordinarios, pero la gran mayoría llevaba una existencia relativamente modesta, aunque asegurada; ahora todo pintor reconocido es un professore del disegno, y ya no es ninguna rareza entre los artistas un cavaliere. Tal diferenciación no sólo es adecuada para destruir la unidad social de los artistas y dividir a éstos en estratos diversos y completamente extraños entre sí, sino que tiene también como consecuencia que el más elevado de estos estratos se identifique con la aristocracia del público, en lugar de hacerlo con el resto de los artistas. La circunstancia de que también aficionados y profanos fueran elegidos miembros de las academias artísticas crea entre los círculos ilustrados del público y de los artistas una solidaridad de la que no hay ejemplo en la anterior historia del arte. La aristocracia florentina tiene múltiples representantes en la Academia del Disegno, y esta función crea en ella un interés por las cosas del arte completamente distinto del que estaba vinculado al pasado mecenazgo. Así, pues, el propio academicismo, que por abajo separa a los artistas del mero trabajador aficionado, sirve por arriba para salvar como puente la distancia entre el artista que trabaja y produce y el profano elegante.
Esta mezcla de círculos sociales encuentra también su expresión en el hecho de que los escritores de arte escriben en adelante no sólo para los artistas, sino también para los aficionados. Borghini, autor del famoso Riposo, lo hizo así expresamente; pero el que se crea obligado a justificarse de que, sin pertenecer al oficio, escriba, sin embargo, de arte, es un síntoma de que entre los artistas hay todavía una cierta resistencia contra la crítica de profanos. Ludovico Dolce trata expresamente en L’Aretino el problema de si uno que no es artista tiene derecho a hacer de juez en cuestiones de arte, y llega a la conclusión de que a los profanos educados les ha de ser reconocido, desde luego, tal derecho, excepto en cuanto a la explicación de cuestiones puramente técnicas. De acuerdo con esta idea, la exposición de la técnica artística pierde importancia en los escritos de los teóricos de este momento, en comparación con los tratados de arte renacentistas. Con todo, debido a la circunstancia de que la técnica del arte es tratada principalmente por no artistas, son subrayados, naturalmente, aquellos rasgos del arte que no están unidos a técnicas especiales, sino que son comunes a todas las artes, fijándose en ellos con mucha más atención que antes[47]. Poco a poco se impone una doctrina estética que no sólo descuida la importancia de lo manual y de taller, sino que encubre lo específico de cada una de las artes y se orienta hacia un concepto general del arte. Con ello resulta claramente perceptible cómo un fenómeno sociológico puede pesar sobre las cuestiones puramente teóricas. La entrada de los artistas en círculos sociales más altos y la participación de los estratos superiores de la sociedad en la vida artística llevan, aunque con rodeos, a la desaparición de la autonomía de las técnicas artísticas y a la instauración de la doctrina de la unidad fundamental del arte. Es verdad que con Federico Zuccari y Lomazzo aparecen de nuevo, en el primer plano de la literatura sobre arte, artistas profesionales, pero el elemento profano se encuentra ya en camino de apoderarse de ese campo. La crítica de arte en el sentido más estricto de la palabra, esto es, la explicación de las cualidades artísticas de las obras con mayor o menor independencia de la doctrina técnica y filosófica sobre el tema, especialidad que sólo en el período siguiente de la historia del arte adquiere importancia, es desde sus orígenes un coto de los artistas.
La primera fase, relativamente corta, del Manierismo florentino, que comprende esencialmente el decenio de 1520 a 1530, es una reacción contra el academicismo del Renacimiento. Esta tendencia sólo se acentúa con la aparición de una segunda fase, que alcanza su punto más alto hacia mediados del siglo, y tiene sus principales representantes en Bronzino y Vasari. El Manierismo comienza, pues, con una protesta contra el arte del Renacimiento, y los contemporáneos se dieron cuenta perfectamente del corte que con ello ocurría. Ya lo que dice Vasari sobre Pontormo demuestra que la nueva orientación artística se siente como una ruptura con el pasado. Pues Vasari hace la observación de que Pontormo en sus frescos de la Cartuja de Val d’Ema imita el estilo de Durero, y califica esto como un desvío de los ideales clásicos, que él y sus contemporáneos, es decir, la generación de los nacidos entre 1500 y 1510, veneran de nuevo. En realidad, la desviación de Pontormo de los maestros italianos renacentistas hacia Durero no es sólo una cuestión de gusto y de forma, como Vasari piensa, sino la expresión artística del parentesco espiritual que une a la generación de Pontormo con la Reforma alemana. Junto con la religiosidad nórdica, gana también terreno el arte nórdico en Italia, y ante todo el de aquel artista alemán que entre todos sus paisanos está más cerca del gusto italiano y por la difusión de sus grabados es, igualmente, el más popular en el Sur. Pero no son en absoluto los rasgos comunes con el arte italiano los que hacen a Durero precisamente atractivo para Pontormo y sus cofrades, sino la profundidad espiritual y la interiorización, el espiritualismo e idealismo góticos, es decir, las cualidades que se echan de menos en el arte clásico italiano. Pero las antinomias de “Gótico” y “Renacimiento”, que en Durero se compensan tan completamente, en los manieristas chocan entre sí como antítesis inconciliadas e inconciliables de la visión artística.
Este antagonismo se exterioriza de la manera más clara en la visión del espacio. Pontormo, Rosso, Beccafumi dan un efecto hipertenso al espacio de sus pinturas, y presentan a sus figuras agrupadas ora hundiéndose en la profundidad, ora lanzándose desde el fondo, mientras que, por otra parte, niegan el espacio, y no sólo porque suprimen su unidad óptica y su homogeneidad estructural, sino también porque orientan la composición según un modelo plano y unen la tendencia a la profundidad con la inclinación hacia la superficie. El espacio es para el Renacimiento, como para toda cultura movida, fluyente y dinámica, la categoría fundamental de la imagen óptica del mundo; en el Manierismo la espacialidad pierde esta preeminencia, sin perder por ello enteramente su valor, a diferencia de las culturas estáticas y conservadoras, antimundanas y espiritualistas, que suelen renunciar a la representación del espacio y describen los cuerpos en abstracto aislamiento, sin profundidad y sin atmósfera. La pintura de las culturas expansivas, afirmadoras del mundo y gozadoras de la experiencia, representa los cuerpos por de pronto en una relación espacial sin soluciones de continuidad, y los convierte poco a poco en sostenes del espacio, para disolverlos al cabo en él completamente. Este es el camino que va desde el clasicismo griego, a través del arte del siglo IV antes de Cristo, hasta la época helenística, y desde el Renacimiento inicial, pasando por el Barroco, al Impresionismo. La Alta Edad Media quiere ignorar el espacio y la espacialidad tan completamente como el arcaísmo griego. Sólo a fines de la Edad Media se convierte la espacialidad en principio de la vida movida, en portador de la luz y de la atmósfera que lo envuelve todo. Mas tan pronto como se aproxima el Renacimiento, esta conciencia del espacio se convierte en una verdadera obsesión. Spengler ha visto en la visión y el pensamiento espaciales de los hombres de ese período —del hombre “fáustico”, como le llama[48]— un rasgo esencial de todas las culturas dinámicas. Pues fondo dorado y perspectiva son más que dos distintos modos de pintar el fondo: en realidad indican dos posiciones fundamentales distintas ante la realidad. La una procede de los hombres; la otra, del mundo. La una subraya la primacía de la figura sobre el espacio; la otra hace dominar al espacio, como elemento de la apariencia y soporte de la experiencia sensible, sobre la sustancialidad del hombre, y logra absorber a la figura humana en el espacio. “El espacio existe antes que el cuerpo puesto en su lugar”, dice el mejor representante de la concepción renacentista en este aspecto, Pomponio Gaurico[49].
El Manierismo se diferencia de esta típica postura porque, por una parte, procura sobreponerse a toda limitación espacial, y, por otra, no se resigna todavía a renunciar a los efectos expresivos dinámicos de la profundidad espacial. La plasticidad tantas veces exagerada y la movilidad en general recargada de sus figuras sirven de compensación a la irrealidad del espacio, que deja de formar un sistema coherente para convertirse en la pura suma de los coeficientes espaciales. Esta paradójica situación respecto de los problemas espaciales lleva en obras como el londinense Regreso de los hermanos de José de Egipto, de Pontormo, o la Madonna del collo lungo, de Parmigianino, a una fantasía en las relaciones que casi parece pura extravagancia, pero que en realidad tiene su origen en la conmoción del sentido de realidad en la época.
Con la consolidación del dominio de los príncipes el Manierismo pierde en Florencia mucho de su frivolidad artística y adopta un carácter preferentemente cortesano y académico; por una parte se reconoce el valor de modelo indiscutible a Miguel Angel, y, por otra, se admite la sujeción a convenciones sociales. Sólo entonces se hace más fuerte en el Manierismo la dependencia del arte clásico que su oposición a él, gracias ante todo a la influencia del espíritu autoritario que domina la Florencia de la corte y que hace seguir también al arte patrones fijados. La idea de la fría e inabordable grandeza que la Duquesa Leonor trae consigo de su patria española se expresa de la manera más inmediata en Bronzino, que con las formas cristalinas y correctas de su arte es el pintor áulico nato. Con la naturaleza equívoca de su relación frente a Miguel Angel y al problema espacial en el arte, con su íntima contradicción frente a todo lo que se ha llamado[50] el equilibrio psíquico conmovido tras la coraza del sosiego, es también a la vez el manierista típico. En Parmigianino, que trabaja bajo el dominio de convenciones menos estrechas, la “coraza” es más delgada y los signos de la agitación interior aparecen más inmediatamente. Es más tierno, más nervioso, más mórbido que Bronzino; puede abandonarse más que el pintor áulico y el cortesano de Florencia, pero es tan preciosista y artificioso como éste. Por todas partes se desarrolla en Italia un estilo de corte refinado, un superrococó, cuya sutileza no cede en nada al arte francés del siglo XVIII, pero que a menudo es más rico y complicado que el dixhuitième. Entonces adquiere el Manierismo por primera vez el carácter internacional y la general vigencia que nunca poseyó el arte del Renacimiento. En este estilo que se extiende ya por toda Europa el arte preciosista y rococó tiene una parte tan importante como el estricto canon miguelangelesco. Y aunque ambos elementos tengan entre sí tan poco de común, el virtuosismo ya existía, en germen, en Miguel Angel, precisamente en obras como el Genio de la victoria y en las tumbas de los Médici.
Pero el verdadero heredero de Miguel Angel no es el Manierismo internacional “miguelangelesco”, sino Tintoretto, que en realidad no carece de relación con este estilo internacional, pero en lo esencial se mantiene aparte de él. Venecia no tiene una corte, y Tintoretto tampoco trabaja para cortes extranjeras, como Tiziano; la misma República sólo le hace encargos en los últimos años de su vida. En lugar de la corte y el Estado son principalmente las hermandades las que le dan ocupación. Si el carácter religioso de su arte estaba condicionado ante todo por las exigencias de sus clientes, o si él se adelantaba a buscarlos en los círculos que estaban cerca de él espiritualmente, es cosa difícil de decir; de todas maneras, fue el único artista en Italia en el que el renacer religioso de la época encontró una expresión tan profunda como en Miguel Angel, si bien muy diferente. Trabajó para la Scuola di San Rocco, en la que ingresó como miembro de 1575, con condiciones tan modestas, que hay que suponer que para aceptar el encargo tuvieron peso decisivo razones sentimentales. La orientación espiritual y religiosa de su arte fue en todo caso hecha posible, si no condicionada o creada, por la circunstancia de que trabajaba para una clientela completamente distinta en ideas de la de Tiziano, por ejemplo. Las cofradías surgidas sobre bases religiosas, generalmente organizadas profesionalmente, son muy características de la Venecia del siglo XVI. La boga que tienen es síntoma de la intensificación de la vida religiosa, que en la patria de Contarini es más activa que en la mayoría de las otras partes de Italia. Los miembros son generalmente gentes modestas, y ello sirve también para explicar la preferencia que daban en sus intereses artísticos al elemento estrictamente religioso. Pero las cofradías mismas son ricas y pueden permitirse adornar sus casas de reunión con pinturas importantes y pretenciosas. Mientras Tintoretto trabaja en la decoración de una de estas casas de cofradía, la Escuela de San Rocco, pasa a ser el pintor más grande y representativo de la Contrarreforma[51]. Su renacimiento espiritual se realiza hacia 1560, época en que el Tridentino se acerca a su fin y llega a sus decretos sobre el arte. Las grandes pinturas de la Scuola di San Rocco, que se realizan en dos fases, en los años 1565-67 y 1576-87, representan los héroes del Antiguo Testamento, relatan la vida de Cristo y ensalzan los sacramentos del cristianismo. En cuanto a los temas, son, desde el ciclo de frescos de Giotto en la capilla de la Arena, la más amplia serie del arte cristiano; y por lo que hace al espíritu, hay que retroceder hasta las imágenes de las catedrales góticas para hallar una descripción tan ortodoxa del cosmos cristiano. Miguel Angel es un pagano que lucha con los misterios del cristianismo, si se le compara con Tintoretto, que ya está en segura posesión del misterio por cuya solución tenía aún que luchar su precursor. Las escenas bíblicas, la Anunciación, la Visitación, la Cena, la Crucifixión, ya no son para él simples acontecimientos humanos, como lo eran para la mayoría de los artistas del Renacimiento, ni meros episodios de la tragedia del Salvador, como para Miguel Angel, sino los misterios, hechos visibles, de la fe cristiana. Las representaciones toman en él un carácter visionario y, a pesar de que reúnen en sí todas las conquistas naturalistas del Renacimiento, producen un efecto irreal, espiritualizado, inspirado. Lo natural y lo sobrenatural, lo mundano y lo sacro, aparecen ahora sin distanciamiento alguno. Este equilibrio, por lo demás, forma sólo un estadio transitorio; el sentido ortodoxo cristiano de las representaciones vuelve a perderse. En las obras de la vejez de Tintoretto la imagen del mundo es muchas veces pagana y mítica, en el mejor de los casos bíblica, pero en modo alguno evangélica. Lo que en ellas se realiza es un acontecimiento cósmico, un drama del origen del mundo, en el que tanto los profetas y los santos como el mismo Cristo y Dios Padre son, por decirlo así, actores, no ya protagonistas. En el cuadro de Moisés haciendo brotar el agua de la roca tiene que renunciar a su papel de protagonista no sólo el héroe bíblico, que se queda detrás del milagroso chorro de agua, sino que el mismo Dios se convierte en un cuerpo celeste en movimiento, en una rueda de fuego como un torbellino en la máquina del Universo. En la Tentación y en la Ascensión se repite este espectáculo macrocósmico, que tiene escasísima determinación histórica y ambiente humano para poder ser llamado en rigor cristiano y bíblico, En otras obras, como la Huida a Egipto y Las dos Marías, la Magdalena y la Egipcíaca, el escenario se transforma en un ideal paisaje mitológico, en el que las figuras desaparecen casi por completo y el fondo domina la escena.
El único sucesor verdadero de Tintoretto es el Greco. Como el arte de los grandes manieristas venecianos, el suyo se desarrolla en lo esencial independiente de los círculos de la corte. Toledo, donde el Greco se establece después de los años de su aprendizaje en Italia, es, junto a Madrid, sede de la Corte, y Sevilla, centro principal del comercio y del tráfico, la tercera capital de la España de entonces, y centro de la vida eclesiástica[52]. No es ninguna casualidad que el artista más profundamente religioso desde la Edad Media eligiera por patria tal ciudad. Es verdad que no han faltado por parte del Greco intentos de buscar colocación en la corte de Madrid[53], pero su falta de éxito es señal de que también en España empieza a desarrollarse una antítesis entre la cultura cortesana y la religiosa y de que para un artista como el Greco la fórmula cortesana del Manierismo se ha hecho ya demasiado estrecha. Su arte en modo alguno niega el origen cortesano del estilo de que se sirve, pero se levanta, con mucho, por encima de todo lo cortesano. El Entierro del Conde de Orgaz es una escena solemne, en correcto estilo cortesano, pero al mismo tiempo se eleva a regiones que dejan muy lejos detrás de sí todo lo social e interhumano. Por una parte, es un cuadro ceremonial irreprochable; por otra, la representación de un espectáculo terrestre y celeste de la más profunda, tierna y, misteriosa intimidad. A este momento de equilibrio sigue también en el Greco, como en Tintoretto, un período de deformación, desproporción y tensión. En Tintoretto el escenario de sus representaciones se amplía hasta inconmensurables espacios cósmicos; en el Greco resultan entre las figuras incongruencias que en sí son inexplicables y exigen una interpretación que trasciende todo lo racional y natural. En sus últimas creaciones el Greco se acerca a la desmaterialización miguelangelesca de la realidad. En obras como la Visitación y los Esponsales, que ocupan en la línea de su evolución el lugar correspondiente a la Pietà Rondanini, las figuras se disuelven ya por completo en la luz y se convierten en sombras pálidas que transcurren sin peso en un espacio indefinible, irreal y abstracto.
Tampoco el Greco tuvo un continuador directo; también él se quedó solo con su solución de los problemas artísticos del momento. Valor general obtiene ahora sólo el nivel medio, en contraposición a la Edad Media, cuyo estilo unitario comprende en sí también las más perfectas creaciones de la época. El espiritualismo del Greco no encuentra ni siquiera una continuación indirecta, ni paralelos, como los halla la visión cósmica del Manierismo italiano en el arte de Bruegel. Pues con todas las diferencias en lo restante, el sentimiento cósmico es en este artista el elemento predominante, si bien los soportes del cosmos, a diferencia de, por ejemplo, Tintoretto, son muchas veces las cosas más triviales, como una montaña, un valle, una ola. En Tintoretto lo ordinario es sacrificado ante el aliento del cosmos; en Bruegel el cosmos está inmanente en los objetos de la más cotidiana experiencia. Es una nueva forma de simbolismo la que aquí se realiza, la cual en cierta medida se contrapone a todas las anteriores. En el arte medieval el sentido simbólico era realzado con tanta mayor fuerza cuanto más se alejaba la representación de la verdad de experiencia, cuanto más estilizada y convencional era; aquí, por el contrario, la fuerza simbólica de la representación aumenta con la trivialidad y la naturaleza periférica de los temas. A consecuencia de la esencia abstracta y convencional de su simbolismo, las obras de arte medievales tenían sólo una única interpretación justa; por el contrario, las grandes creaciones artísticas desde el Manierismo tienen, por razón de la vulgaridad de sus motivos, infinitas interpretaciones posibles. Las pinturas de Bruegel, las creaciones de Shakespeare y Cervantes, tienen, para ser comprendidas, que ser interpretadas constantemente. Su naturalismo simbolista, con el que comienza la historia del arte moderno, tiene su origen en el entendimiento manierista de la vida, y significa la completa inversión de la homogeneidad homérica, la escisión fundamental de sentimiento y ser, esencia y vida, Dios y mundo. El cosmos ya no tiene sentido simplemente porque es, como en Homero; estas representaciones artísticas no son tampoco verdaderas, porque sean diversas de la realidad ordinaria, como en la Edad Media, sino que, con sus soluciones de continuidad y su falta de sentido por sí mismas, indican una totalidad más perfecta y más llena de sentido.
Bruegel parece a primera vista que tiene poco de común con la mayoría de los manieristas. Faltan en él los tours de force, las finezas artísticas, las convulsiones y contorsiones, la arbitrariedad de las proporciones y los antagonismos en la concepción espacial. Parece, especialmente cuando se atiene uno a los cuadros campesinos de su último período, que es un robusto naturalista, que no se acomoda en absoluto al marco del Manierismo problemático e intelectualmente escindido. La imagen del mundo de Bruegel está, empero, en realidad tan rota, y su sentido de la vida es tan poco ingenuo y tan poco espontáneo como en la mayoría de los demás manieristas. Carece de ingenuidad no sólo en cuanto a lo reflexivo, en lo que carecen de ingenuidad todas las artes desde el Renacimiento, sino también en el sentido de que el artista ofrece no una representación pura y simple de la realidad, sino su representación consciente y programática, su explicación de la realidad, y de que todas sus obras podrían ser comprendidas bajo el título de “como yo lo veo”. Este rasgo es lo radicalmente nuevo y lo eminentemente moderno, tanto en el arte de Bruegel como en todo el Manierismo. Sólo falta en Bruegel el virtuosismo caprichoso de la mayoría de los manieristas, pero no su picante individualismo, no la voluntad de expresarse ante todo a sí mismo, precisamente en forma que jamás se había dado. Nadie olvidará su primer encuentro con Bruegel. Lo característico del arte de otros maestros, principalmente más antiguos, se le ofrece al contemplador sin experiencia previa sólo después de algún ejercicio; generalmente confunde al comienzo las obras de los diversos maestros unas con otras. El estilo de Bruegel es inolvidable e inconfundible aun para los principiantes.
La pintura de Bruegel tiene en común también con el arte manierista su carácter antipopular. Esto ha sido en él tan poco apreciado como su estilo en general, que ha sido considerado como un naturalismo sano, ingenuo e inalterable. Se ha llamado al artista el “campesino Bruegel” y se ha caído en el error de pensar que un arte que describe la vida de la pobre gente está destinado también a ella, cuando en realidad la verdad es lo contrario. La copia del personal modo de vida, la descripción del propio contorno social, lo buscan en el arte normalmente sólo los estratos sociales de ideas y sentimientos conservadores, los elementos que están satisfechos de su puesto en la sociedad. Las clases oprimidas y que luchan por ascender desean ver representadas circunstancias vitales que les parecen un objetivo, no aquéllas de las que se esfuerzan por salir. Una actitud sentimental respecto de una vida sencilla la mantienen por regla general sólo gentes que están por encima de esas circunstancias. Esto es hoy así, y en el siglo XVI no era de otro modo. Lo mismo que los obreros y pequeños burgueses quieren ver en el cine el ambiente de los ricos, y no las circunstancias de su propia vida estrecha, y lo mismo que los dramas de obreros del siglo pasado alcanzaban su éxito decisivo no en los teatros populares, sino en los de los barrios elegantes de las grandes ciudades, también el arte de Bruegel estaba destinado a las clases superiores, o en todo caso a las ciudadanas, y no a las campesinas. Sus pinturas de campesinos tenían su origen, como se ha demostrado, en la cultura cortesana[54]. El interés por la vida del campo como tema del arte se observa, por primera vez, en las cortes; en el calendario de los libros de oración del Duque de Berry, ya a comienzos del siglo XV, encontramos tales descripciones cortesanas de escenas campestres. Miniaturas de esta clase son una de las fuentes del arte de Bruegel; la otra se ha descubierto en aquellos tapices murales, también destinados a la corte y a los círculos áulicos, que representan, junto a las damas y caballeros que cazan, bailan y se ocupan en juegos de sociedad, campesinos trabajando, leñadores y viñadores[55].
El efecto de estos cuadros costumbristas de la vida del campo y de la naturaleza no tenía al principio ningún tono sentimental ni romántico —tal efecto sólo apareció en el siglo XVIII—, sino más bien cómico y grotesco. La vida de las pobres gentes, de los labradores y jornaleros, les causaba a aquellos círculos para los que se hacían los libros de oraciones miniados y los tapices, un efecto de cosa curiosa, de algo extraño y exótico, en modo alguno de algo humanamente próximo y conmovedor. Los señores hallaban en las representaciones de la vida cotidiana de estas gentes una diversión como en los fabliaux de siglos pasados, sólo que aquéllos, desde el principio, servían de entretenimiento a las clases inferiores, mientras que el consumo de las caras miniaturas y tapices estaba limitado a los más elevados círculos. También los clientes de las pinturas de Bruegel deben de haber pertenecido a los estratos sociales más acomodados y cultos. El artista se estableció, después de una estancia en Amberes, en la corte aristocrática que era Bruselas, hacia 1562-63. Con este traslado experimenta el cambio de estilo decisivo de su última manera y la orientación hacia los motivos de aquellos cuadros de campesinos que sirvieron de base a su gloria[56].
LA SEGUNDA DERROTA DE LA CABALLERÍA
El renacimiento del romanticismo caballeresco, con su renovado entusiasmo por la vida heroica, y la nueva moda de las novelas de caballerías, fenómeno que se percibe por primera vez hacia fines del siglo XV en Italia y Flandes y que alcanza su punto culminante en el siglo XVI en Francia y España, son esencialmente un síntoma del incipiente predominio de la forma autoritaria de Estado, de la degeneración de la democracia burguesa y de la progresiva cortesanización de la cultura occidental. Los ideales de vida y los conceptos de virtud caballerescos son la forma sublimada de que revisten su ideología la nueva nobleza, que en parte asciende desde abajo, y los príncipes, que se inclinan al absolutismo. El emperador Maximiliano es considerado el “último caballero”, pero tiene muchos sucesores que aspiran a este título, y todavía Ignacio de Loyola se llama a sí mismo “caballero de Cristo” y organiza su Compañía según los principios de la ética caballeresca, aunque a la vez con el espíritu del nuevo realismo político. Los mismos ideales caballerescos no son ya suficientemente apropiados; su inconciliabilidad con la estructura racionalista de la realidad política y social y su falta de vigencia en el mundo de los “molinos de viento” son demasiado evidentes. Después de un siglo de entusiasmo por los caballeros andantes y de orgía de aventuras en las novelas caballerescas, la caballería sufre su segunda derrota. Los grandes poetas del siglo, Shakespeare y Cervantes, son nada más que los portavoces de su tiempo; únicamente anuncian lo que la realidad denota a cada paso, a saber: que la caballería ha llegado al fin de sus días y que su fuerza vital se ha vuelto una ficción.
En ninguna parte alcanzó el nuevo culto de la caballería la intensidad que en España, donde, en la lucha de siete siglos contra los árabes, las máximas de la fe y del honor, los intereses y el prestigio de la clase señorial se habían fundido en unidad indisoluble, y donde las guerras de conquista en Italia, las victorias sobre Francia, las extensas colonizaciones y el aprovechamiento de los tesoros de América se brindaban, puede decirse, por sí mismos a convertir en héroe la figura del guerrero. Pero donde brilló con más esplendor el resucitado espíritu caballeresco también fue la desilusión más grande, al descubrirse que el predominio de los ideales caballerescos era una ficción. A pesar de sus triunfos y de sus tesoros, la victoriosa España hubo de ceder ante la supremacía económica de los mercachifles holandeses y de los piratas ingleses; no estaba en condiciones de aprovisionar a sus héroes probados en la guerra; el orgulloso hidalgo se convirtió en hambriento, si no en pícaro y vagabundo. Las novelas caballerescas en realidad se probó que eran la preparación menos adecuada para las tareas que había de realizar un guerrero licenciado para establecerse en el mundo burgués.
La biografía de Cervantes revela un destino sumamente típico de la época de transición del romanticismo caballeresco al realismo. Sin conocer esta biografía es imposible valorar sociológicamente Don Quijote. El poeta procede de una familia pobre, pero que se considera entre la nobleza caballeresca; a consecuencia de su pobreza se ve obligado desde su juventud a servir en el ejército de Felipe II como simple soldado y a pasar todas las fatigas de las campañas en Italia. Toma parte en la batalla de Lepanto, en la que es gravemente herido. A su regreso de Italia cae en manos de los piratas argelinos, pasa cinco amargos años en cautividad, hasta que después de varios intentos fracasados de fuga es redimido en el año 1580. En su casa encuentra de nuevo a su familia completamente empobrecida y endeudada. Pero para él mismo —el soldado lleno de méritos, el héroe de Lepanto, el caballero que ha caído en cautividad en manos de paganos— no hay empleo; tiene que conformarse con el cargo subalterno de modesto recaudador de contribuciones, sufre dificultades materiales, entra en prisión, inocente, o a consecuencia de una leve infracción, y, finalmente, tiene todavía que ver el desastre del poder militar español y la derrota ante los ingleses. La tragedia del caballero se repite en gran escala en el destino del pueblo caballeresco por excelencia. La culpa de la derrota, en lo grande como en lo pequeño, la tiene, como ahora se ve bien claramente, el anacronismo histórico de la caballería, la inoportunidad del romanticismo irracional en este tiempo esencialmente antirromántico. Si Don Quijote achaca a encantamiento de la realidad la inconciliabilidad del mundo y de sus ideales y no puede comprender la discrepancia de los órdenes subjetivo y objetivo de las cosas, ello significa sólo que se ha dormido mientras que la historia universal cambiaba, y, por ello, le parece que su mundo de sueños es el único real, y, por el contrario, la realidad, un mundo encantado lleno de demonios. Cervantes conoce la absoluta falta de tensión y polaridad de esta actitud, y, por ello, la imposibilidad de mejorarla. Ve que el idealismo de ella es tan inatacable desde la realidad, como la realidad exterior ha de mantenerse intocada por este idealismo, y que, dada la falta de relación entre el héroe y su mundo, toda su acción está condenada a pasar por alto la realidad.
Puede muy bien ocurrir que Cervantes no fuera desde el principio consciente del profundo sentido de su idea, y que comenzara en realidad por pensar sólo en una parodia de las novelas de caballería. Pero debe de haber reconocido pronto que en el problema que le ocupaba se trataba de algo más que de las lecturas de sus contemporáneos. El tratamiento paródico de la vida caballeresca hacía tiempo que no era nuevo; ya Pulci se reía de las historias caballerescas, y en Boiardo y Ariosto encontramos la misma actitud burlona frente a la magia caballeresca. En Italia, donde lo caballeresco estaba representado en parte por elementos burgueses, la nueva caballería no se tomó en serio. Sin duda, Cervantes fue preparado para su actitud escéptica frente a la caballería allí, en la patria del liberalismo y del humanismo, y desde luego hubo de agradecer a la literatura italiana la primera incitación a su universal burla. Pero su obra no debía ser sólo una parodia de las novelas de caballerías de moda, artificiosas y estereotipadas, y una mera crítica de la caballería extemporánea, sino también una acusación contra la realidad dura y desencantada, en la que a un idealista no le quedaba más que atrincherarse detrás de su idea fija. No era, por consiguiente, nuevo en Cervantes el tratamiento irónico de la actitud vital caballeresca, sino la relativización de ambos mundos, el romántico idealista y el realista racionalista. Lo nuevo era el insoluble dualismo de su mundo, el pensamiento de que la idea no puede realizarse en la realidad y el carácter irreductible de la realidad con respecto a la idea.
En su relación con los problemas de la caballería, Cervantes está determinado completamente por la ambigüedad del sentimiento manierista de la vida; vacila entre la justificación del idealismo ajeno del mundo y de la racionalidad acomodada a éste. De ahí resulta su actitud ambigua frente a su héroe, la cual introduce una nueva época en la literatura. Hasta entonces había en ella solamente caracteres de buenos y de malos, salvadores y traidores, santos y criminales, pero ahora el héroe es santo y loco en una persona. Si el sentido del humor es la aptitud de ver al mismo tiempo las dos caras opuestas de una cosa, el descubrimiento de estas dos caras en un carácter significa el descubrimiento del humor en la literatura, del humor que antes del Manierismo era desconocido en este sentido. No tenemos un análisis del Manierismo en la literatura que se salga de las exposiciones corrientes del Manierismo, gongorismo y direcciones semejantes; pero si se quisiera hacer tal análisis, habría que partir de Cervantes[57]. Junto al sentido vacilante ante la realidad y las borrosas fronteras entre lo real y lo irreal, se podrían estudiar también en él, sobre todo, los otros rasgos fundamentales del Manierismo: la trasparencia de lo cómico a través de lo trágico y la presencia de lo trágico en lo cómico, como también la doble naturaleza del héroe, que aparece ora ridículo, ora sublime. Entre estos rasgos figura especialmente también el fenómeno del “autoengaño consciente”, las diversas alusiones del autor a que en su relato se trata de un mundo ficticio, la continua transgresión de los límites entre la realidad inmanente y la trascendente a la obra, la despreocupación con que los personajes de la novela se lanzan de su propia esfera y salen a pasear por el mundo del lector, la “ironía romántica” con que en la segunda parte se alude a la fama ganada por los personajes gracias a la primera, la circunstancia, por ejemplo, de que lleguen a la corte ducal merced a su gloria literaria, y cómo Sancho Panza declara allí de sí mismo que él es “aquel escudero suyo que anda, o debe de andar en la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, si no es que me trocaron en la cuna, quiero decir, que me trocaron en la estampa”. Manierista es también la idea fija de que está poseído el héroe, la constricción bajo la cual se mueve, y el carácter marionetesco que en consecuencia adquiere toda la acción. Es manierista lo grotesco y caprichoso de la representación; lo arbitrario, informe y desmesurado de la estructura; el carácter insaciable del narrador en episodios siempre nuevos, comentarios y digresiones; los saltos cinematográficos, divagaciones y sorpresas. Manierista es también la mezcla de los elementos realistas y fantásticos en el estilo, del naturalismo del pormenor y del irrealismo de la concepción total, la unión de los rasgos de la novela de caballería idealista y de la novela picaresca vulgar, el juntar el diálogo sorprendido en lo cotidiano, que Cervantes es el primer novelista en usar[58], con los ritmos artificiosos y los adornados tropos del conceptismo. Es manierista también, y de manera muy significativa, que la obra sea presentada en estado de hacerse y crecer, que la historia cambie de dirección, que figura tan importante y aparentemente tan imprescindible como Sancho Panza sea una ocurrencia a posteriori, que Cervantes —como se ha afirmado[59]— no entienda al cabo él mismo a su héroe. Manierista es, finalmente, lo desproporcionado, ora virtuosista y delicado, ora descuidado y crudo, de la ejecución, por la que se ha llamado al Don Quijote la más descuidada de todas las grandes creaciones literarias[60], es verdad que sólo a medias con razón, pues hay obras de Shakespeare que merecen igualmente tal título.
Cervantes y Shakespeare son casi compañeros de generación; mueren, aunque no de la misma edad, en el mismo año. Los puntos de contacto entre la visión del mundo y la intención artística de ambos poetas son numerosos, pero en ningún punto es tan significativa la coincidencia entre ellos como en su relación con la caballería, que ambos tienen por algo extemporáneo y decadente. A pesar de esta unanimidad fundamental, sus sentimientos respecto del ideal caballeresco de vida, como no cabe esperar de otro modo ante fenómeno tan complejo, son muy distintos. El dramaturgo Shakespeare adopta ante la idea de la caballería una actividad más positiva que el novelista Cervantes; pero el ciudadano de Inglaterra, más adelantado en su historia social, rechaza la caballería como clase más terminantemente que el español, no tan completamente libre de prejuicios a causa de su propia prosapia caballeresca y de su carrera militar. El dramaturgo no quiere, incluso por razones estilísticas, renunciar al realce social de sus héroes: tienen que ser príncipes, generales y grandes señores para levantarse teatralmente sobre sus contemporáneos, y caer desde una altura suficiente, para causar, con la peripecia de su destino, una impresión tanto mayor.
La monarquía se había convertido bajo los Tudor en despotismo. La alta nobleza, al fin de la guerra de las Dos Rosas, estaba aniquilada casi por completo; la nobleza territorial inferior, los campesinos propietarios de tierras y la burguesía ciudadana querían ante todo paz y orden, y cualquier gobierno les parecía bien siempre que fuese suficientemente fuerte para impedir el retorno de la anarquía. Inmediatamente antes de la ascensión de Isabel al trono, el país fue visitado por el terror de la guerra civil; las diferencias religiosas parecían haberse hecho más inconciliables que lo habían sido nunca; la hacienda estaba en una situación desesperada; la política exterior era confusa y en modo alguno tranquilizadora. Ya el hecho de que la reina consiguiera apartar algunos de estos peligros y esquivar otros le aseguró una cierta popularidad entre amplios estratos de la población. Para las clases privilegiadas y pudientes su gobierno significaba, ante todo, una protección contra el peligro de los movimientos revolucionarios que amenazaban desde abajo. Todas las suspicacias de las clases medias frente al aumento del poder real enmudecían en consideración al bastión que tenían en la monarquía para la lucha de clases. Isabel favoreció en todos los aspectos la economía capitalista; se encontraba, como la mayoría de los príncipes de su tiempo, en continuas dificultades monetarias, e inmediatamente entró a participar en las empresas de los Drake y Raleigh. El espíritu de empresa privada experimentó una protección sin precedentes hasta entonces; no sólo la administración, sino la misma legislación fue orientada hacia la defensa de sus intereses[61]. La economía de lucro se halló en ascenso ininterrumpido y el ambiente de prosperidad a ella ligado abarcó la nación entera. Todo lo que se podía mover económicamente sirvió para especular. La burguesía rica y la nobleza terrateniente o dedicada a la industria formaron la nueva clase señorial. En la alianza de la corona con ella se expresó la estabilización de la sociedad.
Pero no se debe, desde luego, sobrestimar la influencia política e intelectual de estas clases. La corte, en la que seguía dando el tono la antigua aristocracia, forma el centro de la vida pública, y la corona prefiere a la nobleza cortesana por encima de la burguesía y la pequeña nobleza, siempre que puede hacerlo sin daño ni peligro. La corte, en todo caso, se compone ya de elementos que se ennoblecen sólo bajo los Tudor y que han ascendido gracias a la riqueza. Los escasos descendientes de la antigua alta nobleza y los caballeros terratenientes se encuentran de buena gana dispuestos a enlazar en matrimonios y a cooperar económicamente con la parte rica y conservadora de la burguesía. La nivelación social ocurre allí, como en casi toda Europa, en parte por los matrimonios de los vástagos de los burgueses con la nobleza, en parte por la educación de los hijos de la nobleza de cuna para profesiones burguesas. Pero en Inglaterra, donde la regla es lo segundo, se realiza esencialmente una burguesización de la nobleza, en oposición ante todo a lo que ocurre en Francia, donde es fenómeno característico la ascensión de la burguesía a la clase nobiliaria. Decisiva para la relación de la alta burguesía y de las clases medias terratenientes con la corona sigue siendo la circunstancia de que la monarquía, tras luchas seculares, restablece el orden y está dispuesta en adelante a garantizar la seguridad de las clases poseedoras. El principio del orden, la idea de la autoridad y la seguridad se convierten en fundamento de la ideología burguesa, una vez que las clases adquirentes se han convencido de que para ellas nada es más peligroso que una autoridad débil y la conmoción de la jerarquía social. “Cuando la jerarquía vacila, la empresa padece” (Troilo y Crésida, I, 3): tal es el resumen de su filosofía social. El monarquismo de Shakespeare, lo mismo que el de sus contemporáneos, se explica, en primer lugar, por su miedo al caos. El pensamiento de la anarquía los persigue a cada paso; el orden del universo y la disolución de que tal orden parece amenazado siempre es un tema fundamental en su pensamiento y su poesía[62]. Prestan al cuadro del desorden social las dimensiones de la armonía alterada del universo y explican la música de las esferas como el canto de triunfo del ángel de la paz, en señor de los elementos rebeldes.
Shakespeare ve el mundo con los ojos de un burgués bien situado, que piensa muy liberalmente, y es escéptico y en muchos aspectos desilusionado. Expresa opiniones políticas que arraigan en la idea de los derechos humanos —como hoy los llamaríamos—, condena los abusos del poder y la opresión del pueblo, pero condena también lo que él llama la arrogancia y prepotencia del populacho, y coloca, en su temor burgués, el principio del “orden” por encima de todas las consideraciones humanitarias. Los críticos conservadores suelen coincidir en que Shakespeare desprecia al pueblo y odia a la “turba” de las calles, pero muchos socialistas, que querrían sumarlo a sus filas, piensan que no se puede hablar de odio y desprecio en este aspecto, y que de un poeta del siglo XVI no se puede esperar que se pusiera de parte del proletariado en el sentido actual, tanto menos cuanto que entonces no existía tal proletariado todavía[63]. Los argumentos de Tolstoi y Shaw, que identifican las opiniones políticas de Shakespeare con las de sus héroes aristocráticos, ante todo con las de Coriolano, no son muy convincentes, si bien es digno de notarse que Shakespeare insulta al pueblo con visible satisfacción, en lo cual desde luego no ha de olvidarse tampoco el gusto especial que hay en el teatro isabelino por el insulto mismo. Shakespeare no aprueba seguramente los prejuicios de Coriolano, pero la lamentable ceguera del aristócrata no le estropea la visión imponente del “todo un hombre”. Mira desde arriba y con superioridad a las amplias masas populares, en lo cual —como ya observó Coleridge— se mezclan desprecio y atenta benevolencia. Su posición corresponde en conjunto a la actitud de los humanistas, cuyas consignas sobre la multitud “iliterata”, “políticamente inmadura” y “tornadiza”, repite fielmente. Que estos reparos no se fundan sólo en razones de educación resulta claro si se piensa que la aristocracia inglesa, más cercana del humanismo desde el principio, presta al pueblo más comprensión y benevolencia que la burguesía, más inmediatamente amenazada por las pretensiones económicas del proletariado, y que Beaumont y Fletcher, que entre los compañeros de Shakespeare son los que están más cerca de la aristocracia, hacen aparecer al pueblo bajo una luz más favorable que la mayoría de los dramaturgos de la época[64]. Pero estimara Shakespeare mucho o poco las cualidades morales de la multitud, tuviera muchas o pocas simpatías personales por el pueblo “maloliente” y “honrado”, sería una simplificación excesiva de las cosas considerarlo como un puro instrumento de la reacción. Marx y Engels reconocieron en él lo decisivo con el mismo acierto que en el caso de Balzac. Ambos, Shakespeare y Balzac, fueron, a pesar de su posición conservadora, campeones del progreso, pues ambos habían comprendido lo crítico e insostenible de la situación ante la que la mayoría de sus contemporáneos estaban tan tranquilos. Mas pensara Shakespeare como quiera sobre la monarquía, la burguesía y el proletariado, el puro hecho de que en una época de ascenso de la nación y de florecimiento económico, del cual él mismo tanto provecho sacaba, expresara una visión trágica del mundo y un pesimismo profundo, demuestra su sentido de responsabilidad social y su convencimiento de que no todo estaba bien cual estaba. Shakespeare no era seguramente ningún revolucionario ni ningún luchador, pero pertenecía al campo de los que por su sano racionalismo estorbaban el renacimiento de la nobleza feudal, lo mismo que Balzac, con su revelación de la psicología de la burguesía, involuntaria e inconscientemente se convirtió en uno de los precursores del socialismo moderno.
De los dramas de reyes de Shakespeare resulta claramente que el poeta, en la lucha entre corona, burguesía y nobleza inferior de un lado, y alta nobleza feudal de otro, no estaba completamente de parte de los rebeldes arrogantes y crueles. Sus intereses e inclinaciones le unían a los estratos sociales que abarcaban la burguesía y la nobleza de sentimientos liberales y aburguesada, que formaban en todo caso, frente a la antigua nobleza feudal, un grupo progresista. Antonio y Timón, los ricos comerciantes, elegantes y magnánimos, con sus maneras cuidadas y gestos señoriales, correspondían mejor que nadie a su ideal humano. A pesar de sus simpatías por la vida señorial, Shakespeare se colocaba siempre de parte del buen sentido humano, de la justicia y del sentimiento espontáneo, donde quiera que estas virtudes burguesas entraran en colisión con los oscuros motivos de un romanticismo caballeresco irracional, de la superstición o del turbio misticismo. Cordelia representa de la manera más pura estas virtudes en medio de su ambiente feudal[65]. Pues aunque como dramaturgo Shakespeare sabe apreciar el valor decorativo de la caballería, no puede intimar con el hedonismo sin escrúpulos, el absurdo culto al héroe, el individualismo violento y desenfrenado de esta clase. Sir John Falstaff, sir Toby Belch, sir Andrew Aguecheek son parásitos desvergonzados; Aquiles, Ayax, Hostpur, perezosos y jactanciosos bravucones; los Percy, Glendower, Mortimer, desconsiderados egoístas, y Lear es un déspota feudal en un Estado en el que única y exclusivamente dominan principios heroico-caballerescos y donde nada que sea tierno, íntimo y modesto puede subsistir.
Se ha creído poder reconstruir tranquilamente a partir de la figura de Falstaff la idea que Shakespeare tenía de la caballería. Pero Falstaff representa sólo una especie del caballero shakespeariano, es decir, el tipo desarraigado por la evolución económica y el caballero corrompido por su aburguesamiento, que se ha vuelto un oportunista y un cínico y querría aparecer todavía como un idealista abnegado y heroico. Falstaff reúne rasgos de la estampa de Don Quijote con dotes del carácter de Sancho; pero, a diferencia de los héroes de Cervantes, es sólo una caricatura. Los tipos quijotescos puros los representan en Shakespeare figuras como Bruto, Hamlet, Timón y, en primer lugar, Troilo[66]. Su idealismo alejado del mundo, su ingenuidad y credulidad son cualidades que evidentemente tienen en común con Don Quijote. Característico de la visión shakespeariana es solamente su terrible despertar de la ilusión y la pena sin fondo que les causa el tardío descubrimiento de la verdad.
La actitud de Shakespeare frente a la caballería es muy complicada y no del todo consecuente. Shakespeare transforma el ocaso de la clase caballeresca, que todavía describe en sus dramas de reyes con plena satisfacción, en la tragedia del idealismo, no porque se hubiera acercado, por ejemplo, a la idea de la caballería, sino porque también se le hace extraña la realidad “anticaballeresca” con su maquiavelismo. Pues se veía adónde había llevado el predominio de esta doctrina. Marlowe aparece todavía fascinado por Maquiavelo, y el joven Shakespeare, el poeta de la crónica de Ricardo III, estaba evidentemente más entusiasmado con él que el Shakespeare tardío, para quien el maquiavelismo, lo mismo que para sus contemporáneos, se había convertido en una pesadilla. Es imposible caracterizar de modo unitario la posición de Shakespeare ante las cuestiones sociales y políticas de su época sin tomar en cuenta los diversos estadios de su desarrollo. Su visión del mundo experimentó precisamente hacia el fin del siglo, en el momento de su plena madurez y del apogeo de su éxito, una crisis que cambió sustancialmente todo su modo de juzgar la situación social y sus sentimientos respecto de las distintas capas de la sociedad. Su anterior satisfacción ante la situación dada y su optimismo ante el futuro sufrieron una conmoción, y aunque siguió ateniéndose al principio del orden, del aprecio de la estabilidad social y del desvío frente al heroico ideal feudal y caballeresco, parece haber perdido su confianza en el absolutismo maquiavélico y en la economía de lucro sin escrúpulos. Se ha puesto en relación este cambio de Shakespeare hacia el pesimismo con la tragedia del conde de Essex, en la que también estuvo complicado el preceptor del poeta, Southampton; también otros acontecimientos desagradables de la época, como la enemistad entre Isabel y María Estuardo, la persecución de los puritanos, la progresiva transformación de Inglaterra en un estado policíaco, el fin del gobierno relativamente liberal y la nueva dirección absolutista iniciada bajo Jacobo I, la agudización del conflicto entre la monarquía y las clases medias, de ideas puritanas, han sido señaladas como causas posibles de este cambio[67]. Sea de ello lo que quiera, la crisis que Shakespeare sufrió conmovió todo su equilibrio y le proporcionó un modo de ver el mundo, del que nada es más significativo que el hecho de que, desde entonces, el poeta sienta más simpatía por las personas que fracasan en la vida pública que por aquéllas que tienen fortuna y éxito. Bruto, el político inepto y desgraciado, queda particularmente cerca de su corazón[68]. Tal subversión de valores apenas puede explicarse por un simple cambio de humor, una aventura puramente privada o una inteligente corrección de opiniones anteriores. El pesimismo de Shakespeare tiene una dimensión suprapersonal y lleva en sí las huellas de una tragedia histórica.
La relación de Shakespeare con el público teatral de su época corresponde muy bien a su actitud social en general; pero el cambio de sus simpatías se puede seguir mejor en este aspecto concreto que en la abstracta generalidad. Podemos dividir su carrera artística en varias fases separables bastante exactamente según los estratos sociales para los que tiene más consideraciones como público y según las concesiones que les hace. El autor de los poemas Venus y Adonis y Lucrecia es todavía un poeta que se atiene por completo al gusto de la moda humanística y que escribe para los círculos aristocráticos, que elige la forma épica para cimentar su gloria, evidentemente porque en el drama, conforme a la idea cortesana, ve un género de segunda categoría. La lírica y la épica son ahora los géneros poéticos y preferidos en los círculos cortesanos cultos; junto a ellos el drama, con el amplio público a que se dirige, es considerado como una forma de expresión relativamente plebeya. Después del fin de la guerra de las Dos Rosas, cuando los artistas ingleses comienzan a seguir el ejemplo de sus compañeros italianos y franceses y a participar en la literatura, la corte se convierte en Inglaterra, como en los otros países, en centro de la vida literaria. La literatura inglesa renacentista es cortesana y practicada por aficionados, a diferencia de la medieval, que sólo era en parte cortesana y era practicada principalmente por poetas de profesión. Wyatt, Surrey, Sidney son elegantes aficionados, pero también la mayoría de los escritores profesionales de la época están bajo la influencia espiritual de aristócratas cultos. Por lo que hace al origen de estos literatos, sabemos que Marlowe era hijo de un zapatero; Peele, de un platero, y Dekker, de un sastre; que Ben Jonson abraza primero el oficio de su padre y se hace albañil; pero sólo una parte relativamente pequeña de escritores procede de las clases inferiores; la mayoría pertenecen a la gentry, son funcionarios y comerciantes ricos[69]. Ninguna literatura puede estar más condicionada en su origen y sus orientaciones por razones de clase que la isabelina, cuyo objeto principal es la formación de nobles verdaderos y que se dirige, ante todo, a círculos directamente interesados en la consecución de tal objetivo. Se encontró extraño que en un momento en que la vieja nobleza estaba extinguida en gran parte y la nueva todavía hacía poco que pertenecía a la burguesía, se pusiera tanto precio a la ascendencia y a la actitud nobiliaria[70]; pero precisamente el carácter advenedizo de una clase noble explica, según es bien sabido, las exageradas pretensiones que exhibe frente a los propios miembros de la clase. La educación literaria es en la época isabelina una de las principales exigencias que un hombre elegante tiene que satisfacer. La literatura es la gran moda, y es de buen tono hablar de poesía y discutir problemas literarios. El estilo artificioso de la poesía de moda se admite en la conversación cotidiana; también la reina habla en este estilo afectado, y quien no habla así parece tan inadecuado como si no supiese francés[71]. La literatura se convierte en un juego de sociedad. Los poemas épicos y ante todo los líricos, los infinitos sonetos y canciones de los elegantes aficionados circulan manuscritos entre la buena sociedad; no se imprimen, para con ello subrayar que el autor no es un poeta profesional, no lima sus obras y desea de antemano limitar su público.
Un poeta lírico o épico es en estos círculos, aun entre los poetas profesionales, más estimado que un dramático; encuentra más fácilmente un protector y puede contar con un magnífico apoyo. Y, sin embargo, la existencia material de un dramaturgo, que escribe en primer lugar para el teatro público, gustado por todas las clases de la población, está más asegurada que la de los poetas que están limitados a un protector privado. Las obras teatrales son, desde luego, mal pagadas —Shakespeare adquiere una fortuna no como dramaturgo, sino como accionista del teatro—, pero aseguran, dada la continua demanda, un ingreso regular. Por ello, casi todos los escritores de la época trabajan, aunque sea transitoriamente, para el teatro; todos prueban su suerte en el teatro, aunque a veces con remordimientos, lo cual es tanto más curioso cuanto que el teatro isabelino tiene su origen en parte en la vida cortesana o casi cortesana de las grandes casas. Los actores que andan vagando por el campo y los establecidos en Londres proceden inmediatamente de los bufones que habían estado al servicio de estas casas. Las grandes casas señoriales tenían al final de la Edad Media sus propios actores —fijos u ocasionalmente empleados—, lo mismo que tenían sus juglares. Primitivamente ambas clases debían de ser idénticas entre sí. Representaban piezas en las fiestas, sobre todo en Navidad y en las festividades familiares, especialmente en las bodas, y tales piezas eran compuestas generalmente para estas ocasiones. Llevaban la librea y el escudo de su señor, lo mismo que las otras gentes de la comitiva y los criados. La forma exterior de esta relación servil se mantenía todavía en la época en que los antiguos juglares y mimos domésticos habían formado compañías autónomas de cómicos. La protección de sus antiguos señores les servía de ayuda contra la hostilidad de los funcionarios del Estado y les aseguraba un ingreso suplementario. Su protector les pagaba una renta anual y reclamaba sus servicios a cambio de un salario especial siempre que quería organizar para una fiesta de su casa una representación teatral[72]. Estos cómicos domésticos y de corte forman así la transición inmediata desde los actores y mimos de la Edad Media a los actores profesionales de la Edad Moderna. Las antiguas familias se extinguen poco a poco, las grandes casas se acaban y los comediantes tienen que sostenerse por sí mismos; el impulso decisivo para la formación de las compañías teatrales lo da la rápida evolución y la centralización de la vida cortesana y cultural bajo los Tudor[73].
Ya en tiempo de Isabel comienza una verdadera caza de protectores. La dedicatoria de un libro y el pago por tal honor se convierten en un negocio ocasional, que no supone la menor dependencia ni verdadero respeto. Los escritores se superan en los aduladores encarecimientos, que además dirigen muchas veces a gente completamente extraña. Mientras tanto los protectores son cada vez más mezquinos y menos seguros en sus regalos. La antigua relación patriarcal entre los mecenas y sus protegidos camina hacia su disolución[74]. Entonces aprovecha también Shakespeare la ocasión de pasarse al teatro. Si lo hizo, en primer lugar, para asegurarse la existencia, o porque entre tanto subió la estimación del teatro, y porque sus intereses y simpatías se desplazaron desde el estrecho círculo aristocrático a estratos más amplios, es difícil de decir; verosímilmente pesaron en su decisión todos estos motivos a una. Con su paso al teatro comienza la segunda fase del desarrollo artístico de Shakespeare. Las obras que ahora escribe no tienen ya el tono clasicista y afectadamente idílico de sus escritos primerizos, pero se siguen orientando por el gusto de las clases superiores. Son en parte orgullosas crónicas, pretenciosas piezas históricas y políticas, que ensalzan la idea monárquica, en parte comedias ligeras y de romántica exuberancia, que, llenas de optimismo y alegría de vivir, despreocupadas de los cuidados del día, se mueven en un mundo completamente ficticio.
Hacia el fin de siglo comienza el tercer período, el trágico, de la carrera de Shakespeare. El poeta se ha alejado mucho del eufuísmo y del frívolo romanticismo de las clases altas; parece también haberse separado de las clases medias. Compone sus grandes tragedias sin consideraciones a una clase determinada, para el gran público mezclado de los teatros de Londres. Del antiguo tono ligero no queda ninguna huella; también las llamadas comedias de este período están llenas de melancolía. Después sigue la última fase en la evolución del poeta, época de resignación y de paz, con sus tragicomedias que alguna vez hacen incursiones en el romanticismo. Shakespeare se aleja cada vez más de la burguesía, que en su puritanismo se hace de día en día más miope y mezquina. Los ataques de los funcionarios estatales y eclesiásticos contra el teatro se vuelven cada vez más violentos; los actores y dramaturgos han de buscar de nuevo sus protectores y valedores en los círculos de la corte y de la nobleza, y acomodarse una vez al gusto de ellos. La dirección representada por Beaumont y Fletcher triunfa; también Shakespeare se suma a ella en cierta medida. Escribe otra vez piezas en las que no sólo predominan los temas románticos y de cuento, sino que en muchos aspectos recuerdan los desfiles y mascaradas de la corte. Cinco años antes de su muerte, en la cumbre de su carrera, Shakespeare se retira del teatro y cesa por completo de escribir comedias. ¿La más magnífica obra dramática que le había sido dado crear a un poeta fue el regalo del destino a un hombre que, en primer lugar, tenía que suministrar a su empresa teatral material utilizable, y que cesó de producir cuando se aseguró a sí mismo y a su familia una existencia sin cuidados, o fue más bien la creación de un poeta que dejó de escribir cuando según su sentir ya no existía un público al que valiera la pena dirigirse?
Respóndase como se quiera a esta pregunta, y hágase a Shakespeare retirarse del teatro satisfecho o aburrido, lo que es cierto es que durante la mayoría del tiempo de su carrera teatral Shakespeare mantuvo una relación muy positiva con el público, aunque en las diversas fases de su evolución fue prefiriendo clases distintas y al final ya no se podía identificar del todo con ninguna. Shakespeare fue de todos modos el primero, si no el único, gran poeta en la historia del teatro que se dirigió a un público amplio y mezclado, que comprendía, puede decirse, todas las clases de la sociedad, y ante él logró plena resonancia. La tragedia griega era un fenómeno demasiado complejo; la participación del público en ella estaba formada de componentes muy diversos como para que podamos juzgar de su efecto estético; los motivos religiosos y políticos desempeñaban en su acogida un papel por lo menos tan importante como los artísticos; su público era, por razón de la limitación de la entrada a los ciudadanos libres, más unitario que el del teatro isabelino; sus representaciones ocurrían además en forma de festividades que se celebraban relativamente pocas veces, de manera que su capacidad de atracción sobre las clases más amplias nunca fue de verdad puesta a prueba. Tampoco el drama medieval, cuya representación se realizaba en condiciones externas semejantes a las del isabelino, presentó ninguna obra verdaderamente importante, por lo que su aceptación entre las masas no plantea un problema sociológico a la manera como lo plantea el drama shakespeariano. Pero el verdadero problema en el caso de Shakespeare no consiste en que él, el más grande poeta de su tiempo, fuera a la vez el dramaturgo más popular, ni que aquellas de sus piezas que preferimos nosotros fueran también las de más éxito entre sus contemporáneos[75], sino que en cada ocasión las más amplias clases del público juzgaran con más acierto que los cultos y los entendidos. La gloria literaria de Shakespeare alcanzó hacia 1589 su cenit y disminuyó precisamente a partir del momento en que había alcanzado la plena madurez; pero el público teatral siguió fiel a él y confirmó aquella posición sin rival que él había alcanzado ya antes.
Para contradecir la idea de que el teatro de Shakespeare fue un teatro de masas en el sentido moderno de la expresión, se ha alegado la cabida relativamente pequeña de los teatros de entonces[76]. Pero las pequeñas dimensiones del teatro, que por otra parte estaban compensadas por las diarias representaciones, no modifican nada el hecho de que su público estuviera compuesto de las más diversas clases de la población londinense. Los oyentes de patio no eran en modo alguno los señores absolutos del teatro, pero, con todo, allí estaban y no podían en ninguna circunstancia ser olvidados. Además estaban allí en número relativamente grande. Si bien las clases superiores aparecían mejor representadas de lo que hubiera correspondido proporcionalmente a la parte que formaban de la población, las clases trabajadoras, que eran la mayoría dominante en la población de la capital, constituían la mayor parte del público, a pesar de estar peor representadas. Así permiten concluir los precios de las entradas, que estaban principalmente calculados dentro del alcance de estos elementos[77]. En todo caso era un auditorio heterogéneo, tanto desde el punto de vista económico como del de clase y educación, el que Shakespeare tenía ante sí; el público de las tabernas se reunía con representantes de la clase alta ilustrada y con los miembros de las clases medias, ni particularmente cultas, ni completamente inciviles. Y aunque no era ya, en modo alguno, el público de los escenarios ambulantes de los mimos el que llenaba los teatros del Londres isabelino, era siempre el público de un teatro popular, y precisamente de un teatro popular en el amplio sentido de los románticos.
¿La coincidencia de calidad y popularidad en el drama shakespeariano radica en una profunda relación íntima o en un puro malentendido? Al público, en todo caso, parece que le gustaron en las piezas de Shakespeare no sólo los violentos efectos escénicos, la acción brutal y sangrienta, las toscas burlas y las largas tiradas de versos, sino también los pormenores tiernos y más profundamente poéticos, pues en otro caso estos pasajes no habrían podido alcanzar la importancia que alcanzaron. Es con todo posible que los espectadores de pie en el patio dejaran que actuara sobre ellos el puro ruido y el tono general de tales pasajes, como bien puede suceder con un público aficionado al teatro e ingenuo. Pero estas son cuestiones ociosas, por insolubles. No tiene tampoco mucho más sentido la pregunta de si Shakespeare se sirvió de aquellos efectos que empleaba aparentemente para dar gusto a la parte menos exigente de su público sin remordimientos o con repugnancia. La diferencia de educación entre los diversos estratos del público no habrá sido de todos modos tan grande como para que tengamos que suponer sólo en los espectadores menos educados la afición a una acción bien visible y a bromas de gusto equívoco. Los exabruptos de Shakespeare contra los espectadores de patio son desorientadores; hay en ellos, sin duda, algo de afectación y puede haber influido el deseo de halagar a la parte más distinguida del auditorio[78].
Tampoco entre los teatros “públicos” y los “privados” parece haber sido muy grande la diferencia que antes se suponía. Hamlet tuvo en unos y en otros el mismo éxito, y, frente a las reglas artísticas clásicas el auditorio era, en una como en otra clase de teatro, indiferente[79]. Pero no es lícito en el mismo Shakespeare contraponer marcadamente lo que comprendemos bajo el nombre de conciencia artística y los supuestos que se daban en su teatro, como suele ocurrir en la bibliografía crítica del pasado[80]. Shakespeare no escribe un drama porque quiere conservar una vivencia o resolver un problema; no se da en él primero el tema, ni busca a posteriori la forma y la posibilidad de exponerlo, sino que antes que nada existe una demanda, y él procura principalmente satisfacerla. Escribe sus piezas porque su teatro las necesita. Por otra parte, no se debe extremar, a pesar del profundo vínculo de Shakespeare con el teatro viviente, la teoría de la justificación escénica de su arte. Los dramas estaban dedicados ante todo a un teatro popular, pero en una época de humanismo, en la que también se leía mucho. Se ha observado que para el tiempo corriente de dos horas y media de representación la mayoría de las piezas de Shakespeare son demasiado largas para poder ser representadas sin cortes. (¿Es que se suprimirían en las representaciones precisamente los pasajes de valor poético?) La explicación de la longitud de estas piezas es, evidentemente, que el poeta al componerlas pensaba no sólo en la escena, sino también en la publicación en forma de libro[81]. Son, por consiguiente, irreales ambas ideas, la que atribuye toda la grandeza de Shakespeare al origen de puro oficio y a la orientación popular de su arte, y también la contraria, que considera todo lo que en sus obras es ordinario, sin gusto y descuidado, como una concesión a las amplias masas del público.
De la grandeza de Shakespeare no hay una explicación sociológica, como no la hay de la calidad artística en general. El hecho, sin embargo, de que en los tiempos de Shakespeare existiera un teatro popular, que abarcaba las más diversas capas de la sociedad y las unía en el goce de los mismos valores, debe poder ser explicado. Frente a las cuestiones religiosas es Shakespeare, como la mayoría de los dramaturgos de su época, completamente indiferente. De un sentido de comunidad social no puede hablarse en su público. La conciencia de unidad nacional está haciéndose entonces, y todavía no se expresa culturalmente. La reunión de las distintas clases de la sociedad en el teatro la hace posible tan sólo la dinámica de la vida social, que mantiene fluidos los límites entre las clases y que, aunque no borra las diferencias objetivas, permite pasar a los sujetos de una categoría a otra. Las diversas clases de la sociedad están en la Inglaterra isabelina menos separadas entre sí que en el resto del Occidente. En primer lugar, las diferencias de educación son menores que, por ejemplo, en la Italia del Renacimiento, donde el humanismo trazaba entre los distintos círculos de la sociedad fronteras más claras que en Inglaterra, económica y socialmente estructurada de modo semejante, pero “más joven”, y donde, por consiguiente, no podía aparecer ninguna institución cultural que fuera comparable en universalidad con el teatro inglés. Este teatro es el resultado de una nivelación sin ejemplo fuera de Inglaterra. En este aspecto es verdaderamente instructiva la analogía, a menudo exagerada, entre la escena isabelina y el cine. Al cine se va para ver una película; sea uno culto o no, ya se sabe lo que por ello hay que entender y lo que de ello se puede esperar. Ante una pieza teatral, por el contrario, no es éste en absoluto el caso. Pero en los tiempos de Isabel iban las gentes al teatro como nosotros vamos al cine, y coincidían en sus exigencias respecto de lo que allí se les daba, por distintas que fueran en otros órdenes sus necesidades intelectuales. El criterio común de entretenimiento y emoción en las diversas clases de la sociedad hizo posible el arte de Shakespeare, aunque en modo alguno lo creara, y condicionó sus caracteres, pero no su calidad.
No sólo el contenido y la tendencia, sino también la forma del drama shakespeariano está condicionada por la estructura política y social de la época. Surge de la fundamental vivencia de la política realista, es decir, de la experiencia de que la idea pura, no falsificada, sin concesiones, no puede realizarse en la tierra, y que, o hay que sacrificar la pureza de la idea a la realidad, o la realidad habrá de quedar intocada por la idea. El dualismo del mundo ideal y fenoménico no se descubrió entonces por vez primera, pues ya lo conocieron la Edad Media como también la Antigüedad. Pero a la epopeya homérica le es todavía completamente extraña esta antítesis, y la misma tragedia griega no trata aún propiamente el conflicto de estos dos mundos. Más bien describe la situación en que caen los mortales por la intervención de los poderes divinos. La complicación trágica no surge en ella porque el héroe se sienta empujado hacia un más allá, y tampoco lleva la tragedia al héroe cerca del mundo de las ideas, a que sea empapado más profundamente por ellas. Tampoco en Platón, que no sólo conoce el antagonismo entre idea y realidad, sino que lo convierte en fundamento principal de su sistema, se tocan entre sí ambas esferas. El idealista de mente aristocrática se mantiene en una pasividad contemplativa frente a la realidad y pone la idea en una lejanía inaccesible e incalculable. La oposición entre este mundo y el otro, entre existencia corporal y espiritual, imperfección y plenitud del ser, la percibió la Edad Media más profundamente que cualquier época antes o después, pero la conciencia de esta oposición no engendró en el hombre medieval ningún conflicto trágico. El santo renuncia al mundo; no busca realizar lo divino en lo terrenal, sino prepararse para una existencia en Dios. Según la doctrina de la Iglesia, no es misión del mundo levantarse al más allá, sino ser el escabel bajo los pies de Dios. Para la Edad Media hay sólo diversos distanciamientos de lo divino, pero no hay conflicto posible con ello. Un punto de vista moral que quisiera justificar la oposición a la idea divina y dar valor a la voz del mundo frente a la voz del cielo sería completamente absurdo desde el punto de vista de la mentalidad medieval. Estas circunstancias explican por qué la Edad Media no tiene tragedia y por qué la tragedia clásica es fundamentalmente distinta de lo que nosotros entendemos por final trágico. Sólo la época del realismo político descubre la forma de drama trágico que corresponde a nuestra idea y traslada el conflicto dramático de la acción al alma del héroe, pues sólo una época que es capaz de comprender los problemas de la acción realista, orientada sobre la inmediata realidad, puede atribuir su valor moral a una actitud que tiene validez para el mundo, aunque no la tenga frente a las ideas.
La transición desde los Misterios no trágicos ni dramáticos de la Edad Media a las tragedias de la Edad Moderna la forman las Moralidades de la Baja Edad Media. En ellas se expresa por primera vez la lucha psicológica, que en el drama isabelino se eleva a trágico conflicto de conciencia[82]. Los motivos que Shakespeare y sus contemporáneos añaden a la descripción de esta lucha psicológica consisten en la inevitabilidad del conflicto, en lo insoluble de su final y en la victoria moral del héroe en medio de su caída. Esta victoria se hace sólo posible con la concepción de la idea moderna de destino, que se diferencia de la antigua ante todo en que el héroe trágico afirma su destino y lo acepta como lleno de sentido. En el pensar moderno un destino se vuelve trágico sólo mediante su afirmación. El parentesco espiritual de esta idea de lo trágico con el pensamiento protestante de la predestinación es innegable y aunque quizá no hay en ello ninguna dependencia directa, existe en todo caso un paralelismo desde el punto de vista de la historia de las ideas, que permite aparecer llena de sentido la simultaneidad de la Reforma con la formación de la tragedia moderna.
En la época del Renacimiento y del Manierismo hay en los países culturales de Europa tres formas más o menos autónomas de teatro: 1ª, el drama religioso, que, con excepción de España, en todas partes se aproxima a su fin; 2.ª, el drama erudito, que se extiende por todas partes con el humanismo, pero en ninguna se torna popular, y 3.ª, el teatro popular, que crea formas diversas que oscilan entre la commedia dell’ arte y el drama shakespeariano, las cuales se acercan a la literatura ora más ora menos, pero, sin embargo, no pierden del todo su conexión con el teatro medieval. El drama humanístico introdujo tres novedades importantes: transformó el teatro medieval, que en lo esencial era representación y pantomima, en obra de arte literaria; aisló, para realzar la ilusión, la escena del público; y, finalmente, concentró la acción tanto en el espacio como en el tiempo, sustituyendo, con otras palabras, la desmesura épica de la Edad Media por la concentración dramática del Renacimiento[83]. Shakespeare fue sólo el primero en apropiarse estas innovaciones, pero en cierta medida conserva tanto la falta medieval de separación entre la escena y los espectadores como la épica amplitud del drama religioso y el carácter movido de la acción. En este aspecto es menos avanzado que los autores de dramas humanísticos, y propiamente no ha tenido ningún heredero en la literatura dramática moderna. Tanto la tragédie classique, el drama burgués del siglo XVIII y el del clasicismo alemán, como el teatro naturalista del siglo XIX, de Scribe y Dumas hijo a Ibsen y Shaw, están más cerca del drama humanístico, por lo menos en el aspecto formal, que del tipo shakespeariano, con su suelta estructura y su relativamente pequeño ilusionismo escénico. Su continuación la tiene propiamente la forma shakespeariana sólo en el cine. Pero en él únicamente se mantiene una parte de los principios formales shakespearianos; así, en primer lugar, la composición por suma, la discontinuidad de la acción, la sucesión brusca de escenas, la acción libre y cambiante en el espacio y en el tiempo. Pero de una renuncia al efecto ilusionista de la escena puede hablarse en el cine tan poco o aún menos que en el drama. La tradición medieval y popular del teatro, que todavía estaba viva en Shakespeare y sus contemporáneos, fue destruida por el Humanismo, Manierismo y Barroco, y en los dramáticos posteriores pervive a lo sumo como pálido recuerdo; lo que en el cine recuerda esta tradición no está evidentemente en relación de continuidad con Shakespeare, sino que resulta de las posibilidades de una técnica que está en condiciones de resolver las dificultades a las que el teatro shakespeariano hubo de dar soluciones ingenuas o crudas.
Lo más característico en Shakespeare, bajo el aspecto estilístico, es el enlace de la tradición popular del teatro con la evitación de la tendencia que conduce al “drama burgués”. En él, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, no se hallan como protagonistas figuras realistas burguesas, ni existen el sentimentalismo y la inclinación a moralizar, que caracterizan a tales dramaturgos. En Marlowe encontramos protagonistas como Barrabás el usurero y Fausto el doctor que en los dramas humanistas hubieran podido ser a lo sumo figuras secundarias. Shakespeare, cuyos héroes, aun cuando pertenecen a la clase burguesa, manifiestan una actitud aristocrática, significa en el aspecto de la historia social un cierto retroceso en comparación con Marlowe. Pero entre los contemporáneos más jóvenes de Shakespeare hay ya dramaturgos que, como Thomas Heywood y Thomas Dekker, en primer lugar, hacen transcurrir sus piezas muchas veces por completo en el mundo de la clase media y expresan el sentido de la vida de la burguesía. Eligen como héroes a comerciantes y trabajadores, describen la vida y las costumbres familiares, buscan efectos melodramáticos y una enseñanza moral, gustan de motivos sensacionales y ambientes crasamente realistas, como manicomios, burdeles, etc. Ejemplo típico de la manera de tratar “burguesamente” una tragedia amorosa en esta época es A Wornan killed with Kindness (“La mujer asesinada con amabilidad”), de Heywood, pieza cuyo protagonista es ciertamente un noble, pero que ante su desgracia conyugal reacciona de una manera antiheroica y anticaballeresca en grado sumo. Es un drama de tesis, que gira alrededor de la cuestión, en aquella época tan candente, del adulterio, lo mismo que ’Tis a Pity She’s a Whore (“Es una lástima que sea una p…”), de Ford, sobre el tan conocido tema del incesto, o The Changeling (“El supositicio”), de Middleton, sobre la psicología del pecado. En todas estas piezas, a las que hay que añadir el drama sensacionalista anónimo Arden of Feversham, es “burgués” el interés por lo criminal, que para los burgueses que se agarran temerosos al principio del orden significa simplemente el caos. En Shakespeare la violencia y el pecado nunca tienen este sello criminal; sus criminales son fenómenos naturales que no podrían respirar en el ambiente cerrado de los dramas burgueses de Heywood, Dekker, Middleton y Ford. Y, sin embargo, el carácter fundamental del arte de Shakespeare es completamente naturalista. No sólo en el sentido de que abandona los principios de unidad, economía y orden del arte clásico, sino también de que trabaja en la continua expansión y complicación de sus motivos. Es naturalista en Shakespeare ante todo el dibujo de los caracteres, la psicología diferenciada de sus figuras y el formato humano de sus héroes, que consisten en evidentes contradicciones y están llenos de debilidades. Piénsese solamente en Lear, que es un viejo necio; Otelo, que es un mocetón ingenuo; Coriolano, que es un chico de escuela obstinado y ambicioso; Hamlet, débil, gordo y de corto aliento; César, epiléptico y sordo de un oído, supersticioso, vano, inconsistente, fácil de influir y, sin embargo, de una grandeza a cuyos efectos nadie puede escapar. Shakespeare realza el naturalismo del trazado de los caracteres por el detalle de sus petits faits vrais, entre los que está que el príncipe Enrique pida cerveza después de su lucha, o que Coriolano se seque el sudor de la frente, o el que Troilo, después de la primera noche de amor, prevenga a Crésida contra el aire fresco de la mañana y le diga: You will catch cold and curse me (“Vas a atrapar un catarro y a maldecirme”).
El naturalismo de Shakespeare tiene, empero, límites demasiado visibles. Los rasgos individuales están en él mezclados por todas partes con los convencionales, los diferenciados, con los simples e ingenuos, los refinados, con los primitivos y crudos. De los medios artísticos que halla a su disposición acepta muchos con intención y para sus fines, pero la mayoría sin crítica y sin pensarlo. El peor error de los antiguos estudios sobre Shakespeare consistía en ver en todos los medios de expresión del poeta soluciones bien pensadas, cuidadosamente calculadas y condicionadas artísticamente, y, ante todo, en procurar explicar todos los rasgos de sus caracteres por motivos de psicología íntima, cuando, precisamente, en realidad muchas veces se han mantenido porque se daban ya en las fuentes de Shakespeare, o fueron elegidos porque constituían la solución más sencilla, cómoda y breve de una dificultad de la que el dramaturgo no creía mereciera la pena ocuparse más[84]. El convencionalismo de la psicología de Shakespeare se expresa de la manera más evidente en el empleo de tipos ya fijados en la literatura anterior. No sólo las comedias de la primera época conservan las figuras estereotipadas de la comedia clásica y del mimo, sino que un carácter aparentemente tan original y complicado como Hamlet es, como se sabe, una figura fijada, esto es, el “melancólico”, que en los días de Shakespeare estaba muy de moda y que hallamos a cada paso en la literatura contemporánea.
Pero el naturalismo psicológico de Shakespeare es también en otros aspectos limitado. La falta de unidad y consecuencia en el dibujo de los caracteres, los cambios inmotivados y las contradicciones en el desarrollo de ellos, la descripción y explicación que las figuras hacen de sí mismas en monólogos y apartes, la falta de perspectiva de sus juicios sobre ellos mismos y sobre sus antagonistas, los comentarios que ellos hacen, que a menudo hay que tomar a la letra, el mucho hablar sin significación y sin relación alguna con el carácter del que habla, la falta de atención del poeta, que muchas veces olvida quién está hablando, si Gloster o Lear, o si el propio Timón o Lear, y que no pocas veces dice palabras que tienen función puramente lírica, de ambiente musical, y que muchas veces habla por boca de sus figuras, todo esto son infracciones de las reglas de aquella psicología cuyo primer gran maestro es precisamente Shakespeare. Su sabiduría y profundidad psicológicas quedan intactas a pesar de los descuidos que se le escapan. Sus caracteres tienen —y también esto es en él un rasgo común con Balzac— una verdad íntima tan incontrastable, una sustancialidad tan inagotable que no cesan de vivir ni de respirar, por muy forzados y muy desdibujados que estén. En realidad apenas hay una falta contra la verdad psicológica que cometan los otros dramaturgos isabelinos y de la que Shakespeare esté libre; es incomparablemente mayor que ellos, pero no distinto. Tampoco su grandeza tiene nada de la “perfección”, nada de la “falta de tachas” de los clásicos. Le falta el carácter de modelo de éstos, pero le falta también su simplicidad, su monotonía. La peculiaridad del fenómeno Shakespeare y la antítesis entre su estilo dramático y la forma clásica y normativa han sido sentidas y subrayadas desde hace tiempo. Ya Voltaire y el propio Jonson reconocieron que en él operaba una fuerza violenta y natural, que no se cuidaba de los “reglas”, que no podía ser sujetado por éstas, y que hallaba expresión en una forma dramática completamente distinta de la tragedia clásica. Todo el que tenía sentido de las diferencias estilísticas veía que se trataba de dos tipos distintos de un género; únicamente, no siempre se reconoció que la diferencia era histórica y sociológica. La diferencia sociológica sólo se hace visible cuando se busca la explicación de por qué en Inglaterra se impuso un tipo y en Francia el otro, y qué pudo haber tenido que ver la relación del público con la victoria de la forma shakespeariana del drama en una parte y con la de la tragédie classique en la otra.
La comprensión de la peculiaridad estilística de Shakespeare se ha hecho difícil precisamente por el empeño de ver en él sencillamente al poeta inglés del Renacimiento. Ciertos rasgos renacentistas —individualistas y humanistas— se hallan sin duda en su arte, y poder demostrar un movimiento renacentista propio era en el siglo pasado el orgullo de cada una de las literaturas nacionales de Occidente. ¿Quién hubiera podido representar más dignamente tal movimiento en Inglaterra que Shakespeare, cuya desbordada vitalidad correspondía lo mejor posible al concepto corriente de Renacimiento? Pero, de todos modos, quedaba sin explicar lo caprichoso, desmesurado y exuberante del estilo de Shakespeare. A la consideración de este resto inexplicado hay que añadir que, desde hace aproximadamente una generación, cuando el concepto de barroco fue sometido a revisión y en el cambio de apreciación de las obras de este arte ha surgido como una moda de él, la idea del carácter barroco del drama shakespeariano ha encontrado numerosos partidarios[85]. Si se consideran la pasión, el pathos, la impetuosidad, la exageración como rasgos fundamentales del Barroco, es evidentemente fácil hacer de Shakespeare un poeta barroco. Pero un paralelo del modo de composición de los grandes artistas del Barroco, como Bernini, Rubens y Rembrandt, con el de Shakespeare, no se puede realizar en forma concreta. La traslación, por ejemplo, de las categorías wölfflinianas del Barroco —lo pictórico, la profundidad espacial, la falta de claridad, de unidad y la forma abierta— al caso de Shakespeare, o se queda en generalidades que nada dicen, o se funda en puros equívocos. El arte de Shakespeare contiene naturalmente también elementos barrocos, como el de Miguel Angel; pero el creador de Otelo es un artista barroco tan escasamente como lo es el de las tumbas de los Médici. Cada uno de ellos es un caso especial, en el que se mezclan de modo particular los elementos del Renacimiento, del Manierismo y del Barroco, sólo que en Miguel Angel es el predominante la tendencia renacentista, y en Shakespeare, la manierista. Ya la insoluble combinación de naturalismo y convencionalismo nos lleva a partir, para la explicación de la forma shakespeariana, del Manierismo. De la justicia de tal proceder habla también la continua mezcla de los temas trágicos y cómicos, la naturaleza mixta de los tropos, la grosera síntesis de los elementos concretos y abstractos, sensuales e intelectuales, la a veces forzada ornamentación de la composición (como, por ejemplo, la repetición del motivo de la ingratitud filial en el Lear), la acentuación de lo ilógico, insondable y absurdo de la vida, la idea de lo teatral, de ensueño, forzado y dificultoso de la existencia humana. Manierista, y no explicable de otro modo que por el gusto manierista contemporáneo, es lo artificioso y decorativo, la afectación y afán de originalidad en el lenguaje de Shakespeare. Es manierista su eufuísmo, sus metáforas tantas veces recargadas y confusas, su acumulación de antítesis, asonancias y juegos de palabras, su preferencia por el estilo complicado, enredado y enigmático. Manierista es también lo extravagante, raro y paradójico, de que no está libre por completo ninguna obra de Shakespeare: el juego erótico con el disfraz de hombre de papeles de muchacha representados por hombres en las comedias, el amante con cabeza de asno en El sueño de una noche de verano, el negro de protagonista en el Otelo, la enredada figura de Malvolio en La Noche de Epifanía o Lo que queráis, las brujas y la selva en marcha en Macbeth, las escenas de locura en Lear y Hamlet, el incómodo ambiente de juicio final en Timón de Atenas, el retrato parlante en el Cuento de invierno, la máquina del mundo mágico en La Tempestad, etc., etc. Todo esto forma parte del estilo de Shakespeare, si bien no agota por completo el arte del poeta.