EDAD MEDIA
EL ESPIRITUALISMO DEL PRIMITIVO ARTE CRISTIANO
La unidad de la Edad Media como período histórico es artificial. En realidad la Edad Media se divide en tres períodos culturales completamente independientes: el del feudalismo, de economía natural, de la Alta Edad Media; el de la caballería cortesana, de la Plena Edad Media, y el de la burguesía ciudadana, de la Baja Edad Media. Los cortes entre estas épocas son, en todo caso, más profundos que los que existen al comienzo y al fin de la Edad entera. El feudalismo, la caballería y la burguesía no sólo están separados entre sí más tajantemente que lo están la Antigüedad y la Edad Media, o la Edad Media y el Renacimiento, sino que, además, los cambios que separan unos de otros —el nacimiento de la nobleza caballeresca y la transformación de la economía natural feudal en la economía monetaria ciudadana; el despertar de la sensibilidad lírica y el desarrollo del naturalismo gótico; la emancipación de la burguesía y los comienzos del capitalismo moderno— tienen para la formación del sentimiento moderno de la vida una importancia mayor que las mismas conquistas espirituales del Renacimiento.
La mayor parte de los rasgos con que se suele caracterizar el arte de la Edad Media —en primer lugar el afán de simplificación y estilización, la renuncia a la profundidad espacial y a la perspectiva, el tratamiento caprichoso de las proporciones y gestos del cuerpo— son característicos sólo de la Alta Edad Media y pierden su importancia al comienzo del período ciudadano y de economía monetaria. El único rasgo característico fundamental que sigue dominando en el arte y la cultura de la Edad Media después de este momento es la fundamentación metafísica de la imagen del mundo. En la transición de la Alta a la Plena Edad Media el arte pierde, ciertamente, su estricta vinculación a otros elementos, pero conserva su carácter profundamente religioso y espiritual y, además, es la expresión de una sociedad completamente cristiana en sus sentimientos y hierática en su organización. Su continuidad es mantenida por el predominio espiritual del clero, que, a pesar de todas las herejías y sectas, no tiene competencia, y por el prestigio no esencialmente resquebrajado del instrumento de salvación por él impuesto: la Iglesia.
La imagen trascendental del mundo de la Edad Media no está ya a priori establecida con el cristianismo; el arte del cristianismo primitivo no tiene todavía nada de la transparencia metafísica que es esencial al estilo románico y al gótico. La espiritualidad de este arte, en la que se quería reconocer ya la quintaesencia de la visión artística medieval[1], es, en realidad, todavía el mismo espiritualismo general e indefinido de que estaba ya lleno el paganismo de la Antigüedad tardía. El arte cristiano primitivo no contiene todavía en sí un sistema supramundano cerrado que pudiera sustituir al orden natural de las cosas; en este arte se manifiesta a lo sumo un mayor interés y una mayor sensibilidad para los movimientos del alma humana. Las formas tanto del arte antiguo tardío como del arte cristiano primitivo son significativas sólo en sentido psicológico, no metafísico; son expresionistas, no revelatorias. Los grandes ojos levantados al cielo que aparecen en el retrato romano tardío expresan una vida anímicamente poderosa, espiritualmente tensa, llena de afectos. Pero esta vida anímica no tiene un trasfondo metafísico y por sí misma nada tiene que ver con el cristianismo; es producto de unas circunstancias que el cristianismo no ha sido el primero en crear. La tensión que encontró su solución en la doctrina cristiana apareció en el mundo ya en la época helenística. El cristianismo dio muy pronto respuesta a las preguntas que se hacía el mundo angustiado; pero para dar forma artística a esta respuesta hubieron de trabajar muchas generaciones. Esta forma artística no estaba ya dada de una vez junto con la doctrina.
El arte cristiano primitivo de los primeros siglos es sólo una forma más evolucionada y, hasta puede decirse, una derivación del arte romano tardío. La semejanza de ambas direcciones artísticas es tan grande que el cambio estilístico decisivo tuvo que realizarse entre la época clásica y la postclásica, no entre la pagana y la cristiana. Las obras de la última época imperial, ante todo de la época constantiniana, anticipan ya las características estilísticas esenciales del arte cristiano primitivo: muestran la misma inclinación hacia la espiritualización y la abstracción; la misma preferencia por la forma plana, incorpórea, indefinida; el mismo impulso hacia la frontalidad, la solemnidad y la jerarquía; la misma indiferencia por la vida orgánica, vegetativa y viviente; la misma falta de interés por lo que es puramente característico, momentáneo y naturalista; en resumen: la misma voluntad artística anticlásica, orientada hacia lo espiritual en lugar de hacia lo sensible, que encontramos realizada en las pinturas de las catacumbas, los mosaicos de las iglesias romanas y los manuscritos miniados de la época cristiana primitiva. El proceso de desarrollo que va desde la detallada representación de situaciones del fin del clasicismo a la concisión noticiosa de la Antigüedad tardía y al esquematismo simbólico y emblemático del antiguo arte cristiano comienza ya en los primeros tiempos del Imperio. Desde ese momento podemos seguir, casi paso a paso, cómo la idea se vuelve cada vez más importante que la forma y cómo las formas se transforman poco a poco en una especie de ideogramas.
El camino que aleja al arte cristiano de la pintura realista de la Antigüedad clásica toma dos direcciones. La una persigue un simbolismo que no pretende tanto representar cuanto conjurar y hacer presente espiritualmente al ser santo que se trata de representar, transformando cada detalle de la escena en una cifra de soteriología. El valor ideal que este simbolismo confiere a los elementos de la obra de arte explica la mayoría de las peculiaridades, en sí incomprensibles, del arte cristiano primitivo; ante todo, la distorsión de las proporciones naturales y la acomodación de las mismas a la importancia espiritual de los objetos representados; la llamada “perspectiva invertida”[2], que representa a la figura principal que está más alejada del espectador de un tamaño mayor que las figuras accesorias del primer plano; la solemne vista frontal de las figuras importantes, el modo, esquemático de tratar los pormenores de las cosas, etc. La otra dirección conduce a un estilo épico-ilustrativo, orientado hacia la representación a lo vivo de escenas, acciones y sucesos anecdóticos. Cuando no son cuadros devotos, los relieves, las pinturas y los mosaicos de la primitiva época cristiana pretenden ser relatos: historia bíblica en imágenes o hagiografía pintada. Lo que el artista pretende ante todo, es la claridad de la información, la distinción de las relaciones correspondientes a la acción. En una miniatura del Evangeliario de Rossano, que representa la escena en que Judas devuelve las monedas que ha recibido, una de las columnas anteriores del baldaquino bajo el que está sentado el sumo sacerdote está en parte oculta por éste, a pesar de que se supone que está sentado detrás de la columna. Para el pintor era evidentemente más importante mostrar claramente el gesto de repulsa de las manos de la figura que detalles que no tienen ninguna relación con la acción misma[3].
Encontramos aquí un arte simple y popular, al menos en sus comienzos, que en muchos aspectos nos recuerda los relatos en imágenes que nos son ya conocidos desde la Columna de Trajano. Este estilo primitivamente popular fue adoptado también cada vez más por el arte oficial romano, de manera que finalmente el arte cristiano primitivo, que correspondía ante todo al gusto de las clases inferiores, se diferenció del arte de la minoría selecta, tanto en orientación como en calidad. En particular, las pinturas de las catacumbas deben de haber sido en su mayor parte obra de simples artesanos, aficionados o pintores de brocha gorda, cuya adecuación para tales tareas provenía evidentemente más de sus sentimientos que de sus dotes. Pero la degeneración del gusto y de la técnica se hizo perceptible también en el arte de los antiguos grupos sociales que dirigían la cultura. Nos encontramos aquí ante un corte en la evolución histórica semejante al que hemos vivido nosotros en el paso del impresionismo al expresionismo. Comparado con el arte de los primeros tiempos del Imperio, el arte de la época constantiniana produce un efecto tan tosco como el que produce un cuadro de Rouault junto a una obra de Manet.
En ambos casos el cambio de estilo procede de la modificación en el modo de pensar de una sociedad urbana, cosmopolita, cuya antigua solidaridad había sido rota por el capitalismo, de una sociedad que, atormentada por el temor a la ruina, ponía su esperanza en la ayuda del más allá, y que en sus sentimientos apocalípticos se interesaba más por los nuevos contenidos anímicos que por los antiguos primores de la forma. Este carácter se refleja con igual intensidad en el arte pagano y en el arte cristiano de los últimos tiempos de Roma. La diferencia estaba únicamente en que las obras de arte destinadas a los romanos distinguidos y pudientes eran todavía obra de verdaderos artistas, los cuales, desde luego, no tenían ningún deseo de trabajar para las pobres comunidades cristianas. Y esto ni aun en el caso de que estuvieran próximos personalmente a las ideas cristianas y se hubieran conformado con recibir por su trabajo una indemnización pequeña o aun nula. Lo que los cristianos deseaban de ellos era, en efecto, que no continuaran confeccionando las imágenes de las divinidades paganas; pero esto era algo que un artista, cuanto más estimación y éxito tuviera, más difícilmente podía comprender.
Los investigadores que pretenden ver ya la imagen metafísica del mundo característica de la Edad Media en el arte cristiano primitivo suelen explicar todo lo que en este arte es defectuoso en comparación con el arte clásico como renuncia consciente y caprichosa, y partiendo de la teoría de la “intención artística” (Kunstwollen), de Riegl, interpretan todo defecto de los medios imitativos de expresión como una victoria espiritual y un progreso. Cada vez que un estilo artístico no parece estar en condiciones de resolver una tarea determinada, tales críticos preguntan, ante todo, si este estilo se había esforzado siquiera por resolver dicha tarea. Este planteamiento de la cuestión corresponde, sin duda, a las fecundas ideas de la teoría de la intención artística; pero esta teoría no tiene más valor que el de una hipótesis de trabajo, a la que no hay que adherirse sin más. En todo caso, es equivocado dar a la teoría una interpretación que elimina por anticipado toda tensión entre el querer y el poder[4]. La presencia de tal tensión está fuera de toda duda precisamente en el arte cristiano primitivo. En la mayoría de los casos lo que en ese arte es ensalzado como deliberada simplificación y magistral concentración, sublimación querida e idealización de la realidad, no es más que incapacidad y pobreza, renuncia involuntaria a la copia de la forma natural y grosero primitivismo del dibujo.
El arte cristiano primitivo no supera su carácter informe y tosco hasta los tiempos posteriores al Edicto de Tolerancia, en que se convierte en el arte oficial del Estado y de la Corte, de los círculos elegantes y cultos. Entonces llega a adquirir incluso, en obras como el mosaico del ábside de Santa Pudenciana, algo de aquella χαλοχάγαθία de la que, en su aversión contra el sensualismo de los antiguos, nada había querido saber durante tanto tiempo. La idea de que sólo el alma es hermosa, pero el cuerpo, como todo lo material, es feo y despreciable, queda relegada a un segundo término, al menos durante algún tiempo, después del público reconocimiento del cristianismo. La Iglesia, que se ha vuelto poderosa y rica, hace presentar a Jesús y a sus discípulos con magnificencia y dignidad, casi como romanos elegantes, como lugartenientes imperiales e influyentes senadores. En relación con la Antigüedad, este arte representa una novedad en mucha menor medida que lo había representado el arte de los tres primeros siglos cristianos. Este arte se puede considerar más bien como el primero de aquellos “renacimientos” que en la Edad Media se van sucediendo casi sin interrupción y que a partir de entonces se convierten en un tema que va repitiéndose en la historia del arte europeo.
Durante los primeros siglos de la era cristiana la vida en el Imperio Romano continuó casi inalterada; se movía dentro de las mismas líneas económicas y sociales que antes, dependía de las mismas tradiciones e instituciones. Las formas de propiedad y la organización del trabajo, las fuentes de la educación y los métodos de la enseñanza apenas si cambiaron; por ello sería sorprendente que la concepción del arte hubiera cambiado de repente. Las formas de la cultura antigua habían perdido, a lo sumo, como consecuencia de la nueva orientación cristiana de la vida, su primitiva coherencia, pero seguían siendo los únicos vehículos de expresión de que podía uno servirse si quería hacerse entender. El propio arte cristiano no tenía a su disposición otras formas que éstas; y de ellas se sirvió, como hay que servirse del léxico de una lengua, no porque se quiera conservar éste, sino “simplemente porque está ahí”[5]. Como suele ocurrir con las formas e instituciones establecidas firmemente, los antiguos medios expresivos se mantuvieron intactos por más tiempo que el espíritu a que debieron su origen. Los contenidos anímicos hacía ya mucho tiempo que eran cristianos, pero seguían siendo expresados en las formas de la filosofía, poesía y arte antiguos. Con ello se introdujo por anticipado en la cultura cristiana una escisión que no habían conocido ni el Antiguo Oriente ni el mundo grecorromano. En estas culturas se crearon y desarrollaron las formas al mismo tiempo que los contenidos; la visión cristiana del mundo se compuso, por el contrario, de una actitud espiritual nueva, aún diferenciada, y de las formas con que pensaba y sentía una cultura refinada, más que madura intelectual y estéticamente.
Por de pronto, el nuevo ideal de vida cristiana cambia no las formas externas, sino la función social del arte. Para la Antigüedad clásica la obra de arte tenía ante todo un sentido estético; para el cristianismo, este sentido era extraestético. La autonomía de las formas fue lo primero que se perdió de la herencia espiritual de la Antigüedad. Para el pensamiento de la Edad Media no existen, en relación con la religión, ni un arte existente por sí mismo, despreocupado de la fe, ni una ciencia autónoma. El mismo arte, por lo menos en lo que se refiere a su efecto de difusión, es incluso el más valioso instrumento de la obra educativa de la Iglesia. Pictura est quaedam litteratura illitterato, dice ya Estrabón; y pictura et ornamenta in ecclesia sunt laicorum lectiones et scripturae, dice todavía Durando. Según la concepción de la Alta Edad Media, el arte sería completamente superfluo si todos fueran capaces de leer y seguir los caminos del pensamiento abstracto. Al principio el arte es sólo una concesión que se hace a las multitudes ignaras, en las que se puede influir fácilmente mediante la impresión sensible. Durante mucho tiempo el arte no fue aún considerado como “pura complacencia de los ojos”, como dice San Nilo. La finalidad de educación moral es el rasgo más típico de la concepción cristiana del arte. También, ciertamente, entre los griegos y romanos era la obra de arte muchas veces instrumento de propaganda, pero nunca puro medio didáctico. En este aspecto los caminos eran distintos ya desde el principio.
Las propias formas artísticas no comienzan a cambiar sustancialmente hasta el siglo V, coincidiendo con la descomposición del Imperio Romano de Occidente. El expresionismo de la etapa final de Roma sólo ahora se convierte en un “estilo de expresión trascendental”[6]; sólo ahora se hace completa la emancipación del arte frente a la realidad. Pero esta emancipación se lleva a cabo de una manera tan decidida, que la renuncia a la representación imitativa de la realidad recuerda a menudo el geometrismo de los comienzos del arte griego. La composición del cuadro se subordina a un orden decorativo; pero este orden no es ya puramente la expresión de una armonía ornamental, sino la manifestación de un plano más elevado, de una armonía del cosmos. El artista no se contenta ya con la pura ornamentalidad, con la simétrica ordenación de series de figuras, con la ordenación regular de los grupos, con la determinación rítmica de los gestos, con la composición decorativa de los colores. Todos estos principios de ordenación del cuadro son sólo las premisas del nuevo sistema formal, tal como lo encontramos finalmente en los mosaicos de la nave de Santa María la Mayor, de Roma. Hallamos aquí escenas que se desarrollan en un ambiente sin aire y sin luz, en un espacio sin profundidad, sin perspectiva y sin atmósfera, con figuras planas y sin modelar, carentes de peso y de sombra. Ya ni siquiera se busca producir la ilusión de un trozo de espacio unitario y coherente. Las figuras se hacen cada vez más aisladas y guardan unas con otras una relación puramente ideal, no tendente a la acción; se vuelven cada vez más inmóviles y sin vida, y, al mismo tiempo, producen un efecto cada vez más solemne, espiritualizado, alejado de la vida y de lo terrenal.
La mayoría de los medios artísticos empleados para lograr este efecto —ante todo la reducción de la profundidad espacial, el dibujo plano y la frontalidad de las figuras, el principio de economía y simplicidad en el dibujo— existían ya en el arte romano tardío y en el cristiano primitivo; pero es ahora cuando por vez primera se coaligan, convirtiéndose en los elementos de un “estilo” propio. Antes aparecían únicamente aislados, buscaban una justificación basada en la situación[7] y se enfrentaban continuamente, de una forma abierta y torpe, con las tradiciones y recuerdos naturalistas. Ahora, en cambio, ha triunfado plenamente la tendencia que huye del mundo; todo se ha convertido en forma rígida, desvitalizada, fría, pero, a la vez, en vida llena de intensidad, esencialísima; es decir, muerte del antiguo hombre carnal y vida del nuevo hombre espiritual. Todo refleja el espíritu del texto paulino: “Vivo, pero no yo, vive Cristo en mí” (Gálatas, 2, 20). La Antigüedad y su goce de los sentidos han pasado; la antigua magnificencia se desvanece; el Estado romano está en ruinas. La Iglesia festeja su triunfo, no ya con el espíritu de la nobleza de Roma, sino bajo el signo de una potestad que declara no pertenecer a este mundo. Y sólo cuando ha llegado a ser plenamente soberana, se crea la Iglesia un estilo artístico que puede decirse que nada tiene de común con la Antigüedad clásica.
EL ESTILO ARTÍSTICO DEL CESAROPAPISMO BIZANTINO
El Oriente griego no sufrió durante la invasión de los bárbaros la ruina de su cultura, como le ocurrió al Occidente. La economía urbana y monetaria, que en el Imperio de Occidente había desaparecido casi por completo, siguió floreciendo en el Oriente con mayor vitalidad que nunca. La población de Constantinopla sobrepasó ya en el siglo V el millón de habitantes, y lo que cuentan los contemporáneos de su riqueza y esplendor parece un cuento de hadas. Para toda la Edad Media, Bizancio fue el país de las maravillas, en el que existían tesoros ilimitados, palacios centelleantes de oro y fiestas inacabables. Bizancio sirvió a todo el mundo de modelo de elegancia y de esplendor. Los medios para sostener tal magnificencia provenían del comercio y del tráfico. Constantinopla era una metrópoli en el sentido moderno en mucha mayor medida que lo había sido la antigua Roma; era una ciudad cuya población constituía una mezcla de las más diversas nacionalidades y de opiniones cosmopolitas, un centro de industria y de exportación, un nudo de comercio con el extranjero y del tránsito internacional[8]; era, a la vez, una ciudad genuinamente oriental, a la que le hubiera parecido incomprensible la idea occidental de que el comercio es una actividad deshonrosa. La corte misma, con sus monopolios, constituía una gran empresa industrial y comercial.
Precisamente la limitación de la libertad económica impuesta por estos monopolios hacía que, a pesar de la estructura capitalista de la economía bizantina, la fuente principal de la riqueza privada no fuese el comercio, sino la propiedad territorial[9]. Los grandes beneficios comerciales favorecían no a los particulares, sino al Estado y a la casa imperial. Las limitaciones impuestas a la economía privada consistían no sólo en que, desde Justiniano, el Estado se reservaba la fabricación de ciertas sedas y el comercio de los más importantes alimentos, sino también en la regulación de la industria, que entregaba la producción y el comercio en manos de la administración municipal y de los gremios[10]. Pero las exigencias del fisco no quedaban ni con mucho satisfechas con el monopolio del Estado sobre las más provechosas industrias y ramos del comercio. La administración de la hacienda privaba a las empresas particulares de la mayor parte de sus ganancias, imponiéndoles tributos, tasas, aduanas, pago de patentes, etcétera. El capital privado mueble nunca pudo actuar en tales condiciones. A lo sumo la política económica autocrática de la corona permitía a los propietarios territoriales actuar libremente en sus posesiones de provincias, pero en la ciudad todo era vigilado y regulado de la manera más estricta por el poder central[11]. Gracias al cobro regular de los impuestos y a las empresas estatales llevadas racionalmente, Bizancio poseía siempre un presupuesto equilibrado y disponía de un fondo monetario que, a diferencia de lo que ocurría en los Estados Occidentales de la Alta y de la Plena Edad Media, le permitía sofocar todas las aspiraciones particularistas y liberales. El poder del emperador se cimentaba en un fuerte ejército mercenario y en un cuerpo de funcionarios que actuaba eficazmente. Ambas cosas, empero, no hubieran podido mantenerse sin unos ingresos regulares del Estado. A ellos debió Bizancio su estabilidad, y el emperador tanto su libertad de movimientos en la economía como su independencia frente a los grandes terratenientes.
Esta situación explica que las tendencias dinámicas, progresivas, antitradicionalistas, que suelen estar ligadas al comercio y al tráfico, a la economía urbana y monetaria, no pudieran triunfar en Bizancio. La vida urbana, que en otros casos ejerce una influencia niveladora y emancipadora, se había convertido aquí en la fuente de una cultura estrictamente disciplinada y conservadora. Gracias a la política de Constantino, que favoreció a las ciudades, Bizancio adquirió por anticipado una estructura social distinta de la de las ciudades de la Antigüedad o de la Plena y Baja Edad Media. Sobre todo la ley que prescribía que la propiedad territorial en ciertas partes del Imperio tenía que estar unida a la posesión de una casa en Constantinopla tuvo por consecuencia el traslado de los terratenientes a la ciudad. Esto hizo que se desarrollase una verdadera aristocracia ciudadana, que se portó, respecto del emperador, con mayor lealtad que la nobleza en el Occidente[12]. Esta clase social, materialmente satisfecha y conservadora, debilitó también la movilidad del resto de la población y contribuyó de modo esencial a que en una ciudad comercial característicamente inquieta como Constantinopla se pudiera establecer y mantener la cultura típica de una monarquía absoluta, con su tendencia uniformadora, convencional y estática.
La forma de gobierno del Imperio bizantino fue el cesaropapismo, es decir, la concentración del poder temporal y espiritual en las manos de un autócrata. La supremacía del emperador sobre la Iglesia se fundaba en la doctrina desarrollada por los Padres de la Iglesia y proclamada como ley por Justiniano de que los emperadores lo eran por la gracia de Dios. Esta doctrina debía sustituir el viejo mito del origen divino del rey, que ya no era conciliable con la fe cristiana. Pues si el emperador ya no podía ser “divino”, podía ser, sin embargo, el representante de Dios en la tierra, o, como el propio Justiniano gustaba de llamarse, su “archisacerdote”. En ninguna parte de Occidente fue el Estado en tanta medida una teocracia, ni nunca en la historia moderna el servicio a un señor fue una parte tan esencial del servicio divino. En Occidente los emperadores fueron siempre soberanos temporales para los que la Iglesia era continuamente un rival, cuando no un franco adversario. En Oriente, por el contrario, los emperadores estaban en la cúspide de las tres jerarquías: la Iglesia, el Ejército y la Administración[13], y consideraban a la Iglesia meramente como un “departamento del Estado”.
La autocracia temporal-espiritual del emperador de Oriente, que muchas veces se atrevía a hacer las más irrazonables exigencias a la lealtad de sus súbditos, debía mostrarse en forma tal que excitara la fantasía de las gentes, debía revestirse de formas imponentes y protegerse tras un ceremonial místico. La corte helenístico-oriental era, con su inaccesible solemnidad y su rígida etiqueta, que prohibía toda improvisación, el marco adecuado para lograr tales efectos. En Bizancio, además, la corte era, más exclusivamente aún que en la época helenística, el centro de toda la vida intelectual y social. Era, ante todo, no sólo el mayor, sino puede decirse el único cliente de los trabajos artísticos de más pretensiones, pues también los encargos más importantes para la Iglesia procedían de ella. Sólo en Versalles volvió a ser el arte otra vez tan absolutamente áulico como aquí. Pero en ninguna parte fue tan exclusivamente arte para el rey y tan poco arte de la aristocracia como entonces; en ninguna parte se convirtió tan resueltamente en forma rígida e inflexible de la devoción eclesiástica y política. Pero tampoco en ninguna parte dependió la aristocracia tanto del monarca como aquí; en ninguna parte hubo una aristocracia compuesta tan puramente de funcionarios, una clase de burócratas y funcionarios creada por el emperador y sólo accesible a sus favoritos. Esta clase no era exclusiva ni estaba cerrada en modo alguno al exterior; no era una nobleza de nacimiento, y propiamente no era una nobleza en el estricto sentido de la palabra. La autocracia del emperador no permitió que apareciesen privilegios hereditarios.
La clase de la gente noble e influyente coincidía siempre con la burocracia del momento; se tenían privilegios sólo mientras se permanecía en el cargo. También al tratar de Bizancio se debería, por consiguiente, hablar sólo de los grandes del Imperio, pero no de nobleza. El Senado, representación política de la clase elevada, se reclutaba al principio únicamente entre los funcionarios, y sólo más tarde, cuando la propiedad territorial hubo alcanzado una posición privilegiada, entraron en él los terratenientes[14]. Mas a pesar del favor de que disfrutaron los terratenientes en comparación con los industriales y comerciantes, no se puede hablar de una nobleza territorial, como no se puede hablar de una nobleza hereditaria de ninguna clase[15]. El lazo imprescindible entre la riqueza y la influencia social era un cargo oficial. Los terratenientes ricos —y sólo los terratenientes eran ricos de veras— debían procurarse un título de funcionario por compra, si no de otra manera, para poder figurar entre las personas influyentes. Por otro lado, los funcionarios debían prepararse la retirada a una finca, para tener así una seguridad económica. De este modo se realizó una fusión tan completa de las dos clases dirigentes, que, por fin, todos los grandes terratenientes se volvieron funcionarios y todos los funcionarios, grandes terratenientes[16].
Pero el arte áulico bizantino nunca se habría convertido en el arte cristiano por excelencia si la Iglesia misma no se hubiera convertido en autoridad absoluta y no se hubiera sentido a sí misma como soberana del mundo. Con otras palabras: el estilo bizantino pudo arraigar en todos los sitios donde existía un arte cristiano, únicamente porque la Iglesia Católica de Occidente aspiraba a convertirse en el poder que era ya en Bizancio el emperador. El objetivo artístico de ambos era el mismo: la expresión de la autoridad absoluta, de la grandeza sobrehumana, de la mística inaccesibilidad. La tendencia a representar de manera impresionante a las personas dignas de respeto y reverencia, tendencia que se hace cada vez más fuerte a partir de los últimos tiempos de la época imperial, alcanza su punto culminante en el arte bizantino.
También ahora, como lo fue antaño en el arte del Antiguo Oriente, el medio artístico con que se busca alcanzar ese fin es, ante todo, la frontalidad. El mecanismo psicológico que con él se pone en marcha es doble: por una parte, la actitud rígida de la figura representada frontalmente obliga al espectador a adoptar una actitud espiritual correspondiente a aquélla; por otra, el artista pregona, mediante tal actitud de la figura, su propio respeto al espectador, al cual se imagina siempre en la persona del emperador, su cliente y favorecedor. Este respeto es el sentido íntimo de la frontalidad también —y como consecuencia del funcionamiento simultáneo de ambos mecanismos— cuando la persona representada es el propio déspota, o sea, cuando, de modo paradójico, la actitud respetuosa es tomada por aquella persona a la que tal respeto iba dedicado. La psicología de esta auto-objetivación es la misma que se da cuando el rey observa de la manera más estricta la etiqueta que gira alrededor de su persona. Mediante la frontalidad, toda representación de una figura adquiere en cierta medida el carácter de una imagen ceremonial.
El formalismo del ritual eclesiástico y cortesano, la solemne gravedad de una vida ordenada por reglas ascéticas y despóticas, el afán protocolario de la jerarquía espiritual y temporal coinciden por completo en sus exigencias frente al arte y hallan su expresión en las mismas formas estilísticas. En el arte bizantino Cristo es representado como un rey; la Virgen María, como una reina; ambos van revestidos de preciosos hábitos reales y están sentados, sobre sus tronos, llenos de reserva, inexpresivos, distantes. La larga comitiva de los Apóstoles y de los Santos se aproxima a ellos con ritmos lentos y solemnes, como lo hacía la comitiva del emperador y de la emperatriz en las ceremonias áulicas. Los ángeles asisten y forman procesiones estrictamente ordenadas, lo mismo que hacían los dignatarios eclesiásticos en las solemnidades de la Iglesia. Todo es grande y poderoso; todo lo humano, subjetivo y caprichoso está suprimido. Un ritual intangible prohíbe a estas figuras moverse libremente, salirse de las filas uniformes e incluso mirar a un lado.
Esta ritualidad de la vida ha encontrado una expresión paradigmática, nunca vuelta a igualar en el arte, en los mosaicos de dedicación de San Vital de Rávena. Ningún movimiento clásico o clasicista, ningún arte idealista ni abstracto ha conseguido desde entonces expresar de modo tan directo y puro la forma y el ritmo. Toda complicación, toda disolución en medios tonos o en la penumbra ha quedado eliminada; todo es simple, claro y distinto; todo está contenido dentro de perfiles marcados e ininterrumpidos, en colores sin matices ni gradaciones. La situación épica y anecdótica se ha convertido por completo en una escena de ceremonia. Justiniano y Teodora, con su séquito, presentan ofrendas votivas, tema extraño para ser motivo principal de la representación en el presbiterio de una iglesia. Pero así como en este arte cesaropapista las escenas sacras toman el carácter de ceremonias áulicas, así también las solemnidades de la corte se adaptan por su parte pura y simplemente al marco del ritual eclesiástico.
El mismo espíritu mayestático, autoritario y solemne que predomina en los mosaicos de los muros se expresa también en la arquitectura, especialmente en la disposición interior de las iglesias. La iglesia cristiana se diferenció desde el principio del templo pagano por ser ante todo casa de la comunidad, no casa de divinidad. Con ello, el centro de gravedad de la disposición arquitectónica se desplazó desde el exterior al interior del edificio. Pero sería infundado ver ya en ello la expresión de un principio democrático y decir ya de antemano que la iglesia era un tipo de arquitectura más popular que el templo pagano. El desplazamiento de la atención del exterior al interior se realiza ya en la arquitectura romana y de por sí nada dice acerca de la función social de la obra. La planta basilical que la iglesia cristiana primitiva toma de la arquitectura oficial romana, en la que el interior está dividido en secciones de distinta importancia y valor, y el coro, reservado al clero, está separado del restante espacio comunal, corresponde a una concepción más bien aristocrática que democrática. Pero la arquitectura bizantina, que completa el sistema formal de la antigua basílica cristiana con la cúpula, intensifica más aún el concepto “antidemocrático” del espacio, al separar las distintas partes más marcadamente. La cúpula, como corona de todo el espacio, realza, distingue y acentúa la separación entre las diversas partes del interior.
La miniatura muestra en conjunto las mismas características del estilo solemne, pomposo y abstracto que los mosaicos, pero es más vivaz y espontánea en la expresión y más libre y variada en los motivos que la decoración monumental de los muros. Por lo demás, pueden distinguirse en ella dos orientaciones distintas; la de las miniaturas grandes y lujosas, de página entera, que continúan el estilo de los elegantes manuscritos helenísticos, y la de los libros de menos pretensiones, destinados al uso de los monasterios, cuyas ilustraciones se limitan muchas veces a puros dibujos marginales, y corresponden, con su naturalismo oriental, al gusto más sencillo de los monjes[17]. Los medios relativamente modestos que exige la ilustración de libros hace posible que se produzca también para círculos situados en alturas más modestas y más liberales desde el punto de vista artístico que los clientes que encargaban los costosos mosaicos. La técnica, más flexible y más sencilla, permite desde luego un procedimiento más libre y más accesible a los experimentos individuales que el complicado y pesado procedimiento del mosaico. Por ello, el estilo entero de la miniatura puede ser más natural y espontáneo que el de las solemnes decoraciones de iglesias[18]. Esto explica también por qué durante el período iconoclasta los scriptoria se convirtieron en el refugio del arte ortodoxo y popular[19].
Se simplificaría, sin embargo, peligrosamente la realidad verdadera si se pretendiese negar todo rasgo de naturalismo al arte bizantino, y ello aun limitándonos a los mosaicos. Al menos los retratos que forman parte de sus rígidas composiciones son muchas veces de impresionante fidelidad; y quizá lo más admirable en este arte sea la manera como reúne armónicamente estas contraposiciones. Los retratos de la pareja imperial y del obispo Maximiano, en los mosaicos de San Vital, producen un efecto tan convincente y son tan vivaces y expresivos como los mejores retratos de emperadores de los finales de la época romana. A pesar de todas las limitaciones estilísticas, en Bizancio no se podía evidentemente renunciar a la caracterización fisonómica, como tampoco se pudo en Roma. Se podían colocar las figuras frontalmente, ordenarlas una tras otra conforme a principios abstractos, disponerlas rígidamente con una ceremoniosa solemnidad; pero cuando se trataba del retrato de una personalidad bien conocida, no se podían ignorar los rasgos característicos. Encontramos, pues, ya aquí una “fase tardía” del arte cristiano primitivo[20], que se orienta hacia una nueva diferenciación y la encuentra en la línea de la menor resistencia, es decir, en el retrato fiel al modelo vivo.
CAUSAS Y CONSECUENCIAS DEL MOVIMIENTO ICONOCLASTA
Las desastrosas guerras de los siglos VI, VII y VIII, que exigieron, para reponer las pérdidas de los ejércitos, la cooperación de los terratenientes, reforzaron la posición de esta clase y llevaron también en Oriente a una especie de feudalismo. Faltaba aquí, es verdad, la mutua dependencia de los señores feudales y los vasallos, que es característica del sistema en Occidente, pero también el emperador pasó a depender más o menos de los terratenientes, en cuanto que ya no disponía de los medios necesarios para mantener un ejército de mercenarios[21]. El sistema de la concesión de propiedades territoriales como indemnización por servicios militares no se desarrolló, empero, en el Imperio bizantino más que en pequeña escala. Los beneficiarios fueron aquí, a diferencia de lo que ocurrió en Occidente, no los magnates y los caballeros, sino los campesinos y los simples soldados. Los latifundistas procuraban, naturalmente, absorber las propiedades así surgidas de campesinos y soldados, lo mismo que habían hecho en Occidente con la libre propiedad territorial de los campesinos. Y también en Oriente los labradores se ponían bajo la protección de los grandes señores, a causa de las a menudo insoportables cargas tributarias, lo mismo que habían tenido que hacer en Occidente a causa de la inseguridad de la situación. Por su parte, los emperadores, al menos al principio, se esforzaban por impedir la acumulación de la propiedad, ante todo, desde luego, para no caer ellos mismos en manos de los grandes terratenientes. Su principal interés durante la larga y desesperada guerra contra los persas, ávaros, eslavos y árabes fue el mantenimiento del ejército; cualquier otra consideración era subordinada a este interés primordial. La prohibición del culto a las imágenes no fue sino una de sus medidas de guerra.
El movimiento iconoclasta no iba propiamente dirigido contra el arte; perseguía no al arte en general, sino a una manera determinada de arte; iba contra las representaciones de contenido religioso. La prueba de ello la tenemos en el hecho de que, aun en el momento de la más violenta persecución contra las imágenes, las pinturas decorativas eran toleradas. La lucha contra las imágenes tenía, ante todo, un fondo político; la tendencia antiartística en sí misma era una corriente subterránea y relativamente de poca importancia en el conjunto de los motivos, y quizá la menos significativa. En los lugares en que comenzó el movimiento, esta tendencia tuvo una importancia mínima, si bien en la difusión de la idea iconoclasta tuvo una influencia muy digna de consideración. Para el bizantinismo ulterior, tan entusiasta de las imágenes, la aversión contra la representación plástica de lo numinoso, así como el horror contra todo lo que recordaba a la idolatría no tuvieron mayor importancia que la que tuvieron para el cristianismo antiguo. Hasta que el cristianismo no fue reconocido por el Estado, la Iglesia había combatido el uso de las imágenes en el culto, y en los primeros cementerios sólo las había tolerado con limitaciones esenciales. Los retratos estaban allí prohibidos, las esculturas se evitaban y las pinturas quedaban reducidas a representaciones simbólicas. En las iglesias estaba prohibido en absoluto el empleo de obras de arte figurativas. Clemente de Alejandría insiste en que el segundo mandamiento se dirige contra las representaciones figurativas de todo género. Esta fue la norma por la que se rigieron la Iglesia antigua y los Padres. Pero después de la paz de la Iglesia ya no había que temer una recaída en el culto a los ídolos; la plástica pudo entonces ser puesta al servicio de la Iglesia, aunque no siempre sin resistencias y sin limitaciones. En el siglo III Eusebio dice que la representación de Cristo es idolátrica y contraria a la Escritura. Todavía en el siglo siguiente eran relativamente raras las imágenes aisladas de Cristo. Sólo en el siglo V se desarrolla la producción en este género artístico. La imagen del Salvador se convierte más tarde en la imagen del culto por excelencia, y al fin constituye una especie de protección mágica contra los malos espíritus[22]. Otra de las raíces de la idea iconoclasta, ligada indirectamente con el horror al ídolo, era la repulsa del cristianismo primitivo contra la sensual cultura estética de los antiguos. Este motivo espiritualista encontró entre los antiguos cristianos infinitas formulaciones, de las que la más característica es quizá la de Asterio de Amasia, que rechazaba toda representación plástica de lo santo porque, según él pensaba, una imagen no podía menos de subrayar en lo representado lo material y sensual. “No copies a Cristo —advertía—; ya le basta con la humillación de la Encarnación, a la cual se sometió voluntariamente por nosotros, antes bien, lleva en tu alma espiritualmente el Verbo incorpóreo”[23].
Mayor importancia que todos estos motivos tuvo en el movimiento iconoclasta la lucha contra la idolatría, que era a lo que había venido a parar en Oriente el culto a las imágenes. Pero tampoco era esto lo que le interesaba a León III. La pureza de la religión le importaba mucho menos que los efectos civilizadores que esperaba conseguir con la prohibición de las imágenes. Y todavía más importante que la causa de la “ilustración” misma fue, sin duda, para él la atención hacia aquellos círculos distinguidos e ilustrados que esperaba ganarse con la prohibición del culto a las imágenes[24]. En tales círculos habíase desarrollado, bajo el influjo de los Paulicianos, una opinión “reformista”, y en ellos se dejaban oír voces que rechazaban todo el sistema sacramental, el ritual “pagano” y el clero institucionalizado. Pero lo que más pagano les parecía era el culto idolátrico que se practicaba con las imágenes de los santos; en esto, al menos, la dinastía campesina y puritana de los Isaurios se sentía completamente de acuerdo con los círculos distinguidos[25]. Otro factor que favoreció extraordinariamente el movimiento iconoclasta fueron los éxitos militares de los árabes, que carecían de imágenes en su religión. La opinión mahometana halló partidarios, como los halla siempre la causa vencedora. La carencia de imágenes de los árabes se puso de moda en Bizancio. Muchos relacionaban los éxitos del enemigo con la falta de imágenes en su religión, y pensaban que podrían simplemente robarles el secreto. Otros querían quizá atraerse al adversario adoptando sus costumbres. Pero la mayoría pensaba sin duda que abandonar el culto a las imágenes en ningún caso podía resultar dañoso.
El motivo más importante y al cabo definitivo de la revolución iconoclasta fue la lucha que los emperadores y sus partidarios tuvieron que emprender contra el creciente aumento de poder del monacato. En Oriente los monjes tenían en la vida espiritual de las clases superiores una influencia que no era con mucho tan grande como en Occidente. La cultura profana tenía en Bizancio su propia tradición, que se enlazaba directamente con la Antigüedad y no necesitaba, por ello, de la mediación de los monjes. Pero, en contraste, tanto más íntimas eran las relaciones entre el monacato y el pueblo. Juntos formaban un frente común, que en ciertas circunstancias podía volverse peligroso para el poder central. Los monasterios se habían convertido en centros de peregrinación a los cuales acudían las gentes con sus preguntas, preocupaciones y oraciones, trayendo sus ofrendas. La máxima atracción de los monasterios eran los iconos milagrosos. Una imagen famosa era para el monasterio que la poseía fuente inextinguible de gloria y de riqueza. Los monjes favorecían naturalmente de buena gana los usos religiosos: el culto a los santos, la veneración a las reliquias y a las imágenes, y ello para aumentar no sólo sus ingresos, sino también su autoridad.
En su intento de fundar un fuerte estado militarista, León III se sentía estorbado, en primer lugar, por la Iglesia y el monacato. Los príncipes eclesiásticos y los monasterios contaban entre los mayores terratenientes del país y gozaban de inmunidad tributaria. Pero, además, los monjes, a consecuencia de la popularidad de la vida monástica, detraían del ejército, del servicio burocrático y de la agricultura muchas fuerzas juveniles y privaban de importantes ingresos al fisco a causa de las continuas fundaciones y donaciones[26]. Al prohibir el culto a las imágenes, el emperador les arrebataba su más eficaz medio de propaganda[27]. La medida les afectaba como fabricantes, propietarios y custodios de las imágenes, pero sobre todo como guardianes del círculo mágico que los sagrados iconos forjaban a su alrededor. Si el emperador quería hacer triunfar sus ambiciones totalitarias, debía, ante todo, destruir esta atmósfera mágica y vaporosa. El argumento principal que la investigación histórica “idealista” aduce contra tal explicación del movimiento iconoclasta es que la persecución de los monjes no comenzó hasta tres o cuatro siglos después de la prohibición del culto a las imágenes, y que bajo el gobierno de León III no se rompieron todavía directamente las hostilidades contra los monjes[28]. ¡Como si los monjes no se hubieran sentido heridos en lo más vivo por la prohibición de las imágenes! No era necesario ni posible pasar a un ataque directo antes de que ellos se resistieran a la prohibición; pero tan pronto como esto sucedió, se pasó implacablemente a las persecuciones personales.
El movimiento iconoclasta no fue en absoluto un movimiento puritano, platónico y tolstoiano, dirigido contra el arte en cuanto tal. No produjo tampoco ningún estancamiento, sino una nueva orientación del ejercicio del arte. El cambio parece haber influido incluso de manera refrescante sobre una producción artística que ya se había hecho muy formalista y se repetía monótonamente casi sin variaciones. Las tareas ornamentales a que hubieron en adelante de limitarse los pintores provocaron una vuelta al estilo decorativo helenístico e hicieron posible, a consecuencia de la liberación de las consideraciones eclesiásticas, una manera mucho más viva de tratar los temas de la naturaleza que la que se había admitido anteriormente[29]. Cuando tales motivos se desarrollaron más tarde en escenas de caza y jardín, la figura humana se representó de manera menos plana y formal, más libre y movida. El segundo florecimiento del arte bizantino en los siglos IX y X, florecimiento que continúa las conquistas naturalistas de este período estilístico profano y las introduce en la pintura eclesiástica, ha podido, por ello, ser designado justamente como una consecuencia del movimiento iconoclasta[30]. El arte bizantino se hundió pronto, sin embargo, en una continua estereotipación de las formas. Esta vez, empero, el movimiento conservador no provenía de la Corte, sino de los monasterios, es decir, precisamente de aquellos lugares que antes habían sido los centros de donde salían las orientaciones más libres, menos convencionales, más populares. Antes el arte áulico se esforzaba por observar un canon fijo, unitario, intangible en toda circunstancia; ahora esto lo hace el arte monacal. La ortodoxia de los monjes ha vencido en la disputa de las imágenes, y su victoria la ha hecho conservadora; tan conservadora, que los iconos de los monjes greco-ortodoxos todavía en el siglo XVII eran pintados de manera no esencialmente distinta que en el siglo XI.
DE LAS INVASIONES BÁRBARAS AL RENACIMIENTO CAROLINGIO
Comparado con el antiguo arte cristiano, el arte de la época de las invasiones constituye un fenómeno de regresión; desde el punto de vista de la historia de los estilos, está todavía en el mismo escalón que la Edad del Hierro. Nunca han estado tan cerca geográficamente contrastes tan profundos en la concepción artística como en esta época, cuando en Bizancio se realiza un arte solemne, estrictamente disciplinado, pero, en el orden técnico, de elevado virtuosismo, y, por el contrario, en el Oeste, ocupado por los pueblos germánicos y celtas, impera un geometrismo abstracto completamente centrado en lo ornamental. Por abstracto y complicado que sea este arte decorativo, con sus múltiples enlazados, trenzados y espirales, con cuerpos enlazados de animales, y figuras humanas contorsionadas, desde el punto de vista de la evolución no ha sobrepasado todavía la época de La Tène. Este arte produce una impresión primitiva; en primer lugar, por su extraordinaria pobreza de figuras —la figura humana no aparece más que en miniaturas irlandesas y anglosajonas—, y después, también, por su renuncia a dar a los objetos representados una sustancialidad corporal siquiera mínima. Es, y continúa siendo, a pesar de la dinámica explosiva, a veces extraordinariamente expresiva, de sus formas, arte menor, artesanía menuda. Su “goticismo secreto” tiene de común con el verdadero gótico a lo sumo la tensión del abstracto juego de fuerzas, pero nada sustancial ni concretamente anímico. Exprese realmente este arte que juega con las líneas una peculiaridad germánica, o exprese, lo que parece más probable, un estilo ornamental escita y sármata transmitido a través de los germanos[31], lo cierto es que aquí nos hallamos ante un fenómeno que significa la completa disolución de la concepción antigua del arte y constituye “el más violento contraste con la sensibilidad artística del círculo mediterráneo”[32].
¿Era el arte de la época de las invasiones un “arte popular”, como supone Dehio? Era un arte rústico: el arte de las tribus campesinas que se desbordaron sobre Occidente, el arte de un pueblo que en el aspecto cultural estaba todavía ligado a la producción primitiva. Si se quiere designar a todo arte rústico como arte popular, esto es, como un arte relativamente simple, destinado a un público en el que no existen diferencias de educación, el arte de la época de las invasiones era ciertamente un arte popular. Pero si se entiende por arte popular una actividad no profesional practicada por gentes no especialistas, el arte de las invasiones apenas podría llamarse así. La mayoría de los productos de este arte llegados a nosotros presupone una habilidad artística bastante superior al nivel de los aficionados. Es realmente inimaginable que estos productos hayan podido ser realizados sin una preparación fundamental y un largo ejercicio por gentes no dedicadas por completo a esta actividad. Entre los germanos, desde luego, no existían todavía muchos artesanos especializados, y la mayor parte de estos oficios eran practicados, sin duda, todavía como trabajo doméstico; pero la producción de piezas artísticas de adorno, como las que se nos han conservado, difícilmente puede haber sido una ocupación meramente marginal[33].
Los germanos eran en su mayor parte agricultores libres que cultivaban sus propios campos, aunque entre ellos había ya también señores territoriales que hacían cultivar sus propiedades por siervos. Pero de un cultivo normal de la tierra no podía hablarse, en ningún caso, en la época de las invasiones[34]. Por otra parte, sólo en cuanto que toda la cultura estaba todavía en el nivel agrícola puede decirse que no existía entre ellos diferenciación de clases. También aquí, como en todas partes desde el Neolítico, el geometrismo correspondía a un orden de vida agrícola; pero, lo mismo entonces que en cualquier otro lugar, no presupone la actitud intelectual de una propiedad comunal. Comparado con el arte rústico de otros tiempos y otros pueblos, el arte de la época de las invasiones no tiene nada peculiar, pero debe advertirse que el geometrismo de los agricultores germánicos no sólo se continúa en las miniaturas de los monjes irlandeses, sino que, al extender sus principios ornamentales a la figura humana, experimenta una intensificación.
En esta pintura el distanciamiento de la naturaleza alcanza, y a veces sobrepasa, la abstracción del geometrismo de los primeros tiempos de Grecia. No sólo la ornamentación inorgánica, no sólo las plantas y animales, sino también las formas de la figura humana son convertidas en pura caligrafía y pierden todo cuanto podría recordar su sustancialidad, su corporeidad, su naturaleza orgánica. ¿Cómo se puede explicar entonces que un arte tan ejercitado y refinado como el de los eruditos monjes, cuyos encargos provenían también de un público culto, permaneciera en el estadio del arte de la época de las invasiones?
La razón principal será sin duda que Irlanda nunca fue una provincia romana, y, en consecuencia, jamás tuvo una participación inmediata en las artes figurativas de la Antigüedad. Es muy probable que la mayoría de los monjes irlandeses nunca pudiesen contemplar obras plásticas de Roma, y, por otra parte, no debieron de llegar con demasiada frecuencia a Irlanda manuscritos miniados, romanos o bizantinos, o al menos no con la frecuencia necesaria para constituir los fundamentos de una tradición artística. Por ello, el formalismo abstracto del arte de la época de las invasiones no tropezó allí ni por un momento con tanta resistencia como le opuso en el Continente el arte romano. Otro factor que explica el “rústico” geometrismo de las miniaturas irlandesas está en relación con el carácter especial de la vida monástica irlandesa, tan diferente del monacato continental y especialmente del bizantino. Los monasterios griegos se encuentran en las cercanías de las ciudades y participan activamente en la vida ciudadana, el comercio, los movimientos espirituales internacionales y los afanes artísticos y científicos del Oriente; sus miembros sólo realizan ligeros trabajos corporales y nada tienen en común con la vida de los agricultores. Los monjes irlandeses, en cambio, son todavía medio campesinos. San Patricio mismo era hijo de un modesto propietario, es decir, de un rusticus, y en sus fundaciones monásticas seguía al pie de la letra la dura regla benedictina. Pero lo curioso es que la primitiva poesía irlandesa correspondiente al mismo estadio cultural que las miniaturas de la Alta Edad Media denota un sentimiento de la naturaleza tan despierto que se puede hablar en ella no sólo de un naturalismo de minuciosa observación, sino hasta de un nervioso impresionismo que registra ágilmente las sensaciones. Es difícil comprender que pertenecieran a una misma cultura dos fenómenos tan distintos cuales son aquellas miniaturas, en las que cada forma natural se convierte en un mero ornamento, y una descripción de la naturaleza como ésta:
“Leve susurro, amable susurro, tierna música del universo, un cuco con dulce voz en la copa de los árboles: partículas de polvo juegan en el rayo de sol, los terneros están enamorados… de la montaña.”[35]
Este contraste no se puede explicar de otro modo que aceptando que la evolución, aquí como en tantas otras ocasiones, no discurre paralela en todas las formas del arte. Nos hallamos aquí ante uno de aquellos períodos históricos cuyas diversas manifestaciones artísticas no pueden ser reducidas al común denominador de un estilo. El grado de naturalismo, en las distintas artes y géneros de una época, no depende sólo del grado general de cultura de esta época, ni siquiera cuando su estructura sociológica es unitaria, sino también de la naturaleza, la antigüedad y la tradición especial de cada uno de estos artes y géneros. Describir una experiencia de la naturaleza con palabras y ritmos o con líneas y colores no es algo completamente idéntico. Una época puede tener éxito en lo uno y fracasar en lo otro; en una forma de arte puede tener una relación relativamente espontánea y directa con la naturaleza, mientras que en la otra esta relación se ha vuelto completamente convencional y esquemática.
Los irlandeses que sabían encontrar imágenes como ésta: “El pajarillo ha hecho sonar una flauta en la punta de su brillante pico amarillo; el mirlo envía desde la espesura del amarillo árbol una llamada por encima de Loch Laig”[36], y sabían hablar de cosas como el “calzado de los cisnes” y los “abrigos invernales de los cuervos”[37], dibujaban y pintaban pájaros de los que es difícil decir si representan cucos o aguiluchos. El paralelismo perfecto en el enfoque estilístico de las distintas artes y géneros presupone un grado de desarrollo en el que el arte ya no tiene que luchar con los medios de la expresión, sino que en cierta medida puede elegir libremente entre diversas posibilidades formales. En el Paleolítico, al desarrolladísimo naturalismo de la pintura no correspondió con seguridad un desarrollo similar en la poesía (si es que ésta existió de alguna manera). En la antigua poesía irlandesa, las metáforas naturales de la lengua han creado imágenes de la naturaleza que la pintura, entonces todavía joven y sin otra tradición que el ornamentalismo de la época de las invasiones, carecía de medios para realizar. Los irlandeses dependían en su poesía de una tradición distinta que en su pintura. A los poetas les habrán sido familiares poesías naturalistas latinas, o derivadas de la literatura latina, mientras que los pintores sólo conocían, a lo sumo, el geometrismo de las rústicas tribus celtas y germánicas. Pero, además, el poeta y el pintor habrán pertenecido a distintos estratos sociales y culturales, y esta diversidad tuvo necesariamente expresión en la posición de aquéllos frente a la naturaleza. Sabemos, por una parte, que los pintores de las miniaturas eran simples monjes, y, por otra, podemos suponer que los autores tanto de los poemas épicos como de los idilios eran poetas profesionales, esto es, pertenecían a la categoría de los muy considerados poetas cortesanos o a la de los bardos, menos respetados, desde luego, pero pertenecientes igualmente, por razón de su saber, a la aristocracia[38]. La hipótesis de que estos poemas tuvieron su origen en una especie de poesía popular[39] corresponde a la idea romántica de que “natural” y “popular” son conceptos intercambiables, cuando en realidad son más bien conceptos opuestos. La misma visión inmediata de la naturaleza que encontramos en la lírica irlandesa la hallamos en el siguiente pasaje de la vida de un santo, esto es, en una obra literaria que evidentemente nada tiene que ver con la poesía popular. El pasaje trata del episodio de un niño que jugando a la orilla del mar cae al agua, pero es salvado por el santo, y describe después cómo el mismo niño, en medio del mar, sentado en un banco de arena, juega con las olas: “Porque las olas llegaban hasta él y reían a su alrededor, y él se reía con las olas, y tocaba con la mano la espuma de las cimas de las olas, y lamía la espuma como si fuera espuma de leche recién ordeñada.”[40]
Después de la invasión de los bárbaros aparece en Occidente una nueva sociedad, con una nueva aristocracia y una nueva élite cultural. Pero durante el tiempo en que tal sociedad se está formando, la cultura decae a un nivel que el mundo antiguo no había conocido, y durante siglos permanece improductiva. La cultura antigua no termina con un corte súbito; la economía, la sociedad y el arte romanos decaen y desaparecen poco a poco; la transición a la Edad Media ocurre gradualmente, de modo casi imperceptible. La continuidad se manifiesta especialmente en la perduración de las formas económicas de los últimos tiempos de Roma[41]. El fundamento de la producción sigue siendo la economía agraria, con el latifundio y los coloni[42]. Los antiguos poblados siguen estando habitados, y en parte se reconstruyen incluso las ciudades destruidas. Se mantienen el uso de la lengua latina, la validez del derecho romano y, ante todo, la autoridad de la Iglesia Católica, que con su organización se convierte en modelo de la administración pública. En cambio, el ejército romano y la antigua administración desaparecen. Por lo que hace a las instituciones, el nuevo Estado intenta salvar la administración de la Hacienda, la Justicia y la Policía, pero los antiguos cargos, al menos los más importantes, son ocupados por gente nueva. La nueva aristocracia surge en su mayor parte de la nueva burocracia.
Las conquistas de los germanos apresuraron la transición del antiguo Estado de tribus y estirpes a la monarquía absoluta. Los nuevos Estados fundados trajeron consigo modificaciones que permitieron a los reyes victoriosos hacerse independientes de la asamblea popular de los hombres libres y, siguiendo el modelo de los emperadores romanos, levantarse por encima del pueblo y de la nobleza. Estos reyes consideraban los países conquistados como propiedad privada, y a los miembros de su comitiva como simples súbditos de los que podían disponer a capricho. Pero su autoridad no estaba en modo alguno asegurada desde el principio. Cada uno de los antiguos jefes de tribu podía presentarse cómo rival, y cada miembro de la vieja aristocracia, volverse peligroso. Los reyes eliminaron este peligro exterminando en su mayor parte a las antiguas familias nobles, que ya habían sufrido pérdidas enormes en las guerras de conquista. La suposición de que de la antigua nobleza no quedó absolutamente nada[43] y de que fuera de los mismos Merovingios no existían familias nobles, es sin duda exagerada[44], pero en todo caso los supervivientes no eran ya peligrosos para el rey. No obstante, ya bajo el gobierno de los Merovingios debió de existir otra vez una numerosa clase señorial. ¿Cómo surgió? ¿De qué elementos se compuso? Exceptuando el resto de la nobleza germánica de sangre, pertenecían a ella, ante todo, los miembros de la clase romana senatorial que vivían en los territorios ocupados, y que en todo caso no eran muy numerosos. Por lo demás, muchos de los antiguos terratenientes galorromanos conservaron sus bienes y privilegios, aunque el favor de los reyes beneficiaba a la nueva nobleza de sus servidores. Esta nobleza de funcionarios y militares constituía no sólo la parte más influyente, sino también la más importante numéricamente de la aristocracia franca. Desde la fundación del nuevo Estado, el único camino que llevaba hacia los nuevos honores pasaba por el servicio al rey. Quien le servía por sí más que los demás y pertenecía automáticamente a la aristocracia. Pero esta aristocracia no era una verdadera nobleza, pues sus privilegios podían perderse y no eran en absoluto hereditarios; no se fundaban en el nacimiento y la descendencia, sino únicamente en el cargo y la propiedad[45]. También esta aristocracia se componía de elementos galos, romanos y germánicos y constituía un estrato en el que los francos no tenían ningún privilegio, al menos frente a los romanos. La falta de prejuicios de los reyes era tan amplia en este respecto que permitían, y quizá favorecían, que gentes del más bajo origen, incluso esclavos fugitivos, alcanzaran los más elevados honores[46]. Tales gentes eran, desde luego, menos peligrosas para el poder real, y a menudo eran más apropiadas para realizar las nuevas tareas que los miembros de las antiguas familias.
Ya desde el siglo VI algunos funcionarios, ante todo los más altos funcionarios administrativos, los “condes”, fueron recompensados, aparte de sus salarios, con asignaciones de tierras pertenecientes a propiedades reales. Al principio la tierra sólo se les cedía por un número limitado de años, después, de manera vitalicia y, finalmente, como propiedad hereditaria. Gregorio de Tours, que es el que nos informa acerca de la situación social de la época merovingia, no cita todavía concesiones hechas por servicios militares, es decir, donaciones que hubieran podido tener carácter feudal[47]. El “beneficio” merovingio es todavía por su naturaleza una donación y no una garantía. Pronto, empero, con las concesiones de tierra se unieron ciertos privilegios e inmunidades. Cuando el Estado aparecía incapaz de proteger la vida y la propiedad de sus súbditos, se hacían cargo de tal función los grandes terratenientes, y de esta manera se arrogaban en sus territorios la plena autoridad de aquél. Y así, al aumentar las concesiones, no sólo disminuía la propiedad del rey, sino también el territorio en que el Estado tenía alguna autoridad. Finalmente, el rey era señor solamente de sus propias tierras, que muchas veces eran menores que las de sus más poderosos súbditos. Esta estructuración de las relaciones de soberanía correspondía, por lo demás, a la evolución general, que trasladaba el centro de gravedad de la vida social desde la ciudad al campo.
El campo es, en oposición a la ciudad, terreno poco abonado para el arte, especialmente para el que no es puramente figurativo, limitado a funciones de decoración. En el campo faltan las tareas adecuadas, el público y los medios necesarios para el arte. La causa principal del estancamiento del arte bajo los reyes merovingios consiste en la decadencia de las ciudades y en la falta de una capital real permanente. El progreso de transformación de la cultura ciudadana en una cultura campesina, proceso que comenzó a ponerse en marcha en los últimos tiempos del Imperio, llega a su final en la época merovingia. La economía monetaria de las ciudades antiguas había vuelto a retroceder a la economía doméstica y natural de las grandes propiedades, que ahora aspiran a hacerse independientes de las fuerzas económicas extrañas, es decir, de las ciudades y mercados. Pero la autarquía de los latifundios no es consecuencia de la decadencia de las ciudades; más bien las ciudades y sus mercados decayeron porque los terratenientes, que no podían vender sus productos a causa de la escasez de dinero, se organizaron para producir en lo posible todo lo que necesitaban y nada más que lo que necesitaban. La decadencia de las ciudades despobladas llegó a tal punto que los reyes hubieron de retirarse a sus tierras porque en las ciudades no podían ni adquirir ni conseguir los víveres necesarios para ellos y su séquito. De las ciudades casi sólo las sedes episcopales lograron superar esta crisis, y ello con grandes fatigas y apuros. Es muy significativo, en cambio, que mientras en el Occidente, en toda la época, no se fundó ninguna ciudad importante, los árabes fundaron por el mismo tiempo ciudades colosales, como Bagdad y Córdoba[48]. Incluso los lugares en los que los reyes residían de cuando en cuando, como París, Orleáns, Soissons, Reims, eran relativamente pequeños y muy poco poblados. En ninguno se desarrolló una vida cortesana; en ninguno se sintió la necesidad de construir edificios y monumentos. Los mismos monasterios eran todavía demasiado pobres para poder desempeñar en este aspecto las funciones de la corte y de la ciudad. No existía, pues, ni ciudad, ni corte, ni monasterio donde pudiera desarrollarse una producción artística regular.
En el siglo V todavía se encontraba por todas partes una aristocracia culta, entendida en literatura y arte; pero en el VI esta aristocracia desaparece casi por completo; la nueva nobleza franca estaba completamente despreocupada de las cuestiones culturales. No sólo la nobleza, sino también la Iglesia atraviesa un período de incuria y decadencia. Muchas veces incluso altos dignatarios eclesiásticos apenas saben leer, y Gregorio de Tours, que nos informa sobre esta situación, escribe por su parte un latín bastante descuidado, señal de que la lengua de la Iglesia está ya muerta en el siglo VII[49]. Las escuelas laicas decaen y poco a poco se cierran. Muy pronto no hubo otros centros de enseñanza que las escuelas catedralicias, que los obispos tenían que mantener para asegurar las nuevas promociones de clero. Con ello comienza la Iglesia a adquirir aquel monopolio de la educación al que debe su influencia extraordinaria sobre la sociedad de Occidente[50]. El Estado se clericaliza ya por el mero hecho de que es la Iglesia la que coloca a los empleados y los educa. Y los laicos cultos se apropian sin querer el modo de pensar eclesiástico, pues las escuelas catedralicias, y más tarde las monásticas, son los únicos establecimientos educativos donde pueden enviar a sus hijos.
La Iglesia continúa siendo el más importante cliente de obras de las artes figurativas. Los obispos continúan haciendo construir iglesias, y emplean albañiles, carpinteros, decoradores y, además, escultores y pintores. No podemos, por falta de monumentos conservados, hacernos una idea exacta de esta actividad artística. Pero si podemos sacar unas conclusiones generales de los pocos manuscritos miniados que han llegado a nosotros, esta actividad debió de limitarse a la continuación bastante poco personal del arte romano tardío y a la repetición del arte de la época de las invasiones. Por este tiempo nadie es capaz en Occidente de representar plásticamente un cuerpo. Todo se limita a ornamentación plana, juego de líneas y caligrafía. Los motivos usuales en el arte decorativo son, de acuerdo con el creciente rusticismo, las formas del arte campesino: círculos y espirales, trenzados de cintas y lazos, peces y pájaros, y a veces —única novedad comparada con el arte de la época de las invasiones—, hojas y zarcillos. Estos son también los motivos de la orfebrería, a la que pertenecen la mayoría de los ejemplos conservados. Su número relativamente grande muestra dónde ponía su interés artístico esta sociedad primitiva. Arte es para ella en primer lugar adorno y lujo, utensilios magníficos y preciosas joyas. El arte sirve —y esto ocurre todavía en forma sublimada en muchas culturas mucho más desarrolladas— simplemente para la exhibición del poder y la riqueza.
Con la coronación de Carlomagno como emperador cambia fundamentalmente el carácter de la monarquía franca. El poder temporal de los Merovingios se transforma en una teocracia, y el rey de los francos pasa a ser protector de la cristiandad.
Los Carolingios reorganizan el debilitado poder real franco, pero no pueden quebrantar el poder de la aristocracia, ya que en parte deben su poder a esta clase. Los condes y magnates se convierten desde el siglo IX en vasallos del rey; pero sus intereses son frecuentemente tan opuestos a los de la corona, que no pueden mantener a la larga la fidelidad jurada. El poder y la riqueza de los nobles no crecen, sino que disminuyen al acrecentarse el poder del Estado. El poder central, al confiar a los nobles la administración del país, toma a su servicio como funcionarios a los miembros de un estrato social que más pronto o más tarde se convierte en su antagonista y, como tal, actúa con gran libertad, pues falta casi por completo una jerarquía de funcionarios con categorías bajas y medianas. El rey no puede hacer mucho contra los arbitrarios condes; no puede, en primer lugar, destituirlos, pues no son funcionarios ordinarios, sino gentes con las que los campesinos se sienten en cierto modo ligados, que desde generaciones son las personas más ricas y consideradas del lugar, y frente a los cuales unos funcionarios nuevos aparecían como intrusos[51]. El rey y el Estado no pueden impedir que los campesinos cedan en una medida cada vez mayor sus tierras a los magnates, para recibirlas luego de ellos, en disfrute, como de sus protectores. La tendencia general lleva de manera incontenible a la formación de latifundios y de principados territoriales. Si bien la época de Carlomagno está todavía lejos de la meta final de esta evolución, la autoridad real aparece tan debilitada que el monarca tiene siempre que mostrar más poder del que propiamente posee. El rey debe, en efecto, aparecer en público como la cabeza suprema del nuevo Estado espiritual-temporal y convertir su corte en centro de la moda y de la cultura del Imperio.
En Aquisgrán, donde se reunieron una academia poética, un taller artístico palaciego y los mejores sabios de la época, crea Carlomagno, como modelo de las cortes europeas, un hogar de las musas que, a pesar de todo el amor al arte de la corte imperial romana y bizantina, es algo nuevo. Por primera vez desde Adriano y Marco Aurelio sucede que un príncipe de Occidente no sólo se interesa realmente por la ciencia, el arte y la literatura, sino que lleva a cabo un programa cultural propio. Al crear centros de educación literaria, el emperador no busca directamente la renovación de la cultura intelectual, ya que su objetivo principal es la formación de un personal preparado para la Administración. En tales centros la literatura romana se considera en primer lugar como una colección de modelos estilísticos latinos y se la estudia principalmente con vistas a la práctica en la lengua cancilleresca. Por lo que se refiere a las mismas instituciones de enseñanza, actualmente se duda de que haya existido verdaderamente una “escuela palaciega” en la que, como antes se decía, fueran educados los hijos de las familias distinguidas. La suposición de la existencia de tal escuela se fundaba en una mala interpretación de los textos conservados. Como ahora se entiende, estos textos designan con el nombre de scholares, no a los educandos de una schola palatina, sino a los protegidos del emperador, jóvenes nobles que recibían en la corte su educación práctica como futuros soldados y funcionarios[52]. En cambio está fuera de duda que en la corte de Carlomagno hubo un círculo literario de poetas y eruditos; éstos formaban una verdadera academia que celebraba sesiones y concursos regulares; y podemos estar también seguros de que en la corte existía un taller anejo, en el que se producían los manuscritos miniados y los objetos artísticos.
Todo el programa cultural de Carlomagno se dirigía a dar nueva vida a la Antigüedad. La idea principal de esta renovación le vino sin duda durante sus campañas en Italia, y, aun cuando dependía de la idea política de la renovación del Imperio Romano, no sólo significaba la primera recepción amplia, sino la primera reasimilación creadora de la cultura antigua. La tesis de que la Edad Media nunca llegó a tener conciencia de su separación de la Antigüedad y de que se sintió siempre como continuadora inmediata de ella[53] es insostenible. El renacimiento carolingio se distingue de la Antigüedad cristiana precisamente en que no continúa simplemente la tradición romana, sino que la descubre de nuevo. Por vez primera se convierte en él la Antigüedad en una experiencia cultural, unida a la conciencia de que había que ganar, o mejor, conquistar, algo perdido. Con esta experiencia nace al mundo el hombre occidental[54], al cual le caracteriza no la posesión de la Antigüedad, sino la lucha por esta posesión. La época de Carlomagno se conforma con recibir de segunda mano la herencia de la Antigüedad. El arte de la Roma tardía de los siglos IV y V y el arte bizantino de los siglos siguientes constituyen el tesoro de motivos y formas del que saca sus modelos y su inspiración. Y si bien es verdad también que, de acuerdo con la audacia propia de una época de renacimiento, la época carolingia busca con preferencia imitar las actitudes grandiosas, hinchadas y orgullosas de los romanos, no halla, sin embargo, acceso a la Antigüedad más que a través de la forma refractada del arte cristiano. El signo más visible de esta ruptura con la Antigüedad es el hecho de que la plástica monumental de los romanos, para la que los cristianos primitivos no habían tenido comprensión alguna, sea también un libro sellado para el renacimiento carolingio. Por eso piensa Dehio que la asimilación carolingia no es propiamente un renacimiento, sino una simple continuación de la Antigüedad tardía[55]. Pero hubo aquí una innovación que, como el propio Dehio señala[56], inauguró una nueva época: la superación por el arte carolingio del estilo ornamental plano de la época de las invasiones, consiguiendo con ello reproducir el cuerpo humano en su espacialidad tridimensional. Este rasgo recuerda por sí más a la Antigüedad clásica que a la cristiana. Pero, en contraste con el punto de vista meramente decorativo de la época de las invasiones, en el arte carolingio encontramos una concepción artística figurativa; y, por otra parte, en oposición al arte cristiano primitivo, encontramos también aquí una concepción en parte ilusionista. Este arte renueva no sólo el sentido estatuario y monumental, sino también la visión pictórica e impresionista de los antiguos. Junto a las estampas dedicatorias de los evangeliarios imperiales, grandiosamente concebidas y pomposamente ejecutadas, poseemos los dibujos a pluma, de nerviosa vibración, del Psalterio de Utrecht, que si bien desde el punto de vista estilístico dependen de modelos cristiano-orientales[57], en cuanto a finura impresionista y fuerza expresionista no tienen par en todos los siglos transcurridos desde la época helenística. Pero lo notable no es sólo que este ilusionismo pudiera ser practicado al mismo tiempo que el estilo cortesano frío, amplio e imponente, sino también que, desde el punto de vista de la calidad, sea mucho más importante que dicho arte cortesano, el cual tenía unas pretensiones esencialmente superiores en su técnica, en sus medios y en su formato. Salta a la vista que un manuscrito como el Psalterio de Utrecht, con sus dibujos sin colorear, sencillos e improvisados, no podía responder a las exigencias del lujo de la corte, a su afán de tener manuscritos magníficos, y estaba destinado a un círculo más modesto, que atendía más bien al elemento ilustrativo que al ornamental. La diferenciación de los manuscritos por el tamaño y por la técnica de sus miniaturas, la distinción en “aristocráticos”, en folio y con ilustraciones policromas, y “populares”, con meros dibujos marginales, distinción que ya hubimos de hacer al analizar el arte bizantino, se impone aquí con más fuerza todavía[58]. Tampoco aquí, como en ningún otro caso, puede derivarse la diversa calidad de las obras de las condiciones sociológicas del trabajo artístico; pero la mayor libertad de movimientos del artista en el arte no oficial puede haber favorecido esencialmente la espontaneidad e inmediatez de la representación. Lo mismo que una ejecución minuciosa y detallada lleva a un estilo estático, la manera ligera y esquemática de los “baratos” dibujos a pluma favorece una ejecución dinámica e impresionista.
Se solía decir antes que el estilo amplío y pictórico de las miniaturas de plana entera y colores empastados correspondía a la orientación artística propia de la escuela palatina de Aquisgrán o Ingelheim o donde estuviera, y el impresionismo sensitivo y movible del Psalterio de Utrecht, al estilo local de la escuela de Reims, de influjo anglosajón. Mas después que se ha demostrado que también muchos de los manuscritos de lujo realizados con gran cuidado fueron hechos en los scriptoria de Reims o sus alrededores[59], la demarcación geográfica de los estilos ha perdido la importancia que antes se le atribuía. Evidentemente, el origen de los diversos estilos ha de buscarse más bien en las distintas posiciones sociales de los clientes que en la diversa nacionalidad de los copistas y en las distintas tradiciones locales de los talleres. Aparte de ciertas semejanzas estilísticas, en un mismo scriptorium se hicieron manuscritos del tipo más diverso, unos en el estilo cortesano, pretencioso y clasicista, y otros al modo monástico, sencillo y esquemático.
El centro de la actividad artística era, sin duda, el taller de palacio. De allí salió el movimiento renacentista, y desde allí parece que fueron organizados los scriptoria de los monasterios[60]. Sólo más tarde tomaron los talleres monásticos la dirección. En la época de Carlomagno probablemente trabajaron todavía en el taller palatino tantos monjes como después laicos estuvieron ocupados en los talleres conventuales. Pero, en todo caso, ya en la época carolingia funcionaron numerosos scriptoria. Esto es cosa que podemos deducir no sólo del número relativamente grande de manuscritos conservados, sino también de su muy diversa calidad artística. Por lo demás, es sorprendente, por ejemplo, que el término medio de las tallas de marfil sea muy superior al de las conocidas miniaturas. Una técnica más difícil determina un nivel más alto de la producción, y es evidente que las materias más preciosas no se confían a los aficionados que hallan ocupación en los scriptoria[61]. Pero los productos de todos estos talleres, sean pinturas, tallas o trabajos en metal, tienen un rasgo común: su tamaño es siempre relativamente pequeño. Esta característica parece a primera vista incompatible con la tendencia del arte cortesano a la ostentación, con el afán de emular la monumentalidad clásica, pues tal arte se esfuerza por ser grande tanto externa como internamente. La preferencia del arte carolingio por el formato pequeño se solía poner en relación con el carácter no consolidado e inestable de la vida de entonces, con sus numerosos rasgos nómadas, y se argumentaba que los pueblos nómadas no poseen un arte monumental, sino que crean objetos de aderezo y adorno lo más pequeños posible y fáciles de transportar[62]. El carácter “nómada” de la cultura carolingia se limita ciertamente a la significación secundaria de las ciudades y al continuo traslado de la capital regia; pero esto, si bien no basta para explicar del todo la preferencia por el formato pequeño en el arte, sí permite acercarnos un poco a su comprensión.
POETAS Y PÚBLICO DE LOS POEMAS ÉPICOS
Según nos informa Eginardo, Carlomagno mandó coleccionar y escribir los “antiguos cantos bárbaros” de luchas y batallas. Eran éstos evidentemente cantos que trataban de los héroes de la época de las invasiones, de Teodorico, Ermanrico, Atila y sus guerreros, y que en parte habían sido elaborados ya anteriormente y convertidos en poemas épicos más o menos extensos. En la época de Carlomagno el poema épico no correspondía ya al gusto de las gentes distinguidas; entonces eran preferidos ya los poemas clásicos y eruditos. El mismo rey debió de sentir un interés puramente histórico por los antiguos cantos épicos, y el hecho de que los mandara escribir confirma sólo que estaban amenazados de desaparición. También, sin embargo, la colección de Carlomagno se ha perdido. La siguiente generación, la de Ludovico Pío y sus contemporáneos, nada quiso saber ya de esta poesía. La forma épica tuvo que adaptarse a los temas bíblicos y expresar el modo de ver del clero, para no desaparecer del todo de la literatura. Verosímilmente la colección mandada hacer por Carlomagno fue redactada por eclesiásticos; a juzgar por el Beowulf, los clérigos se habían ocupado ya desde antes de reelaborar historias de héroes. La poesía épica, sin embargo, tiene que haberse mantenido además junto a la literatura monacal de otra manera, más semejante a su forma primitiva, antes de que despertara a nueva vida en la épica cortesana y caballeresca. Tiene que haberse dirigido ante todo a un público más amplio que el de la poesía libresca de los eclesiásticos, y también que el del primitivo canto épico. La poesía épica fue expulsada de la corte y de las moradas de los señores; si se mantuvo, pues, en alguna parte, y realmente se mantuvo, sólo puede haber sido entre las clases inferiores. Mas sólo ahora, en los siglos que corren del final de la época heroica al comienzo de la época caballeresca, se convirtió en popular. Pero tampoco en este tiempo se convirtió en lo que se llama “poesía popular” en el verdadero sentido de palabra; siguió estando, por el contrario, en manos de unos poetas profesionales que, a pesar de su carácter popular, nada tenían en común con el pueblo que hace poesía de modo espontáneo e impersonal.
La “épica popular” de la historia romántica de la literatura no tenía primitivamente relación alguna con el pueblo. Las canciones encomiásticas y heroicas, de que proviene la epopeya, fueron la más pura poesía de clase que una casta de señores ha producido nunca. No eran ni compuestas por el pueblo ni por él cantadas ni difundidas, como tampoco estaban dedicadas al pueblo u orientadas según el modo de pensar popular. Eran pura y simplemente poesía artística y arte aristocrático; trataban de los hechos y aventuras de una aristocracia guerrera, adulaban su afán de gloria, reflejaban su amor propio heroico y sus conceptos morales trágico-heroicos. Además, no sólo se dirigían a esta aristocracia, único público concebible, sino que de ella misma salían, al menos al principio, los poetas. Los antiguos germanos tenían, desde luego, antes y aun en tiempos de esta poesía nobiliaria, una poesía comunitaria: fórmulas rituales, conjuros, adivinanzas, máximas, y una pequeña lírica social, es decir, canciones de danza y de trabajo, así como cantos corales que ejecutaban en los banquetes y ceremonias fúnebres. Estas formas poéticas eran la propiedad comunal, en conjunto todavía no diferenciada, de todo el pueblo, sin que la recitación o ejecución en común constituyera un carácter imprescindible[63]. Comparada con esta poesía colectiva, la canción encomiástica y heroica parece ser invención sólo de los tiempos de las invasiones. Su carácter aristocrático se explica por los trastornos sociales ligados con el triunfo de la invasión, los cuales iban a poner término a la relativa uniformidad de la situación cultural anterior. Así como a consecuencia de las nuevas conquistas, ampliaciones de las posesiones y fundaciones de Estados la estructura de la sociedad se conformó de manera más diferenciada, también junto a las formas comunales de poesía se desarrolló una poesía clasista, que verosímilmente procedía de los nuevos elementos de la nobleza. Pero esta poesía no sólo era propiedad particular de una clase privilegiada, que estaba cerrada al exterior y acentuaba su posición social característica, sino que era también, a diferencia de la primitiva poesía comunal, creación de poetas profesionales al servicio de la clase dominante.
Los primeros poetas que se distinguen personalmente en la época heroica y de las invasiones eran desde luego todavía guerreros y pertenecían al séquito del rey[64]; al menos en el Beowulf intervienen de forma activa en la poesía los príncipes y los héroes. Pero pronto estos distinguidos aficionados y poetas de ocasión son sustituidos por poetas profesionales, que en adelante constituyen uno de los elementos indispensables de una corte principesca, y en la mayoría de los casos no son ya guerreros. El skop, es decir, el poeta áulico de los germanos occidentales y meridionales, se nos presenta desde luego como un profesional especializado. En cambio, el skald áulico de los germanos septentrionales siguió siendo, a la vez que poeta de profesión, guerrero; y como hombre de confianza y consejero de los príncipes conserva rasgos característicos de los sabios y doctos cantores de la prehistoria. Tanto más notable resulta por ello que el concepto de la creación personal se desarrollase más en el skald que entre los cantores áulicos de los otros germanos, los cuales ejecutan canciones ya propias, ya ajenas, sin señalar la diferencia y sin que el público preguntara quién era el autor de las canciones. La alabanza de los oyentes va dirigida siempre a la ejecución. Entre los noruegos, por el contrario, el poeta y el ejecutante se distinguen claramente, se conoce y aun exagera el orgullo del autor, y se concede gran valor a la originalidad de la invención. Con las obras se conservan allí también los nombres de los autores, fenómeno éste que en otras partes sólo se observa tras la aparición del clérigo que escribe. En el Norte esto está quizá en relación con el prestigio de que el poeta disfruta en cuanto guerrero.
Probablemente ya entre los ostrogodos había poetas profesionales. Casiodoro dice que en el año 507 Teodorico envió al rey de los francos, Clodoveo, un cantor y un arpista. Por la descripción de Prisco sabemos que tales cantores actuaban en la corte de Atila. Pero no está suficientemente claro en la información que poseemos si ya estos cantores ocupaban una verdadera posición oficial como poetas. Tampoco sobre la estimación que se concedía a la profesión de poeta entre los germanos de aquella época heroica sabemos nada seguro. Por una parte, se supone que los poetas y cantores pertenecían a la corte y mantenían una relación cordial con el príncipe; pero, por otra, se recuerda que, por ejemplo, en el Beowulf, los poetas no son citados por su nombre ni siquiera una vez, por lo que no debe de haber sido demasiado grande su prestigio. Lo que sabemos seguro es que en Inglaterra el poeta áulico tenía desde el siglo VIII una situación oficial[65], y esta institución debe de haberse establecido firmemente, más pronto o más tarde, entre todos los germanos. Sin embargo, no debió de durar mucho, pues pronto tenemos noticias de cantores errantes que van de corte en corte y de la casa de un señor a la de otro para entretener a la sociedad aristocrática. Este cambio no produce, sin embargo, consecuencias tan profundas como se podía creer; los poemas conservan su carácter cortesano, si bien los príncipes y héroes a los que van dirigidos son diferentes en cada ocasión. En todo caso el elemento profesional se acentúa más visiblemente en los cantores errantes que en los fijos y áulicos, cuya relación con la sociedad cortesana sigue siendo ambigua. Pero no debemos confundir al cantor cortesano errante con el juglar común, igualmente errante, pero desamparado, que encontramos más tarde. La distancia entre ambos tipos sólo se acorta cuando el cantor profano pierde el favor de la corte y tiene que encontrar su público por las esquinas de las calles, en las posadas y en las ferias.
Según el relato de Prisco, en las cenas de la corte de Atila a las canciones encomiásticas y guerreras seguían las representaciones cómicas de los payasos, a los que hemos de considerar, por una parte, como los herederos de los antiguos mimos, y, por otra, como los antepasados de los juglares medievales. Quizá al comienzo el género serio y el género cómico no estaban tan marcadamente separados como más tarde, cuando el cantor, en cuanto funcionario de la corte, se sentía cada vez más alejado de los mimos, para volverse a acercar de nuevo a ellos al transformarse en cantor errante. Una de las razones principales de la crisis que hizo desaparecer a los cantores de corte en los siglos VIII y IX fue, además de la actitud hostil del clero[66] y de la decadencia de las pequeñas cortes[67], la competencia de los mimos[68]. El noble poeta cortesano de las canciones heroicas desaparece al desaparecer los heroicos sentimientos de su público; pero la poesía heroica sobrevive a la época heroica y tiene más larga vida que la sociedad a que debe su origen. Al extinguirse la cultura nobiliaria guerrera, se transforma de poesía exclusivamente de clase en arte de todos. El hecho de que fuera posible sin más este desplazamiento de arriba abajo y que el mismo género de poesía pudiera ser comprendido y gozado por las clases altas y bajas casi al mismo tiempo, sólo se puede explicar porque la distancia cultural entre señores y pueblo no era entonces, ni tampoco durante mucho tiempo, tan grande como fue después. Los señores vivían, es verdad, desde el principio en una esfera distinta que el pueblo, pero su diferencia frente a las clases inferiores no había ocupado aún el primer plano de su conciencia[69].
La teoría romántica, que interpreta la poesía heroica como arte popular, fue en lo esencial sólo un intento de explicar el elemento histórico de la épica heroica. El Romanticismo no se había dado cuenta todavía de la función de propaganda que desempeña el arte. La idea de que la nobleza guerrera de la gran época heroica pudiera tener un interés práctico en la poesía no fue sospechada por los románticos. En su “idealismo”, éstos nunca hubieran admitido que, con su poesía, aquellos héroes sólo aspirasen a levantarse a sí mismos un monumento o realzar el prestigio de su clan, esto es, que pudieran tener un interés distinto del espiritual en la transmisión poética de los grandes acontecimientos. Y como, por otra parte, no podían sospechar que los poetas de las canciones de las crónicas —idea que sólo a nuestra época se le ha ocurrido—, no les quedaba otro camino que explicar el origen de los temas históricos de la épica por una tradición que tuviera su origen inmediatamente en los acontecimientos y pasara de boca en boca, de generación en generación, hasta que por fin se desarrollaba en la fábula completa de los poemas épicos. La perduración de las historias heroicas en los labios del pueblo era a la vez la más sencilla explicación de la existencia subterránea que la épica hubo de arrastrar entre sus dos apariciones manifiestas, a saber, la de la época de las invasiones y la de la época de la caballería. Por lo demás, el Romanticismo pensaba que también estos fenómenos —los poemas ya terminados— eran sólo etapas de una evolución completamente continua y homogénea. Lo que preocupaba a los románticos en orden a comprender todo este proceso no eran los momentos históricos aislados, sino el crecimiento ininterrumpido, la tradición viva de la leyenda.
Jacobo Grimm fue tan lejos en su misticismo folklorista que llegó a considerar inimaginable que una epopeya popular hubiera sido nunca “compuesta”; pensaba que se componía a sí misma, y se imaginaba su formación como la germinación y el desarrollo de una planta. El Romanticismo entero estuvo de acuerdo en que la épica heroica no tenía nada que ver con el poeta individual y consciente, que ejerce su arte como una habilidad adquirida, sino que era la obra del pueblo ingenuo, que crea de manera inconsciente y espontánea. Los románticos explicaban la poesía popular, por una parte, como improvisación colectiva, y, por otra, como un proceso lento, continuo, orgánico, con el que era completamente inconciliable la idea de la existencia de saltos bruscos, deliberados, atribuibles a un individuo particular. Según los románticos, la epopeya popular “crece” a medida que la leyenda heroica va siendo transmitida de una generación a otra, y cesa de crecer cuando ingresa en la literatura. El término “leyenda heroica” designa aquí la forma en que la epopeya está todavía por completo en posesión del pueblo y a la que debe el poeta épico la mejor parte de su obra. Pero incluso en los casos en que se puede admitir la existencia de una tradición oral de los acontecimientos históricos, el problema no consiste en saber en qué medida utiliza el poeta el material tradicional, sino qué puede ser designado todavía como “leyenda” en este material. La idea de una tradición que fuera capaz de producir una narración épica larga y unitaria sin la cooperación de un poeta consciente y deliberadamente creador, y que pusiera a cualquiera en condiciones de narrar tal fábula, propiedad comunal del pueblo, de una manera completa y coherente, es completamente absurda. Una narración fijada y terminada, completa y unitaria, aunque sea todavía en forma tosca, no es ya una leyenda, sino un poema, y aquél que la cuenta por primera vez es el poeta[70]. Como ha demostrado Andreas Heusler, es un grave error creer que los relatos heroicos comienzan por ir anónimamente de boca en boca, como leyenda informe, y son después recogidos por un poeta profesional y transformados en poema. Una leyenda heroica surge desde el primer momento como una canción, como un poema, y como tal es repetida y reelaborada ulteriormente. El poema épico es sólo una forma tardía, que en ciertas circunstancias elimina la primitiva redacción más breve, pero no es fundamentalmente distinta de aquélla[71]. La leyenda realmente ingenua e iliteraria no consiste más que en motivos aislados, inconexos, episodios históricos sueltos flojamente trabados, leyendas locales breves y sin desarrollar. Tales son los elementos que pueden ser suministrados por el pueblo, el poeta popular impersonal, pero que nada contienen de lo que hace que una canción heroica sea una canción heroica y un poema épico un poema épico.
Joseph Bédier niega, con respecto a la épica francesa, no sólo la existencia de tal leyenda inmediatamente ligada a los acontecimientos históricos, sino incluso la existencia de canciones heroicas y toda razón para suponer que la redacción de las epopeyas fue anterior al siglo X. También para él como, desde el Romanticismo, para todos los investigadores de leyendas, el problema consiste en el origen de los elementos históricos de la epopeya. Si, como él subraya, nunca ha existido algo así como una leyenda que va desarrollándose espontáneamente, ¿cuál es el puente que une, a través de los siglos, los acontecimientos de la época de Carlomagno y la épica a él referente? ¿Cómo llegaron los motivos históricos a las chansons de geste? ¿Cómo llegaron a ser conocidas las personas y los acontecimientos del siglo VIII a los poetas de los siglos X y XI? Estas preguntas, piensa Bédier, todavía no han sido satisfactoriamente contestadas, pues la hipótesis de que las leyendas comenzaron a formarse ya entre los contemporáneos de los héroes es una respuesta para salir del paso, que resuelve mediante una construcción completamente caprichosa el problema de cómo los poetas tuvieron la idea de elegir para héroes de sus obras a personas históricas que ya entonces hacía varios siglos habían muerto[72].
La tradición oral había sido puesta en duda ya por Gaston Paris; pero él no pudo salvar la distancia temporal que media entre los acontecimientos históricos y los poemas épicos más que con las canciones heroicas de la teoría de Wolf y Lachmann[73]. Bédier niega, como ya antes de él Pío Rajna[74], que hayan existido nunca tales canciones heroicas, por lo menos en lengua francesa, y piensa que los elementos históricos de la epopeya heroica han de atribuirse a la erudita aportación de los clérigos. Bédier intenta demostrar que las chansons de geste surgieron a lo largo de las vías de peregrinación, y que los juglares que las recitaban ante las multitudes reunidas junto a las iglesias de los monasterios eran, en cierta medida, los portavoces de los monjes. Pues éstos, dice, para hacer la propaganda de sus iglesias y monasterios ponían, sin duda, interés en divulgar las historias de los santos y de los héroes que allí estaban enterrados o cuyas reliquias se guardaban allí, y para este fin se servían, entre otras cosas, del arte de los juglares. Las crónicas de los monasterios contenían indicaciones sobre estas figuras históricas y fueron, según Bédier, la única fuente de la que pudieron proceder los fundamentos históricos de las epopeyas. Así, por ejemplo, la Canción de Rolando, en la que los monjes hacen de Carlomagno el primer peregrino de Compostela, debe de haber tenido su origen como una leyenda local en los monasterios del camino de Roncesvalles y debe de haber sacado su materia de los anales de estos monasterios[75].
Se ha objetado contra la teoría de Bédier que, en la Canción de Rolando, entre tantos santos y tantas ciudades españolas que se citan no se nombra ni al apóstol Santiago ni el famoso lugar de su sepultura, centro de peregrinaciones. ¿Dónde está la propaganda de la peregrinación, se ha preguntado, si el poeta no cita, justamente, el término del viaje? La objeción no es del todo contundente, pues posiblemente lo que nosotros poseemos es sólo una redacción del poema, pronto convertido en cosa universalmente estimada y en la que ya no existía ningún interés particular en citar el centro de peregrinación que era Compostela. Mas sea de ello lo que quiera, la huella de la mano clerical es tan evidente en los poemas épicos franceses como inconfundible es el tono del juglar. Vemos reunidas en la misma obra todas las fuerzas que en los territorios de lengua alemana y anglosajona motivaron la caída del canto heroico desde las alturas de un arte cortesano hasta el nivel de lo popular. Estas fuerzas son el monacato y la juglaría, el poeta y el público de las más bajas capas de la sociedad, el interés eclesiástico y el gusto por lo conmovedor y picante, que cada vez resaltan más en primer término. Bédier sabe muy bien que las peregrinaciones no explican todo ni mucho menos, e insiste en que, para comprender las canciones de gesta, son tan necesarias las cruzadas en Oriente y Occidente, los ideales y sentimientos de la sociedad feudal y de la caballería como el mundo intelectual de los monjes y el mundo sentimental de los peregrinos. Las canciones épicas son incomprensibles sin los peregrinos y sin los monjes, pero también son incomprensibles sin el caballero, el burgués, el campesino y, sobre todo, el juglar[76].
¿Quién era y qué era propiamente este juglar? ¿De dónde viene? ¿En qué se diferencia de sus antecesores? Se ha dicho que es el cruce del cantor cortesano de la Alta Edad Media y del mimo de la Antigüedad[77]. Desde la Antigüedad, el mimo nunca ha cesado de florecer. Cuando las últimas huellas de la cultura antigua ya estaban borradas, todavía los herederos de los antiguos mimos seguían circulando por el territorio del Imperio y entretenían a las masas con su arte sin pretensiones, sin selección, sin literatura[78]. En la Alta Edad Media los países germánicos están inundados de mimos. Pero hasta el siglo IX los poetas y cantores de las cortes se mantienen completamente separados de ellos. Sólo cuando, a consecuencia del renacimiento carolingio y de la influencia clerical de la generación siguiente, los poetas y cantores cortesanos pierden sus oyentes aristocráticos y encuentran en las clases inferiores la competencia de los mimos, tuvieron, en cierta medida, que convertirse en mimos ellos mismos para poder mantenerse en la rivalidad[79]. Y así, ambos —cantor y comediante— se mueven en los mismos círculos, se mezclan e influyen mutuamente, hasta que pronto ya no se pudieron distinguir. Entonces no hay ya un mimo ni un skop; sólo hay el juglar. Lo que en éste sorprende es, sobre todo, su riqueza de aspectos. El poeta aristocrático y especializado en canciones heroicas es sustituido ahora por el vulgar juglar, que ya no es sólo poeta y cantor, sino también músico y bailarín, dramaturgo y cómico, payaso y acróbata, prestidigitador y domador de osos; en una palabra, el bufón público y el maître de plaisir de la época. Ha terminado la especialización, la distinción, la grave dignidad. El poeta cortesano se ha convertido en payaso público, y su degradación social ha influido sobre él de una manera tan revolucionaria y violenta, que ya nunca se recuperará del golpe. Pertenece, de ahora en adelante, a la gente desarraigada: vagabundos y rameras, clérigos fugitivos y estudiantes perdularios, charlatanes y mendigos. Al juglar se le ha llamado “el periodista de la época”[80], pero la verdad es que cultiva propiamente todos los géneros: la canción de danza como la de burlas, el cuento como el mimo, la leyenda de santos como la epopeya. Ésta adquiere rasgos completamente nuevos en tal vecindad. En ciertos pasajes adquiere un carácter patético y efectista, al que era completamente ajeno el antiguo canto épico. Ya no es el tono bronco, de sublime patetismo, trágico-heroico, de la Canción de Hildebrando lo que persigue el juglar; pretende más bien entretener con la epopeya, y busca la expresión violenta, el efecto final, la agudeza[81]. Comparada con los monumentos de la poesía heroica anterior, la Canción de Rolando revela en cada momento este gusto juglaresco más popular y tendente a lo picante.
Pío Rajna cuenta una vez que él pudo llegar casi hasta el fin de su investigación sobre la épica francesa sin haber tenido ocasión de escribir ni una sola vez la expresión “canto heroico”. Karl Lachmann, por el contrario, hubiera podido replicar que sin tal concepto no hubiera podido formular ni una sola tesis fundamental sobre la épica. El Romanticismo disolvió la épica en leyenda y canción, porque sus teóricos creían que en la épica de los poetas profesionales los poderes irracionales de la historia no destacaban con suficiente inmediatez. Nuestra época, por el contrario, atiende con preferencia tanto en la épica como en el arte en general, al saber consciente y aprendido, porque tiene más comprensión para el elemento racional que para él sentimental e impulsivo. Los poemas tienen su propia leyenda, su propia historia heroica. Las obras de la poesía viven no sólo en la forma que los profetas les dan, sino también en la que les atribuye la posteridad. Toda época cultural tiene su Homero propio, sus Nibelungos propios y su Canción de Rolando propia. Cada época se compone para sí estas obras al explicárselas conforme a su propio sentido. Pero las explicaciones se pueden entender mejor como un progresivo circunvalar la obra que como una aproximación en línea recta a ella. La última interpretación no es absolutamente “la mejor”. Todo intento de explicación en serio, realizado desde el espíritu de un presente vivo, profundiza y amplía el sentido de las obras. Toda teoría que nos muestra la epopeya heroica desde un punto de vista nuevo e históricamente real es una teoría útil. No se trata tanto de la verdad histórica, de “lo que ocurrió propiamente”, cuanto de ganar un acceso nuevo e inmediato al tema. La interpretación romántica de la leyenda y de la poesía heroicas ha puesto en claro que los poetas épicos, aunque eran artistas muy primitivos, todavía no podían disponer de su materia con total libertad y se sentían mucho más fuertemente ligados por una forma ya de antes inventada y transmitida que los poetas de tiempos posteriores. Por su parte, la teoría de las canciones reelaboró la composición abierta y acumulativa de los poemas épicos y abrió el camino para comprender de su carácter sociológico, al indicar que su origen se encontraba en los cantos heroico-aristocráticos de alabanza y de guerra. La doctrina de la contribución de clérigos y juglares iluminó, finalmente, por un lado, los rasgos populares y no románticos, y, por otro, los rasgos eclesiásticos y eruditos del género. Sólo después de todos estos intentos de interpretación se ha podido alcanzar una perspectiva que estima a la epopeya heroica como lo que se llama “poesía hereditaria”[82] y la coloca entre la poesía de arte, que sé mueve libremente, y la poesía popular, que está vinculada a la tradición.
LA ORGANIZACIÓN DEL TRABAJO ARTÍSTICO EN LOS MONASTERIOS
Después de le época de Carlomagno la corte no es ya el centro cultural del Imperio. La ciencia, el arte y la literatura proceden ahora de los monasterios; en sus bibliotecas, escritorios y talleres se realiza ahora la parte más importante del trabajo intelectual. A la laboriosidad y riqueza de los monasterios debe el arte del Occidente cristiano su primer florecimiento. La multiplicación de los centros culturales, debida al desarrollo de los monasterios, provoca, ante todo, una mayor diferenciación de las tendencias artísticas. Pero no se debe pensar que estos monasterios estuviesen completamente aislados unos de otros; su común dependencia de Roma, el influjo general de los monjes irlandeses y anglosajones y, más tarde, las Congregaciones reformadas hacen que los monasterios mantengan entre sí una relación, aunque ésta no sea muy íntima[83]. Ya Bédier aludió a sus puntos de contacto con el mundo laico, a su función en relación con las peregrinaciones y a su papel como centro de reunión de peregrinos, comerciantes y juglares. Mas a pesar de mantener estas relaciones con el exterior, los monasterios siguen siendo unidades esencialmente autárquicas, concentradas en sí mismas, que se aferran a sus tradiciones más duradera y tercamente que antes la corte, la cual cambiaba según las modas, o que después la sociedad burguesa.
La regla de San Benito prescribía tanto el trabajo manual como el intelectual, e incluso hacía mayor hincapié en las ocupaciones manuales. El monasterio, lo mismo que las cortes señoriales, se esforzaba por desarrollar una economía lo más autárquica posible y producir en sus propios terrenos todo lo necesario. La actividad de los monjes se extendía tanto al cultivo del campo y de la huerta como a los oficios artesanos. Ya desde el principio, sin embargo, los trabajos corporales más duros fueron realizados en gran parte por los campesinos libres y siervos de los monasterios y, más tarde, además de por los campesinos, por hermanos legos. Pero los oficios artesanos, especialmente en los primeros tiempos, posiblemente fueron ejercidos principalmente por los monjes; y que precisamente por la organización del artesanado por lo que el monacato ejerció la más profunda influencia en la evolución artística y cultural de la Edad Media. El gran mérito del movimiento monástico consistió en hacer que la producción del arte se realizara dentro del marco de talleres ordenados, con división del trabajo, y dirigidos más o menos racionalmente, y que para este trabajo fueran ganados también miembros de las clases superiores. Como es sabido, en los monasterios de la Alta Edad Media eran mayoría los aristócratas, y ciertos monasterios estaban casi exclusivamente reservados a ellos[84]. Y así, gentes que nunca habían tomado en su mano un sucio pincel, un cincel o una paleta de albañil, entraban en relación directa con las artes plásticas. Es verdad que el desprecio por el trabajo manual sigue estando muy difundido en la Edad Media, y el concepto de señorío seguirá vinculado todavía a una existencia desocupada. Pero ahora, a diferencia de lo que ocurría en la Antigüedad, junto a la existencia señorial, que va unida al ocio limitado, se juzga como valor positivo también la vida de trabajo, y esta nueva relación con el trabajo está, entre otras cosas, relacionada con la popularidad de la vida monacal. El espíritu de las reglas monásticas influye todavía en la moral de trabajo burguesa de la Baja Edad Media, tal como se expresa, por ejemplo, en las ordenanzas de los gremios. Pero, de todas maneras, no hay que olvidar que en los monasterios el trabajo es considerado aún en parte como penitencia y castigo[85] y que el propio Santo Tomás habla todavía de los “viles artífices (Comm. in Polit., III, 1, 4). Por el momento no se dice nada de un ennoblecimiento de la vida por el trabajo.
Los monjes fueron los primeros que enseñaron al Occidente a trabajar metódicamente. Hasta la reorganización de la economía urbana, los talleres, que, como herederos de la antigua industria romana, eran todavía bastante numerosos en las ciudades[86], trabajaban dentro de unos límites muy modestos y aportaron poco al desarrollo de las técnicas industriales. También había, ciertamente, en los palacios reales y en las más importantes cortes feudales artesanos especializados, que tenían que trabajar de manera obligatoria y sin cobrar, pero pertenecían a la casa del rey o a la servidumbre. Su trabajo permanecía fiel a las tradiciones del trabajo doméstico, no guiándose por consideraciones prácticas. La independización del artesano del servicio doméstico no se realiza hasta que no aparecen los monasterios. En ellos es donde por primera vez se aprende a ahorrar tiempo, a dividir y a aprovechar racionalmente el día, a medir el paso de las horas y a anunciarlo por el toque de campana[87]. El principio de la división del trabajo se convierte en fundamento de la producción y se practica no sólo dentro de cada monasterio, sino en cierta medida también en la mutua relación de los diversos monasterios.
Fuera de los monasterios, la actividad artística sólo se ejercitaba en los dominios del rey y en las grandes cortes señoriales, pero, aun aquí, sólo en las formas más sencillas. Precisamente en las artes industriales fue donde más se distinguieron los monasterios. La copia y el miniado de manuscritos fueron uno de sus más antiguos títulos de gloria[88]. La creación de bibliotecas y scriptoria que Casiodoro había introducido en Vivarium, fue imitada por la mayoría de los monasterios benedictinos. Los copistas y miniaturistas de Tours, Fleury, Corbie, Tréveris, Colonia, Ratisbona, Reichenau, San Albano, Winchester eran famosos ya en la Alta Edad Media. Los scriptoria eran, en los monasterios de los benedictinos, grandes habitaciones destinadas al trabajo en común; en otras Ordenes, como, por ejemplo, los cistercienses y cartujos, eran celdas menores. La producción de tipo industrial y el trabajo individual podían así subsistir juntos. La labor de los copistas e iluminadores estaba, además, según parece, especializada según las diversas tareas. Además de los pintores (miniatores) había los maestros hábiles en la caligrafía (antiquarii), los ayudantes (scriptores) y los pintores de iniciales (rubricatores). Al lado de los monjes había empleados en los scriptoria copistas a sueldo, esto es, laicos, que trabajaban en parte en su propia casa y en parte en los mismos monasterios. Además de la ilustración de libros, arte monacal por excelencia, los monjes se ocupaban de arquitectura, escultura y pintura, trabajaban como orfebres y esmaltadores, tejían sedas y tapicerías, organizaban fundiciones de campanas y talleres de encuadernación de libros y construían fábricas de vidrio y de cerámica. Algunos monasterios llegaron a convertirse en verdaderos centros industriales; y si al principio Corbie tenía sólo cuatro talleres con veintiocho obreros, en Saint Riquier encontramos, ya en el siglo IX, un verdadero trazado de calles con los talleres agrupados por oficios: armeros, silleros, encuadernadores, zapateros, etc.[89].
No sólo en la agricultura, que exigía demasiado de las fuerzas físicas del trabajador y en la que, al ir aumentando su riqueza, ellos actuaban cada vez más como propietarios y administradores que como operarios, sino también en los restantes ramos de la producción los monjes hacían sólo una parte del trabajo manual y se dedicaban preferentemente a la organización. Incluso en la copia de manuscritos intervinieron en una medida mucho menor, como ya hemos indicado, de lo que suele suponer. A juzgar por el aumento de las bibliotecas, en general no se empleaba más que la quincuagésima parte del tiempo de trabajo de todos los monjes de un monasterio en la transcripción de manuscritos[90]. En los oficios que exigen un esfuerzo corporal, sobre todo en la construcción, el número de hermanos legos y trabajadores extraños empleados debió de ser mayor, y más reducido, en cambio, en las artes menores industriales. Pero al crecer la demanda por parte de iglesias y cortes de tales productos de arte industrial, hay que suponer que también los monasterios estaban dispuestos a contratar trabajadores y artistas hábiles en este terreno. Fuera de los monjes y de los operarios libres o siervos ocupados en las cortes feudales, había desde el comienzo operarios y artistas que constituían un mercado de trabajo libre, aunque fuera aún limitado. Era gente errante, que hallaba ocupación ya en los monasterios, ya en las sedes episcopales y en las cortes señoriales. Su utilización regular por los monjes está comprobada. Por ejemplo, está atestiguado que la abadía de Saint Gall y el convento de San Emerano de Ratisbona llamaron a muchos de estos artífices errantes para que construyesen relicarios. En las grandes obras de construcción de iglesias era conveniente llamar a arquitectos, lo mismo que canteros, carpinteros y metalistas, de cerca y de lejos, especialmente de Bizancio y de Italia[91].
El empleo de elementos ajenos debe en todo caso haber tropezado algunas veces con dificultades, si tiene fundamento verdadero la noticia sobre los “procedimientos secretos” celosamente guardados en los monasterios. Hubiese o no tales misterios, los talleres monacales no eran sólo centros de producción de mercancías, sino muchas veces también sede de experimentos tecnológicos. A fines del siglo XI el monje benedictino Teófilo podía describir en sus notas (Schedula diversarum artium) toda una serie de inventos hechos en los monasterios, como la producción de vidrio, las pinturas al fuego en las vidrieras, la mezcla de colores al óleo, etc.[92]. Por lo demás, también los artistas y artesanos errantes procedían en gran parte de los talleres monacales, que al mismo tiempo eran las “escuelas de arte” de la época y se dedicaban muy especialmente a la preparación de las nuevas promociones[93]. En muchos monasterios, como, por ejemplo, en Fulda y en Hildesheim, se montaron verdaderos talleres de arte industrial, que servían principalmente a intereses didácticos y aseguraban nuevas promociones de artistas, tanto para los monasterios y las catedrales como para las cortes y soberanos seculares[94]. Especial altura en la educación artística alcanzó el monasterio de Solignac, cuyo fundador, San Eligio, era el más famoso orfebre del siglo VII. Otro príncipe eclesiástico que, según se cuenta, prestó grandes servicios al arte, incluso como educador, fue el obispo Bernardo, el magnífico protector de la arquitectura y la fundición de bronce, creador de las puertas de bronce de la catedral de Hildesheim. De otros artistas eclesiásticos de posición menos elevada conocemos muchas veces tan sólo sus nombres, pero nada sabemos de su personal influencia en el arte de la Edad Media. En el caso del monje Tuotilo, el dato histórico ha ido evolucionando hasta convertirse en una leyenda de artista. Pero, como se ha observado, esta leyenda es simplemente una personificación de la vida artística en Saint Gall y un paralelo medieval a la leyenda griega de Dédalo[95].
Muy importante es la contribución del monacato al desarrollo de la arquitectura eclesiástica. Hasta el florecimiento de las ciudades y la aparición de las logias la arquitectura se encuentra en manos casi exclusivamente eclesiásticas, si bien los artistas y operarios que trabajaban en la construcción de iglesias sólo en parte deben ser imaginados como monjes. Los directores de las mayores y más importantes empresas de construcción eran, desde luego, clérigos; pero parece que ellos eran más bien los directores que los maestros de obra[96]. Por lo demás, la actividad constructiva de cada monasterio no era lo suficientemente continua como para que los monjes ligados a un monasterio determinado hubieran podido elegir la arquitectura como profesión. Esto podían hacerlo sólo los laicos, que no estaban ligados a ningún sitio y podían moverse libremente. Es cierto que también aquí hay que señalar excepciones. Del monje Hilduardo, por ejemplo, se sabe que fue el maestro de obras de la iglesia abacial de Saint-Père, en Chartres. Sabemos también que San Bernardo de Claraval puso a disposición de otros monasterios a un hermano de su Orden, el arquitecto Achard, y que Isemberto, arquitecto de la catedral de Saintes, construyó puentes no sólo en Saintes mismo, sino en La Rochela y en Inglaterra[97]. Pero aunque hubiera otros muchos casos semejantes, las artes menores, que exigían un esfuerzo corporal menor, correspondían mejor que el arte monumental al espíritu del taller monacal.
La sobrestimación del papel del monacato en la historia del arte procede de la época romántica, y forma parte de aquella leyenda medievalista cuya pervivencia nos estorba hoy tantas veces para aproximarnos sin prejuicios a la realidad histórica. El origen de los grandes templos de la Edad Media sufrió la misma interpretación romántica que el de la épica heroica. También en este caso se aplicaron los principios de aquel crecimiento orgánico y como vegetal que se creía poder observar en la poesía popular. Se negó todo plan orgánico y toda dirección unitaria; se negó la existencia de un arquitecto al que pudieran ser atribuidas aquellas construcciones, lo mismo que se negó, con respecto a los poemas épicos, la existencia de un poeta individual. Se quiso, en otras palabras, atribuir el papel decisivo en el arte no al artista educado y consciente, sino al artesano ingenuo, que creaba de manera puramente tradicional.
Otro de los elementos de la leyenda romántica de la Edad Media es el anonimato del artista. En su equívoca posición frente al individualismo moderno, el Romanticismo ensalzó el anonimato de la creación como el signo de la verdadera grandeza, y se detuvo con particular predilección en la imagen del hermano monje desconocido, que creaba su obra únicamente para honrar a Dios, se ocultaba en la oscuridad de su celda y no permitía en modo alguno que su propia personalidad apareciese. Pero, de manera nada romántica, ocurre que los nombres de artistas de la Edad Media que conocemos son casi exclusivamente nombres de monjes, y que los nombres desaparecen precisamente en el momento en que la actividad artística pasa de las manos de los clérigos a la de los laicos. La explicación es sencilla: si el nombre de un artista había de aparecer o no en un monumento del arte eclesiástico, era cosa que la decidían los clérigos, y éstos, naturalmente, preferían a sus compañeros. De igual manera, los cronistas que solían anotar tales nombres y que eran exclusivamente monjes sólo tenían interés en citar el nombre de un artista cuando se trataba de un hermano de Orden. Si se compara con la Antigüedad clásica o con el Renacimiento, no cabe la menor duda de que en la Edad Media llama la atención la impersonalidad do la obra de arte y la modestia del artista. Aun en los casos en que se cita el nombre de un artista y éste pone orgullo personal en su creación, tanto él como sus contemporáneos desconocen el concepto de la originalidad personal. Pero hablar de un anonimato fundamental del arte medieval es, con todo, una exageración romántica. La miniatura muestra infinitos ejemplos de obras firmadas, y ello en todas las fases de su desarrollo[98]. En relación con la arquitectura se podría, para la Edad Media, dar veinticinco mil nombres, a pesar del gran número de obras destruidas y de documentos perdidos[99]. En todo caso no hay que olvidar que muchas veces, cuando una inscripción añade a un nombre el predicado de fecit, se refiere, según la manera de expresarse de los medievales, al constructor o al donante, y no al artista ejecutor. Los obispos y abades y demás señores esclesiásticos a los que se les atribuyen construcciones de este modo, no eran en la mayoría de los casos sino los “presidentes de la comisión constructora”, pero no los arquitectos o directores de la obra[100].
Pero cualquiera que fuese el papel desempeñado por los eclesiásticos en la construcción de sus iglesias, y aunque el trabajo artístico se dividiera siempre entre monjes y laicos, tuvo que existir, desde luego, un límite en la división de las funciones. Sobre los planos pueden haber decidido de manera corporativa los cabildos catedralicios y las comisiones abaciales; las tareas artísticas pueden haber sido realizadas en su conjunto por los miembros de una colectividad que trabajaba comunalmente; pero cada uno de los pasos en el proceso de creación sólo podía ser dado ciertamente por unos pocos artistas que trabajaban con conciencia de su finalidad. Algo tan complicado como la construcción de una iglesia medieval no pudo surgir como una canción popular, que procede en último término de un único individuo, aunque sea desconocido, pero que, a diferencia de una obra arquitectónica, surge sin plan y va aumentando, como un cristal, por adiciones externas. No sólo es romántica e imposible de comprobar científicamente la concepción de que una obra de arte es la creación comunal de varias personas, sino que la obra de cada artista individual se compone de las aportaciones de varias facultades espirituales que en parte funcionan independientes unas de otras, y cuya unificación a menudo es tan sólo a posteriori y exterior. Es ingenua y romántica la idea de que una obra de arte, hasta en sus últimos pormenores, es la creación indiferenciable de un grupo y que no necesita de un plan unitario y consciente, aunque éste esté sujeto a modificaciones.