RENACIMIENTO
EL CONCEPTO DE RENACIMIENTO
Cuánto hay de caprichoso en la separación que se acostumbra a hacer de la Edad Media y la Moderna, y cuán indeciso es el concepto de Renacimiento, se advierte sobre todo en la dificultad con que se tropieza para encuadrar en una u otra categoría a personalidades como Petrarca y Boccaccio, Gentile da Fabriano y Pisanello, Jean Fouquet y Jan van Eyck. Si se quiere, Dante y Giotto pertenecen ya al Renacimiento, y Shakespeare y Molière todavía a la Edad Media. La opinión de que el cambio se consuma propiamente en el siglo XVIII y de que la Edad Moderna comienza con la Ilustración, la idea del progreso y la industrialización, no se puede descartar sin más[1]. Pero sin duda es mucho mejor anticipar esta cesura fundamental, situándola entre la primera y la segunda mitad de la Edad Media, esto es, a fines del siglo XII, cuando la economía monetaria se revitaliza, surgen las nuevas ciudades y la burguesía adquiere sus perfiles característicos; pero de ningún modo puede ser situada en el siglo XV, en el que, si muchas cosas alcanzan su madurez, no comienza, sin embargo, ninguna cosa nueva.
Nuestra concepción del mundo, naturalista y científica, es, en lo esencial, una creación del Renacimiento; pero el impulso hacia la nueva orientación en la que tiene su origen la concepción que ahora surge lo dio el nominalismo de la Edad Media. El interés por la individualidad, la investigación de las leyes naturales, el sentido de fidelidad a la naturaleza en el arte y en la literatura no comienzan en modo alguno con el Renacimiento. El naturalismo del siglo XV no es más que la continuación del naturalismo del gótico, en el que aflora ya claramente la concepción individual de las cosas individuales. Los panegiristas del Renacimiento quieren ciertamente ver en todo lo que en la Edad Media es espontáneo, progresista y personal un anuncio o una prefiguración del Renacimiento; Burckhardt considera que las canciones de los vagantes son ya Proto-renacimiento, y Walter Pater descubre que una creación tan íntimamente medieval como el chantefable “Aucassin et Nicolette” es una expresión del Renacimiento; pero todo esto no hace más que iluminar desde el lado opuesto la misma situación, la misma continuidad entre Edad Media y Renacimiento.
En su descripción del Renacimiento, Burckhardt ha acentuado sobre todo el naturalismo, y señala en el volverse a la realidad empírica, en el “descubrimiento del mundo y del hombre” el momento esencial del “re-nacimiento”. Él, lo mismo que sus seguidores, no se ha dado cuenta de que en el Renacimiento lo nuevo no era el naturalismo en sí, sino los rasgos científicos, metódicos e integrales del naturalismo: no han percibido que no eran la observación y el análisis de la realidad los que superaban los conceptos de la Edad Media, sino simplemente la conciencia y la coherencia con que los datos empíricos eran registrados y analizados; no han visto, en una palabra, que en el Renacimiento el hecho notable no era que el artista se fuese convirtiendo en observador de la naturaleza, sino que la obra de arte se hubiera transformado en un “estudio de la naturaleza”. El naturalismo del gótico comenzó cuando las representaciones de las cosas dejaron de ser exclusivamente símbolos y empezaron a tener sentido y valor incluso sin relación con la realidad trascendente, como mera reproducción de las cosas terrenas. Las esculturas de Chartres y Reims, a pesar de que su relación supramundana sea aún tan evidente, se distinguen de las obras de arte del período románico por su sentido inmanente, el cual es separable de su significación metafísica. Con la venida del Renacimiento se realiza un cambio sólo en el sentido de que el simbolismo metafísico se debilita y el propósito del artista se reduce de manera cada vez más resuelta y consciente a la representación del mundo sensible. A medida que la sociedad y la economía se liberan de las cadenas de la doctrina de la Iglesia, el arte se vuelve también con rapidez progresiva hacia la realidad; pero el naturalismo no es una novedad del Renacimiento, como no lo es tampoco la economía de lucro.
El descubrimiento de la naturaleza por el Renacimiento es un invento del liberalismo del siglo XIX. El liberalismo contrapone el Renacimiento sencillo y amante de la naturaleza a la Edad Media para combatir así a la filosofía romántica de la historia. Cuando Burckhardt dice que el “descubrimiento del mundo y del hombre” es obra del Renacimiento, su tesis es a un tiempo un ataque a la reacción romántica y una defensa contra la propaganda destinada a difundir la visión romántica de la cultura medieval. La teoría de la espontaneidad del naturalismo renacentista tiene la misma fuente que la doctrina de que la lucha contra el espíritu de autoridad y de jerarquía, el ideal de la libertad de pensamiento y de conciencia, la emancipación del individuo y el principio de la democracia son conquistas del siglo XV. En este cuadro la luz de los Tiempos Modernos contrasta por todos lados con las tinieblas de la Edad Media.
La relación de este concepto del Renacimiento con la ideología del liberalismo es todavía más clara en Michelet que en Burckhardt; al primero se le debe la frase de la “découverte du monde et de l’homme”[2]. Ya el modo que tiene de elegir sus héroes intelectuales, uniendo a Rabelais, Montaigne, Shakespeare y Cervantes con Colón, Copérnico, Lutero y Calvino[3], y el hecho de que incluso no vea en Brunelleschi más que al destructor del gótico, y considere el Renacimiento en general como el principio de la evolución que llevará al triunfo la idea de la libertad y de la razón, muestra que lo que le interesaba en su concepto del Renacimiento era sobre todo encontrar el árbol genealógico del liberalismo Para él, la lucha es todavía contra el clericalismo y a favor del libre pensamiento, que fue el que trajo a los filósofos ilustrados del siglo XVIII la conciencia de su oposición a la Edad Media y su filiación renacentista.
Tanto para Bayle (Dict. hist. el cric., IV) como para Voltaire (Essai sur les moeurs et l’esprit des nations, capítulo 121), el carácter irreligioso del Renacimiento era cosa reconocida, y con esas características ha llegado hasta hoy el Renacimiento, que era en realidad solamente anticlerical, antiescolástico y antiascético, pero en modo alguno incrédulo. Las ideas sobre la salvación, el más allá, la redención y el pecado original, que llenaban la vida espiritual del hombre de la Edad Media, pasan a ser “meramente ideas secundarias”[4] pero no se puede hablar en modo alguno de la carencia de todo sentimiento religioso en el Renacimiento. Porque, “si se pretende —como observa Ernst Walser— considerar de manera meramente inductiva la vida y el pensamiento de las personalidades más relevantes del Quattrocento, de Coluccio Salutati, Poggio Bracciolini, Leonardo Bruni, Lorenzo Valla, Lorenzo el Magnifico o Luigi Pulci, se da el caso extraño de que precisamente en las personas estudiadas no se dan en absoluto los signos que se consideran característicos de la incredulidad…”[5]. El Renacimiento no fue ni siquiera tan hostil a la autoridad como pretenden la Ilustración y el Liberalismo. Se atacaba al clero, pero se respetaba a la Iglesia como institución, y a medida que disminuía la autoridad de ésta se la sustituía por la de la Antigüedad clásica.
El radicalismo del concepto de Renacimiento que se forjó la Ilustración estaba todavía muy influido por el espíritu de la lucha por la libertad a mediados del siglo anterior[6]. La lucha contra la reacción renovaba el recuerdo de las repúblicas italianas del Renacimiento e insinuaba la idea de que todo el esplendor de su cultura estuvo en relación con la emancipación de sus ciudadanos[7]. En Francia fue el periodismo antinapoleónico y en Italia el anticlerical los que agudizaron y difundieron este concepto[8], y a él se atuvieron la investigación histórica, tanto burguesa-liberal como socialista. Aún hoy ambos campos ensalzan el Renacimiento como la gran lucha de la razón por la libertad y el triunfo del espíritu individual[9], cuando en realidad ni la ¡dea del “libre examen” es una conquista del Renacimiento[10] ni la idea de la personalidad fue totalmente desconocida para la Edad Media. El individualismo del Renacimiento fue nuevo solamente como programa consciente, como instrumento de lucha y como grito de guerra, pero no como fenómeno.
En su concepto del Renacimiento, Burckhardt relaciona la idea del individualismo con la del sensualismo, la idea de la autodeterminación de la personalidad con la acentuación de la protesta contra el ascetismo medieval, la exaltación de la naturaleza con la proclamación del Evangelio de la alegría de vivir y de la “emancipación de la carne”. De esta conexión de conceptos surge, en parte bajo el influjo del inmoralismo romántico de Heinse, y como anticipación del amoral culto al héroe de Nietzsche[11], el cuadro bien conocido del Renacimiento como una edad de hombres sin escrúpulos, violentos y epicúreos, un cuadro cuyos rasgos libertinos no tienen verdaderamente relación inmediata con el concepto liberal del Renacimiento, pero que sería inconcebible sin las tendencias liberales y el individualista sentido de la vida del siglo XIX. La disconformidad con el mundo de la moral burguesa y la rebelión contra ella originaron el paganismo petulante que encontraba en la pintura de los excesos del Renacimiento una compensación del placer que les faltó. En este cuadro, el condottiere, con su demoníaca apetencia de placeres y su desenfrenada voluntad del poder, era el prototipo del pecador irresistible, que en la fantasía de los hombres modernos consumaba todas las monstruosidades del sueño burgués de placer. Se ha preguntado, con razón, si ha existido realmente este violento perverso tal como lo describe la historia de las costumbres renacentistas de las lecturas clásicas de los humanistas[12].
En la concepción sensualista del Renacimiento, amoralismo y esteticismo se entrelazan de una manera que corresponde mejor a la psicología del siglo XIX que a la del Renacimiento. La visión estética del mundo característica del período romántico no se agotaba en modo alguno en un culto al arte y al artista, sino que traía consigo una nueva orientación de todos los problemas de la vida según criterios estéticos. Toda la realidad se convertía para ella en sustrato de una experiencia estética, y la vida misma pasaba a ser una obra de arte en la que cada uno de los factores era simplemente un estímulo de los sentidos. Los pecadores, tiranos y malvados del Renacimiento le parecían a esta concepción grandes figuras pictóricamente expresivas, protagonistas apropiados al fondo colorista de la época. La generación ebria de belleza y ávida de muerte que quería morir “coronada de pámpanos” estaba pronta y bien dispuesta a perdonárselo todo a una época que se cubría de oro y de púrpura, y que convertía la vida en una fiesta fastuosa en la que, como se quería creer, hasta el pueble simple se entusiasmaba ante las más exquisitas obras de arte. Naturalmente, este sueño de estetas corresponde a la realidad histórica tan escasamente como la imagen del superhombre en figura de tirano. El Renacimiento fue duro y práctico, objetivo y anti-romántico; tampoco en este aspecto fue muy distinto de la Baja Edad Media.
Los rasgos que el individualismo liberal y el esteticismo sensualista han atribuido al concepto del Renacimiento, en parte no le convienen en absoluto y en parte convienen también a la Baja Edad Media. Parece que en esto los límites son más bien geográficos y nacionales que históricos. En los casos discutibles —por ejemplo, en Pisanello y en los Van Eyck— por lo general los fenómenos se resolverán a favor del Renacimiento en el sur y a favor de la Edad Media en el norte. Las espaciosas representaciones del arte italiano, con sus figuras que se mueven libremente en su disposición unitariamente concebida, parecen ser renacentistas, mientras que la estrechez espacial de la pintura flamenca, sus figuras tímidas, un poco desmañadas, sus accesorios meticulosamente dispuestos y su graciosa técnica miniaturista producen, por el contrario, una impresión completamente medieval.
Pero incluso si se quiere conceder a los factores constantes de evolución, principalmente a los factores raciales y nacionales de los grupos portadores de la cultura, un cierto peso, no se debe olvidar que la aceptación de un factor de esta clase significa una renuncia al propio papel de historiador, y se debe demorar todo lo posible la admisión de una renuncia como ésta. Por lo común resulta, en realidad, que los pretendidos factores constantes de evolución no son otra cosa que sedimentos de estadios históricos, o la sustitución apresurada de condiciones históricas no investigadas, pero perfectamente investigables. De cualquier manera, el carácter individual de las razas y de las naciones tiene en las diferentes épocas de la historia una significación distinta cada vez. En la Edad Media, su importancia es insignificante; el carácter colectivo de la Cristiandad posee un grado de realidad incomparablemente más alto que la individualidad de cada uno de los pueblos componentes. Pero a finales de la Edad Media, el feudalismo, común a todo el Occidente, y la caballería internacional, la Iglesia universal, y su cultura unitaria, son sustituidos por la burguesía nacional con su patriotismo ciudadano, sus formas económicas y sociales distintas en cada lugar, las esferas de interés estrechamente limitadas de las ciudades y las provincias, los particularismos de los principados y la variedad de las lenguas nacionales. Y entonces es cuando el factor nacional y racial se adelanta al primer plano como decisivo y el Renacimiento aparece como una forma histórica particular en la que el espíritu italiano se individualiza con respecto al fondo de la unidad cultural europea.
El rasgo más característico del arte del Quattrocento es la libertad y la ligereza de la técnica expresiva, tan original respecto a la Edad Media como al norte de Europa, y con ellas la gracia y la elegancia, el relieve estatuario y la línea amplia e impetuosa de sus formas. Todo en este arte es claro y sereno, rítmico y melodioso. La rígida y mesurada solemnidad del arte medieval desaparece y cede el lugar a un lenguaje formal, alegre, claro y bien articulado, en comparación con el cual incluso el arte franco-borgoñón contemporáneo parece tener “un tono fundamentalmente hosco, un lujo bárbaro y una forma caprichosa y recargada”[13]. Con su vivo sentido para las relaciones simples y grandiosas, para la mesura y el orden, para la plasticidad monumental y la construcción firme, el Quattrocento anticipa, a pesar de la existencia de durezas ocasionales y de una dispersión frecuentemente no superada, los principios estilísticos del Renacimiento pleno. Es precisamente esta inmanencia de lo “clásico” en lo preclásico la que distingue del modo más claro las creaciones de los primeros tiempos del Renacimiento italiano, frente al arte de la Baja Edad Media y el arte contemporáneo del norte de Europa. El “estilo ideal” que une a Giotto con Rafael domina el arte de Masaccio y de Donatello, de Andrea del Castagno y de Piero della Francesca, de Signorelli y de Perugino; ningún artista italiano del Renacimiento temprano escapa totalmente a este influjo. Lo esencial en esta concepción artística es el principio de la unidad y la fuerza del efecto total, o, al menos, la tendencia a la unidad y la aspiración a despertar una impresión unitaria, aun con toda la plenitud de detalles y colores. Al lado de las creaciones artísticas de la Baja Edad Media, una obra de arte del Renacimiento da siempre la impresión de enteriza; en ella existe un rasgo de continuidad en todo el conjunto, y la representación, por rico que sea su contenido, parece fundamentalmente simple y homogénea.
La forma fundamental del arte gótico es la adición. En la obra gótica, ya se componga de varias partes relativamente independientes o no se pueda descomponer en tales partes, ya se trate de una representación pictórica o escultórica, épica o dramática, el principio predominante es siempre el de la expansión y no el de la concentración, el de la coordinación y no el de la subordinación, la secuencia abierta y no la forma geométrica cerrada. La obra de arte se convierte así en una especie de camino, con diversas etapas y estaciones, a través del cual conduce al espectador, y muestra una visión panorámica de la realidad, casi una reseña, y no una imagen unilateral, unitaria, dominada por un único punto de vista. La pintura prefiere la representación cíclica, y el drama tiende a la plenitud episodios, fomentando, en lugar de una síntesis de la acción en unas cuantas situaciones decisivas, el cambio de escenas, de los personajes y de los motivos. En el arte gótico lo importante no es el punto de vista subjetivo; no es la voluntad creadora la que se manifiesta a través del dominio de la materia, sino la riqueza temática que se encuentra siempre dispersa en la realidad y de la que ni artistas ni público llegan a saciarse. El arte gótico lleva al espectador de un detalle a otro y —como se ha hecho observar— le hace leer las partes de la representación una tras otra; el arte del Renacimiento, por el contrario, no detiene al espectador ante ningún detalle, no le consiente separar del conjunto de la representación ninguno de los elementos, sino que le obliga más bien a abarcar simultáneamente todas las partes[14].
Como la perspectiva central en la pintura, así la unidad espacial y temporal y la concentración hacen posible en el drama, sobre todo, la realización de la visión simultánea. La modificación que el Renacimiento aporta a la idea del espacio y a toda la concepción artística, tal vez en ninguna otra parte se revela mejor que en la consciencia de la incompatibilidad de la ilusión artística con la escena medieval compuesta de cuadros independientes[15]. La Edad Media, que concebía el espacio como algo compuesto y que se podía descomponer en sus elementos integrantes, no sólo colocaba las diversas escenas de un drama una a continuación de otra, sino que permitía a los actores permanecer en escena durante toda la representación escénica, esto es, incluso cuando no participaban en la acción. Pues así como el actor no prestaba atención a aquella decoración delante de la cual no se recitaba, ignoraba también la presencia de los actores que no intervenían precisamente en la escena que se estaba representando. Semejante división de la atención es imposible para el Renacimiento.
El cambio de sensibilidad se manifiesta del modo más inequívoco en Scaligero, que encuentra ridículo que “los personajes no abandonen nunca la escena, y que aquellos que no hablan no se les considere presentes”[16]. Para la nueva estética la obra de arte constituye una unidad indivisible; el espectador quiere abarcar de una sola mirada todo el campo del escenario, lo mismo que todo el espacio de una pintura realizada según la perspectiva central[17]. Pero el tránsito de la concepción artística sucesiva a la simultánea significa al mismo tiempo una menor comprensión para aquellas “reglas del juego” tácitamente aceptadas sobre las cuales descansa en último término toda ilusión artística. El Renacimiento, encuentra absurdo que sobre la escena “se haga como si no se pudiera oír lo que uno dice de otro”[18], aunque los personajes están unos junto a otros; esto puede considerarse ciertamente como síntoma de un sentimiento realista más desarrollado, pero implica indudablemente un cierto declinar de la imaginación.
Como quiera que sea, es sobre todo a esta unitariedad de la representación a la que el arte del Renacimiento debe la impresión de totalidad, esto es, el parecer un mundo auténtico, equilibrado, autónomo, y con ello su mayor verismo frente a la Edad Media. La evidencia de la descripción artísticamente realista, su verosimilitud, su fuerza de persuasión, se basan también aquí —como ocurre con tanta frecuencia— mucho más en la intima lógica de la presentación y en la armonía de todos los elementos de la obra que en la armonía de todos estos elementos con la realidad exterior.
Italia anticipa con su arte concebido unitariamente el clasicismo renacentista, lo mismo que con su racionalismo económico anticipa la evolución capitalista de Occidente. Porque el Renacimiento temprano es un movimiento esencialmente italiano, mientras que el Renacimiento pleno y el Manierismo son movimientos comunes a toda Europa. La nueva cultura artística aparece en primer lugar en Italia porque es un país que lleva ventaja al Occidente también en el aspecto económico y social, porque de él arranca el renacimiento de la economía, en él se organizan técnicamente el financiamiento y transporte de las Cruzadas[19], en él comienza a desarrollarse la libre competencia frente al ideal corporativo de la Edad Media y en él surge la primera organización bancaria de Europa[20]; también porque en Italia la emancipación de la burguesía ciudadana triunfa más pronto que en el resto de Europa, debido a que en ella el feudalismo y la caballería están menos desarrollados que en el Norte, y la nobleza campesina no sólo se convierte en ciudadana mucho más pronto, sino que se asimila completamente a la aristocracia del dinero; y, finalmente, también porque la tradición clásica no se ha perdido enteramente en Italia, donde los monumentos conservados están por todas partes y a la vista de todos. Sabida es la significación que se ha atribuido a este último factor en las teorías sobre la génesis del Renacimiento.
Nada más fácil que recurrir a una única influencia directa y externa y convertirla en principio de este nuevo estilo tan difícilmente definible. Pero al hacer esto se olvida que una influencia histórica externa no es nunca la razón última de un cambio espiritual, pues una influencia de esta clase sólo se vuelve activa cuando existen ya las premisas para su admisión; su actualidad misma es la que hay que explicar; y, ciertamente, no es una influencia la que puede explicar la actualidad de sus fenómenos concomitantes. Ante el hecho de que en un determinado momento la Antigüedad comienza a tener una eficacia bien distinta de la que hasta entonces había tenido, hay que plantearse, en primer lugar, la cuestión de por qué ha ocurrido este cambio realmente, por qué de pronto la misma cosa provoca efectos nuevos; pero esta cuestión es tan amplia, tan genérica y tan difícil de responder como aquella otra anterior de por qué y cómo el Renacimiento era distinto de la Edad Media. La sensibilidad para la Antigüedad clásica era sólo un síntoma; tenía profundas raíces en fenómenos sociales, lo mismo que la repulsa de la Antigüedad al comenzar la era cristiana. Pero no se debe tampoco sobrevalorar el valor sintomático de esta sensibilidad para lo clásico. Los hombres de esta época tenían ciertamente conciencia clara de un renacimiento, y, con ella, el sentido de renovación basado en el espíritu clásico, pero este sentido lo tenía también el Trecento[21]. En vez de citar a Dante y Petrarca como precursores, será mejor —como han hecho los adversarios de la teoría clasicista— rastrear el origen medieval de esta idea de un renacer y deducir de ella la continuidad entre la Edad Media y el Renacimiento.
Los representantes más conocidos de la teoría de un desarrollo ininterrumpido de la Edad Media al Renacimiento otorgan una influencia decisiva al movimiento franciscano y relacionan la sensibilidad lírica, el sentimiento de la naturaleza y el individualismo de Dante y Giotto sobre todo, pero también de los maestros más tardíos, con el subjetivismo y la intimidad del nuevo espíritu religioso, poniendo así en tela de juicio que el “descubrimiento” de la Antigüedad haya originado en el siglo XV una rotura en la evolución que estaba ya en curso[22]. También desde otras posiciones se ha mantenido la conexión del Renacimiento con la cultura cristiana de la Edad Media y el tránsito sin solución de continuidad de la Edad Media a la Moderna. Konrad Burdach califica de fábula[23] el pretendido carácter pagano del Renacimiento, y Carl Neumann no sólo afirma que el Renacimiento se apoya “en la inmensa energía que la educación cristiana había originado”, y que el individualismo y el realismo del siglo XV son “la última palabra del hombre medieval en su madurez plena”, sino también que la imitación del arte y la literatura clásicos, que había conducido ya en Bizancio a la rigidez de la cultura, fue también en el Renacimiento una rémora antes que un estímulo[24]. Louis Courajod va tan lejos por este mismo camino que niega toda relación íntima entre el Renacimiento y la Antigüedad e interpreta el Renacimiento como la renovación espontánea del gótico franco-flamenco[25]. Pero tampoco estos investigadores que defienden la continuación directa de la Edad Media en el Renacimiento se dan cuenta de que la conexión entre ambos períodos se funda en la continuidad de su desarrollo económico y social, ni de que el espíritu franciscano de que habla Thode, el individualismo medieval de Neumann y el naturalismo de Courajod tienen su origen en aquella dinámica social que a fines del periodo de la economía natural de la Edad Media cambió la faz de Occidente.
El Renacimiento intensifica realmente los efectos de la tendencia medieval hacia el sistema capitalista económico y social sólo en cuanto confirma el racionalismo, que en lo sucesivo domina toda la vida espiritual y material. También los principios de unidad, que ahora se hacen decisivos en el arte —la unidad coherente del espacio y de las proporciones, la limitación de la representación a un único motivo principal, y el ordenar la composición en forma abarcable de una sola mirada— corresponden a este racionalismo; expresan la misma aversión por todo lo que escapa al cálculo y al dominio que la economía contemporánea, basada en el método, el cálculo y la conveniencia; son creaciones de un mismo espíritu, que se impone en la organización del trabajo, de la técnica comercial y bancaria, de la contabilidad por partida doble, y en los métodos de gobierno, la diplomacia y la estrategia[26]. Toda la evolución del arte se articula en este proceso general de racionalización. Lo irracional pierde toda eficacia. Por “bello” se entiende la concordancia lógica entre las partes singulares de un todo, la armonía de las relaciones expresadas en un número, el ritmo matemático de la composición, la desaparición de las contradicciones en las relaciones entre las figuras y el espacio, y las partes del espacio entre sí. Y así como la perspectiva central no es otra cosa que la reducción del espacio a términos matemáticos, y la proporcionalidad es la sistematización de las formas particulares de una representación, de igual manera poco a poco todos los criterios del valor artístico se subordinan a motivos racionales y todas las leyes del arte se racionalizan. Este racionalismo no se limita ni mucho menos al arte italiano: simplemente, en el Norte adopta características más superficiales que en Italia y se hace más tangible y más ingenuo. Un ejemplo característico de la nueva concepción artística fuera de Italia es la Madonna londinense, de Robert Campin, en cuyo fondo el borde superior de una pantalla de la chimenea forma al mismo tiempo el nimbo de la Virgen. El pintor utiliza una coincidencia formal para hacer concordar un elemento irracional e irreal de la representación con la realidad habitual, y si bien él está firmemente persuadido de la realidad suprasensible del nimbo tanto como de la realidad sensible de la pantalla, el mero hecho de que crea aumentar el atractivo de su obra por la motivación naturalista de este fenómeno es signo de una nueva época, aunque ésta no haya llegado sin preparación previa.
EL PÚBLICO DEL ARTE BURGUÉS Y CORTESANO DEL “QUATTROCENTO”
El público del arte del Renacimiento está compuesto por la burguesía ciudadana y por la sociedad de las cortes principescas. En cuanto a la orientación del gusto, ambos grupos sociales tienen muchos puntos de contacto, a pesar de la diversidad de origen. De un lado, el arte burgués conserva todavía los elementos cortesanos del gótico; además, con la renovación de las formas de vida caballerescas, que no han perdido por completo su atractivo para las clases inferiores, la burguesía adopta unas formas artísticas inspiradas en el gusto cortesano; de otro lado, los círculos cortesanos no pueden a su vez sustraerse al realismo y al racionalismo de la burguesía y participan en el perfeccionamiento de una visión del mundo y del arte que tiene su origen en la vida ciudadana. A fines del Quattrocento la corriente artística ciudadano-burguesa y la romántico-caballeresca están mezcladas de tal suerte, que incluso un arte tan completamente burgués como el florentino adopta un carácter más o menos cortesano. Pero este fenómeno corresponde simplemente a la evolución general y señala el camino que conduce de la democracia ciudadana al absolutismo monárquico.
Ya en el siglo XI surgen en Italia pequeñas repúblicas marineras como Venecia, Amalfi, Pisa y Génova, que son independientes de los señores feudales de los territorios circundantes. En el siglo siguiente se constituyen otros comuni libres, entre ellos Milán, Lucca, Florencia y Verona, y se forman organismos estatales bastante indiferenciados aún en el aspecto social, apoyados en el principio de la igualdad de derechos entre los ciudadanos que ejercen el comercio y la industria. Sin embargo, pronto estalla la lucha entre estos comuni y los nobles hacendados del contorno; esta lucha terminó por el momento con el triunfo de la burguesía. La nobleza campesina se traslada entonces a las ciudades y trata de adaptarse a la estructura social y económica de la población urbana. Pero casi al mismo tiempo surge también otra lucha, que se desarrolla con mayor crudeza y que no se decide tan pronto. Es la doble lucha de clases entre la pequeña y la gran burguesía, de un lado, y el proletariado y la burguesía en conjunto, de otro. La población ciudadana, que estaba unida todavía en la lucha contra el enemigo común, la nobleza, se divide en grupos de intereses opuestos que guerrean entre sí del modo más encarnizado tan pronto como el enemigo parece haber desaparecido. A finales del siglo XII las primitivas democracias se han transformado en autocracias militares. No conocemos con seguridad el origen de esta evolución, y no podemos por ello decir con certeza si fue la hostilidad de las sañudas facciones de la nobleza en lucha, o las luchas intestinas de la burguesía, o tal vez ambos fenómenos juntos, los que hicieron necesario el nombramiento del podestà como autoridad superior a los partidos contendientes; de cualquier modo, a un período de luchas partidistas sucede antes o después el despotismo. Los déspotas mismos eran, o miembros de las dinastías locales, como los Este en Ferrara, o gobernadores del Emperador, como los Visconti en Milán, o condottieri, como Francisco Sforza, sucesor de los Visconti, o sobrinos del Papa, como los Riario en Forlí y los Farnese en Parma, o ciudadanos distinguidos como los Médici en Florencia, los Bentivogli en Bolonia y los Baglioni en Perugia. En muchos lugares el despotismo se hace hereditario ya en el siglo XIII; en otros, como Florencia y Venecia sobre todo, se mantiene la antigua constitución republicana, al menos en la forma, pero en general el advenimiento de las signorie señala por todas partes el fin de la antigua libertad. El comune libre y burgués se convierte en una forma política anticuada[27]. Los ciudadanos, entregados a sus quehaceres económicos, no estaban ya acostumbrados a la guerra, y abandonan la milicia en manos de empresarios militares y de soldados de oficio, los condottieri y sus tropas. Por todas partes el signore es el caudillo directo o indirecto de las tropas[28].
La historia de Florencia es típica de todas las ciudades italianas en las que por el momento no se llega a una solución dinástica y no se consigue por tanto desarrollar una vida cortesana. No es que las formas económicas capitalistas se desarrollen en Florencia antes que en otras ciudades, pero los estadios parciales de la evolución capitalista se destacan en ella más agudamente, y los motivos de los conflictos de clase que acompañan a esta evolución afloran en ella más claramente que en cualquier otra parte[29]. En Florencia, sobre todo, se puede seguir mejor que en otros comuni de estructura semejante el proceso a través del cual la gran burguesía se sirve de los gremios como medio para adueñarse del poder político y cómo utiliza este poder para acrecentar su supremacía económica. Después de la muerte de Federico II, los gremios consiguen, con la protección de los güelfos, el poder en el comune y arrebatan el gobierno al podestà. Se constituye el primo popolo, “la primera asociación política conscientemente ilegítima y revolucionaria”[30], que elige su capitano. Formalmente éste está bajo la autoridad del podestà, pero de hecho es el funcionario más influyente del Estado; no sólo dispone de toda la milicia popular y no sólo decide todas las controversias en materia de impuestos, sino que ejerce también “una especie de derecho tribunicio de ayuda e investigación” en todos los casos de queja contra un noble poderoso[31]. Con esto se quebranta el dominio de las familias militares y se expulsa a la nobleza feudal del gobierno de la república. Este es el primer triunfo decisivo alcanzado por la burguesía en la historia moderna, y recuerda la victoria de la democracia griega sobre los tiranos. Diez años después, la nobleza consigue nuevamente recuperar el poder, pero la burguesía sólo necesita dejarse llevar por la corriente de los acontecimientos, que la mantienen siempre sobre las olas tempestuosas. Hacia 1270 surge ya la primera alianza entre la aristocracia de sangre y la de dinero; con esto se prepara el gobierno de la clase plutocrática, que determinará en lo sucesivo toda la historia de Florencia.
Alrededor de 1280 la alta burguesía posee de un modo absoluto el poder, que ejerce en lo fundamental a través de los Priores de los gremios. Estos dominan toda la máquina política y todo el aparato administrativo estatal, y como formalmente son los representantes de los gremios, puede decirse que Florencia es una ciudad gremial[32]. Entre tanto, las corporaciones económicas se han convertido en gremios políticos. Todos los derechos efectivos del ciudadano se fundan en lo sucesivo en la pertenencia a una de las corporaciones legalmente reconocidas. El que no pertenece a ninguna organización profesional no es un ciudadano de pleno derecho. Los magnates son de antemano excluidos del Priorato, a no ser que o ejerzan una industria, como los burgueses, o pertenezcan, al menos formalmente, a alguno de los gremios. Naturalmente, esto no significa en absoluto que todos los ciudadanos de pleno derecho posean derechos iguales; la hegemonía de los gremios no es otra cosa que la dictadura de la burguesía capitalista unida en los siete gremios mayores. No sabemos cómo se estableció realmente la diferencia de grado entre los gremios. Pero donde quiera que encontramos un documento de la historia económica florentina, la diferencia está ya realizada[33]. En cualquier caso, los conflictos económicos no se producen aquí, como en la mayoría de las ciudades alemanas, entre los gremios, por un lado, y el patriciado urbano, todavía no organizado, por otro, sino entre los distintos grupos gremiales[34]. En contraste con lo que ocurre en el Norte, en Florencia el patriciado tiene desde el primer momento la ventaja de que está tan fuertemente organizado como las clases medias de la población urbana. Sus gremios, en los que están asociados el comercio en gran escala, la gran industria y la banca, se convirtieron en auténticas asociaciones de empresarios. Valiéndose de la preponderancia de estos gremios, la alta burguesía consigue utilizar todo el aparato de la organización gremial para oprimir a las clases inferiores y, sobre todo, para disminuir los salarios.
El siglo XIV está lleno de los conflictos de clase entre la burguesía, dominadora de los gremios, y el proletariado, excluido de ellos. Al proletariado se le hirió gravemente al prohibírsele que se asociase; esto le impedía toda acción colectiva para la defensa de sus intereses, y calificaba de acto revolucionario todo movimiento huelguístico. El trabajador es ahora súbdito privado de todo derecho de un estado clasista en el que el capital, sin escrúpulos morales de ningún tipo, impera más desconsideradamente que nunca, antes o después, en la historia de Occidente[35]. La situación es tanto más desesperada cuanto que no se tiene conciencia de que se trata de una lucha de clases; no se considera al proletariado como una clase, y se define a los jornaleros desposeídos simplemente como los “pobres que, al fin y al cabo, tiene que haber”. El florecimiento económico, que, en parte, se debe a esta opresión de las clases inferiores, alcanza su apogeo entre 1328 y 1338. Después sobreviene la bancarrota de los Bardi y los Peruzzi, que origina una grave crisis económica y un estancamiento general. La oligarquía sufre una pérdida de prestigio aparentemente irreparable y debe doblegarse primero a la tiranía del Duque de Atenas y luego a un gobierno popular, fundamentalmente pequeño-burgués, el primero de su clase en Florencia. Los poetas y los escritores, como antaño en Atenas, se pronuncian de nuevo por la clase señorial —por ejemplo, Boccaccio y Villani—, y hablan en el tono más despectivo del gobierno de tenderos y artesanos.
Los cuarenta años siguientes, hasta la represión de la revuelta de los Ciompi, constituyen el único momento auténticamente democrático de la historia de Florencia, breve intermedio entre dos largos períodos de plutocracia. Naturalmente, también en este período se impone en realidad la voluntad de la clase media, y las grandes masas del proletariado han de recurrir constantemente a la huelga y a la revuelta. El levantamiento de los Ciompi de 1378 es, entre estos movimientos revolucionarios, el único del que tenemos conocimiento preciso; y, en todo caso, es también el más importante. Por primera vez se logran ahora las condiciones fundamentales de una democracia económica. El pueblo expulsó a los Priores, creó tres nuevos gremios representantes de los trabajadores y de la pequeña burguesía, e instauró un nuevo gobierno popular que procedió ante todo a una nueva división de los impuestos. La rebelión, que era esencialmente una sublevación del cuarto estado y luchaba por una dictadura del proletariado[36], fue derrotada a los dos meses por los elementos moderados coligados con la alta burguesía; sin embargo, aseguró por otros tres años a las clases inferiores de la población la participación activa en las tareas del gobierno. La historia de este período demuestra no sólo que los intereses del proletariado eran incompatibles con los de la burguesía, sino que además permite reconocer el grave error cometido por los trabajadores al querer imponer un cambio revolucionario de la producción en el cuadro ya anticuado de las organizaciones gremiales[37]. El comercio en gran escala y la gran industria se dieron cuenta antes que los gremios se habían convertido en un obstáculo para el progreso, y trataron de desembarazarse de ellos; en consecuencia, se les asigna cada vez más tareas culturales y menos tareas políticas, hasta que finalmente son sacrificados plenamente a la libre competencia.
Después del derrocamiento del gobierno popular, se vuelve al punto de partida existente antes de la rebelión de los Ciompi De nuevo domina el popolo grasso, con la única diferencia de que el poder no lo ejerce la clase entera, sino sólo algunas familias ricas; su predominio ya no se verá seriamente amenazado. En el siglo siguiente, tan pronto como se advierte un movimiento subversivo que amenace en lo más mínimo a la clase dominante, se lo sofoca inmediatamente y, por cierto, sin desorden[38]. Después del dominio relativamente breve de los Alberti, los Capponi, los Uzzano, los Albizzi y sus facciones, los Médici consiguen adueñarse finalmente del poder. En lo sucesivo ni siquiera se puede hablar justificadamente de una democracia como antes, cuando sólo una parte de la burguesía poseía derechos políticos activos y privilegios económicos, pero esta clase se comportaba, al menos dentro de su propio ambiente, con una cierta equidad y empleaba, en general, medios correctos. Bajo los Médici, esta democracia, ya muy limitada, está íntimamente vacía y pierde su sentido. Ahora, cuando se trata de los intereses de la clase dominante, no se modifica ya la constitución, sino que simplemente se abusa de ella, se falsean las elecciones, a los funcionarios se les corrompe o se les intimida, y a los Priores se les maneja como a simples muñecos. Lo que aquí se llama democracia es la dictadura no oficial del jefe de una sociedad familiar, que se pretende simple ciudadano y se esconde detrás de las formas impersonales de una aparente república.
En el año 1433, Cosme el Viejo, apremiado por sus rivales, se ve obligado a desterrarse, hecho bien conocido en la historia florentina; pero después de su regreso, al año siguiente, vuelve a ejercer su poder sin obstáculo alguno. Se hace elegir una vez más gonfaloniere, por dos meses, después de haber desempeñado ya antes dos veces ese cargo; su actuación pública se extiende, pues, en total seis meses. En realidad, sin embargo, gobierna entre bastidores, por medio de hombres de paja, y domina la ciudad sin dignidades especiales, sin título alguno, sin cargo y sin autoridad: simplemente, por medios ilegales. Así, a la oligarquía sucede en Florencia, ya en el siglo XV, una tiranía encubierta, de la que surge más tarde sin dificultad el principado propiamente dicho[39]. El hecho de que en la lucha contra sus rivales los Médici se alíen con la pequeña burguesía no representa modificación esencial alguna para la posición de esta clase. La hegemonía de los Médici puede vestirse incluso con formas patriarcales, pero es por esencia más facciosa y arbitraria que lo había sido el gobierno de la oligarquía. El Estado continúa siendo mantenedor de intereses privados; la democracia de Cosme consiste solamente en que deja que otros gobiernen en su nombre y, siempre que es posible, emplea energías frescas y jóvenes[40].
Con la calma y la estabilidad, aunque éstas fueran impuestas por la fuerza a la mayoría de la población, comenzó para Florencia, desde principios del siglo XV, un nuevo florecimiento económico, que no fue interrumpido durante la vida de Cosme por ninguna crisis importante. Surgió en más de una parte el paro, pero no tuvo significación alguna y fue de corta duración. Florencia alcanza entonces la cumbre de su potencialidad económica; enviaba anualmente a Venecia dieciséis mil piezas de tejidos, en tránsito; además, los exportadores florentinos utilizaban también el puerto de Pisa, entonces subyugada, y desde 1421 también el puerto de Livorno, adquirido por cien mil florines. Es comprensible que Florencia estuviera orgullosa de su victoria y que la clase dominante, que era la que sacaba provecho de estas adquisiciones, como antaño la burguesía en Atenas, quisiera exhibir su poder y su riqueza. Ghiberti trabaja desde 1425 en la espléndida puerta oriental del Baptisterio; en el año de la adquisición del puerto de Livorno, Brunelleschi se ocupa del desarrollo de su proyecto de la cúpula de la catedral. Florencia debía convertirse en una segunda Atenas. Los comerciantes florentinos se vuelven petulantes, quieren independizarse del extranjero y piensan en una autarquía, esto es, en un incremento del consumo interno para igualarlo a la producción[41].
En el curso de los siglos XIII y XIV la estructura originaria del capitalismo se ha modificado esencialmente en Italia. En vez del antiguo afán de lucro, predomina la idea de la conveniencia, del método y del cálculo, y el racionalismo, que desde el primer momento era algo consustancial a la economía del lucro, se ha convertido en un racionalismo absoluto. El espíritu de empresa de los adelantados ha perdido sus rasgos románticos, aventureros y piráticos, y el conquistador se ha convertido en un organizador y un contable, en un comerciante cuidadosamente calculador, circunspecto en sus negocios. El principio de la organización racional no era nuevo en la economía del Renacimiento, ni tampoco lo era la favorable disposición a abandonar un sistema de producción tradicional tan pronto como se experimentaba otro mejor; lo nuevo fue la coherencia con que se sacrificó la tradición al racionalismo, y la falta de consideraciones con que se valoró objetivamente todo factor de la vida económica, convertido en una partida en la contabilidad. Sólo este racionalismo absoluto hizo posible dar solución a los problemas que el incremento de tráfico comercial planteó a la economía. La elevación de la producción exigía un aprovechamiento más intenso de la mano de obra, una división del trabajo más precisa y una mecanización progresiva de los métodos de trabajo; esto no significa sólo la introducción de maquinaria, sino también la despersonalización del trabajo humano y la valoración del trabajador única y exclusivamente según su rendimiento.
Nada expresa mejor la mentalidad económica de la nueva época que este materialismo que reduce al hombre a su rendimiento, y su rendimiento a su valor monetario, esto es, al salario; este materialismo convierte, en otras palabras, al trabajador en un simple miembro de un complicado sistema de inversiones y rendimientos, pérdidas y ganancias, activos y pasivos. Pero el racionalismo de la época tiene su expresión sobre todo en el hecho de que el carácter esencialmente artesano de la antigua economía ciudadana se vuelve ahora completamente comercial. Esta comercialización no consiste principalmente en el hecho de que en la actividad del empresario lo manual pierda la supremacía y el cálculo y la especulación la ganen[42], sino en el reconocimiento del principio de que el empresario no ha de crear necesariamente nuevas mercancías para crear valores nuevos. Lo característico de la nueva mentalidad económica es la conciencia de la naturaleza ficticia y mudable del valor del mercado, dependiente de las circunstancias; la inteligencia de que el precio de una mercancía no es una constante, sino que fluctúa continuamente y que su nivel no depende de la buena o mala voluntad del comerciante, sino de determinadas circunstancias objetivas. Como demuestra el concepto del “justo precio” y los escrúpulos sobre los préstamos con interés, en la Edad Media el valor era considerado como una cualidad sustancial inherente de manera fija a la mercancía; sólo con la comercialización de la economía se descubren los auténticos criterios del precio, su relatividad y su carácter indiferente a consideraciones morales.
El espíritu capitalista del Renacimiento lo componen juntamente el afán de lucro y las llamadas “virtudes burguesas”: la ambición de ganancia y la laboriosidad, la frugalidad y la respetabilidad[43]. Pero también en el nuevo sistema ético encuentra expresión el proceso general de racionalización. Entre las características del burgués están la de perseguir miras positivas y utilitarias allí donde parece tratar sólo de su prestigio, la de entender por respetabilidad solidez comercial y buen nombre, y la de que en su lenguaje lealtad significa solvencia. Sólo en la segunda mitad del Quattrocento los fundamentos de la vida racional retroceden ante el ideal del rentista, y entonces por primera vez la vida del burgués asume características señoriales.
La evolución se consuma en tres etapas. En los “tiempos heroicos del capitalismo” el empresario burgués es sobre todo el conquistador combativo, el aventurero audaz que fía sólo en sí mismo y que va más allá de la relativa seguridad de la economía medieval. El burgués lucha entonces realmente, con armas en las manos, contra la nobleza enemiga, los comuni rivales y las inhóspitas ciudades marineras. Cuando a esta lucha sucede una cierta calma y las mercancías en tránsito por caminos seguros autorizan una sistematización y un aumento de la producción, los rasgos románticos desaparecen paulatinamente del tipo característico del burgués; éste somete ahora toda su existencia a un plan de vida racional, coherente y metódico. Pero tan pronto como se siente económicamente seguro, se relaja la disciplina de su moral burguesa y cede con satisfacción creciente al ideal del ocio y de la buena vida. El burgués se aproxima a un estilo de vida irracional precisamente cuando los príncipes, que ahora se rigen por criterios financieros, comienzan a amoldarse a los principios profesionales del comerciante sólido, probo y solvente[44]. La corte y la burguesía se encuentran a medio camino. Los príncipes se vuelven cada vez más progresistas y en sus aspiraciones culturales se muestran tan innovadores como la burguesía recientemente enriquecida; la burguesía, por el contrario, se vuelve cada vez más conservadora y fomenta un arte que retrocede a los ideales cortesano-caballerescos y gótico-espiritualistas de la Edad Media, o, mejor dicho, estos ideales, que no han desaparecido nunca del arte burgués, vuelven ahora a colocarse en primer plano.
Giotto es el primer maestro del naturalismo en Italia. Los autores antiguos, Villani, Boccaccio e incluso Vasari, acentúan no sin razón el efecto irresistible que ejerció sobre sus contemporáneos su fidelidad a lo real, y no en vano contraponen su estilo a la rigidez y artificiosidad de la manera bizantina, todavía bastante difundida cuando él aparece en escena. Estamos acostumbrados a comparar la claridad y la sencillez, la lógica y la precisión de su manera expresiva con el naturalismo posterior, más frívolo y mezquino, y desatendemos con ello el inmenso progreso que su arte ha significado en la representación inmediata de las cosas y cómo él da forma a todo y sabe narrar todo aquello que antes de él era simplemente inexpresable con medios pictóricos. Así Giotto se ha convertido para nosotros en el representante de las grandes formas clásicas, estrechamente regulares, cuando fue sobre todo el maestro de un arte burgués simple, lógico y sobrio, cuyo clasicismo proviene del orden y la síntesis impuestos a las impresiones inmediatas, de la simplificación y racionalización de la realidad, pero no de un abstracto idealismo. Se quiere descubrir en sus obras una voluntad arcaizante, pero él no pretende ser otra cosa que un buen narrador, breve y preciso, cuyo rigorismo formal debe ser interpretado como agudeza dramática y no como frialdad antinaturalista. La concepción artística de Giotto tiene sus raíces en un mundo burgués todavía relativamente modesto, pero ya perfectamente consolidado en sentido capitalista. Su actividad artística se desarrolla en el período de florecimiento económico, entre la formación de los gremios políticos y la bancarrota de los Bardi y los Peruzzi, es decir, en aquel primer gran período de cultura burguesa que hizo surgir los edificios más espléndidos de la Florencia medieval: Santa María Novella y Santa Croce, el Palazzo Vecchio, el Duomo y el Campanile. El arte de Giotto es riguroso y objetivo como la mentalidad de los hombres que le encargaban sus obras, los cuales quieren prosperar y dominar, pero no conceden todavía ningún valor especial al lujo y a la ostentación pomposa. El arte florentino posterior a Giotto es más natural en el sentido moderno, porque es más científico, pero ningún artista del Renacimiento se esforzó más honradamente que él en representar la naturaleza de la manera más directa y verdadera posible.
Todo el Trecento está bajo el signo del naturalismo de Giotto. Es cierto que aquí y allá hay manifestaciones de estilos anticuados que no se han liberado de las formas estereotipadas de la tradición anterior a Giotto, pero son corrientes retrasadas, reacciones, que mantienen el estilo hierático de la Edad Media; la orientación predominante en el gusto de la época es, empero, la naturalista, El naturalismo de Giotto experimenta su primera gran reelaboración en Siena, y desde allí penetra en el norte y en el oeste, principalmente por mediación de Simone Martini y sus frescos del palacio de los Papas en Avignon[45]. Siena se coloca por un momento a la cabeza de la evolución, mientras Florencia queda en la retaguardia bastante retrasada. Giotto muere en el año 1337; la crisis financiera provocada por las grandes insolvencias comienza en 1339; el estéril período de la tiranía del Duque de Atenas se extiende desde 1342 a 1343; en 1346 estalla una grave sublevación; 1348 es el año de la gran peste que se desencadena en Florencia de manera más terrible que en otras partes; los años que median entre la peste y la sublevación de los Ciompi son años llenos de inquietud, tumultos y revueltas; es un período estéril para las artes plásticas. En Siena, donde la burguesía media tiene una influencia mayor y tanto las tradiciones sociales como las religiosas tienen raíces más profundas, la evolución cultural no está turbada por catástrofes, y el sentimiento religioso, precisamente porque es todavía un sentimiento vivo, puede revestir formas más adecuadas al tiempo y más capaces de desarrollo.
El progreso más importante, partiendo de Giotto, lo realiza el sienés Ambrogio Lorenzetti, creador del paisaje naturalista y del panorama ilusionista de la ciudad. Frente al espacio de Giotto, que es efectivamente unitario y profundo, pero cuya profundidad no rebasa la de un escenario, él crea en su vista de Siena una perspectiva que supera todo lo anterior en este aspecto, no sólo por su amplitud, sino también por el enlace natural de las diversas partes en un único espacio. La imagen de Siena está dibujada con tal fidelidad a la realidad que todavía hoy se reconoce la parte de la ciudad que sirvió de motivo al pintor, y parece poderse caminar por aquellas callejuelas que, entre los palacios de los nobles y las casas de los burgueses, entre los talleres y las tiendas, serpentean colinas arriba.
En Florencia la evolución marcha al principio no sólo más lentamente, sino también de manera menos unitaria que en Siena[46]. Es verdad que se mueve fundamentalmente en el cauce del naturalismo; sin embargo, no siempre lo hace en la dirección que corresponde a la pintura de ambiente de Lorenzetti. Taddeo Gaddi, Bernardo Daddi y Spinello Aretino son ingenuos narradores, como el mismo Lorenzetti; también ellos, con su tendencia a la expansión, están en la línea de la tradición de Giotto y procuran sobre todo dar la ilusión de la profundidad espacial. Pero junto a esta orientación existe también en Florencia otra tendencia importante, la de Andrea Orcagna, Nardo di Cione y sus discípulos, que en vez de la intimidad y la espontaneidad del arte de Lorenzetti mantienen el hieratismo solemne de la Edad Media, su rígida geometría y su ritmo severo, su ornamentalidad y su frontalidad planimétricas y sus principios de alineación y adición. La tesis de que todo esto no es sino simplemente una reacción antinaturalista[47] ha sido con razón discutida y se ha recordado a este propósito que el naturalismo en pintura no se limita en modo alguno a la ilusión del espacio profundo y a la disolución de las normas geométricamente trabadas, sino que aquellos “valores táctiles” (tactile values) que Berenson aprecia precisamente en Orcagna son igualmente conquista del naturalismo[48] Orcagna representa, con el volumen plástico y el peso estatuario que da a sus figuras, una dirección tan progresista en la historia del arte como Lorenzetti o Taddeo Gaddi con su profundidad y amplitud espacial. Lo infundado de la suposición de que nos encontramos aquí ante un arcaísmo programático debido al influjo de los dominios se muestra sobre todo en los frescos de la Capilla de los Españoles del claustro de Santa María Novella, que, si bien están dedicados a la gloria de la Orden dominicana, son en muchos aspectos una de las creaciones artísticas más progresistas de la época.
En el siglo XV Siena pierde su función de guía en la historia del arte, y Florencia, que está ya en la cumbre de su potencia económica, se coloca nuevamente en primer plano. Esta situación no explica ciertamente de manera inmediata la presencia y la singularidad de sus grandes maestros, pero sí explica la demanda ininterrumpida de encargos, y, con ella, la competencia intelectual que las hacen posibles. Florencia es ahora, juntamente con Venecia, que por lo demás tiene su desarrollo propio, que en modo alguno es el general, el único lugar de Italia donde se desarrolla una actividad artística significativa y ordenadamente progresista, independiente en conjunto del estilo cortesano de la Baja Edad Media en Occidente.
Al principio, la Florencia burguesa tiene una comprensión sólo limitada para el arte caballeresco importado de Francia y adoptado por las Cortes de Italia septentrional. También en lo geográfico esta región septentrional está más próxima al Occidente y limita de manera inmediata con territorios de lengua francesa. La novela caballeresca francesa se difunde ya en la segunda mitad del siglo XIII, y no sólo se la traduce, como en los otros países de Europa, y se la imita en el lenguaje del país, sino que se difunde en su lengua original. Se escriben poemas épicos en francés lo mismo que poemas líricos en la lengua de los trovadores[49]. Las grandes ciudades mercantiles de la Italia central no están ciertamente aisladas del norte y del oeste; sus comerciantes, que mantienen el tráfico con Francia y con Flandes, introducen los elementos de la cultura caballeresca también en Toscana; sin embargo, en ella no existe un público verdaderamente interesado por una épica realmente caballeresca o por una pintura inspirada en el estilo romántico caballeresco-cortesano. En las Cortes de los príncipes de la llanura del Po, en Milán, Verona, Padua o Rávena y en muchas otras pequeñas ciudades, donde los dinastas y los tiranos conforman su séquito a imitación directa de los modelos franceses, no sólo se lee con entusiasmo la novela caballeresca francesa, no sólo se la copia y se la imita, sino que se la ilustra también en el estilo del original[50].
A su vez, la actividad pictórica de estas cortes no se limita en modo alguno a los manuscritos miniados, sino que se extiende a la decoración de los muros, que se adornan con representaciones de los ideales caballerescos de la novela y con motivos de la vida de la corte, con batallas y torneos, con escenas de caza y de cabalgatas, de juegos y de danzas, con narraciones de la mitología, de la Biblia y de la historia, con figuras de héroes antiguos y modernos, con alegorías de las virtudes cardinales, de las artes liberales y, sobre todo, del amor en todas las formas y todos los matices posibles. Estas pinturas se mantienen en general en el estilo de los tapices, género al que probablemente deben su origen. Buscan, lo mismo que éstos, causar una impresión de esplendor, sobre todo con el lujo del atuendo y la actitud ceremoniosa de los personajes. Las figuras se representan en actitudes convencionales, pero están relativamente bien observadas y tienen una cierta desenvoltura en el dibujo; esto es tanto más comprensible si se piensa que esta pintura tiene sus raíces en el mismo naturalismo gótico del que arranca el arte burgués de la Baja Edad Media. Basta pensar en Pisanello para darse cuenta de cuánto debe el naturalismo renacentista a estas pinturas murales con sus fondos verdes y sus plantas y animales observados con tanta vivacidad y tan bien pintados. Los escasos restos que se conservan en Italia de la más antigua pintura decorativa profana, tal vez no sean anteriores a los comienzos del siglo XV, pero los del siglo XIV no deben de haber sido en lo esencial muy diferentes de éstos. Los que se conservan todavía se encuentran en el Piamonte y en la Lombardía; los más importantes están en el castillo de La Manta, en Saluzzo, y en el Palazzo Borromeo, en Milán. Pero por fuentes contemporáneas sabemos que muchas otras cortes de la alta Italia poseían una rica y fastuosa decoración pictórica, sobre todo el castillo de Cangrande, en Verona, y el palacio de los Carrara, en Padua[51].
En contraste con el arte de las Cortes de los príncipes, el arte de las ciudades comunales en el Trecento tenía un carácter preferentemente eclesiástico. Hasta el siglo XV no cambian su estilo y su espíritu; entonces, por vez primera, adoptan un carácter profano que corresponde a las nuevas exigencias artísticas privadas y a la orientación racionalista general. Pero no sólo aparecen nuevos géneros mundanos, como la pintura de historia y el retrato; también los temas religiosos se llenan de motivos profanos. Naturalmente, el arte burgués mantiene todavía más puntos de contacto con la Iglesia y la religión que el arte de las Cortes de los príncipes, y, al menos en este aspecto, la burguesía sigue siendo más conservadora que la sociedad cortesana. Pero desde mediados de siglo se advierten ya en el arte ciudadano burgués, principalmente en el florentino, ciertas características cortesano-caballerescas. La novela caballeresca, difundida por los juglares, penetra en las clases más humildes del pueblo y conquista en su forma popular también las ciudades toscanas; con ello pierde su carácter originariamente idealista y se convierte en simple literatura recreativa[52]. Esta literatura es la que despierta el interés de los pintores locales por los géneros románticos, aparte, claro está, de la influencia directa de artistas como Gentile da Fabriano y Domenico Veneziano, que difunden en Florencia el gusto artístico cortesano de la alta Italia, de donde proceden. Finalmente, la alta burguesía, ahora rica y poderosa, comienza a apropiarse las formas de vida de la sociedad cortesana y a descubrir en los motivos románticos caballerescos algo que no es simplemente exótico, sino digno de imitación.
Sin embargo, a principios del Quattrocento esta evolución hacia lo cortesano apenas si se advierte. Los maestros de la primera generación del siglo, principalmente Masaccio y Donatello, están más cerca del arte severo de Giotto, con su unidad espacial y el volumen estatuario de las figuras, que del arte preciosista cortesano, y también del gusto preciosista y de las formas frecuentemente indisciplinadas de la pintura trecentista. Después de las conmociones de la gran crisis financiera, de la peste y de la sublevación de los Ciompi, esta generación tiene que comenzar casi completamente de nuevo. La burguesía se muestra ahora, tanto en sus costumbres como en su gusto, más sencilla, más sobria y más puritana que antes. En Florencia predomina de nuevo un sentido de la vida antirromántico, objetivo y realista, y un naturalismo nuevo, más fresco y más robusto, se va imponiendo, de manera progresiva, en oposición a la concepción artística cortesana aristocrática, a medida que la burguesía se va consolidando de nuevo.
El arte de Masaccio y del Donatello joven es el arte de una nueva sociedad todavía en lucha, aunque profundamente optimista y segura de su victoria, el arte de unos nuevos tiempos heroicos del capitalismo, de una nueva época de conquistadores. El confiado aunque no siempre totalmente seguro sentimiento de fortaleza que se expresa en las decisiones políticas de aquellos años se manifiesta también en el grandioso realismo del arte. Desaparece de él la sensibilidad complaciente, la exuberancia juguetona de las formas y la caligrafía ornamental de la pintura del Trecento. Las figuras se hacen más corpóreas, más macizas y más quietas, se apoyan firmemente sobre las piernas y se mueven de manera más libre y natural en el espacio. Expresan fuerza, energía, dignidad y seriedad, y son más compactas que frágiles y, más que elegantes, rudas. El sentido del mundo y de la vida de este arte es esencialmente antigótico, esto es, ajeno a la metafísica y al simbolismo, a lo romántico y lo ceremonial.
Esta es, en todo caso, la tendencia predominante en el nuevo arte, aunque no es la única. La cultura artística del Quattrocento es ya tan complicada, intervienen en ella clases sociales tan distintas por origen y por educación que no podemos encerrarla en un concepto único, válido para todos sus aspectos.
Junto al estilo “renacentista” y clásicamente estatuario de Masaccio y Donatello, la tradición estilística del espiritualismo gótico y el decorativismo medieval están completamente vivos, y ello no sólo en el arte de Fra Angelico y Lorenzo Monaco, sino también en las obras de artistas tan progresistas como Andrea del Castagno y Paolo Uccello. En una sociedad económicamente tan diferenciada y espiritualmente tan compleja como la del Renacimiento, una tendencia estilística no desaparece de un día para otro, ni siquiera cuando la clase social a la que originariamente estaban destinados sus productos pierde su poder económico y político y es sustituida por otra en sus funciones de portadora de la cultura, o esta clase modifica su propia actitud espiritual. El estilo espiritualista medieval puede parecer ya anticuado y carente de atractivo a la mayoría de la burguesía, pero corresponde todavía mejor que el otro a los sentimientos religiosos de una minoría muy considerable. En toda cultura desarrollada conviven clases sociales distintas, artistas diferentes que dependen de estas clases, diversas generaciones de clientes y productores de obras de arte, jóvenes y viejos, precursores y epígonos; en una cultura relativamente vieja como el Renacimiento, las distintas tendencias espirituales no encuentran expresión ya en grupos definidos, separados unos de otros. Las tendencias antagónicas de la intención artística no pueden explicarse simplemente por la contigüidad de las generaciones, por la “simultaneidad de hombres de edad distinta”[53]; las contradicciones se dan frecuentemente dentro de la misma generación. Donatello y Fra Angelico, Masaccio y Domenico Veneziano, han nacido sólo con unos años de diferencia, y, por el contrario, Piero della Francesca, el artista más afín espiritualmenté a Masaccio, está separado de éste por el espacio de media generación. Los contrastes asoman incluso en la creación espiritual de un mismo individuo. En un artista como Fra Angelico, lo eclesiástico y lo secular, lo lógico y lo renacentista, están unidos tan indisolublemente como lo están en Castagno, Uccello, Pesellino y Gozzoli el racionalismo y la fantasía romántica, lo burgués y lo cortesano. Las fronteras entre los seguidores del gótico y los precursores del gusto romántico burgués, afín a aquél en muchos aspectos, son totalmente borrosas.
El naturalismo, que representa la tendencia artística fundamental del siglo, cambia repetidamente su orientación según las evoluciones sociales. El naturalismo de Masaccio, monumental, antigóticamente simple, tendente sobre todo a la claridad de las relaciones espaciales y de las proporciones, la riqueza de Gozzoli, casi pintura de género, y la sensibilidad psicológica de Botticelli, representan tres etapas distintas en la evolución histórica de la burguesía, que se eleva desde unas circunstancias de sobriedad a una auténtica aristocracia del dinero. Un motivo recogido directamente de la realidad como es el Hombre que tirita, de Masaccio, en la escena del Bautismo de la capilla de Brancacci, es una excepción a principios del Quattrocento, mientras a mitad de siglo sería completamente normal. El gusto por lo individual, por lo característico y lo curioso ocupa ahora por primera vez el primer plano. Ahora surge la idea de una imagen del mundo compuesta por petis faits vrais que la historia del arte había ignorado hasta este momento. Los episodios de la vida cotidiana burguesa —escenas de la calle e interiores, escenas de dormitorio en los días del puerperio y escenas de esponsales, el nacimiento de María y la Visitación vistas como escenas de sociedad, San Jerónimo en el ambiente de una casa burguesa y la vida de los santos en el tráfago de las ciudades— son los temas del nuevo arte naturalista.
Pero sería erróneo deducir que con estas representaciones se quiere decir más o menos que “los santos son también hombres simplemente”, y que la preferencia por los motivos de la vida burguesa es signo de modestia de clase; por el contrario, los pormenores de aquella existencia se mostraban con satisfacción y orgullo. Con todo, los burgueses ricos, que se interesan ahora por el arte, aunque no desconozcan su propia importancia, no quieren aparentar más de lo que son. Hasta después de mediados de siglo no aparecen signos de un cambio. En este aspecto, Piero della Francesca revela ya una cierta inclinación a la frontalidad solemne y una preferencia por la forma ceremonial. De cualquier modo, trabaja mucho para príncipes y está bajo la influencia directa de los convencionalismos cortesanos. En Florencia, sin embargo, el arte sigue estando en conjunto, hasta finales de siglo, libre de convencionalismos y de formalismos, si bien se vuelve también más alambicado y preciosista y tiende más cada vez a la elegancia y a la exquisitez. El público de Antonio Pollaiolo, de Andrea del Verrocchio, de Botticelli y de Ghirlandaio no tiene nada, empero, en común con esta burguesía puritana para la que trabajaron Masaccio y Donatello en su juventud.
El antagonismo existente entre Cosme y Lorenzo de Médici, la diferencia de principios con arreglo a los cuales ejercen su poder y organizan su vida privada, señalan la distancia que separa a sus respectivas generaciones. Lo mismo que desde los tiempos de Cosme, la forma de gobierno, de ser una república, aunque lo fuera sólo en apariencia, ha pasado a ser un auténtico principado, y el “primer ciudadano” y su séquito se han transformado en un príncipe y su Corte, así también la burguesía antaño honrada y deseosa de ganancias se ha transformado en una clase de rentistas que desprecian el trabajo y el dinero y quieren disfrutar la riqueza heredada de sus padres y darse al ocio. Cosme era todavía por entero un hombre de negocios; le gustaban, ciertamente, el arte y la filosofía, hacía construir preciosas casas y villas, se rodeaba de artistas y eruditos y sabía también, cuando llegaba la ocasión, adaptarse al ceremonial; pero el centro de su vida eran la Banca y la oficina. Lorenzo, en cambio, no tiene ya interés alguno por los negocios de su abuelo y de su bisabuelo; los descuida y los lleva a la ruina; le interesan sólo los negocios de Estado, sus relaciones con las dinastías europeas, su Corte principesca, su papel de guía intelectual, su academia artística y sus filósofos neoplatónicos, su actividad poética y su mecenazgo. Hacia afuera, naturalmente, todo se desarrolla todavía según formas burguesas y patriarcales. Lorenzo no permite que se tributen honores públicos a su persona y a su casa; los retratos familiares se dedican simplemente a fines privados, lo mismo que los de cualquier otro ciudadano notable, y no están destinados al público, como cien años más tarde lo estarán las estatuas de los Grandes Duques[54].
El Quattrocento tardío ha sido definido como la cultura de una “segunda generación”, una generación de hijos malcriados y ricos herederos; y se encontró tan tajante el contraste con la primera mitad del siglo, que se creyó poder hablar de un movimiento de reacción consciente, de una intencionada “restauración del gótico” y de un “contrarrenacimiento”[55]. A esta concepción se opuso razonablemente que la tendencia que se había definido como retorno al gótico constituía una corriente subterránea permanente del Renacimiento temprano, y no aparece por vez primera en la segunda mitad de este período[56]. Pero así como es evidente incluso en el Quattrocento la persistente tradición medieval y el contraste continuado del espíritu burgués con los ideales góticos, es innegable también que en la burguesía predomina hasta la mitad del siglo una orientación espiritual adversa al gótico, antirromántica y realista, liberal y anticortesana, y que el espiritualismo y el gusto por los convencionalismos y lo conservador no se imponen hasta el período de Lorenzo de Médici. No se debe, naturalmente, imaginar que esta evolución significa que el espíritu burgués cambie repentina e incesantemente su estructura dinámica y dialéctica por otra estática. El predominio de las tendencias conservadoras, espiritualistas y cortesanas no encuentra menos oposición en la segunda mitad del Quattrocento de la que encontró en la primera mitad del siglo el predominio del espíritu innovador liberal y realista burgués. Lo mismo que en los primeros tiempos había junto a los círculos progresistas otros que retardaban la evolución, ahora el elemento progresista se hace valer por todas partes junto a los grupos conservadores.
La retirada de la vida económica activa de las clases sociales ya saturadas, y el avance de otras nuevas, hasta ahora excluidas de las posibilidades de realizar grandes negocios, hacia los puestos vacantes, o, en otras palabras, el ascenso de las clases pobres a acaudaladas y de las acaudaladas a aristocráticas, constituye el ritmo constante de la evolución capitalista[57]. Las clases cultas, que todavía ayer se sentían progresistas, hoy tienen ya ideales y sentimientos conservadores. Pero antes de que puedan transformar toda la vida intelectual de acuerdo con su nueva mentalidad, se adueña de los medios culturales una nueva clase de mentalidad dinámica, un grupo que en la generación anterior estaba excluido de la esfera cultural; éste a su vez se opondrá, una generación más tarde, a la evolución que tiende a hacer sitio a una nueva clase progresista. En la segunda mitad del Quattrocento es, efectivamente, el elemento conservador el que impone el gusto en Florencia; pero el relevo de clases sociales no ha finalizado ni mucho menos; están siempre en juego fuerzas considerablemente dinámicas que impiden al arte anquilosarse en el preciosismo cortesano, en el artificio y el convencionalismo.
A pesar de la inclinación hacia una sutileza amanerada y hacia una elegancia frecuentemente vacía, se imponen constantemente en el arte nuevos impulsos naturalistas. Aunque adopta tantos rasgos cortesanos y se vuelve tan formalista y artificioso, no excluye nunca la posibilidad de renovarse y ampliar su visión del mundo. El arte de la segunda mitad del Quattrocento sigue siendo un arte amante de la realidad, abierto a nuevas experiencias: es la expresión de una sociedad un poco afectada y descontentadiza, pero que no se opone en absoluto a la admisión de nuevos impulsos. Esta mezcla de naturalismo y convencionalismo, de racionalismo y romanticismo, produce al mismo tiempo el comedimiento burgués de Ghirlandaio y el refinamiento aristocrático de Desiderio, el robusto sentido realista del Verrocchio y la poética fantasía de Piero de Cosimo, la gozosa amabilidad de Pesellino y la mórbida melancolía de Botticelli. Las premisas sociales de este cambio de estilo ocurrido hacia mediados de siglo hay que buscarlas en parte en la disminución de la clientela. El dominio de los Médici, con su opresión fiscal, redujo sensiblemente el volumen de los negocios y obligó a muchos empresarios a abandonar Florencia, transportando sus negocios a otras ciudades[58]. La emigración de los trabajadores y el descenso de la producción, síntomas de la decadencia industrial, pueden advertirse ya en tiempos de Cosme[59]. La riqueza se concentra en menos manos. El círculo de los ciudadanos particulares clientes artísticos, que en la primera mitad del siglo tendía siempre a extenderse, muestra ahora una tendencia a restringirse. Los encargos provienen principalmente de los Médici y de algunas otras familias; a consecuencia de este fenómeno, la producción asume ya un carácter más exclusivo y refinado.
Durante los dos últimos siglos en los comuni italianos no eran habitualmente las propias autoridades eclesiásticas las que hacían los encargos de arquitectura religiosa y de obras de arte, sino sus procuradores civiles y los encargados de sus intereses, es decir, de un lado, el comune, los grandes gremios y las cofradías religiosas, y, de otro, los fundadores privados, las familias ricas e ilustres[60]. La actividad arquitectónica y artística de los comuni alcanza su cumbre en el siglo XIV, en el primer florecimiento de la economía urbana. Entonces la ambición de los burgueses se exterioriza todavía en formas colectivas; sólo más tarde adopta una expresión más personal. Los municipios italianos gastaron en esta actividad artística tanto como antiguamente las poleis griegas. Y no sólo Florencia y Siena, también los pequeños municipios, como Pisa y Lucca, quisieron no ser menos y se desangraron casi en su petulante actividad constructora. En la mayoría de los casos, los señores que consiguieron adueñarse del poder en la ciudad prosiguieron la actividad artística de los comuni, y la superaron hasta donde fue posible en el dispendio. Se hacían así la mejor propaganda a sí mismos y a su gobierno, halagando la vanidad de los ciudadanos y regalándoles obras de arte que, por lo común, tenían que pagar los propios ciudadanos. Esto ocurrió, por ejemplo, en la construcción de la catedral de Milán; en cambio, los gastos de la construcción de la cartuja de Pavía fueron sufragados por el peculio particular de los Visconti y los Sforza[61].
La actividad artística de los gremios en Italia no se limitó, como en otros países, a la construcción y adorno de los propios oratorios y de las sedes gremiales, sino que se extendió también a la participación en las empresas artísticas del comune, principalmente en la construcción de las grandes iglesias. Estas tareas caían desde el principio dentro del círculo de actividades propias de los gremios, que venían desarrollándolas más ampliamente a medida que declinaba su influencia política y económica. Pero los gremios eran por lo común simplemente el órgano de dirección y gerencia del comune, así como éste era frecuentemente nada más que el administrador de fundaciones privadas. Las corporaciones no pueden en modo alguno ser consideradas como constructores por cuenta propia, ni siquiera promotores espirituales de todas las empresas dirigidas por ellas, pues en la mayoría, de los casos administraban simplemente los medios puestos a su disposición para realizar la obra, o a lo sumo los completaban con préstamos o contribuciones voluntarias de los miembros del gremio[62]. Para la supervisión de la empresa que se les había confiado nombraban comisiones gremiales que, según la magnitud de la obra, se componían de cuatro a doce miembros (operai). Estas comisiones organizaban los concursos, contrataban los diversos artistas, aprobaban sus proyectos, supervisaban los trabajos, procuraban los materiales y liquidaban los salarios. Si la apreciación de las aportaciones artísticas y técnicas requería una particular competencia, pedían consejo a especialistas[63]. Con tales atribuciones, el Arte della Lana dirigió en Florencia la construcción de la Catedral y del Campanile; el Arte de Calimala, los trabajos de Baptisterio y de la iglesia de san Miniato, y el Arte della Seta, la construcción del Ospedale degli Innocenti. La historia de las puertas de bronce del Baptisterio muestra del modo más claro el proceso habitual de los concursos. En el año 1401 el gremio de Calimala convoca un concurso público. Entre los concurrentes se eligen seis artistas para una selección posterior, entre otros Brunelleschi, Ghiberti y Jàcopo della Querica. Se les da un año para la ejecución de un relieve en bronce, cuyo motivo, a juzgar por la semejanza temática de los trabajos conservados, debió de ser exactamente prescrito. El coste de la producción y el mantenimiento de los artistas durante el período de prueba estaba a cargo del gremio de Calimala. Finalmente, los modelos presentados fueron juzgados por un tribunal nombrado por el gremio y compuesto por treinta y cuatro artistas famosos.
Los encargos artísticos de la burguesía consistían al principio, sobre todo, en donaciones para iglesias y conventos; sólo hacia mediados de siglo comienza a encargar en mayor número obras de arte de naturaleza profana y para usos privados. En adelante, también las casas de los burgueses ricos, y no sólo los castillos y palacios de príncipes y nobles, se adornaban ya con cuadros y estatuas. También en esta actividad artística, naturalmente, consideraciones de prestigio, el deseo de brillar y de erigirse un monumento desempeñan un papel tan importante, si no mayor, que las exigencias de orden estético. Estos intereses no son, desde luego, ajenos tampoco a las fundaciones de obras de arte religioso. Pero las circunstancias han cambiado ahora hasta el punto de que las familias más distinguidas, los Strozzi, los Quaratesi y los Rucellai, se ocupan mucho más de sus palacios que de sus capillas familiares.
Giovanni Rucellai es probablemente el tipo más representativo de estos nuevos nobles interesados, sobre todo, en el arte profano[64]. Procedía de una familia de patricios enriquecida en la industria de la lana y pertenecía a aquella generación entregada a los placeres de la vida que, bajo Lorenzo de Médici, comienza a retirarse de los negocios. En sus notas autobiográficas, uno de los célebres zibaldoni de la época, escribe: “Tengo cincuenta años, no he hecho otra cosa que ganar y gastar dinero, y me he dado cuenta de que proporciona más placer el gastar dinero que el ganarlo.” De sus fundaciones religiosas dice que le han dado y le dan la mayor satisfacción porque redundan en honra de Dios y de la ciudad, y perpetúan su propia memoria. Pero Giovanni Rucellai no es ya sólo fundador y constructor, sino también coleccionista; posee obras de Castagno, Ucello, Domenico Veneziano, Antonio Pollaiolo, Verrocchio, Desiderio de Settignano y otros. La evolución que experimenta el cliente artístico, transformándose de fundador en coleccionista, la apreciamos mejor aún en los Médici. Cosme el Viejo es todavía, sobre todo, el constructor de las iglesias de San Marco, Santa Croce, San Lorenzo y de la abadía de Fiesole; su hijo Piero es ya un coleccionista sistemático, y Lorenzo es exclusivamente un coleccionista.
El coleccionista y el artista que trabaja ajeno a los encargos son figuras históricamente correlativas; aparecen en el curso del Renacimiento contemporáneamente y el uno al lado del otro. Pero su aparición no acaece de manera repentina, sino que sigue un largo proceso. El arte del primer Renacimiento conserva todavía, en general, un carácter artesano, pues se acomoda al encargo del cliente, de manera que el punto de partida de la producción no hay que buscarlo, por lo general, en el impulso creador propio del artista, ni en la voluntad subjetiva de expresión ni en la idea espontánea, sino en la tarea señalada de modo preciso por el cliente. El mercado artístico no está, pues, determinado todavía por la oferta, sino por la demanda[65]. Toda obra tiene aún una finalidad utilitaria bien precisa y una relación concreta con la vida práctica. Lo que se encarga es un cuadro para el altar de una capilla que el pintor conoce bien, o un cuadro de devoción para un ambiente determinado, o el retrato de un miembro de la familia para una determinada pared. Toda estatua está proyectada de antemano para ser colocada en un lugar bien preciso, y todo mueble de precio está diseñado para una habitación determinada.
En nuestros días, de gran libertad artística, se admite como artículo de fe que las coacciones de orden externo a que el artista debía —y sabía— entonces someterse deben ser consideradas beneficiosas y útiles. Los resultados parecen confirmar esta creencia, pero los artistas interesados pensaban de una manera bien distinta; así, trataron de liberarse de estas trabas tan pronto como las condiciones del mercado lo permitieron. Esto ocurre en el momento en que el mero consumidor es sustituido por el aficionado, el experto, el coleccionista, es decir, por aquel moderno tipo de cliente que ya no manda hacer lo que necesita, sino que compra lo que le ofrecen. Su aparición en el mercado artístico significó el fin de aquella época en que la producción artística estuvo determinada únicamente por el hombre que encarga el trabajo y el comprador, y aseguró a la libre oferta nuevas oportunidades hasta ahora desconocidas.
El Quattrocento es, desde la Antigüedad clásica, la primera época de la que poseemos una selección considerable de obras de arte profano, y no sólo ejemplos numerosos de géneros ya conocidos, como pintura mural y cuadros de pared de motivos profanos, tapicerías, bordados, orfebrería y armaduras, sino también muchas obras pertenecientes a géneros completamente nuevos, sobre todo creaciones de la nueva cultura doméstica de la alta burguesía, que tiende, en contraste con el tono solemne de la corte, a lo confortable y lo íntimo: zócalos de madera ricamente tallada destinados a ser adosados a las paredes, cofres pintados y tallados (cassoni), cabeceras de cama pintadas y labradas, pequeños cuadros devotos colocados en graciosos marcos redondos (tondi), platos ricamente adornados con figuras, que servían de ofrendas para el alumbramiento (deschi da parto), además de las consabidas mayólicas y otros muchos productos de la artesanía. En todos ellos domina todavía un equilibrio casi perfecto entre arte y artesanía, entre pura obra de arte y mero instrumento del mobiliario.
Esta situación no cambia hasta que se reconoce la autonomía de las artes mayores, libres de todo fin y toda utilidad prácticos, y se las contrapone al carácter mecánico de la artesanía. Entonces, por fin, cesa la unión personal entre artista y artesano, y el artista comienza a pintar sus cuadros con una conciencia creadora distinta de la que tenía cuando pintaba arcas y paneles decorativos, banderas y gualdrapas, platos y jarrones. Pero entonces comienza también a liberarse de los deseos del cliente y a transformarse, de productor de encargo, en productor de mercancía. Esta es la premisa por parte del artista para la aparición del aficionado, el experto y el coleccionista. La premisa por parte del cliente consiste en la concepción formalista y libre de toda finalidad de la obra de arte, una forma, aunque todavía muy primitiva, de “el arte por el arte”. Un fenómeno paralelo e inmediato de la aparición del coleccionista, fenómeno que no surge sino con el establecimiento de una relación impersonal del comprador con la obra de arte y con el artista, es el mercado artístico. En el Quattrocento, cuando no había sino casos aislados de colección sistemática, el comercio de obras de arte separado de la producción, independiente, era poco menos que desconocido; éste surge por vez primera en el siglo siguiente con la demanda regular de obras del pasado y la compra de trabajos de los artistas más notables del presente[66]. El primer comerciante de arte cuyo nombre conocemos es, a principios del siglo XVI, el florentino Giovan Battista della Palla. El hace encargos y adquiere en su ciudad natal objetos de arte para el rey de Francia, y compra no sólo a los artistas directamente, sino también en las colecciones privadas. Pronto aparece igualmente el comerciante que encarga obras con miras especulativas, para revenderlas luego provechosamente[67].
Los burgueses ricos e ilustres de las repúblicas ciudadanas querían asegurarse al menos la fama póstuma, ya que, por consideración a sus conciudadanos, debían mantener entonces un cierto comedimiento en lo referente a su modo de vida. Las fundaciones religiosas eran la forma más apropiada para conseguir la fama eterna sin provocar la reprobación pública. Esto explica en parte la desproporción existente todavía en la primera mitad del Quattrocento entre la producción artística religiosa y la profana. La piedad no era ya en modo alguno el motivo más importante de las donaciones. Castello Quaratesi quería dotar a la iglesia de Santa Croce de una fachada, pero cuando no se le autorizó a que figurase en ella su escudo, no quiso saber ya nada de la realización del proyecto[68]. A los mismos Médici les parece razonable vestir su mecenazgo con una capa de devoción. Cosme se preocupaba todavía de esconder sus iniciativas artísticas más que de exhibirlas. Los Pazzi, Brancacci, Bardi, Sassetti, Tornabuoni, Strozzi y Rucellai inmortalizaron su nombre con la construcción y adorno de capillas. Para ello se sirvieron de los mejores artistas de su tiempo. La capilla de los Pazzi fue construida por Brunelleschi, y las capillas de los Brancacci, Sassetti, Tornabuoni y Strozzi fueron decoradas por pintores como Masaccio, Baldovinetti, Ghirlandaio y Filippino Lippi.
Es muy dudoso que entre todos estos mecenas los Médici fueran los más generosos e inteligentes. Entre los dos hombres más ilustres de la dinastía, Cosme el Viejo parece ser el que tuvo gusto más sólido y equilibrado. ¿O quizá el equilibrio se debió a la época misma? Él dio trabajo a Donatello, Brunelleschi, Ghiberti, Michelozzo, Fra Angelico, Luca della Robbia, Benozzo Gozzoli y Fra Filippo Lippi. Donatello, en cambio, el más grande de todos, tuvo en Roberto Martelli un amigo y un protector exaltado. ¿Hubiera abandonado Donatello tan repetidamente Florencia si Cosme hubiera sabido apreciar convenientemente su valor? “Cosme fue gran amigo de Donatello y de todos los pintores y escultores”, se dice en los recuerdos de Vespasiano da Bisticci. “Le pareció —se comenta más adelante— que estos últimos tenían poco trabajo, y le apenaba que Donatello hubiese de permanecer inactivo, por lo que le encargó el púlpito y las puertas de la sacristía de la iglesia de San Lorenzo[69]. ¿Pero por qué en aquellos tiempos áureos del arte un Donatello tenía que recorrer el peligro de permanecer inactivo? ¿Por qué un Donatello debía recibir un encargo como un favor?
Tan difícil, o más todavía, es dar una valoración del gusto artístico de Lorenzo. Se ha atribuido a mérito personal suyo la calidad y la variedad de los ingenios que le rodeaban, y se ha considerado la intensa vitalidad que expresan las obras de los poetas, filósofos y artistas protegidos por él como irradiada de su persona. Desde Voltaire, su tiempo se encuentra entre los períodos felices de la humanidad, juntamente con la época de Pericles, el principado de Augusto y el Grand Siècle. Lorenzo mismo era poeta, filósofo, coleccionista y fundador de la primera Academia de Bellas Artes en el mundo. Se sabe el papel que el neoplatonismo desarrolló en su vida y cuánto debe a él personalmente este movimiento. Se conocen los detalles de sus relaciones amistosa con los artistas de su círculo. Es bien sabido que Verrocchio restauró para él antigüedades, que Giuliano de Sangallo construyó para él la villa de Poggio en Caiano y la sacristía de Santo Spirito, que Antonio Pollaiolo trabajó mucho para él y que Botticelli y Filippino Lippi eran amigos suyos muy íntimos. ¡Pero cuántos nombres faltan en esta lista! Lorenzo renunció no sólo a los servicios de Benedetto da Maiano, el creador del Palazzo Strozzi, y del Perugino, que durante su gobierno pasó muchos años en Florencia, sino también a la obra del artista más grande después de Donatello, Leonardo, que, a lo que parece, hubo de dejar Florencia y emigrar a Milán por falta de comprensión. La circunstancia de que estuviera muy lejos del neoplatonismo[70] explica tal vez la falta de interés de Lorenzo por su persona.
El neoplatonismo, como ya el idealismo del propio Platón, expresaba una actitud ante el mundo meramente contemplativa, y, como toda filosofía que coloque en las meras ideas el único principio decisivo, significaba una renuncia a toda intervención en las cosas de la realidad “común” El neoplatonismo entregaba el destino de esta realidad a merced de los que de hecho poseían el poder; pues el verdadero filósofo, como dice Ficino, aspira a morir a las cosas terrenas y a vivir sólo en el mundo eterno de las ideas[71]. Es natural que esta filosofía halagara a un hombre como Lorenzo, que destruyó los últimos restos de libertad democrática y reprobó toda actividad política por parte de los ciudadanos[72]. Por lo demás, la doctrina de Platón, tan fácil de traducir y diluir en la poesía, tenía por sí misma que responder a su gusto.
Nada caracteriza mejor la naturaleza del mecenazgo de Lorenzo que sus relaciones con Bertoldo. El artista de las pequeñas esculturas, elegante pero un poco superficial, era su preferido entre todos los artistas de su época. Bertoldo vivía en su casa, se sentaba diariamente a su mesa, le acompañaba en sus viajes, era su confidente, su consejero artístico y el director de su Academia. Bertoldo tenía sentido del humor y tacto, y, a pesar de la intimidad de sus amistosas relaciones, sabía guardar la distancia conveniente; era un hombre de fina cultura y tenía el don de saber intuir perfectamente los gustos artísticos y los deseos de su protector. Era hombre de alto valor personal y, sin embargo, presto a una total subordinación; en una palabra, era el ideal del artista cortesano[73]. A Lorenzo tenía que causarle placer poder ayudar a Bertoldo en su trabajo de “elaboración de complicadas y extrañas, y en ocasiones también triviales alegorías y mitos clásicos”[74] y ver así realizarse su erudición humanística, sus sueños mitológicos y sus fantasías poéticas. El estilo de Bertoldo, su limitación al bronce como material refinado, maleable y duradero, y a la forma de composiciones de pequeñas figuras graciosas y elegantes, eran la correspondencia más exacta a la concepción artística de Lorenzo. Su preferencia por las artes menores es innegable. De las grandes creaciones de la plástica florentina muy pocas se encontraban en su colección[75]; el núcleo de ésta estaba constituido por gemas y camafeos, de los que poseía de cinco a seis mil[76]. Este era un género procedente de la época clásica, y como tal, tenía las preferencias de Lorenzo. El hecho de que Bertoldo se sirviera de una técnica típicamente clásica y tratara temas característicos del ambiente clásico no era tampoco lo menos importante para que su arte fuera grato a Lorenzo. Toda la actividad de Lorenzo como coleccionista y mecenas no era otra cosa que deleite de gran señor; y así como su colección conservaba muchas características de gabinete de curiosidades de un príncipe, así también su preferencia por lo gracioso y lo costoso, lo caprichoso y lo artificioso, tenía muchos puntos de contacto con el gusto rococó de tantos pequeños príncipes europeos.
En el Quattrocento se desarrollan junto a Florencia, que sigue siendo hasta finales del siglo el centro artístico más destacado de Italia, otros importantes viveros de arte, sobre todo en las cortes de Ferrara, Mantua y Urbino. Estas siguen en su constitución el modelo de las cortes del siglo XIV de la Italia septentrional; a ellas les deben sus ideales caballeresco-románticos y la tradición de su estilo de vida formalmente antiburgués. Pero el nuevo espíritu burgués, con su racionalismo práctico y antitradicional, contamina también la vida de las cortes. Es verdad que todavía se leen las viejas novelas caballerescas, pero se adopta frente a ellas una nueva actitud de distanciamiento un poco irónico. No sólo Luigi Pulci en la Florencia burguesa, sino también Boyardo en la Ferrara cortesana, tratan el asunto caballeresco en el nuevo tono desenvuelto y semiserio. Los frescos de los castillos y palacios de los principes conservan la conocida atmósfera del siglo precedente; se prefieren los temas de la mitología y de la historia, las alegorías de las virtudes y de las artes liberales, personajes de la familia reinante y escenas de la vida de la corte; pero el antiguo repertorio caballeresco se utiliza cada vez menos[77]. La pintura no se presta al manejo irónico de los temas. Tenemos monumentos significativos del arte cortesano en dos lugares importantes: en el Palazzo Schifanoja, en Ferrara, los frescos de Francesco del Cossa; y en Mantua, los frescos de Mantegna. En Ferrara es más fuerte la conexión con el arte francés del gótico tardío; en Mantua, en cambio, predomina la afinidad con el naturalismo italiano; pero en ambos casos la diferencia respecto al arte burgués del momento está más en el tema que en la forma. Cossa no se diferencia sustancialmente de Pesellino, y Mantegna describe la vida en la corte de Ludovico Gonzaga con un naturalismo casi tan directo como, por ejemplo, Ghirlandaio, la vida de los patricios florentinos. El gusto artístico de ambos círculos ha encontrado un amplio equilibrio.
La función social de la vida cortesana es propagandística. Los príncipes renacentistas no sólo quieren deslumbrar al pueblo, sino también imponerse a la nobleza y vincularla a ellos[78]. Pero no dependen ni de sus servicios ni de su presencia, y, por lo tanto, pueden y quieren servirse de todo aquel que les sea útil, cualquiera que sea su origen[79]. Las cortes italianas del Renacimiento se distinguen, pues, de las medievales ya por su composición. Acogen en su círculo a aventureros afortunados y comerciantes enriquecidos, humanistas plebeyos y artistas descorteses, exactamente como si fueran todos personas de sociedad. En contraste con la comunidad exclusivamente moral de la caballería cortesana, en estas cortes se desarrolla una socialidad “de salón” relativamente libre y esencialmente intelectual que, de un lado, constituye la continuación de la cultura social refinada de los círculos burgueses, tal como la describen ya el Decamerón y el Paradisso degli Alberti, y, de otro, representa la preparación de los salones literarios, que en los siglos XVII y XVIII desempeñan un papel tan importante en la vida intelectual de Europa.
La mujer no ocupa todavía el centro en el salón cortesano del Renacimiento, si bien interviene desde el principio en la vida literaria del grupo; e incluso más tarde, en la época de los salones burgueses, será el centro en un sentido bien distinto a como lo fue en tiempos de la caballería. Por otra parte, la importancia cultural de la mujer no es más que una expresión del racionalismo del Renacimiento, que la eleva a una igualdad intelectual con el hombre, pero no la coloca en posición superior a él. “Todas las cosas que pueden comprender los hombres, pueden también comprenderlas las mujeres”, se dice en el Cortesano (libro III, cap. XII). Sin embargo, la galantería que Castiglione exige del hombre de corte no tiene nada que ver con el servicio a la dama exigido al caballero. El Renacimiento es una época viril; mujeres como Lucrecia Borgia, que tiene su corte en Nepi, e incluso como Isabella d’Este, que es el centro de la corte en Ferrara y Mantua, y no sólo influía activamente sobre los poetas de su ambiente, sino también fue experta, al parecer, en las artes plásticas, son excepciones. Los mecenas y protectores del arte son casi en todas partes hombres.
La cultura cortesana de la caballería medieval creó un nuevo sistema de virtudes y unos nuevos ideales de heroísmo y de humanidad; las cortes de los príncipes italianos del Renacimiento no persiguen tan altos fines; su contribución a la cultura social se limita a aquel concepto de distinción que se difundió en el siglo XVI por influencia española, pasó a Francia y se impuso allí, constituyendo la base de la cultura cortesana y convirtiéndose en modelo para toda Europa. En el aspecto artístico las cortes del Quattrocento apenas han creado nada nuevo. El arte que debe su origen a los encargos hechos por los príncipes a los artistas de la época no es mejor ni peor en su calidad que el arte promovido por la burguesía ciudadana. La elección del artista depende quizá más veces de las circunstancias de lugar que del gusto personal y la inclinación del cliente. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que Sigismundo Malatesta, uno de los tiranos más crueles del Renacimiento, reclamó los servicios del más grande pintor de su época, Piero della Francesca, y que Mantegna, el pintor más significativo de la generación siguiente, no trabajó para el gran Lorenzo de Médici, sino para un príncipe de segunda categoría como Ludovico Gonzaga.
Esto no quiere decir que estos príncipes fueran algo así como expertos infalibles. En sus colecciones se encuentran tantas obras de segunda y tercera categoría como en las de los mecenas burgueses. La tesis de que en el Renacimiento todos comprendían el arte aparece, en un examen detenido, como una leyenda tan carente de fundamento como la del nivel universalmente alto de toda la producción artística de la época. Ni siquiera en las clases altas de la sociedad se consiguió una uniformidad en los principios del gusto, por no hablar de las clases inferiores. Nada caracteriza el gusto predominante mejor que el hecho de que Pinturicchio, decorador elegante, pero rutinario, fuera el artista más ocupado de su tiempo. ¿Pero podemos hablar siquiera de un interés general por el arte en el Renacimiento, en el sentido en que lo hacen las publicaciones corrientes sobre el Renacimiento? ¿Se interesaban de veras por igual “altos y bajos” por los asuntos artísticos? ¿Se entusiasmaba realmente “toda la ciudad” por el proyecto de la cúpula de la catedral de Florencia? ¿Era verdaderamente “un acontecimiento para todo el pueblo” la terminación de una obra de arte? ¿De qué clases sociales estaba compuesto “todo el pueblo”? ¿También del proletariado hambriento? No es muy verosímil. ¿También de la pequeña burguesía? Tal vez. Pero, de cualquier modo, el interés de la mayoría por las cosas del arte debió de ser más religioso y patriótico local que propiamente artístico. No debe olvidarse que en aquel tiempo los acontecimientos públicos se desenvolvían en gran parte en la calle. Un cortejo de carnaval, la recepción de una embajada, un funeral, no despertaban seguramente un interés menor que el boceto de Leonardo expuesto al público, ante el que el pueblo, según se narra, se amontonó durante dos días. La mayoría no tenía, sin duda, ni idea de la diferencia entre el arte de Leonardo y el de sus contemporáneos, aunque el abismo entre calidad y popularidad no era entonces seguramente tan profundo como hoy. Entonces precisamente comenzaba a abrirse este abismo; todavía podía salvarse de vez en cuando, porque el juicio no era aún propiedad exclusiva de los iniciados. Está fuera de toda duda que el artista del Renacimiento disfrutó de una cierta popularidad; lo demuestra el gran número de historias y anécdotas que corren sobre ellos; pero esta popularidad se refería sobre todo al personaje encargado de tareas públicas, al que participaba en los concursos públicos, exponía sus obras y ocupaba a las comisiones gremiales y revelaba ya su “genial” originalidad, pero no al artista como tal.
A pesar de que en el Renacimiento la demanda de obras de arte fuese relativamente grande en ciudades como Florencia y Siena, no se puede hablar de un arte popular en el sentido que se habla de la poesía popular, de los himnos religiosos, de las sacre rappresentazioni y de las novelas caballerescas que degeneraron en canciones de feria. Había probablemente un arte rústico y una producción de baratijas destinada al pueblo y muy difundida, pero las verdaderas obras de arte, a pesar de su relativa baratura, eran de un precio exorbitante para la gran mayoría de la población.
Se ha comprobado que hacia 1480 había en Florencia 84 talleres de talla en madera y labores de taracea, 54 de artes decorativas en mármol y piedra y 44 de aurífices y plateros[80]; por lo que hace a pintores y escultores, faltan los datos correspondientes a este periodo, pero el registro gremial de pintores en Florencia atestigua, entre 1409 y 1499, 41 nombres[81]. La comparación de estas cifras con el número de artesanos ocupados en otros oficios, el hecho, por ejemplo, de que en un mismo período hubiese en Florencia 84 tallistas en madera y 70 carniceros[82], basta para dar una idea de la demanda artística en aquel tiempo. Los artistas identificables, sin embargo, son un tercio o tal vez un cuarto de los maestros inscritos en el registro gremial[83]. De los 32 pintores que en 1428 poseían en Siena taller propio, sólo conocemos nueve[84]. La mayoría de ellos probablemente no tuvo una personalidad individual y, como Neri di Bicci, se dedicaron principalmente a la producción en serie. Los negocios de estas empresas, de cuya naturaleza nos informan suficientemente las anotaciones de Neri di Bicci[85], demuestran que el gusto del público estaba muy lejos de ser tan seguro como se acostumbra a proclamar. La mayoría compraba mercancías de calidad mínima. Según lo que se lee sobre el Renacimiento en los manuales, podría pensarse que la posesión de obras de arte plástico era de buen tono y que se las encontraba habitualmente al menos en casa de los burgueses acomodados. Pero, al parecer, no era así. Giovan Battista Armenini, crítico de arte de la segunda mitad del siglo XVI, asegura que conocía muchas casas de este tipo en las que no se veía ni un cuadro aceptable[86].
El Renacimiento no fue una cultura de tenderos y artesanos, ni tampoco la cultura de una burguesía adinerada y medianamente culta, sino, por el contrario, el patrimonio celosamente guardado de una élite antipopular y empapada de cultura latina. Participaban en él principalmente las clases adheridas al movimiento humanístico y neoplatónico, las cuales constituían una intelectualidad tan uniforme y homogénea como, por ejemplo, no lo había sido nunca el clero en conjunto. Las creaciones decisivas del arte estaban destinadas a este círculo. Los círculos más amplios, o no tenían sobre ellas conocimiento alguno, o las juzgaban con criterios inadecuados, no estéticos, y se contentaban con productos de valor mínimo. En esta época surgió aquella insuperable distancia, fundamental para toda la evolución posterior, entre una minoría culta y una mayoría inculta, distancia que no conoció en esta medida ninguna de las épocas precedentes.
La cultura de la Edad Media tampoco tuvo un nivel común, y las clases cultas de la Antigüedad clásica eran totalmente conscientes de su alejamiento de la masa, pero ninguno de estos períodos, con la excepción de pequeños grupos ocasionales, pretendió cerrar una cultura deliberadamente reservada a una élite, y a la que la mayoría no pudiera tener acceso. Esto es precisamente lo que cambia en el Renacimiento. El lenguaje de la cultura eclesiástica medieval era el latín, porque la Iglesia estaba ligada de manera directa y orgánica a la civilización romana tardía; los humanistas escriben en latín porque rompen la continuidad con las corrientes culturales populares que se expresan en los diferentes idiomas nacionales y quieren crear para sí un monopolio cultural, una especie de clase sacerdotal. Los artistas se colocan bajo la protección y la tutela intelectual de este grupo; se emancipan, dicho de otro modo, de la Iglesia y de los gremios para someterse a la autoridad de un grupo que reclama para sí a un tiempo la competencia de ambos: de la Iglesia y de los gremios. Ahora los humanistas ya no son sólo autoridad indiscutible en toda cuestión iconográfica de tipo histórico y mitológico, sino que se han convertido en expertos también en cuestiones formales y técnicas. Los artistas terminan por someterse a su juicio en cuestiones sobre las que antes decidían sólo la tradición y los preceptos de los gremios, y en las que ningún profano podía inmiscuirse. El precio de su independencia de la Iglesia y los gremios, el precio que han de pagar por su ascenso social, por el aplauso y la gloria, es la aceptación de los humanistas como jueces. No todos los humanistas son ciertamente críticos y expertos, pero entre ellos se encuentran los primeros profanos que tienen idea de los criterios del valor artístico y son capaces de juzgar una obra de arte según criterios meramente estéticos. Con ellos, en cuanto que son parte de un público realmente capacitado para juzgar, surge el público del arte en el sentido moderno[87].
POSICIÓN SOCIAL DEL ARTISTA EN EL RENACIMIENTO
La acrecida demanda de arte en el Renacimiento hace que el artista deje de ser el artesano pequeño-burgués que antes era y se convierta en una clase de trabajadores intelectuales libres que antes sólo existía en algunos desarraigados, pero que ahora comienza a formar un estrato económicamente asegurado y socialmente consolidado, aunque no puede decirse que como grupo social esté en modo alguno unificado. Los artistas de los comienzos del siglo XV son todavía en su conjunto gente modesta; son considerados como artesanos superiores, y no se diferencian ni por su origen ni por su educación de los elementos gremiales de la pequeña burguesía. Andrea del Castagno es hijo de un campesino; Paolo Uccello, de un barbero; Filippo Lippi, de un carnicero; los Pollaiolo son hijos de un pollero. Reciben su nombre tomándolo del oficio de su padre, de su patria de origen, de su maestro, y se les tutea como a los criados. Están sometidos a las regulaciones gremiales, y no es en modo alguno su talento lo que les da derecho a ejercer su profesión de artistas, sino el aprendizaje realizado conforme a las prescripciones del gremio. Su educación la reciben sobre los mismos fundamentos que los artesanos vulgares; se forman no en escuelas, sino en talleres, y no de manera teórica, sino práctica. Entran, todavía niños, después de adquirir algunos conocimientos de lectura, escritura y cuentas, bajo la disciplina de un maestro, y suelen pasar muchos años con él. Sabemos que todavía Perugino, Andrea del Sarto y Fra Bartolommeo estuvieron sometidos a este aprendizaje ocho o diez años. La mayoría de los artistas de los comienzos del Renacimiento, entre otros Brunelleschi, Donatello, Ghiberti, Uccello, Antonio Pollaiolo, Verrocchio, Ghirlandaio, Botticelli, Francia, proceden de la orfebrería, que con razón ha sido llamada la “escuela de arte” del siglo. Muchos escultores trabajan al comienzo en asociaciones de canteros o con tallistas decoradores, como habían hecho sus antecesores en la Edad Media. Donatello, al ser recibido en el gremio de San Lucas, es designado como “orífice y cantero”. Sobre su pensamiento acerca del arte y la artesanía nos informa de modo excelente el hecho de que una de sus últimas y más importantes obras, el grupo de Judit y Holofernes, esté proyectado como figura para una fuente en el pozo del Palazzo Riccardi.
Pero las más importantes botteghe de artistas de los comienzos del Renacimiento persiguen ya, a pesar de su organización todavía artesana en lo esencial, métodos de educación individuales. Esto se puede decir, en primer lugar, de los talleres de Verrocchio, Pollaiolo y Ghirlandaio en Florencia, de Francesco Squarcione en Padua, de Giovanni Bellini en Venecia, cuyos directores son tan importantes y famosos maestros como artistas. Los aprendices ya no van al primer taller que se les presenta, sino que buscan un maestro determinado, al que halla acceso un número tanto mayor cuanto más famoso es como artista. Estos muchachos son, aunque no siempre la mejor, al menos la más barata mano de obra; ésta, no el orgullo de ser considerado como buen maestro, es la razón principal de la educación artística intensiva que desde ese momento se inicia y el aprendizaje comienza, conforme todavía a la tradición medieval, con trabajos manuales de todas clases, como la disposición de los colores, la fabricación de los pinceles y la preparación de los lienzos; viene después el encargo de pasar algunas composiciones del cartón al cuadro, pintar los paños y las partes secundarias de la figura, y termina finalmente con la ejecución de obras enteras sin otra base que simples bosquejos e indicaciones. Así el aprendiz se convierte en el colaborador más o menos independiente, que necesariamente ha de ser distinguido del discípulo. Pues no todos los colaboradores de un maestro son discípulos suyos, y tampoco todos los discípulos permanecen como colaboradores junto a sus maestros. El colaborador es muchas veces un artista equiparable al maestro, pero a menudo también un instrumento impersonal en manos del jefe del taller.
Las múltiples combinaciones de estas posibilidades y la frecuente colaboración del maestro, los ayudantes y los discípulos en una misma obra hacen que muchas veces resulte no sólo una mezcla de estilos difícil de descomponer, sino acaso una fusión real de las diferencias individuales, una forma común, en la que lo decisivo fue en primer lugar la tradición artesana. El hecho, bien conocido por las biografías de artistas del Renacimiento —lo mismo si es real que ficticio—, de que el maestro deje la pintura porque uno de sus discípulos le ha superado (Cimabue-Giotto, Verrocchio-Leonardo, Francia-Rafael), puede, bien representar un estadio evolutivo ulterior, en el que la comunidad del taller comenzaba ya a descomponerse, o bien, como, por ejemplo, en el caso de Verrocchio y Leonardo, puede tener una explicación más realista que la que las anécdotas de artistas dan, Verrocchio deja probablemente de pintar y se limita a ejecutar trabajos plásticos, después que se ha convencido de que puede fiarse, para los encargos pictóricos, de un colaborador como Leonardo[88].
El taller artístico de los inicios del Renacimiento está todavía dominado por el espíritu comunal de los antiguos constructores y del gremio; la obra de arte no es todavía la expresión de una personalidad autónoma, que acentúa sus características y se cierra contra todo lo extraño. La pretensión de realizar por propia mano toda la obra, desde el primero al último rasgo, y la incapacidad para trabajar conjuntamente con discípulos y ayudantes, se observan por primera vez en Miguel Angel, que también en este aspecto es el primer artista moderno. Hasta fines del siglo XV el proceso de la creación artística se efectúa todavía por completo en formas colectivas[89]. Para la realización de trabajos grandes, ante todo esculturas, se organizan fábricas de tipo industrial con muchos colaboradores y obreros. Así, en el taller de Ghiberti, en la época de la ejecución de las puertas del Baptisterio, que figuran entre los más grandes encargos artísticos del Quattrocento, aparecen empleados hasta veinte colaboradores. Entre los pintores, Ghirlandaio y Pinturicchio mantiene para la ejecución de sus grandes frescos un verdadero estado mayor de ayudantes. El taller de Ghirlandaio, en el que trabajan como asiduos colaboradores sobre todo los hermanos y el cuñado del maestro, pertenece, junto con los talleres de los Pollaiolo y de los della Robbia, a las grandes industrias familiares del siglo. Hay también propietarios de talleres que son más bien empresarios que artistas, y por regla general sólo reciben encargos para hacerlos ejecutar por un pintor adecuado. A esta clase parece haber pertenecido también Evangelista da Predis, de Milán, que durante una época proporcionó trabajo, entre otros, a Leonardo.
Fuera de estas formas colectivas de empresas del trabajo artístico, encontramos en el Quattrocento la asociación en compañía de dos artistas, por lo general jóvenes, que tienen un taller común porque todavía no pueden sostener los gastos de uno propio. Asi trabajan, por ejemplo, Donatello y Michelozzo, Fra Bartolommeo y Albertinelli, Andrea del Sarto y Franciabigio. Por todas partes encontramos formas de organización suprapersonales, que impedían la atomización de los esfuerzos artísticos. La tendencia a la solidaridad espiritual se realiza tanto en dirección horizontal como vertical. Las personalidades representativas de la época forman largas dinastías ininterrumpidas, como, por ejemplo, en serie de maestro y discípulo: Fra Angelico-Benozzo Gozzoli-Cosimo Roselli-Piero di Cosimo-Andrea del Sarto-Pontormo-Bronzino, que hacen aparecer el desarrollo de la forma como una tradición que se mantiene sin solución de continuidad.
El espíritu de artesanía que domina el Quattrocento se manifiesta en primer lugar en que los talleres artísticos reciben también encargos de rango secundario y tipo artesanal. Por las notas de Neri di Bicci sabemos cuántos objetos de artesanía podían salir del taller de un pintor abrumado de encargos; aparte de pinturas, se realizan también allí armas, banderas, muestras para tiendas, taracea, tallas pintadas, dibujos para tapiceros y bordadores, elementos de decoración para fiestas y otras muchas cosas. Antonio Pollaiolo, en su calidad de pintor y escultor prestigioso, dirige una orfebrería, y en su taller se realizan también, aparte de esculturas y trabajos de orfebre, proyectos para tapicerías y dibujos para grabados en cobre. Verrocchio sigue aceptando todavía en la plenitud de su carrera los más diversos encargos de barros cocidos y tallas. Donatello hace para su protector Martelli no sólo el célebre escudo de armas, sino también un espejo de plata. Luca della Robbia fabrica baldosas de mayólica para iglesias y casas particulares. Botticelli dibuja modelos para bordados y Squarcione es propietario de un taller de bordar. Desde luego habrá que hacer diferencias, por lo que hace a estos trabajos, tanto según el estadio del desarrollo histórico como según la categoría de los diversos artistas, y no podemos imaginarnos, ciertamente, que Ghirlandaio y Botticelli pintasen muestras para la tienda del carnicero o el panadero de la esquina; tales encargos no serían ya aceptados en su taller. Pero la pintura de gonfalones gremiales, arcas para novia y platos de parto se aceptó, por el contrario, hasta los finales del primer Renacimiento, como ocupación que no rebajaba al artista. Botticelli, Filippino Lippi, Piero di Cosimo siguieron ocupándose, todavía en el Cinquecento, de pintar arcas nupciales o cassoni.
Un cambio fundamental en los criterios sobre el trabajo artístico sólo se observa a partir de los días de Miguel Angel. Vasari ya no considera conciliable con la conciencia que de sí tiene el artista la aceptación de encargos de artesanía. Este paso significa a la vez el fin de la dependencia en que estaban los artistas respecto a los gremios. El final del proceso del gremio de pintores genoveses contra el pintor Giovanni Battista Poggi, al que se quería prohibir ejercitarse la pintura en Genova porque no había pasado allí el aprendizaje de siete años prescritos, posee una significación sintomática. El año 1590, en que ocurrió ese proceso y resultó la resolución de principio de que no había de ser obligatoria la agremiación para los artistas que no tuvieran tienda abierta, remata un proceso evolutivo de casi dos siglos[90].
Los artistas del primer Renacimiento están equiparados a los artesanos de la pequeña burguesía también en el aspecto económico; su posición, en general, no es brillante, pero tampoco precisamente precaria. Faltan todavía entre ellos las existencias señoriales, pero falta también lo que se podría llamar un proletariado artístico. Es verdad que los pintores se quejan continuamente de sus declaraciones tributarias de sus menguados ingresos, pero tales documentos no pertenecen, ciertamente, a las fuentes históricas más dignas de crédito. Masaccio pretende que no ha podido pagar ni una sola vez a su aprendiz, y sabemos ciertamente que murió pobre y lleno de deudas[91]. Filippo Lippi no tenía, según Vasari, para comprarse un par de medias, y Paolo Uccello se queja en su vejez de que no posee nada, ya que no puede trabajar y tiene a su mujer enferma. Todavía entonces a los que mejor les iba era a los que estaban al servicio de una corte o un protector. Fra Angelico obtuvo, por ejemplo, de la Curia romana quince ducados mensuales en una época en la que en Florencia, donde la vida era, desde luego, algo más barata, se podía vivir magníficamente con trescientos al año[92].
Es significativo que los precios se mantuvieran en un nivel medio en general, y que incluso los artistas famosos no fuesen mucho mejor pagados que los medianos y que los mejores artesanos. Personalidades como Donatello alcanzaban, desde luego, honorarios más altos, pero verdaderos “precios de aficionado” no existían aún[93]. Gentile da Fabriano obtuvo por su Adoración de los Magos 150 florines de oro; Benozzo Gozzoli, 60 por una imagen para un altar; Filippo Lippi, 40 por una Madonna; pero ya Botticelli obtuvo 75[94]. Como estipendio fijo percibía Ghiberti, durante su trabajo en las puertas del Baptisterio, 200 florines anuales, cuando el canciller de la Señoría obtenía 600, con la obligación, además, de pagar por sí cuatro escribientes. Un buen copista de manuscritos recibía en el mismo tiempo 30 florines y la plena manutención. Se ve, pues, que los artistas no estaban mal pagados, si bien, con mucho, no lo estaban tan espléndidamente como los famosos literatos y maestros, que muchas veces cobraban por año de 500 a 2.000 florines[95].
Todo el mercado artístico se movía todavía dentro de límites relativamente estrechos; los artistas tenían que pedir anticipos ya durante el trabajo, y los clientes a menudo sólo podían pagar los materiales a plazos[96]. También los príncipes luchaban con la escasez de dinero, y Leonardo se lamenta muchas veces con su protector Ludovico Moro de que no se le pagan sus honorarios[97]. El carácter de artesanía del trabajo artístico se manifestaba también, y no en último término, en el hecho de que los artistas estuvieran frente a sus clientes en una relación laboral legal. En los grandes encargos artísticos, todos los gastos, esto es, tanto los materiales como los salarios, e incluso muchas veces hasta la manutención de ayudantes y aprendices corrían a cargo del cliente, y el propio maestro, en principio, recibía sus honorarios en proporción al tiempo empleado. La pintura conforme a salario siguió siendo la regla hasta fines del siglo XV; sólo más tarde se limitó este tipo de trabajo, retribuido en esa forma de compensación, al mero trabajo manual, como restauración y copias[98]. En la medida en que la profesión artística se desliga del artesanado van cambiando poco a poco todas las condiciones que se establecían en los contratos. En uno de 1485 se conviene aparte con Ghirlandaio el precio de los colores que habían de ser utilizados; pero, según un contrato con Filippino Lippi del año 1487, ya tiene el artista que hacerse cargo de los gastos de material, y un acuerdo análogo se halla también con Miguel Angel en 1498. Naturalmente no podemos trazar una frontera precisa, pero el cambio ocurre en todo caso hacia fines del siglo y también se enlaza, de la manera más sorprendente, con la persona de Miguel Angel. En el Quattrocento era todavía generalmente usado pedir al artista que designara un fiador que garantizara el cumplimiento del contrato; con Miguel Angel tal garantía se convierte en pura formalidad. En un caso, por ejemplo, ocurre que el escribiente del contrato es el garante para ambas partes[99]. Igualmente las demás obligaciones del artista se van haciendo en los contratos cada vez menos estrictas y pormenorizadas. Sebastián del Piombo, en un contrato de 1524, recibe el encargo de pintar un cuadro cualquiera, con la única condición de que no sea imagen de santo; y a Miguel Angel le encarga el mismo coleccionista, en 1531, una obra que puede ser, a gusto del maestro, lo mismo una pintura que una escultura.
En la Italia del Renacimiento los artistas estaban ya desde el principio en mejor situación que los demás países, y ello no tanto a consecuencia de las formas más avanzadas de la vida ciudadana —el ambiente burgués no les ofrecía mejores oportunidades en realidad que a la clase media artesana—, sino porque los príncipes y déspotas italianos podían emplear mejor los talentos artísticos por tener de ellos más alta estima que los poderosos del extranjero. La mayor independencia de los artistas italianos frente al gremio, que es en lo que se fundamenta su posición privilegiada, es, ante todo, el resultado de su repetido trabajo en las cortes. En los países nórdicos el maestro está ligado a la misma ciudad; en Italia el artista va a menudo de una corte a otra, de ciudad en ciudad, y esta vida errante trae ya consigo el relajamiento de las prescripciones gremiales, que están pensadas para las relaciones locales y sólo pueden cumplirse dentro de los límites de la localidad. Como los príncipes estaban interesados en ganarse para su corte no sólo a los maestros hábiles en general, sino a artistas determinados, a menudo forasteros, éstos habían de ser liberados de las limitaciones gremiales. No podían ser obligados a tomar en cuenta las reglamentaciones profesionales de la localidad para la ejecución de sus encargos, ni pedir a las autoridades del gremio autorización para trabajar, ni irles a preguntar cuántos ayudantes y aprendices habían de ocupar. Los artistas, después que habían terminado su trabajo con un cliente, se trasladaban con toda su gente bajo la protección de otro, y allí gozaban de la misma situación privilegiada. Estos pintores áulicos errantes estaban ya por adelantado fuera de la jurisdicción del gremio.
Los privilegios de los artistas en las cortes no podían, empero, dejar de surtir efecto sobre el trato que les daban las ciudades, tanto menos cuanto que a menudo eran los mismos maestros los que eran empleados aquí y allá, y había que mantenerse en pie de igualdad con la competencia de las cortes si se quería competir con ellas. La emancipación de los artistas frente al gremio es, por consiguiente, no consecuencia de una conciencia realzada de sí mismos y del reconocimiento de sus pretensiones de ser equiparados a poetas y sabios, sino el efecto de que se necesitaban sus servicios y los artistas habían de ser ganados. La conciencia de su importancia no es más que la expresión de su valor de cotización.
La ascensión social de los artistas se manifiesta ante todo en los honorarios. En el último cuarto del siglo XV se comienzan a pagar en Florencia precios relativamente altos por pinturas al fresco. Giovanni Tornabuoni conviene en 1485 con Ghirlandaio la pintura de la capilla familiar en Santa María Novella con unos honorarios de 1.100 florines de oro. Filippino Lippi cobra por sus frescos en Santa María sopra Minerva en Roma la suma de 2.000 ducados de oro, que vienen a corresponder a la misma cantidad en florines. Y Miguel Angel recibe por las pinturas del techo de la Sixtina 3.000 ducados[100].
Hacia fines del siglo llegan varios artistas incluso a la riqueza; Filippino Lippi alcanza hasta disfrutar de considerable fortuna; Perugíno posee casas; Benedetto da Majano, una finca; Leonardo da Vinci percibe en Milán un sueldo anual de 2.000 ducados y en Francia cobra anualmente 35.000 francos[101]. Los más celebrados maestros del Cinquecento, como Rafael y Tiziano, disponen de ingresos considerables y llevan una vida magnífica. Las apariencias exteriores de la vida de Miguel Angel son, es verdad, modestas, pero sus ingresos son muy altos, y, cuando rehusa recibir pago por sus trabajos en San Pedro, es ya un hombre acaudalado. Sobre el aumento de los honorarios de los artistas tuvo, sin duda, la mayor influencia, junto a la creciente demanda artística y la subida general de los precios, la circunstancia de que hacia el año 1500 la Curia pontificia aparece más en el primer plano del mercado de arte y hace una competencia sensible a los clientes artísticos de Florencia. Toda una serie de artistas traslada entonces su residencia de Florencia a la espléndida Roma. Naturalmente, también los que se quedan aprovechan de las ofertas más ventajosas de la corte papal, es decir, se aprovechan propiamente sólo los artistas de más prestigio, aquéllos que hay afán en retener; los precios que se pagan a los otros sólo de lejos se aproximan a los honorarios más favorecidos en el mercado, y por primera vez entonces aparecen diferencias considerables en el pago de los artistas[102].
La liberación de pintores y escultores de las cadenas de la organización gremial y su ascenso desde la clase de los artesanos a la de los poetas y eruditos ha sido atribuida a su alianza con los humanistas; y, a su vez, el que los humanistas tomaran partido por ellos se ha explicado porque los monumentos literarios y artísticos de la Antigüedad formaban una unidad indivisible a los ojos de estos entusiastas, y porque éstos estaban convencidos del prestigio equivalente que poetas y artistas tenían en el mundo clásico[103]. Para ellos hubiera sido inimaginable que los creadores de las obras que por su origen común eran contempladas con igual veneración que las de la literatura fueran juzgados diversamente por los contemporáneos, e hicieron creer a su propia época —y a la posteridad entera hasta el siglo XIX— que el artista plástico, que para los antiguos nunca había sido otra cosa que un bánausos, compartía con e! poeta los honores del favor divino.
El servicio prestado por los humanistas a los artistas del Renacimiento en su afán de emancipación es indiscutible; los humanistas les reforzaron en su posición realzada por la coyuntura del mercado de arte, y les pusieron en la mano armas con las que podían hacer valer sus pretensiones frente a los gremios, y en parte también frente a la resistencia de los elementos que en sus propias filas eran de menor valor artístico y, por consiguiente, necesitados de protección. Pero desde luego no fue la protección de los literatos la razón de su ascenso en la sociedad; esta protección fue sólo un síntoma de la evolución que tuvo su origen en el hecho de que, a consecuencia de la formación de nuevas señorías y principados, de una parte, y del crecimiento y enriquecimiento de las ciudades, de otra, el desequilibrio entre oferta y demanda en el mercado artístico se hizo cada vez menor y comenzó a transformarse en un perfecto equilibrio. Como se sabe, todo el sistema gremial tuvo su origen en el esfuerzo de salir al paso de tal desequilibrio en interés de los productores; pero los magistrados gremiales comenzaron a hacer la vista gorda ante la infracción de los ordenamientos tan pronto como la falta de trabajo dejó de parecer amenazadora. A la circunstancia de que este peligro se hiciera cada vez menor en el mercado artístico y no a la benevolencia de los humanistas, debieron los artistas su independencia. Buscaron también la amistad de los humanistas, no para romper la resistencia de los gremios, sino para justificar a los ojos de la aristocracia, que pensaba al modo humanista, la posición que económicamente habían alcanzado, y para tener consejeros científicos de cuya ayuda necesitaban para la realización de los asuntos mitológicos e históricos predominantes.
Para los artistas, los humanistas eran los fiadores que acreditaban su valor intelectual; por su parte, los humanistas reconocían en el arte un eficaz medio de propaganda para las ideas en que fundamentaban su dominio intelectual. De esta mutua alianza resultó por primera vez aquel concepto unitario del arte que para nosotros es una cosa obvia, pero que hasta el Renacimiento era desconocido. No sólo Platón habla en un sentido completamente diverso de las artes plásticas y de la poesía, sino que en la Antigüedad tardía, y todavía en la Edad Media, a nadie se le ocurrió suponer que entre arte y poesía existiese un parentesco más próximo que el que existía, por ejemplo, entre ciencia y poesía o entre filosofía y arte.
La literatura artística medieval se limitó a puras fórmulas. Con tales instrucciones prácticas el arte no estaba delimitado en modo alguno frente a la artesanía. El tratado de la pintura de Cennino Cennini se movía todavía en el mundo conceptual del gremio y operaba con los principios de virtuosismo de la artesanía del futuro; exhortaba a los artistas a ser diligentes, obedientes y constantes, y veía en la “imitación” de los modelos el camino más seguro para alcanzar la maestría. Todo ello era todavía pensamiento tradicionalista y medieval. La sustitución de la imitación de Los maestros por el estudio de la naturaleza es proclamada en la teoría por Leonardo da Vinci, quien con ello expresa en todo caso la victoria, ya lograda en la práctica, del naturalismo y del racionalismo sobre la tradición. Su teoría artística orientada sobre el estudio de la naturaleza demuestra que mientras tanto la relación entre maestros y discípulos ha cambiado por completo. La emancipación del arte frente al espíritu de la artesanía comenzó, sin duda, con el cambio del antiguo sistema de enseñanza y con la eliminación del monopolio docente de los gremios. Mientras el derecho a ejercer la profesión de artista estuvo ligado a haber recibido enseñanza de un maestro del gremio no podía romperse ni la presión del gremio ni el predominio de la tradición artesana[104].
La educación de las nuevas promociones artísticas hubo de pasar del taller a la escuela, y en parte la enseñanza práctica hubo de ceder a la teórica, para eliminar los obstáculos que el viejo sistema oponía a los jóvenes talentos. Este, con el tiempo, creó, desde luego, nuevos vínculos y nuevos obstáculos. La evolución comienza sustituyendo la autoridad de los maestros por el modelo de la naturaleza, y termina con el completo montaje docente de la educación académica en la que el lugar de los antiguos y desacreditados modelos lo ocupan ideales artísticos igualmente estrechos, aunque fundamentados científicamente. El método científico de la educación artística comienza ya en los mismos talleres. Ya en los comienzos del Quattrocento los aprendices reciben, junto a las instrucciones prácticas, los fundamentos de la geometría, de la perspectiva y de la anatomía, y son iniciados en el dibujo sobre modelo vivo y sobre muñecos articulados. Los maestros organizan en los talleres cursos de dibujo, y a partir de esta institución se desarrollan, por una parte, las academias particulares, con su enseñanza práctica y teórica[105], y, por otra, las academias públicas, en las que la antigua comunidad del taller y la tradición artesana desaparecen y son sustituidas por una pura relación espiritual entre maestro y discípulo. La enseñanza en el taller y en academias particulares se mantiene durante todo el Cinquecento, pero pierde poco a poco su influencia en la formación del estilo.
La concepción científica del arte, que constituye los fundamentos de la enseñanza académica, comienza con Leon Battista Alberti. Él es el primero en expresar la idea de que las matemáticas son el cuerpo común del arte y de la ciencia, ya que tanto la doctrina de las proporciones como la teoría de la perspectiva son disciplinas matemáticas. En él se manifiesta claramente por primera vez la unión, en la práctica ya realizada desde Masaccio y Uccello, del técnico que hace experimentos y del artista que observa[106]. Tanto uno como otro intentan comprender el mundo por medio de experiencias, y sacar de ellas leyes racionales; ambos procuran conocer y dominar a la naturaleza; ambos se distinguen de los sabios universitarios, puramente contemplativos y limitados al saber escolástico, por un hacer, un poiein. Pero si el técnico y el investigador de la naturaleza, por razón de sus conocimientos matemáticos, tiene la pretensión de ser un intelectual, también el artista, que tantas veces se identifica con el técnico y el investigador de la naturaleza, quiere ser distinguido del artesano y cuenta el medio que le sirve de expresión entre las “artes liberales”.
Leonardo no añade ningún pensamiento fundamental nuevo a las explicaciones de Alberti, en las que el arte es elevado a la categoría de ciencia y el artista situado en el mismo plano que el humanista; lo único que hace es acentuar y realzar las pretensiones de su predecesor. La pintura, dice él, es, por una parte, una especie de ciencia exacta de la naturaleza; por otra, está por encima de las ciencias, pues éstas son “imitables”, esto es, impersonales, y el arte, por el contrario, está ligado al individuo y a sus aptitudes innatas[107]. Leonardo justifica, por consiguiente, la pretensión de la pintura a ser considerada como una de las “artes liberales” no sólo por los conocimientos matemáticos del artista, sino también por sus dotes propias, equiparables al genio poético; renueva el dicho, que se remontaba a Simónides, de la pintura como poesía muda y de la poesía como pintura parlante, y abre con ello aquella larga controversia sobre la precedencia de las artes que se continuó durante siglos y en la que habrá todavía de tomar parte Lessing. Leonardo piensa que si se considera como una imperfección la mudez de la pintura, con el mismo derecho se podría hablar de la ceguera de la poesía[108]. Un artista que hubiera estado más cerca de los humanistas nunca se hubiera atrevido a hacer tan herética afirmación.
Una apreciación más alta de la pintura, que se elevará sobre el punto de vista de la artesanía, se puede observar ya en los primeros precursores del humanismo. Dante dedica a los maestros Cimabue y Giotto un monumento imperecedero (Purg., XI, 94/96) y los compara con poetas como Guido Guinizelli y Guido Cavalcanti. Petrarca ensalza en sus sonetos al pintor Simone Martini, y Filippo Villani, en su panegírico de Florencia, cita entre los hombres famosos de la ciudad también a varios artistas. Las novelas italianas del Renacimiento, sobre todo las de Boccaccio y Sacchetti, son ricas en anécdotas de artistas. Y aunque en estás historias el arte mismo desempeña un papel mínimo, es significativo que los artistas como tales les parezcan a los narradores suficientemente interesantes como para hacerlos salir de la existencia innominada de los artesanos y tratarlos como personalidades individuales.
En la primera mitad del Quattrocento comienza ya la época de las biografías de artistas, tan características del Renacimiento italiano. Brunelleschi es el primer artista plástico cuya biografía es escrita por un contemporáneo; asta entonces tal honor sólo les había sido concedido a príncipes, héroes y santos. Ghíberti escribe ya la primera autobiografía que tenemos de mano de un artista. En honor de Brunelleschi, el commune hace construir un sepulcro en la catedral, y Lorenzo desea repatriar los restos de Filippo Lippi, que había sido sepultado en Spoleto, y enterrarlos con todos los honores. Pero obtuvo la respuesta de que, aunque lo sentía mucho, Spoleto era bastante más pobre en grandes hombres que Florencia y no podía acceder a la petición.
En todo ello se expresa un innegable desplazamiento de la atención desde las obras de arte a la persona del artista. El concepto moderno de la personalidad creadora penetra en la conciencia de los hombres, y aumenta los signos del creciente sentido que el artista tiene de sí mismo. Poseemos firmas de casi todos los pintores importantes del Quattrocento, y precisamente Filarete expresa el deseo de que los artistas firmen sus obras. Pero todavía más significativa que esta costumbre es la de que la mayoría de estos pintores han dejado autorretratos, aunque es verdad que en éstos no siempre aparecen ellos solos, sino en unión de otras personas. Los artistas se retratan a sí mismos, como también a veces a sus parientes, junto a los donantes y protectores, junto a la Madonna y los santos, en forma de figuras secundarias. Así coloca Ghirlandaio, en un fresco de la iglesia de Santa María Novella, enfrente del fundador y su mujer, a sus propios parientes, y la ciudad de Perugia encarga a Perugino que ejecute su autorretrato junto a sus frescos en Cambio. Los honores públicos a los artistas se hacen cada vez más frecuentes. Gentile da Fabriano obtiene de la República de Venecia la toga de patricio; la ciudad de Bolonia elige a Francesco Francia para gonfaloniero; Florencia concede a Michelorzo el alto título de miembro del consejo[109].
Uno de los signos más importantes de la nueva conciencia que los artistas tienen de sí mismos y de la nueva actitud que adoptan frente a su labor de creación, es que comienzan a emanciparse del encargo directo, y, por una parte, ya no ejecutan los encargos con la antigua fidelidad, mientras, por otra, emprenden la solución de los temas artísticos y muchas veces espontáneamente, sin petición alguna. Se sabe que ya Filippo Lippi seguía siempre el ritmo continuo y regular del trabajo al modo artesano, y dejaba ciertas obras reposar durante un tiempo para emprender de repente otras. En lo sucesivo este modo rapsódico de trabajar lo encontramos cada vez con mayor frecuencia[110]. Perugino es ya un divo mimado, que trata bastante mal a sus clientes; ni en el Palazzo Vecchio ni en el de los Dux concluye los trabajos a que se había comprometido, y en Orvieto hace esperar tanto tiempo la realización de las pinturas que había aceptado hacer en la capilla de la Virgen en la catedral, que el municipio hubo finalmente de encargar la ejecución a Signorelli. La progresiva ascensión del artista se refleja con la mayor claridad en la carrera de Leonardo, que todavía en Florencia es un hombre apreciado sin duda, pero no precisamente abrumado de encargos, en Milán es el cortesano mimado de Ludovico Moro y luego el primer ingeniero militar de César Borgia, para terminar finalmente su vida como favorito y confidente del rey de Francia.
El cambio decisivo ocurre a comienzos del Cinquecento. Desde entonces los maestros famosos ya no son protegidos de mecenas, sino grandes señores ellos mismos. Rafael lleva, según nos informa Vasari, la vida de un gran señor, no la de un pintor; habita en Roma su propio palacio y trata de igual a igual con príncipes y cardenales; Baltasar Castiglione y Agostino Chigi son sus amigos; una sobrina del cardenal Bibbiena es su prometida. Y Tiziano sube en la escala social aún más si es posible; su prestigio como el maestro más codiciado de su tiempo, su tren de vida, su rango, sus títulos, le levantan a las capas más altas de la sociedad; el emperador Carlos V le nombra conde del palacio de Letrán y miembro de la corte imperial, le hace caballero de la espuela dorada y le concede, con la nobleza hereditaria, una serie de privilegios; príncipes se esfuerzan, muchas veces sin éxito, en ser retratados por él; tiene, como cuenta Aretino, una renta principesca; el Emperador le concede, cada vez que es pintado por él, ricos regalos; su hija Lavinia tiene una dote magnífica; Enrique III visita personalmente al viejo maestro, y cuando en 1576 sucumbe víctima de la peste, la República le hace enterrar en la iglesia de los Frari con los mayores honores imaginables, a pesar de la estricta orden, que en los demás se ejecutaba sin excepción, que prohibía enterrar en una iglesia a un apestado.
Miguel Angel asciende por fin a una altura de la que antes de él no hay ningún ejemplo. Su importancia es tan marcada, que puede renunciar por completo a honores públicos, a títulos y distinciones; desprecia la amistad de príncipes y papas, y puede permitirse ser su enemigo; no es ni conde, ni consejero, ni superintendente pontificio, pero le llaman el “Divino”; no quiere que en las cartas a él dirigidas le llamen pintor o escultor; es Miguel Angel Buonarroti, ni más ni menos; desea tener nobles jóvenes por discípulos, y ello no habrá de serle puesto a la cuenta como puro esnobismo; pretende pintar col cervello y no colla mano, y querría sacar las figuras arrancándolas mediante un conjuro al bloque de mármol por la pura magia de su visión. Esto es más que orgullo de artista, más que la conciencia de estar por encima del artesano, del bánausos, del vil mortal; se manifiesta en ello la angustia de ponerse en contacto con la realidad ordinaria. Miguel Angel es el primer artista moderno, solitario, movido de una especie de demonio que aparece ante nosotros, el primero que está poseído de una idea y para el que no hay más que su idea; que se siente profundamente obligado para con su talento y se ve en su propio carácter de artista una fuerza superior que está por encima de él. El artista alcanza así una soberanía junto a la que queda sin sentido todo el antiguo concepto de la libertad artística.
Entonces por primera vez se consuma la emancipación del artista; entonces se convierte en genio, tal como se nos presenta desde el Renacimiento. Se realiza ahora la última mutación en su ascenso; ya no el arte, sino él mismo es el objeto de la veneración: se pone de moda. El mundo, cuya gloria había de pregonar, pregona ahora la gloria de él; el culto, cuyo instrumento era, le es a él rendido; la gracia de Dios pasa de sus favorecedores y protectores a él mismo. Propiamente existía ya desde antiguo una cierta reciprocidad en las alabanzas entre el héroe y el glorificador, el mecenas y el artista[111]. Cuanto mayor era la gloria del panegirista, mayor era el valor de la gloria por él cantada. Pero ahora las relaciones se subliman tanto, que el mecenas se eleva a sí mismo al realzar al artista por encima de sí, y le glorifica en lugar de ser glorificado por él. Carlos V se inclina a recoger el pincel que Tiziano deja caer, y piensa que nada es más natural que un maestro como Tiziano sea servido por un emperador. La leyenda del artista se completa. Hay sin duda en ello algo de coquetería; se hace que el artista nade en la luz para brillar uno mismo con los reflejos. ¿Pero cesará alguna vez por completo la reciprocidad del reconocimiento y de la alabanza, de la mutua dignificación y atención a los servicios, de la mutua salvaguardia de intereses? A lo sumo lo que se hará es velarla.
Lo que es fundamentalmente nuevo en la concepción artística del Renacimiento es el descubrimiento de la idea del genio, es decir, de que la obra de arte es creación de la personalidad autónoma, y que esta personalidad está por encima de la tradición, la doctrina y las reglas, e incluso de la obra misma; de que la obra recibe su ley de aquella personalidad; de que, en otras palabras, la personalidad es más rica y profunda que la obra y no puede llegar a expresarse por completo en ninguna realización objetiva. Para la Edad Media, que no reconocía ningún valor en la originalidad y espontaneidad del espíritu, que recomendaba la imitación de los maestros y tenía por lícito el plagio, que a lo sumo se sentía afectada por el pensamiento de la concurrencia intelectual, pero en modo alguno dominada por él, tal concepto le fue completamente extraño. La idea del genio como don divino, como fuerza creadora innata e intransferible; la doctrina de la ley propia y excepcional que puede y debe seguir el genio; la justificación del carácter especial y caprichoso del artista genial; todo este círculo de pensamientos aparece por vez primera en la sociedad renacentista, que, a consecuencia de su esencia dinámica, penetrada de la idea de competencia ofrece al individuo mejores oportunidades que la cultura autoritaria medieval y, a consecuencia de la acrecida necesidad de propaganda de sus potentados, crea mayor demanda en el mercado artístico que la que hasta entonces tenía que satisfacer la oferta.
Pero lo mismo que la idea moderna de la competencia se remonta a las profundidades de la Edad Media, la idea medieval de un arte objetivamente fundado, superior a las inclinaciones individuales, sigue operando largo tiempo, y, aun después del fin de la Edad Media, la concepción subjetiva de la personalidad artística se va imponiendo sólo muy lentamente. El concepto individualista del Renacimiento ha de ser corregido, por consiguiente, en dos direcciones. Pero en modo alguno hay que prescindir de la tesis de Burckhardt, pues aunque en la Edad Media existieron fuertes personalidades, bien marcadas individualmente[112], una cosa es pensar y obrar individualmente, y otra tener conciencia de la propia individualidad, afirmarla y realzarla intencionadamente. De un individualismo en sentido moderno puede hablarse sólo cuando se manifiesta una conciencia reflexiva individual y no una pura reacción subjetiva. La conciencia de la individualidad no comienza hasta el Renacimiento, si bien el Renacimiento no comienza con la individualidad que cobra conciencia de sí misma. La expresión de la personalidad se busca y aprecia en el arte mucho antes de que se tenga conciencia de que el arte está orientado no ya hacia un qué objetivo, sino a un subjetivo cómo. Se habla todavía de su contenido de verdad objetivo, cuando ya hace tiempo que el arte ha pasado a ser autoconfesión y adquiere valor general precisamente en cuanto expresión subjetiva. La fuerza de la personalidad, la energía espiritual y la espontaneidad del individuo, es la gran experiencia del Renacimiento. El genio como quintaesencia de esta energía y espontaneidad se convierte en ideal del arte, en cuanto éste abarca la esencia del espíritu humano y su poder sobre la realidad.
El desarrollo del concepto de genio comienza con la idea de la propiedad intelectual. En la Edad Media falta tanto esta idea, como la intención de ser original; ambas cosas están en estrecha interdependencia. Mientras el arte no es más que la manifestación de la idea de Dios, y el artista es sólo el medio por el que se hace visible el orden eterno y sobrenatural de las cosas, no se puede hablar ni de autonomía del arte ni de propiedad del artista sobre su obra. Parece obvio poner en relación la pretensión a la propiedad intelectual con los comienzos del capitalismo, pero la aceptación de tal conexión se basaría en un puro equívoco. La idea de la productividad del espíritu, y con ello de la propiedad intelectual, proviene de la desintegración de la cultura cristiana. En el momento en que la religión deja de dominar en todos los campos de la vida intelectual, centrándolos en sí misma, aparece la idea de la autonomía de las diversas formas espirituales de expresión, y resulta también imaginable una forma de arte que tenga en sí misma un sentido y su finalidad. A pesar de todos los intentos posteriores de cimentar todo el conjunto de la cultura incluido el arte, en la religión, ya nunca vuelve a lograrse el restablecimiento de la unidad cultural medieval ni se quita al arte por completo su autonomía. En adelante, el arte sigue siendo, aun cuando sea puesto al servicio de objetivos del más allá, gozable y lleno de sentido por sí mismo. Pero en cuanto se deja de considerar todas las creaciones del espíritu como formas diversas de un mismo contenido de verdad, aparece ya la idea de convertir en norma de su valor lo que tienen de característico y original.
El Trecento está todavía completamente dentro de la estela de un solo maestro —Giotto— y de su tradición; en el Quattrocento aparecen por todas partes afanes individuales. La voluntad de originalidad se convierte en un arma en la competencia. El proceso de evolución social se apodera de un medio que él mismo no ha creado, pero que adapta a sus propios objetivos y refuerza en cuanto a sus efectos. Mientras las oportunidades del mercado artístico siguen siendo en general favorables para el artista, el deseo de tener un carácter propio no se torna manía de originalidad. Ello acaece por primera vez en la época del manierismo, cuando la nueva situación trae perturbaciones sensibles en el mercado de arte. El tipo de “genio original” no aparece, sin embargo, hasta el siglo XVIII, cuando el mundo de los artistas tiene que luchar más duramente que nunca por su existencia material, al pasar del mecenazgo privado al mercado libre y sin protección.
El paso más importante en el desarrollo del concepto del genio es el que se da de la realización a la aptitud, de la obra a la persona del artista, de la valoración del simple éxito en la obra a la valoración de la voluntad y la idea. Sólo una época para la cual el modo de expresión se ha vuelto en sí trasunto y revelación del espíritu podía dar este paso. Que ya en el Quattrocento se dieran algunos supuestos previos para ello, lo muestra, entre otras cosas, un pasaje en el tratado de Filarete, en el que las formas de una obra de arte se comparan con los rasgos de un autógrafo, por los cuales se puede reconocer en seguida la mano de su autor[113]. El interés y la creciente predilección por el dibujo, el proyecto, el bosquejo, el boceto, lo inacabado en general, son nuevos pasos en la misma dirección. El origen del gusto por lo fragmentario hay que buscarlo de todas maneras en la concepción subjetivista del arte, orientada sobre el concepto del genio; la visión formada sobre la contemplación de los antiguos torsos sirvió a lo sumo a su intensificación.
El dibujo, el boceto, se convirtió para el Renacimiento en algo importante no sólo como forma artística, sino también como documento y como huella del proceso de creación artística; se reconocía en él una forma expresiva especial, distinta de la obra de arte terminada; lo que en él se apreciaba era la invención artística en su punto de origen, en un estadio casi todavía no desligado del sujeto. Vasari cuenta que Uccello dejó tantos dibujos que con ellos se podrían llenar arcas enteras. De la Edad Media; por el contrario, puede decirse que no se nos han conservado dibujos casi en absoluto. Aparte de que el artista medieval seguramente no daba a sus ocurrencias del momento la misma importancia que los maestros de más tarde, y probablemente no creía que mereciera la pena conservar aquella fugaz idea, la rareza de los dibujos medievales tiene sin duda su fundamento en que, por una parte, el dibujo sólo alcanzó difusión general cuando existieron clases de papel adecuadas y no caras[114], y, por otra, en que de los dibujos que efectivamente se hicieran sólo una parte relativamente pequeña se conservó. Pero de su destrucción no sólo tiene la culpa el tiempo; es evidente que se ponía en su conservación menos interés que más tarde. Precisamente en esta falta de interés se expresa la diferencia entre la concepción artística de la Edad Media, que pensaba de manera objetiva, y el Renacimiento subjetivista. Para la Edad Media la obra de arte tenía sólo el valor del objeto; el Renacimiento le añadió también el valor de la personalidad. El dibujo se convirtió precisamente en la fórmula de la creación artística para el Renacimiento, porque ponía de la manera más destacada en valor lo fragmentario, incompleto e inacabable, que al fin va ligado a toda creación artística. Realzar la capacidad por encima de la realización, rasgo fundamental del concepto del genio, significa precisamente creer que la genialidad no es realizable sin más. Esta concepción explica por qué el Renacimiento ve en el dibujo, con sus discontinuidades, una forma típica de arte.
Del genio incapaz de expresarse por completo al genio desconocido y a la apelación a la posteridad contra la sentencia de los contemporáneos no había sino un paso. El Renacimiento nunca lo dio, no porque fuera más entendido en arte que, por ejemplo, la época siguiente, contra cuyo juicio apelaban los artistas sin éxito, sino porque la lucha por la existencia de los artistas se desarrollaba todavía dentro de formas relativamente inocuas. El concepto de genio adquiere, sin embargo, ya entonces ciertos rasgos dialécticos; permite reconocer el aparato defensivo que el artista dispone, por una parte, contra los filisteos enemigos del arte, y, por otra, contra los diletantes. Contra los primeros, el genio se ocultará tras la máscara del excéntrico; contra los últimos subrayará lo innato de su talento y la imposibilidad de comprender su arte. Francisco de Holanda observa ya en su Diálogo de la pintura (1548) que toda personalidad importante tiene en sí algo de especial, e insiste en el pensamiento, que entonces ya no es nuevo, de que el verdadero artista nace. La teoría de la inspiración del genio, de la naturaleza suprapersonal e irracional de su obra, muestra que de lo que aquí se trata es de la constitución de una aristocracia intelectual, que prefiere renunciar al servicio personal, a la virtù en el sentido del primer Renacimiento, sólo para marcar más la distinción frente a los demás.
La autonomía del arte expresa en forma objetiva —desde el punto de vista de la obra— el mismo pensamiento que expresa el concepto del genio en forma subjetiva —desde el punto de vista del artista—. La autonomía de la creación intelectual es el concepto correlativo a la espontaneidad del espíritu. Pero la independencia del arte significa para el Renacimiento en todo caso sólo la independencia frente a la Iglesia y a la metafísica por la Iglesia representada; mas no significa una autonomía incondicionada y total. El arte se libera de los dogmas eclesiásticos, pero sigue estrechamente ligado a la imagen científica del mundo que la época tenía, del mismo modo que el artista, emancipado del clero, entra en una relación tanto más estrecha con el humanismo y sus seguidores. Pero el arte no se convierte en modo alguno en servidor de la ciencia en el sentido en que en la Edad Media había sido “servidor de la teología”. Es y sigue siendo una esfera en la que uno se puede organizar intelectualmente apartándose del resto del mundo y entrar en el disfrute de placeres intelectuales de naturaleza completamente especial. Cuando uno se mueve en el mundo del arte, llega a estar separado tanto del mundo trascendental de la fe como del mundo de los asuntos prácticos. El arte puede quedar al servicio de los fines de la fe y hacerse cargo en común con la ciencia de problemas para resolverlos; pero aunque siga cumpliendo funciones extraartísticas, puede ser siempre considerado como si fuera objeto de sí mismo.
Este es el nuevo aspecto en el que la Edad Media fue incapaz de tomar posición. Ello no significa, desde luego, que antes del Renacimiento no se hubiera sentido y disfrutado la calidad formal de una obra de arte; pero no se tenía de ello conciencia, y se juzgaba, en cuanto se pasaba de la reacción sensitiva a la consciente, únicamente por el objeto representado, por el contenido sensible y el valor simbólico de la representación. El interés de la Edad Media por el arte era material; no sólo se preguntaba en el arte cristiano de la época exclusivamente por la significación de su contenido, sino que se juzgaba el arte de la Antigüedad puramente por lo que contenía y representaba el tema[115]. El cambio de actitud del Renacimiento frente al arte y la literatura clásicos no hay que atribuirlo al descubrimiento de nuevos autores y nuevas obras, sino al desplazamiento del interés desde los elementos de contenido a los elementos formales de la representación, lo mismo si se trataba de monumentos recién descubiertos que de los conocidos ya de antes[116]. Significativo de la nueva actitud es que el público mismo comienza a tomar postura ante el arte del artista, y juzga el arte no desde el punto de vista de la vida y la religión, sino del arte. El arte de la Edad Media quería explicar la existencia y elevar al hombre; el del Renacimiento aspiraba a enriquecer la vida y encantar al hombre; añadía a las esferas empírica y trascendental de la existencia, a las que se había limitado el mundo de la Edad Media, un nuevo campo vital, en el que alcanzaban un sentido propio y hasta entonces desconocido tanto las formas mundanas como los modelos metafísicos del ser.
La idea de un arte autónomo, no utilitario, gozable por sí mismo, era ya corriente en la Antigüedad clásica; el Renacimiento no hizo sino redescubrir tal idea después de su olvido durante la Edad Media. Pero antes del Renacimiento nunca se llegó a pensar que una vida dedicada al goce del arte pudiera representar una forma más alta y más noble de existencia. Plotino y los neoplatónicos, que, desde luego, habían asignado al arte una finalidad más amplia, le privaban al mismo tiempo de autonomía y hacían de él un puro vehículo del conocimiento inteligible. La idea de un arte que, conservando su esencia estética autónoma, y a pesar de su independencia frente al resto del mundo espiritual, e incluso a consecuencia de su intrínseca belleza, se vuelve educador de la Humanidad, pensamiento que ya se anuncia en Petrarca[117], es tan ajeno a la Edad Media como a la Antigüedad clásica. También es muy distinto del medieval y del antiguo todo el esteticismo del Renacimiento, pues aunque también la aplicación de los puntos de vista y las proporciones del arte a la vida no son ajenos a la época final del mundo antiguo, un caso parecido al que se cuenta del Renacimiento, de que un creyente en su lecho de muerte se niega a besar el crucifijo que le presentan porque es feo, y pide otro más hermoso, es inimaginable en cualquier época anterior[118].
El concepto renacentista de la autonomía estética no es una idea purista. Los artistas se esfuerzan por emanciparse de las cadenas del pensamiento escolástico, pero no tienen un celo particular por mantenerse sobre sus propios pies, y no se les ocurre precisamente hacer una cuestión de principio de la independencia del arte. Por el contrario, acentúan la naturaleza científica de su actividad intelectual. Sólo en el Cinquecento se aflojan los lazos que reúnen la ciencia y el arte en un órgano homogéneo de conocimiento del mundo; sólo entonces se crea un concepto del arte autónomo también frente a la ciencia. El arte tiene sus periodos orientados científicamente, como la ciencia tiene sus períodos artísticamente orientados. En los comienzos del Renacimiento la verdad del arte se hace depender de criterios científicos; en el Renacimiento tardío y en el Barroco la imagen científica del mundo se forma muchas veces según principios artísticos. La perspectiva pictórica del Quattrocento es una concepción científica; el universo de Kepler y de Galileo es en el fondo una visión estética. Dilthey habla con razón de la “fantasía artística” en la investigación científica renacentista[119], pero con el mismo derecho se podría hablar de la “fantasía científica” en las creaciones artísticas del primer Renacimiento.
El prestigio de los sabios e investigadores en el Quattrocento, sólo en el siglo XIX volvió a ser alcanzado. En ambas épocas todos los afanes se encaminaron a favorecer la expansión de la economía por caminos y con medios nuevos, con nuevos métodos científicos e invenciones técnicas. Esto explica en parte la primacía de la ciencia y el prestigio del científico, tanto en el siglo XV como en el XIX. Lo que Adolf Hildebrand y Bernard Berenson entienden por “forma”[120] en las artes plásticas es —lo mismo que el concepto de perspectiva en Alberti y Piero della Francesca— más bien un concepto teórico que estético. Ambas categorías son orientaciones en el mundo de la experiencia sensible, medios para explicar la espacialidad, instrumento de conocimiento óptico. Las ideas estéticas del siglo XIX pueden disimular tan poco el carácter teórico de sus principios artísticos como los aficionados renacentistas el carácter predominantemente científico de su interés por el mundo externo. En los valores espaciales de Hildebrand, en el geometrismo de Cézanne, en el fisiologismo de los impresionistas, en el psicologismo de toda la épica y dramática moderna: en todas partes a donde dirijamos la mirada descubrimos un afán por situarse en la realidad empírica, por explicar la imagen del mundo, acrecentar los datos de la experiencia, ordenarlos y trabarlos en un sistema racional. El arte es para el siglo XIX un medio de conocer el mundo, una forma de experiencia vital, de análisis y de interpretación de los hombres. Este naturalismo dirigido al conocimiento objetivo tiene, empero, su origen precisamente en el siglo XV. Entonces fue cuando el arte recibió la primera disciplina científica, y vive en parte todavía hoy del capital que entonces invirtió. La matemática y la geometría, la óptica y la mecánica, la doctrina de la luz y de los colores, la anatomía y la fisiología, fueron los medios que empleó; el manejo del espacio y la estructura del cuerpo humano, los cálculos del movimiento y de las proporciones, los estudios de paños y experimentos de colores, los problemas de que se ocupó.
Que, desde luego, también la fidelidad a la naturaleza del Quattrocento, con todo su cientifismo, fue sólo una ficción, es cosa que se aprecia sobre todo en el medio de expresión que puede considerarse como la forma más concentrada del arte del Renacimiento: la representación del espacio con perspectiva central. La perspectiva no fue en sí misma invención del Renacimiento[121]. Ya los antiguos conocieron el escorzo y reducían el tamaño de los distintos objetos según su alejamiento del espectador; pero no conocían ni la representación del espacio unitario desde el punto de vista de la perspectiva única, ni tenían la aptitud o el deseo de representar los diversos objetos, y los intervalos espaciales entre ellos, de modo continuo. En sus pinturas el espacio era algo compuesto de partes dispares, no una continuidad unitaria; o, en palabras de Panofsky, era un “espacio de agregación”, no un “espacio sistemático”. Sólo desde el Renacimiento partió la pintura de la idea de que el espacio en el que se encuentran las cosas es un elemento infinito, continuo y homogéneo, y de que las cosas las vemos por lo regular de modo unitario, esto es, con un ojo único e inmóvil[122]. Pero lo que percibimos en realidad es un espacio limitado, discontinuo y compuesto de modo heterogéneo. Nuestra imagen del espacio es en realidad aberrante y confusa en los bordes; su contenido se divide en más o menos grupos y trozos independientes; y como el campo visual que fisiológicamente nos es dado es esferoide, vemos en parte curvas en lugar de rectas. La imagen espacial de perspectiva plana, tal como el arte renacentista la pone ante nuestros ojos, con la claridad igualada y la consecuente conformación de todas sus partes, con el punto común de confluencia de las paralelas y el módulo unitario de las distancias —esto es, la imagen que L. B. Alberti definió como la sección transversal de la pirámide óptica— es una audaz abstracción. La perspectiva central da un espacio matemáticamente justo, pero no real, desde el punto de vista psico-fisiológico.
Sólo un período tan completamente científico como fueron los siglos que median entre el Renacimiento y los finales del XIX, podía considerar esta visión espacial tan completamente racionalizada como la copia adecuada de la efectiva impresión óptica. Uniformidad y congruencia precisamente eran consideradas durante todo este período como los más altos criterios de verdad. Sólo recientemente hemos vuelto a adquirir conciencia de que no vemos la realidad en forma de un espacio unitariamente cerrado, sino que abarcamos continuamente sólo grupos dispersos desde distintos centros visuales, ya que nuestra mirada va pasando de un grupo a otro, y sumamos el panorama total de un complejo más amplio a partir de vistas parciales, como, por ejemplo, hizo Lorenzetti en sus grandes frescos de Siena. La representación espacial discontinua de estos frescos produce hoy en todo caso un efecto más convincente que el espacio construido por los maestros del Quattrocento según las reglas de la perspectiva central[123].
Se ha considerado como particularmente característica del Renacimiento la variedad del talento y especialmente la reunión del arte y de la ciencia en una misma persona. Desde luego el fenómeno de que los artistas dominaran varias técnicas, de que Giotto, Orcagna, Brunelleschi, Benedetto da Maiano y Leonardo da Vinci fueran arquitectos, escultores y pintores; de que Pisanello, Antonio Pollaiolo y Verrocchio fuesen escultores, pintores, orfebres y medallistas, y que, a pesar de la creciente especialización, Rafael fuese todavía pintor y arquitecto, Miguel Angel aún escultor, pintor y arquitecto, está en relación más bien con el carácter de técnica artesana de las artes figurativas, que con el ideal renacentista del polifacetismo. Propiamente la omnisciencia y la habilidad múltiple son virtud medieval; el Quattrocento la recibe con la tradición artesana y se aleja de ella en la medida en que se aleja del espíritu de artesanado. En el Renacimiento tardío encontramos cada vez más raramente artistas que practican a la vez varias artes. La victoria del ideal educativo humanista y la idea del uomo universale señalan ciertamente una tendencia intelectual contraria a la especialización y llevan al culto de un polifacetismo que ya no es de naturaleza artesana, sino diletantesca. A fines del Quattrocento confluyen ambas direcciones: por un lado, rige el universalismo del ideal cultural humanista, cortado según el patrón de las clases superiores, bajo cuyo influjo los artistas procuran completar sus habilidades manuales con conocimientos de educación intelectual; por otro, triunfa el principio de la división del trabajo y de la especialización, y poco a poco llega a imponerse en el campo del arte. Cardano señala ya que ocuparse de muchas cosas diferentes mina el prestigio de un intelectual.
Frente a la tendencia a la especialización hay que señalar sobre todo el curioso fenómeno de que, entre los principales arquitectos de pleno Renacimiento, sólo Antonio da Sangallo se había preparado para la carrera de arquitecto. Bramante era primitivamente pintor; Rafael y Peruzzi siguen siéndolo mientras actúan como arquitectos; Miguel Angel es y continúa siendo en primer lugar escultor. El hecho de que la arquitectura fuera abrazada como profesión a una edad relativamente tardía, y que la preparación de muchos maestros para esta profesión fuese principalmente teórica, muestra, por una parte, cuán rápidamente fue desplazada la educación profesional por la intelectual y académica, y, por otra, que la arquitectura se convierte en una afición de gran señor, que muchas veces se toma como ocupación accesoria. Ya desde antes grandes señores se ocupaban con fervor no sólo de promover construcciones, sino de dirigirlas como aficionados.
Ghiberti necesitó todavía decenios para terminar las puertas del Baptisterio; Luca della Robbia gastó casi diez años en realizar su Cantoría para la catedral de Florencia. Por el contrario, el modo de trabajar de Ghirlandaio se caracteriza ya por una técnica genial de fa presto, y ya Vasari empieza a considerar la ligereza y rapidez de la creación como un signo del artista verdadero[124]. Ambos rasgos —el diletantismo como el virtuosismo—, por contradictorios que en sí sean, se encuentran reunidos en la figura del humanista, al que con razón se ha llamado “virtuoso de la vida intelectual”, e igualmente podría ser caracterizado como el eterno dilettante, incorruptible e insobornable. Ambos rasgos pertenecen al ideal de la personalidad que los humanistas se esforzaron por llevar a la práctica, y en su paradójica unión se expresa la naturaleza problemática de la existencia intelectual que llevaron los humanistas.
Esta problemática tiene su origen en el concepto mismo de literato, cuyos primeros representantes fueron ellos: concepto de una profesión completamente independiente en sus pretensiones, pero en realidad todavía muy dependiente en muchos aspectos. Los escritores italianos del siglo XIV procedían aún, en la mayoría de los casos, de las clases superiores; eran patricios de las ciudades o hijos de comerciantes ricos. Cavalcanti y Cino da Pistoia eran nobles; Petrarca era hijo de un notario; Brunetto Latini, notario él mismo; Villani y Sacchetti eran comerciantes acomodados; Boccaccio y Sercambi, ricos hijos de comerciantes. Estos autores apenas tenían nada de común con los juglares de la Edad Media[125]. Pero los humanistas no pertenecen, ni por educación ni por profesión, a una categoría social uniforme como clase o estamento; hay entre ellos clérigos y laicos, ricos y pobres, altos funcionarios y pequeños notarios, comerciantes y maestros de escuela, juristas y eruditos[126]. Los representantes de las clases inferiores forman en todo caso en las filas de los humanistas un contingente que continuamente va creciendo. El más famoso, influyente y temido de todos es el hijo de un zapatero. Todos son hijos de la ciudad; este rasgo, al menos, es común a todos; muchos son hijos de padres pobres; algunos, niños prodigio, que, destinados de repente a una carrera que se les abría llena de promesas, entraban desde el principio en relación con gente extraordinaria. Las ambiciones que pronto se despertaban y exasperaban, el estudio forzado y muchas veces ligado con privaciones, el acomodamiento como profesor doméstico y secretario, la persecución de puestos y de gloria, las amistades exaltadas y las enemistades llenas de resentimiento, los éxitos fáciles y los fracasos no merecidos, el ser colmado de honores y admiración, por un lado, y la existencia vagabunda, por otro: todo esto no podía pasar por ellos sin ocasionarles graves daños morales. La situación social de la época ofrecía a un literato oportunidades y lo amenazaba con peligros que eran adecuados para envenenar desde el comienzo el alma de un joven bien dotado.
La aparición del humanismo como una clase de literatos teóricamente libres se basaba en la existencia de una clase acomodada relativamente amplia, adecuada para proporcionar un público literario. Es verdad que los focos principales del movimiento humanista fueron originariamente las cortes y las cancillerías de los Estados; pero la mayoría de sus componentes eran comerciantes opulentos y otros elementos que habían llegado a poseer riquezas e influencia por medio del desarrollo del capitalismo. Las obras de la literatura medieval estaban destinadas todavía a un círculo limitado, generalmente bien conocido de los autores; los humanistas fueron los primeros que en sus escritos se dirigieron a un público más amplio, en parte desconocido. Hasta que ellos no aparecieron no comenzó a existir algo así como un mercado literario libre y una opinión pública condicionada e influenciable por la literatura. Sus discursos y hojas volantes son las primeras formas del periodismo moderno; sus cartas, que corrían en círculos relativamente amplios, eran los periódicos de su tiempo[127]. Aretino es el “primer periodista” y, precisamente, el primer periodista libelista. La libertad a que debe su existencia sólo fue posible en una época en la que el escritor ya no era absolutamente dependiente de un protector o de un círculo de protectores estrictamente limitado, sino que tenía tantos consumidores para sus producciones espirituales, que ya no necesitaba estar en buena relación con cada uno de ellos.
Pero al cabo era sólo una capa ilustrada relativamente superficial la que los humanistas podían considerar como su público; comparados con los literatos modernos, llevaban una existencia de parásitos, a no ser que personalmente tuvieran fortuna y fueran independientes. En la mayoría de los casos dependían del favor de la corte o de la protección de algunos ciudadanos influyentes, a los que en general servían de secretarios o de preceptores. Recibían sueldos, pensiones, prebendas, beneficios, en lugar del antiguo mantenimiento, y regalos. Su manutención, bastante costosa, era considerada por la nueva élite como uno de los gastos indispensables que tenía que sobrellevar toda casa elegante. Ahora los señores, en lugar de los cantores cortesanos y los bufones, mantenían historiadores particulares y humanistas que hacían profesionalmente panegíricos, los cuales, en formas algo más sublimadas, les prestaban por lo general los mismos servicios que sus precursores. En todo caso, se esperaba de ellos algo más que la prestación de estos servicios. Pues así como la gran burguesía se había enlazado antes con la nobleza de sangre, se quería ahora unir con la nobleza intelectual. Gracias a la primera gran alianza, la burguesía participó de los privilegios de sangre; por la segunda había de ennoblecerse intelectualmente.
Prisioneros de la ficción de su libertad intelectual, los humanistas tenían que sentir como humillante su dependencia de la clase dominadora. El mecenazgo, institución primitiva y nada problemática, que para un poeta de la Edad Media figuraba entre las cosas más naturales del mundo, perdió para ellos su inocuidad. La relación de la inteligencia con la propiedad y la fortuna se hace cada vez más complicada. Al principio los humanistas compartían la opinión estoica de los vagantes y de los monjes mendicantes, y pensaban que la riqueza carece en sí misma de valor. Mientras siguieron siendo estudiantes vagabundos, maestros y literatos pobres, no se sentían dispuestos a cambiar de opinión; pero, cuando entraron en relación más estrecha con la clase pudiente, surgió un inevitable conflicto entre sus antiguas opiniones y sus nuevos modos de vida[128].
Ni al sofista griego, ni al retor romano, ni al clérigo medieval se les ocurrió abandonar su postura, en el fondo contemplativa, o a lo sumo activa en la pedagogía, para pretender rivalizar con la clase dominante. Los humanistas son los primeros intelectuales que aspiran a disfrutar de los privilegios de la propiedad y del rango, y su arrogancia intelectual, fenómeno hasta entonces desconocido, es la defensa psicológica con la que reaccionan ante su falta de éxito. Los humanistas son, en su afán de ascensión, al principio favorecidos y animados por las clases superiores, pero al fin y al cabo contenidos. Desde el principio existe una recíproca desconfianza entre la altiva clase intelectual, que se rebela contra todo vínculo, y la clase profesional, orientada económicamente, y en el fondo ajena al espíritu[129]. Pues así como en la época de Platón se había percibido exactamente él peligro que en sí encerraba el pensamiento sofístico, de igual manera, también en ese momento, la clase dominante, con todas sus simpatías por el movimiento humanista, mantiene un no disimulable recelo contra los humanistas, que en realidad, a consecuencia de su desarraigo, constituyen un elemento destructivo.
El conflicto latente entre la aristocracia intelectual y la económica no se manifestó en ninguna parte claramente durante largo tiempo; donde menos, entre los artistas, que en este aspecto reaccionan más lentamente que sus maestros humanistas, los cuales generalmente tenían mayor conciencia social. El problema, sin embargo, aunque sin ser reconocido ni expresado, se manifiesta por todas partes, y toda la intelectualidad, es decir, tanto los literatos como los artistas, está amenazada del peligro de convertirse o en una bohemia desarraigada, “antiburguesa” y llena de resentimiento, o en una clase conservadora, pasiva y servil, de académicos. Ante esta alternativa los humanistas se refugiaban en su torre de marfil y finalmente sucumbieron a los dos peligros de que querían escapar. Todo el mundo de los estetas modernos los sigue por este camino, y a la vez se vuelve desarraigado y pasivo, sirviendo así a los intereses de los conservadores, sin poderse adaptar al orden que defiende. El humanista entiende por independencia la desvinculación; su desinterés social es extrañamiento; su huida del presente, irresponsabilidad; se abstiene de toda actividad política para no comprometerse, pero con su pasividad no hace sino afirmar en su puesto a los detentadores del poder. Esta es la verdadera “traición de la inteligencia” al espíritu, y no la politización del espíritu, de la que se le ha acusado recientemente[130].
El humanista pierde la conexión con la realidad, se vuelve un romántico que llama desprecio del mundo a su extrañamiento de él, libertad intelectual a su indiferencia social, soberanía moral a su modo incivil de pensar. “La vida es para él —como dice un conocedor del Renacimiento— escribir escogida prosa, tornear versos refinados, traducir del griego al latín… A sus ojos lo esencial no es vencer a los galos, sino que se hayan escrito los comentarios sobre su vencimiento… La belleza del hecho cede ante la belleza del estilo…”[131]. Los artistas del Renacimiento no están ni con mucho todavía tan alejados del mundo de su tiempo como los humanistas, pero también su existencia intelectual está minada y ya no consiguen encontrar el equilibrio que estaba vinculado a su encuadramiento en la estructura social medieval. Se encuentran en la encrucijada entre la vida activa y el esteticismo. ¿O acaso han escogido ya? El enlace de las formas artísticas con objetivos trascendentes al arte, que para la Edad Media era algo obvio, ingenuo y nada problemático, se ha perdido para ellos.
Pero los humanistas son no sólo apolíticos hombres de letras, oradores ociosos y románticos del mundo, fanáticos pioneros del progreso y, ante todo, pedagogos entusiastas y futuristas. Los pintores y escultores del Renacimiento les deben no sólo su abstracto esteticismo, sino también la idea del artista como héroe del espíritu y la concepción del arte como educador de la humanidad. Ellos fueron los primeros en hacer del arte una parte esencial de la educación intelectual y moral.
EL CLASICISMO DEL “CINQUECENTO”
Cuando Rafael llegó a Florencia en 1504, hacía ya más de un decenio que Lorenzo de Médici había muerto y que sus sucesores habían sido expulsados y el gonfaloniero Pietro Soderini había introducido de nuevo en la república un régimen burgués. Pero la transformación del estilo artístico en cortesano, protocolario y estrictamente formal ya estaba iniciada, las líneas fundamentales del nuevo gusto convencional ya estaban fijadas y reconocidas por todos y la evolución podía continuar por el camino iniciado sin recibir de fuera nuevos estímulos. Rafael no tenía más que seguir esta dirección, que ya se señalaba en las obras de Perugino y Leonardo, y, en cuanto artista creador, no podía hacer otra cosa que sumarse a esta tendencia, que era intrínsecamente conservadora por basarse en un canon formal intemporal y abstracto, pero que en aquel momento de la historia de los estilos resultaba progresista. Por lo demás, no faltaban estímulos externos que le impulsaran a mantenerse en esta dirección, aunque ya el movimiento no partía de la misma Florencia. Pero, fuera de Florencia, casi por todas partes gobernaban en Italia familias con pretensiones dinásticas y aires principescos, y ante todo, se formó en Roma, alrededor del Papa, una verdadera corte, en la que estaban en vigor los mismos ideales sociales que en las demás cortes que juzgaban el arte y la cultura como elementos de prestigio.
Los Estados de la Iglesia habían atraído hacia sí en la dividida Italia la dirección política. Los Papas se sentían los herederos de los Césares, y en parte consiguieron poner al servicio de su afán de poder las fantasías que en el país florecían por todas partes tendentes a renovar la antigua grandeza romana. Sus ambiciones políticas quedaron, ciertamente, insatisfechas, pero Roma se convirtió en el centro de la cultura occidental y logró ejercer un influjo intelectual que todavía se hizo más intenso durante la Contrarreforma y siguió actuando hasta muy entrada la época barroca. Desde el regreso de los Papas de Avignon, la Urbe no sólo se había convertido en un punto de cita diplomático, adonde acudían embajadores y legados de todas las partes del mundo cristiano, sino también en un importante mercado de dinero, donde, para la medida de entonces, entraban y salían sumas fantásticas. La Curia pontificia superaba como poder económico a todos los príncipes, tiranos, banqueros y comerciantes de la alta Italia; podía invertir sumas mayores que éstos en fines culturales, y en el terreno del arte tomó la dirección que hasta entonces había poseído Florencia. Cuando los Papas regresaron de Francia, Roma estaba todavía casi en ruinas, después de los ataques de los bárbaros y de las destrucciones ocasionadas por las seculares luchas de las grandes familias romanas. Los romanos eran pobres, y tampoco los grandes dignatarios eclesiásticos disponían de riquezas tales como para hacer posible un progreso en las artes en competencia con Florencia.
Durante el Quattrocento la corte pontificia no dispuso de ningún artista indígena; los Papas tenían que servirse de elementos extraños. Desde luego llamaron a Roma a maestros famosos de la época, entre otros a Masaccio, Gentile da Fabriano, Donatello, Fra Angelico, Benozzo Gozzoli, Melozzo da Forli, Pinturicchio, Mantegna; pero éstos, después de ejecutar los encargos, abandonaban la ciudad, sin dejar la menor huella fuera de sus obras. Ni siquiera bajo Sixto IV (1471-84), que con los encargos para adornar su capilla hizo de Roma durante una época un centro de producción artística, llegó a crearse una escuela o tendencia que tuviera carácter local romano. Tal orientación sólo se pudo observar bajo Julio II (1503-13), cuando Bramante, Miguel Angel y, finalmente, Rafael, se establecieron en Roma y pusieron sus talentos al servicio del Papa. Sólo entonces comienza la excepcional actividad artística cuyo fruto es la Roma monumental tal cual se muestra ante nuestros ojos no sólo como el mayor monumento del pleno Renacimiento, sino como el más representativo que pudo sólo surgir entonces en las condiciones que se daban en la corte pontificia.
Frente al arte del Quattrocento, de inspiración predominantemente mundana, nos encontramos aquí con los comienzos de un nuevo arte eclesiástico en el que el acento no está puesto en la interioridad y el misticismo, sino en la solemnidad, majestad, fuerza y señorío. La intimidad y desvío del sentimiento cristiano frente al mundo ceden el paso a la frialdad distante y a la expresión de una superioridad tanto física como espiritual. Con cada iglesia, cada capilla, cada imagen y cada pila bautismal parecen los Papas haber querido, ante todo, erigirse un monumento a sí mismos y haber pensado antes en su propia gloria que en la de Dios. Bajo León X (1513-21) alcanza la vida de la corte romana su punto culminante. La Curia papal se parece entonces a la Corte de un emperador; las casas de los cardenales semejan pequeñas Cortes principescas, y las de los otros señores eclesiásticos, hogares aristocráticos que buscan superarse unos a otros en esplendor. La mayoría de estos príncipes y dignatarios de la Iglesia son aficionados al arte; dan trabajo a los artistas para inmortalizar su propio nombre, sea con la fundación de obras de arte eclesiástica, sea con la construcción y decoración de sus palacios. Los ricos banqueros de la Urbe, con Agostino Chigi, el amigo y protector de Rafael, a la cabeza, intentan imitarlos como mecenas; mas aunque acrecen la importancia del mercado artístico de Roma, no le añaden ninguna nota nueva.
A diferencia de la clase señorial de las otras ciudades italianas, en primer lugar Florencia, que es en su conjunto unitaria, la aristocracia de Roma se compone de tres grupos perfectamente diferenciados[132]. El más importante está formado por la corte pontificia con los parientes del Papa, el clero más alto, los diplomáticos del país y extranjeros y las infinitas personalidades que participan de la magnificencia pontificia. Los miembros de este grupo son los más ambiciosos y los mejor dotados económicamente para favorecer el arte. Un segundo grupo abarca los grandes banqueros y ricos comerciantes, que en la disipada Roma de entonces, centro de la administración financiera pontificia, que se extendía a todo el mundo, tenían la mejor coyuntura imaginable. El banquero Altoviti es uno de los más magníficos amigos del arte de la época, y para Agostino Chigi trabajan, con la excepción del enemigo de Rafael, Miguel Angel, todos los artistas famosos de la época; él da trabajo —aparte de a Rafael— a Sodoma, Baldassare Peruzzi, Sebastiano del Piombo, Giulio Romano, Francesco Penni, Gíovanni da Udine y muchos otros maestros más. El tercer grupo está formado por los miembros de las antiguas familias romanas, ya empobrecidas, que puede decirse que no tienen parte alguna en la vida artística, y mantienen sus nombres con lustre gracias a que casan a sus hijos e hijas con los vástagos de burgueses ricos y con ello dan lugar a una fusión de clases semejante, aunque más reducida, a la que ya antes se había producido en Florencia y otras ciudades a consecuencia de la participación de la antigua nobleza en los negocios de la burguesía.
Al comienzo del pontificado de Julio II se pueden contar en total de ocho a diez pintores establecidos en Roma; veinticinco años más tarde pertenecen ya a la Hermandad de San Lucas ciento veinticuatro pintores, de los cuales, ciertamente, la mayoría son artesanos ordinarios, que acuden a Roma desde todas partes de Italia, atraídos por la demanda artística de la corte pontificia y de la burguesía rica[133]. Por grande que fuera la participación de los prelados y los banqueros como mecenas de la producción artística, tiene extremada significación para el arte del pleno Renacimiento, y es decisivo para la formación del estilo, el que trabajaran en el Vaticano Miguel Angel, casi exclusivamente, y Rafael, en su mayor parte. Sólo allí, al servicio del Papa, se podía desarrollar aquella maniera grande junto a la cual las orientaciones artísticas de las otras escuelas locales tienen un carácter más o menos provinciano. En ningún otro lugar hallamos este estilo sublime, exclusivo, tan profundamente penetrado de elementos culturales y tan incansablemente limitado a problemas formales sublimados. El arte del primer Renacimiento podía ser al menos medio comprendido por las capas sociales más amplias; también los pobres y los incultos podían hallar conexiones con él, aunque estuvieran en la periferia del efecto estético; pero con el nuevo arte ya no tienen las masas ninguna relación. ¡Qué hubiera podido decirles la Escuela de Atenas de Rafael y las Sibilas de Miguel Angel, aun en el caso de que hubieran podido llegar a contemplarlas!
Pero precisamente en tales obras se realizó el arte clásico del Renacimiento, cuya validez general suele ensalzarse tanto, pero que en realidad sólo se dirigía a un público más reducido que jamás se dirigió arte alguno. Su influencia en el público era de todas maneras aún más limitada que la del clasicismo griego, con el cual, sin embargo, tenía en común el hecho de que representaba, a pesar de su tendencia a la estilización, no un abandono, sino, por el contrario, un realce y perfeccionamiento de los logros naturalistas del período precedente. Lo mismo que las esculturas del Partenón están “mejor” conformadas, concuerdan más con la expresión empírica, que los frontones del templo de Zeus en Olimpia, así también los distintos motivos de las creaciones de Rafael y Miguel Angel están tratados de modo más fresco, obvio y natural que en las obras de los maestros del Quattrocento. No hay en toda la pintura italiana anterior a Leonardo ninguna figura humana que, comparada con las figuras de Rafael, Fra Bartolomeo, Andrea del Sarto, Tiziano y Miguel Angel, no tenga todavía algo de esquinado y rígido. Por ricas que sean en pormenores bien observados, las figuras del primer Renacimiento nunca están seguras sobre sus piernas, sus movimientos son limitados y forzados, sus miembros crujen y rechinan en las coyunturas, su relación con el espacio es a menudo contradictoria; su modelado, inexistente; su luz, artificiosa. Los afanes naturalistas del siglo XV sólo se completan en el XVI. La unidad estilística del Renacimiento, empero, se expresa no sólo en el hecho de que el naturalismo del XV halla su continuación directa y su remate en el Cinquecento, sino también en el hecho de que el proceso de estabilización que lleva al arte clásico del pleno Renacimiento se inicia ya en el Quattrocento.
Uno de los más importantes conceptos del clasicismo, la determinación de la belleza como armonía de todas las partes, encuentra ya en Alberti su formulación. Alberti piensa que la obra de arte es de tal naturaleza, que de sus elementos no se puede ni quitar ni añadir nada sin dañar la belleza del conjunto[134]. Este pensamiento, que Alberti halló en Vitruvio, y que propiamente se remonta a Aristóteles[135], es uno de los postulados fundamentales de la teoría clásica del arte. Pero ¿cómo se concilia esta relativa uniformidad en la concepción artística renacentista —el comienzo del clasicismo en el Quattrocento y la pervivencia del naturalismo en el Cinquecento— con los cambios sociales del Renacimiento? El pleno Renacimiento conserva el sentido del naturalismo, mantiene los criterios experimentales de verdad artística e incluso los perfila, evidentemente porque, lo mismo que el período clásico de los griegos, en medio de su conservadurismo, es todavía una época esencialmente dinámica, en la que el proceso del ascenso social no está aún terminado, y en la que todavía no se habían podido desarrollar convenciones y tradiciones definitivas. Sin embargo, el esfuerzo por dar por terminado el proceso de nivelación y por impedir toda nueva ascensión está en marcha desde la llegada a la burguesía y su enlace con la nobleza. A esta tendencia corresponden los comienzos de la concepción clásica del arte en el Quattrocento.
La circunstancia de que el paso del naturalismo al clasicismo no se realice inmediatamente, sino que sea preparado tan de antemano, puede fácilmente conducir a no entender todo el proceso histórico de la transformación del estilo. Pues si uno se fija en los preludios del cambio y parte de fenómenos de transición tales como el arte de Perugino y Leonardo, tiene la impresión de que el cambio estilístico se desarrolla sin cesura, sin salto, casi con una lógica necesidad, y que el arte del pleno Renacimiento no es sino la pura síntesis de los logros del Quattrocento. En una palabra, uno se siente arrastrado a aceptar la conclusión de que se trata de un desarrollo endógamo.
El cambio del arte antiguo al cristiano o del románico al gótico trae consigo tantas cosas fundamentalmente nuevas, que el nuevo estilo apenas puede ser explicado de modo inmanente, esto es, como pura síntesis o antítesis dialéctica de los anteriores esfuerzos artísticos, y desde el primer momento exige una explicación basada en motivos extraartísticos, que infringen la coherencia histórica de los estilos. En el caso del tránsito del Quattrocento al Cinquecento, sin embargo, las cosas están situadas de otra manera. El cambio estilístico ocurre casi sin solución de continuidad, de perfecto acuerdo con la evolución social, que es continua. Por ello mismo se perfecciona de un modo que no es nada automático, es decir, como una función lógica con coeficientes perfectamente conocidos. Si la situación social a fines del siglo XV se hubiera desarrollado de otro modo, por cualquier circunstancia que nosotros no podemos imaginarnos bien, y se hubiera pasado, por ejemplo, a una revolución económica, política o religiosa, en lugar de a una confirmación de la tendencia conservadora ya antes iniciada, entonces, desde luego, el arte, de acuerdo con esta revolución, se hubiera desarrollado en dirección distinta, y el estilo así resultante hubiera traído a la realidad otra consecuencia “lógica” del Renacimiento distinta de la que se concentró en el clasicismo. Pues si se quiere aplicar de todas maneras el principio de la lógica a la evolución histórica, se habrá de conceder por lo menos que una constelación histórica puede tener varias consecuencias “lógicas” divergentes entre sí.
Los Tapices de Rafael han sido llamados las esculturas del Partenón del arte moderno; puede dejarse en vigor esta analogía si, por encima de la semejanza, no se olvida la diametral diferencia que existe entre el clasicismo antiguo y el moderno. Al arte clásico de la modernidad le falta, en comparación con el de los griegos, el calor y la inmediatez; tiene un carácter derivado, retrospectivo, más o menos clasicista, ya en el Renacimiento. Es el reflujo de una sociedad que, llena de reminiscencias del heroísmo romano y de la caballería medieval, quiere, persiguiendo un sistema de virtudes y un ritual social creados artificialmente, aparecer como algo que propiamente no es, y estiliza sus formas de vida conforme a esta ficción. El pleno Renacimiento describe esta sociedad tal cual ella se ve a sí misma y quiere ser vista. Apenas hay un rasgo en su arte del que, fijándose más, no pueda demostrarse que es como la traducción de su ideal de vida aristocrático, conservador, dirigido a la continuidad y a lo permanente. Todo el formalismo artístico del Cinquecento corresponde en cierto aspecto sólo al formalismo de los conceptos morales y de las reglas del decoro que se ha señalado la aristocracia de la época. Lo mismo que la aristocracia y los círculos de ideas aristocráticas ponen la vida bajo la disciplina de un canon formal, para guardarla de la anarquía del sentimiento, someten también la expresión de los sentimientos en el arte a la censura de formas fijas, abstractas, impersonales. Para esta sociedad el supremo mandamiento es, tanto en la vida como en el arte, el dominio de sí mismo, la represión de los afectos, la sujeción de la espontaneidad, de la inspiración, del éxtasis. El despliegue de los sentimientos, las lágrimas y los gestos del dolor, el desmayarse en la impotencia, los lamentos y el retorcerse las manos; en resumen, toda aquella emotividad burguesa del gótico tardío que quedaba todavía en el Quattrocento desaparece del arte del Renacimiento pleno. Cristo ya no es un mártir que sufre, sino otra vez el Rey celestial que se levanta sobre las debilidades humanas. La Virgen contempla a su hijo muerto sin lágrimas ni gestos, e incluso frente al Niño reprime toda ternura plebeya. La mesura es la consigna de la época para todo. Las reglas de vida del dominio y del orden encuentran su más cercana analogía en los principios de sobriedad y contención que el arte se impone.
L. B. Alberti se anticipó al pleno Renacimiento también en la idea de esta economía artística. “Quien en su obra busca dignidad —dice— se circunscribirá a un reducido número de figuras; pues, al igual que los príncipes ensalzan su majestad con la escasez de sus palabras, así se aumenta el valor de una obra con la reducción de las figuras”[136]. En lugar de la pura coordinación como fórmula de composición, aparece por todas partes el principio de la concentración y de la subordinación. Pero no hay que imaginarse el funcionamiento de la causalidad social como si la autoridad que domina en la sociedad a los individuos se aplicara en el campo del arte inmediatamente al predominio de un plan de conjunto sobre las diversas partes de una composición, o, por decirlo así, que la democracia de los elementos artísticos se transformara en una monarquía del pensamiento fundamental en la composición. La simple comparación entre el principio de autoridad en la vida social y la idea de subordinación en el arte resultaría un puro equívoco. Una sociedad orientada sobre las ideas de autoridad y sumisión habrá de favorecer, naturalmente, también en el arte la expresión voluntariosa, la manifestación de la disciplina y del orden, la victoria sobre la realidad, en lugar de la sumisión a ella.
Tal sociedad habrá querido prestar a la obra de arte el carácter de normatividad y necesidad. Habrá expresado con ello una “sublime necesidad” y procurado demostrar mediante el arte que existen criterios y normas de validez general, inconmovibles e intangibles, que en el mundo domina un sentido absoluto e invariable, y que este sentido se halla en posesión del hombre, si bien no de un hombre cualquiera. Las formas del arte habrán de ser, de acuerdo con las ideas de esta sociedad, paradigmáticas, habrán de operar de manera definitiva y perfecta, lo mismo que el orden que enseñorea la época. La clase dominante buscará en el arte, ante todo, la imagen del sosiego y la estabilidad que persigue en la vida. El pleno Renacimiento desarrolla la composición artística en forma de simetrías y correspondencias de las partes componentes, y reduce forzosamente la realidad al esquema de un triángulo o un círculo; pero ello no significa sólo la solución de un problema formal, sino también la expresión de un sentido estático de la vida y el deseo de perpetuar la situación que corresponde a tal sentido. Este arte coloca la norma por encima de la libertad personal, y considera que la obediencia a ella, aquí como en la vida, es el más seguro camino de perfección.
A esta perfección corresponde en el arte, ante todo, la totalidad de la imagen del mundo, que se consigue por adición, y nunca por la perfecta integración de las partes en un todo. El Quattrocento ha representado el mundo como un infinito fluir y oleaje, un devenir que no puede ser ni forzado ni concluido. El individuo se ha sentido pequeño e impotente en este mundo, se ha entregado a él de buena gana y con agradecimiento. El Cinquecento, en cambio, vive el mundo como una totalidad limitada; el mundo es ni más ni menos que lo que el hombre abarca de él; pero cada obra de arte terminada expresa a su modo toda la realidad abarcable.
El arte del pleno Renacimiento está orientado por completo hacia este mundo. Su estilo ideal, incluso en las representaciones religiosas, lo logra no poniendo en contraste la realidad natural con otra sobrenatural, sino creando una distancia entre las cosas de la propia realidad natural, distancia que en el mundo de la experiencia óptica crea diferenciaciones de valor semejantes a las que existen entre la aristocracia de la sociedad y el vulgo. Su armonía es la imagen utópica de un mundo del que toda lucha ha sido eliminada, y precisamente no a consecuencia del predominio de un principio democrático, sino autocrático. Sus creaciones representan una realidad sublimada, ennoblecida, exceptuada de ser perecedera y cotidiana. Su más importante principio estilístico es la limitación de lo representado a lo esencial. Y ¿qué es realmente esto “esencial”? Es lo típico, lo solemne y extraordinario, cuyo valor expresivo consiste ante todo en su alejamiento de la mera actualidad y oportunidad. Por el contrario, para este arte no es esencial lo concreto e inmediato, lo contingente y momentáneo, lo particular e individual, en una palabra, justamente lo que para el arte del Quattrocento aparecía como lo más interesante y sustancial en la realidad. La élite de la época del pleno Renacimiento crea la ficción de un arte “de humanidad eterna”, intemporalmente válido, porque quiere juzgarse a sí misma como intemporal, imperecedera, inalterable. En realidad su arte está tan ligado al tiempo, con sus patrones de valor y criterios de belleza tan limitados y perecederos, como el arte de cualquier otro período estilístico. Pues también la idea de la intemporalidad es un producto del tiempo, y la validez del absolutismo es tan relativa como la del relativismo.
De todos los factores del arte del pleno Renacimiento el más ligado al tiempo y el más sujeto a las condiciones sociales es el ideal de la χαλοχάγαθία. En ningún otro de los elementos de aquel arte se expresa de manera tan marcada la dependencia de su concepto de belleza respecto del ideal humano de la aristocracia. Lo nuevo no es el hecho de que la corporeidad alcance su derecho, ni es tampoco éste un signo especial de sensibilidad aristocrática —pues ya el siglo XV, en contraposición al espiritualismo de la Edad Media, había tenido ojos amorosos para la apariencia corporal—; lo nuevo es que la belleza física y la fuerza se convierten en la plena expresión de la belleza y de la fuerza espiritual. La Edad Media sentía una oposición inconciliable entre el ser espiritual y sin sensualidad y el ser corporal sin espíritu. Esta oposición se acentuaba ora más ora menos, pero estaba continuamente presente en el mundo intelectual del hombre. Para la época cuatrocentista pierde su sentido la medieval inconciliabilidad entre lo espiritual y lo corporal; la significación espiritual no está todavía ligada de modo incondicionado a la belleza corporal, si bien no la excluye. La tensión que existe todavía entre las propiedades espirituales y las corporales desaparece por completo en el arte del pleno Renacimiento. Partiendo de los supuestos de este arte, parece, por ejemplo, inimaginable representar a los Apóstoles como labradores ordinarios o toscos obreros, como el siglo XV ha hecho con tanta frecuencia y agrado. Los profetas, apóstoles, mártires y santos son para el arte del Cinquecento figuras ideales, libres y grandiosas, llenas de poder y de dignidad, graves y patéticas, una raza de héroes de belleza floreciente, madura, sensual. En Leonardo hay todavía, junto a estas figuras, otras realistas y tipos de género; pero progresivamente ya no parece digno de representación lo que no es grandioso. La aguadora, en el Incendio del Borgo, de Rafael, pertenece a la misma raza que las madonas y sibilas de Miguel Angel, que forman una humanidad de gigantes, de enérgica garra, con conciencia de sí y que se mueve con seguridad. Las dimensiones de estas figuras son tan enormes, que, a pesar de la antigua aversión de las clases nobiliarias por la representación del desnudo, pueden aparecer sin vestidos; nada pierden con ello de su grandeza. La noble conformación de sus miembros, la sonoridad retórica de sus gestos, la mantenida dignidad de su continente expresan la misma distinción que el traje, ora pesado y de profundos pliegues y grandes vuelos, ora contenido con gusto y rebuscado con refinamiento, que en otro caso llevan.
El ideal humano que el escritor Castiglione presenta en su Cortesano como alcanzable, y aun como alcanzado, se toma por modelo en el arte, y aun realzado en ese grado que todo arte clásico añade a las dimensiones de sus modelos. El ideal cortesano contiene en lo esencial todos los motivos capitales de la representación humana de la plenitud del Renacimiento. Lo que Castiglione desea en primer lugar del perfecto hombre de mundo es que sea polifacético, que tenga la misma educación de las aptitudes corporales y de las espirituales, que sea hábil tanto en el manejo de las armas como en las artes de la sociedad refinada, diestro en la poesía y en la música, familiarizado con la pintura y las ciencias. No se puede negar que en los pensamientos de Castiglione da el toque decisivo la repugnancia de toda aristocracia frente a toda especialización y todo profesionalismo. Las figuras heroicas del arte del pleno Renacimiento son, en su χαλοχάγαθία, simplemente la traducción a lo visual de este idealismo humano y social. Pero no es sólo esta falta de tensión entre las cualidades espirituales y corporales, ni sólo la equiparación de belleza física y fuerza de alma, sino ante todo la libertad con que se mueven, la soltura y abandono, la misma indolencia del continente, lo que importa. Castiglione ve la quintaesencia de la elegancia en conservar la calma y mesura en todas las circunstancias, evitando toda ostentación y exageración, en aparecer abandonado y natural, en portarse en sociedad con inafectado descuido y no forzada dignidad. En las figuras del arte del Cinquecento hallamos no sólo esta tranquilidad de los gestos, este continente descuidado, esta libertad de movimientos, sino que el cambio respecto del período estilístico precedente se extiende también a lo puramente formal. La forma gótica esbelta y exangüe, la línea cuatrocentista de corto aliento logran un trazado seguro, un eco sonoro, una hinchazón retórica, y con tal perfección como desde la Antigüedad no había poseído ningún arte.
Los artistas del pleno Renacimiento ya no hallan ningún placer en los movimientos breves, esquinados, rápidos, en la elegancia espaciada y ostentosa, en la belleza agria, juvenil, inmadura, de las figuras del Quattrocento; celebran, por el contrario, la plenitud de la fuerza, la madurez de la edad y de la belleza, describen el ser, no el devenir, trabajan para una sociedad de triunfadores, y piensan, como éstos, de manera conservadora. Castiglione pide que el noble procure evitar, en su conducta como en su vestido, lo sorprendente, ruidoso y colorista, y recomienda que se vista, como el español, de negro, o al menos de oscuro[137] El cambio de gusto que aquí se manifiesta es tan profundo, que también el arte evita la policromía y luminosidad del Quattrocento. Con ello se muestra ya la preferencia por lo monocromo, es decir, el blanco y negro, que domina el gusto moderno. Los colores desaparecen ante todo de la arquitectura y la escultura, y a partir de este momento la gente siente una evidente dificultad en imaginarse polícromas las obras de la arquitectura y escultura griegas. El clasicismo lleva ya en sí el germen del neoclasicismo[138].
El Renacimiento pleno fue de corta duración; no floreció más de veinte años. Después de la muerte de Rafael apenas se puede ya hablar de un arte clásico como dirección estilística colectiva. La brevedad de su vida es sumamente característica del destino de los períodos de estilo clásico en la época moderna; las épocas de estabilidad son, desde fines del feudalismo, nada más que episodios. El rigorismo formal del Renacimiento en su esplendor ha continuado siendo ciertamente para las generaciones posteriores una continua seducción; pero aparte de movimientos breves, en general sin espontaneidad y puramente culturales, nunca ha vuelto a predominar otra vez. Con todo, se ha demostrado que es la más importante vena subterránea del arte moderno, pues si es verdad que el ideal estilístico puramente formalista y orientado hacia lo típico y normativo no pudo sostenerse frente al naturalismo fundamental de los tiempos modernos, ya no fue posible después del Renacimiento un regreso a la forma medieval, no unitaria, hecha a base de edición y coordinación. Desde el Renacimiento comprendemos bajo el nombre de obra pictórica o plástica una imagen concentrada de la realidad, tomada desde un punto de vista único y unitario, imagen formal que surge de la tensión entre el amplio mundo y el sujeto que se enfrenta a aquél como unidad. Es verdad que esta polaridad de arte y mundo se ha debilitado de cuando en cuando, pero nunca ha desaparecido del todo. En ella consiste la verdadera herencia del Renacimiento.