GRECIA Y ROMA
LA EDAD HEROICA Y LA EDAD HOMÉRICA
Las epopeyas homéricas son los poemas más antiguos que poseemos en lengua griega, pero no pueden ser considerados en modo alguno como la más antigua poesía griega; y esto no sólo porque su estructura es demasiado complicada para corresponder a una época inicial y porque su contenido es demasiado contradictorio, sino también porque la leyenda de Homero mismo contiene muchos rasgos que son incompatibles con el retrato del poeta que podríamos trazar ateniéndonos al espíritu ilustrado, escéptico y frecuentemente frívolo de sus epopeyas. La imagen del viejo cantor ciego de Quíos está compuesta en gran parte de recuerdos que arrancan del tiempo en que el poeta era considerado como “vate”, como profeta sacerdotal inspirado por Dios. Su ceguera es sólo el signo exterior de la luz interior que le llena y le permite ver las cosas que los demás no pueden ver. Esta tara corporal —lo mismo que la cojera del herrero divino Hefesto— expresa una segunda idea de los tiempos primitivos: la de que los realizadores de poemas, obras plásticas y demás obras más o menos artísticas debían salir de las filas de aquellos que eran inútiles para la guerra y la lucha. Por lo demás, la leyenda de “Homero” se identifica casi completamente con el mito del poeta considerado todavía como una figura semidivina, como un taumaturgo y un profeta, mito que nos aparece del modo más palpable en la figura de Orfeo, el cantor que recibió su lira de Apolo y su iniciación en el arte del canto de las mismas Musas, que podía arrastrar tras de sí no sólo hombres y animales, sino también los árboles y las rocas, y que con su música rescató a Eurídice de los lazos de la muerte. “Homero” ya no posee esta fuerza mágica, pero conserva aún los rasgos del profeta inspirado y la conciencia de su relación sagrada y misteriosa con la Musa, a la que invoca repetidamente con toda confianza. Al igual que la poesía de todas las épocas primitivas, también la poesía le los primeros tiempos de Grecia se compone de fórmulas mágicas y sentencias de oráculo, de plegarias y oraciones, de canciones de guerra y de trabajo. Todos estos géneros tienen un rasgo común: el de ser poesía ritual de las masas. A los cantores de fórmulas mágicas y de oráculos, a los autores de lamentaciones mortuorias y canciones guerreras les era ajena toda diferenciación individual; su poesía era anónima y destinada a toda la comunidad; expresaba ideas y sentimientos que eran comunes a todos. En las artes plásticas corresponden a este período de la poesía ritual e impersonal aquellos fetiches, piedras y troncos de árboles que se limitaban a dar una insinuación mínima de la figura humana y que apenas pueden llamarse esculturas, a los cuales los griegos reverenciaban en sus templos desde los primeros tiempos. Son, como las más viejas fórmulas mágicas y las canciones cultuales, arte primitivo comunitario, expresión artística, todavía muy ruda y desmañada, de una sociedad en la que apenas hay diferencias de clases. Nada sabemos de la situación social de sus creadores, del papel que desempeñaban en la vida del grupo ni del prestigio que disfrutaban entre sus contemporáneos; probablemente eran menos estimados que los artistas-magos del Paleolítico o que los sacerdotes y los cantores religiosos del Neolítico. Por otra parte, también los artistas plásticos tenían una ascendencia mítica. Dédalo, como sabemos, podía dar vida a la madera y hacer que las piedras se levantaran y caminaran; al autor de su leyenda no le parece tan maravilloso que construyera alas para sí y para su hijo para volar sobre el mar como que fuera capaz de tallar la piedra y trazar el Laberinto. Pero Dédalo no es, ni mucho menos, el único artista mágico, sino tal vez el último de los grandes. El hecho de que a Ícaro se le fundan las alas y caiga en el mar parece tener el sentido simbólico de que con Dédalo termina la era de la magia.
Al iniciarse la edad heroica, la función social de la poesía y la situación social del poeta cambian radicalmente. La concepción del mundo profana e individualista de la aristocracia guerrera da a la poesía un contenido nuevo y señala al poeta nuevos temas. El poeta sale del anonimato y de la inaccesibilidad del estado sacerdotal, pero la poesía pierde su carácter ritual colectivo. El rey y los nobles de los principados aqueos del siglo XII, los “héroes”, que dan su nombre a esta edad, son ladrones y piratas, se llaman a sí mismos orgullosamente “saqueadores de ciudades”, sus canciones son profanas e impías, y la leyenda troyana —la cumbre de su gloria— no es otra cosa que la glorificación poética de sus correrías de ladrones y piratas. Su libre e irreverente visión del mundo es una consecuencia de su perenne ocupación guerrera, de las continuas victorias que alcanzan y del brusco cambio que sus circunstancias culturales experimentan. Vencedores de un pueblo poseedor de una civilización superior a la que ellos tienen, y usufructuarios de una cultura mucho más avanzada que la suya, se emancipan de los lazos de la religión de sus padres, pero menosprecian también los preceptos y prohibiciones religiosos del pueblo vencido, precisamente porque son de los vencidos[1]. Todo incita a esta voluble gente de guerra hacia un individualismo indómito que deja a un lado toda tradición y todo derecho. Puesto que en su mundo todo se consigue con la fuerza corporal, con el valor, con la habilidad y con la astucia, para ellos todo se convierte en motivo de lucha y en objeto de aventura personal.
Desde el punto de vista sociológico, el paso decisivo en este periodo consiste en el tránsito de la organización impersonal del clan de los primeros tiempos a una especie de monarquía feudal, que descansa en la fidelidad personal de los vasallos a su señor y que no sólo es independiente de los lazos de familia, sino que a veces se opone a las relaciones familiares y suprime radicalmente los deberes del parentesco de sangre. La ética social del feudalismo va contra la solidaridad de la sangre y de la raza; individualiza y racionaliza las relaciones morales[2]. La descomposición gradual de la comunidad tribal se expresa de la manera más ostensible en los conflictos entre parientes, conflictos que aparecen cada vez con mayor frecuencia desde la edad heroica. La lealtad de los vasallos al señor, de los súbditos a su rey y de los ciudadanos a su ciudad se desarrolla cada vez más y resulta finalmente más fuerte que la voz de la sangre. Este proceso se extiende a lo largo de varios siglos y encuentra su conclusión con la victoria de la democracia, después de las derrotas que sufre al enfrentarse con las aristocracias basadas en la solidaridad familiar. La tragedia clásica está todavía llena del conflicto entre el Estado familiar y el Estado popular; la Antígona, de Sófocles, gira en torno al mismo problema de la lealtad que es ya el eje de la Ilíada. En la edad heroica misma, sin embargo, no aparecen todavía conflictos trágicos, pues el problema no está relacionado con ninguna crisis en el orden social establecido; pero ya en ella aparece un cambio de valores en la escala moral, y, finalmente, un individualismo cruel que no respeta nada más que el código de honor de unos piratas.
De acuerdo con esta evolución, la poesía de la edad heroica no es ya poesía popular y de masas, ni lírica coral o de grupo, sino un canto individual acerca del destino individual. La poesía no tiene ya el cometido de excitar a la lucha, sino de entretener a los héroes después de pasada la batalla, de aclamarlos y ensalzar su nombre, de pregonar y eternizar su gloria. Los cantos heroicos deben su origen al afán de gloria de la nobleza guerrera; satisfacer este deseo es su objetivo principal; cualquiera otra finalidad tiene para su público una significación muy secundaria. Hasta cierto punto, todo el arte de la Antigüedad clásica está condicionado por este afán de gloria, por este deseo de alcanzar renombre entre los contemporáneos y ante la posteridad[3]. La historia de Heróstrato, que prende fuego al templo de Diana en Éfeso para eternizar su nombre, da una idea de la fuerza de esta pasión, que todavía en épocas posteriores era muy poderosa, pero que nunca ha sido después tan creadora como en la edad heroica. Los poetas de los cantos heroicos son narradores de alabanzas, pregoneros de la fama; en esta función basan su existencia y de ella reciben su inspiración. El objeto de su poesía no lo constituyen ya deseos y esperanzas, ceremonias mágicas y ritos cultuales animistas, sino narraciones de batallas victoriosas y de botines conquistados. Al perder su naturaleza ritual, los poemas pierden también su carácter lírico y se hacen épicos; en este aspecto son la más antigua poesía profana independiente del culto que conocemos en Europa. Estos poemas llegan a convertirse en una especie de información bélica, de crónica de los acontecimientos guerreros, y, sin duda, se limitan a narrar ante todo las “últimas noticias” de las empresas bélicas triunfantes y de las correrías de la tribu en busca de botín. “El canto más nuevo trae la alabanza más alta”, dice Homero (Od., I, 351/2), y hace que su Demódoco y Femio canten los últimos acontecimientos. Pero sus cantores ya no son meros cronistas; la crónica bélica se ha convertido ya en un género medio histórico medio legendario, y ha tomado rasgos de romance mezclados con elementos épicos, dramáticos y líricos. Los poemas heroicos que constituyen la base de la epopeya tuvieron ya también, sin duda, este carácter híbrido, si bien en ellos el elemento épico seguía siendo el definitivo.
El cantar heroico no sólo se ocupa de una persona única, sino que además es recitado por una sola persona, y ya no por una comunidad o por un coro[4]. Al principio sus poetas y recitadores son probablemente los mismos guerreros y héroes; esto quiere decir que no sólo el público, sino también los creadores de la nueva poesía pertenecen a la clase dominante; son dilettantes nobles, y a veces príncipes. La escena narrada en el Beowulf, en la que el rey de los daneses invita a uno de sus gigantes a cantar una canción sobre la lucha que acaban de finalizar victoriosos, podría corresponder totalmente a las condiciones de la época heroica griega[5]. Pero el noble aficionado es sustituido muy pronto por poetas y cantores cortesanos —los bardos—, que presentan los cantos heroicos en una forma más artística, más pulida por la práctica, más impresionante. Estos cantan sus canciones en la sobremesa común del rey y sus generales, a la manera como lo hacen Demódoco en la Corte del rey de los feacios y Femio en el palacio de Ulises, en Ítaca. Son cantores profesionales, pero son al mismo tiempo vasallos y gente del séquito del rey; se les considera, por su ocupación profesional, como señores respetables, pertenecen a la sociedad cortesana y los héroes les tratan como a sus iguales; llevan la vida profana de los cortesanos, y aunque también a ellos “un dios les ha plantado las canciones en el alma” (Od., XXII, 347/8) y conservan el recuerdo del origen divino de su arte, son tan versados en el rudo quehacer de la guerra como su público, y tienen mucho más de común con él que con sus propios ascendientes espirituales, los profetas y magos de los tiempos primitivos.
La imagen que la epopeya homérica nos da de la situación social de los poetas y cantores no es unitaria. Unos pertenecen a la corte del príncipe, mientras otros se encuentran en una posición intermedia entre el cantor cortesano y el cantor popular[6]. Al parecer, se mezclan en esta imagen las condiciones típicas de la edad heroica con las propias de la época de la compilación y la última redacción de los cantos, es decir, de la edad homérica misma. En todo caso deberemos suponer que ya en los primeros tiempos existían también, junto a los bardos de la sociedad cortesana y aristocrática, gentes errantes que en los mercados en torno al hogar de las λέσχαί entretenían a su público con historias más o menos heroicas y menos llenas de dignidad que las aventuras de los héroes[7]. No podemos formarnos una idea adecuada de lo que significaban estas historias de la epopeya si no aceptamos que anécdotas como el adulterio de Afrodita tuvieron su origen en estas narraciones populares.
En las artes plásticas los aqueos continúan la tradición cretomicénica; por ello, la situación social del artista no debió de ser entre ellos muy diferente de la del artista-artesano de Creta. De todas maneras no podemos pensar que algún pintor o escultor haya salido jamás de las filas de la nobleza aquea y haya pertenecido a la sociedad cortesana. La afición de los príncipes y nobles a la poesía y a la familiaridad de los poetas profesionales con las prácticas de la guerra son un motivo apto para aumentar la diferencia social entre el artista que trabaja con sus manos y el poeta que crea con su espíritu; este nuevo rasgo eleva al máximo la categoría social del poeta de la edad heroica sobre el escriba del Antiguo Oriente.
La invasión doria representa el fin de la época que había convertido de manera directa sus empresas guerreras y sus aventuras en canción y leyenda. Los dorios son un pueblo campesino, rudo y sobrio, que no canta sus victorias; por su parte, los pueblos heroicos expulsados por ellos no parten ya hacia nuevas aventuras. Los dorios transforman la monarquía militarista, una vez establecidos en las costas de Asia Menor, en una pacífica aristocracia agricultora y comerciante, en la que incluso los reyes son simplemente grandes terratenientes. Antes, las familias reales y su séquito directo habían llevado una vida excesivamente suntuosa a costa del resto de la población; ahora, en cambio, los bienes se distribuyen de nuevo entre varias manos, y este sistema disminuye el exceso de lujo de las clases superiores[8]. El estilo de vida es más sobrio y los encargos que hacen a escultores y pintores en su nueva patria son al principio probablemente muy escasos y humildes. Lo único espléndido es la producción poética de la época. Los fugitivos llevan consigo a Jonia sus canciones heroicas, y allí, en medio de pueblos extraños y bajo el influjo de una cultura extraña, surge la epopeya en un proceso que dura tres siglos. Debajo de la definitiva forma jónica podemos reconocer todavía la vieja materia eólica, así como determinar la diversidad de las fuentes y advertir la calidad desigual de las partes y la brusquedad de las transiciones; pero no podemos determinar ni lo que la epopeya debe en el aspecto artístico al cantar de gesta, ni qué parte del mérito de esta obra incomparable corresponde a los distintos poetas, a las distintas escuelas y a las diversas generaciones de poetas. Y, sobre todo, no sabemos si esta o aquella personalidad ha intervenido por sí misma, independientemente, en el trabajo colectivo y ha tenido una influencia decisiva sobre la forma final de la obra, o si lo propio y peculiar del poema se debe considerar precisamente como resultado de muchos hallazgos especiales y heterogéneos de tradiciones ininterrumpidas y constantemente mejoradas, y tenemos por ello que agradecerlo al “genio de la colectividad”.
La producción poética, que adquirió una forma más personal al separarse los poetas de los sacerdotes durante la edad heroica, y que era obra de individualidades aisladas e independientes, muestra de nuevo una tendencia colectivista. La epopeya no es obra de poetas individuales diferenciados, sino de escuelas poéticas. Si no es creación de una comunidad popular, lo es ciertamente de una comunidad laboral, es decir, de un grupo de artistas ligados por una tradición común y por métodos comunes de trabajo. Comienza con ello en la vieja poesía una modalidad nueva, enteramente desconocida, de organización del trabajo artístico, un sistema de producción que hasta ahora sólo era habitual en las artes plásticas y que en lo sucesivo hace posible también en la literatura una distribución del trabajo entre profesores y alumnos, maestros y ayudantes.
El bardo cantaba su canción en los salones reales, ante un público real y noble; el rapsoda recitaba sus poemas en los palacios de la nobleza y en las casas señoriales, pero también en las fiestas populares, y en las ferias, en los talleres y en las λέσχαί. A medida que la poesía se vuelve más popular y se dirige a un público cada vez más amplio, su recitación se hace cada vez menos estilizada y se acerca más al lenguaje cotidiano. El cayado y la recitación sustituyen a la lira y al canto. Este proceso de popularización encuentra su conclusión cuando la leyenda, con su nueva forma épica, retorna a su tierra natal, donde los rapsodas difunden la canción de gesta, los epígonos la amplían y los trágicos le dan una forma nueva. Desde la tiranía y el comienzo de la democracia la representación de poemas épicos en las fiestas populares se convierte en una costumbre regular; ya en el siglo VI una ley dispone que se reciten todos los poemas homéricos —probablemente turnándose los rapsodas— en las Fiestas Panateneas, que se celebraban cada cuatro años. El bardo era el pregonero de la gloria de los reyes y de sus vasallos; el rapsoda se convierte en el panegirista del pasado nacional. El bardo ensalzaba los sucesos del día; el rapsoda rememora sucesos histórico-legendarios. Componer y recitar poemas no son todavía dos oficios distintos y especializados; pero el recitador del poema no tiene que ser necesariamente su autor[9]. El rapsoda constituye un fenómeno de transición entre el poeta y el actor. Los abundantes diálogos que los poemas épicos colocan en boca de sus figuras y que exigen del recitador un efecto histriónico forman el puente entre la recitación de poemas épicos y la representación dramática[10]. El Homero de la leyenda está entre Demódoco y los homéridas, a medio camino entre los bardos y los rapsodas. Es, a la vez, vate sacerdotal y juglar viajero, hijo de la Musa y cantor mendicante. Su persona no es una figura histórica determinada, sino tan sólo el resumen y la personificación de la evolución que conduce de los cantares de gesta de las Cortes aqueas a los poemas épicos jónicos.
Los rapsodas eran con toda probabilidad gentes capaces de escribir, pues aunque en tiempos muy tardíos existían aún recitadores que se sabían su Homero de memoria, la recitación ininterrumpida sin un texto escrito habría provocado con el tiempo la descomposición total de los poemas. Tenemos que imaginarnos a los rapsodas como literatos diestros y prácticos, cuya tarea artística gremial consistía más bien en conservar que en incrementar los poemas recibidos. El hecho de que se designasen a sí mismos como homéridas y mantuviesen la leyenda de su descendencia del maestro demuestra el carácter conservador de su clan. Frente a esta concepción se ha subrayado, sin embargo, que las designaciones de estos gremios como “homéridas”, “asclepíadas”, “dedálidas”, etc., han de ser consideradas como símbolos elegidos caprichosamente y que los miembros de estos gremios no creían en una descendencia común ni querían hacer creer en ella[11]. Mas, por otra parte, también se ha señalado que al principio las diversas profesiones fueron monopolio de tales linajes[12]. Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que los rapsodas formaban una clase profesional cerrada, separada de otros grupos, una clase de literatos muy especializados, formados en antiguas tradiciones, que nada tenían que ver con lo que llamamos “poesía popular”. La “poesía épica popular” griega es un invento de la filología romántica; los poemas homéricos son cualquier cosa menos poemas populares, y esto no sólo en su forma definitiva, sino incluso en sus comienzos. Tampoco son ya poesía cortesana, como lo era todavía por completo el cantar de gesta; sus motivos, su estilo, su público, todo en el cantar de gesta tenía un carácter cortesano y caballeresco. Se duda incluso de que el cantar de gesta griego se haya convertido en poesía popular, como ocurrió con el poema de los Nibelungos; éste, después de atravesar una primera etapa cortesana en su desarrollo, fue llevado al pueblo por los juglares errantes y pasó por un período de poesía popularesca antes de alcanzar de nuevo su definitiva forma cortesana[13]. Según esta opinión, los poemas homéricos serían la continuación inmediata de la poesía cortesana de la época heroica[14]; los aqueos y eolios habrían llevado consigo a su nueva patria no sólo sus cantos heroicos, sino también sus cantores, y éstos habrían transmitido a los poetas de la épica las canciones que ellos habían cantado antes en las cortes de los príncipes. En consecuencia, el núcleo de la poesía homérica habría estado formada no por romances populares tesalíos, sino por canciones panegíricas cortesanas, que no estaban destinadas a las masas, sino a los oídos exigentes de los entendidos. Sólo muy tarde, en la forma de una épica ya plenamente desarrollada, se habría hecho popular la leyenda heroica y sólo en tal forma habría pasado al pueblo helénico.
Es algo que choca con todas las concepciones románticas de la naturaleza del arte y del artista —concepciones que pertenecen a los fundamentos de la estética del siglo XIX— el que la epopeya homérica, este inigualado modelo de la poesía, no pueda ser considerada ni como la creación de un individuo ni como un producto de la poesía popular, sino como poesía artística anónima, obra colectiva de elegantes poetas cortesanos y literatos eruditos, en los cuales los límites entre las aportaciones de las diversas personalidades, escuelas y generaciones son completamente imprecisos. A la luz de esta certeza los poemas se nos muestran con una faz nueva, sin perder por ello su misterio. Los románticos designaban el elemento enigmático de estos poemas como “poesía popular ingenua”; para nosotros, lo que tienen de enigmáticos proviene de su indefinible fuerza poética, la cual, de elementos tan distintos como son visión y erudición, inspiración y tradición, cosas propias y cosas ajenas, hace brotar la dulce e ininterrumpida cadencia de estos poemas, su denso y homogéneo mundo de imágenes, la perfecta unidad del sentido y de la existencia de sus héroes.
La concepción del mundo de la poesía homérica es todavía completamente aristocrática, aunque ya no estrictamente feudal; sólo sus temas más antiguos pertenecen al mundo feudal. El cantar heroico se dirigía todavía exclusivamente a los príncipes y a los nobles; sólo se interesaba por ellos, por sus costumbres, normas e ideales. Aunque en la epopeya el mundo no está ya tan estrictamente limitado, sin embargo el hombre común del pueblo carece todavía de nombre y el guerrero vulgar no tiene ninguna importancia. En todo Homero no existe ni un único caso en que un personaje no noble se eleve por encima de su propia clase[15]. La epopeya no critica realmente ni a la realeza ni a la aristocracia; Tersites, el único que se levanta contra los reyes, es el prototipo del hombre incivil, carente de toda urbanidad en sus maneras y en su trato. Pero si los rasgos “burgueses” que han sido señalados[16] en las comparaciones homéricas no reflejan todavía una manera de sentir burguesa, sin embargo la epopeya no expresa ya del todo los ideales heroicos de la leyenda. Más bien se da ya una notable tensión entre la concepción de un poeta humanizado y el modo de vida de sus rudos héroes. No es sólo en la Odisea donde se nos muestra el Homero “no heroico”. No es Ulises el primero en pertenecer a otro mundo, más próximo al poeta, que aquél a que pertenece Aquiles; ya el noble, tierno y generoso Héctor comienza a suplantar el terrible héroe en el corazón del poeta[17]. Todo esto demuestra sencillamente que el modo de ser de la propia nobleza estaba cambiando, y no que, por ejemplo, el poeta de la epopeya orientara sus patrones morales según los sentimientos de un público nuevo y no perteneciente ya a la nobleza. En todo caso los poemas ya no están dirigidos a la nobleza militar terrateniente, sino a una aristocracia ciudadana y no belicosa.
Una poesía más del pueblo, y que se mueve en el mundo de los campesinos, es la poesía hesiódica. No es que sea tampoco precisamente poesía popular, esto es, poesia que el pueblo se transmite de boca en boca, ni tampoco una poesía que pudiese, en las tertulias reunidas alrededor del fuego, hacer la competencia a las anécdotas picantes. Sin embargo, sus temas, sus cánones e ideales son los de los campesinos, los del pueblo oprimido por la nobleza terrateniente. La significación histórica de la obra de Hesíodo consiste en que es la primera expresión poética de una tensión social, de un antagonismo de clases. Es verdad que pronuncia palabras de conciliación, de calma y de consuelo —el tiempo de la lucha de clases y de las revoluciones está todavía lejos—; pero en todo caso es ésta la primera vez que suena en la literatura la voz del pueblo trabajador, la primera vez que esta voz se levanta en favor de la justicia social y en contra de la arbitrariedad y la violencia. Por primera vez sucede que el poeta se aparta de los temas del culto y de la religión o del panegírico de la Corte, que hasta el momento le han correspondido, y se hace cargo de una misión de educación política, convirtiéndose en el maestro, consejero y campeón de una clase oprimida.
Es difícil establecer una relación histórico-estilística entre la poesía homérica y el arte geométrico contemporáneo. La lengua refinada y elegante de la epopeya no tienen ningún parecido perceptible con el estilo seco y esquemático del arte geométrico. El intento de señalar los principios de tal arte en Homero[18] no ha tenido éxito hasta ahora. Pues parte de que la simetría y la repetición, que es a lo que se reduce lo geométrico en la poesía, sólo aparecen en episodios aislados de los poemas homéricos, forman en éstos como la capa más extensa de la estructura formal, en contraposición a las representaciones geométricas de la plástica, en las cuales la simetría y la repetición integran el núcleo mismo de la composición. La explicación de esta discrepancia está sencillamente en que la epopeya se desarrolla en Asia Menor, crisol de las culturas del Egeo y del Oriente, en el centro del comercio mundial de aquella época, mientras que el geometrismo de la plástica tiene su cuna en Grecia, entre los labradores dorios y beocios. El estilo de los poemas homéricos tiene sus raíces en la lengua de una población urbana y cosmopolita; el geometrismo, por el contrario, es la expresión de un pueblo de labradores y pastores rigurosamente cerrado al extranjero. A la síntesis de las dos tendencias, de la que surge el arte griego posterior, sólo se llega después de que se ha alcanzado la unidad económica de los territorios costeros del Egeo, esto es, un nivel de evolución al que no se llega todavía durante la etapa geométrica.
El primitivo estilo geométrico inicia en Occidente, hacia finales del siglo X, después de un período de unos doscientos años de estancamiento y barbarie, un desarrollo artístico nuevo. Por de pronto encontramos por todas partes las mismas formas pesadas, rígidas y feas, los mismos modos de expresión breves y esquemáticos, hasta que, poco a poco, se forman por todas partes estilos locales diferenciados. El más conocido y el más importante artísticamente es el estilo Dipylon, que florece en Atica entre el año 900 y el 700; éste es un lenguaje artístico ya refinado, casi amanerado, que posee modos de expresión pulidos, decorativos y repetidos. Este lenguaje demuestra cómo incluso un arte campesino puede adquirir, mediante un ejercicio largo e ininterrumpido, un cierto preciosismo, y cómo una ornamentación orgánica, determinada por la estructura del objeto adornado, puede transformarse con el tiempo en una “decoración pseudo-tectónica”[19], en la cual la abstracción de la realidad —la distorsión violenta y muchas veces arbitraria de las formas naturales— no pretende disimular que tiene su origen en la forma del objeto. Hay, por ejemplo, en los fragmentos de un vaso de Dipylon, en el Louvre, una escena de “lamentación funeraria” en la que aparece expuesto el cadáver y unas plañideras en torno, o, mejor dicho, encima del lecho mortuorio, del que forman como una orla, así como unos hombres en actitud fúnebre a ambos lados y debajo del tema principal; éste tiene forma cuadrada y es tectónicamente independiente de la forma redonda del vaso. Según se quiera, todas estas figuras forman parte de la escena o son un puro ornamento. Todo está encerrado en la red de una especie de muestra de labor de ganchillo. Las figuras son todas iguales en su forma, todas hacen el mismo movimiento con los brazos, formando con ellos un triángulo cuyo vértice, vuelto hacia abajo, es el talle de avispa de las siluetas de largas piernas. No hay ninguna profundidad en el espacio, ni ningún orden en él; los cuerpos no tienen ni volumen ni peso; todo es una muestra de superficie y un juego de líneas; todo son fajas y bandas, campos y frisos, cuadrados y triángulos. En esta escena se llega sin duda a la más violenta estilización de la realidad llevada a cabo desde el Neolítico, a una estilización que no hace concesión alguna a la realidad y que está construida de una manera más unitaria y consciente que la del arte egipcio.
EL ESTILO ARCAICO Y EL ARTE EN LAS CORTES DE LOS TIRANOS
Sólo hacia el año 700 a. de C., cuando también en Grecia las formas de vida campesinas comienzan a transformarse en formas de vida ciudadanas, se disuelve la rigidez de las formas geométricas. El nuevo estilo arcaico, que disuelve el geometrismo, se forma ya sobre la síntesis del arte de Oriente y de Occidente, de Jonia, cuya economía es urbana, y de la metrópoli, cuya economía es todavía casi completamente campesina. En la época que corre entre el fin del período micénico y el comienzo del período arcaico no existen todavía en Grecia ni palacios ni templos ni ninguna otra clase de arte monumental; de esta época poseemos únicamente los restos de un arte que produce sólo cerámica. Con el estilo arcaico, que es producto de un comercio floreciente, de unas ciudades enriquecidas y de unas colonizaciones afortunadas, comienza un nuevo período de la arquitectura representativa y de la plástica monumental. Este arte es el arte propio de una sociedad cuya clase dirigente se eleva desde el nivel de los campesinos al de los magnates de la ciudad, de una aristocracia que comienza a gastar sus rentas en la ciudad y a ocuparse de la industria y el comercio. Este arte ya no conserva nada de la estrechez ni del carácter estacionario del campesino; es un arte ciudadano, tanto por sus monumentales temas como por su antitradicionalismo y su dependencia de influjos extraños. Naturalmente, todavía está ligado a una serie de principios formales abstractos, ante todo a los de frontalidad, simetría, forma cúbica y a la ley de “los cuatro puntos de vista fundamentales” (S. Löwy). Por ello apenas se puede hablar, hasta los comienzos del clasicismo, de una superación definitiva del estilo geométrico. Pero dentro de estas limitaciones, el estilo arcaico muestra tendencias muy variables, y a menudo muy progresivas, en dirección hacia el naturalismo. Tanto el estilo elegante y suelto de las χόραί o muñecas jónicas, como las formas pesadas, enérgicas, dinámicas de las primeras esculturas dorias, están orientadas, a pesar de toda su torpeza arcaica, hacia la expansión y diferenciación de los medios expresivos.
En Oriente adquiere la supremacía el elemento jónico; se tiende hacia el refinamiento, el formalismo y el virtuosismo, y se persigue un ideal estilístico que halla su culminación en el arte de las Cortes de los tiranos. La mujer es aquí, como antaño en Creta, el tema principal. En ninguna otra forma se expresa el arte de la costa de Jonia y de las islas de modo más adecuado que en aquellas estatuas de doncellas elegantemente vestidas, cuidadosamente peinadas, con ricos aderezos y delicada sonrisa, que, como estatuas votivas, a juzgar por la abundancia de los hallazgos, llenaban sin duda los templos. Los artistas arcaicos, por lo demás, como sus precursores cretenses, nunca representaron a la mujer desnuda; en lugar de las formas desnudas buscaron los efectos plásticos del cuerpo que se dibuja bajo el vestido y bajo los paños que forman pliegues. La aristocracia no gustaba de la representación del desnudo, que “es democrático, como la muerte” (Julius Lange); al principio sólo soportaba el desnudo masculino como propaganda para los juegos atléticos, el culto al cuerpo y el mito de la sangre. Olimpia, donde eran colocadas estas estatuas de jóvenes, es el lugar más importante de propaganda en Grecia, el lugar donde se formaba la opinión pública del país y la conciencia de unidad nacional de la aristocracia.
El arte arcaico de los siglos VII y VI es el arte que corresponde a la nobleza, todavía muy rica y dueña por completo del aparato estatal, pero amenazada ya en su predominio político y económico. El proceso de su eliminación de la dirección de la economía por la burguesía ciudadana, y de la desvalorización de sus rentas en especie por las grandes ganancias de la nueva economía monetaria, estaba ya en marcha desde los comienzos de la época arcaica. Sólo en esta crítica situación comienza la aristocracia a percatarse de su propia esencia[20]; entonces comienza a acentuar sus características peculiares, compensando así su inferioridad en la lucha económica frente a las clases inferiores. Ciertos signos de raza y de clase, de los que la aristocracia apenas tenía antes conciencia y que consideraba como cosa obvia, se vuelven ahora virtudes y excelencias especiales que se hacen valer como justificación de especiales privilegios. Ahora, en el momento del peligro, la aristocracia se traza un programa de vida cuyos principios nunca había fijado en la época de su predominio indiscutido y materialmente asegurado, y que quizá tampoco había seguido muy estrictamente. Ahora es cuando se sientan los cimientos de la ética de la nobleza; el principio de la άρετή, con sus rasgos basados en la cuna, la raza y la tradición, compuestos de aptitud corporal y educación militar; la χαλοχάγαθία, con su idea de equilibrio entre las propiedades corporales y espirituales, físicas y morales; la σωφροσύνη con su ideal de autodominio, disciplina y moderación.
Ciertamente la epopeya encuentra también en Grecia por todas partes oyentes interesados e imitadores diligentes; pero la lírica nacional coral y sentenciosa, que se ocupa de modo más inmediato de los problemas del momento, despierta en la nobleza que lucha por su supervivencia más interés que la anticuada leyenda heroica. Poetas gnómicos como Solón, elegiacos como Tirteo y Teognis, líricos corales como Simónides y Píndaro se dirigen desde el comienzo a la nobleza, pero no con divertidas historias de aventuras, sino con severas enseñanzas morales, con consejos y advertencias. Su poesía es, a la vez, expresión de sentimientos personales, propaganda política y filosofía moral. Los poetas son los educadores y los guías espirituales; ya no son los hombres que divierten a sus conciudadanos y a los miembros de su clase. Su misión es mantener despierta en la nobleza la conciencia del peligro y evocar de nuevo en su memoria los recuerdos de su grandeza. Teognis, el entusiasta panegirista de la ética de la nobleza, habla todavía con el más profundo desprecio de la nueva plutocracia, y, frente al plebeyo espíritu económico, alaba las nobles virtudes de la liberalidad y de la grandeza; pero la crisis del concepto de όρετή se hace en él perceptible cuando, a pesar de que ello le repugna profundamente, aconseja acomodarse a la nueva situación creada por la economía monetaria, haciendo con ello vacilar todo el sistema moral de la aristocracia. De la crisis que aquí se manifiesta procede también la trágica visión de Píndaro, el máximo poeta de la nobleza. Esta crisis es la fuente de su poesía, lo mismo que es ella también la fuente de la tragedia. Es verdad que los trágicos, antes de tomar posesión de la herencia pindárica, la han librado de su escoria, es decir, del estrecho culto a las grandes familias, el unilateral ideal deportivo, los “cumplimientos a los profesores de gimnasia y a los palafreneros”[21]; de acuerdo con el espíritu de un público más amplio y mezclado, la concepción trágica ha quedado libre de la estrechez de la visión pindárica.
Píndaro escribe todavía para el círculo cerrado de los nobles, sus iguales, a quienes él, no obstante ser poeta profesional y ganarse la vida con este oficio, considera sus pares. Como en sus poemas finge expresar sólo su propia opinión y pretende que recibe salario por una ocupación que también desempeñaría sin pago, da la impresión de ser un aficionado que hace poesías exclusivamente por su gusto y para el disfrute de los nobles, sus iguales. Esta ficticia posición de aficionado da la impresión de que con ella se da marcha atrás en la profesionalidad del ejercicio poético; pero en realidad es ahora cuando se da el paso decisivo hacia el literato de profesión. Simónides escribe ya poemas de encargo, para cualquiera que se los quiera solicitar, lo mismo que más tarde los sofistas ofrecerán en venta sus argumentos. Simónides es el precursor de los sofistas precisamente en aquello en que éstos serán más despreciados[22]. Es verdad que también entre los aristócratas existen verdaderos aficionados que a veces intervienen en la composición y en la ejecución de los coros; pero lo ordinario es que tanto el poeta como los ejecutores de la lírica coral sean artistas profesionales, que, en relación con los estadios precedentes, llegan a una más completa diferenciación profesional. El rapsoda era todavía poeta y ejecutante a la vez; ahora se separan las funciones; el poeta ya no es cantor, ni el cantor es poeta. Esta división del trabajo es quizá lo que con mayor fuerza subraya la especialización de su arte. En el caso del cantor, el arte no deja el menor espacio para que parezca un aficionado, lo cual todavía puede mantenerse en apariencia en el poeta, ligado a los sentimientos que expresa. Los cantores corales forman una profesión muy difundida y bien organizada; con ello los poetas pueden enviar los cantos encargados en la seguridad de que su ejecución no tropezará en ninguna parte con dificultades técnicas. Lo mismo que hoy día un director encuentra en cualquier gran ciudad una orquesta tolerable, así entonces se podía contar por todas partes en las fiestas públicas y privadas con un coro ejercitado. Estos coros eran mantenidos por la nobleza y formaban un instrumento del que podían disponer ilimitadamente.
La ética nobiliaria y el ideal de belleza corporal y espiritual de la aristocracia determinan también las formas de la escultura y la pintura contemporánea, si bien en éstas no se expresan quizá tan claramente como en la poesía. Las estatuas, generalmente designadas como “Apolos”, de nobles jóvenes que en Olimpia habían alcanzado una victoria, o bien obras como las figuras de los frontones de Egina, que tienen un vigor corporal tan grande y una actitud tan altiva, corresponden por completo al estilo aristocrático y heroico, anticuado y altivo, de las odas pindáricas. El tema de la escultura y de la poesía es el mismo ideal varonil agonal, el mismo tipo aristocrático de raza seleccionada formada en el atletismo. La participación en los juegos olímpicos está reservada a la nobleza; solo ésta dispone de los medios necesarios para prepararse y tomar parte en ellos. La primera lista de vencedores se remonta al año 776 a. de C.; la primera estatua de vencedor fue erigida, según Pausanias, en el año 536 a. de C. Entre estas dos fechas se extiende la época mejor de la aristocracia. ¿Acaso las estatuas de vencedores fueron creadas para despertar la emulación de una generación más débil, menos ambiciosa, más mezquina?
Las estatuas de los atletas no buscaban el parecido; eran retratos ideales, que únicamente parecen haber servido para mantener el recuerdo de la victoria y hacer la propaganda de los juegos. El artista ni siquiera ha visto al vencedor una sola vez; a veces habrá tenido que realizar el “retrato” sobre una sumaria descripción del modelo[23]. La observación de Plinio, de que los atletas, después de conseguir su tercera victoria, tenían derecho a que sus estatuas tuvieran parecido de retratos, debe de corresponder a un tiempo ulterior. En la época arcaica ninguna de las estatuas fue sin duda “parecida”; más tarde es muy posible que se hiciera la misma diferencia que hoy se hace: un premio pequeño se considera algo impersonal, pero uno grande lleva el nombre del vencedor y datos sobre los pormenores de la competición. En la época arcaica era desconocida la idea del retrato tal cual nosotros la entendemos, a pesar del progreso tan grande que durante ella hizo la historia del individualismo.
Al desarrollarse las formas de vida urbanas, intensificarse las relaciones comerciales e imponerse la idea de la competencia, la concepción individualista obtiene la primacía en todos los campos de la vida cultural. También la economía del Antiguo Oriente se desarrolló en un marco urbano y también ella se basó en gran parte en el comercio y en la industria; pero esta economía, o era el monopolio de la casa real o de los templos, o estaba en todo caso organizada de tal manera que dejaba poco espacio a la competencia individual. En Jonia y Grecia domina, en cambio, por lo menos entre los ciudadanos libres, la libertad de concurrencia económica. Con el comienzo del individualismo económico llega a su fin la compilación de la epopeya; y con la simultánea aparición de los líricos también el subjetivismo comienza a imponerse en la poesía; esto no sólo en cuanto a los temas, ya que la lírica trata objetos de por sí más personales que la épica, sino también en la pretensión del poeta de ser reconocido como autor de sus poemas. La idea de la propiedad intelectual se anuncia y echa raíces. La poesía de los rapsodas era un producto colectivo, propiedad común y proindiviso de la escuela, del gremio, del grupo; ninguno de ellos consideraba de su propiedad personal los poemas que recitaba. En cambio, los poetas de la época arcaica, y no sólo los líricos del sentimiento subjetivo, como Alceo y Safo, sino también los autores de la lírica gnómica y coral, hablan al oyente en primera persona. Los géneros poéticos se transforman en expresiones más o menos individuales; en todos ellos el poeta se expresa directamente o habla directamente a su público.
De esta época, alrededor del 700 a. C., proceden también las primeras obras firmadas de las artes plásticas, comenzando por el vaso de “Aristónoo”, la más antigua obra de arte firmada que existe. En el siglo VI aparecen ya las primeras personalidades artísticas de marcada individualidad, cosas hasta entonces totalmente desconocidas[24]. Ni la época prehistórica, ni la época del Antiguo Oriente, ni tampoco la era geométrica griega, habían conocido nada parecido a un estilo individual, a ideales artísticos particulares y a orgullo profesional; al menos no han dado signo alguno de tales inclinaciones. Los soliloquios, como los poemas de Arquíloco o de Safo, la pretensión de ser distinguido de los demás artistas, expresada por Aristónoo, los intentos de expresar de otra manera, aunque no siempre mejor, lo que ya se ha dicho, son fenómenos absolutamente nuevos, preludios de una evolución que, si exceptuamos los comienzos de la Edad Media, no ha sufrido ninguna interrupción esencial hasta el día de hoy.
Pero esta tendencia tropezó con fuertes resistencias, especialmente en el ámbito cultural dórico, y tuvo que luchar contra ellas. La aristocracia está inclinada por su misma esencia al anti-individualismo, pues funda sus privilegios en cualidades comunes a la clase o a estirpes enteras. La nobleza doria de la época arcaica era todavía más inaccesible a los ideales e impulsos individualistas de lo que lo suele ser la nobleza en general y de lo que lo fueron en particular la nobleza de la época heroica o la de las ciudades mercantiles de Jonia. Los héroes persiguen la gloria; los comerciantes, la ganancia; unos y otros son individualistas. En cambio, por una parte, para la nobleza agraria doria han perdido ya su valor desde hace mucho tiempo los antiguos ideales heroicos, y, por otra, la economía monetaria y mercantil representa más un peligro que una oportunidad. Es bien comprensible que la nobleza se atrincherara en las tradiciones de su clase y que buscara contener los progresos del desarrollo individualista.
La tiranía, que a finales del siglo VII, primero en las ciudades jónicas más avanzadas, después en toda Grecia, gana el poder, significa la victoria decisiva del individualismo sobre la ideología de casta y constituye también en este aspecto la transición a la democracia, de cuyas conquistas anticipa muchos elementos, a pesar de su esencia antidemocrática. Aunque su sistema de poder monárquico centralizado se enlaza con un estadio prearistocrático, la tiranía emprende al mismo tiempo la destrucción del Estado de castas, pone límites a la explotación del pueblo por la nobleza terrateniente y completa la transformación de la producción económica doméstica y natural en una economía de tráfico y moneda, provocando así la victoria de la clase mercantil sobre los propietarios de tierras. Los mismos tiranos son ricos comerciantes, nobles muchas veces, que aprovechan los conflictos que cada vez más frecuentemente surgen entre las clases poseedoras y las desposeídas, entre la oligarquía y los campesinos, para conquistar el poder político por medio de su riqueza. Son príncipes comerciantes que mantienen una Corte magnífica, y, desde luego, más rica en atractivos artísticos que las de los príncipes piratas de la edad heroica. Son también aficionados y entendidos, de quienes, con razón, se ha dicho[25] que son los precursores de los príncipes del Renacimiento, algo así como “los primeros Médici”. Lo mismo que los usurpadores del poder en el Renacimiento italiano, también los tiranos griegos tienen que hacer olvidar, con la concesión de ventajas palpables y con el brillo exterior, la ilegitimidad de su poder[26], Esto explica el liberalismo económico y el mecenazgo artístico de su gobierno. Los tiranos emplean el arte no sólo como medio de adquirir gloria y como instrumento de propaganda, sino también como opio para aturdir a sus súbditos. La circunstancia de que su política artística se enlace a menudo con un sincero amor al arte y con un verdadero conocimiento no cambia en lo más mínimo este origen de su mecenazgo. Las cortes de los tiranos son los más importantes centros culturales y los mayores depósitos de colecciones artísticas de la época. Los poetas más importantes están casi todos a su servicio: Baquílides, Píndaro, Epimarco y Esquilo actúan en la corte de Hierón, en Siracusa; Simónides, en la de Pisístrato, en Atenas; Anacreonte es el poeta áulico de Polícrates de Samos; Arión, el de Periandro, en Corinto. El arte de la época de los tiranos, a pesar de ser una actividad realizada en las Cortes, no tiene características marcadamente cortesanas. El espíritu de la época, racionalista e individualista, no permite que aparezcan las formas representativas y solemnes, rígidas y convencionales, que caracterizan el arte cortesano. A lo sumo es cortesano en el arte de la época el alegre sensualismo, el intelectualismo refinado, la artificiosa elegancia de la expresión; pero estos rasgos eran ya visibles en la antigua tradición jónica, y en las Cortes de los tiranos sólo tuvieron que seguir desarrollándose[27].
Si comparamos el arte de la época de los tiranos con el de épocas anteriores, sorprende particularmente la insignificancia de los rasgos religiosos. Sus creaciones parecen estar completamente libres de vínculos hieráticos y tener con la religión tan sólo relaciones puramente externas. Estas obras pueden denominarse imagen, monumento sepulcral, exvoto. Su empleo en el culto es, sin embargó, sólo el pretexto de su existencia; su verdadero fin y sentido es reproducir con la mayor perfección posible el cuerpo humano, interpretar su belleza, comprender su figura sensible, libre de toda relación mágica y simbólica. La erección de estatuas de atletas puede muy bien haber estado relacionada con actos de culto; las χόραί jónicas pueden haber servido como ofrendas votivas; pero basta con contemplarlas para convencerse de que nada tienen que ver con sentimientos religiosos y muy poco con las tradiciones del culto. Basta compararlas con cualquier obra del antiguo arte oriental para convencerse de cuán libre y caprichosamente están concebidas. En el Antiguo Oriente, la obra de arte, sea imagen de dioses o de hombres, es un requisito del culto. Durante algún tiempo subsiste también entre los griegos una relación entre culto y arte, aunque sea muy débil; las esculturas de los primeros tiempos debieron de ser, sin duda, puros exvotos, como Pausanias, de modo sorprendente, afirma que eran todos los monumentos de arte de la Acrópolis[28]. Pero la antigua relación íntima entre arte y religión se pierde precisamente en los finales del período arcaico, y a partir de este momento la producción de obras profanas va creciendo constantemente a costa del arte religioso. Ciertamente la religión no cesa mientras tanto de vivir y de influir, si bien el arte no está ya a su servicio. En la época de la tiranía se prepara, por lo demás, un renacimiento religioso, que por todas partes hace surgir confesiones religiosas extáticas, nuevos misterios, nuevas sectas. Pero éstas se desarrollan por el momento de modo subterráneo y no llegan a emerger en la superficie del arte. De este modo, ya no es el arte quien recibe motivos y estímulos de la religión, sino, por el contrario, el celo religioso el que es estimulado por la mayor habilidad artística de la época. La costumbre de ofrecer a los dioses como exvotos representaciones de seres vivos adquiere nuevo impulso gracias a la habilidad de los artistas para ejecutar estas imágenes de un modo más imponente, naturalista, atractivo y agradable a los dioses. Así, los santuarios se llenan de esculturas[29]. Pero el artista ya no depende de los sacerdotes, ya no está bajo su tutela, ya no recibe de ellos los encargos. Sus patronos son ahora las ciudades, los tiranos, y, para trabajos más modestos, los particulares ricos; las obras que el artista realiza para ellos no han de tener efectos mágicos o saludables, y aunque sirven a fines sagrados, no tienen en modo alguno la pretensión de ser a su vez sagradas.
Encontramos aquí una idea completamente nueva del arte; el arte no es ya un medio para un fin; es fin y objetivo en sí mismo. En el principio cada forma espiritual se agota en su utilidad práctica; pero las formas del espíritu tienen la capacidad y la tendencia a liberarse de su destino primitivo y a independizarse, esto es, a volverse desinteresadas y autónomas. Tan pronto como se siente seguro y libre de los cuidados inmediatos de la vida, el hombre comienza a jugar con los recursos espirituales que él mismo se creó como armas e instrumentos cuando se hallaba agobiado por la necesidad. Comienza a preguntarse por las causas, a buscar explicaciones, a escrutar relaciones que poco o nada tienen que ver con la lucha por la existencia. Del conocimiento práctico nace la investigación desinteresada; los medios para dominar la naturaleza se convierten en métodos para descubrir una verdad abstracta. Y, así, también el arte, que era sólo un elemento de magia y de culto, un instrumento de propaganda y de panegírico, un medio para influir sobre los dioses, los demonios y los hombres, se vuelve forma pura, autónoma, “desinteresada”, arte por el arte y por la belleza. Así también, finalmente, los preceptos y prohibiciones, las obligaciones y tabúes, que primitivamente eran lo único que hacía posible la convivencia social de los hombres y aseguraba su mutuo acuerdo, se convierten en imperativos de la ética “pura”, en guía para el perfeccionamiento y la realización de la personalidad moral. Este paso de la forma práctica a la ideal, de la forma condicionada a la forma abstracta, tanto en la ciencia como en el arte y la moral, lo realizaron por primera vez los griegos. Como antes no existían conocimiento puro ni indagación teorética ni ciencia racional, tampoco había arte tal cual nosotros lo entendemos, esto es, en el sentido que permite tomar y gozar siempre las creaciones artísticas como puras formas. Pero este cambio de concepción, por el cual el arte, que era sólo un arma en la lucha por la vida y sólo como tal tenia sentido y valor, pasa a ser algo independiente de todo interés práctico, de todo provecho, de todo interés extraestético, y se convierte en puro juego de líneas y colores, en puro ritmo y armonía, en pura imitación y variación de la realidad, significa el cambio más radical que ha ocurrido nunca en la historia del arte.
En los siglos VII y VI a. C., por el mismo tiempo en que descubrían la idea de la ciencia como pura búsqueda, los griegos de Jonia crearon también las primeras obras de un arte puro, desinteresado, primer eco de “el arte por el arte”. Este cambio no se produjo desde luego en el espacio de una generación, ni siquiera en un lapso que pueda ser equiparado a la duración de toda la tiranía y la edad arcaica; quizá este cambio no pueda entenderse usando los patrones temporales históricos. Posiblemente lo que ocurrió fue que se impuso una tendencia cuyos comienzos son tan antiguos como el arte mismo. Pues, sin duda, ya en las primitivas creaciones artísticas había más de un rasgo que era forma “pura”, ajena a todo fin y a toda intención; en las primitivas creaciones mágicas, cultuales y de propaganda política más de un perfil y de una variante fueron necesariamente mero juego artístico ajeno a todo fin práctico. ¿Quién podría decir, realmente, lo que en una imagen egipcia de una divinidad o de un rey es todavía magia, propaganda, culto a los muertos, y lo que es ya forma estética autónoma, liberada de la lucha con la vida y con la muerte? Pero sea grande o pequeña la parte que esta autonomía estética ocupa en las creaciones artísticas de la prehistoria y la protohistoria, lo cierto es que hasta la época griega arcaica todo arte tenia alguna esencial finalidad. El juego despreocupado con las formas, la capacidad para hacer un fin de los propios medios, la posibilidad de emplear el arte para la pura descripción y no sólo para el dominio o modificación de la realidad, es el descubrimiento de los griegos en esta época. Y aunque esto no sea más que el triunfo de una tendencia primitiva, el hecho de que ésta se afirme y de que las obras de arte se creen, en adelante, por sí mismas, tiene en sí la mayor importancia, aunque las formas que de aquí brotan y que nosotros suponemos autónomas pueden estar condicionadas sociológicamente y sirvan encubiertamente a un fin práctico.
La autonomización de las diversas facultades creadoras presupone la formalización de las funciones espirituales; pero aquélla comienza cuando las acciones espirituales no se juzgan ya sólo por su utilidad para la vida, sino también por su intrínseca perfección. Cuando, por ejemplo, se admira al enemigo por su habilidad o bravura, en lugar de negar simplemente el valor de una cualidad que puede resultar funesta para uno mismo, se da el primer paso hacia la neutralización y formalización de los valores. Esto aparece con claridad máxima en el deporte, que constituye la forma lúcida paradigmática de la lucha. Formas de juego semejantes son también el arte, la ciencia “pura”, y, en cierto sentido, incluso la moral, cuando son practicados como actividad pura, que descansa en sí misma y es independiente de toda relación externa. Cuando estas funciones espirituales se separan unas de otras y del complejo vital, la sabiduría unitaria, el conocimiento indiferenciado del mundo, la cosmovisión cerrada de las culturas primitivas se disgregan en una esfera ético-religiosa, una esfera científica y una esfera artística. Esta autonomía de las diferentes esferas se nos presenta con la máxima evidencia en la filosofía jónica de la naturaleza de los siglos VII y VI a. C. Por vez primera hallamos en ella formas espirituales que están más o menos libres de consideraciones y fines prácticos. También los pueblos civilizados anteriores a los griegos habían realizado ciertamente observaciones científicas precisas y habían llegado a conclusiones y cálculos exactos; pero todo su saber y su habilidad estaban impregnados de conexiones mágicas, de imaginaciones míticas, de dogmas religiosos, y siempre estaban ligados con la idea de la utilidad. En los griegos hallamos por vez primera una ciencia, libre no sólo de la religión, de la fe y de la superstición, organizada racionalmente, sino independientemente también, en cierto modo, de toda consideración práctica. En el arte, el límite, entre la forma práctica y la forma pura es menos marcado y el tránsito de una a otra no se puede señalar tan exactamente; pero también en este campo la transformación debió de acontecer en el ámbito cultural jónico del siglo VII. En rigor, ya los poemas homéricos pertenecen al mundo de las formas autónomas, pues han dejado de ser religión, ciencia y poesía juntamente. Estos poemas no contienen ya todos los valores del conocimiento, la contemplación y la experiencia de su época, sino que son sólo, o casi sólo, poesía. En todo caso, la tendencia a la autonomía se manifiesta también en el arte, como en la ciencia, hacia fines del siglo VII.
La respuesta más obvia a la pregunta de por qué la evolución hacia la autonomía de las formas se realizó precisamente en esta época y en este territorio la encontramos en el hecho de la colonización y en las repercusiones que tuvo sin duda sobre ios griegos el vivir en medio de pueblos y culturas extraños. El elemento extranjero, que en Asia les circunda por todas partes, les lleva a la conciencia de su peculiaridad; esta conciencia y su consiguiente autoafirmación, así como el descubrimiento y la acentuación de las características individuales propias llevan involuntariamente a la idea de la espontaneidad y la autonomía. La mirada que se ha ejercitado en percibir las diferencias de mentalidad de los distintos pueblos descubre poco a poco también la diferencia que existe entre los elementos de que está compuesta la concepción del mundo de cada uno de estos pueblos. Como la diosa de la fecundidad, el dios del trueno o el genio de la guerra son representados de modo diverso en cada uno de ellos, poco a poco se empieza a prestar atención a la representación misma, y se intenta, más pronto o más tarde, crear obras a la manera de los otros, sin enlazar la representación, desde luego, con la creencia de ellos, e incluso sin creencia ninguna. Desde aquí hay sólo un paso para llegar a concebir la forma autónoma, libre de toda imagen unitaria del mundo. La conciencia del yo —el saber por sí mismo, saber integrador y que supera la ocasión del momento— es el primer gran resultado de la abstracción; la emancipación de las diversas formas espirituales de su función en el conjunto de la vida y en la visión unitaria del mundo es otra consecuencia.
La capacidad del pensamiento para la abstracción, que lleva a la autonomía de las formas, es esencialmente promovida, a más de por las experiencias y aventuras de la colonización y sus circunstancias, por los medios y métodos de la economía monetaria. El carácter abstracto de los medios de cambio, la reducción de los diversos bienes a un común denominador, la división de bienes en los dos actos independientes de la compra y de la venta son factores que acostumbran a los hombres al pensamiento abstracto y los familiarizan con la idea de una misma forma con diversos contenidos y de un contenido igual con formas cambiantes. Una vez que se sabe distinguir entre contenido y forma, ya no se está lejos de la idea de concebir el contenido y la forma independientes entre sí, y de ver en la forma un principio autónomo. También el ulterior desarrollo de esta idea depende de la acumulación de riquezas y de la diferenciación profesional ligadas con la economía monetaria. El hecho de que determinados elementos de la sociedad queden libres para la creación de formas autónomas —esto es, “inútiles” e “improductivas”— es un signo de riqueza, de mano de obra superflua y de ociosidad. El arte se hace independiente de la magia y de la religión, de la ciencia y de la práctica, cuando la clase dominante puede permitirse el lujo de tener un arte “inútil”.
CLASICISMO Y DEMOCRACIA
El clasicismo griego plantea a primera vista un problema sociológico extraordinariamente difícil. La democracia, con su liberalismo e individualismo, y el estilo clásico, con su severidad y esquematismo, parecen, en el primer momento, inconciliables. Pero estudiando más de cerca la cuestión se ve que ni la democracia de la Atenas clásica es tan radicalmente democrática ni el clasicismo de la democracia ateniense es tan rigurosamente “clásico” como parece a primera vista. El siglo V a. de C. es más bien una de estas épocas de la historia del arte en que maduran las más importantes y fecundas conquistas naturalistas. En realidad, no sólo el primer clasicismo de las esculturas de Olimpia y del arte de Mirón, sino el siglo entero, si exceptuamos algunas breves pausas, está dominado por un continuo progreso naturalista. El clasicismo griego se distingue de los estilos clásicos de él derivados precisamente en que en él la tendencia a ser fiel a la naturaleza es casi tan fuerte como el afán de medida y orden. Este antagonismo de los principios formales artísticos corresponde, por otra parte, a la tensión que invade también las formas sociales y políticas de la época, es decir, corresponde ante todo a la contradictoria relación de la idea democrática con el problema del individualismo. La democracia es individualista en la medida en que deja libre curso a la concurrencia de las fuerzas, estima a cada uno según su valor personal e incita a dar el máximo rendimiento; pero al mismo tiempo es antiindividualista en la medida en que nivela las diferencias de clase y borra los privilegios de nacimiento. La democracia nos introduce en un grado de cultura tan diferenciado, que la alternativa entre individualismo e idea de comunidad ya no puede ser planteada unívocamente; ambas cosas están enlazadas entre sí de modo indisoluble. En situación tan complicada, la valoración sociológica de los elementos estilísticos resulta naturalmente más difícil que en los estadios anteriores. Los diversos estratos sociales ya no son, en cuanto a sus intereses y objetivos, tan unívocamente definibles como lo eran en su relación mutua la antigua nobleza terrateniente y los campesinos desposeídos. No sólo están divididas las simpatías de la clase media, no sólo la burguesía urbana asume una posición intermedia entre la capa superior y la inferior, y, por una parte, se interesa en los afanes democráticos de nivelación, mientras, por otra, se afana en la creación de nuevos privilegios capitalistas; la misma nobleza, a consecuencia de su orientación plutocrática, pierde la antigua coherencia y unidad de principios y se aproxima a la burguesía que carece de tradición y posee una mente racionalista.
Ni los tiranos ni el pueblo consiguieron quebrantar el predominio de la nobleza; el Estado de estirpes fue suprimido, y se introdujeron las instituciones democráticas fundamentales, al menos en la forma; pero, con pequeñas restricciones, el influjo de la nobleza siguió subsistiendo. Comparada con los despotismos orientales, la Atenas del siglo V puede considerase democrática; pero al lado de las democracias modernas, resulta una verdadera ciudadela de la aristocracia. Atenas era gobernada en nombre de los ciudadanos, pero por el espíritu de la nobleza. Las victorias y las conquistas políticas de la democracia fueron logradas en su mayor parte por hombres de origen aristocrático: Milcíades, Temístocles, Pericles, son hijos de familias de la vieja nobleza. Sólo en el último cuarto de siglo logran los miembros de la clase media intervenir verdaderamente en la dirección de los asuntos públicos; mas la aristocracia sigue conservando aún el predominio en el Estado. Desde luego tiene que enmascarar su predominio y hacer continuamente concesiones a la burguesía, aunque éstas, por lo general, sólo sean de forma. El hecho de que tuviese que hacer concesiones significa, en todo caso, un cierto progreso, pero la democracia política no llegó a convertirse en ningún momento —ni siquiera a finales del siglo— en una democracia económica. El “progreso” consiste a lo sumo en que, en lugar de la aristocracia de nacimiento, aparece una aristocracia del dinero y en que el Estado nobiliario organizado según el criterio de las estirpes es sustituido por un estado plutocrático fundamentado sobre las rentas. Atenas es, además, una democracia imperialista; hace una política belicista, cuyas ventajas disfrutan sus ciudadanos libres y sus capitalistas, a costa de los esclavos y de las clases excluidas de los beneficios de la guerra. En el mejor de los casos, los progresos de la democracia significan una ampliación de la clase de los rentistas.
Los poetas y filósofos no sienten simpatía ni por la burguesía rica ni por la burguesía pobre; apoyan a la nobleza, aun cuando ellos tienen un origen burgués. Todos los espíritus importantes de los siglos V y IV están, con la excepción de los sofistas y de Eurípides, del lado de la aristocracia y de la reacción. Píndaro, Esquilo, Heráclito, Parménides, Empédocles, Herodoto, Tucídides son aristócratas. Vástagos de la burguesía, como Sófocles y Platón, se sienten completamente solidarios con la nobleza. Incluso Esquilo, que era el más inclinado hacia la democracia, ataca en sus últimos años lo que, en su pensamiento, era una evolución demasiado progresista[30]. También los comediógrafos de la época —aunque la comedia es un género esencialmente democrático[31]— profesan ideas reaccionarias. Nada es tan significativo de la situación que existía en Atenas como que un enemigo de la democracia, cual Aristófanes, ganara no sólo los primeros premios, sino cosechara los mayores éxitos de público[32].
Estas tendencias conservadoras retardan los progresos del naturalismo, pero no pueden contenerlos. Por lo demás, el caso de Aristófanes, que critica a la vez y desde el mismo punto de vista la infracción de los antiguos ideales aristocráticos y el antiguo “idealismo” artístico en las tragedias de Eurípides, demuestra la fuerza con que se sentía la conexión existente entre el naturalismo y la política progresista, por una parte, y el rigorismo formal y el espíritu conservador, por otra. Según Aristóteles, ya Sófocles dijo que él representaba los hombres como debían de ser; Eurípides, por el contrario, como son realmente (Poét., 1460 b, 33-35). Pero estas palabras no son más que una nueva formulación del pensamiento que Aristóteles expresa al decir que las figuras de Polignoto y los caracteres de Homero “son mejores que nosotros mismos” (Poét., 1448 a, 5-15), de manera que el dicho atribuido a Sófocles quizá no sea auténtico. Sea de ello lo que fuere y expresara este pensamiento Sófocles, Aristófanes, Aristóteles u otro, cualquier idea de designar el estilo clásico como “idealismo” y el arte clásico como la representación de un mundo mejor y normativo, de una humanidad superior y perfecta, es una manifestación característica del modo de pensar aristocrático que prevalece en esta época. El idealismo estético de la cultura nobiliaria se manifiesta, ante todo, en la elección de los temas artísticos. La aristocracia prefiere o elige exclusivamente temas del antiguo mundo mítico de los dioses y héroes; los temas del presente y de la vida cotidiana le parecen vulgares e insignificantes. El estilo naturalista provoca su repugnancia sólo de modo indirecto, únicamente por ser el medio de expresión normal de los temas actuales; pero cuando, como en Eurípides, lo encuentra audazmente aplicado a la gran materia histórica, lo aborrece aún más que en los géneros populares, donde, por lo menos, resulta adecuado a la trivialidad de los temas.
La tragedia es la creación artística más característica de la democracia ateniense; en ningún género se expresan tan inmediata y libremente los íntimos antagonismos de su estructura social como en ella. Su forma exterior —su representación en público— es democrática; su contenido —la leyenda heroica y el sentimiento heroico-trágico de la vida— es aristocrático. Desde el principio la tragedia se dirige a un público más numeroso y de más varia composición que el del canto épico o la epopeya, destinados a los banquetes aristocráticos; mas, por otro lado, está orientada hacia la ética de la grandeza individual, del hombre extraordinario y superior, de la encarnación de la χαλοχάγαθία aristocrática. La tragedia debe su origen a la separación del corifeo frente al coro, y a la transformación de la forma colectiva del coro en la forma dialogada del drama —motivos también esencialmente individualistas—; mas, por otra parte, su efecto presupone un fuerte sentido comunal, una profunda nivelación de estratos sociales relativamente amplios, y en su forma auténtica sólo puede presentarse como experiencia de masas. Pero la tragedia se dirige todavía a un público escogido, que en el mejor de los casos es el conjunto de los ciudadanos libres y cuya composición no es mucho más democrática que la de los estratos sociales que gobiernan la polis. El espíritu con que es dirigido el teatro oficial es todavía menos popular que la composición de su público, pues en la selección de las piezas y distribución de los premios no tienen influencia decisiva las masas, ya previamente cribadas, que asisten a las representaciones. Ello compete por entero a los ciudadanos ricos, que han de sufragar la “liturgia”, es decir, pagar los gastos de la representación, y al jurado, que no es más que el órgano ejecutivo de los magistrados, y que en su juicio se guía en primer lugar por consideraciones políticas. La entrada libre y la indemnización al público por el tiempo gastado en el teatro, ventajas que se suelen ensalzar como el más alto triunfo de la democracia, fueron precisamente los factores que impidieron por principio el influjo de las masas sobre los destinos del teatro. Sólo un teatro cuya existencia depende de las monedas que se pagan por la entrada puede ser verdadero teatro popular. La concepción, puesta en circulación por el neoclasicismo y el romanticismo, del teatro ático como ideal de teatro nacional, y de su público como prototipo de comunidad artística que fusiona en sí a un pueblo entero, es una falsificación de la verdad histórica[33]. El teatro de las fiestas solemnes de la democracia ateniense no tenía nada de teatro popular; los teóricos alemanes clasicistas y románticos pudieron presentarlo como tal, porque ellos entendieron el teatro, ante todo, como una institución educativa. El verdadero teatro popular de los antiguos fue el mimo, que no recibía ninguna subvención, y, en consecuencia, tampoco ninguna consigna, y por ello sacaba sus criterios artísticos únicamente de la propia e inmediata experiencia de su relación con el público. El mimo no ofrecía a las gentes dramas de artística construcción, con costumbres trágico-heroicas, aristocráticas y sublimes, sino cuadros breves, fragmentarios, dibujados de modo naturalista, llenos de temas y tipos de la más trivial vida cotidiana. En él tenemos por vez primera un arte que no sólo está creado para el pueblo, sino en cierta medida también por él. Los mimos pueden haber sido acaso cómicos profesionales, pero seguían siendo actores populares y nada tenían que ver con la clase superior ilustrada, al menos mientras no se pusieron de moda entre la sociedad elegante.
Procedían del pueblo, compartían el gusto del pueblo y sacaban su sabiduría de la del pueblo. No querían ni enseñar ni educar a sus espectadores; querían tan sólo entretenerlos. Este teatro popular, naturalista y sin pretensiones tuvo una evolución mucho más larga e ininterrumpida y pudo presentar una producción más rica y variada que el teatro clásico oficial. Desgraciadamente sus creaciones se han perdido para nosotros casi por completo; si las hubiéramos conservado tendríamos, desde luego, otra idea de la literatura griega y, verosímilmente, de toda la cultura de Grecia. El mimo es no sólo mucho más antiguo que la tragedia, sino que probablemente se remonta a la prehistoria, y desde el punto de vista de su evolución está en inmediata relación con las danzas corales mágico-mímicas, los ritos de la vegetación, las hechicerías de la caza y el culto a los muertos. La tragedia, que tiene su origen en el ditirambo, género en sí mismo no dramático, ha tomado la forma dramática, según todas las apariencias, del mimo, y ello tanto en lo referente a la transformación de los actores en los ficticios personajes de la acción como en lo que se refiere a la trasposición del pasado épico al presente. De todas maneras, en la tragedia el elemento dramático permanece subordinado al elemento lírico-didáctico; el hecho de que el coro pueda mantenerse en ella demuestra que la tragedia no está basada sólo en lo dramático y que tiene que servir a otros intereses que al mero entretenimiento del público.
En el teatro de las fiestas solemnes posee la polis su más valioso instrumento de propaganda; y, desde luego, no lo entrega sin más al capricho de los poetas. Los poetas trágicos están pagados por el Estado y son proveedores de éste; el Estado les paga por las piezas representadas, pero, naturalmente, sólo hace representar aquéllas que están de acuerdo con su política y con los intereses de las clases dominantes. Las tragedias son piezas francamente tendenciosas y no pretenden aparecer de otro modo: tratan temas de la política cotidiana y se preocupan de problemas que directa o indirectamente tienen que ver con el más candente problema del momento, que es la relación entre el Estado de estirpes y el Estado popular. Según se nos cuenta, Frínico fue castigado por convertir la toma de Mileto en tema de una pieza; esto sucedió porque su manera de tratar el tema no correspondía a la opinión oficial y no, desde luego, porque él hubiera faltado al principio de “el arte por el arte” o algo así[34]. Nada estaba más lejos de la opinión artística de aquel tiempo que la idea de un teatro completamente desvinculado de toda relación con la política y la vida. La tragedia griega era, en el más estricto sentido de la palabra, “teatro político”; el final de las Euménides, con su ferviente oración por la prosperidad del Estado ático, prueba cuál era su principal finalidad. Con este control de la política sobre el teatro se relaciona el hecho de que el poeta fuese considerado como el guardián de una verdad sublime y como el educador de su pueblo, al que había de conducir a un plano superior de humanidad. La vinculación de las representaciones trágicas con las fiestas organizadas oficialmente, la circunstancia de que la tragedia llegue a ser la interpretación autorizada del mito, motivan incluso que el poeta vuelva a acercarse al sacerdote y al mago de la prehistoria.
La instauración del culto de Dioniso por Clístenes en Sicione es una jugada política con la que el tirano procura suplantar el culto de Adrasto, propio de las estirpes nobles. Por su parte, las dionisíacas, introducidas por Pisístrato en Atenas, son fiestas político-religiosas en las que el factor político es incomparablemente más importante que el religioso. Pero las instituciones cultuales y las reformas de los tiranos se apoyan en auténticos sentimientos y exigencias del pueblo y deben en parte su éxito a esta disposición sentimental. La democracia, lo mismo que antes la tiranía, utiliza la religión principalmente para vincular las masas al nuevo Estado. La tragedia resulta la mejor mediadora para establecer este enlace de religión y política, dado que está a mitad de camino entre la religión y el arte, lo irracional y lo racional, lo “dionisíaco” y lo “apolíneo”. El elemento racional, es decir, el nexo causal de la acción dramática, representa desde el principio en la tragedia un papel casi tan importante como el elemento irracional, esto es, la emoción trágico-religiosa.
Pero cuanto más madura el clasicismo, tanto más fuertemente resalta el principio racional y tanto menos esencial llega a ser lo irracional. Finalmente, todo lo que era turbio y oscuro, místico y extático, incontrolado e inconsciente, es sacado a la luz meridiana de las formas sensibles, y por todas partes se busca la forma comprobable, la conexión causal, la fundamentación lógica. El drama, el género más racionalista, en el que la motivación encadenada y consecuente tiene la máxima importancia, es también la forma más clásica. Desde aquí se ve con la mayor claridad cuán grande era la participación del racionalismo y del naturalismo en el arte clásico y cuán compatibles pueden resultar estos dos principios.
En las artes plásticas los elementos del naturalismo y de la estilización están todavía más íntimamente fundidos entre sí que en el drama. En éste, la tragedia, con su inclinación hacia el rigorismo formal, y el mimo naturalista forman dos especies diferentes, y el naturalismo de la tragedia queda limitado a la verosimilitud lógica de la acción y a la verdad psicológica de los caracteres. En la escultura y la pintura de esta época, por el contrario, lo feo, lo vulgar y lo trivial son temas importantes en la representación. En los frontones del templo de Zeus, de Olimpia, monumento representativo de los comienzos del clasicismo, hallamos un viejo con la piel del vientre floja y pendiente, y una lapita con feos rasgos negroides. La selección de los motivos no está, por consiguiente, regida por el ideal de la χαλοχάγαθία. La pintura contemporánea de vasos se ejercita en la perspectiva y los escorzos, y se libera también de los últimos restos de la rectangularidad y frontalidad arcaicas. Los esfuerzos de Mirón se concentran ya en la descripción de la vitalidad y la espontaneidad. La representación del movimiento, del esfuerzo súbito, de la postura cargada de dinamismo merece toda su atención. Mirón busca retener la fugitividad del movimiento, la impresión del momento que pasa. En su Discóbolo elige para la representación el momento más fugaz, más tenso, más agudo: el instante inmediatamente anterior al lanzamiento del disco. Por primera vez desde el Paleolítico se vuelve a comprender aquí el valor del “momento pregnante”; comienza la historia del ilusionismo occidental y termina la de la representación ideal, conceptual, ordenada según modos fundamentales de ver las cosas; en otras palabras, se alcanza un estado en el que la forma en sí, por bella, equilibrada, decorativa e impresionante que sea no puede justificar fallo alguno contra las leyes de la experiencia. Las conquistas del naturalismo no se incorporan ya a un sistema de tradiciones invariables ni son por éstas limitadas; la representación ha de ser en todo momento “correcta”, y son las tradiciones las que tienen que ceder cuando la corrección de la forma resulta incompatible con ellas.
Las formas de vida que prevalecen en las democracias griegas han llegado a ser tan dinámicas, tan libres, tan desvinculadas de rígidas tradiciones y prejuicios como no lo habían vuelto a ser desde los fines del Paleolítico. Todas las barreras exteriores e institucionales de la libertad individual han caído; ya no hay déspotas, ni tiranos, ni casta sacerdotal hereditaria, ni una iglesia autónoma, ni libros sagrados, ni dogmas revelados, ni monopolios económicos declarados, ni limitación formal alguna a la libre concurrencia. Todo favorece el desarrollo de un arte mundano, satisfecho de este mundo y de la hora presente, apreciador del valor del momento. Junto a esta tendencia dinámica y progresista, conservan todavía ciertamente su influencia las antiguas fuerzas conservadoras. La nobleza, que se aferra a sus privilegios y se esfuerza en mantener, con el Estado autoritario de las estirpes, la antigua economía de monopolio y sin competencia, intenta mantener también en el arte la validez de las formas rígidas, arcaicas, estáticas. Y así toda la historia del clasicismo se desarrolla como un predominio alternativo de los dos estilos opuestos, en el que uno de ellos tiene siempre el predominio. Tras los dinámicos comienzos del siglo viene una tregua con la fórmula de Policleto; en las esculturas del Partenón se llega a una síntesis de las dos tendencias; hacia fines del siglo esta síntesis cede de nuevo a una tendencia expansiva del naturalismo. Pero una delimitación demasiado rígida de las corrientes estilísticas nos llevaría, en los casos extremos, a una inadmisible simplificación de la realidad histórica verdadera, que es compleja y sutilmente ramificada. En el clasicismo griego, el naturalismo y la estilización están enlazados casi por todas partes de manera inseparable, aunque su equilibrio no sea siempre tan perfecto como en el Banquete de los dioses, del friso del Partenón, o, por mencionar una obra de menos pretensiones, en la Atenea pensativa, del Museo de la Acrópolis, que, en su completo abandono, que está unido con un perfecto dominio de la forma, en su total superación de todo esfuerzo, tensión y desmesura, en su libertad y ligereza, en su equilibrio y serenidad, apenas tiene par fuera del arte clásico. Sería, por lo demás, completamente erróneo considerar las condiciones sociales de la Atenas de entonces como premisa necesaria, o por lo menos ideal, para que se formara un arte de estos caracteres y de esta altura. El valor artístico no tiene ningún equivalente sociológico; la sociología puede, a lo sumo, reducir a su origen los elementos de que está compuesta una obra de arte; pero estos elementos pueden ser los mismos en obras de la más diversa calidad.
LA “ILUSTRACIÓN” GRIEGA
A medida que el siglo se acerca a su fin, los elementos naturalistas, individualistas, subjetivistas y emocionales del arte van ganando en extensión e importancia. En esta evolución se pasa de lo típico a lo característico, de la concentración a la acumulación de los motivos, de la sobriedad a la exuberancia. En la literatura comienza la época de la biografía; en las artes figurativas, la del retrato. El estilo de la tragedia se va aproximando al tono conversacional cotidiano y adopta el colorido impresionista de la lírica. Los caracteres parecen más interesantes que la acción; las naturalezas complicadas y excéntricas, más atractivas que las sencillas y normales. En las artes plásticas se acentúa la tridimensionalidad y la perspectiva, y se prefiere la visión de tres cuartas partes del objeto, los escorzos y las intersecciones. Las estelas funerarias muestran escenas recogidas, íntimas, domésticas; la pintura de vasos busca lo idílico, lo delicado, lo gracioso.
En la filosofía corresponde a esta evolución la revolución espiritual de los sofistas, que, en la segunda mitad del siglo V, sitúan sobre nuevas bases la concepción del mundo que todavía tenían los griegos y que descansaba en los presupuestos de la cultura aristocrática. Este movimiento, que se basa en las mismas condiciones de economía monetaria y de burguesía ciudadana que el giro del arte hacia el naturalismo, contrapone a la χαλοχάγαθία nobiliaria un nuevo ideal de cultura, y establece el fundamento de una educación que, en lugar de cultivar las cualidades irracionales de lo físico, considera como ideal suyo formar ciudadanos conscientes, juiciosos y elocuentes. Las nuevas virtudes burguesas que sustituyen a los ideales caballerescos y agonales de la nobleza se basan en la ciencia, en el pensamiento lógico, en la cultura del espíritu y del lenguaje. Por vez primera en la historia de la humanidad el objetivo de la educación es formar gente de inteligencia. Basta recordar a Píndaro y sus burlas contra los “sabios” para medir toda la distancia que separa el mundo de los sofistas del de los maestros espartanos de educación física. En la ideología de los sofistas encontramos por primera vez la idea de una clase intelectual que ya no es una casta profesional cerrada, como el sacerdocio de la protohistoria o como los rapsodas de la edad homérica, sino un conjunto de hombres suficientemente amplio para asegurar la formación de las nuevas generaciones llamadas a la dirección de la política.
Los sofistas parten de la capacidad ilimitada de los hombres para la educación y creen, en oposición a la vieja doctrina mística de la sangre, que la “virtud” puede ser enseñada. El concepto occidental de la cultura, basado en la conciencia, la auto-observación y la crítica, tiene su origen en la idea de la educación de los sofistas[35]. Con ellos comienza la historia del racionalismo occidental, la crítica de los dogmas, mitos, tradiciones y convencionalismos. De ellos procede la idea del relativismo histórico, el reconocimiento del carácter condicionado e histórico de las verdades científicas, de las normas éticas y de los dogmas religiosos. Ellos son los primeros en ver que todos los valores y leyes en la ciencia y en el derecho, en la moral y en la mitología, y también en las figuras de los dioses, son creaciones históricas, productos del espíritu humano y de la mano del hombre. Los sofistas descubren la relatividad de la verdad y de la falsedad, de lo justo y de los injusto, de lo bueno y de lo malo; reconocen los motivos pragmáticos de las valoraciones humanas, y por ello son los precursores de todos los movimientos humanísticos que tienden hacia la “ilustración” y hacia el desvelamiento de los misterios. Su racionalismo y su relativismo dependen, por lo demás, del mismo estilo económico, de las mismas tendencias a la libre concurrencia y al afán de lucro que la imagen científico-natural que del mundo tienen el Renacimiento, la Ilustración del siglo XVIII y el materialismo del XIX. El capitalismo antiguo les abre perspectivas semejantes a las que abre el capitalismo moderno a sus sucesores.
En la segunda mitad del siglo V el arte se halla bajo los efectos de las mismas experiencias que determinan las ideas de los sofistas. Pero un movimiento intelectual como el de los sofistas había de influir inmediatamente, con su estimulante humanismo, en la visión del mundo de poetas y artistas. En el siglo IV no hay ningún género artístico en que no sea perceptible este influjo. Pero en ninguno se refleja más claramente el nuevo espíritu que en el nuevo tipo de atleta con que Praxiteles y Lisipo sustituyen el ideal viril de Policleto. El Hermes, de Praxiteles, y el Apoxiómeno, de Lisipo, no tienen ya nada de heroico, nada de aristocráticamente rígido y desdeñoso, y producen más bien la impresión de un bailarín que de un atleta. Su espiritualidad se expresa en todo su continente; todo su cuerpo está animado; sus nervios vibran bajo su epidermis. Su aspecto entero posee los rasgos de aquella unicidad e irrepetibilidad que los sofistas observan y subrayan en los productos del espíritu. Todo su ser está cargado de dinamismo, lleno de fuerza y movimiento latente. Estas esculturas no permiten al espectador fijarse en un solo aspecto, pues ya no se rigen por las “vistas principales” de las cosas; por el contrario, subrayan lo incompleto y lo momentáneo de cada aspecto y fuerzan al espectador a cambiar constantemente de punto de vista y a dar continuamente la vuelta a toda la figura, hasta que ha adquirido por fin la conciencia de la relatividad de lodos los aspectos. También esto es paralelo a la doctrina de los sofistas de que toda verdad, toda norma, todo valor tiene una estructura perspectivista y varía al cambiar de punto de vista. Ahora, por fin, se libera el arte de los últimos lazos del geometrismo; ahora desaparecen las últimas huellas de la frontalidad. El Apoxiómeno está ya ocupado por completo consigo mismo, tiene una existencia para sí mismo e ignora totalmente al espectador. En el individualismo y el relativismo de los sofistas, en el ilusionismo y subjetivismo del arte de aquella época, se expresa el mismo espíritu del liberalismo económico y de la democracia, la misma actitud mental de una generación que ya no concede valor alguno a la antigua postura aristocrática, a la solemnidad y grandiosidad, porque ella se lo debe todo a sí misma, y no a sus antepasados, de una generación que pone al descubierto sus sentimientos y pasiones con una franqueza plena y total, porque está penetrada de la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas.
La ideología de los sofistas halla su expresión artística más completa e importante en Eurípides, el único verdadero poeta de la “Ilustración” helénica. Los temas míticos parecen ser para él sólo un pretexto para tratar las cuestiones más actuales de la filosofía y los problemas más inmediatos de la vida burguesa. Eurípides discute franca y libremente las relaciones entre los sexos, las cuestiones del matrimonio, de la posición de la mujer y del esclavo, y convierte la leyenda de Medea en algo semejante a un drama matrimonial burgués[36]. Su heroína, que se rebela contra el marido, está casi más cerca de las figuras femeninas de Hebbel e Ibsen que de las mujeres de la tragedia anterior. ¿Qué tienen éstas que ver con una mujer que declara que se necesita más valor para traer hijos al mundo que para realizar hazañas en la guerra? Pero la inminente disolución de la tragedia se delata no sólo en el modo antiheroico de ver el mundo, sino también en la explicación escéptica del destino y en la teodicea negativa de Eurípides. Esquilo y Sófocles creían todavía en “la inmanente justicia de la marcha del mundo”; en Eurípides, por el contrario, el hombre no es ya más que un juguete del azar[37]. El terror que experimentaba el espectador ante el cumplimiento de la voluntad divina es sustituido por el asombro ante la extrañeza del destino humano y por la confusión ante los bruscos cambios de la fortuna terrenal.
De este modo de ver las cosas, coincidente con el relativismo de los sofistas, procede el gusto por lo casual y lo maravilloso, que es tan característico de Eurípides y de toda la evolución ulterior. La predilección por los cambios súbitos del destino explica también la preferencia por el happy ending en la tragedia. En Esquilo el final feliz es todavía un resto del drama de la pasión primitiva, en el que al martirio del dios sucedía su resurrección[38], y es, cuanto tal, expresión de un profundo optimismo religioso. En Eurípides, por el contrario, el final feliz no resulta en modo alguno edificante, pues es un regalo del mismo ciego acaso que había sumido a los héroes en la desgracia. En Esquilo, el final conciliador deja intacto el carácter trágico de los acontecimientos; en Eurípides, en parte lo anula. El naturalismo psicológico que prevalece en el arte dramático de Eurípides completa la descomposición del sentimiento trágico-heroico de la vida. Ya el simple hecho de que se plantee la cuestión de la culpabilidad o inculpabilidad impide la aparición de la emoción trágica. Los héroes de Esquilo son culpables en el sentido de que sobre ellos pesa una maldición[39] y esto es algo objetivo e indiscutible. La idea del sufrimiento de un inocente y de la injusticia del destino no aparece en absoluto. Sólo en Eurípides se empieza a discutir el punto de vista subjetivo; sólo en él se comienza a acusar y a justificar; sólo en él se empieza a discutir acerca del derecho y la imputabilidad; sólo en él comienzan a adquirir los caracteres trágicos aquellos rasgos patológicos que permiten al espectador tenerlos por culpables e inocentes al mismo tiempo. Lo patológico tiene en él la doble misión de satisfacer la predilección de la época por lo extraño y de servir a la justificación psicológica del héroe. En la explicación del problema de la culpa y de la motivación de la acción trágica se expresa, además, un rasgo del drama euripídeo que procede de la sofística: el gusto por lo retórico. Esto delata, empero, lo mismo que la predilección por las sentencias filosóficas, que tan característica es de Eurípides, el descenso del nivel estético, o quizá, más bien, la entrada demasiado repentina en la poesía de un material nuevo y aún no elaborado artísticamente.
Como personalidad poética Eurípides es un fenómeno que, en comparación con sus predecesores, tiene un aspecto completamente moderno, y que, como tipo sociológico, depende de la sofística. Es literato y filósofo, demócrata y amigo del pueblo, político y reformador; pero, a la vez, es un hombre déclassé, socialmente desarraigado, como lo fueron sus maestros. Ya en la época de la tiranía hallábamos poetas, como Simónides, que ejercían su profesión como un oficio, vendían sus poemas al mejor postor, llevaban una vida errante y eran tratados por sus hospederos como huéspedes y criados a la vez; es decir, eran literatos profesionales, pero todavía no formaban, ni con mucho, una clase profesional de literatos independientes. A sus obras no les faltaba sólo un medio de difusión equivalente a la imprenta; tampoco existía una necesidad general de producción poética que crease algo así como un mercado libre. El número de los clientes era tan reducido, que no se podía pensar en absoluto en la independencia económica de los poetas. Los sofistas son, en el aspecto sociológico, los herederos directos de los poetas de la época de la tiranía; como ellos, están continuamente peregrinando y llevan una existencia irregular, no asegurada económicamente; mas, por otra parte, ya no son en absoluto parásitos, ni dependen de un número previamente limitado de patronos, sino de un círculo de consumidores relativamente amplio, impersonal y neutro. Los sofistas forman un estrato social que no sólo no constituye una clase, sino que está desligado de todas las clases.
Un grupo social de este tipo carecía de todo precedente en las épocas anteriores. Los sofistas son demócratas en sus opiniones; sus simpatías van hacia los desamparados y hacia los oprimidos, pero se ganan el pan como maestros de la juventud elegante y pudiente; los pobres no pueden pagar ni apreciar sus servicios. Así se convierten en los primeros representantes de la “intelectualidad desarraigada”[40], que sociológicamente no tiene patria porque no puede ser encajada en el marco de ninguna clase, ya que ninguna clase puede abarcarla plenamente. Eurípides pertenece, en lo que respecta a su actitud social, a este estrato intelectual libre, desarraigado, continuamente oscilante entre las diversas clases; en el aspecto social consigue, a lo sumo, simpatías, pero no solidaridad. Esquilo cree todavía en la compatibilidad de la democracia con su ideal aristocrático de la personalidad, si bien deja a la democracia en la estacada precisamente en la fase decisiva de su evolución. Sófocles, al contrario, sacrifica por adelantado la idea del Estado democrático a los ideales de la moral nobiliaria y, en la lucha entre el derecho particular de las familias y el poder absoluto e igualitario del Estado, se coloca sin vacilar del lado de la idea de las estirpes. En la Orestíada Esquilo retrata todavía un ejemplo terrible de justicia tomada por propia mano[41]; Sófocles, en su Antígona, toma partido contra la heroína que se levanta contra el Estado democrático, y en el Filoctetes expresa, sin ningún disimulo, su repugnancia contra la astucia y habilidad “burguesas” y sin escrúpulos de Ulises[42]. Eurípides es, sin duda, democrático en sus convicciones; pero en la práctica esto significa sólo que está más bien contra el viejo Estado aristocrático que en pro del nuevo Estado burgués. Su pensamiento independiente se revela en la postura absolutamente escéptica que adopta frente al Estado en general[43].
La modernidad del tipo de poeta cuyo primer representante es Eurípides se expresa en dos rasgos característicos: la falta de éxito en el arte y el genial extrañamiento del poeta frente al mundo. En un período de cincuenta años, con una producción de la que han llegado a nosotros el texto completo de diez y nueve piezas, fragmentos de cincuenta y cinco y los títulos de noventa y dos, Eurípides ganó nada más que cuatro premios; no fue, pues, un autor escénico de éxito, y, por cierto, no fue el primero ni el único, pero sí el primer poeta importante de cuya falta de éxito tenemos noticia. La explicación no es que antes de él hubiera muchos entendidos, sino que había muy pocos poetas; el mero dominio profesional y artesano de la técnica poética les aseguraba el éxito. Pero en la época de Eurípides este estadio estaba ya superado y, al menos en el teatro, se produce más bien demasiado que demasiado poco. Pero el público teatral de esta época no se compone meramente de buenos entendedores. La infalibilidad artística de este público pertenece al mismo género de ficciones que su supuesta composición democrática, que abarcaba, según se dice, toda la población de la polis. Los tiranos de Sicilia y Macedonia, en cuyas cortes se refugiaron, huyendo de los cultos atenienses, tanto Eurípides como Esquilo, más celebrado éste que aquél, resultaron ser el mejor público. Otro rasgo moderno del tipo de poeta que Eurípides introduce en la historia de la literatura consiste en la renuncia aparentemente voluntaria a desempeñar un papel en la vida pública. Eurípides no era un soldado, como Esquilo, ni un dignatario sacerdotal, como Sófocles, sino que, por el contrario, es el primer poeta de quien se cuenta que llevó la existencia de un sabio retirado del mundo. Si no miente su retrato, en el que aparecen los cabellos revueltos, los ojos cansados y un rictus amargo en la boca, y si lo interpretamos justamente cuando vemos en él la discrepancia entre el cuerpo y el espíritu y la expresión de un alma insatisfecha y sin paz, Eurípides fue quizá el primer poeta desgraciado, el primero a quien su propia poesía hizo sufrir.
Al mundo antiguo no sólo le es extraña la idea del genio en el sentido moderno, sino que, además, sus poetas y artistas no tienen en sí nada de “genial”. Los elementos racionales y técnicos del arte pesan en ellos más que los elementos irracionales y de inspiración. Es verdad que la doctrina del “entusiasmo” de Platón subraya que los poetas deben sus obras a la inspiración divina y no a nada semejante a la habilidad técnica; pero esta idea no lleva en modo alguno a la exaltación del poeta, sino que únicamente acrece la distancia entre él y su obra y lo convierte en un puro instrumento del divino designio[44]. Frente a esta concepción, la esencia del concepto moderno del genio consiste en la idea de la falta de separación entre el artista y su obra y, cuando tal separación se admite, en la idea de que el genio se levanta sobre su obra y nunca está contenido por completo en ella. De aquí el trágico acento de la soledad, de la falta de capacidad para comunicarse uno por entero, que vinculamos al concepto de genio. Pero no sólo éste; también otro rasgo trágico del arte moderno —el ser desconocido por los contemporáneos y la desesperada apelación a la remota posteridad— puede decirse que es por completo ajeno a la Antigüedad clásica[45], en todo caso, antes de Eurípides no hay ni huella de tales rasgos.
La falta de éxito de Eurípides se debe principalmente a que en la Antigüedad clásica no existía nada parecido a una clase media ilustrada. Por razones ideológicas, la antigua nobleza no hallaba en sus piezas nada agradable; el nuevo público burgués, tampoco, por razones de educación. Por el radicalismo de su idea del mundo, Eurípides es también, entre los poetas del fin del clasicismo, un fenómeno solitario; éstos, como los poetas y pensadores de la plenitud del clasicismo, tienen ideas completamente conservadoras, si bien el naturalismo que se ha desarrollado con las formas de vida ciudadanas y con la economía monetaria alcanza en su arte un estadio que difícilmente puede enlazarse con el espíritu político conservador. Como políticos, y más como artistas, son arrastrados por la tendencia progresiva de la evolución, y, con ello, presentan un fenómeno completamente nuevo en la historia social del arte.
La estructura espiritual extraordinariamente complicada del siglo IV halla su más caracterizada expresión en Platón, tanto en el carácter progresista de su arte y en el modo de ser conservador de su filosofía, como en el naturalismo de sus medios de expresión, que toma del mismo plebeyo, y en el idealismo de su doctrina, que tiene sus raíces en el sentido aristocrático de la vida. Hay pocos representantes de la literatura griega que hayan definido de un modo tan total y convencido los ideales de la cultura aristocrática como él; ni la χαλοχάγαθία en el propio Píndaro, ni la σωφροσύνη en el mismo Sófocles han hallado panegirista más entusiasta que él. La élite intelectual a la que él quería entregar las riendas del Estado pertenece, a la antigua aristocracia privilegiada; el pueblo vulgar, según el convencimiento del filósofo, no tiene el menor derecho a intervenir en el gobierno. Su doctrina de las ideas es la expresión clásica en filosofía del espíritu conservador, el paradigma de todos los posteriores idealismos reaccionarios. Todo idealismo, toda oposición entre el mundo de las ideas intemporales, de los valores absolutos, de las normas puras, y el mundo de la experiencia y de la práctica, significa en cierto modo un apartamiento de la vida y una retirada a la pura contemplación y lleva consigo la renuncia a cambiar la realidad[46]. Tal actitud favorece en último extremo a las minorías dominantes, que con razón ven en el positivismo una aproximación peligrosa para ellas a la realidad. La mayoría, por el contrario, nada tiene que temer. La teoría platónica de las ideas cumple en la Atenas del siglo IV la misma función social que cumple la filosofía del idealismo alemán en los siglos XVIII y XIX: proporciona, con sus argumentos frente al realismo y al relativismo, las mejores armas de la reacción. Con el conservadurismo político va unida también en Platón su teoría arcaizante del arte: así rechaza la nueva tendencia ilusionista en las artes plásticas (Sof., 234 B), siente predilección por el clasicismo de la época de Pericles y admira el arte de los egipcios, que es un arte formalista y gobernado por leyes aparentemente invariables (Leyes, II, 656 DE). Platón ataca la novedad en el arte, del mismo modo que se opone a todo lo nuevo, y sospecha que la anarquía y la decadencia aparecen en todo lugar en donde se despierta la novedad[47].
Platón expulsa al poeta de su utopía, porque éste se empeña en depender de la realidad empírica, de la impresión sensible del mundo fenoménico, esto es, de la verdad aparente y a medias, y materializa y falsifica las puras ideas, lo que es puro espíritu y norma, al intentar presentarlo con sus medios sensibles de expresión. Esta primera “revolución iconoclasta” de la historia —pues antes de Platón no existió nada parecido a la enemistad contra el arte—, este primer temor a los posibles efectos del arte, pertenece a la misma época en que surgen igualmente las primeras señales de un modo estetizante de ver el mundo, en el cual el arte no sólo tiene su lugar propio, sino que amenaza con crecer a costa de las otras formas de la cultura y devorarlas. Los dos fenómenos están estrechamente relacionados entre sí. Mientras el arte es sólo un medio neutral de propaganda, que se puede usar a capricho, y una forma de expresión limitada a su propio campo, nada hay que temer de él; mas cuando la cultura estética alcanza un desarrollo en el que el gusto por las formas trae consigo una perfecta indiferencia por los contenidos, se llega a descubrir que el arte puede convertirse en un veneno que actúa desde dentro, en un enemigo que está dentro del propio campamento. En el siglo IV, que es una época de guerras y derrotas, de coyunturas propias de guerra y postguerra, de prosperidad en el campo de la economía privada y de la aparición de nuevos estratos sociales con capacidad de compra, que invierten en parte sus ganancias en obras de arte y poco a poco hacen de la posesión de obras artísticas una cuestión de prestigio, se comienza a sobreestimar el arte, a orientar la existencia según valores estéticos, a plantear los problemas de la vida con criterios estéticos. Sólo como reacción contra este esteticismo halla explicación la actitud negativa de Platón frente al arte. La noción puramente teórica de que los medios de expresión del arte están ligados a formas sensibles nunca le habría llevado a rechazarlo tan terminantemente.
La expansión de la cultura estética a nuevos estratos sociales trae consigo el reconocimiento de nuevos valores artísticos directamente vinculados con la vida, y elimina otros valores que habían nacido de la tradición cultural de la clase superior, la cual, hasta ahora, no había encontrado rival alguno en su predominio. Wilamowitz-Möllendorff pone en relación la teoría aristotélica de la tragedia como purificación por el miedo y el terror con este cambio de la clase social del público, y la interpreta como signo del comienzo del predominio de lo emocional en el drama, como expresión del “sentimiento de filisteísmo” con el que se va al teatro para liberarse por un par de horas de la miseria de la vida diaria y desahogarse con un lloriqueo[48]. La selección de los asuntos se extiende a nuevos campos y aparecen temas y géneros nuevos. Este fenómeno, muy característico del siglo IV, está relacionado principalmente con dos factores de la nueva época: de una parte, con el nuevo sentimentalismo, que se expresa en una necesidad general de estímulos más intensos, y que sólo en parte coincide con la emoción filistea del nuevo público teatral; y, de otra, con la supresión de los tabúes que excluían los temas nuevos del círculo de lo hasta entonces representable. Al primer grupo de estos motivos pertenecen el retrato y la biografía; al segundo, ante todo, el desnudo femenino. Con el cambio de gusto, condicionado por el ascenso de los nuevos estratos sociales, está relacionado el hecho de que cada vez se prefieran más las representaciones de los dioses olímpicos más juveniles e impulsivos, es decir, Apolo, Afrodita y Artemisa, en perjuicio de los de mayor edad y dignidad, Zeus, Hera y Palas Atenea[49]. Con la aparición de una nueva clase de rentistas de fuerte capital puede vincularse, finalmente, uno de los más característicos rasgos estilísticos del siglo: la emancipación de la escultura frente a la arquitectura. Hasta finales del siglo V la mayor parte de la producción escultórica está ligada a la arquitectura: los valores plásticos, aun cuando no corresponden declaradamente a formas estructurales, han de adaptarse a un espacio arquitectónico. Pero en la medida en que la iniciativa privada va sustituyendo los encargos artísticos del Estado, aparecen obras plásticas cada vez de menor tamaño, de carácter más íntimo y de más fácil transporte. En el siglo IV ya no se construye en Atenas ni un solo gran templo; la arquitectura no ofrece ya a la escultura ninguna tarea importante. Las grandes construcciones de la época se erigen en Oriente, donde sigue desarrollándose igualmente la escultura monumental.
LA ÉPOCA HELENÍSTICA
En la época helenística, esto es, en los trescientos años que siguen a Alejandro Magno, el centro de gravedad de la evolución se traslada por completo desde Grecia al Oriente. Los influjos, empero, son mutuos, y nos encontramos —por primera vez en la historia de la humanidad— con una cultura mixta verdaderamente internacional. Esta nivelación de las culturas nacionales es lo que da primordialmente a la época helenística su carácter eminentemente moderno. Una fusión de las tendencias particulares se realiza sólo en la medida en que se eliminan las cesuras demasiado marcadas no sólo entre occidental y oriental, griego y bárbaro, sino también entre los diferentes estamentos, aunque no entre las clases. A pesar de las diferencias siempre crecientes de fortuna, de la acumulación cada vez más concentrada de capital y del continuo aumento de las clases proletarias[50] —en una palabra, a pesar de que se van agudizando las diferencias de clase—, se lleva a cabo una cierta nivelación social, que pone fin a los privilegios de nacimiento. Este proceso es el que por fin completa la evolución que desde el fin de la monarquía hereditaria y del sacerdocio autoritario tendía a la supresión de las diferencias sociales. El paso decisivo lo dan los sofistas al desarrollar un concepto de άρετή completamente nuevo, independiente de la clase social y del origen, para hacer participar en él a todos los griegos. La siguiente etapa en el proceso de nivelación le corresponde a la Estoa, que intenta liberar los valores humanos también de los caracteres de raza y nacionalidad. Desde luego, con su falta de prejuicios nacionalistas, la Estoa no hace más que dar expresión a una realidad ya conseguida en el imperio de los Diádocos, del mismo modo que la Sofística, con su liberalismo, es sólo un reflejo de la situación creada por la burguesía ciudadana comerciante e industrial.
Ya la circunstancia de que cualquier habitante del Imperio pueda, con sólo cambiar de domicilio, convertirse en ciudadano de una ciudad cualquiera, significa el fin de la idea de la ciudadanía vinculada a la polis. Los ciudadanos se han convertido en miembros de una comunidad económica; las ventajas provienen de su libertad de movimientos, no de su adscripción a un grupo tradicional. Las comunidades de intereses no se orientan ya por la igualdad de raza y nacionalidad, sino por la igualdad de oportunidades personales. La economía alcanza el grado del capitalismo supranacional. El Estado favorece la selección de los hombres realizada de acuerdo con su habilidad en los negocios, porque los elementos que se afirman en la lucha por la existencia resultan también los más útiles para la organización interna del imperio mundial. La antigua aristocracia, por su afán de distinguirse y aislarse, de mantener la pureza de su raza y de su cultura tradicional, no resulta en absoluto adecuada para la organización y administración de tal imperio. El nuevo Estado la abandona a su destino y acelera la formación de una clase dirigente burguesa, apoyada sólo en su poder económico, sin prejuicios de raza ni de clase. Ésta, con su movilidad en el orden económico, su libertad frente a las tradiciones petrificadas y sin sentido, su racionalismo capaz de improvisar, está ideológicamente muy cerca de la antigua clase media, y resulta el mejor aglutinante para la consolidación política y económica de los pueblos del imperio mundial helenístico.
El racionalismo, al que ahora el Estado valora más que ninguna otra cosa, adquiere validez en todos los campos de la vida cultural: no sólo en la nivelación de las razas y de las clases, no sólo en la abolición de todas las tradiciones que estorban a la libertad de concurrencia económica, sino también en la organización supranacional de la actividad científica y artística, en aquel commercium litterarum et artium que une, en una gran comunidad de trabajo, a los literatos y sabios de todo el mundo civilizado, crea instituciones centrales de investigación, museos y bibliotecas, y pone en vigor, también en el terreno del espíritu, los principios de la división del trabajo. Por efecto de este racionalismo surgen por todas partes, en lugar de los grupos tradicionales, comunidades de trabajo basadas en principios objetivos. También la producción intelectual se basa ahora no en posturas éticas y afectivas, sino en la competencia y en el rendimiento. Así como el gran Estado helenístico emplea y manda de un sitio para otro a sus funcionarios sin tener en cuenta sus orígenes ni su tradición[51], y como la economía capitalista emancipa a los súbditos de la ciudad natal y de la patria, así también los artistas y los investigadores quedan desarraigados y se reúnen en los grandes centros internacionales de cultura.
Ya los sofistas del siglo V, como, desde luego, los poetas y artistas de la época de los tiranos, se habían hecho independientes del Estado en que habían nacido y se habían educado, y llevaban una existencia libre y vagabunda. Esto significa sólo que se habían liberado de ciertos vínculos, pero sin haberlos sustituido por otros. Es en la época helenística cuando por primera vez la antigua lealtad a la polis es sustituida por una nueva solidaridad, que se extiende ya a todo el mundo civilizado. Este sentido de comunidad hace posible, en el terreno de la investigación científica, una colaboración antes nunca soñada de los sabios, una distribución de las tareas y una integración de los resultados; en una palabra, un racionalismo de los métodos de trabajo, orientado exclusivamente hacia el rendimiento, racionalismo que parece estar derivado inmediatamente de los principios de la economía organizada racionalmente. Julius Kärst observa que la “materialización” de la vida espiritual que solemos considerar como el rasgo característico de nuestra época técnica, se hizo valer ya en aquella época[52]. Ya entonces se dejan de lado los factores personales; la tarea se fracciona y se reparte entre diversos colaboradores, sin consideraciones a la aptitud y a la inclinación de cada uno. El aparato administrativo, la burocracia centralizada y la jerarquía de funcionarios que tiene que crear y mantener todo Estado gigantesco son el modelo de esta organización tecnificada del trabajo intelectual, que combina mecánicamente las prestaciones individuales y las subordina unas a otras[53].
Las consecuencias inevitables de tal especialización y despersonalización en la investigación son la tendencia a la pura erudición y el peligro del eclecticismo. Es en la época helenística cuando se hacen perceptibles por vez primera en la historia de la cultura occidental estos dos peligros, que recuerdan, quizá, por todos sus rasgos, sobre todo el espíritu de nuestra propia época. El eclecticismo es también un rasgo fundamental de la producción artística, y no sólo científica, de la época helenística. El gusto de la época, orientado según el criterio histórico, su interés por las antigüedades, su comprensión de los distintos ideales artísticos del pasado, llevan consigo la aceptación indiscriminada de todos los estímulos, y esta tendencia recibe continuamente nuevos impulsos de la fundación de colecciones de arte y museos. Ciertamente ya antes existían colecciones principescas y particulares; pero sólo en este momento se comienza a hacer colecciones de un modo sistemático y planificado. Por vez primera se organizan ahora gliptotecas “completas”, que muestran el desarrollo total del arte griego, y se hacen copias, cuando faltan originales importantes, para colmar las lagunas. Por esta planificación científica, las colecciones de la época helenística son precursoras de nuestros museos y galerías modernos.
Es verdad que el estilo artístico de las épocas anteriores no era siempre unitario; con frecuencia convivían en ellas, en los estratos sociales superiores, un arte aristocrático, estrictamente formal, elevado, y, en los inferiores, un arte más uniforme; o existía un arte sagrado, conservador, y otro profano, progresista. Pero antes del helenismo apenas hubo época alguna en la que orientaciones de estilo y gusto completamente diferentes tuvieran su origen en una misma esfera social, y en la que se creasen obras de arte de los más opuestos estilos para una única clase social, para un único estrato cultural. El “naturalismo”, el “barroco”, el “rococó” y el “clasicismo” de la época helenística se desarrollan, ciertamente, uno tras otro en la historia, pero, por fin, conviven todos a la vez; desde el principio comparten el favor del público lo patético y lo íntimo, lo solemne y lo común, lo colosal y lo menudo, lo tierno y lo gracioso. De la autonomía del arte descubierta en el siglo VI, completada de modo consecuente en el V, transformada en escepticismo en el IV, resulta ahora un juego virtuosista de formas arbitrarias, un afán de hacer experimentos con posibilidades abstractas de expresión, una libertad que, aun cuando realiza todavía excelsas obras de arte, confunde y desvaloriza los patrones orientados por el arte clásico. La disolución de los principios del estilo clásico está enlazada directamente con los cambios en la estructura del estrato social que es cliente del arte y árbitro del gusto. Cuanto menos unitario se vuelve este estrato social, tanto más heterogéneas son las orientaciones estilísticas que coexisten unas junto a otras.
El cambio más importante en la composición del público adviene con la aparición de la antigua clase media, hasta ahora sin particular influencia en el campo del arte, como un nuevo cliente en la adquisición de obras de arte, como una clase consolidada en el aspecto económico y social. Este estrato social juzga el arte, desde luego, con criterios distintos que la nobleza, si bien muchas veces, y frecuentemente con gran ambición, se esfuerza por acomodarse al gusto de aquélla. Otro factor nuevo, decisivo para el futuro, dentro del conjunto de los clientes de obras de arte, son los príncipes y sus cortes; éstos plantean al arte exigencias completamente distintas que las que plantean la nobleza o la burguesía, si bien tanto la nobleza como la burguesía procuran apropiarse los aires principescos e imitar, en los límites más modestos de su propio arte, el estilo teatral y pomposo de las cortes. Así la tradición clásica del arte se mezcla, por una parte, con el naturalismo del estilo de género burgués, y, por otra, con el lujuriante barroco del gusto áulico. Al enriquecimiento ecléctico del repertorio formal contribuye finalmente la vida artística organizada sobre una base capitalista, mediante la creación, dentro del gusto esteticista de la época, de unas exigencias de obras de arte que van cambiando según la moda y se renuevan periódicamente. Junto a los talleres de cerámica, que en parte trabajan ya en forma masiva, comienza, ya en grande, la copia de las obras maestras de la escultura. Tanto por lo que hace a los lugares como a las personas, esta tarea de copia debe de haberse desarrollado sin duda en estrecha relación con la producción de obras originales. Pero, naturalmente, los artistas que se encontraban obligados a copiar se entregaban con facilidad al puro juego de los diferentes estilos y formas.
Al eclecticismo estilístico de la época corresponde también la mezcla de artes y géneros, que es otro fenómeno característico de la Antigüedad tardía, cuyos inicios se hacen ya perceptibles en el siglo IV. Esta mezcla de artes y géneros se manifiesta, en primer lugar, en el estilo pictórico de la escultura de Lisipo y Praxiteles, pero también se puede descubrir en los otros géneros artísticos, y, en primer término, en el drama, que ya en Eurípides está recargado de elementos líricos y retóricos. En esta violación de las fronteras se manifiesta la misma expansiva voluntad artística a la que deben su éxito el retrato, el paisaje y los bodegones, temas que antes no se presentaban aislados o sólo lo hacían excepcionalmente, y que incluso ahora siguen usándose todavía en parte como algo accesorio. En ellos se pone de relieve la misma vinculación con las cosas que predomina en el espíritu económico de la época y que está ligado a la categoría de las mercancías. El ser humano, que hasta el momento era el objeto casi exclusivo de la representación artística, cede el paso por todas partes a los temas del mundo objetivo. Así, “la materialización” que se pone en vigor en la organización del trabajo intelectual se manifiesta también en los temas artísticos. Y no sólo el bodegón o naturaleza muerta y el paisaje, sino también el retrato naturalista, que trata al ser humano como un trozo de naturaleza, es un síntoma de esta tendencia.
Al adelantadísimo arte del retrato de esta época corresponde en la literatura el género, cada vez más estimado, de la biografía y la autobiografía[54]. El valor del “documento humano” aumenta en la medida en que la agudeza psicológica se convierte en un arma cada vez más imprescindible en la lucha de la concurrencia económica. El creciente interés por lo biográfico está en todo caso en relación con el progreso de la conciencia filosófica y del culto a los héroes, reavivado a partir de Alejandro Magno, y, en cierta medida, también incluso con el acrecentamiento del interés personal que los miembros de la nueva sociedad áulica sienten unos por otros[55]. Al interés de la época por la psicología deben su origen otros dos nuevos géneros: la novela y la comedia “burguesa”. La creación que aporta la época helenística a la literatura griega son las historias inventadas, y precisamente historias de amor sobre todo, que se desarrollan en el mundo de las gentes para las que son escritas, y ya no en el lejano mundo de la leyenda[56]. En este ambiente se desarrollan las comedias de Menandro, que contienen, puede decirse, todo lo que quedaba todavía vivo de la antigua comedia política y la tragedia euripidea, después de la disolución de la democracia de la polis y del culto a Dioniso. Sus personajes pertenecen a la clase media y baja, su acción gira alrededor del amor, el dinero, las herencias, los padres avaros, los hijos atolondrados, las cortesanas codiciosas, los parásitos mentirosos, los criados ladinos, los niños abandonados, los gemelos confundidos, los padres perdidos y vueltos a encontrar. El tema amoroso no puede faltar en ninguna circunstancia. También en esto es Eurípides el precursor de la edad helenística. Antes de él, el amor es desconocido como tema de conflicto dramático; él lo descubre para el drama, si bien sólo en la edad helenística se convierte en la palanca de la acción dramática[57]. El tema amoroso es quizá lo más burgués de la comedia burguesa, en la que los amantes ya no luchan contra los dioses y demonios; sino contra el mecanismo del mundo burgués, contra padres que se oponen, rivales ricos, cartas traidoras y testamentos con cláusulas especiales. Todo este juego de intrigas amorosas está evidentemente en relación con el “desencantamiento”[58] y la racionalización de la vida, con la economía monetaria plenamente desarrollada y el espíritu predominantemente comercial de la época.
Ahora, por fin, logra tener la burguesía su propio teatro. En cada pequeña ciudad tiene el teatro sus modestos centros; pero en las grandes ciudades se le dedican nuevas y suntuosas construcciones de piedra y mármol, cuyos restos nos han sido conservados, y en las que pensamos ante todo cuando hablamos del teatro griego, pero que, sin embargo, no estaban destinadas a Esquilo y Sófocles, sino al antaño maltratado Eurípides y a sus rivales posteriores, es decir, a aquella sociedad abigarrada a la que pertenecen no sólo Menandro y Herondas, sino también toda clase de acróbatas y flautistas, juglares y parodistas, y a la que también pertenecen, milenio y medio más tarde, los rivales de Shakespeare.
LA ÉPOCA IMPERIAL Y EL FINAL DEL MUNDO ANTIGUO
La época del arte helenístico es remplazada por el predominio universal del arte romano. A partir del comienzo del Imperio es este arte y no ya el griego el que lleva a cabo el desarrollo decisivo en la evolución histórica. El hinchado barroco y el adornado rococó de la época helenística habían llegado a un punto muerto, y al final no hacen sino repetir sus gastadas fórmulas. Por el contrario, Roma crea, bajo los Césares, al mismo tiempo que la administración unitaria del Imperio, su “arte imperial” más o menos unitario[59], que, gracias a su modernidad, llega a ser el que en todas partes da el tono. Después de una época en que predomina un estilo fuertemente helenizante, si bien a la vez de una sequedad y sobriedad “burguesas”, en la época de los Flavios y de Trajano el carácter romano se va mostrando de manera más decidida y en la última época del Imperio obtiene el predominio.
En Roma la afición al arte griego estuvo limitada desde el principio a los círculos elegantes e ilustrados; la clase media entendía poco de él, y el pueblo, naturalmente, todavía menos. En los últimos siglos del Imperio romano de Occidente, cuando la aristocracia decae de su posición de predominio y abandona las ciudades, los generales y los Césares surgen muchas veces de los oscuros fondos del ejército y de las provincias; la tendencia religiosa más importante de la época asciende desde el bajo pueblo a las clases superiores; también en el arte se hace valer un espíritu más popular y provinciano, que poco a poco desplaza a los ideales clásicos[60]. Especialmente en el arte del retrato la evolución enlaza con la antigua tradición etrusco-itálica, que nunca dejó de existir en las imágenes de cera de los antepasados que se construían para los atrios[61]. Designar a estos retratos como sencillamente “populares” sería sin duda excesivo, pues si bien el privilegio de las familias patricias de llevar en la comitiva fúnebre las imágenes de los antepasados[62] fue compartido en los últimos tiempos de la República por las familias plebeyas[63], el culto a las imágenes de los antepasados siguió vinculado a las ceremonias funerarias aristocráticas (Polibio: Hist., VI, 53; Plinio: Ep., III, 5; Juvenal: Sát., 8) y nunca pudo extenderse a los amplios estratos populares. En todo caso, estuviera más o menos difundido, es característico el hecho de que entre los romanos el arte del retrato sirviera en gran parte a fines privados, en contraposición a los griegos, que no erigían más estatuas que las que dedicaban como honor público. Esta circunstancia explica ante todo el naturalismo uniforme y directo del retrato romano, que finalmente se puso en vigor también en el estilo de las obras de arte dedicadas a fines públicos. El desarrollo de esta tendencia no fue, sin embargo, unitario. Hasta el final coexisten dos direcciones: el estilo helenizante idealista, propio de la aristocracia áulica, que busca tipos clásicos y es teatral y patético, y el sobrio estilo indígena, propio de las clases medias más arraigadas, que es naturalista. La dirección popularista no elimina de un modo regular en todos los géneros el arte de la minoría; ésta busca por fin refugio en un lenguaje artístico impresionista, que resulta completamente incomprensible para las clases inferiores, antes de rendir las armas a la sencillez plebeya y al expresionismo directo del último arte de la Antigüedad.
Bajo el influjo griego, que es todavía predominante en la época de Augusto, es la escultura el arte que lleva la iniciativa; después del fin de esta época pasa cada vez más al primer plano la pintura, para, finalmente, eliminar por completo, al menos, la escultura arquitectónica y monumental. En el siglo III cesa ya la copia de monumentos griegos, y en los dos siglos siguientes la pintura domina en la decoración de interiores[64]. Ella es esencialmente el arte romano tardío y cristiano, del mismo modo que la escultura había sido el arte clásico por excelencia. Pero, a la vez, la pintura es el arte popular romano, el arte que a todos se dirige y que habla la lengua de todos. La pintura nunca había podido mostrar antes una producción tan masiva y nunca se había utilizado para fines tan triviales y efímeros como ahora[65]. El que quería dirigirse al público, informarle sobre grandes acontecimientos, convencerle de su derecho y crear ambiente para una causa, lo hacía ante todo por medio de pinturas. El general hacía llevar en su cortejo triunfal carteles que informaban sobre sus hazañas, representaban las ciudades vencidas y ponían ante los ojos del pueblo la humillación del enemigo. Acusadores y defensores se servían en los juicios, ante los tribunales, de cuadros que presentaban plásticamente, pintados ante el juez y el auditorio, el hecho debatido, la realización del delito o la coartada del acusado. Los creyentes ofrendan cuadros votivos que representan los peligros de que se han librado, con todos los pormenores que personalmente les interesan. Tiberio Sempronio Graco dedica a la diosa de la Libertad la pintura de las escenas que se desarrollaron al alojar a sus soldados vencedores en Benevento, Trajano hace esculpir en piedra sus campañas vencedoras y el panadero fulano de tal hace representar su negocio con todo detalle[66].
La imagen lo es todo: noticia informativa, artículo de fondo, instrumento de propaganda, cartelón, revista ilustrada, crónica en imágenes, película de dibujos, noticiario cinematográfico y film dramático en una pieza. En esta afición a las imágenes se manifiesta, además del gusto por la anécdota, además del interés por la noticia auténtica, por la testificación, por el documento, una curiosidad primitiva e insaciable, un gusto infantil por todo lo que es imagen. Todos estos cuadros son hojas de un libro de imágenes para personas mayores; a veces, como en las espirales ascendentes de la Columna de Trajano, están sacadas de un “libro de santos enrollable”[67], que transmite la impresión de la continuidad de los sucesos y que aspira a ser un sustituto de lo que hoy entendemos por una película. Hay, sin duda, algo muy tosco y esencialmente inartístico en el deseo que tratan de satisfacer estas pinturas y relieves. Es cosa extraordinariamente ingenua la pretensión de experimentarlo todo, de verlo todo con los propios ojos, como si uno mismo estuviera presente, y es muy primitivo no querer recibir nada de segunda mano, en aquella forma traslaticia en que las épocas más desarrolladas artísticamente ven precisamente la esencia del arte.
De este estilo de museo de figuras de cera o de película, que, desde luego, al principio sólo correspondía al gusto de los estratos sociales más incultos, de este placer por el detalle anecdótico, que “interesa porque es verdad”, de este afán por describir un acontecimiento memorable de la manera más plástica y pormenorizada posible, surge el estilo épico de las artes figurativas, el estilo propio del cristianismo y de Occidente. Las representaciones del arte griego y oriental son plásticas, monumentales, conmemorativas, carentes de acción o pobres en ella, nada épicas y nada dramáticas; las del arte romano y cristiano occidental son ilustrativas, épico-ilusionistas, dramáticas y están dotadas de un movimiento cinematográfico. El arte oriental antiguo y el arte griego consisten casi exclusivamente en figuras representativas, esenciales, individuales; por el contrario, el arte romano y el occidental son principalmente pintura histórica, presentación de escenas, en las cuales un fenómeno esencialmente temporal es fijado por medios óptico-espaciales. El arte griego y el arte romano helenizante resuelven este problema, cuando no pueden evitarlo, mediante un modo de representación que se guía por lo que Lessing llama “momento pregnante”, el cual compendia la acción extensa en el tiempo en una situación en sí inmóvil, pero cargada de movimiento. Lessing ve en esto simplemente el método de las artes plásticas, pero, en realidad, no es sino el método del arte griego clásico y del moderno. A esto contrapone Franz Wickhoff un modo de representación completamente distinto, propio del arte romano tardío y cristiano medieval; a éste le llama continuo, en contraposición al primero, al que llama aislante[68]. En esencia, Wickhoff entiende por arte “continuo” un modo de relatar las cosas que brota de una intención artística épica, ilustrativa, “cinematográfica”. Este modo de relatar las cosas mediante la repetición de la figura principal en cada fase va poniendo, uno tras otro, dentro del mismo marco escénico o paisajístico, los distintos momentos que acontecen sucesivamente en una acción; de esta manera las distintas escenas producen el mismo efecto que las historietas ilustradas divulgadas en las revistas humorísticas y recuerdan la continuidad de las secuencias del cine. Sólo que el movimiento de la película es real, mientras que aquí es ficticio. Las impresiones sucesivas pueden ser, por tanto, comparadas con los fotogramas de la película, mas no con el cuadro que se mueve en la pantalla. Sin embargo, en ambos casos, tanto en la representación “continua” como en la película, la intención artística es semejante. En una y otra se expresa el mismo afán de realizar una representación completa y directa, pero ante todo la tendencia a servirse de la imagen como medio expresivo, mucho más explícito, inmediato y espontáneo que puede ser nunca la palabra.
La otra forma importante del arte romano tardío es la impresionista, que, en contraposición al estilo épico de la representación continua, tiene una entonación más bien lírica y procura fijar una impresión óptica singular en su momentaneidad subjetiva. Wickhoff dice que este método es el presupuesto y el complemento orgánico de la representación continua[69]; pero una conexión tan inmediata de los dos estilos apenas parece justificada. Uno y otro aparecen en distintos momentos y bajo condiciones externas e internas diversas. El impresionismo aparece en el primer siglo de la era cristiana, como último brote refinadísimo del arte clásico; el modo continuo de representación surge en el siglo II, como forma, por de pronto, muy vulgar y basta de una intención artística bastante extraña al gusto clásico. Uno y otro tienen su origen en distintos estratos sociales y casi nunca se presentan en un mismo monumento artístico. Cuando surge el método continuo, ya ha pasado la mejor época del impresionismo antiguo; sólo algunos elementos externos de su técnica se mantienen durante algún tiempo con las tradiciones del taller de pintura, hasta que por fin también éstas se olvidan y caen en desuso. El modo de representación continua y el estilo plenamente épico, orientado hacia lo que el tema tiene de acción, no completan la técnica pictórica impresionista, sino que más bien la devoran y aniquilan. El método continuo corresponde esencialmente a una intención artística antinaturalista, y desaparece, casi sin dejar huellas, en los dos grandes períodos estilísticos naturalistas de la historia del arte, el griego y el moderno. La afirmación de Wickhoff de que tal método domina en todo el arte occidental desde el siglo II al XVI es inexplicable. Ya en el gótico tardío el método de representación continua ha dejado de ser la regla, y a partir del comienzo del Renacimiento sólo aparece a modo de excepción. Mas sea ello como quiera, el ilusionismo épico del método continuo no puede ser puesto en conexión íntima con el ilusionismo óptico del estilo impresionista.
También el impresionismo condujo, sin embargo, por su parte, aunque por vías distintas de las del estilo épico, a la disolución del arte antiguo. Al hacer las figuras más ligeras, más aéreas, más planas y fragmentarias, las desmaterializa en cierta medida; y al convertirse éstas en puros sostenes de los efectos colorísticos y atmosféricos, y perder su peso corpóreo, su solidez tectónica y su consistencia física, parecen representar por adelantado algo ideal y trascendente[70]. El impresionismo naturalista y materialista prepara, de este modo, su contrapolo estilístico, el expresionismo espiritualista[71], y recuerda el expresionismo de la pintura paleolítica, que, como es sabido, conduce al geometrismo del Neolítico, que es asimismo su contrapolo en cuanto al estilo. Ambos casos muestran con la misma claridad cuán equívocas son las diversas formas estilísticas y cuán fácilmente se convierten en vehículo de las más diversas concepciones y mentalidades. El impresionismo, tal como se expresa, por ejemplo, en el cuarto estilo pompeyano, es, por su virtuosista técnica de mera sugestión, el más refinado modo de expresión artística que ha desarrollado la clase dirigente de la gran ciudad de Roma; pero, tal como aparece en las catacumbas cristianas, con sus formas sin peso ni volumen, es a la vez el estilo representativo de los cristianos, que desligan del mundo y renuncian a todo lo terreno y material.
La representación de la figura humana en la Antigüedad se mueve entre una y otra frontalidad; desde la vista única arcaica y desde el geometrismo pasa, a través de la libertad de movimientos del clasicismo y de las convulsiones del barroco helenístico, a una nueva vista frontal, plana, simétrica, solemne[72]. La evolución lleva de una situación de dependencia hierática, a través de la autonomía y el esteticismo, a una nueva vinculación religiosa; lleva de la expresión de un orden social autoritario, a través de la democracia y el liberalismo, a la expresión de una nueva autoridad espiritual. Es problema que pertenece a la clasificación y división de los períodos el decidir si esta última fase de la evolución ha de considerarse como el final de la historia del arte antiguo, y formando parte de ella, según cree Droysen, que dice que la Antigüedad fue por su propio impulso más allá de sí misma y del paganismo, o si se ha de ver en ella una nueva época de la historia universal. Lo indudable es, en todo caso, que se puede establecer una cierta continuidad entre el arte de la Antigüedad tardía y el arte de la Edad Media cristiana, lo mismo que se puede establecer, por ejemplo, entre el colonato y el feudalismo[73].
POETAS Y ARTISTAS EN LA ANTIGÜEDAD
Hay una cosa que apenas cambia, o, si hay cambio, es imperceptible, desde el comienzo hasta el fin de la Antigüedad clásica: el punto de vista conforme al que se juzga al artista plástico y con el que se le valora en relación con el poeta. A éste se le rinden a veces honores muy especiales: es considerado como vidente y profeta, dispensador de gloria e intérprete de mitos. Por el contrario, el artista plástico es y continúa siendo el despreciable artesano que con su salario alcanza todo lo que le corresponde. A establecer esta diferencia contribuyen diversos factores. Ante todo, la circunstancia de que el artista plástico trabaja a cambio de un salario, cosa que no se oculta en absoluto, mientras el poeta, incluso en el tiempo de su más mísera dependencia, es considerado mero huésped de su patrón. Después, el hecho de que el escultor y el pintor tengan que hacer un trabajo sucio, con materiales que manchan, y se vean obligados a manejar herramientas, mientras el poeta lleva vestidos limpios y tiene las manos lavadas, rasgo que a los ojos de aquella época sin técnica pesa más de lo que se pudiera pensar. Pero, sobre todo, el que el artista figurativo tenga que hacer un trabajo manual, haya de cumplir deberes fatigosos, tenga que someterse a un esfuerzo corporal, mientras que la fatiga del poeta no salta en absoluto a la vista. El menosprecio de las gentes que tienen que trabajar para mantenerse y la falta de respeto a toda actividad lucrativa, a todo trabajo productivo, tienen su origen en el hecho de que, en oposición a las ocupaciones originarias de los señores, que consisten en el gobierno, la guerra y el deporte, tales ocupaciones presuponen sumisión, servicio y obediencia[74]. En la época en que la agricultura y la ganadería se han desarrollado plenamente y corren a cargo de la mujer, la guerra se convierte en ocupación principal del hombre, y la caza, en su principal deporte. Una y otra exigen fuerza y ejercicio, bravura y agilidad, y por esto son sumamente honorables. Por el contrario, toda ocupación consistente en un trabajo menudo, paciente y agotador es signo de debilidad, y, como tal, se considera indigno. Esta trasposición de ideas hace que toda actividad productiva, toda ocupación que sirva para ganarse la vida sea considerada como humillante. Los esclavos tienen que realizarla porque es cosa despreciable; no ocurría, como se ha supuesto, que tal tarea fuera despreciada porque correspondía a los esclavos. La asociación del trabajo corporal con la esclavitud contribuye a lo sumo a mantener el antiguo concepto del prestigio, pero éste es evidentemente más antiguo que la esclavitud como institución.
El mundo antiguo, que quiere resolver la íntima contradicción existente entre el menosprecio del trabajo manual y la alta estima del arte como instrumento de religión y de propaganda, encuentra la solución en la separación del producto artístico de la personalidad del artista, esto es, honrando a la obra mientras al mismo tiempo desprecia a su creador[75]. Si comparamos este punto de vista con la concepción moderna, la cual realza al artista sobre la obra, puesto que no puede mantener más tiempo la ficción de que el artista queda completamente expresado en la obra de arte, vemos cuán diversamente se aprecia el trabajo en la Antigüedad y en el presente. La diferencia es enorme, aun cuando los hombres, como asegura Veblen, no se han liberado todavía hoy del primitivo prestigio reconocido al hecho de gastar el tiempo de manera improductiva[76]. La época clásica, en todo caso, estaba mucho más dominada por él que nuestro tiempo. Mientras dura entre los griegos el predominio de la nobleza guerrera, el concepto primitivo, parasitario y pirático del honor se mantuvo invariable; cuando cesa este predominio, aparece en su lugar un concepto de prestigio semejante: el de la victoria agonal, el de la victoria en las competiciones atléticas. Como única ocupación noble y honrosa vale ahora, cuando las armas descansan, la competición deportiva. El nuevo ideal está, por consiguiente, enlazado igualmente con la idea de la lucha, que absorbe la vida entera de los participantes y exige que dispongan de rentas para vivir.
Para la aristocracia griega y sus filósofos la “plenitud del ocio” es el presupuesto de toda belleza y todo bien: es la inapreciable posesión que comienza a hacer la vida digna de ser vivida. Sólo quien dispone de ocio puede alcanzar la sabiduría, conquistar la libertad interior, dominar la vida y disfrutar de ella. La dependencia de este ideal del modo de vida de la casta rentista es evidente. Su χαλοχάγαθία, su plena educación de las aptitudes corporales y espirituales, su desprecio de toda cultura unilateral y de toda especialización limitada expresan de modo inequívoco el ideal de una vida sin profesión. Mas cuando Platón, en las Leyes (643 E), acentúa la contraposición entre la παιδεία que realza al hombre entero y las habilidades profesionales, interviene aquí evidentemente también, aparte de la idea de la antigua χαλοχάγαθία de la aristocracia helénica, su repugnancia contra la nueva burguesía democrática, que se oculta tras esta diferenciación profesional. A los ojos de Platón, toda profesión especializada, toda ocupación bien delimitada es propia del βάναυσος, del artesano, y el artesanado mismo es un rasgo característico de la sociedad democrática[77].
La victoria de las formas de vida burguesas sobre las formas aristocráticas provoca, a lo largo del siglo IV y durante la época helenística, la parcial subversión de los antiguos conceptos de prestigio; pero tampoco entonces fue tenido en estima el trabajo por causa de sí mismo, y en modo alguno le fue reconocido un valor educador en el sentido de la moral burguesa y moderna del trabajo; únicamente fue disculpado, y se les perdonó a quienes supieron lograr con él una buena ganancia. Ya Burckhardt apunta que en Grecia desprecian el trabajo no sólo la aristocracia, sino también la burguesía, en contraste con la burguesía medieval, que desde el principio lo tiene en mucho y, en lugar de apropiarse los conceptos de honor de la nobleza, le impone a ésta su propia idea del honor profesional. Decisivas para el valor que un pueblo atribuye al trabajo son, según Burckhardt, las condiciones en que desarrolla sus ideales de vida. Los ideales del Occidente actual proceden de la burguesía de la Edad Media, que progresivamente se sobrepone a la nobleza tanto en bienes intelectuales como materiales. Los ideales de los griegos proceden, por el contrario, de su época heroica, de “un mundo sin idea del principio de utilidad”, y formaron un patrimonio al que los griegos se mantuvieron aferrados durante siglos[78]. Sólo cuando el ideal de la competencia agonal dejó de ejercer influencia, es decir, en un momento que coincide con el fin de la polis, se inicia una estimación fundamentalmente nueva del trabajo, y, con ello, del arte figurativo; pero, con todo, un cambio completo en este terreno no se llegó a dar en el mundo antiguo.
En la Atenas clásica la posición económica y social de pintores y escultores apenas sufrió modificación alguna desde la época heroica y homérica, a pesar de la inaudita significación que las obras de la plástica tenían para la ciudad victoriosa y deseosa de exhibir orgullosamente su poder. El arte se sigue considerando como pura habilidad manual, y el artista, como vulgar artesano que nada tiene que ver con los valores intelectuales superiores, con la ciencia y la cultura. El artista plástico sigue estando mal pagado, carece de sede fija y lleva la vida libre de los nómadas; en la mayoría de los casos se mantiene extranjero y sin derechos en la ciudad que le da trabajo. Bernhard Schweitzer explica la falta de cambio en la posición social del artista plástico por las condiciones económicas tan inalteradas, completamente desfavorables, en las que hubo de trabajar mientras duró la independencia de Grecia[79]. La ciudad-Estado es y sigue siendo en Grecia el único patrono al por mayor de las obras de arte; como tal, casi no tiene rival, pues dados los precios relativamente altos de la producción de obras de arte ningún particular puede competir con ella. Entre los artistas, por el contrario, hay una dura competencia, que no está compensada en modo alguno por las rivalidades entre las ciudades. La producción para el mercado libre, que es lo que podría asegurar una posición a los artistas, no se presenta ni dentro de cada una de las ciudades ni en la competencia entre ellas.
El cambio que bajo Alejandro Magno se puede observar en la posición de los artistas está directamente relacionado con la propaganda que es puesta en movimiento en favor del conquistador. El culto a la personalidad, que se desarrolla a partir de la nueva veneración al héroe, favorece al artista, y esto tanto en cuanto dispensador de gloria como en cuanto glorificado. La demanda de obras artísticas en las cortes de los Diádocos y la riqueza que se acumulaba en manos de los particulares trajeron consigo un aumento en el consumo, y con ello realzaron el valor del arte y la consideración del artista. Finalmente, la educación filosófica y literaria penetra también en los círculos de los artistas; éstos comienzan a emanciparse de la artesanía y a formar una clase autónoma frente a los artesanos. Los recuerdos y anécdotas de la vida de los artistas muestran de manera excelente cuán grande ha sido el cambio desde la época clásica. El pintor Parrasio, al firmar las obras, hace de sí mismo unas alabanzas que habrían sido inimaginables poco tiempo antes. Zeuxis adquiere con su arte una fortuna como ningún artista había poseído antes de él. Apeles es no sólo el pintor áulico, sino también el confidente de Alejandro Magno. Poco a poco empiezan a circular también anécdotas sobre pintores y escultores excéntricos, y, por último, aparecen algunos fenómenos que recuerdan la moderna veneración por los artistas[80]. A todo esto se añade, o mejor dicho, tras todo esto está lo que Schweitzer llama “el descubrimiento del genio artístico”, descubrimiento que él pone en relación con la filosofía de Plotino[81]. Plotino ve en lo bello un rasgo esencial de lo divino; según su metafísica, sólo mediante la belleza y las formas del arte recobran los fragmentos de la realidad aquella totalidad que han perdido a consecuencia de su alejamiento de la divinidad[82]. Salta a la vista lo que el artista había de ganar en prestigio con la difusión de tal doctrina. El artista vuelve a ser de nuevo iluminado por el resplandor de la profecía y del divino entusiasmo que rodeaba a su persona en la prehistoria; aparece de nuevo como poseído por la divinidad, como hombre carismático que conoce cosas secretas, cual había sido en los tiempos de la magia. El acto de la creación artística adquiere los caracteres de la unio mystica y escapa cada vez más al mundo de la ratio. Ya en el siglo I, Dión Crisóstomo compara al artistas plástico con el demiurgo; el neoplatonismo desarrolla este paralelo y acentúa el elemento creador de la obra del artista.
Este cambio de las cosas explica la ambivalente actitud que las épocas ulteriores, especialmente la época del Imperio y del fin de la Antigüedad, adoptan frente a los artistas plásticos. En la Roma de la República y de los comienzos del Imperio seguían estando en vigor las mismas opiniones sobre el valor del trabajo manual y la profesión del artista que en la Grecia de la edad heroica, de la aristocracia y de la democracia. Pero en Roma, donde los más viejos recuerdos se referían a una población labradora, el desprecio del trabajo no estaba en relación inmediata con el primitivo espíritu belicoso del país, sino que se enlazaba, después de un período en el que incluso los romanos ricos y dirigentes habían trabajado en el campo[83], con opiniones cuya continuidad histórica estaba interrumpida hacía tiempo. El pueblo de campesinos belicosos que dominaba a Roma en los siglos III y II antes de Cristo no es, a pesar de su familiaridad con el trabajo, muy favorable al arte y al artista. Sólo con la transformación que tiene lugar en la cultura a consecuencia de la economía monetaria y del florecimiento de las ciudades, y con la helenificación de Roma cambia la significación social, primero del poeta y después, progresivamente, del artista plástico. El cambio, en todo caso, sólo se hace claramente perceptible en la época de Augusto y se manifiesta, por una parte, en el concepto del poeta como vate, y, por otra, en la amplitud y en la forma que adquiere el mecenazgo privado junto al de la corte. Sin embargo, la consideración social de las artes plásticas es pequeña en comparación con la de la poesía[84]. Durante el Imperio, la afición a la pintura se extiende considerablemente entre los círculos elegantes, y la moda de las aficiones artísticas halla partidarios aún entre los mismos emperadores. Nerón, Adriano, Marco Aurelio, Alejandro Severo, Valentiniano I, todos ellos pintan; pero la escultura, sin duda debido a la mayor fatiga que lleva consigo, y a causa del mayor aparato de técnica que exige, continúa siendo considerada como una ocupación no apropiada para gente noble. En realidad, la misma pintura es aceptada entre las ocupaciones honorables tan sólo en la medida en que no se practica por dinero. Los pintores que alcanzan la fama no aceptan ya pago por sus trabajos, y Plutarco, por ejemplo, no cuenta a Polignoto entre los artesanos solamente porque decoró con frescos un edificio público, sino porque no percibió por ello remuneración alguna.
Séneca mantiene todavía la antigua distinción clásica entre la obra de arte y el artista. “A las imágenes de los dioses se les ora y hace sacrificios —piensa—, pero a los escultores que las han creado se les desprecia”[85]. Y es cosa sabida que Plutarco dice, de modo parecido: “Ningún joven de buen natural deseará, al contemplar el Zeus de Olimpia o la Hera de Argos, ser Fidias o Policleto.” Esto habla suficientemente claro contra los pintores y escultores; pero a continuación se añade que el tal joven tampoco querrá ser Anacreonte, Filemón o Arquíloco; pues si bien, como Plutarco dice, nosotros nos gozamos en las obras, sus autores no merecen ser necesariamente emulados[86]. Esta equiparación del poeta con el escultor es algo completamente anticlásico y muestra lo inconsecuente que era la actitud de la última época imperial en todas estas cuestiones. El poeta comparte el destino del escultor porque no pasa de ser un especialista y persigue una doctrina artística perfectamente reducible a fórmulas, esto es, transforma la divina inspiración en una técnica racionalizada. La misma discordancia que aparece en las opiniones de Plutarco la encontramos también en el Sueño, de Luciano. Aquí la escultura está representada como una mujer vulgar y sucia, mientras que la retórica aparece como un brillante ser etéreo; pero, en oposición a Plutarco, se admite que, con las estatuas de los dioses, también se venera a sus creadores[87]. En la medida en que en estas palabras se manifiesta un reconocimiento de la personalidad artística, este reconocimiento está evidentemente en relación con el esteticismo de la época imperial, y de modo indirecto, desde luego, también con el neoplatonismo y otras doctrinas filosóficas semejantes. Pero la simultánea condenación del artista plástico —voz que nunca enmudece del todo junto a la otra— demuestra que la Antigüedad, aun en su época final, permanece ligada al concepto prehistórico del prestigio del “ocio ostentoso” (Veblen), y, a pesar de su cultura estética, es totalmente incapaz de concebir una idea como la que del genio tuvieron el Renacimiento y la Edad Moderna. Sólo esta idea hace que resulte indiferente de qué manera y con qué medios se expresa la personalidad, con tal de que consiga expresarse, o, al menos, indicar lo que no puede expresar plenamente.