FEUDALISMO Y ESTILO ROMÁNICO
El arto románico fue un arte monástico, pero al mismo tiempo también un arte aristocrático. Quizá sea en él donde se refleja de manera más evidente la solidaridad espiritual entre el clero y la nobleza. Lo mismo que ocurría en la antigua Roma con las dignidades sacerdotales, también en la Iglesia de la Edad Media los puestos más importantes estaban reservados a los miembros de la aristocracia[101]. Los abades y los obispos no estaban, sin embargo, tan íntimamente unidos a la nobleza feudal por razón de su origen noble cuanto por sus intereses económicos y políticos, pues debían sus propiedades y su poder al mismo orden social en que se basaban también los privilegios de la nobleza secular. Entre ambas aristocracias existía una alianza que, aunque no siempre era expresa, se mantenía continuamente. Las Ordenes monásticas, cuyos abades disponían de inmensas riquezas y legiones de súbditos y de cuyas filas procedían los más poderosos Papas, los más influyentes consejeros y los más peligrosos rivales de emperadores y reyes, estaban tan por encima y eran tan ajenas a las masas como los señores temporales. Hasta el movimiento reformador ascético de Cluny no aparece un cambio en su actitud señorial; pero de una inclinación hacia ideas democráticas sólo puede hablarse realmente a partir del movimiento de las Ordenes mendicantes. Los monasterios, situados en medio de sus extensas propiedades, en las faldas de las montañas que dominaban desde arriba el país, con sus muros escarpados, macizos, construidos como baluartes, eran moradas señoriales tan inabordables como los burgos y castillos de los príncipes y barones. Es, por consiguiente, bien comprensible que también el arte que se creaba en estos monasterios correspondiera a la mentalidad de la nobleza temporal.
La nobleza proveniente de la aristocracia franca de guerreros y funcionarios, nobleza que a partir del siglo IX se hace cada vez más feudal, está situada en esta época en la cumbre de la sociedad y se convierte en la poseedora efectiva del poder estatal. La antigua nobleza que estaba al servicio del rey se convierte en una nobleza hereditaria, poderosa, arrogante y rebelde, en la que el recuerdo de sus orígenes como empleados está borrado e incluso desvanecido hace largo tiempo, y cuyos privilegios parecen remontarse a tiempos inmemoriales. Con el transcurso del tiempo la relación entre los reyes y esta nobleza se invirtió por completo. Primitivamente la Corona era hereditaria y el señor podía escoger a su gusto sus consejeros y funcionarios; ahora, por el contrario, son hereditarios los privilegios de la nobleza, y los reyes son elegidos[102]. Los Estados románico-germánicos de la Alta Edad Media tropezaron con dificultades que ya se habían hecho perceptibles en los finales del mundo antiguo y a las que ya entonces se había intentado dar solución mediante instituciones que, como el colonato, la imposición de tributos en especie y la responsabilidad de los terratenientes para las contribuciones del Estado, estaban ya en la misma línea que el feudalismo.
La falta de medios monetarios suficientes para mantener el necesario aparato administrativo y un ejército adecuado, el peligro de las invasiones y la dificultad de defender contra ellas los extensos territorios eran cosas que existían ya en los finales de la época romana. Pero en la Edad Media se presentaron nuevas dificultades, derivadas de la falta de funcionarios preparados, del acrecido y prolongado peligro de ataques hostiles y de la necesidad de introducir, ante todo contra los árabes, la nueva arma de la caballería acorazada. Esta última reforma, a causa del costoso armamento y del período relativamente largo que requería la instrucción de las nuevas fuerzas, estaba ligada con cargas insoportables para el Estado. El feudalismo es la institución con la cual intentó el siglo IX resolver estas dificultades, principalmente la de la creación de un ejército a caballo y dotado de armadura pesada. El servicio militar, a falta de otros medios, fue comprado mediante la concesión de propiedades territoriales, inmunidades y privilegios señoriales, especialmente de derechos fiscales y judiciales. Estos privilegios constituyeron el fundamento del nuevo sistema. El “beneficio”, esto es, la donación ocasional de propiedades pertenecientes a los dominios reales como pago por servicios prestados o la concesión del usufructo de tales propiedades como compensación por servicios regulares administrativos y militares existía ya en la época merovingia. Lo nuevo es el carácter feudal de las concesiones y el vasallaje de los favorecidos; en otras palabras, la relación contractual y la alianza de lealtad, el sistema de los mutuos servicios y obligaciones, el principio de la recíproca fidelidad y de la lealtad personal, que ahora viene a sustituir a la antigua subordinación. El “feudo”, que al comienzo era sólo un usufructo concedido por tiempo limitado, se convierte en hereditario en el curso del siglo IX.
La creación de la caballería feudal, con la enfeudación hereditaria de tierras como base de la relación de servicio, constituye una de las más revolucionarias innovaciones militares en la historia del Occidente. Esta medida transforma un órgano del poder central en una fuerza casi ilimitada dentro del Estado. La monarquía absoluta medieval llega con ello a su fin. A partir de este momento el rey no tiene más poder que el que le corresponde por sus propiedades privadas, ni más autoridad de la que tendría también en el caso de que poseyera sus territorios como mero feudo. La época inmediatamente siguiente no conoce un Estado como nosotros lo concebimos. No existen en ella administración uniforme, ni solidaridad ciudadana, ni sumisión general, formalmente legal de los súbditos[103]. El Estado feudal es una sociedad en pirámide con un punto abstracto en la cúspide. El rey hace guerras, pero no gobierna; gobiernan los grandes terratenientes, y no como funcionarios o mercenarios, favoritos o arribistas, beneficiarios o prebendados, sino como señores territoriales independientes, que no basan sus privilegios en un poder administrativo procedente del soberano como fuente del Derecho, sino únicamente en su poder efectivo, directo y personal. Encontramos aquí una casta dominante que reclama para sí todas las prerrogativas del gobierno, todo el aparato administrativo, todos los puestos importantes en el ejército, todos los cargos superiores en la jerarquía eclesiástica, y con ello adquiere en el Estado un influjo como probablemente jamás había poseído ninguna clase social. La propia aristocracia griega, en su época de mayor florecimiento, aseguraba a sus miembros menos libertad personal que la que tenía que conceder a los señores feudales la debilitada monarquía de la Alta Edad Media. Los siglos en que dominó esta aristocracia han sido, con razón, designados como la época aristocrática por excelencia de la Historia de Europa[104]. En ninguna otra fase del desarrollo de Occidente dependieron las formas de la cultura tan exclusivamente de la visión del mundo, de los ideales sociales y de la orientación económica de una sola clase social relativamente reducida.
En la Alta Edad Media, cuando no existían el dinero ni el tráfico, y la propiedad territorial era la única fuente de renta y la única forma de riqueza, el sistema del feudalismo fue la mejor solución de las exigencias impuestas por la administración y la defensa del país. La ruralización de la cultura, que ya se había iniciado en los finales del mundo antiguo, se consuma ahora. La economía se vuelve completamente agraria; la vida, totalmente rústica. Las ciudades han perdido su importancia y su atracción; la absoluta mayoría de la población está encerrada en poblados pequeños, dispersos, aislados unos de otros. La sociedad urbana, el comercio y el tráfico se han extinguido; la vida ha adoptado formas más sencillas, menos complicadas, más limitadas al aspecto regional. La unidad económica y social sobre cuya base se organiza todo ahora es la corte feudal; se ha perdido la memoria de moverse en círculos más amplios, de pensar con categorías más generales. Como faltan el dinero y los medios de tráfico, y no hay, por lo general, ni ciudades ni mercados, la gente se encuentra forzada a independizarse del mundo exterior y a renunciar tanto a la adquisición de productos ajenos como a la venta de los propios. Así se desarrolla una situación en la que ya no existe ningún estímulo para producir bienes que excedan a las propias necesidades. Como se sabe, Karl Bücher ha designado este sistema como “economía doméstica cerrada”, y lo ha caracterizado como una autarquía en la que no existen en absoluto el dinero y el cambio[105]. Tal tajante formulación no corresponde, desde luego, del todo a la realidad. Se ha demostrado que es insostenible con respecto a la Edad Media la idea de una economía doméstica pura y completamente autárquica[106]; y, sin duda, es una corrección acertada la propuesta de hablar aquí mejor de una “economía sin mercados” que de una “economía natural sin cambios”[107]. Pero Bücher no ha hecho más que exagerar los rasgos de la economía doméstica medieval; estos rasgos no son propiamente una invención arbitraria suya, pues nadie negará que en la época del feudalismo existía una inclinación a la autarquía. Lo ordinario en esta época es consumir los bienes dentro de la misma economía en la que se han producido, aunque haya tantas excepciones y el tráfico de mercancías nunca haya cesado del todo. La distinción entre la producción para las propias necesidades de la Alta Edad Media y la producción de mercancías ulterior es, como ya fue señalado por Marx, perfectamente clara, y la categoría de “economía doméstica cerrada” aparece incluso inevitable para caracterizar la economía feudal si se la concibe como tipo ideal y no como realidad concreta.
La característica más peculiar de la economía de la Alta Edad Media y a la vez el rasgo de esta economía que influye, más profundamente en la cultura espiritual de la época, consiste, sin duda, en que en ella falta todo estímulo para la superproducción, y, en consecuencia, se mantiene sujeta a los métodos tradicionales y al ritmo acostumbrado en la producción, sin preocuparse de inventos técnicos ni de innovaciones en la organización. Es, como se ha observado[108], una pura “economía de gasto” que sólo produce lo que consume, y que, como tal, carece de todo principio de ahorro y de lucro, de todo sentido para el cálculo y la especulación, de toda idea para el uso planificado y racional de las fuerzas disponibles. Al tradicionalismo e irracionalismo de esta economía corresponden el estatismo inmóvil de las formas sociales, la rigidez de las barreras que separan entre sí las distintas clases. Los estamentos en que está organizada la sociedad no tienen sólo validez en cuanto que poseen un sentido intrínseco, sino en cuanto ordenados por Dios. Puede decirse, pues, que no hay ninguna posibilidad de ascender de una clase a otra; todo intento de traspasar las fronteras existentes entre ellas equivale a la rebelión contra un mandamiento divino. En una sociedad tan inflexible, tan inmóvil, la idea de la competencia intelectual, la ambición de desarrollar la propia personalidad y hacerla valer frente a los otros pueden surgir tan escasamente como el principio de la competencia comercial en una sociedad sin mercados, sin recompensas al mayor rendimiento y sin perspectivas de ganancia. Al estático espíritu económico y a la petrificada estructura social corresponde también en la ciencia, el arte y la literatura de la época el dominio de un espíritu conservador, estrecho, inmóvil y apegado a los valores reconocidos. El mismo principio de inmovilidad que ata la economía y la sociedad a sus tradiciones, retrasa también el desarrollo de las formas de pensamiento científico y de experiencias artísticas y da a la historia del arte románico aquel carácter tranquilo y casi pesante que durante cerca de dos siglos impide todo cambio profundo en el estilo. Y así como en la economía faltan por completo el espíritu del racionalismo, la comprensión para los métodos exactos de producción y la aptitud para el cálculo y la especulación, y lo mismo que en la vida práctica no existe sentido alguno del número exacto, la fecha precisa y la evaluación de las cantidades en general, de igual manera a esta época le faltan en absoluto las categorías de pensamiento basadas en el concepto de mercancía, de dinero y de ganancia. A la economía precapitalista y preracionalista corresponde una concepción espiritual preindividualista, que es tanto más fácil de explicar porque el individualismo lleva consigo el principio de la competencia.
La idea del progreso es completamente desconocida en la Alta Edad Media. Tampoco tiene esta época ningún sentido para el valor de lo nuevo. Busca, más bien, conservar fielmente lo antiguo y lo tradicional; y no sólo le es ajeno el pensamiento del progreso propio de la ciencia moderna[109], sino que en la misma interpretación de las verdades conocidas y garantizadas por las autoridades busca mucho menos la originalidad de la explicación que la confirmación y comprobación de las verdades mismas. Volver a descubrir lo ya conocido, reformar lo ya formado, interpretar la verdad de nuevo, parece entonces algo carente de finalidad y de sentido. Los valores supremos están fuera de duda y se encuentran encerrados en formas eternamente válidas. Sería puro orgullo querer cambiar sin más tales formas. La posesión de estos valores, no la fecundidad del espíritu, es el objeto de la vida. Es ésta una época tranquila, segura de sí misma, robusta en su fe, que no duda de la validez de su concepción de la verdad ni de sus leyes morales, que no conoce ningún conflicto del espíritu ni ningún problema de conciencia, que no siente deseos de novedad ni se cansa de lo viejo. En todo caso no favorece tales ideas y sentimientos.
La Iglesia de la Alta Edad Media, que en todas las cuestiones espirituales tenía los plenos poderes de la clase dominante y obraba como su mandataria, sofocaba ya en germen toda duda acerca del valor incondicionado de los mandamientos y de las doctrinas que se seguían de la idea de la ordenación divinal de este mundo y garantizaban el dominio del orden establecido. La cultura, en la cual todo ámbito de la vida estaba en relación inmediata con la fe y con las verdades eternas, hacía prácticamente depender toda la vida intelectual de la sociedad, toda su ciencia y su arte, todo su pensamiento y su voluntad, de la autoridad de la Iglesia. La concepción metafísico-religiosa, en la que todo lo terrenal estaba relacionado con el más allá, todo lo humano estaba referido a lo divino, y en la que cada cosa tenía que expresar un sentido trasmundano y una intención divina, fue utilizada por la Iglesia, ante todo, para dar validez plena a la teocracia jerárquica, basada en el orden sacramental. Del primado de la fe sobre la ciencia derivaba la Iglesia su derecho a establecer de manera autoritaria e inapelable las orientaciones y límites de la cultura. Sólo con esta “cultura autoritaria y coercitiva”[110], sólo bajo la presión de sanciones tales como las que podía imponer la Iglesia, dueña de todos los instrumentos de salvación, se pudo desarrollar y mantener una visión del mundo tan homogénea y cerrada como la de la Alta Edad Media. Los estrechos límites que el feudalismo, con la ayuda de la Iglesia, ponía al pensamiento y a la voluntad de la época, explican el absolutismo del sistema metafísico, que en el campo de la filosofía procedía de manera implacable contra todo lo peculiar e individual, lo mismo que el orden social existente luchaba contra toda libertad en su propio campo, y hacía valer en el cosmos espiritual los mismos principios de autoridad y jerarquía que se expresaban en las formas sociales imperantes en la época.
El programa cultural absolutista de la Iglesia no llegó a ser una realidad plena hasta después del fin del siglo X, cuando el movimiento cluniacense dio vida a un nuevo espiritualismo y a una nueva intransigencia intelectual. El clero, persiguiendo sus fines totalitarios, crea un estado de ánimo apocalíptico, de huida del mundo y anhelo de muerte, mantiene los espíritus en permanente excitación religiosa, predica el fin del mundo y el juicio final, organiza peregrinaciones y cruzadas, y excomulga a emperadores y reyes. Con este espíritu autoritario y militante consolida la Iglesia el edificio de la cultura medieval, que sólo entonces, hacia el fin del milenio, se manifiesta en su unidad y singularidad[111]. Entonces se construyen también las primeras grandes iglesias románicas, las primeras creaciones importantes del arte medieval en el sentido estricto de la palabra. El siglo XI es una época brillantísima en la arquitectura sagrada como es también una época de florecimiento de la filosofía escolástica y, en Francia, de la poesía heroica de inspiración eclesiástica. Todo este movimiento intelectual, ante todo el florecimiento de la arquitectura, sería inconcebible sin el enorme aumento de los bienes eclesiásticos que entonces tuvo lugar. La época de las reformas monásticas es, al mismo tiempo, una época de grandes donaciones y fundaciones a favor de los monasterios[112]. Pero no sólo las riquezas de las Ordenes, sino también las de los obispados aumentan, sobre todo en Alemania, donde los reyes buscan ganarse a los príncipes eclesiásticos como aliados contra los vasallos rebeldes. Gracias a estas donaciones se construyen entonces, junto a las grandes iglesias monásticas, las primeras grandes catedrales. Como se sabe, los reyes no tienen en esta época corte fija y se albergan con su séquito ora en casa de un obispo ora en una abadía real[113]. A falta de una capital y corte, los reyes no construyen edificios directamente, sino que satisfacen su pasión arquitectónica favoreciendo las iniciativas episcopales. Por eso en Alemania las grandes iglesias episcopales de esta época son consideradas y llamadas con razón “catedrales imperiales”.
Como corresponde a la influencia de sus constructores, estas iglesias románicas son edificios imponentes y poderosos, expresión de un poder ilimitado y de unos medios inagotables. Se les ha llamado “fortalezas de Dios”, y realmente son grandes, firmes y macizas, como los castillos y fortalezas de la época; y son, además demasiado grandes para los fines mismos. Pero no fueron construidas para los fieles, sino para gloria de Dios, y sirven, lo mismo que las construcciones sagradas del antiguo Oriente, y en su misma medida, que desde entonces no ha vuelto a alcanzar ninguna otra arquitectura, para simbolizar la suprema autoridad. La iglesia de Santa Sofía tenía, ciertamente, dimensiones enormes, pero su grandeza estaba fundada, en cierta medida, en razones prácticas, pues era la iglesia principal de una metrópoli cosmopolita. Las iglesias románicas se encuentran, por el contrario, en el mejor de los casos, en pequeñas ciudades tranquilas, pues en el Occidente ya no existían grandes ciudades.
Sería natural poner en relación no sólo las proporciones, sino también las formas pesadas, anchas y poderosas de la arquitectura románica, con el poder político de sus constructores, y considerar esta arquitectura como la expresión de un rígido señorío clasista y de un cerrado espíritu de casta. Pero esto no explicaría nada y lo único que haría sería confundirlo todo. Si se quiere comprender el carácter voluminoso y opresor, serio y grave, del arte románico, se debe explicar por su “arcaísmo”, por su vuelta a las formas simples, estilizadas y geométricas. Este fenómeno está relacionado con circunstancias mucho más concretamente tangibles que la general tendencia autoritaria de la época. El arte del período románico es más simple y homogéneo, menos ecléctico y diferenciado que el de la época bizantina o carolingia, por una parte, porque no es ya un arte cortesano, y, por otra, porque desde la época de Carlomagno y a consecuencia, sobre todo, de la presión de los árabes sobre el Mediterráneo y de la interrupción del comercio entre Oriente y Occidente, las ciudades de Occidente sufrieron un nuevo retroceso. En otras palabras: ahora la producción artística no está sometida ni al gusto refinado y variable de la corte ni a la agitación intelectual de la ciudad: es, en muchos aspectos, más bárbara y primitiva que la producción artística de la época inmediatamente precedente, pero, por otra parte, arrastra consigo muchos menos elementos sin elaborar o sin asimilar que el arte bizantino y, sobre todo, el arte carolingio. El arte de la época romántica no habla ya en el lenguaje de una época de cultura receptiva, sino el de una renovación religiosa.
De nuevo encontramos aquí un arte religioso en el que lo espiritual y lo temporal puede decirse que no están separados y frente al cual los contemporáneos no siempre tenían conciencia de la diferencia existente entre la finalidad eclesiástica y la finalidad mundana. Desde luego, sentían el abismo que se abre entre estas dos esferas mucho menos que nosotros, aunque es verdad que no se puede hablar siquiera de que en esta época relativamente tardía se diera una completa síntesis de arte, vida y religión, cual la soñaba el Romanticismo. Pues si bien la Edad Media cristiana es mucho más profunda e ingenuamente religiosa que la Antigüedad clásica, la vinculación entre la vida religiosa y la social era aún más estrecha entre los griegos y romanos que entre los pueblos cristianos de la Edad Media. El mundo antiguo estaba por lo menos más cerca de la prehistoria, en cuanto que, para el Estado, estirpe y familia no eran sólo grupos sociales, sino que, al mismo tiempo, constituían asociaciones de culto y realidades religiosas. Los cristianos de la Edad Media, por el contrario, separaban y distinguían ya las formas sociales naturales de las relaciones religiosas sobrenaturales[114]. La unificación a posteriori de ambos órdenes en la idea de la civitas Dei nunca fue tan íntima que los grupos políticos y los vínculos de la sangre adquiriesen un carácter religioso en la conciencia popular.
La naturaleza sacra del arte románico no provino, pues, de la circunstancia de que la vida de la época estuviera condicionada por la religión en todas sus manifestaciones, pues no lo estaba, sino de la situación que se había desarrollado después de la disolución de la sociedad cortesana, las administraciones municipales y el poder político centralizado, y en la cual la Iglesia se convirtió, puede decirse, en el único cliente de obras de arte. Hay que añadir a esto que, a consecuencia de la completa clericalización de la cultura, el arte era considerado no ya como objeto de placer estético, sino “como culto ampliado, como ofrenda, como sacrificio”[115]. En este aspecto la Edad Media está mucho más cerca del primitivismo que la Antigüedad clásica. Pero con esto no está dicho que el lenguaje artístico de la época románica fuera más comprensible para las grandes masas que el de la Antigüedad o el de la Alta Edad Media. El arte de la época carolingia dependía del gusto de los círculos cultos de la corte y, en cuanto tal, era extraño al pueblo. De igual manera, ahora el arte es propiedad espiritual de una minoría del clero que, aunque más amplia que la sociedad de literatos áulicos de Carlomagno, no abarcaba ni siquiera a todo el clero. Siendo el arte de la Edad Media un instrumento de propaganda de la Iglesia, su misión sólo podía consistir en inspirar a las masas un espíritu solemne y religioso, pero bastante indefinido. El sentido simbólico, a menudo difícil de entender, y la forma artística refinada de las representaciones religiosas no eran seguramente comprendidos ni estimados por los simples creyentes. Aunque las formas del estilo románico sean más concisas y sugerentes que las del primitivo arte cristiano, tampoco eran, en modo alguno, más populares ni más sencillas que éstas. La simplificación de las formas no significa ninguna concesión al gusto ni a la capacidad de comprensión de las masas, sino solamente una adaptación a la concepción artística de una aristocracia que estaba más orgullosa de su autoridad que de su cultura.
El cambio rítmico de los estilos alcanza otra vez en el arte románico —después del geometrismo de los inicios de la Antigüedad y del naturalismo de sus finales, después de la abstracción de la época cristiana primitiva y del eclecticismo de la carolingia— una fase de antinaturalismo y de formalismo. La cultura feudal, que es esencialmente antindividualista, prefiere también en el arte lo general y lo homogéneo, y se inclina a dar del mundo una representación en la que todo —las fisonomías como los paños, las grandes manos gesticulantes como los árboles pequeños con ramas como de palmera, así como las colinas de hojalata— está reducido a tipos. Lo mismo este formalismo estereotipado que la monumentalidad del arte románico se muestran del modo más sorprendente en la exaltación de la forma cúbica y en la adaptación de la plástica a la arquitectura. Las esculturas de las iglesias románicas son miembros del edificio; pilares y columnas, partes de la construcción del muro o del pórtico. El marco arquitectónico es un elemento constitutivo de las representaciones de figuras. No sólo los animales y el follaje, sino la misma figura humana cumple una función ornamental en el conjunto artístico de la iglesia; se pliega y se tuerce, se estira y reduce, según el espacio que tiene que ocupar. El papel subordinado de cada detalle está tan acentuado que los límites entre arte libre y aplicado, entre escultura y artesanía, son siempre fluctuantes[116]. También aquí es natural pensar en la correlación existente entre estos rasgos y las formas autoritarias de la política. Sería también la explicación más sencilla relacionar el espíritu autoritario de la época con la coherencia funcional de los elementos de una construcción románica y su subordinación a la unidad arquitectónica, e igualmente atribuir éstas al principio de la unidad, principio que domina las formas sociales contemporáneas y se manifiesta en estructuras colectivas como la Iglesia universal y el monacato, el feudalismo y la economía doméstica cerrada. Pero tal explicación está sujeta siempre a un equívoco. Las esculturas de una iglesia románica “dependen” de la arquitectura en un sentido completamente distinto de aquél en que los labradores y vasallos dependen de los señores feudales.
El rigorismo formal y la abstracción de la realidad son, sin duda, los rasgos estilísticos más importantes, pero en modo alguno los únicos del arte románico. Lo mismo que en la filosofía de la época actúa, junto a la dirección escolástica, una dirección mística, y así como en el monacato el espíritu militante se une con la inclinación a la vida contemplativa, y en el movimiento de reforma monástica se manifiesta junto al estricto dogmatismo una religiosidad violenta, indomable y extática, también en el arte se abre paso, junto al formalismo y el abstraccionismo estereotipado, una tendencia emocional y expresionista. Esta concepción artística, más libre, sólo se hace perceptible en la segunda mitad del período románico, esto es, al mismo tiempo que se vivifica la economía y se renueva la vida ciudadana en el siglo XI[117]. Pero, por modestos que sean en sí estos comienzos, constituyen el primer signo de un cambio que abre el camino al individualismo y al liberalismo de la mentalidad moderna. Por el momento no hubo exteriormente muchas transformaciones; la tendencia fundamental del arte sigue siendo antinaturalista y hierática. Con todo, si en algún momento hay que señalar un primer paso hacia la disolución de los vínculos medievales, es ahora, en este siglo XI de sorprendente fecundidad, con sus nuevas ciudades y mercados, sus nuevas Ordenes y escuelas, las primeras cruzadas y los primeros Estados normandos, con los comienzos de la escultura monumental cristiana y las formas primeras de la arquitectura gótica. No puede ser casual el que esta nueva vida coincida con la época en la que la autarquía económica de la Alta Edad Media, después de una estabilidad plurisecular, comienza a ceder el paso a una economía mercantil.
En el arte el cambio se realiza muy lentamente. La escultura constituye ciertamente un arte nuevo, olvidado desde la decadencia de la Antigüedad clásica, pero su lenguaje formal permanece ligado en lo esencial a las convenciones de la primitiva pintura románica; y, por lo que hace al estilo protogótico de las iglesias normandas del siglo XI, es considerado, con razón, como una forma del románico. La disolución vertical del muro y el expresionismo de las figuras revelan, desde luego, la orientación hacia una concepción más dinámica. Las exageraciones con que se pretende alcanzar el efecto —la alteración de las proporciones naturales, el aumento desproporcionado de las partes expresivas del rostro y del cuerpo, sobre todo de los ojos y las manos, el desbordamiento de los gestos, la ostentosa profundidad de las inclinaciones, los brazos elevados en alto y las piernas cruzadas como en un paso de danza— no constituyen ya sólo aquel fenómeno que, como se ha supuesto, existe en todo arte primitivo y que consiste, sencillamente, en que “las partes del cuerpo cuyo movimiento manifiesta más claramente la voluntad y la emoción están representadas con mayor fuerza y tamaño”[118]. Más bien nos encontramos aquí con un manifiesto expresionismo dinámico[119]. La violencia con que el arte se lanza a este estilo expresivo procede del espiritualismo y del activismo del movimiento cluniacense. La dinámica del “barroco románico tardío” está relacionada con Cluny y con el movimiento monástico reformador, lo mismo que el patetismo del siglo XVIII se relaciona con los jesuitas y la Contrarreforma. La plástica como la pintura, las esculturas de Autun y Vézelay, Moissac y Souillac, como las figuras de los evangelistas del Evangeliario de Amiens y del de Otón III, expresan el mismo espíritu de ascética reforma, la misma atmósfera apocalíptica de Juicio Final. Los profetas y los apóstoles, esbeltos, frágiles, devorados por la llama de su fe, que en los tímpanos de las iglesias rodean a Cristo, los elegidos y bienaventurados, los ángeles y los santos del Juicio Final y de las Ascensiones, son otros santos ascetas espiritualizados, que los creadores de este arte, los piadosos monjes de los monasterios, se proponían como modelos de perfección.
Ya las representaciones escenográficas del arte románico tardío son muchas veces producto de una fantasía desbordada y visionaria. Pero en las composiciones ornamentales, por ejemplo, en el pilar zoomorfo de la abadía de Souillac, esta fantasía se remonta a los absurdos del delirio. Hombres, animales, quimeras y monstruos se entremezclan en una única corriente de vida pululante y forman un caótico enjambre de cuerpos animales y humanos que, en muchos aspectos, recuerda las líneas enredadas de las miniaturas irlandesas y muestra que la tradición de este viejo arte no se ha apagado todavía, pero, a la vez, que desde los tiempos de su florecimiento todo ha cambiado y, sobre todo, que el rígido geometrismo de la Alta Edad Media ha sido disuelto por el dinamismo del siglo XI.
Sólo ahora aparece fijo y completamente realizado lo que nosotros entendemos por arte cristiano y medieval. Sólo ahora se completa el sentido trascendente de las pinturas y esculturas. Fenómenos como el excesivo alargamiento o los convulsivos gestos de las figuras ya no pueden ser explicados racionalmente, a diferencia de las proporciones antinaturales del arte cristiano primitivo, que se derivaban con una cierta lógica de la jerarquía espiritual de las figuras. En la antigüedad cristiana, la aparición de un mundo trascendental llevó a la deformación de la verdad natural, pero el valor de las leyes naturales permaneció vivo en el fondo. Ahora, por el contrario, estas leyes son completamente abolidas y con ellas cesa también el predominio de la concepción clásica de la belleza. En el arte cristiano primitivo las desviaciones de la realidad natural se mueven siempre dentro de los límites de lo biológicamente posible y de lo formalmente correcto. Ahora tales desviaciones resultan completamente inconciliables con los criterios clásicos de realidad y belleza y, finalmente, “desaparece todo intrínseco valor plástico de las figuras”[120]. En las representaciones, la referencia a lo trascendental es ahora tan predominante que las formas aisladas no poseen ya absolutamente ningún valor inmanente; son sólo símbolo y signo. Ya no expresan el mundo trascendental sólo con medios negativos, es decir, no se refieren a la realidad sobrenatural dejando meramente hiatos en la realidad natural y negando el orden de ésta, sino que describen lo irracional y supramundano de una manera completamente positiva y directa. Si se comparan las figuras incorpóreas y extáticamente convulsionadas de este arte con las robustas y equilibradas figuras de héroes de la Antigüedad clásica, como se ha comparado el San Pedro de Moissac, con el Doríforo[121], resulta con toda claridad la peculiaridad de la concepción artística medieval. Frente al clasicismo, que se limita exclusivamente a lo corporalmente bello, a lo sensible y viviente y a lo formalmente regular, y que evita toda alusión a lo psíquico y espiritual, el estilo románico aparece como un arte que se interesa única y exclusivamente por la expresión anímica. Las leyes de este estilo no se rigen por la lógica de la experiencia sensible, sino por la visión interior. Este rasgo visionario encierra de la manera más concentrada la explicación del espectral alargamiento, de la actitud forzada, de la movilidad como de marioneta de sus figuras.
La afición del arte románico a la ilustración crece continuamente, y al final es tan grande como su interés por la decoración. La inquietud espiritual se manifiesta en la continua ampliación del repertorio figurativo, que llega a extenderse al contenido entero de la Biblia. Los nuevos temas, esto es, los temas del Juicio Final y la Pasión, son tan significativos de la peculiaridad de la época como del estilo con que son tratados. El tema capital de la escultura románica tardía es el Juicio Final. Este es el tema que se elige con particular preferencia para los tímpanos de los pórticos. Producto de la psicosis milenarista del fin del mundo, es a la vez la más poderosa expresión de la autoridad de la Iglesia. En él se celebra el juicio de la Humanidad, y ésta, según que la Iglesia acuse o interceda, es condenada o absuelta. El arte no podía imaginar un medio más eficaz para intimidar a los espíritus que este cuadro de infinito pavor y de bienaventuranza eterna. La popularidad del otro gran tema del arte románico, la Pasión, significa una vuelta hacia el emocionalismo, aunque el modo de tratarlo siga moviéndose todavía casi siempre dentro de los límites del viejo estilo, no-sentimental y solemnemente ceremonioso. Los cuadros románicos de la Pasión están a mitad de camino entre la anterior repugnancia a representar la divinidad sufriente y humillada y la posterior insistencia morbosa en las heridas del Salvador. Para los antiguos cristianos, educados todavía en el espíritu de la Antigüedad clásica, la representación del Salvador que moría en la cruz de los criminales era siempre algo penoso. El arte carolingio aceptó, es verdad, la imagen oriental del Crucificado, pero se resistió a representar a Cristo martirizado y humillado; para el espíritu de los señores de aquella época, la sublimidad divina y el sufrimiento corporal eran incompatibles. También en las Pasiones románicas el Crucificado no suele estar pendiente de la cruz, sino que se mantiene en pie en ella y, por regla general, es representado con los ojos abiertos, no raramente con corona, y aun muchas veces vestido[122]. La sociedad aristocrática de aquella época tenia que vencer su repugnancia ante la representación del desnudo, repugnancia que tenía motivos sociales y no sólo religiosos, antes de que pudiera acostumbrarse a la contemplación de Cristo desnudo. El arte medieval evita también, más tarde, mostrar cuerpos desnudos cuando el tema no lo exige expresamente[123]. Al Cristo-Rey-Héroe, que aun en la misma cruz aparece como vencedor de todo lo terreno y perecedero, corresponde lógicamente una imagen de la Virgen que muestra, en lugar de la Madre de Dios representada en su amor y en su dolor, según estamos acostumbrados a verla desde la época gótica, una Reina celestial elevada sobre todo lo humano.
El placer con que el arte románico tardío puede abismarse en la ilustración de una materia épica se manifiesta de la manera más directa en la Tapicería de Bayeux, obra que, a pesar de estar destinada a una iglesia, manifiesta una concepción artística distinta de la del arte eclesiástico. Con un estilo admirablemente fluido, con muy variados episodios y con un amor sorprendente por el pormenor realista, narra la historia de la conquista de Inglaterra por los normandos. Se manifiesta en ella una difusa manera de narrar los acontecimientos, que anticipa la composición cíclica del arte gótico, marcadamente contrapuesto a los principios de unidad de la concepción artística románica. Tenemos evidentemente aquí no una obra del arte monacal, sino el producto de un taller más o menos independiente de la Iglesia. La tradición que adscribe los bordados a la reina Matilde se apoya, sin duda, en una leyenda, pues la obra ha sido realizada evidentemente por artistas experimentados y prácticos en el oficio; pero la leyenda alude, al menos, al origen profano del trabajo. En ningún otro monumento del arte románico podemos obtener una idea tan amplia de los medios de que pudo disponer el arte profano de la época. Ello hace lamentar doblemente la pérdida de otras obras semejantes, en cuya conservación se puso evidentemente menos cuidado que en las del arte eclesiástico. No sabemos qué extensión alcanzó la producción artística profana. Desde luego no debió nunca de aproximarse a la eclesiástica; pero era, por lo menos en la época románica tardía, a la que pertenece la Tapicería de Bayeux, más importante de lo que podría suponerse a juzgar por los pocos monumentos conservados.
El retrato, que, por decirlo así, se mueve de manera indecisa entre el arte sagrado y el profano, muestra excelentemente cuán difícil es, basándose en los restos que poseemos, hablar del arte profano de esta época. Entonces no se tenía ninguna comprensión para el retrato individualizado, que acentúa los rasgos personales del modelo. El retrato románico no es más que una parte de la representación ceremonial o del monumento. Lo hallamos o bien en las páginas dedicatorias de los manuscritos de la Biblia o en los monumentos sepulcrales de las iglesias. La pintura dedicatoria, que además de la persona que encargó u ordenó copiar el manuscrito representa también al copista y al pintor[124], abre, no obstante su solemnidad, el camino a un género muy personal, aunque por el momento tratado de forma estereotipada: el autorretrato. La íntima contraposición existente entre los dos estilos aparece todavía más marcada en los retratos escultóricos de las sepulturas. En el primitivo arte sepulcral cristiano la persona del difunto o no aparece en absoluto o se maestra en forma muy discreta. En cambio, en los sepulcros de la época románica se convierte en el tema principal de la representación[125]. La sociedad feudal, que piensa con categorías de casta, se resiste todavía a acentuar los rasgos individuales de la personalidad, pero favorece ya la idea del monumento personal.
EL ROMANTICISMO DE LA CABALLERÍA CORTESANA
La aparición del estilo gótico da lugar al cambio más profundo de la historia del arte moderno. El ideal estilístico aún hoy vigente, con sus principios de fidelidad a lo real, de profundidad en el sentimiento, de sensibilidad y sensitividad, tiene en él su origen. Comparado con este nuevo modo de sentir y de expresarse, el arte de la Alta Edad Media no es sólo rígido y embarazado —también parece así el gótico si se lo compara con el Renacimiento—, sino que además resulta tosco y sin encanto. Sólo el gótico vuelve a crear obras artísticas cuyas figuras tienen proporciones normales, se mueven con naturalidad y son, en el sentido propio de la palabra, “bellas”. Es cierto que estas figuras no nos permiten olvidar ni por un momento que nos encontramos ante un arte que ha dejado de ser actual hace mucho tiempo, pero forman, al menos en parte, el objeto de un placer directo, que ya no está sencillamente condicionado por consideraciones culturales o religiosas. ¿Cómo se llegó a este radical cambio de estilo? ¿Cómo nació la nueva concepción artística, tan próxima a nuestra sensibilidad de hoy? ¿A qué cambios esenciales, en la economía y en la sociedad, estuvo vinculado el nuevo estilo? No debemos esperar que la respuesta a estas preguntas nos descubra una revolución brusca, pues por distinta que sea en conjunto la época del gótico de la Alta Edad Media, al principio aparece como la simple continuación y conclusión de aquel período de transición que en el siglo XI perturbó el sistema económico y social del feudalismo y el equilibrio estático del arte y de la cultura románicos. De esta época proceden, ante todo, los comienzos de la economía monetaria y mercantil y los primeros signos de la resurrección de la burguesía ciudadana dedicada a la artesanía y el comercio.
Al examinar estas transformaciones, se tiene la impresión de que aquí fuera a repetirse la revolución económica que ya nos es conocida por la Antigüedad y que preparó la cultura de las ciudades comerciales griegas. El Occidente que ahora estaba surgiendo se parece en todo caso más a la Antigüedad, con su economía urbana, que al mundo de la Alta Edad Media. El punto de gravedad de la vida se desplaza ahora, como ocurrió en su momento en la Antigüedad, de la campiña a la ciudad; de ésta provienen otra vez todos los estímulos y en ella vuelven de nuevo a confluir todos los caminos. Hasta ahora eran los monasterios las etapas conforme a las cuales se hacía el plan de un viaje; de ahora en adelante son otra vez las ciudades el punto de encuentro y el lugar donde uno se pone en contacto con el mundo. Las ciudades de este momento se diferencian de las poleis de la Antigüedad ante todo en que estas últimas eran principalmente centros administrativos y políticos, mientras que las ciudades de la Edad Media lo son casi exclusivamente del intercambio de mercancías y en ellas la dinamización de la vida se realiza de forma más rápida y radical que en las comunidades urbanas del mundo antiguo.
Es difícil dar una respuesta a la pregunta acerca del origen directo de esta nueva vida urbana, es decir, acerca de qué fue primero, si el aumento de la producción industrial y la ampliación de la actividad de los comerciantes, o la mayor riqueza en medios monetarios y la atracción hacia la ciudad. Es igualmente posible que el mercado se ampliara porque hubiera aumentado la capacidad de compra de la población, y el florecimiento de la artesanía se hiciese posible por haberse acrecentado la renta territorial[126], o que la renta de la tierra aumentara a consecuencia de los nuevos mercados y de las nuevas y acrecentadas necesidades de las ciudades. Pero fuera como fuera la evolución en cada caso, desde el punto de vista de la cultura tuvo una importancia decisiva la creación de dos nuevas clases profesionales: la de los artesanos y la de los comerciantes[127]. Ya antes había, desde luego, artesanos y comerciantes, y un taller de artesanía propio lo encontramos no sólo en cada predio y en cada corte feudal, en las explotaciones monacales y en los talleres domésticos episcopales —en una palabra, no sólo en el marco de las economías domésticas cerradas—, sino también en la población campesina, una parte de la cual, ya desde muy pronto, fabricó productos de artesanía para el mercado libre. Esta pequeña artesanía rústica no constituía, sin embargo, una producción regular, y en la mayoría de los casos sólo se ejercitaba cuando la pequeña finca no bastaba para mantener una familia[128]. Y en lo que se refiere al intercambio de bienes, éste consistía en un comercio puramente ocasional. Las gentes compraban y vendían según su necesidad y la ocasión, pero no existían comerciantes profesionales o, en todo caso, eran aislados y sólo se dedicaban al comercio con lejanos países; no había, desde luego, grupos cerrados que pudiéramos designar como clase mercantil. Ordinariamente los mismos que producían las mercancías cuidaban de venderlas. A partir del siglo XII hay, empero, junto a estos productores primitivos, una clase de artesanos no sólo existente por sí, sino urbana, y que trabaja regularmente, y otra de comerciantes especializada y concentrada como una verdadera clase profesional.
En el sentido de los estadios económicos de Bücher, “economía urbana” significa “producción por encargó”, esto es, fabricación de bienes que no se consumen dentro de la economía en que son producidos, en oposición a la primitiva producción para las propias necesidades. Se diferencia del estadio siguiente —la “economía nacional”— en que el cambio de bienes se realiza todavía en forma de “intercambio directo”, esto es, que generalmente los bienes pasan de manera directa de la economía productora a la consumidora, y en general no realiza la producción para almacenarla ni para el mercado libre, sino sólo por encargo directo y para consumidores determinados, conocidos del productor. Encontramos aquí ya la primera etapa del proceso de distanciamiento de la producción con respecto al consumo inmediato, pero nos hallamos a gran distancia todavía de aquel carácter completamente abstracto de la producción de mercancías, en el cual la mayoría de las veces los productos tienen que pasar por toda una serie de manos antes de llegar al consumidor. Esta diferencia fundamental entre la “economía urbana” medieval y la moderna economía urbana, según Bücher, a la efectiva situación histórica, y en lugar de una pura “producción por encargo”, que, desde luego, tampoco existe en la Edad Media, suponemos que entre el artesano y el cliente existía simplemente una relación más inmediata que la moderna, y no perdemos de vista que el productor no se encontraba todavía, como ocurre más tarde, enfrentado con un mercado completamente desconocido e indeterminado. Esta característica del modo de producción “urbano” repercute, desde luego, también en el arte, y produce, por una parte, en oposición al período románico, una mayor independencia del artista, pero, por otra, a diferencia de lo que ha ocurrido en la época moderna, no permite la aparición del artista desconocido, ajeno al público, que crea en el vacío de la intemporalidad.
El “riesgo del capital”, que constituye la verdadera diferencia entre la producción por encargo y la destinada al almacenamiento, lo corre todavía casi sólo el comerciante, que depende en grado extremo de los azares de un mercado incalculable. El comerciante representa el espíritu de la economía monetaria en su forma más pura y es el tipo más progresivo de la sociedad moderna, orientada al beneficio y a la ganancia. A él hay que atribuir ante todo que, junto a la propiedad territorial, única forma de riqueza hasta entonces, surja una nueva manera de enriquecimiento: el capital móvil del negocio. Hasta entonces los metales nobles eran atesorados casi sólo en la forma de objetos de uso, es decir, de copas y bandejas de oro y plata. El poco dinero acuñado que existía, y que estaba generalmente en posesión de la Iglesia, no circulaba; nadie pensaba en absoluto en hacerlo producir. Los monasterios, que fueron los precursores de la economía racional, prestaban dinero a alto interés[129], pero éstos eran sólo negocios ocasionales. El capital financiero, en la medida en que puede hablarse de él en la Alta Edad Media, era estéril. Fue el comercio el primero en poner de nuevo en movimiento el capital estéril y muerto. Por él, el dinero se convierte no sólo en el medio general de cambio y pago, no sólo en la forma favorita de la acumulación de fortuna, sino que comienza también a “trabajar”, se vuelve otra vez productivo. Esto, de una parte, al servir para adquirir materias primas e instrumentos y para hacer posible el almacenamiento de géneros para la especulación; de otra, al servir de base a negocios de crédito y transacciones bancarias. Pero con ello aparecen también los primeros rasgos característicos de la mentalidad capitalista[130]. La movilización de la propiedad, su mayor facilidad para ser cambiada, su transferibilidad y posibilidad de acumularse hacen a los individuos más libres de las dependencias naturales y sociales en que habían nacido. Los individuos ascienden más fácilmente de una clase social a otra y sienten más placer y más ánimo que antes para hacer valer su propia personalidad. El dinero, que hace mensurables, cambiables y abstractos los valores, que despersonaliza y neutraliza la propiedad, hace también que la pertenencia de los individuos a los distintos grupos sociales dependa del factor abstracto e impersonal de su poder financiero, continuamente variable, y con ello elimina fundamentalmente la rígida delimitación de las castas sociales. El prestigio social que se rige por el dinero que se posee, va en general ligado a la nivelación de las gentes, convertidas en meros competidores económicos. Y como la adquisición del dinero depende de aptitudes puramente personales —inteligencia, aptitud para los negocios, sentido de la realidad, habilidad en las combinaciones— y no del nacimiento, la clase y los privilegios, el individuo adquiere cada vez más por sí mismo el valor que ha perdido al pertenecer a una determinada capa social. Ahora son las cualidades intelectuales, y no las irracionales del nacimiento y de la educación, las que confieren el prestigio.
La economía monetaria de las ciudades amenaza con causar la ruina a todo el sistema económico feudal Cada predio feudal era, como ya sabemos, una economía sin mercados que, a causa de la invendibilidad de sus productos, se limitaba a producir para sus propias necesidades. Pero tan pronto como surgió una posibilidad de valorizar los productos sobrantes, la economía improductiva, sin ambiciones, tradicionalista, adquirió nueva vida. Se dio el paso hacia métodos de producción más intensivos y racionales, y todo fue orientado a producir más de lo que se necesitaba. Como la participación de los propietarios en los productos de sus bienes estaba más o menos limitada por la tradición y la costumbre, el exceso de producción beneficiaba, en primer lugar, a los campesinos. Mientras tanto, la necesidad de dinero aumentaba en los señores de día en día, y no sólo a consecuencia de la subida de precios, que iba esencialmente unida al desarrollo del comercio, sino también a consecuencia de la tentadora oferta de artículos siempre nuevos y más caros. Estas exigencias fueron creciendo de manera exorbitante desde fines del siglo XI. El gusto se refinó extraordinariamente en materia de vestidos, armas y vivienda; ahora la gente ya no se conformaba con cosas simples y útiles sin pretensiones; quería que cada artículo de uso fuese un objeto de valor. Siendo estacionaria la renta de la nobleza terrateniente, esta situación produjo dificultades económicas, cuya única solución, por de pronto, fue la colonización de las partes hasta entonces no cultivadas de los terrenos. Los propietarios procuran ante todo arrendar las parcelas disponibles, entre otras aquéllas que habían quedado libres por la huida de los campesinos, y, por otra parte, transformar los antiguos pagos en especie en pagos en dinero. Pues, por un lado, necesitan principalmente dinero, y, por otro, van viendo cada vez más claro que en esta época de racionalismo incipiente la explotación de las tierras mediante siervos muchas veces no es ya rentable. Cada vez se convencen más de que el trabajador libre rinde mucho más que el siervo, y que las gentes toman de mejor gana cargas mayores, pero determinadas de antemano, que cargas indeterminadas, aunque sean en sí menores[131]. Por lo demás, los señores saben muy bien sacar todo el provecho posible a la crítica situación en que se encuentran. Con la liberación de los campesinos no sólo logran arrendatarios que rinden más que rendían los siervos, sino que consiguen además sumas considerables por la concesión de la libertad. Aun así, muchas veces no logran salir de apuros y, para mantenerse al paso de los tiempos, tienen que tomar préstamo sobre préstamo y, al fin, enajenar en partes sus bienes, incluso a los burgueses, deseosos de hacer compras y bien capaces de pagarlas.
Con la adquisición de estos bienes la burguesía pretende ante todo asegurar su posición en la sociedad, que es todavía muy incierta. La propiedad territorial debe servirle como de puente para escalar los estratos más altos de la sociedad. Pues, en esta época, el comerciante o artesano desgajado de la tierra es un fenómeno verdaderamente problemático. Está, en cierto modo, en el medio, entre la nobleza y los campesinos. Por una parte, es libre, como sólo lo es el noble; por otra, es de origen plebeyo, como el último de los villanos. A pesar de su libertad, está incluso, en cierto modo, por debajo del campesino y, a diferencia de éste, es considerado como un desarraigado y un déclassé[132]. En una época en la que la única legitimación válida es la relación personal con la tierra, el burgués vive en un predio que no le pertenece, que no cultiva y que está dispuesto en todo momento a abandonar. Disfruta, desde luego, privilegios que hasta entonces sólo había tenido la nobleza terrateniente, pero debe comparárselos con su dinero. Tiene independencia material y a veces disfruta de un bienestar mayor que muchos de los nobles, pero no sabe gastar la riqueza conforme a las reglas de la vida aristocrática; es un nuevo rico. Despreciado y envidiado por unos y otros, tanto por la nobleza como por los campesinos, ha de pasar mucho tiempo antes de que consiga salir de esta desagradable situación. Hasta el siglo XIII no logra la burguesía ciudadana ser considerada como una clase que, aunque todavía no es plenamente respetable, de alguna manera merece atención. Desde ese momento, como tercer estado, que determinará el curso de la historia moderna y dará su importancia al Occidente, está en la vanguardia de la evolución social. Desde la constitución de la burguesía como clase hasta el fin del antiguo régimen la estructura de la sociedad occidental ya no cambia mucho[133], pero durante ese lapso todos los cambios son debidos a la burguesía.
La consecuencia inmediata de la aparición de una economía urbana y comercial es la tendencia hacia la nivelación de las antiguas diferencias sociales. El dinero, empero, introduce nuevos antagonismos. Al principio el dinero sirve de puente entre las clases que estaban separadas por los privilegios del nacimiento. Después se convierte en medio de diferenciación social y conduce a la división en clases de la misma burguesía, que en los comienzos era todavía unitaria. Los antagonismos de clase de aquí provenientes se sobreponen, cruzan o exacerban las antiguas diferencias. Todas las gentes de la misma profesión o de parecida situación económica —por una parte, los caballeros, los clérigos, los campesinos, los comerciantes y artesanos; por otra, los comerciantes más ricos y los más pobres, los poseedores de talleres grandes y pequeños, los maestros independientes y los oficiales que de ellos dependen— son, de un lado, iguales entre sí en dignidad y en nacimiento, y, de otro, en cambio, se enfrentan como antagonistas implacables. Estos antagonismos de clase poco a poco se van sintiendo con más fuerza que las antiguas distinciones entre los estratos sociales. Por fin, toda la sociedad se encuentra en un estado de fermentación; los antiguos límites se vuelven borrosos, los nuevos se agudizan, pero cambian continuamente. Entre la nobleza y los campesinos no libres se ha intercalado una nueva clase que recibe refuerzos de ambas partes. El abismo existente entre libres y siervos ha perdido su antigua profundidad; los siervos han pasado, en parte, a ser arrendatarios; en parte han huido a la ciudad y se han convertido en jornaleros libres. Por primera vez se encuentran en situación de disponer libremente de sí mismos y hacer contratos de trabajo[134].
La introducción de los jornaleros en dinero, en lugar de los antiguos pagos en especie, trae consigo libertades nuevas completamente inimaginables hasta entonces. Aparte de que ahora el trabajador puede gastar su jornal a capricho —esta ventaja tenía que realzar esencialmente la conciencia de sí mismo—, puede también procurarse más fácilmente que antes tiempo libre y está en condiciones de dedicar sus ocios a lo que le plazca[135]. Las consecuencias de todo esto fueron incalculables en el aspecto cultural, si bien el influjo directo de los elementos plebeyos sólo poco a poco logra imponerse en la cultura y no al mismo tiempo en todos los campos. Aparte de ciertos géneros literarios, como, por ejemplo, el fabliau, la poesía sigue estando exclusivamente dirigida a las clases más altas. Existen, desde luego, poetas de origen burgués, y precisamente en las cortes, pero en la mayoría de los casos no son más que los portavoces de la caballería y los representantes del gusto aristocrático. El burgués aislado apenas cuenta nada como patrono comprador de obras de las artes figurativas, pero la producción de tales obras está casi por completo en manos de artistas y artesanos burueses. Y, corporativamente, en cuanto municipio, la burguesía tiene también como “público” un peso importante en el arte, es decir, en la disposición de la forma de las iglesias y de las construcciones municipales monumentales.
El arte de las catedrales góticas es urbano y burgués; lo es, en primer lugar, en contraposición al románico, que era un arte monástico y aristocrático; lo es también en el sentido de que los laicos tienen un papel cada vez mayor en la construcción de las grandes catedrales y, por consiguiente, disminuye en proporción la influencia artística del clero[136]; finalmente, porque estas construcciones de iglesias son inimaginables sin la riqueza de las ciudades y porque ningún príncipe eclesiástico hubiera podido sufragarlas con sólo sus medios. Pero no sólo el arte de las catedrales delata las huellas de la mentalidad burguesa, sino que toda la cultura caballeresca es, en cierto modo, un compromiso entre el antiguo sentimiento feudal y jerárquico de la vida y la nueva actitud burguesa y liberal. El influjo de la burguesía se expresa de la manera más sorprendente en la secularización de la cultura. El arte no es ya el lenguaje misterioso de una pequeña capa de iniciados, sino un modo de expresión comprendido casi por todos. El cristianismo no es ya una pura religión de clérigos, sino que se va convirtiendo, cada vez de manera más decidida, en una religión popular. En lugar de los elementos rituales y dogmáticos pasa a ocupar el primer plano su contenido moral[137]. La religión se hace más humana y más emocional. También en la tolerancia para con el “noble pagano” —fenómeno que es uno de los pocos efectos tangibles de las Cruzadas— se expresa la nueva religiosidad, más libre, pero más íntima, de la época. La mística, las Ordenes mendicantes y las herejías del siglo XII son otros tantos síntomas del mismo proceso.
La secularización de la cultura se debe, en primer lugar, a la existencia de la ciudad como centro comercial. En la ciudad, a la que acuden gentes de todas partes y donde los comerciantes de países lejanos y aún exóticos intercambian sus géneros y también sus ideas, se realiza un intercambio intelectual que tuvo que ser desconocido a toda la Alta Edad Media. Con el tráfico internacional florece también el comercio artístico[138]. Hasta entonces el cambio de propiedad de las obras de arte, ante todo de manuscritos miniados y de productos de las artes industriales, se había realizado en forma de regalos ocasionales o mediante ejecución de encargos directos especiales. A veces objetos artísticos pasaban de un país a otro mediante simple sustracción. Así, por ejemplo, trasladó Carlomagno columnas y otras partes de edificios de Rávena a Aquisgrán. Desde el siglo XII se establece un comercio más o menos regular de arte entre Oriente y Occidente, Mediodía y Norte, en el cual la parte septentrional del Occidente se limita casi por completo a importar. En todos los terrenos de la vida se puede observar un universalismo, una tendencia internacional y cosmopolita que remplaza el viejo particularismo. En contraste con la estabilidad de la Alta Edad Media, una gran parte de la población se halla ahora en constante movimiento: los caballeros emprenden cruzadas, los creyentes realizan peregrinaciones, los comerciantes viajan de una ciudad a otra, los campesinos abandonan su gleba, los artesanos y artistas van de logia en logia, los maestros escolares se trasladan de Universidad en Universidad, y entre los estudiantes vagabundos surge ya algo así como un romanticismo apicarado.
Aparte de que el trato entre gentes de diversas tradiciones y costumbres suele traer consigo el debilitamiento de las tradiciones, creencias y hábitos mentales de una y otra parte, la educación que necesitaba ahora un comerciante era tal, que había de conducir necesariamente a la progresiva emancipación de la tutela espiritual de la Iglesia. Es verdad que al menos al principio los conocimientos que presuponía el ejercicio del comercio —escribir, leer y contar— eran suministrados por clérigos, pero nada tenían que ver con la educación de los clérigos, ni con la gramática latina y la retórica. El comercio con el exterior exigía incluso algún conocimiento de lenguas, pero no de latín. La consecuencia fue que por todas partes la lengua vulgar logró acceso a las escuelas de latín, que ya en el siglo XII existían en todas las grandes ciudades[139]. La enseñanza de la lengua vulgar trajo consigo la desaparición del monopolio educativo de los eclesiásticos y la secularización de la cultura, y finalmente condujo a que en el siglo XIII hubiera ya seglares cultos que no sabían latín[140].
El cambio de estructura social del siglo XII reposa en último extremo en el hecho de que las clases profesionales se sobreponen a las clases de nacimiento. También la caballería es una institución profesional, si bien después se convierte en una clase hereditaria. Primitivamente no es más que una clase de guerreros profesionales, y comprende en sí elementos del más vario origen. En los primeros tiempos también los príncipes y barones, los condes y los grandes terratenientes habían sido guerreros, y fueron premiados con sus propiedades ante todo por la prestación de servicios militares. Pero entre tanto aquellas donaciones habían perdido sus efectos obligatorios, y el número de los señores miembros de la antigua nobleza adiestrados en la guerra se redujo tanto, o era ya tan pequeño desde el principio, que no bastaba para atender las exigencias de las interminables guerras y luchas. El que quería ahora hacer la guerra —¿y cuál de los señores no la quería?— debía asegurarse el apoyo de una fuerza más digna de confianza y más numerosa que la antigua leva. La caballería, en gran parte salida de las filas de los ministeriales, se convirtió en este nuevo elemento militar. La gente que encontramos al servicio de cada uno de los grandes señores comprendía los administradores de fincas y propiedades, los funcionarios de la corte, los directores de los talleres del feudo y los miembros de la comitiva y de la guardia, principalmente escuderos, palafreneros y suboficiales. De esta última categoría procedió la mayor parte de la caballería. Casi todos los caballeros eran, por tanto, de origen servil. El elemento libre de la caballería, bien distinto de los ministeriales, estaba integrado por descendientes de la antigua clase militar, los cuales, o no habían poseído jamás un feudo, o habían descendido nuevamente a la categoría de simples mercenarios. Pero los ministeriales formaban por lo menos las tres cuartas partes de la caballería[141], y la minoría restante no se distinguía de ellos, pues la conciencia de clase caballeresca no se dio ni entre los guerreros libres ni entre los serviles hasta que se concedió la nobleza a los miembros de la comitiva. En aquel tiempo sólo existía una frontera precisa entre los terratenientes y los campesinos, entre los ricos y la “gente pobre”, y el criterio de nobleza no se apoyaba en determinaciones jurídicas codificadas, sino en un estilo de vida nobiliario[142]. En este aspecto no existía diferencia alguna entre los acompañantes libres o serviles del noble señor; hasta la constitución de la caballería ambos grupos formaban, meramente parte de la comitiva.
Tanto los príncipes como los grandes propietarios necesitaban guerreros a caballo y vasallos leales; pero éstos, teniendo en cuenta la economía natural, entonces dominante, no podían ser recompensados más que con feudos. Lo mismo los príncipes que los grandes propietarios estaban dispuestos en todo caso a conceder todas aquellas partes de sus posesiones de que pudieran prescindir con tal de aumentar el número de sus vasallos. Las concesiones de tales feudos en pago de servicios comienzan en el siglo XI; en el siglo XIII el apetito de los miembros del séquito de poseer tales propiedades en feudo está ya suficientemente saciado. La capacidad de ser investido con un feudo es el primer paso de los ministeriales hacia el estado nobiliario. Por lo demás, se repite aquí el conocido proceso de la formación de la nobleza. Los guerreros, por servicios prestados o que han de prestar, reciben para su mantenimiento bienes territoriales; al principio no pueden disponer de estas propiedades de manera completamente libre[143], pero más tarde el feudo se hace hereditario y el poseedor del feudo se independiza del señor feudal. Al hacerse hereditarios los bienes feudales, la clase profesional de los hombres de la comitiva se transforma en la clase hereditaria de los caballeros. Sin embargo, siguen siendo, aun después de su acceso al estado nobiliario, una nobleza de segunda fila, una baja nobleza que conserva siempre un aire servil frente a la alta aristocracia. Estos nuevos nobles no se sienten en modo alguno rivales de sus señores, en contraste con los miembros de la antigua nobleza feudal, que son todos en potencia pretendientes a la Corona y representan un peligro constante para los príncipes. Los caballeros, a lo sumo, pasan a servir al partido enemigo si se les da una buena recompensa. Su inconstancia explica el lugar preeminente que se concedía a la fidelidad del vasallo en el sistema ético de la caballería.
El hecho de que las barreras de la nobleza se abran y que el pobre diablo integrante de una comitiva que posee un pequeño señorío pertenezca en lo sucesivo a la misma clase caballeresca que su rico y poderoso señor feudal, constituye la gran novedad de la historia social de la época. Los ministeriales de ayer, que estaban en un escalón social más bajo que los labradores libres, son ahora ennoblecidos y pasan de uno de los hemisferios del mundo medieval —el de los que no tienen derecho alguno— al otro, al hemisferio ambicionado por todos, al hemisferio de los privilegiados. Considerando desde esta perspectiva, el nacimiento de la nobleza caballeresca aparece simplemente como un aspecto del movimiento general de la sociedad, de la aspiración general a elevarse, aspiración que transforma a los esclavos en burgueses y a los siervos de la gleba en jornaleros libres y arrendatarios independientes.
Si, como parece, los ministeriales constituyeron efectivamente la inmensa mayoría de la caballería, en la mentalidad de esta clase tuvo que influir el carácter social y el contenido de toda la cultura caballeresca[144]. A finales del siglo XII y principios del XIII la caballería comienza a convertirse en un grupo cerrado, inaccesible desde fuera. En lo sucesivo, solamente los hijos de caballeros pueden llegar a ser caballeros. Ahora no son suficientes, para ser considerado noble, ni la capacidad de recibir un feudo ni el elevado estilo de vida; se precisan ya unas condiciones estrictas y todo el ritual necesario para ser investido solemnemente con la condición de caballero[145]. El acceso a la nobleza queda nuevamente entorpecido, y probablemente no nos equivocamos al suponer que fueron precisamente los nuevos flamantes caballeros los que defendieron más tenazmente este exclusivismo. De cualquier modo, el momento en que la caballería se convierte en una casta guerrera hereditaria y exclusiva es uno de los momentos decisivos en la historia de la nobleza medieval e, indudablemente, el más importante de la historia de la caballería. Ello es así no sólo porque de ahora en adelante la caballería forma parte integrante de la nobleza, y además la mayoría absoluta, sino también porque ahora por primera vez el ideal de clase caballeresca, la conciencia y la ideología de clase de la nobleza se perfeccionan, y ello precisamente por obra de los caballeros. En cualquier caso, es ahora cuando los principios de conducta y el sistema ético de la nobleza adquieren aquella claridad y aquella intransigencia que nos son conocidos por la épica y la lírica caballerescas.
Es un fenómeno bien conocido, que se repite frecuentemente en la historia de las clases sociales, el que los nuevos miembros de una clase privilegiada son, en sus opiniones sobre la cuestión de los principios de clase, más rigoristas que los viejos representantes de la clase y poseen de las ideas que integran el grupo y lo distinguen de otros una conciencia más fuerte que aquellos que han crecido en estas ideas. El homo novus tiende siempre a compensar con creces su propio sentimiento de inferioridad y le gusta hacer hincapié en los presupuestos morales de los privilegios que disfruta. Así ocurre también en este caso. La nueva caballería procedente de los ministeriales es, en las cuestiones que atañen al honor de clase, más rígida e intolerante que la vieja aristocracia de nacimiento. Lo que para ésta aparece como natural y obvio se convierte para los recientemente ennoblecidos en un hecho notable y un problema, y el sentimiento de pertenecer a la clase dominante, del que la vieja nobleza no tiene ya conciencia, constituye para ellos una nueva y gran experiencia[146]. Allí donde el aristócrata de viejo cuño obra de manera casi instintiva y con naturalidad absoluta, el caballero entrevé una tarea especial, una dificultad, la ocasión de realizar un acto heroico y la necesidad de vencerse a sí mismo; entrevé, pues, algo insólito y no natural. E incluso allí donde el gran señor de cuna considera que no vale la pena distinguirse de los demás, el caballero exige de sus compañeros de clase que se distingan a toda costa de los comunes mortales.
El idealismo romántico y el reflexivo heroísmo “sentimental” de la caballería son un idealismo y un heroísmo de “segunda mano” y tienen su origen, sobre todo, en la ambición y en la premeditación con que la nueva nobleza desarrolla su concepto del honor de clase. Todo su celo es, simplemente, un signo de inseguridad y de debilidad, que la vieja nobleza no conoce, o por lo menos no conoció hasta que sufrió la influencia de la nueva caballería, íntimamente insegura. La falta de estabilidad de la caballería se manifiesta de la manera más expresiva en la ambigüedad de sus relaciones con las formas convencionales de la conducta de la nobleza. De un lado, se aferra a sus superficialidades y exaspera el formalismo de las reglas de conducta aristocráticas, y, de otro, coloca la íntima nobleza de ánimo por encima de la nobleza externa, meramente formal, de nacimiento y del estilo de vida. En su sentimiento de subordinación exagera el valor de las meras formas, pero en su conciencia de que hay virtudes y habilidades que posee en tanta o mayor medida que la vieja aristocracia, rebaja de nuevo el valor de estas formas y de la nobleza de nacimiento.
La exaltación de los sentimientos nobles sobre el origen noble es, al mismo tiempo, un signo de la total cristianización de los guerreros feudales; ésta es resultado de una evolución que conduce, de los toscos hombres de armas de la era de las invasiones, al caballero de Dios de la Plena Edad Media. La Iglesia fomentó con todos los medios a su alcance la formación de la nueva nobleza caballeresca, consolidó su importancia social mediante la consagración que le confería, le confió la salvaguardia de los débiles y los oprimidos y la convirtió en campeona de Cristo, con lo cual la elevó a una especie de dignidad religiosa. El verdadero propósito de la Iglesia era, evidentemente, encauzar el proceso de secularización que partía de la ciudad y que se encontraba en peligro de ser acelerado por los caballeros, en su mayor parte pobres y carentes relativamente de vínculos tradicionales. Pero las tendencias mundanas eran tan fuertes en la caballería que, de hecho, la doctrina de la Iglesia, a pesar de los premios a la ortodoxia, llegó a lo sumo a soluciones de compromiso. Todas las creaciones culturales de la caballería, tanto su sistema ético como su nueva concepción del amor y su poesía, de ella derivada, muestran el mismo antagonismo entre tendencias mundanas y supramundanas, sensuales y espirituales.
El sistema de las virtudes caballerescas, lo mismo que la ética de la aristocracia griega, está en su totalidad impregnado del sentimiento de la χαλοχάγαθία. Ninguna de las virtudes caballerescas se puede conseguir sin fuerza corporal y ejercicio físico, y mucho menos, como ocurría con las virtudes del cristianismo primitivo, en oposición a estos valores. En las diversas partes del sistema, que, bien considerado, comprende las virtudes que podríamos llamar estoicas, caballerescas, heroicas y aristocráticas (en el estricto sentido de la palabra), el valor de las dotes físicas y espirituales es distinto, efectivamente, pero en ninguna de estas categorías pierde lo físico enteramente su significación. El primer grupo contiene esencialmente, como, por lo demás, se ha dicho también de todo el sistema[147], los conocidos principios morales antiguos en forma cristianizada. Fortaleza de ánimo, perseverancia, moderación y dominio de sí mismo constituían ya los conceptos fundamentales de la ética aristotélica, y después, en forma más rígida, de la estoica. La caballería las ha tomado simplemente de la Antigüedad clásica, principalmente a través de la literatura latina de la Edad Media. Las virtudes heroicas —sobre todo el desprecio del peligro, del dolor y de la muerte, la observancia absoluta de la fidelidad y el afán de gloria y honor— eran ya altamente apreciadas en los primeros tiempos feudales. La ética caballeresca no ha hecho otra cosa que suavizar el ideal heroico de aquella época y revestirlo con nuevos rasgos sentimentales, pero ha mantenido sus principios. La nueva actitud frente a la vida se expresa, en su forma más pura e inmediata, en las virtudes propiamente “caballerescas” y “señoriales”: de un lado, la generosidad para con el vencido, la protección al débil y el respeto a las mujeres, la cortesía y la galantería; de otro, las cualidades que son características también del caballero en el sentido moderno de la palabra: la liberalidad y el desinterés, el desprecio del provecho y las ventajas, la corrección deportiva y el mantenimiento a toda costa del propio decoro.
Sin duda la moral caballeresca de aquel tiempo no era seguramente independiente por completo de la mentalidad de la burguesía emancipada; pero, a través del culto a las nobles virtudes citadas, se opone abiertamente, sobre todo, al espíritu de lucro de la burguesía. La caballería siente amenazada su existencia material por la economía monetaria burguesa y se revuelve con odio y desprecio contra el racionalismo económico, contra el cálculo y la especulación, el ahorro y el regateo de los comerciantes. Su estilo de vida, inspirado en el principio de noblesse oblige, en su prodigalidad, en su gusto por las ceremonias, en su desprecio de todo trabajo manual y de toda actividad regular de lucro, es totalmente antiburgués.
Mucho más difícil que el análisis histórico del sistema ético caballeresco es la filiación de las otras dos grandes creaciones culturales de la caballería: el nuevo ideal amoroso y la nueva lírica en que éste se expresa. Es evidente, de antemano, que estos dos productos culturales están en estrecha conexión con la vida cortesana. Las cortes son no solamente el telón de fondo en que se desarrollan, sino también el terreno de que brotan. Pero esta vez no son las cortes reales, sino las pequeñas cortes y las gentes que rodean a los príncipes y señores feudales las que determinan su desarrollo. Este marco más modesto es el que explica, sobre todo, el carácter relativamente más libre, individual y vario de la cultura caballeresca. Todo es aquí menos solemne y menos protocolario, todo es incomparablemente más libre y elástico que en las cortes reales, que constituían en épocas anteriores los centros de la cultura. Naturalmente, también en estas pequeñas cortes existen todavía bastantes estrechos convencionalismos. Cortesano y convencional fueron siempre y son todavía términos equivalentes, pues corresponde a la esencia de la cultura cortesana señalar caminos experimentados y poner fronteras al individualismo arbitrario y rebelde a las formas. También los representantes de esta cultura cortesana más libre deben su especial posición no a peculiaridades que los distinguen de los restantes miembros de la corte, sino a lo que tienen de común con ellos. Ser original significa en este mundo dominado por las formas ser descortés, y esto es inadmisible[148]. Pertenecer al círculo cortesano constituye, de por sí, el premio más alto y el más elevado honor; jactarse de la propia originalidad equivale a despreciar este privilegio. De esta manera, toda la cultura de la época permanece ligada a convencionalismos más o menos rígidos. Lo mismo que se estilizan las buenas maneras, la expresión de los sentimientos e incluso los sentimientos mismos, se estilizan también las formas de la poesía y del arte, las representaciones de la naturaleza y los tropos de la lírica, la “curva gótica” y la sonrisa gentil de las estatuas.
La cultura de la caballería medieval es la primera forma moderna de una cultura basada en la organización de la corte, la primera en la que existe una auténtica comunión espiritual entre el príncipe, los cortesanos y el poeta. Las “cortes de las musas” no sirven ahora sólo a la propaganda de los príncipes, no son simplemente instituciones culturales subvencionadas por los señores, sino organismos complejos en los que aquellos que crean las bellas formas de vida y aquellos que las ponen en práctica, tienden al mismo fin. Pero semejante comunión solamente es posible donde el acceso a las altas capas de la sociedad está abierto para los poetas procedentes de los estratos inferiores, donde entre el poeta y su público existe una amplia semejanza en su forma de vida —semejanza inconcebible según los conceptos anteriores—, y donde cortesanía y falta de cortesanía no sólo significan una diferencia de clases, sino también de educación, y donde no se es de antemano cortés por nacimiento y rango, sino que se llega a serlo por educación y carácter. Es evidente que semejante tabla de valores fue establecida originariamente por una “nobleza profesional” que recordaba todavía cómo había llegado a la posesión de sus privilegios, y no por una nobleza hereditaria que los había poseído desde tiempo inmemorial,[149]. Pero al evolucionar la χαλοχάγαθία caballeresca, es decir, al aparecer el nuevo concepto de la cultura, según el cual los valores estéticos e intelectuales “valen” al mismo tiempo, como valores morales y sociales, surge un nuevo abismo entre la educación secular y la educación clerical. La función de guía, principalmente en la poesía, pasa del clero, que es unilateral espiritualmente, a la caballería. La literatura monacal pierde su papel de guía en la evolución histórica y el monje deja de ser la figura representativa de la época. Su figura típica es ahora el caballero, tal como se le representa en el Caballero de Bamberg, noble, orgulloso, despierto, perfecta expresión de la cultura física y espiritual.
La cultura cortesana medieval se distingue de toda otra cultura cortesana anterior —e incluso de la de las cortes reales helenísticas, ya fuertemente influidas por la mujer[150]— en que es una cultura específicamente femenina. Es femenina no sólo en cuanto que las mujeres intervienen en la vida intelectual de la corte y contribuyen a la orientación de la poesía, sino, también, porque en muchos aspectos los hombres piensan y sienten de manera femenina. En contraste con los antiguos poemas heroicos e incluso con las chansons de geste francesas, que estaban destinadas a un auditorio de hombres, la poesía amorosa provenzal y las novelas bretonas del ciclo del rey Artús se dirigen, en primer lugar, a las mujeres[151]. Leonor de Aquitania, María de Champaña, Ermengarda de Narbona, o como quiera que se llamen las protectoras de los poetas, no son solamente grandes damas que tienen sus “salones” literarios, no son sólo expertas de las que los poetas reciben estímulos decisivos, sino que son ellas mismas las que hablan frecuentemente por boca del poeta.
Y no está dicho todo con decir que los hombres deben a las mujeres su formación estética y moral, y que las mujeres son la fuente, el argumento y el público de la poesía. Los poetas no sólo se dirigen a las mujeres, sino que ven también el mundo a través de los ojos de ellas. La mujer, que en los tiempos antiguos era simplemente propiedad del hombre, botín de guerra, motivo de disputa, esclava, y cuyo destino estaba sujeto aún en la Alta Edad Media al arbitrio de la familia y de su señor, adquiere ahora un valor incomprensible a primera vista. Pues aunque la superior educación de la mujer se pueda explicar por el hecho de que el hombre se veía obligado a ocuparse constantemente en el quehacer guerrero y por la progresiva secularización de la cultura, quedaría todavía por explicar cómo la mera educación disfruta de una consideración tan alta que las mujeres dominan por medio de ella la sociedad. Tampoco la nueva jurisprudencia, que en determinados casos prevé la sucesión en el trono de las hijas y el traspaso de grandes feudos a manos de mujeres, y que puede haber contribuido, en general, al elevado prestigio del sexo femenino[152], ofrece una explicación completamente satisfactoria. Finalmente, la concepción caballeresca del amor no puede ser propuesta como una explicación, pues no es la premisa, sino justamente un síntoma de la nueva posición que la mujer ocupa en la sociedad.
La poesía caballeresca cortesana no ha descubierto el amor, pero le ha dado un sentido nuevo. En la antigua literatura greco-romana, especialmente desde finales del período clásico, el motivo amoroso ocupa ciertamente cada vez más espacio, pero nunca consiguió la significación que posee en la poesía cortesana de la Edad Media[153]. La acción de la Ilíada gira en torno a dos mujeres, pero no en torno al amor. Tanto Helena como Briseida hubieran podido ser sustituidas por cualquier otro motivo de disputa sin que la obra se hubiera modificado en lo esencial. Es cierto que en la Odisea el episodio de Nausica tiene un cierto valor emocional por sí mismo, pero es simplemente un episodio aislado, y nada más. La relación del héroe con Penélope está todavía en el plano de la Ilíada; la mujer es un objeto de propiedad y pertenece al ajuar doméstico. Igualmente, los líricos griegos del período preclásico y clásico tratan siempre del amor sexual; pleno de gozo o de dolor, este amor se centra por completo en sí mismo y no ejerce influencia alguna sobre la personalidad como totalidad. Eurípides es el primer poeta en el que el amor se convierte en tema principal de una acción complicada y de un conflicto dramático. De él toma la comedia antigua y nueva este tema, llegándose por este camino a la literatura helenística donde adquiere, sobre todo en Los Argonautas, de Apolonio, determinados rasgos románticos sentimentales. Pero incluso aquí el amor es visto, a lo sumo, como un sentimiento tierno o arrebatadoramente apasionado, pero nunca como principio educativo superior, como fuerza ética y como canal de experiencia de la vida, como ocurre en la poesía de la caballería cortesana. Es sabido cuánto deben Dido y Eneas de Virgilio a los amantes de Apolonio y cuánta significación tienen Medea y Dido, las dos heroínas amorosas más populares de la Antigüedad, para la Edad Media y, a través de ella, para toda la literatura moderna. El helenismo descubrió la fascinación de las historias amorosas y los primeros idilios románticos: las narraciones de Amor y Psique, de Hero y Leandro, de Dafnis y Cloe. Pero, prescindiendo del período helenístico, el amor como motivo romántico no desempeña papel alguno en la literatura hasta la caballería. El tratamiento sentimental de la inclinación amorosa y la tensión que constituye la incertidumbre de si los amantes alcanzan o no la mutua posesión, no fueron efectos poéticos buscados ni en la Antigüedad clásica ni en la Alta Edad Media. En la Antigüedad se tenía preferencia por los mitos y las historias de héroes; en la Alta Edad Media, por las de héroes y de santos; cualquiera que fuese el papel desempeñado por el motivo amoroso en ellas, estaba desprovisto de todo brillo romántico. Incluso los poetas que tomaban en serio el amor participaban, todo lo más, de la opinión de Ovidio, que dice que el amor es una enfermedad que priva del conocimiento, paraliza la voluntad y vuelve al hombre vil y miserable[154].
En contraste con la poesía de la Antigüedad y de la Alta Edad Media, la poesía caballeresca se caracteriza por el hecho de que en ella el amor, a pesar de su espiritualización, no se convierte en un principio filosófico, como en Platón o en el neoplatonismo, sino que conserva su carácter sensual erótico, y precisamente como tal opera el renacimiento de la personalidad moral. En la poesía caballeresca es nuevo el culto consciente del amor, el sentimiento de que debe ser alimentado y cultivado; es nueva la creencia de que el amor es la fuente de toda bondad y toda belleza, y que todo acto torpe, todo sentimiento bajo significa una traición a la amada; son nuevas la ternura e intimidad del sentimiento, la piadosa devoción que el amante experimenta en todo pensamiento acerca de su amada; es nueva la infinita sed de amor, inapagada e inapagable porque es ilimitada; es nueva la felicidad del amor, independiente de la realización del deseo amoroso, y que continúa siendo la suprema beatitud, incluso en el caso del más amargo fracaso; son nuevos, finalmente, el enervamiento y el afeminamiento, causados en el varón por el amor. El hecho de que el varón sea la parte que corteja, que solicita, significa la inversión de las relaciones primitivas entre los sexos. Los períodos arcaicos y heroicos, en los que los botines de esclavas y los raptos de muchachas eran acontecimientos de todos los días, no conocen el cortejo de la mujer por parte del hombre. El cortejar de amores a la mujer está en oposición también al uso del pueblo; en él, son las mujeres y no los hombres las que cantan las canciones de amor[155]. En las chansons de geste son todavía las mujeres las que inician las insinuaciones; sólo a la caballería le parece este comportamiento descortés e inconveniente. Lo cortesano es precisamente el desdeñar por parte de la mujer y el consumirse en el amor por parte del hombre; cortesanos y caballerescos son la infinita paciencia y la absoluta carencia de exigencias en el hombre, el abandono de su voluntad propia y de su propio ser ante la voluntad y el ser superior que es la mujer. Lo cortesano es la resignación ante la inaccesibilidad del objeto adorado, la entrega a la pena del amor, el exhibicionismo y el masoquismo sentimental del hombre. Todas estas cosas, características más tarde del romanticismo amoroso, surgen ahora por vez primera. El amante nostálgico y resignado; el amor que no exige correspondencia y satisfacción, y se exalta más bien por su carácter negativo; el “amor de lo remoto”, que no tiene un objeto tangible y definido: con estas cosas comienza la historia de la poesía moderna.
¿Cómo puede explicarse la aparición de este extraño ideal amoroso, aparentemente inconciliable con el espíritu heroico de la época? ¿Puede entenderse que un señor, un guerrero, un héroe reprima todo su orgullo, toda su impetuosa personalidad y mendigue ante una mujer no ya el amor, sino el favor de poder confesar su propio amor, y esté dispuesto a recibir como pago de su devoción y fidelidad una mirada benévola, una palabra amistosa, una sonrisa? Lo extraño de la situación aumenta por el hecho de que es justamente en la tan rigurosa Edad Media en la que el amante confiesa públicamente su inclinación amorosa, nada casta, por cierto, hacia una mujer casada, y de que esta mujer es habitualmente la esposa de su señor y huésped. Pero el colmo de lo extraño de las relaciones se acrecienta cuando el trovador mísero y vagabundo declara este amor a la mujer de su señor y protector, con la misma franqueza y libertad con que lo haría un noble señor, y pide y espera de ella los mismos favores que pedirían príncipes y caballeros.
Cuando se intenta dar solución a este problema se piensa inmediatamente que la promesa de fidelidad y el vasallaje erótico del hombre expresan simplemente los conceptos jurídicos generales del feudalismo, y que la concepción cortesana caballeresca del amor es sólo la transposición de las relaciones de vasallaje político a las relaciones con la mujer. Esta idea de que la servidumbre de amor es una imitación del vasallaje está indicada ya, efectivamente, en los primeros estudios críticos sobre la poesía trovadoresca[156]. Pero la versión particular según la cual el amor cortesano brota simplemente del servicio, y el vasallaje de amor no es más que una metáfora, es más reciente y la formuló por primera vez Eduard Wechssler[157]. En contraposición con la teoría idealista más antigua sobre el origen del vasallaje, que hacía derivar el factor social del ético y condicionaba la aparición del vínculo feudal no sólo a la inclinación personal del señor hacia el vasallo, sino también a la confianza y la inclinación del vasallo hacia su señor[158], la tesis de Wechssler parte del supuesto de que el “amor”, tanto al señor como a la señora, no es otra cosa que la sublimación de su subordinación social. Según esta teoría, la canción amorosa es, simplemente, la expresión del homenaje del vasallo y no es otra cosa que una forma de panegírico político[159]. Efectivamente, la poesía amorosa caballeresca cortesana toma prestadas de la ética feudal no sólo sus formas expresivas, sus imágenes y sus símiles, y el trovador no se declara únicamente siervo devoto y vasallo fiel de la mujer amada, sino que lleva la metáfora hasta el extremo de que él, a su vez, quiere hacer valer sus derechos de vasallo y reclama igualmente fidelidad, favor, protección y ayuda. Es claro que tales pretensiones son simplemente fórmulas convencionales cortesanas.
Se ha dicho que la transferencia de la canción de homenaje desde el señor a la señora se debió, sobre todo, a las largas y repetidas ausencias de los príncipes y barones, complicados en sus correrías guerreras, de sus cortes y ciudades, ausencias en las que el poder feudal era ejercicio por las mujeres. Nada era más natural que el que los poetas que estaban al servicio de tales cortes cantaran en forma cada vez más galante las alabanzas de la señora buscando halagar así la vanidad femenina. La tesis de Wechssler, de que todo el servicio a la dama, o sea, todo el culto cortesano del amor y las formas galantes de la lírica amorosa caballeresca no son realmente obra de los hombres, sino de las mujeres, y que los hombres sólo sirven de instrumento a las mujeres, no se debe rechazar totalmente. El argumento de más peso que se ha opuesto a las teorías de Wechssler es que precisamente el trovador más antiguo, el primero que presentó su declaración de amor como fidelidad de vasallo, el conde Guillermo IX de Poitiers, no era un vasallo, sino un príncipe poderoso. La objeción no es del todo convincente, pues la declaración de vasallaje que en el conde de Poitiers puede haber sido, efectivamente, nada más que una idea práctica, en la mayoría de los trovadores posteriores pudo, o más bien, tuvo que apoyarse en hechos reales. Sin estos fundamentos reales, el hallazgo poético (que, por otra parte, ya en su creador estaba condicionado, si no por circunstancias personales, sí por las condiciones generales de la época) no hubiera podido difundirse tanto y mantenerse tan largo tiempo.
De todas maneras, el modo de expresión de la poesía amorosa caballeresca, se refiera a relaciones auténticas o a relaciones ficticias, aparece, desde el primer momento, como un rígido convencionalismo literario. La lírica trovadora es una “poesía de sociedad”, en la que incluso la experiencia real debe encubrirse con las formas rígidas de la moda imperante. Todas las composiciones cantan a la mujer amada en la misma forma, dotada de las mismas gracias, y la representación como encarnación de las mismas virtudes e idéntica belleza; todas las composiciones están integradas por las mismas retóricas, como si todas fueran obra de un solo poeta[160]. El poder de esta moda literaria es tan grande y los convencionalismos cortesanos tan inevitables, que con frecuencia se tiene la impresión de que el poeta no se refería a una mujer determinada, individualmente caracterizable, sino a una imagen ideal abstracta, y que su sentimiento está inspirado, más que por una criatura viva, por un modelo literario. Esta fue, sin duda, la impresión que principalmente indujo a Wechssler a explicar todo el amor cortesano caballeresco como una ficción y a decir que sólo en casos excepcionales había en los sentimientos descritos en la poesía amorosa una experiencia vivida. En su opinión, lo único real era el elogio de la dama, porque, en la mayoría de los casos, la inclinación amorosa del poeta era sólo una ficción convencional y una fórmula estereotipada de alabanza. Las damas querían ser cantadas y alabadas también por su belleza, pero a nadie le importaba la autenticidad del amor inspirado por esta belleza. El tono sentimental del requerimiento amoroso era “ilusión consciente”, juego de sociedad convenido, convencionalismo vacío. Wechssler sostiene que la descripción de auténticos y poderosos sentimientos no hubiera sido grata ni a la señora ni a la sociedad cortesana, pues hubiera ofendido los preceptos del pudor y la contención[161]. Según él, no se puede hablar en absoluto de que la señora correspondiese al amor del trovador, pues, aparte de la diferencia de clase entre la dama y el cantor, la sola apariencia de adulterio hubiera sido duramente castigada por el marido[162]. En la mayoría de los casos, la declaración de amor era para el poeta sólo un pretexto para lamentarse de la crueldad de la dama cantada; pero el reproche mismo era, en realidad, interpretado como un elogio y debía dar testimonio de la conducta irreprochable de la señora[163].
Para demostrar lo insostenible de esta teoría de Wechssler se ha recordado el alto valor artístico de la lírica amorosa y se ha acudido, a la manera de la vieja escuela, al argumento de la autenticidad y de la sinceridad de todo arte verdadero. Pero la cualidad estética e incluso el valor sentimental de una obra de arte están más allá de los criterios de autenticidad o inautenticidad, de espontaneidad o artificio, de experiencia viva o libresca. En ningún caso puede afirmarse propiamente qué es lo que el artista ha sentido realmente, ni si el sentimiento del sujeto receptor corresponde realmente al del sujeto creador. Se dice también que la lírica amorosa no hubiera podido interesar a un público tan amplio si, como afirma Wechssler, no hubiera consistido más que en adulaciones pagadas[164]. Con ello, se menosprecia el poder de la moda en una sociedad cortesana dominada por los convencionalismos, sociedad que, por lo demás, aunque existía en todos los países del Occidente culto, no formaba en parte alguna un público “amplio”. En sí, ni el valor artístico ni el éxito de público de la poesía cortesana caballeresca son argumentos contra su carácter ficticio. Con todo, no puede aceptarse sin limitaciones la teoría de Wechssler. El amor caballeresco no es, seguramente, más que una variante de las relaciones de vasallaje, y, como tal, “insincero”, pero no es una ficción consciente ni una mascarada intencionada. Su núcleo erótico es auténtico, aunque se disfrace. El concepto del amor y la poesía amorosa de los trovadores fueron demasiado duraderos para tratarse de una mera ficción. La expresión de un sentimiento ficticio no carece de “antecedentes” en la historia de la literatura, como se ha observado[165]; pero el mantenimiento de semejante ficción a lo largo de generaciones si carece de ellos.
Si bien la relación de vasallaje domina toda la estructura social de la época, el hecho de que súbitamente este tema absorbiese todo el contenido sentimental de la poesía para revestirlo con sus formas sería inexplicable sin la elevación de los ministeriales al estado caballeresco y sin la nueva posición elevada del poeta en la corte. Las circunstancias económicas y sociales de la caballería —en trance de constitución y en parte desprovista de medios— y la función de este heterogéneo grupo social como fermento de la evolución ayudan a comprender tanto la nueva concepción del amor como la estructura jurídica general del feudalismo. Había muchos caballeros que lo eran por nacimiento, a los que, por ser hijos segundones, no alcanzaba el feudo paterno y andaban por el mundo sin recursos, muchas veces ganándose la vida como cantores errantes o intentando conseguir, donde era posible, un puesto estable en la corte de un gran señor[166]. Una gran parte de los trovadores y de los Minnesänger era de origen humilde, pero, dado que un juglar bien dotado que contase con un noble protector podía alcanzar fácilmente el estado caballeresco, la diferencia de origen no tenía gran importancia. Este elemento, en parte empobrecido y desarraigado y en parte de origen humilde, es por naturaleza el representante más avanzado de la cultura caballeresca. Como consecuencia de su pobreza y su condición de desarraigados, se sentían más libres de toda clase de trabas que la vieja nobleza feudal, y podían, sin peligro de perder su prestigio, atreverse a propugnar innovaciones contra las cuales se hubieran levantado innumerables objeciones en una clase fuertemente arraigada. El nuevo culto del amor y el cultivo de la nueva poesía sentimental fueron en su mayor parte obra de este elemento relativamente flotante en la sociedad[167]. Ellos fueron los que en forma de canción amorosa formularon de manera cortesana, pero no totalmente ficticia, su homenaje a la dama y colocaron el servicio de la mujer al lado del servicio del señor; y ellos fueron quienes interpretaron la fidelidad del vasallo como amor y el amor como fidelidad de vasallo. En esta transposición de la situación económica y social a las formas eróticas del amor actuaron también, indudablemente, motivos psicológico-sexuales, pero incluso éstos estaban condicionados sociológicamente.
En todas partes, en las cortes y en los castillos, hay muchos hombres y muy pocas mujeres. Los hombres del séquito, que viven en la corte del señor, son generalmente solteros. Las doncellas de las familias nobles se educan en los conventos y apenas si se consigue verlas. La princesa o la castellana constituye el centro del círculo, y todo gira en torno a ella. Los caballeros y los cantores cortesanos rinden todos homenaje a esta dama noble y culta, rica y poderosa, y, con mucha frecuencia, joven y bella. El contacto diario, en un mundo cerrado y aislado, de un grupo de hombres jóvenes y solteros con una mujer deseable en tantos aspectos, las ternuras conyugales que ellos debían involuntariamente presenciar, y el pensamiento siempre presente de que la mujer pertenece por completo a uno y sólo a uno, tenían que suscitar en este mundo aislado una elevada tensión erótica que, dado que en la mayoría de los casos no podía hallar otra satisfacción, encontraba expresión en la forma sublimada del enamoramiento cortesano.
El comienzo de este nervioso erotismo data del momento en que muchos de estos jóvenes que viven en torno a la señora han llegado de niños a la corte y a la casa y han permanecido bajo la influencia de esta mujer durante los años más importantes para el desarrollo de un muchacho[168]. Todo el sistema de la educación caballeresca favorece el nacimiento de fuertes vínculos eróticos. Hasta los catorce años el muchacho está guiado exclusivamente por la mujer. Después de los años de la infancia, que pasa bajo la protección de su madre, es la señora de la corte la que vigila su educación. Durante siete años está al servicio de esta mujer, la sirve en casa, la acompaña en sus salidas, y es ella quien le introduce en el arte de los modales, de las costumbres y de las ceremonias cortesanas. Todo el entusiasmo del adolescente se concentra sobre esta mujer, y su fantasía configura la forma ideal del amor a imagen suya.
El potente idealismo del amor cortesano caballeresco no puede engañarnos sobre su latente sensualismo ni impedirnos conocer que su origen no es otro que la rebelión contra el mandamiento religioso de la continencia. El éxito de la Iglesia en su lucha contra el amor físico queda siempre bastante lejos de su ideal[169]. Pero ahora, al volverse fluctuantes las fronteras entre los grupos sociales, y con ellas los criterios de los valores morales, la sensualidad reprimida irrumpe con violencia redoblada e inunda no sólo las formas de vida de los círculos cortesanos, sino también en cierta medida las del clero. Apenas hay una época en la historia de Occidente en la que la literatura hable tanto de belleza física y de desnudos, de vestirse y desnudarse, de muchachas y mujeres que bañan y lavan a los héroes, de noches nupciales y cohabitación, de visitas al dormitorio y de invitaciones al lecho, como la poesía caballeresca de la Edad Media, que era, sin embargo, una época de tan rígida moral. Incluso una obra tan seria y de tan altos fines morales como el Parzival, de Wolfram, está llena de situaciones cuya descripción toca en lo obsceno. Toda la época vive en una constante tensión erótica. Basta pensar en la extraña costumbre, bien conocida por las historias de torneos, de que los héroes llevasen sobre sí, en contacto con su cuerpo, el velo o la camisa de la mujer amada y el efecto mágico atribuido a este talismán, para tener una idea de la naturaleza de este erotismo.
Nada refleja tan claramente las íntimas contradicciones del mundo sentimental de la caballería como la ambigüedad de su actitud frente al amor, en la que la espiritualidad más alta se une a la sensualidad más intensa. Pero por mucha luz que pueda arrojar el análisis psicológico de esta naturaleza equívoca de los sentimientos, la realidad psicológica, presupone ciertas circunstancias históricas que deben a su vez ser explicadas y que sólo sociológicamente pueden explicarse. El mecanismo psicológico de la vinculación a la mujer de otro y la exaltación de este sentimiento por la libertad con que se confiesa no hubieran podido ponerse en movimiento si no se hubieran debilitado la eficacia de los antiguos tabúes religiosos y sociales, y si la aparición de una nueva aristocracia emancipada no hubiera previamente preparado el terreno en el que las inclinaciones eróticas podían crecer libremente. En este caso, como ocurre frecuentemente, la psicología es simplemente sociología encubierta, no descifrada, no llevada hasta el fin. Pero al estudiar el cambio de estilo que el advenimiento de la caballería trae consigo en todos los campos del arte y la cultura, la mayoría de los investigadores no se contentan ni con la explicación psicológica ni con la sociología y buscan influjos históricos directos y directas imitaciones literarias.
Una parte de ellos, con Konrad Burdach a la cabeza, quiere señalar un origen árabe a la novedad del amor caballeresco y de la poesía trovadoresca[170]. Existe, efectivamente, toda una serie de motivos que son comunes a la lírica amorosa provenzal y a la poesía cortesana islámica, sobre todo la entusiasta exaltación del amor sexual y el orgullo de la pena amorosa; pero en ninguna parte se nos da una prueba auténtica de que los rasgos comunes —que, por lo demás, están bien lejos de agotar el concepto del amor cortesano caballeresco— le vengan a la poesía trovadoresca de la literatura árabe[171]. Uno de los rasgos fundamentales que hacen aparecer dudoso tal influjo directo es que las canciones árabes se refieren en su mayor parte a las esclavas y en ellas falta totalmente la fusión del concepto de la señora con el de la amada, que es lo que caracteriza la esencia de la concepción caballeresca[172].
Tan insostenible como la tesis árabe es la teoría que busca las fuentes de la concepción del amor en la literatura clásica latina. Porque, por ricas que sean las canciones amorosas provenzales en ciertos motivos, imágenes y conceptos que se remontan a la literatura clásica, sobre todo a Ovidio y a Tibulo, el espíritu de estos poetas paganos les es totalmente ajeno[173]. A pesar de su sensualismo, la poesía amorosa caballeresca es completamente medieval y cristiana, y sigue estando, a pesar de su nueva tendencia a describir sentimientos personales (en marcado contraste con la poesía de la época románica), mucho más lejana de la realidad que el arte de los elegiacos romanos. En éstos encontramos siempre una auténtica experiencia amorosa; en los trovadores, por el contrario, se trata, en parte, como sabemos, simplemente de una metáfora, de un pretexto poético, de una tensión anímica genérica sin apenas objeto verdadero. Pero, por convencional que sea el motivo de que el poeta cortesano caballeresco se sirve para probar la capacidad de resonancia de su ánimo, tanto su éxtasis, que eleva a la mujer al cielo, como la atención que dedica a sus propias emociones y la pasión con que escruta sus personales sentimientos y analiza las vivencias de su corazón, son auténticos y completamente nuevos en relación con la tradición clásica.
La menos convincente de todas las teorías sobre el origen literario de la Urica trovadoresca es la doctrina que la quiere hacer derivar de las canciones populares[174]. Según ella, la forma original de las canciones de amor cortesanas sería una “canción de mayo” popular, la llamada chanson de la mal mariée, con el tema consabido de la muchacha casada que una vez al año, en mayo, se libera de las cadenas del matrimonio y toma por un día un amante joven. Salvo la relación de este tema con la primavera, el “preludio descriptivo de la naturaleza” (Natureingang)[175] y el carácter adulterino del amor descrito[176], nada corresponde en ella a los motivos de la poesía trovadoresca, e incluso estos rasgos proceden, según todas las apariencias, de la poesía cortesana, siendo la poesía popular la que los toma de ella. No se encuentra en parte alguna prueba de la existencia de una canción popular con Natureingang anterior a la poesía amorosa cortesana[177]. Los defensores de la teoría de la canción popular, sobre todo Gaston Paris y Alfred Jeanroy, aplican, por lo demás, incidentalmente en sus deducciones el mismo método con que los románticos creían poder demostrar la espontaneidad de la “épica popular”. En primer lugar, de los documentos literarios conservados, que son relativamente tardíos y no populares, deducen un antiguo y “originario” estadio de poesía popular, y de esta etapa caprichosamente construida, no atestiguada y que probablemente no ha existido jamás, hacen proceder la poesía de la que han partido[178]. A pesar de todo, no resulta increíble por completo que ciertos motivos populares, fragmentos de agudeza popular, proverbios y locuciones se hayan incorporado a la poesía cortesana caballeresca, así como que ésta haya asimilado mucho del “polvillo poético” que andaba diluido en el lenguaje y procedía de la literatura antigua[179]. Pero la hipótesis de que las canciones de amor cortesanas se derivan de las canciones populares no ha sido demostrada y es difícilmente demostrable. Es posible, ciertamente, que en Francia hubiera, incluso con anterioridad a la poesía cortesana, una lírica amorosa popular; pero en cualquier caso se ha perdido por completo, y nada nos autoriza a pensar que las formas refinadas de la poesía amorosa caballeresca, formas escolásticamente complicadas, que se agotan con frecuencia en un juego virtuosista de ideas y sentimientos, sean justamente los restos de aquella poesía popular perdida y evidentemente ingenua[180].
Parece que fue la poesía clerical latina medieval la que ejerció la influencia externa más importante sobre la lírica amorosa cortesana. No puede decirse, empero, que el concepto del amor caballeresco en conjunto haya sido forjado por los clérigos, por más que los poetas laicos hayan tomado de ellos algunos de sus principales elementos. Una tradición clerical precaballeresca del servicio de amor, que se creía poder suponer[181], no ha existido nunca. Las cartas amistosas entre clérigos y monjas revelan, ciertamente, ya en el siglo XI, relaciones auténticamente apasionadas, que oscilan entre la amistad y el amor, y en las que puede reconocerse ya aquella mezcolanza de rasgos espiritualistas y sensualistas bien conocida del amor caballeresco; pero incluso estos documentos no son más que un síntoma de aquella general revolución espiritual que se inicia con la crisis del feudalismo y encuentra su consumación en la cultura cortesana caballeresca. Así, pues, en lo referente a la relación de la lírica amorosa caballeresca con la literatura clerical medieval, se debe hablar de fenómenos paralelos más que de influencias y préstamos[182]. En lo que respecta a la parte técnica de su arte, los poetas cortesanos han aprendido mucho, indudablemente, de los clérigos, y al realizar sus primeros ensayos poéticos tenían en el oído las formas y ritmos de los cantos litúrgicos. Entre la autobiografía eclesiástica de aquella época, que, comparada con los bosquejos autobiográficos anteriores, tiene un carácter completamente nuevo y se podría incluso decir que moderno, y la poesía amorosa caballeresca, existen, asimismo, puntos de contacto, pero incluso esos mismos puntos, sobre todo la exaltada sensibilidad y el análisis más preciso de los estados de ánimo, están en relación con la transformación social general y la nueva valoración del individuo[183], y proceden, tanto en la literatura sacra como en la profana, de una raíz común histórico-sociológica. El matiz espiritualista del amor cortesano caballeresco es, indudablemente, de origen cristiano; pero trovadores y Minnesänger no tuvieron por qué tomarlo de la poesía clerical; toda la vida afectiva de la cristiandad estaba dominada por ese espiritualismo. El culto a la mujer podía fácilmente ser concebido según el modelo del culto cristiano a los santos[184]; derivar, en cambio, el servicio del amor del servicio a la Virgen, hallazgo característico del Romanticismo[185], es algo que carece, por el contrario, de todo fundamento histórico. La veneración a la Virgen está aún poco desarrollada en la Alta Edad Media; en cualquier caso, los comienzos de la poesía trovadoresca son anteriores al culto a la Virgen. Mejor, por tanto, que inspirar el nuevo concepto del amor, es el culto a la Virgen el que adopta las características del amor cortesano caballeresco. Finalmente, tampoco la dependencia con respecto a los místicos, principalmente San Bernardo de Claraval y Hugo de San Víctor, de la concepción caballeresca del amor, es tan inequívocamente segura como se quiere hacer creer[186].
Pero sean cualesquiera sus influencias y determinaciones, la poesía trovadoresca es poesía lírica, opuesta por completo al espíritu ascético jerárquico de la Iglesia. Con ella el poeta profano desplaza definitivamente al clérigo poetizante. Concluye así un período de cerca de tres siglos, en el que los monasterios fueron los únicos centros de la poesía. Incluso durante la hegemonía intelectual del monacato, la nobleza no había dejado nunca de constituir una parte del público literario; pero, frente al anterior papel exclusivamente pasivo del laicado, la aparición del caballero como poeta significa una novedad tan completa que se puede considerar este momento como uno de los cortes más profundos habidos en la historia de la literatura. Naturalmente, no debemos imaginarnos que el cambio social que coloca al caballero a la cabeza del desarrollo cultural fue algo completamente uniforme y general. Junto al trovador caballeresco sigue habiendo, lo mismo que antes, el juglar profesional, a cuya categoría desciende el caballero cuando ha de salir adelante con su arte, pero frente al cual representa una clase aparte. Junto al trovador y el juglar hay, naturalmente, también después de este cambio, el clérigo que sigue poetizando, aunque desde el punto de vista de la evolución histórica no vuelva a desempeñar un papel de guía. Y existen también los vagantes, extraordinariamente importantes tanto en el aspecto histórico como en el artístico, que llevan una vida muy semejante a la de los juglares vagabundos y con los que frecuentemente se les confunde. Ellos, sin embargo, orgullosos de su educación, buscan ansiosamente distinguirse de sus más bajos competidores. Los poetas de la época se distribuyen más o menos por todas las clases de la sociedad; hay entre ellos reyes y príncipes (Enrique VI, Guillermo de Aquitania), miembros de la alta nobleza (Jaufré Rudel, Bertran de Bron), de la pequeña nobleza (Walter von der Vogelweide), ministeriales (Wolfram de Eschenbach), juglares burgueses (Marcabrú, Bernart de Ventadour) y clérigos de todas las categorías. Entre los cuatrocientos nombres conocidos de poetas hay también diecisiete mujeres.
Desde la aparición de la caballería, las antiguas narraciones heroicas abandonan las ferias, los pórticos de las iglesias y las posadas, y vuelven nuevamente a escalar las clases más altas, encontrando en todas las cortes un público interesado. Con ellos los juglares vuelven a ser estimados altamente. Naturalmente, quedan muy por debajo del caballero poeta y del clérigo, que no quieren ser confundidos con ellos, como los poetas y actores del teatro de Dioniso en Atenas no querían ser confundidos con los mimos, ni los skop de la época de las invasiones, con los bufones. Pero entonces los poetas de distintas clases sociales manejaban, en general, asuntos diversos, y con esto se distinguían unos de otros. Ahora, por el contrario, que el trovador trata la misma materia que el juglar, tiene que intentar elevarse como el cantor vulgar por el modo de manejar esta materia. El “estilo oscuro” (trobar clus), que se pone ahora de moda, la oscuridad rebuscada y enigmática, la acumulación de dificultades tanto en la técnica como en el contenido, no son otra cosa que un medio que sirve, por un lado, para excluir a las clases bajas e incultas del disfrute artístico de los círculos superiores, y, por otro, para distinguirse del montón de los bufones e histriones. El gusto por el arte difícil y complicado se explica, la mayoría de las veces, por una intención más o menos manifiesta de distinción social: el atractivo estético del sentido oculto, de las asociaciones forzadas, de la composición inconexa y rapsódica, de los símbolos inmediatamente evidentes y que nunca se agotan completamente, de la música difícilmente recordable, de la “melodía que al principio no se sabe cómo ha de terminar”, en una palabra, de toda la fascinación de los placeres y los paraísos secretos. La significación de esta tendencia aristocrática de los trovadores y su escuela se puede valorar justamente cuando se piensa que Dante estimaba sobre todos los poetas provenzales a Arnaut Daniel, el más oscuro y complicado[187].
A pesar de su condición inferior, el juglar humilde disfruta de infinitas ventajas por ejercer la misma profesión que el poeta caballeresco; de lo contrario, no se le hubiera consentido hablar públicamente de sí mismo, de sus sentimientos subjetivos y privados, o, para decirlo de otro modo, no se le hubiera consentido pasar de la épica a la lírica. El subjetivismo poético, la confesión lírica y todo el presuntuoso análisis de los sentimientos solamente son posibles como consecuencia de la nueva consideración del poeta. Y sólo porque participaba del prestigio social del caballero podía el poeta hacer valer de nuevo sus derechos de autor y de propiedad sobre su obra. Si el quehacer poético no hubiese sido ejercido también por personas de elevada condición social, no hubiera podido naturalizarse tan pronto la costumbre de nombrarse en las propias obras. Marcabrú lo hace en veinte de sus treinta y una canciones conservadas, y Arnaut Daniel, en casi todas[188].
Los juglares, que se encuentran de nuevo en todas las cortes, y que, en lo sucesivo, forman parte de la comitiva, incluso en las cortes más modestas, eran expertos histriones, cantaban y recitaban. ¿Eran obra suyas las composiciones que recitaban? Al principio, como sus antecesores los mimos, probablemente tuvieron que improvisar con frecuencia, y hasta la mitad del siglo XII fueron, sin duda alguna, poetas y cantores al mismo tiempo. Más tarde, sin embargo, debió de introducirse una especialización y parece que al menos una parte de los juglares se limitó a la recitación de obras ajenas. Los príncipes y nobles, sin duda, les ayudaban como expertos en la solución de dificultades técnicas. Desde el primer momento, los cantores plebeyos estaban al servicio de los nobles aficionados, y, más tarde, probablemente también los poetas caballeros empobrecidos sirvieron del mismo modo a los grandes señores en sus aficiones. En ocasiones, el poeta profesional que alcanzaba el triunfo recurría a los servicios de juglares más pobres. Los ricos aficionados y los trovadores más ilustres no recitaban sus propias composiciones, sino que las hacían recitar por juglares pagados[189]. Surge así una auténtica división del trabajo artístico, que, al menos al principio, subrayaba fuertemente la distancia social entre el noble trovador y el juglar vulgar. Pero esta distancia disminuye paulatinamente y, como resultado de la nivelación, encontramos, más tarde, sobre todo en el norte de Francia, un tipo de poeta muy semejante ya al escritor moderno: ya no compone poesía para la declamación, sino que escribe libros para leer.
En su tiempo, los antiguos poemas heroicos se cantaban, las chansons de geste se recitaban, y, probablemente, todavía la antigua epopeya cortesana se leía en público, pero las novelas de amor y de aventuras se escriben para la lectura privada, sobre todo de las damas. Se ha dicho que este predominio de la mujer en la composición del público lector ha sido la modificación más importante acaecida en la historia de la literatura occidental[190]. Pero tan importante como ella es para el futuro la nueva forma de recepción del arte: la lectura. Sólo ahora, cuando la poesía se convierte en lectura, puede su disfrute convertirse en pasión, en necesidad diaria, en costumbre. Ahora, por vez primera, al convertirse en “literatura”, el disfrute de la poesía no está restringido ya a las horas solemnes de la vida, a las ocasiones extraordinarias y a las festividades, sino que puede convertirse en distracción de cualquier momento. Con esto pierde también la poesía los últimos restos de su carácter sagrado y se torna mera “ficción”, invención en la que no es preciso crear para encontrar en ella un interés estético. Esta es la razón de que Chrétien de Troyes haya sido caracterizado como el poeta que no sólo no cree ya en el auténtico sentido de los misterios de que tratan las leyendas celtas, sino que ni siquiera las comprende. La lectura regular hace que el oyente devoto se convierta en un lector escéptico, pero, al mismo tiempo, en un conocedor experimentado también. Y ahora, por vez primera, con la aparición de estos conocedores, se convierte el círculo de oyentes y lectores en una especie de público literario. La sed de lectura de este público trae consigo, entre otros, también el fenómeno de la efímera literatura de moda, cuyo primer ejemplo es la novela amorosa cortesana.
Frente al recitado y la declamación, la lectura requiere una técnica narrativa completamente nueva: exige y permite el uso de nuevos efectos hasta ahora completamente desconocidos. Por lo común la obra poética destinada al canto o al recitado sigue, en cuanto a su composición, el principio de la mera yuxtaposición: se compone de cantos, episodios y estrofas aislados, más o menos completos en sí mismos. El recitado puede interrumpirse casi por cualquier parte, y el efecto del conjunto no sufre apenas daño esencial si se pasan por alto algunas de las partes integrantes. La unidad de tales obras no reside en su composición, sino en la coherencia de la visión del mundo y del sentido de la vida que preside todas sus partes. Así está construida también la Chanson de Roland[191]. Chrétien de Troyes, en cambio, emplea especiales efectos de tensión, dilaciones, digresiones y sorpresas, que resultan no de las partes aisladas de la obra, sino de la relación de estas partes entre sí de su sucesión y contraposición. El poeta de las novelas cortesanas de amor y aventuras sigue este método no sólo por que, como se ha dicho[192], tiene que habérselas con un público más difícil que el del poeta de la Chanson de Roland, sino también porque escribe para lectores y no para oyentes, y, en consecuencia, puede y debe lograr efectos en los que no cabía pensar cuando se trataba de un recitado oral necesariamente breve y con frecuencia interrumpido arbitrariamente. La literatura moderna comienza con estas novelas destinadas a la lectura; esto no sólo porque ellas son las primeras historias románticas amorosas del Occidente, las primeras obras épicas en las cuales el amor desaloja todo lo demás, el lirismo lo inunda todo y la sensibilidad del poeta es el único criterio de la calidad estética, sino porque, parafraseando un conocido concepto de la dramaturgia, son los primeros récits bien faits.
El proceso de evolución, que en el periodo de la poesía cortesana arranca del trovador caballeresco y del juglar popular como de dos tipos sociales completamente distintos, lleva primero a una cierta aproximación entre ambos, pero después, a fines del siglo XIII, tiende a una nueva diferenciación, cuyo resultado es, por una parte, el juglar de empleo fijo, el poeta cortesano en sentido estricto, y, por otra, el juglar otra vez decaído y sin protector. Desde que las cortes tienen poetas y cantores estables, que son empleados oficiales de ellas, los juglares errantes pierden la clientela de los altos círculos y se dirigen nuevamente, como en sus orígenes, a comienzos del período caballeresco, al público humilde[193]. Por el contrario, los poetas cortesanos, en contraposición consciente a los juglares vagabundos, tienden a convertirse en auténticos literatos, con todas las vanidades y todo el orgullo de los futuros humanistas. El favor y la liberalidad de los grandes señores no bastan ya a satisfacerlos; presumen ahora de ser los maestros de sus protectores[194]. Pero los príncipes no los mantienen ya sólo para que diviertan a invitados, sino para tenerlos como compañeros, confidentes y consejeros. Son, normalmente, ministeriales, como reveía su nombre de menestrels. Pero la consideración que disfrutan es mucho más grande de lo que había sido nunca la de los ministeriales; son la máxima autoridad en todas las cuestiones de buen gusto, usos cortesanos y honor caballeresco[195]. Son los auténticos precursores de los humanistas y poetas renacentistas, o lo son por lo menos en la misma medida que sus antagonistas, los vagantes, a los que Burckhardt atribuye esta función[196].
El vagans es un clérigo o un estudiante que anda errabundo como cantor ambulante; es, pues, un clérigo huido o un estudiante perdulario, esto es, un déclassé, un bohemio. Es un producto de la misma transformación económica, un síntoma de la misma dinámica social que dio origen a la burguesía ciudadana y a la caballería profesional, pero presenta ya rasgos importantes del desarraigo social de la moderna intelectualidad. El vagans carece de todo respeto para la Iglesia y para las clases dominantes, es un rebelde y un libertino que se subleva, por principio, contra toda tradición y contra toda costumbre. En el fondo es una víctima del equilibrio social roto, un fenómeno de transición que aparece siempre que amplios estratos de población dejan de ser grupos estrechamente cerrados que predominan la vida de todos sus miembros, y se convierten en grupos más abiertos, que ofrecen mayor libertad pero menor protección. Desde el renacimiento de las ciudades y la concentración de la población, y, sobre todo, desde el florecimiento de las universidades, puede observarse un nuevo fenómeno: el proletariado intelectual[197]. También para una parte del clero desaparece la seguridad económica. Hasta ahora la Iglesia había atendido a todos los alumnos de las escuelas episcopales y conventuales, pero ahora que, a consecuencia de la mayor libertad individual y el deseo general de mejora social, las escuelas y las universidades se llenan de jóvenes pobres, la Iglesia no está dispuesta a ocuparse de ellos y a encontrar puestos para todos. Los jóvenes, muchos de los cuales ni siquiera pueden terminar sus estudios, llevan ahora una vida errabunda de mendigos y comediantes. Nada más natural que estén siempre dispuestos a vengarse, con el veneno y la hiel de su poesía, de la sociedad que los abandona.
Los vagantes escriben en latín; son, pues, juglares de los señores eclesiásticos, no de los laicos. Por lo demás, no son muy distintas la vida de un estudiante vagabundo y la de un juglar errante. Ni siquiera la diferencia de cultura debió de ser entre ellos tan grande como se piensa en general. En resumen, fuesen clérigos que habían colgado los hábitos o estudiantes perdularios, eran cultos sólo a medias, como los mimos o los juglares[198]. A pesar de todo, sus obras, al menos en su tendencia general, son poesía docta y de clase, que se dirige a un público relativamente restringido y culto. Y aunque con frecuencia estos vagabundos se vean obligados a entretener también a círculos profanos y a poetizar en lenguaje vulgar, se mantienen siempre rigurosamente separados de los juglares vulgares[199].
La poesía de los vagantes y la poesía escolar no se pueden distinguir siempre con exactitud[200]. Una parte considerable de la lírica medieval amorosa, escrita en latín, era poesía de estudiantes, y en parte no es otra cosa que mera poesía escolar, es decir, producción poética nacida de la enseñanza. Muchas de las más ardientes canciones de amor fueron simples ejercicios escolares; su fondo de experiencia no puede, por tanto, haber sido muy grande. Pero tampoco esta poesía escolar constituye toda la lírica latina medieval. Hay que admitir que al menos una parte de las canciones báquicas, si no ya de las canciones de amor, han nacido en los conventos. Composiciones, por otra parte, como el Concilium in Monte Romarici o la disputa De Phyllide et Flora han de atribuirse probablemente al alto clero. De aquí se deduce que casi todas las capas del clero colaboraron en la poesía latina medieval de argumento profano.
La lírica amorosa de los vagantes se distingue de la de los trovadores sobre todo en que habla de las mujeres con más desprecio que entusiasmo, y trata el amor sensual con una inmediatez casi brutal. También esto es un signo de la falta de respeto de los vagantes para con todo lo que por convencionalismo merece reverencia, y no, como se ha pensado, una especie de venganza por la continencia, que probablemente no guardaron nunca. En la lírica goliardesca la mujer aparece iluminada por la misma cruda luz de los fabliaux. Esta semejanza no puede ser casual, y hace más bien suponer que los vagantes contribuyeron a la génesis de toda la literatura misógina y antirromántica. El hecho de que en los fabliaux no se perdone a ninguna clase social, ni al monje ni al caballero, ni al burgués ni al campesino, apoya esta Hipótesis. El poeta vagabundo entretiene en ocasiones, si llega el caso, también al burgués, y hasta encuentra en él, a veces, un aliado en su lucha de guerrilla contra los detentadores del poder en la sociedad; pero, a pesar de ello, le desprecia. Sería totalmente falso considerar los fabliaux, no obstante su tono irrespetuoso, su forma inculta y su naturalismo crudo, como literatura total y exclusivamente popular y pensar que su público estaba compuesto de elementos puramente burgueses. Los creadores de los fabliaux son, efectivamente, burgueses, no caballeros, y su espíritu es igualmente burgués, es decir, racionalista y escéptico, antirromántico y dispuesto a ironizar sobre sí mismo. Pero así como el público burgués se deleita con las novelas caballerescas tanto como con las divertidas historias de su propio ambiente, el público noble escucha también con agrado tanto las procaces narraciones de los juglares como las románticas historias de héroes de los poetas cortesanos. Los fabliaux no son literatura específicamente burguesa en el sentido en que los cantos heroicos son literatura clasista de la nobleza guerrera, y las románticas novelas de amor, de la caballería cortesana. Los fabliaux son, en todo caso, una literatura aislada y autocrítica, y la autoironía de la burguesía que se expresa en ellas la hace agradable también para las clases superiores. El gusto del público noble por la literatura amena de la clase burguesa no significa, por lo demás, que la nobleza encuentre esta literatura comparable a las novelas caballerescas cortesanas; la encuentra mucho más divertida, como las exhibiciones de los mimos, de los histriones y de los domadores de osos.
En la Baja Edad Media el aburguesamiento de la poesía se hace cada vez más intenso y, con la poesía y su público, se aburguesa también el poeta. Pero fuera del “maestro cantor”, burgués de condición y de mentalidad, la evolución no produce en la Edad Media ningún otro tipo: modifica simplemente los ya existentes, cuyo árbol genealógico muestra aproximadamente el siguiente esquema:
EL DUALISMO DEL GÓTICO
La movilidad espiritual del período gótico puede, en general, estudiarse mejor en las obras de las artes plásticas que en las creaciones de la poesía. Esto es así no sólo porque el ejercicio de aquéllas permanece ligado durante toda la Edad Media a una clase profesional más o menos unitaria, y a consecuencia de ello muestra una evolución casi sin solución de continuidad, mientras la producción poética pasa de una clase social a otra y se desarrolla, por así decirlo, a saltos y a empujones, en etapas aisladas, frecuentemente inconexas, sino también porque el espíritu de la burguesía, que es el elemento propulsor de la nueva sociedad, cuyo estatismo ha sido turbado, se impone en las artes plásticas de manera más rápida y radical que en la poesía. En ésta, solamente algunos géneros aislados y periféricos con respecto a la masa de la producción expresan directamente el gozo de vivir, el realismo y el gusto mundano del sentimiento burgués, mientras que, por el contrario, las artes plásticas están en casi todas sus formas llenas de esta disposición de ánimo burguesa. El gran giro del espíritu occidental —el regreso desde el reino de Dios a la naturaleza, de las postrimerías a las cosas próximas, de los tremendos misterios escatológicos a los problemas más inocuos del mundo de las criaturas— se consuma aquí, en las artes plásticas, de manera más evidente que en las formas representativas de la poesía; y es también en las artes plásticas donde más pronto se observa que el interés del artista comienza a desplazarse desde los grandes símbolos y las grandes concepciones metafísicas a la representación de lo directamente experimentable, de lo individual y lo visible. Lo orgánico y lo vivo, que desde el final del mundo antiguo habían perdido su sentido y su valor, vuelven de nuevo a ser apreciados, y las cosas singulares de la realidad empírica no necesitan ya una legitimación ultramundana y sobrenatural para convertirse en objeto de representación artística.
Nada ilustra mejor el sentido de esta transformación que las palabras de Santo Tomás; “Dios se alegra de todas las cosas, porque todas y cada una están en armonía con Su Esencia.” Estas palabras contienen toda la justificación teológica del naturalismo artístico. Toda realidad, por mínima, por efímera que sea, tiene una relación inmediata con Dios; todo expresa lo divino a su manera, y todo tiene, por tanto, para el arte un valor y un sentido propios. Y aun cuando por el momento las cosas sólo merezcan atención en cuanto dan testimonio de Dios, y estén ordenadas en una rigurosa escala jerárquica según su grado de participación en lo divino, la idea de que ninguna categoría del ser, por baja que sea, es totalmente insignificante ni está completamente olvidada por Dios, y no es, por tanto, indigna por completo de la atención del artista, señala el comienzo de una nueva época. También en el arte prevalece, sobre la idea de un Dios existente fuera del mundo, la imagen de una potencia divina operante dentro de las cosas mismas. El Dios que “imprime el movimiento desde fuera” corresponde a la mentalidad autocrática del antiguo feudalismo; el Dios presente y activo en todos los órdenes de la naturaleza corresponde a la actitud de un mundo más liberal, que no excluye completamente ya la posibilidad del ascenso en la escala social.
La jerarquía metafísica de las cosas refleja todavía ciertamente una sociedad articulada en castas; pero el liberalismo de la época expresa ya que incluso los últimos grados del ser son considerados como insustituibles en su naturaleza específica. Antes, las clases estaban separadas por un abismo insalvable; ahora están en contacto, y, de igual manera, también el mundo, como objeto del arte, constituye una realidad continua aunque cuidadosamente jerarquizada.
Es cierto que tampoco ahora, en la Plena Edad Media, se puede hablar de un simple naturalismo nivelador que transforme toda la realidad en una suma de datos sensibles, como no se puede hablar tampoco de que el orden burgués elimine radicalmente las formas de dominio feudales, ni de que quede abolida totalmente la dictadura de la Iglesia o de que se forme una cultura autónoma y mundana. En el arte, lo mismo que en todos los otros terrenos de la cultura, solamente se puede hablar de un equilibrio entre individualismo y universalismo, de un compromiso entre libertad y sujeción. El naturalismo gótico es un equilibrio inestable entre la afirmación y la negación de las tendencias mundanas, de igual manera que toda la caballería es en sí una contradicción, y que toda la vida religiosa de la época oscila entre dogma e interioridad, fe clerical y piedad laica, ortodoxia y subjetivismo. Es siempre la misma íntima contradicción, la misma polaridad espiritual que se manifiesta en los antagonismos sociales, religiosos y artísticos.
El dualismo del gótico se manifiesta del modo más sorprendente en el peculiar sentimiento que de la naturaleza tienen el arte y el artista en este período. La naturaleza no es ya el mundo material mudo e inanimado, tal como lo concebía la Alta Edad Media, siguiendo en ello la imagen judío-cristiana de Dios y la idea de un señor espiritual invisible y creador del mundo. La trascendencia absoluta de Dios había llevado de modo tan necesario a la depreciación de la naturaleza, como ahora el panteísmo conduce a su rehabilitación. Hasta el movimiento franciscano, solamente el hombre es “hermano” del hombre; a partir de él lo es toda criatura[201]. También esta nueva concepción del amor está en correspondencia con la tendencia liberal del espíritu de la época. Ya no se buscan en la naturaleza alegorías de una realidad sobrenatural, sino las huellas del propio yo, los reflejos del propio sentimiento[202]. El prado florido, el río helado, la primavera y el otoño, la mañana y la tarde, se convierten en estaciones en la peregrinación del alma. Pero, a pesar de esta correspondencia, falta siempre la visión individual de la naturaleza; las imágenes naturales son tópicos inalterables, rígidos, sin variedad personal y sin intimidad[203]. Los paisajes primaverales o invernales de las canciones de amor se repiten cien veces y terminan, finalmente, por convertirse en fórmulas vacías por completo y meramente convencionales. Sin embargo, es significativo que la naturaleza en general se haya vuelto objeto de interés y sea considerada digna de ser descrita por sí misma. El ojo ha de abrirse primeramente a la naturaleza antes de que pueda descubrir en ella rasgos individuales.
El naturalismo del gótico se expresa de forma mucho más coherente y clara en la representación del hombre que en los cuadros de paisajes. Allí encontramos por todas partes una concepción artística totalmente nueva, opuesta por completo a la abstracción y a la estereotipia románicas. Ahora el interés se dirige a lo individual y característico, y ello no sólo en las estatuas de los reyes en Reims y en los retratos de los fundadores en Naumburgo. La expresión fresca, viva y directamente expresiva de estos retratos la encontramos ya, en cierto modo, en las figuras del pórtico occidental de Chartres[204]. Ya éstas están diseñadas de tal manera, que tenemos la certeza de que se trata de estudios hechos sobre modelos auténticos y vivos. El artista tuvo que conocer personalmente a aquel viejo sencillo, de aspecto campesino, con pómulos salientes, nariz corta y ancha, y los ojos un poco oblicuamente cortados. Pero lo extraño es que estas figuras, que todavía tienen la pesadez y la tosquedad de los primeros tiempos del feudalismo, y que no pueden mostrar aún la posterior movilidad cortesana caballeresca, estén ya tan sorprendentemente bien caracterizadas. La sensibilidad para lo individual es uno de los primeros síntomas de la nueva dinámica. Es asombroso cómo, de repente, la concepción artística que estaba acostumbrada a contemplar, el género humano sólo en su totalidad y en su homogeneidad y a diferenciar a los hombres sólo en elegidos y condenados, pero que juzgaba las diferencias individuales como completamente desprovistas de interés, es sustituida por una voluntad artística que acentúa precisamente los rasgos individuales de las figuras y aspira a fijar lo que es en ellas único e irrepetible[205]; es asombroso cómo surge súbitamente la sensibilidad para la vida común y cotidiana, cómo se aprende rápidamente a observar de nuevo, a mirar “bien” otra vez, cómo nuevamente se encuentra placer en lo casual y en lo trivial. Nada es tan significativo de la transformación estilística que aquí se realiza como el hecho de que, incluso en un idealista como Dante, la consideración de los pequeños detalles característicos se convierta en fuente de las más grandes bellezas poéticas.
¿Qué ha ocurrido realmente? En esencia, lo siguiente: el arte espiritualista, enteramente unilateral, de la Alta Edad Media, que renunciaba a toda semejanza con la realidad inmediata, a toda confirmación por parte de los sentidos, ha sido desplazado por una concepción para la cual la validez de toda expresión artística, incluso cuando se trata de lo más trascendente, de lo más ideal y lo más divino, depende de que se corresponda ampliamente con la realidad natural y sensible. Con esto aparecen transformadas todas las relaciones entre espíritu y naturaleza. La naturaleza no se caracteriza ya por su falta de espiritualidad, sino por su transparencia espiritual, por su capacidad para expresar lo espiritual, aunque todavía no por su propia espiritualidad. Semejante mutación sólo pudo producirse por el cambio que sufre el mismo concepto de la verdad, que se modifica, y, en vez de su primitiva orientación unilateral, adopta una forma bilateral determinada, después de que se han abierto dos caminos a la verdad, o, quizá mejor, después que se han descubierto dos verdades distintas. La idea de que la representación de un objeto verdadero en sí, para ser artísticamente correcta debe conformarse a la experiencia de los sentidos, y de que, por tanto, el valor artístico y el valor ideal de una representación no tienen, en absoluto, por qué estar de acuerdo, concibe la relación de los valores de una forma totalmente nueva, en comparación con la concepción de la Alta Edad Media, y significa, en realidad, simplemente la aplicación al arte de la doctrina, bien conocida, de la filosofía de la época acerca de la “doble verdad”. La discordia originada por la ruptura con la antigua tradición feudal y por la incipiente emancipación del espíritu de la Iglesia en ninguna parte se expresa de manera más aguda que en esta doctrina, que hubiera parecido monstruosa a toda otra cultura precedente. ¿Qué podría ser más inconcebible para una época firme en su fe que el que existan dos fuentes distintas de verdad, que fe y ciencia, autoridad y razón, teología y filosofía se contradigan y, a pesar de ello, ambas, a su manera, puedan testimoniar una misma verdad? Esta doctrina constituía ciertamente un camino lleno de peligros, pero era la única salida para una época que había roto ya con la fe incondicional, pero que todavía no se había vinculado suficientemente a la ciencia; para una época que no quería sacrificar ni su ciencia a la fe ni su fe a la ciencia, y sólo mediante una síntesis de ambas podía construir su cultura.
El idealismo gótico era al mismo tiempo un naturalismo que trataba de representar correctamente, también en el aspecto empírico, sus figuras espirituales ideales arraigadas en el mundo suprasensible, lo mismo que el idealismo filosófico de la época colocaba la idea no sobre las cosas particulares, sino en ellas, y afirmaba tanto las ideas como las cosas singulares. Traducido al lenguaje de la disputa de los “universales”, esto quiere decir que los conceptos universales eran concebidos como inmanentes a los datos empíricos, y que sólo en esta forma se reconocía su existencia objetiva. Este nominalismo moderado, como se le llama en la historia de la filosofía, se basaba todavía, pues, en una concepción del mundo totalmente idealista y sobrenatural; pero estaba tan distante del idealismo absoluto —es decir, del “realismo” de la disputa de los universales— como del posterior nominalismo extremo, que negaba la existencia objetiva de las ideas en cualquier forma y aceptaba como verdaderamente reales sólo los hechos empíricos individuales, concretos, únicos e irrepetibles. El paso decisivo estaba dado ya desde el momento en que se comenzó a tener en cuenta las cosas singulares en la búsqueda de la verdad. Hablar de “cosas singulares” y preocuparse de la sustancialidad de la existencia singular era hablar ya de individualismo y relativismo y admitir al menos la dependencia parcial de la verdad de principios mundanos y sujetos al fluir histórico.
El problema en torno al que gira la disputa de los universales es no sólo el problema central de la filosofía, no sólo el problema, filosófico por excelencia, del que son simples variantes todas las cuestiones filosóficas fundamentales —las cuestiones de empirismo e idealismo, de relativismo y absolutismo, de individualismo y universalismo, de historicismo y ahistoricismo—, sino que es mucho más que un mero problema filosófico: es la quintaesencia de los problemas vitales que se dan con todo sistema cultural ante los cuales hay que tomar una posición tan pronto como se es consciente de su existencia espiritual. El nominalismo moderado, que no niega la realidad de las ideas, pero las considera inseparables de las cosas de la realidad empírica, es la fórmula fundamental de todo el dualismo gótico, tanto de los antagonismos de la estructura económica y social como de las íntimas contradicciones del idealismo y del naturalismo artísticos de la época. La función del nominalismo en este momento corresponde exactamente a la de la sofística en la historia del arte y la cultura antiguos. Nominalismo y Sofística pertenecen a las doctrinas filosóficas típicas de las épocas antitradicionalistas y liberales; uno y otra son filosofía de “ilustración”, cuya esencia consiste en concebir como valores relativos, es decir, completamente mutables y transitorios, las normas consideradas hasta el momento como universalmente válidas y atemporales, y en negar los valores “puros”, absolutos, independientes de premisas individuales.
El desplazamiento de los fundamentos filosóficos de la concepción medieval del mundo y el paso de la metafísica desde el realismo al nominalismo sólo se tornan comprensibles si se los pone en relación con su fondo sociológico. Pues lo mismo que el realismo corresponde a un orden social fundamentalmente antidemocrático, a una jerarquía en la que sólo cuentan los vértices, a una organización absolutista y supraindividual que obligaba a la vida a someterse a los vínculos de la Iglesia y del feudalismo y no dejaba al individuo la más pequeña libertad de movimiento, así el nominalismo corresponde a la disolución de las formas autoritarias de comunidad y al triunfo de una vida social individualmente articulada frente al principio de la subordinación incondicional. El realismo es la expresión de una visión del mundo estática y conservadora; el nominalismo, por el contrario, de una visión dinámica, progresiva y liberal. El nominalismo, que asegura a todas las cosas singulares una participación en el Ser, corresponde a un orden de vida en el que también aquéllos que se encuentran en los últimos peldaños de la escala social tienen una posibilidad de elevarse.
El dualismo que determina las relaciones del arte gótico con la naturaleza se manifiesta también en la solución de los problemas de composición de este arte. De un lado, el gótico supera la técnica de composición ornamental del arte románico, que estaba inspirada sobre todo en el principio de la coordinación, y la sustituye por una forma más cercana al arte clásico, guiada por el principio de la concentración; pero, por otro lado, disgrega la escena —que en el arte románico estaba al menos dominada por una unidad decorativa— en distintas composiciones parciales que, particularmente, están dispuestas, es verdad, según el criterio clásico de unidad y subordinación, pero que en su totalidad revelan una acumulación de motivos bastante indiscrimanada. Mas, a pesar del esfuerzo por aligerar la densa composición románica y de representar escenas completas en el tiempo y en el espacio en vez del mero encadenamiento conceptual y ornamental de las formas singulares, en el gótico predomina todavía una técnica de composición por sumandos, opuesta totalmente a la unidad espacial y temporal de una obra de arte clásica.
El principio de la representación “continua”, la tendencia a la morosidad “cinematográfica” en cada una de las fases particulares del acontecimiento, y la predisposición a sacrificar el “momento pregnante” en favor de la amplitud épica, constituyen los elementos de una corriente que encontramos por vez primera en el arte romano tardío, y de la que en realidad nunca se prescindió completamente en la Edad Media, pero que ahora vuelve a predominar en la forma de la composición cíclica. Este principio encuentra su expresión extrema en el drama medieval, que, por su tendencia a los cambios y las variaciones, ha sido definido como “drama de movimiento” (Bewegungsdrama), en contraste con el drama clásico, anclado en la “unidad de lugar” (Einortsdrama)[206]. Los Misterios de la Pasión —con sus innumerables escenas yuxtapuestas, sus centenares de actores y su acción, que se prolonga frecuentemente durante varios días—, que siguen paso a paso el acontecimiento que se representa y se detienen en cada episodio con insaciable curiosidad, sintiendo más interés por la sucesión de los lances que por las situaciones dramáticas particulares, estos “dramas cinematográficos” medievales son, en cierto aspecto, la creación más caracterizada del arte gótico, aunque cualitativamente sean, acaso, la más insignificante. La nueva tendencia artística, que hacía que las catedrales góticas quedasen frecuentemente sin terminar, su hostilidad a las formas conclusas, que nos causa la impresión —como ya se la causaba a Goethe— de que un edificio terminado no está en realidad terminado, es decir, que es infinito, que está concebido en un eterno devenir, aquel prurito de amplitud, aquella incapacidad para reposar en una conclusión, se expresan en los Misterios de la Pasión en forma ciertamente muy ingenua, pero por ello mismo tanto más clara. El dinámico sentido de la época, la inquietud que disuelve los modos tradicionales de pensar y de sentir, la tendencia nominalista a la multiplicación de las cosas singulares mudables y transitorias se manifiestan del modo más inmediato en el “drama de movimiento” de la Edad Media.
El dualismo que se expresa en las tendencias económicas, sociales, religiosas y filosóficas de la época, en las relaciones entre economía de consumo y economía comercial, feudalismo y burguesía, trascendencia e inmanencia, realismo y nominalismo, y determina tanto las relaciones del estilo gótico con la naturaleza como los criterios de composición, nos sale al encuentro al mismo tiempo en la polaridad de racionalismo e irracionalismo del arte gótico, principalmente de su arquitectura. El siglo XIX, que trató de explicar el carácter de esa arquitectura de acuerdo con el espíritu de su propia visión tecnológica, acentuó en ella sobre todo los rasgos racionalistas. Gottfried Semper la definía como una “mera traducción a piedra de la filosofía escolástica”[207], y Viollet-le-Duc veía en ella simplemente la aplicación y la ilustración de leyes matemáticas[208]. Ambos la consideraban, en una palabra, como un arte en el que predominaba una necesidad abstracta, opuesta a la irracionalidad de los motivos estéticos; ambos la interpretaban, y así la interpretó también todo el siglo XIX, como un “arte de cálculo y de ingeniería”, que toma su inspiración de lo práctico y lo útil y cuyas formas expresan simplemente la necesidad técnica y la posibilidad constructiva. Se quiso deducir los principios formales de la arquitectura gótica, sobre todo su verticalismo mareante, de la bóveda de crucería, esto es, de un descubrimiento técnico. Esta teoría tecnicista cuadraba maravillosamente a la estética racionalista del siglo, según la cual en una auténtica obra de arte no había nada que pudiera variarse. Y así, un edificio gótico, con su lógica cerrada y su funcionalismo austero, aparecía como el prototipo de una totalidad artística en la que no se podía quitar ni añadir nada sin destruirla completamente[209]. Es incomprensible cómo esta doctrina ha podido aplicarse precisamente a la arquitectura gótica, pues la historia llena de peripecias de la construcción de sus monumentos constituye justamente la prueba mejor de que, en la forma definitiva de una obra de arte, la casualidad, o lo que parece casual en relación con el plan original, tiene una participación tan grande como la idea primitiva.
Según Dehio, el hallazgo de la bóveda de crucería representa el momento auténticamente creador en la génesis del gótico, y las formas artísticas particulares no son más que la consecuencia de esta conquista técnica. Ernst Gall fue el primero en invertir los términos y considerar la idea formal de la estructura vertical como primaria, y la ejecución técnica de aquella idea como elemento instrumental y secundario tanto en el aspecto histórico como en el artístico[210]. Después, otros han dicho incluso que la utilidad práctica de la mayoría de las “conquistas técnicas” del gótico no debe ser estimada en exceso, puesto que sobre todo la función constructiva de la bóveda de crucería es ilusoria, y, originalmente, tanto la bóveda como el sistema de contrafuertes tenían una finalidad fundamentalmente decorativa,[211]. En esta controversia entre racionalistas e irracionalistas aparece, en el fondo, la misma contradicción que enfrentaba ya a Semper y a Riegl sobre los fundamentos del estilo en general[212]. Unos quieren derivar la forma artística del correspondiente problema práctico y de su solución técnica; otros, por el contrario, subrayan que con frecuencia la idea artística se impone precisamente en oposición a los medios técnicos dados, y que la solución técnica es, en parte, el resultado de buscar una determinada forma artística. Ambas partes cometen el mismo error con signo opuesto. Y si se ha designado con razón el tecnicismo de Viollet-le-Duc como “mecánica romántica”[213], no es menos lícito considerar el esteticismo de Riegl y Gall como una idea igualmente romántica, no ya de la sujeción, sino de la libertad de la intención artística. Intención artística y técnica no se dan en ninguna fase de la génesis de una obra de arte, separadas la una de la otra, sino que aparecen siempre en un conjunto del que sólo teóricamente pueden separarse. La autonomización de uno de los dos elementos como variable independiente significa la exaltación injustificada e irracional de uno de los principios sobre el otro, y es propio de una mentalidad “romántica”. La sucesión psicológica de ambos principios en el acto de la creación carece de interés para su auténtica relación recíproca, ya que depende de un número tan elevado de factores imponderables, que debe ser considerada como “accidental”. De hecho es tan posible que la bóveda de crucería “haya surgido por razones puramente técnicas y después se haya descubierto su aprovechamiento artístico”[214], como que al hallazgo técnico haya precedido una visión formal y que el arquitecto, en sus cálculos técnicos, haya sido guiado, incluso sin darse cuenta, por esta visión. El problema es científicamente insoluble. Se puede, sin embargo, establecer con precisión la conexión existente entre estos principios y el respectivo fondo social de la cuestión artística, y explicar por qué unos y otros concuerdan o se contradicen. En los períodos culturales que, como, por ejemplo, la Alta Edad Media, transcurren en conjunto sin conflictos sociales, no existe, por lo común, ninguna contradicción radical entre la intención artística y la intención técnica. Las formas artísticas expresan lo que la técnica expresa, y uno de los factores es tan racional o irracional como el otro. Pero en épocas como las del gótico, en las que toda la cultura está desgarrada por antagonismos, ocurre a menudo que los elementos espirituales y materiales del arte hablan lenguajes distintos, y que, en nuestro caso, la técnica tiene carácter racional y los principios formales, por el contrario, lo tienen irracional.
La iglesia románica es un espacio cerrado, estable, que descansa en sí misma, con un interior relativamente amplio, solemne, sereno, en el que la mirada del espectador puede descansar y permanecer en pasividad absoluta. La iglesia gótica, por el contrario, se encuentra en una fase de su génesis, se hace, por decirlo así, ante nuestros ojos, y representa un proceso, no un resultado. La transformación de todo el sistema material en un juego de fuerzas, la disolución de todo lo rígido y estático en una dialéctica de funciones y subordinaciones, esta corriente y afluencia, esta circulación y transformación de energías, despiertan la impresión de que ante nuestros ojos se desarrolla y se decide un conflicto dramático. El efecto dinámico es tan predominante que todo lo demás parece simple medio para este fin. Por esto mismo el efecto producido por un edificio de esta clase no sólo no desmerece por estar inacabado, sino que gana en fuerza y atractivo. La inconclusión de las formas, que es propia de todo estilo dinámico —como se advierte también en el barroco—, no hace más que acentuar la impresión de movimiento infinito e ininterrumpido y la transitoriedad de toda detención en una meta. La predilección moderna por lo inacabado, lo esquemático y lo fragmentario tiene su origen aquí. Desde el gótico, todo gran arte, con la excepción de escasos y efímeros clasicismos, tiene algo de fragmentario en sí, posee una imperfección interna o externa, una detención voluntaria o involuntaria antes de pronunciar la última palabra. Al espectador o al lector le queda siempre algo por hacer. El artista moderno se estremece ante la última palabra, porque siente la inadecuación de todas ellas. Es este un sentimiento desconocido antes del gótico.
Pero un edificio gótico no es sólo un sistema dinámico en sí, sino que además moviliza al espectador y transforma el acto del disfrute del arte en un proceso que tiene una dirección determinada y un desarrollo gradual. Un edificio de este tipo no se deja abarcar en ningún aspecto de una sola ojeada, ni ofrece desde parte alguna una visión perfecta y satisfactoria que abarque la estructura del conjunto, sino que obliga al espectador a mudar continuamente de posición, y sólo en forma de un movimiento, de un acto, de una reconstrucción, le permite hacerse una idea de la obra total[215]. El arte griego de los comienzos de la democracia se encontraba en condiciones sociales análogas a las del gótico, suscitaba en el espectador una actividad semejante. También entonces el espectador era arrancado de la tranquila contemplación de la obra de arte y obligado a participar internamente en el movimiento de los temas representados. La disolución de la forma cúbica cerrada y la emancipación de la escultura frente a la arquitectura son los primeros pasos del gótico en el camino hacia aquella rotación de las figuras por medio de la cual el arte clásico movilizaba al espectador. El paso decisivo es ahora, como entonces, la supresión de la frontalidad. Este principio se abandona ahora definitivamente; en lo sucesivo, sólo reaparece durante brevísimos períodos, y seguramente sólo dos veces en total: a principios del siglo XVI y a finales del siglo XVIII. La frontalidad, con el rigorismo que supone para el arte, es en lo sucesivo algo programático y arcaizante y nunca plenamente realizable. También en este aspecto significa el gótico el comienzo de una tradición nunca abolida hasta el momento presente y con la que ninguna otra posterior puede rivalizar en significación y contenido.
A pesar de la semejanza entre la “ilustración” griega y la medieval y sus consecuencias para el arte, el estilo gótico es el primero que consigue sustituir la tradición antigua por algo completamente nuevo, totalmente opuesto al clasicismo, pero no inferior a él en valor. Hasta el gótico no se supera efectivamente la tradición clásica. El carácter trascendente del gótico era ya propio, ciertamente, del arte románico; éste, incluso, en muchos aspectos, fue mucho más espiritualizado que cualquier otro arte posterior, pero estaba formalmente mucho más cerca de la tradición clásica que el gótico y era mucho más sensualista y mundano. El gótico está dominado por un rasgo que buscamos inútilmente en el arte románico y que constituye la auténtica novedad frente a la Antigüedad clásica. Su sensibilidad es la forma especial en que se compenetran el espiritualismo cristiano y el sensualismo realista de la época gótica. La intensidad afectiva del gótico no era nueva en sí; la época clásica tardía fue también sentimental e incluso patética, y también el arte helenístico quería conmover y arrebatar, sorprender y embriagar los sentidos. Pero era nueva la intimidad expresiva que da a toda obra de arte del período gótico y posterior a él un carácter de confesión personal. Y aquí encontramos otra vez aquel dualismo que invade todas las formas en que se manifiesta el gótico. El carácter de confesión del arte moderno, que presupone la autenticidad y unicidad de la experiencia del artista, tiene, desde entonces, que imponerse contra una rutina cada vez más impersonal y superficial. Pues apenas el arte supera los últimos restos de primitivismo, apenas alcanza la etapa en que no ha de luchar ya con sus propios medios de expresión, aparece el peligro de una técnica siempre preparada y aplicable a discreción. Con el gótico comienza el lirismo del arte moderno, pero con él comienza también el moderno virtuosismo.
LOGIAS Y GREMIOS
Las logias (opus, oeuvre, Bauhütte) eran, en los siglos XII y XIII, comunidades de artistas y artesanos empleados en la construcción de una gran iglesia, generalmente de una catedral, bajo la dirección artística y administrativa de personas comisionadas por la entidad que construía la obra, o que contaban con su aprobación. La función del maestro de obra (magister operis), al que incumbía la provisión de materiales y de la mano de obra, y del arquitecto (magister lapidum), que era responsable de la colaboración artística, de la distribución de las tareas y de la coordinación de las distintas actividades, estuvieron probablemente reunidas, con frecuencia, en una misma mano, pero lo normal era que tales menesteres se distribuyesen entre dos personas. El director artístico y el director administrativo de la construcción guardaban entre sí una relación parecida a la del director y el productor de una película, cuyo trabajo colectivo presenta, por otra parte, el único paralelo perfecto de la organización de las logias medievales. Pero existe entre ambos una diferencia esencial, y es que, por lo común, el director trabaja en cada película con personal distinto, mientras en la logia el cambio de personal no siempre coincidía con el cambio de encargo. Una parte de los operarios constituía el personal estable de la logia, que continuaba ligada al arquitecto después de la terminación de un trabajo, y otra parte cambiaba cada vez y se reclutaba en el curso del mismo.
Como sabemos, ya entre los egipcios había una especie de equipos artísticos[216], y sabemos también que los griegos y los romanos contrataban en grupo corporaciones enteras para realizar las grandes empresas. Pero ninguna de estas asociaciones tenía el carácter de estas logias cerradas en sí y con administración propia. Un grupo profesional autónomo de esta clase hubiera sido incompatible con el espíritu de la Antigüedad clásica. Y si en la Alta Edad Media hubo algo semejante a una logia de este tipo, no era otra cosa que el mero trabajo en común de los talleres de un monasterio ocupados en una determinada construcción. Les faltaba, en cambio, una de las características esenciales de las asociaciones posteriores: la movilidad. Es cierto que las logias del período gótico, cuando la construcción de la iglesia se demoraba largamente, permanecían frecuentemente durante generaciones enteras en el mismo lugar; pero cuando el trabajo se terminaba o se interrumpía, se desplazaban nuevamente bajo la dirección de su arquitecto para asumir nuevos encargos[217]. La libertad de movimiento, que tuvo una importancia fundamental para toda la producción artística de la época, no se manifestaba, por otra parte, tanto en el cambio de lugar de ios constructores agrupados como en la vida errabunda de los artesanos aislados, en su ir y venir y en su pasar de una logia a otra. Ciertamente, encontramos ya en los talleres de los conventos mano de obra extraña y adventicia, pero la mayoría de los trabajadores empleados en estos talleres estaba formada por monjes del convento mismo, que oponían una fuerte resistencia a las influencias extrañas y mudables. Mas tan pronto como cesa la estabilidad local del trabajo, y con ella la continuidad y la relativa lentitud de la evolución histórica, la producción se desplaza de los conventos a las logias y pasa a manos de laicos. En lo sucesivo se acogen estímulos de cualquier origen y se difunden por todas partes.
Los constructores de la época románica tenían que limitarse predominantemente a la prestación laboral de sus siervos y vasallos; pero cuando fue posible disponer de dinero, el empleo en gran escala de mano de obra libre y foránea se hizo más fácil y pudo así formarse gradualmente un mercado laboral interregional. La extensión y el ritmo de la actividad constructora se rigen en lo sucesivo por las disponibilidades de medios de pago, y la prolongación durante siglos de la construcción de las catedrales góticas se explica, sobre todo, por las periódicas carencias de dinero. Cuando se disponía de dinero, se construía rápida e ininterrumpidamente; pero cuando faltaba éste, la actividad constructora se tornaba lenta y, en ocasiones, cesaban totalmente. De esta forma se desarrollaban, conforme a los medios financieros de que disponían, dos modos distintos de organización del trabajo: una actividad constructora con personal generalmente estable y una producción intermitente e irregular de artistas y artesanos, con un número mayor o menor, según las circunstancias[218].
Cuando, con el resurgir de las ciudades y el desarrollo de la economía monetaria, el elemento laico tomó la iniciativa en la industria de la construcción, careció al principio de una forma de organización que pudiera sustituir la disciplina de los talleres monásticos. Además, la construcción de una catedral gótica era en sí una empresa más complicada y larga que la construcción de una iglesia románica; implicaba un gran incremento del número de operarios ocupados, y su ejecución exigía un período de tiempo más largo por razones intrínsecas y, como se ha dicho ya, también frecuentemente extrínsecas. Estas circunstancias requerían una regulación más precisa del trabajo, distinta de los métodos tradicionales. La solución fue la logia, con sus disposiciones exactas sobre la admisión, retribución e instrucción de la mano de obra, con su jerarquía del arquitecto, el maestro y los oficiales, con la limitación del derecho a la propiedad artística individual y la subordinación incondicional de lo particular a las exigencias del trabajo artístico común. Lo que se trataba de conseguir era una división e integración ordenadas del trabajo, una especialización máxima y una coordinación perfecta de las actividades particulares. Pero este propósito no podía alcanzarse sin una verdadera orientación común de todos los interesados. Solamente mediante la subordinación voluntaria de las aspiraciones personales a los deseos del arquitecto y el continuo e íntimo contacto entre el director artístico de la obra y cada uno de sus colaboradores era posible lograr la deseada armonización de las diferencias individuales sin destruir la calidad artística de las aportaciones particulares. ¿Pero cómo fue posible tal división del trabajo en un proceso espiritual tan complejo como la creación artística?
En esta cuestión hay dos opiniones completamente opuestas y sólo semejantes por su común carácter romántico. Una se inclina a ver justamente en la colectividad de la producción artística el presupuesto de su éxito más rotundo; la otra cree, por el contrario, que la atomización de las tareas y la limitación de la libertad individual ponen al menos en peligro la realización de una auténtica obra de arte. La actitud positiva se refiere principalmente al arte medieval; la negativa, sobre todo, al cine. Ambos puntos de vista, a pesar de la contradicción de sus resultados, se basan en la misma concepción de la esencia de la creación artística: ambos consideran que la obra de arte es producto de un acto creador unitario, indiferenciado, indivisible y casi divino.
El Romanticismo del siglo XIX personificaba el espíritu colectivo de las logias en una especie de alma popular o de grupo; individualizaba, pues, algo fundamentalmente no individual, y hacía que la obra —que era la creación común de una colectividad— naciese de este alma de grupo concebida cómo unitaria e individual. Los críticos cinematográficos, por el contrario, no tratan de ocultar en modo alguno el carácter colectivo, esto es, la estructura compuesta del trabajo cinematográfico, e incluso acentúan su carácter impersonal —o, como suele decirse, “mecánico”—, pero ponen en entredicho el valor artístico del producto precisamente por la impersonalidad y la atomización del proceso de creación. Olvidan, sin embargo, que también el modo de trabajar del artista individual e independiente está muy lejos de ser tan unitario y orgánico como quiere la estética romántica. Todo proceso espiritual medianamente complejo —y la creación artística es de los más complicados— se compone de toda una serie de funciones más o menos independientes, conscientes e inconscientes, racionales e irracionales, cuyos resultados tiene que examinar por igual la inteligencia crítica del artista y someterlos a una redacción conclusiva, lo mismo que el director de la logia examinaba las aportaciones particulares de sus operarios, las corregía y las armonizaba. La idea de la unidad perfecta de las facultades y funciones psíquicas es una función romántica tan insostenible como la hipótesis de un alma popular o de grupo, independiente, fuera de las almas individuales. Las almas individuales, si se quiere, representan sólo partes y refracciones de un alma colectiva, pero este alma colectiva existe única y exclusivamente en sus componentes y refracciones. Y, de igual manera, el alma individual se exterioriza habitualmente sólo en sus funciones particulares; la unidad de su actitudes —fuera del estado de éxtasis, que no es adecuado para el arte— debe ser ganada por medio de dura lucha, no es un regalo del momento fugitivo.
La logia, como asociación laboral, corresponde a una época en la que la Iglesia y los municipios eran prácticamente los únicos interesados en las obras de arte plástico. Esta clientela era relativamente pequeña, sus encargos sólo se hacían periódicamente y en la mayoría de los casos eran pronto satisfechos. El artista debía cambiar frecuentemente el lugar de su actividad para encontrar trabajo. Pero no debía andar solo y sin apoyo por el mundo; la logia, a la que podía agregarse, poseía la elasticidad que las circunstancias requerían: se establecía en un lugar y permanecía en él mientras había trabajo, y tan pronto como no había nada que hacer se marchaba y se establecía de nuevo donde encontraba nueva ocupación. Dadas las circunstancias, ello ofrecía un amplio margen de seguridad. Un operario hábil podía permanecer en su agrupación mientras quisiera, pero era muy libre de pasar a otra logia o, si le agradaba la vida sedentaria, agregarse a una de las grandes logias permanentes de las catedrales de Chartres, Reims, París, Estrasburgo, Colonia o Viena. Sólo cuando la capacidad de adquisición de la burguesía ciudadana crece tanto que sus miembros constituyen, también como particulares, una clientela regular para la producción artística, puede el artista desvincularse de la logia y establecerse en una ciudad como maestro independiente[219]. Este momento llega en el curso del siglo XIV. Al principio fueron sólo los pintores y los escultores los que se emanciparon de la logia para hacerse empresarios por cuenta propia; los operarios de la construcción, en cambio, permanecieron agrupados todavía casi dos siglos, pues el simple ciudadano, como constructor en el que pudieran apoyarse, no aparece hasta finales del siglo XV. Entonces el operario de la construcción abandonó también las agrupaciones de las logias y se agregó a la organización de los gremios, a la que pintores y escultores pertenecían hacía ya mucho tiempo.
La concentración de los artistas en las ciudades y la competencia que se desarrolló entre ellos hicieron necesarias, desde el principio, medidas económicas colectivas que se podían aplicar infinitamente mejor en el marco de la organización gremial, administración autónoma que se había dado ya hacía siglos a las restantes industrias. Los gremios surgían en la Edad Media donde quiera que un grupo profesional se sentía amenazado en su existencia económica por la afluencia de competidores forasteros. El objeto de la organización era la exclusión o, al menos, la limitación de la competencia. La democracia interna, que al principio era todavía efectiva, se manifestó externamente ya desde el primer momento en forma del más intolerante proteccionismo. Los reglamentos tendían única y exclusivamente a proteger al productor y nunca al consumidor, como se quería aparentar y como quiere hacer creer todavía la idealización romántica de los gremios. La abolición de la libre competencia implicaba desde el primer momento el más grave perjuicio para los consumidores. Incluso las exigencias mínimas puestas a la calidad de los productos industriales no se imponían en absoluto por altruismo, sino que estaban formuladas con la agudeza suficiente para asegurar una venta regular y constante[220]. Pero el Romanticismo, que trataba de oponer los gremios al industrialismo y al comercialismo de la época liberal, no sólo negó el carácter originariamente monopolista y él predominio de los fines egoístas en los gremios, sino que quiso descubrir en la organización corporativa del trabajo, en los patrones de calidad válidos para todos, y en las medidas públicas de inspección, un medio para la “exaltación de la artesanía a la categoría de arte”[221]. Frente a este “idealismo”, Sombart afirma, con razón, que “la mayoría de los artesanos no alcanzó nunca un alto nivel artístico” y que el oficio y producción artística han sido siempre dos cosas completamente distintas[222]. Pero aun cuando los estatutos de las organizaciones gremiales hayan podido contribuir al mejoramiento de la calidad de los productos industriales —que, naturalmente, no tiene nada que ver con el arte—, constituyeron para el artista un obstáculo y un estímulo al mismo tiempo. Sin embargo, los gremios, por antiliberales que fueran en sí, representan un progreso real con respecto a las logias, precisamente desde el punto de vista de la libertad artística.
La diferencia fundamental entre las logias y los gremios consiste en que las primeras son una organización laboral jerárquica de asalariados, mientras los segundos, al menos originariamente, son una asociación igualitaria de empresarios independientes. Las logias constituyen una colectividad unitaria en la que ninguno, ni siquiera el arquitecto o el maestro de obra, es libre, pues también él debe seguir un programa ideal trazado por la autoridad eclesiástica y generalmente elaborado hasta en sus mínimos detalles. Por el contrario, en los talleres individuales que componen los gremios, los maestros no sólo son dueños de emplear su tiempo como quieran, sino que, además, disponen de libertad en lo que se refiere a la elección de sus medios artísticos. Los estatutos de los gremios, a pesar de toda su estrechez de miras, sólo contienen habitualmente prescripciones técnicas y no se extienden a las cuestiones puramente artísticas, a diferencia de las directrices a que debían atenerse los artistas de las logias. Dentro de ciertos límites, en la mayoría de los casos aceptados como obvios, las normas gremiales, aunque limiten la libertad de movimientos del maestro, no le prescriben qué cosa debe hacer o no hacer. La personalidad artística como tal no ha sido ciertamente reconocida todavía; el taller del artista está todavía organizado como cualquier otra industria artesana, y el artista no se siente humillado en lo más mínimo por el hecho de pertenecer al mismo gremio que el guarnicionero; pero el maestro independiente, abandonado a sí mismo y único responsable de toda su obra, de la Baja Edad Media, preludia ya al moderno artista libre[223].
Nada expresa la tendencia de la evolución artística medieval más claramente que el hecho de que el sitio de trabajo del artista se aleje gradualmente de la fábrica de la iglesia. En el período románico todo el trabajo artístico se desarrollaba en el edificio mismo. La decoración pictórica de las iglesias se compone exclusivamente de pinturas murales, que, naturalmente, no pueden ejecutarse más que en el lugar mismo. Pero también el adorno plástico del edificio nace sobre el andamio; el escultor trabaja après la pose, esto es, labra y cincela la piedra después que el cantero la ha encastrado en la pared. Con la aparición de las logias en el siglo XII —como observa ya Viollet-le-Duc— sobreviene un cambio también en este aspecto. La logia ofrece al escultor un lugar de trabajo más cómodo y mejor equipado técnicamente que el andamio. Ahora el escultor confecciona, en la mayoría de los casos, sus esculturas del principio al fin en un local especial, por lo tanto, ya no en la iglesia, sino junto a ella. Al edificio se aplican los fragmentos ya previamente preparados. El cambio no sobreviene, sin embargo, tan bruscamente como supone Viollet-le-Duc[224]; pero, de cualquier manera, aquí se inicia la evolución que lleva a la independencia del trabajo escultórico y prepara la separación de la escultura con respecto a la arquitectura. La sustitución gradual de los frescos por las tablas expresa la misma tendencia en el campo de la pintura. La última fase de la evolución está constituida por la separación completa del lugar de trabajo y el edificio en construcción. El escultor y el pintor abandonan la fábrica de la iglesia, se retiran a sus propios talleres y en algunas ocasiones ni siquiera llegan a ver las iglesias para las que tienen que ejecutar cuadros y tabernáculos.
Toda una serie de características estilísticas del gótico tardío se encuentra en relación directa con la separación del lugar de trabajo del sitio a que está destinada la obra de arte. El carácter sorprendentemente más moderno del arte de la Baja Edad Media —la modestia burguesa de sus productos y la carencia de monumentalidad y de pretensiones en su tamaño— está en relación, sobre todo, con el paso de la producción artística desde la logia al estudio del maestro. Los burgueses, en cuanto particulares, no encargan capillas sepulcrales o ciclos de frescos, sino tabernáculos y cuadros para los altares, pero los encargan a centenares y a millares. Estos géneros están en correspondencia tanto con la capacidad adquisitiva como con el gusto de la burguesía, y se adaptan al mismo tiempo a las posibilidades de la pequeña industria del artista independiente. En el angosto espacio del estudio ciudadano y con el escaso personal auxiliar que el maestro tiene a su disposición no se pueden realizar más que tareas relativamente modestas. Estas circunstancias fomentan también el uso de la madera, ligera, fácilmente trabajable y barata. Es difícil decir si la elección del tamaño pequeño y de los materiales modestos es la expresión del cambio estilístico consumado ya, o si hay que entrever en el nuevo estilo, más flexible, más vario y expresivo, la consecuencia de estas circunstancias de orden material. Las pequeñas proporciones y el material más manejable invitan en cualquier caso a realizar innovaciones y experiencias y favorecen de antemano la evolución hacia un estilo más dinámico, más expansivo y tendente al enriquecimiento de los motivos[225].
La circunstancia de que el tránsito de lo grande, pesado y grave a lo pequeño, ligero o íntimo se observe no sólo en las figuras de madera de los retablos, sino también en los monumentos de piedra de aquella época, no prueba en sí nada acerca de la influencia del material sobre el estilo; incluso nada es más natural que pase a la piedra el estilo de la escultura en madera en un período en que este género se vuelve el predominante. Pero, como quiera que sea, en cualquier formato y en cualquier material las formas artísticas se inclinan ahora a lo gentil, a lo gracioso y refinado; son los testimonios del primer triunfo del virtuosismo moderno, de la técnica demasiado fácil, de los medios en extremo manejables y que no ofrecen resistencia alguna. Pero este virtuosismo no es, en cierto modo, más que un síntoma de la evolución que en el gótico tardío, en la época de la economía monetaria totalmente desarrollada y de la producción mercantil, conduce a la industrialización de la pintura y de la escultura y hace surgir un gusto artístico para el que la pintura se convierte en un adorno de la pared y la estatua en un objeto del mobiliario.
Se puede e incluso se debe establecer esta correspondencia entre la historia de los estilos y la historia de la organización del trabajo. Pero sería ocioso preguntarse cuál es el elemento primario y cuál el secundario. Basta con señalar a este propósito que, a finales de la Edad Media, artistas sedentarios, pequeños estudios de carácter industrial y materiales baratos y dóciles van de la mano con un formato gracioso y pequeño y con formas juguetonas y caprichosas.
EL ARTE BURGUÉS DEL GÓTICO TARDÍO
La Baja Edad Media no sólo tuvo una burguesía triunfante, sino que ella misma es una época burguesa. La economía ciudadana monetaria y mercantil, que determina la orientación de toda la evolución a partir de la Plena Edad Media, conduce a la independencia política y cultural y posteriormente a la hegemonía intelectual del elemento burgués. Pues, lo mismo que en la economía, también en el arte y en la cultura representa esta clase social la dirección más progresista y fecunda. Pero la burguesía de la Baja Edad Media es un organismo social extraordinariamente complejo, con muy diversas esferas de intereses, y cuyas fronteras, por arriba y por abajo, son completamente fluctuantes. La antigua uniformidad, los fines económicos comunes y las aspiraciones políticas igualitarias han cedido el paso a una tendencia irresistible, que conduce a la diferenciación basada en el nivel económico. No sólo la pequeña y la gran burguesía, el comercio y la artesanía, el capital y el trabajo se separan entre sí cada vez más decididamente, sino que surgen también numerosos estados de transmisión entre la empresa capitalista y la pequeña industria, de un lado, y entre el patrono independiente y el proletariado obrero, de otro. En los siglos XII y XIII la burguesía luchaba todavía por asegurar su existencia material y su libertad; ahora lucha por conservar sus privilegios frente al elemento nuevo proveniente de abajo. El estrato progresista que luchaba por el avance social se ha convertido en una clase conservadora y completa.
La inquietud que en el siglo XII estremeció la estabilidad de las condiciones feudales y que había crecido continuamente desde entonces, alcanza su punto culminante en las revueltas y luchas de jornales de la Baja Edad Media. Toda la sociedad se ha tornado inestable. La burguesía, saturada y segura, aspira a conseguir el prestigio de la nobleza y trata de imitar las costumbres aristocráticas; la nobleza, a su vez, trata de adaptarse al espíritu económico mercantil y a la ideología racionalista de la burguesía. El resultado es una amplia nivelación de la sociedad: de un lado, el ascenso de la clase media, y, de otro, el descenso de la aristocracia. La distancia entre las altas capas de la burguesía y las más bajas y menos dotadas de la nobleza se acorta; mientras tanto, las diferencias económicas se hacen cada vez más insuperables, el odio del caballero pobre contra el burgués rico se vuelve implacable, y la oposición entre el jornalero sin derechos y el maestro privilegiado se torna irreductible.
Pero la estructura de la sociedad medieval muestra ya también en lo alto peligrosas grietas. La espina dorsal de la vieja y poderosa clase feudal que desafiaba a los príncipes se ha roto. El tránsito de la economía natural a la economía monetaria hace que la alta nobleza, más o menos independiente, se convierta también en clientela del rey. Como resultado de la disolución de la servidumbre de la gleba y de la transformación de las posesiones feudales en tierras arrendadas o cultivadas por jornaleros libres, los propietarios particulares pueden haberse empobrecido o enriquecido, pero no disponen ya de la gente con la que antes podían guerrear contra el rey. La nobleza feudal desaparece y es sustituida por la nobleza cortesana, cuyos privilegios provienen de su posición al servicio del rey. El séquito de los príncipes se componía, antes también, de nobles naturalmente, pero éstos eran independientes de la corte o podían independizarse en cualquier momento. En cambio, ahora toda la existencia de la nueva nobleza cortesana depende del favor y la gracia del rey. Los nobles se convierten en funcionarios cortesanos, y los funcionarios cortesanos se ennoblecen. La antigua nobleza de espada se mezcla con la nueva nobleza de diploma, y en esta nueva nobleza, híbrida, medio cortesana y medio burocrática, que forman en lo sucesivo, ya no son siempre los miembros de la antigua nobleza los que desempeñan los papeles más importantes. Los reyes escogen sus consejeros jurídicos y sus economistas, sus secretarios y sus banqueros preferentemente en los estratos de la burguesía; el valor profesional es el que decide la elección. También aquí se imponen los principios de la economía monetaria, es decir, el criterio de la capacidad de competencia, la indiferencia por los medios conducentes a un fin y la transformación de las relaciones personales en referencias objetivas. El nuevo Estado, que tiende al absolutismo, ya no se funda en la fidelidad del vasallo y en su lealtad, sino en la dependencia material de una burocracia asalariada y en un ejército mercenario permanente. Pero esta metamorfosis sólo se hace posible cuando los principios de la economía monetaria ciudadana se extienden a toda la administración estatal, y cuando resulta posible procurarse los medios necesarios para mantener un sistema tan costoso.
La estructura de la nobleza se transforma al mismo tiempo que la del Estado, pero se mantiene vinculada a su propio pasado. En cambio la caballería decae constantemente como única clase guerrera y portadora de la cultura laica. El proceso es muy largo y los ideales caballerescos no pierden de la noche a la mañana su brillo seductor, al menos a los ojos de la burguesía. Pero, en el fondo, todo prepara la derrota de Don Quijote. Se ha atribuido la decadencia de la caballería a las nuevas técnicas guerreras de la Baja Edad Media, y se ha hecho notar que la pesada caballería, siempre que se enfrentó con la infantería de las nuevas tropas mercenarias o con las tropas de a pie de las hermandades campesinas, sufrió graves descalabros.
La caballería huyó ante los arqueros ingleses, ante los lansquenetes suizos y ante el ejército popular polaco-lituano, esto es, ante cualquier clase de armamento distinto del suyo y ante toda fuerza militar que no aceptase de antemano las reglas de combate caballerescas. Pero las nuevas técnicas guerreras no fueron la verdadera razón de la decadencia de la caballería. Estas técnicas no eran más que un síntoma, y en ellas no se expresaba otra cosa que el racionalismo del nuevo mundo burgués, al que la caballería no se avenía en absoluto. Las armas de fuego, el anonimato de la infantería, la rígida disciplina del ejército de masas; todo esto significaba la mecanización y racionalización de la guerra y la inactualidad de la actitud individual y heroica de la caballería. Las batallas de Crécy, Poitiers, Azincourt, Nicópolis, Varna y Sempach no se perdieron por razones técnicas, sino porque los caballeros no formaban un verdadero ejército, sino unidades sueltas e indisciplinadas de aventureros que colocaban la gloria personal por encima de la victoria colectiva[226]. La conocida tesis de la democratización del servicio militar a consecuencia de la invención de las armas de fuego y la institución, por esta razón, de las tropas de infantería mercenaria, que hizo que la caballería perdiese su objeto, sólo puede admitirse con grandes limitaciones.
Las armas de la caballería, como se ha objetado con razón frente a esta doctrina[227], no se volvieron inútiles por el uso del mosquete y el arcabuz, sin contar con que la infantería luchaba por lo común con picas y ballestas y no con armas de fuego. La Baja Edad Media constituyó incluso el momento culminante en el desarrollo de la armadura pesada caballeresca, y la caballería mantuvo su importancia, frecuentemente decisiva, al lado de la infantería hasta la Guerra de los Treinta Años. Por lo demás, no es cierto, en absoluto, que la infantería estuviese compuesta exclusivamente por campesinos; en sus filas encontramos hijos tanto de burgueses como de nobles. La caballería se convirtió ahora en algo anacrónico, no porque hubiesen envejecido sus armas, sino porque habían envejecido su “idealismo” y su irracionalismo. El caballero no comprendía los móviles de la nueva economía, de la nueva sociedad y del nuevo Estado; seguía considerando a la burguesía, con su dinero y su “espíritu de mercachifle”, como una anomalía. El burgués sabía mucho mejor cómo conducirse con el caballero. Intervenía gustosamente en las mascaradas de los torneos y las cortes de amor, pero todo esto no era para él más que un juego; en sus negocios era seco, duro y sin ilusión; en una palabra: nada caballero.
Mucho más íntimamente que con la nobleza feudal, la burguesía se mezcla con las “grandes familias” ciudadanas. Los “nuevos ricos” son paulatinamente considerados por el antiguo patriciado como sus iguales y, finalmente, son plenamente asimilados por el matrimonio. No todo rico ciudadano es sin más un patricio, pero nunca le ha sido más fácil al plebeyo pasar a las filas de la aristocracia con la simple ayuda de su riqueza. La antigua nobleza ciudadana y los nuevos capitalistas se dividen el gobierno de la ciudad y constituyen la nueva clase dirigente, cuyo rasgo característico fundamental es su capacidad para pertenecer al concejo. De esta clase forman parte también aquellas familias cuyos miembros no tienen un puesto en el concejo, pero que, por su situación económica, son considerados en plano de igualdad por los consejeros y pueden ingresar en sus familias a través del matrimonio. Esta clase de hombres notables que directa o indirectamente desempeñan los cargos ciudadanos constituye en lo sucesivo una casta rígidamente cerrada; sus costumbres tienen un carácter totalmente aristocrático y su hegemonía se funda en un monopolio de los cargos y las dignidades casi tan exclusivo como había sido antaño el de la nobleza feudal. Pero el verdadero fin y sentido del predominio de esta clase es asegurar el monopolio económico para sus miembros. Sobre todo en cuestión de grandes negocios de exportación los miembros de esta clase dominan ya el mercado, puesto que son poseedores de las reservas de materias; pasan de industriales a comerciantes y distribuidores, y hacen trabajar a otros para sí, limitándose a proveer de la materia prima y a pagar un salario fijo por el trabajo.
La antigua igualdad de los artesanos organizados en los gremios cede el paso a una diferenciación graduada por el poder político y los medios financieros[228]. Primeramente, los pequeños maestros son expulsados de los gremios superiores; después, aquéllos se cierran contra el aflujo proveniente de abajo e impiden a los compañeros más pobres llegar al grado de maestros. Los pequeños artesanos pierden poco a poco toda su influencia en el gobierno de la ciudad, principalmente en la distribución de las cargas y los privilegios económicos, y, finalmente, se resignan al destino de una pequeña burguesía desheredada. Los oficiales descienden al nivel de asalariados permanentes, y, expulsados de los gremios, se reúnen en nuevas agrupaciones. De este modo se va formando desde el siglo XIV una peculiar clase obrera excluida de toda posibilidad de medro social, que forma el sustrato de la nueva forma de producción, muy semejante ya a nuestra moderna industria[229].
El problema de si ya en la Edad Media se puede hablar de capitalismo depende de la definición que se dé a este término. Si se entiende por economía capitalista el aflojamiento de los vínculos corporativos, la expansión progresiva de la producción más allá de las fronteras, pero también la seguridad ofrecida por la corporación, es decir, una actividad económica y mercantil por cuenta propia, guiada por la idea de la competencia y encaminada a la ganancia, se debe decir efectivamente que la Plena Edad Media pertenece ya a la era capitalista. Si, por el contrario, se tiene esta definición por inexacta y se considera la utilización de mano de obra extraña por parte de las empresas y el dominio del mercado laboral por la posesión de los medios de producción —en una palabra, la conversión del trabajo de servicio en mercancía— como la característica más importante del concepto del capitalismo, el comienzo de la era capitalista ha de fijarse del siglo XIV al XV. Tampoco se puede hablar todavía en la Baja Edad Media, naturalmente, de una auténtica acumulación del capital, ni de grandes reservas líquidas en el sentido moderno, como no puede hablarse de una economía coherentemente racionalista, regulada única y exclusivamente por los principios del rendimiento, la planificación y la oportunidad. Pero la tendencia al capitalismo es inconfundible desde este momento. El individualismo económico, la extinción gradual de la idea de corporación y la despersonalización de las relaciones humanas ganan terreno por todas partes. Por lejana que permanezca todavía del concepto integral de capitalismo, esta época está ya bajo el signo de las nuevas formas económicas y bajo el dominio de la burguesía en cuanto representante de los nuevos modos de producción capitalistas.
En la Plena Edad Media la burguesía ciudadana no intervenía todavía de manera directa en la cultura. Los elementos burgueses eran, como artistas, poetas y pensadores, simplemente agentes del clero y de la nobleza, es decir, ejecutores y mediadores de una concepción que no tenía raíces en su mentalidad. En la Baja Edad Media estas relaciones cambian radicalmente. Las costumbres caballerescas, el gusto cortesano y las tradiciones eclesiásticas siguen siendo en muchos aspectos decisivos para el arte y la cultura burguesas; pero ahora es la burguesía la auténtica sustentadora de la cultura. La mayoría de los encargos de obras de arte provienen los ciudadanos particulares, no del rey o de los prelados, como en la Alta Edad Media, o de las cortes o los municipios, como en el período gótico. La nobleza y el clero, ciertamente, no dejan de participar en el arte como fundadores y grandes constructores, pero su influencia no es ya creadora. Los estímulos renovadores provienen casi siempre de la burguesía.
La concepción artística de una clase tan compleja y escindida por tan íntimos contrastes como ésta no podía, naturalmente, ser uniforme. No se debe, por ejemplo, pensar que fuese completamente popular, pues, por distintos que fueran los fines artísticos y los criterios axiológicos de la burguesía de los del clero y la nobleza, no eran totalmente ingenuos y populares, esto es, comprensibles sin premisas culturales. El gusto de un comerciante burgués podía ser más “vulgar”, más realista y más material que el de un constructor de la época de plenitud del gótico, pero no era por ello más simple ni menos extraño a la concepción del pueblo bajo. Las formas de una pintura o una escultura gótica tardía, inspiradas en el gusto burgués, eran frecuentemente más refinadas y caprichosas que las formas correspondientes de una obra de arte de la plenitud del gótico.
El carácter popular del gusto se manifiesta mejor en la literatura, que también ahora, como casi siempre que se trata de un “patrimonio cultural decaído”, llega a estratos sociales más profundos, que en las artes plásticas, cuyos productos son accesibles sólo a los ricos. Pero también el carácter popular de aquélla consiste en que la mayoría de los géneros manifiestan un espíritu menos prevenido, dispuesto a desprenderse con mayor facilidad de los prejuicios morales y estéticos de la caballería. No encontramos en ninguno de estos géneros auténtica poesía popular; en ninguno logra triunfar la concepción artística espontánea del pueblo, independiente de la tradición literaria de las clases superiores. Las fábulas de animales de la Edad Media han sido consideradas siempre por la historia de la literatura y por el folklore como la expresión directa del alma popular. Según la teoría romántica, que disfrutó hasta hace poco de aceptación general, las fábulas de animales, mantenidas por la transmisión oral, pasaron del simple pueblo analfabeto a la literatura, y constituyen el resultado tardío y en parte falseado de las formas originales creadas por el pueblo. En realidad, el proceso de evolución parece haberse realizado en sentido inverso. No conocemos apólogos más antiguos que el Roman de Renart; las fábulas francesas, finlandesas y ucranianas que poseemos se derivan todas del apólogo literario, del que también desciende probablemente la misma poesía fabulística de la Edad Media[230]. Igual podría decirse de la canción popular de la Baja Edad Media; no es más que el brote tardío de la lírica de los trovadores y los vagantes, la simplificación y popularización de la canción de amor literaria. La canción popular fue difundida por los juglares más humildes, que “cantaban y tocaban música para la danza y al mismo tiempo recitaban las canciones que se acostumbra llamar canciones populares de los siglos XIV, XV y XVI, y que eran cantadas a coro también por los danzarines… Mucho de lo que elaboraba la poesía latina de entonces pasó, a través de ellos, al canto popular”[231]. Y, por fin, es cosa bastante conocida y no es preciso insistir más en ello que los llamados “libros populares” de la Baja Edad Media no son más que la versión vulgar y prosaica de las antiguas novelas caballerescas cortesanas.
Solamente en un género literario, el drama, encontramos algo que puede constituir una poesía popular gótica tardía. Pero tampoco el drama es, naturalmente, una creación original del “pueblo”. Sin embargo, tenemos en él, al menos, la continuación de una auténtica tradición popular, transmitida por el mimo desde la más remota antigüedad y recogida en el drama sacro y profano de la Edad Media. Con la tradición del mimo pasaron también al teatro medieval numerosos temas de la poesía artística, sobre todo de la comedia romana; pero la mayoría de ellos tenían raíces tan profundas en el terreno popular que aquí el pueblo no hace más que recobrar en gran parte algo que era propiedad cultural suya. El teatro religioso medieval es, empero, auténtico arte popular, pues no sólo sus espectadores, sino también sus actores provienen de todos los estratos de la sociedad. Los miembros de la compañía son clérigos, comerciantes, artesanos y también, en parte, gente del pueblo, aficionados, en una palabra, en contraste con los actores del teatro profano, que son mimos, danzantes y cantores profesionales.
El espíritu del diletantismo, que no pudo imponerse en las artes plásticas hasta tiempos modernos, se impone en la poesía medieval siempre que los elementos portadores de la cultura cambian de clase. También los trovadores fueron al principio simples aficionados, y sólo gradualmente se transformaron en poetas profesionales. Después de hundirse la cultura cortesana, una gran parte de estos poetas, cuya existencia se apoyaba en un empleo más o menos regular en las cortes, se queda sin trabajo y desaparece paulatinamente. La burguesía no es por el momento bastante rica ni tiene exigencias literarias suficientes para acogerlos y mantenerlos a todos. El lugar de los juglares vuelve a ser ocupado en parte por aficionados, los cuales siguen atendiendo sus ocupaciones burguesas y dedican a la poesía y al drama sólo sus horas de ocio.. Ellos llevan a la poesía el espíritu de su artesanía, e incluso acentúan y exageran el elemento técnico de la creación poética, como si con esto quisieran compensar su afición, que no se ajusta a su sólida existencia artesana. Se agrupan, como los actores del drama religioso, en asociaciones de tipo gremial, sometiéndose a una multitud de reglas, preceptos y prohibiciones que recuerdan en muchos aspectos los estatutos de los gremios. Este espíritu artesano no sólo se manifiesta en la poesía de los artesanos aficionados, sino también en las obras de los poetas profesionales, que, con el mismo espíritu de artesanía se llaman “maestros” y “maestros cantores” y se consideran muy por encima de los humildes juglares. Estos “maestros cantores” inventan dificultades artificiales, sobre todo en la técnica del verso, para eclipsar con su virtuosismo y su doctrina a la masa inculta de los juglares. Esta poesía académica, que tanto en el aspecto formal como en el del contenido se aferra a la ya anticuada poesía caballeresca cortesana, es no sólo la forma artística más lejana del gusto naturalista del gótico tardío y, por lo tanto, la forma artística menos popular, sino también el género literario menos fecundo de la época.
El naturalismo del gótico, en su período de plenitud, corresponde, en cierta medida, al naturalismo de la época clásica griega. La pintura de la realidad se mueve, tanto en uno como en la otra dentro de los límites de severas formas de composición, y se abstiene de dar entrada a detalles particulares que podrían hacer peligrar la unidad de la composición. El naturalismo del gótico tardío, en cambio, rompe esta unidad formal, como la había, roto el arte del siglo IV a. de C. y el de la época helenística, y se entrega a la imitación de la realidad, despreciando de un modo casi brutal a veces la estructura formal. La singularidad del arte de la Baja Edad Media no está en el naturalismo mismo, sino en el descubrimiento del valor intrínseco de este naturalismo, que en lo sucesivo tiene su fin frecuentemente en sí mismo, y no está ya —o por lo menos no está totalmente— al servicio de un sentido simbólico, de una significación sobrenatural. La relación con lo sobrenatural no falta ciertamente en él, pero la obra de arte es, en primer lugar, una copia de la naturaleza y no un símbolo que se sirve de las formas naturales solamente como de un medio para lograr un propósito extraño. La mera naturaleza no tiene todavía un significado en sí misma, pero es ya suficientemente interesante para ser estudiada y representada por sí.
En la literatura burguesa de la Baja Edad Media, en la fábula y la farsa, en la novela en prosa y el cuento, se manifiesta ya un naturalismo totalmente profano, jugoso y recio, que se opone de la forma más extrema al idealismo de las novelas caballerescas y a los sentimientos sublimados de la lírica amorosa aristocrática. Por vez primera encontramos aquí caracteres vivos y verdaderos. Comienza ahora el predominio de la psicología en la literatura.
Seguramente también en la literatura medieval precedente se encuentran ya rasgos de caracteres exactamente observados —la Divina Comedia está llena de ellos—; pero tanto para Dante como incluso para Wolfram de Eschenbach, lo más importante no es la individualidad psicológica de las figuras, sino su significación simbólica. Las figuras no tienen en sí mismas su sentido ni la razón de su existencia, sino que reflejan más bien un significado que trasciende su existencia individual. La descripción de caracteres en la literatura de la Baja Edad Media se diferencia de la técnica representativa de las épocas precedentes principalmente en que ahora el poeta no encuentra casualmente los rasgos característicos de sus figuras, sino que los busca, los colecciona y los acecha. Pero, en gran medida, esta vigilancia psicológica es más que otra cosa un producto de la vida ciudadana y de la economía mercantil. La concentración de muchos hombres distintos en una ciudad, la riqueza y el frecuente cambio de los tipos que se encuentran cada día, agudizan de por sí los ojos para descubrir las peculiaridades de carácter. Pero el verdadero impulso que lleva a la observación psicológica proviene de que el conocimiento de los hombres y la justa valoración psicológica del prójimo, con vistas al negocio, son los requisitos intelectuales más importantes para el comerciante. Las condiciones de la vida urbana y de la economía monetaria, que arrancan al hombre de un mundo estático vinculado a la costumbre y a la tradición y le lanzan a otro en el que las personas y las circunstancias cambian constantemente, explican también que el hombre sienta ahora un interés nuevo por las cosas de su contorno inmediato. Puesto que este contorno es ahora el verdadero teatro de su vida, en él ha de mantenerse; pero para mantenerse en él, ha de conocerlo. Y así, todo detalle de la vida se convierte en objeto de observación y de representación. No sólo el hombre, sino también los animales y las plantas, no sólo la naturaleza viviente, sino también los enseres, los vestidos y los arreos se convierten en temas que poseen una validez artística intrínseca.
El hombre de la época burguesa de la Baja Edad Media considera el mundo con ojos diferentes y desde un punto de vista distinto que sus antepasados, interesados únicamente por la vida futura. Está, por decirlo así, al borde del camino por el que discurre la vida multicolor, inextinguible e incontenible, y no sólo encuentra muy digno de observación todo lo que allí se desarrolla, sino que se siente complicado en aquella vida y en aquella actividad. El “panorama de viaje”[232] es el tema pictórico más típico de la época, y la procesión de peregrinos del Altar de Gante es en cierto modo el paradigma de su visión del mundo. El arte del gótico tardío torna siempre a representar al caminante, al pasajero, al viajero; busca sobre todo despertar la ilusión del camino, y sus figuras están animadas de un deseo de movimiento y de una pasión por el vagabundaje[233]. Las pinturas pasan ante el espectador como cuadros de una procesión, y él es espectador y actor a un tiempo.
Este aspecto del “margen de la vida”, que suprime la división neta entre escenario y auditorio, es la expresión especial, se podría decir “cinematográfica”, del sentido dinámico de la vida, propio de la época. El espectador está también dentro de la escena; la platea es al mismo tiempo escenario. Escenario y público, realidad estética y empírica se tocan directamente y forman un único mundo continuo; el principio de frontalidad está abolido totalmente y el propósito de la representación artística es la ilusión total. El espectador no permanece ya ajeno a la obra de arte, no se encuentra frente a ella, como habitante de otro mundo, sino que está incurso en la esfera misma de la representación, y sólo esta identificación del ambiente de la escena representada con el de aquél en que se encuentra el espectador produce la perfecta ilusión del espacio. Ahora que el marco de un cuadro se interpreta como el marco de una ventana a través del cual se abre la mirada sobre el mundo, y que este marco sugiere al espectador que el espacio existente del lado de acá y del lado de allá de la “ventana” es uniforme y continuo, gana por primera vez el espacio pictórico profundidad y realidad. Hay, pues, que atribuir a la nueva visión “cinematográfica”, determinada por el dinámico sentido de la vida, el que la Baja Edad Media sea capaz de representar el espacio real, el espacio como nosotros lo entendemos. Esta hazaña no la habían logrado realizar ni la Antigüedad clásica ni la Alta Edad Media. A esta peculiaridad deben sobre todo las obras del gótico tardío su carácter naturalista. Y aunque comparado con el concepto renacentista de la perspectiva el espacio ilusorio de la Baja Edad Media resulte todavía inexacto e incoherente, esta nueva representación del espacio manifiesta ya el nuevo sentido realista de la burguesía.
La cultura cortesana caballeresca no ha cesado entre tanto de existir y de operar, y no sólo indirectamente, a través de las formas de la cultura burguesa —que en muchos aspectos tiene sus raíces en la caballería—, sino también por medio de sus formas propias, que en determinados centros, y sobre todo en la corte de Borgoña, experimentan un segundo florecimiento exuberante. Aquí se puede y se debe hablar todavía de una cultura cortesana de la nobleza, opuesta a la cultura de la burguesía. También la poesía se mueve todavía dentro de las formas de la vida caballeresca, y el arte está siempre al servicio de los fines representativos de la sociedad cortesana. Incluso la pintura de Van Eyck, por ejemplo, que nos parece tan burguesa, se desarrolla en la vida de la corte y está destinada a los círculos cortesanos y a la burguesía ilustre asociada con ellos[234].
Pero lo curioso —y esto revela del modo más claro el triunfo del espíritu burgués sobre el caballeresco— es que incluso en el arte cortesano, y hasta en su forma más lujosa, la miniatura, predomina el naturalismo de la burguesía. Los Libros de Horas miniados de los duques de Borgoña y del duque de Berry representan no sólo el comienzo del “cuadro de costumbres”, esto es, del género pictórico burgués por excelencia, sino que son en cierto modo el origen de toda la pintura burguesa, desde el retrato hasta el paisaje[235]. Mas no sólo se extingue el espíritu, sino que desaparecen también, paulatinamente, las formas externas del antiguo arte eclesiástico y cortesano. Los frescos monumentales son sustituidos por los cuadros, y la miniatura aristocrática, por las artes gráficas. Y no es sólo la forma más barata, más “democrática”, la que triunfa, sino también la más íntima, la más afín al sentimiento burgués. La pintura se independiza de la arquitectura por medio de la tabla, convirtiéndose así en objeto de adorno de la vivienda burguesa.
Pero también la tabla es todavía arte para hombres adinerados y muy exigentes. El arte de la gente modesta, de los pequeños burgueses, aunque no todavía de los campesinos y los proletarios, es la estampa. Los grabados en madera y en cobre son los primeros productos populares y relativamente baratos de arte. La técnica de la reproducción mecánica hace posible en este campo lo que en la literatura se había conseguido por medio de los grandes auditorios y de la repetición de las representaciones. El grabado es el paralelo popular de la miniatura aristocrática; lo que significaban para príncipes y magnates los códigos miniados, son para la gente burguesa los grabados sueltos o en colecciones, vendidos en las ferias o en las puertas de las iglesias. La tendencia popularizante del arte es ahora tan fuerte que el grabado en madera, más ordinario y más barato, triunfa no sólo sobre la miniatura, sino también sobre el grabado en cobre más delicado y más costoso[236]. Apenas puede calcularse hasta qué punto la difusión de este arte gráfico influyó sobre la evolución del nuevo arte. Sólo hay una cosa cierta: el hecho de que la obra de arte pierda poco a poco aquel carácter mágico, aquel “aura” que poseía todavía en la Alta Edad Media, y muestre una tendencia que corresponde al “desencantamiento de la realidad” producido por el racionalismo burgués, se debe en parte a que ya no es única e insustituible, sino que puede ser reemplazada por su reproducción mecánica[237].
Un fenómeno concomitante de la técnica y la explotación de la estampa es también la progresiva despersonalización de las relaciones entre el artista y su público. El grabado reproducido mecánicamente, que circula en muchos ejemplares y es difundido casi exclusivamente por medio de intermediarios, tiene, con respecto a la obra de arte original, un manifiesto carácter de mercancía. Y si el trabajo de los talleres, en los que los discípulos se dedicaban a la labor de copia, tiende ya a la “producción de mercancía”, la estampa, con sus múltiples ejemplares de una misma imagen, es un ejemplo perfecto de la producción masiva, y ello mucho más en un campo en el que antes se trabajaba sólo por encargo previo.
En el siglo XV surgen estudios en los que se copian también manuscritos en serie y se ilustran rápidamente a pluma, exponiéndose luego los ejemplares para la venta, como en una librería. También los pintores y los escultores comienzan a trabajar en forma masiva y se impone así también en el arte el principio de la producción impersonal de mercancías. Para la Edad Media, que hacía hincapié no en la genialidad, sino en la artesanía de la creación artística, no era la mecanización de la producción tan difícil de compaginar con la esencia del arte como para los tiempos modernos, o como lo hubiese sido ya para el Renacimiento si la tradición medieval del arte como actividad artesana no hubiera puesto algún límite a la difusión de su concepto de la genialidad.