ANTIGUAS CULTURAS URBANAS ORIENTALES
ESTÁTICA Y DINÁMICA EN EL ANTIGUO ARTE ORIENTAL
El fin del Neolítico significa una nueva orientación de la vida casi tan general y una revolución de la economía y la sociedad casi tan profunda como su principio. Allí el corte vino indicado por la transición de la mera consunción a la producción, del individualismo primitivo a la cooperación; aquí, por el comienzo del comercio y la artesanía independientes, por la formación de ciudades y mercados y por la aglomeración y separación de la población. En ambos casos nos encontramos ante un cambio completo, si bien en uno y otro la modificación se realiza más bien en forma de transformación gradual que de súbita revolución. En la mayor parte de las instituciones y costumbres del antiguo mundo oriental, en las formas autoritarias de gobierno, en el mantenimiento parcial de una economía natural, en la impregnación de la vida diaria por los cultos religiosos y en la tendencia rigurosamente formalista del arte, los usos y costumbres neolíticos se mantienen junto a las nuevas formas urbanas de la vida. En Egipto y Mesopotamia los núcleos rurales continúan llevando en sus aldeas, dentro del ámbito de su economía doméstica, su propia existencia, fijada desde antaño e independiente del agitado tráfico de las ciudades; y aunque su influencia decae de un modo continuo, el espíritu de sus tradiciones sigue siendo perceptible en las últimas y más diferenciadas creaciones culturales urbanas de estos pueblos.
El cambio decisivo para el nuevo estilo de vida tiene su expresión, sobre todo, en el hecho de que la producción primaria no es ya la ocupación fundamental e históricamente más progresista, sino que pasa a servir al comercio y a la artesanía. El incremento de la riqueza y la acumulación en unas pocas manos de tierra roturada y de reservas de medios de vida libremente disponibles crean necesidades nuevas, más intensas y cada vez variadas, de productos industriales y llevan a una creciente división del trabajo. El creador de imágenes de espíritus, dioses y hombres, de utensilios decorados y de aderezos, abandona el ámbito del trabajo doméstico y pasa a ser un especialista que vive de su oficio. Ya no es el mago inspirado, ni el mero individuo hábil en su trabajo, sino el artesano que cincela esculturas, pinta cuadros, modela vasijas, lo mismo que otros hacen hachas y zapatos; por ello, apenas disfruta de una estimación más alta que el herrero o el zapatero. La perfección artesana de la obra, el dominio seguro del material rebelde y el esmero irreprochable en la ejecución —que sorprenden sobre todo en el arte egipcio[1], en contraste con el descuido genial o diletante del anterior— son una consecuencia de la especialización profesional del artista y un fruto de la vida urbana, en la que surge la competencia creciente de las fuerzas, y en la que se forma, en los centros culturales de la ciudad, en el recinto del templo y en la Corte real, una minoría entendida, enterada y exigente.
La ciudad, con su concentración de habitantes, con el estímulo espiritual que trae consigo el contacto cerrado entre los diferentes estratos sociales, con su mercado fluctuante y su espíritu antitradicionalista, condicionado por la naturaleza del mercado, con su comercio exterior y las relaciones de sus comerciantes con países y pueblos extraños, con su economía monetaria, aunque rudimentaria en sus comienzos, y el desplazamiento de riqueza provocado por la naturaleza del dinero, tuvo que producir en todos los campos de la cultura un efecto revolucionario, y provocó también en el arte la aparición de un estilo más dinámico y más individualista, más liberado de las formas y tipos tradicionales que el primitivo geometrismo. El conocido tradicionalismo del arte oriental antiguo, tradicionalismo frecuentemente valorado en exceso, la lentitud de su desarrollo y la longevidad de sus diversas tendencias restringieron simplemente el efecto estimulante de las formas de vida urbanas, pero no las anularon.
Si comparamos el desarrollo del arte egipcio con aquellas condiciones de vida en las que “todas las vasijas de una aldea eran todavía iguales” y las diferentes fases de evolución de la cultura sólo podían expresarse a lo largo de milenios, caemos en la cuenta de la existencia de fenómenos estilísticos cuyas diferencias son a menudo inobservadas a consecuencia de su exotismo, y que por ello son más difícilmente diferenciables entre sí. Pero se falsea la manera de ser de este arte si se pretende derivarlo de un único principio y se olvida que lleva dentro de sí el contraste de tendencias estáticas y dinámicas, conservadoras y progresistas, rigoristamente formales y disolventes de la forma. Para comprender rectamente este arte se debe palpar, detrás de las rígidas formas tradicionales, las fuerzas vivas del individualismo experimental y del naturalismo expansivo. Estas fuerzas dimanan del concepto urbano de la vida y disuelven la cultura estacionaria del Neolítico. De ninguna manera, empero, puede esta impresión llevarnos a menospreciar el espíritu conservador que ejerce su influjo en la historia del Antiguo Oriente. Pues aparte de que la intención formal esquemática de las culturas rurales del Neolítico no sólo continúa ejerciendo su influencia, al menos en las fases más primitivas del Antiguo Oriente, sino que hace madurar todavía nuevas variantes de los viejos moldes, también las fuerzas sociales predominantes, sobre todo la Corte y el estamento sacerdotal, tienden a mantener invariables en lo posible las circunstancias existentes y, con ellas, las formas tradicionales del culto y del arte.
La presión bajo la cual tiene que trabajar el artista en esta sociedad es tan inexorable que, según las teorías de la estética liberalizante hoy en boga, toda auténtica creación espiritual debía estar frustrada de antemano. Y, sin embargo, surgen aquí, en el Antiguo Oriente, bajo la presión más dura, muchas de las obras de arte de mayor magnificencia. Estas obras prueban que la libertad personal del artista no tiene ningún influjo directo en la cualidad estética de sus creaciones. Toda voluntad artística tiene que abrirse camino a través de las mallas de una tupida red; toda obra de arte se produce por la tensión entre una serie de propósitos y una serie de obstáculos —obstáculos de temas inadecuados, de prejuicios sociales, de deficiente capacidad de juicio del público; y propósitos que, o han admitido y asimilado internamente estos obstáculos, o están en abierta e irreconciliable oposición a ellos—. Si los obstáculos son insuperables en una dirección, la invención y la capacidad expresiva y creadora del artista se vuelven hacia una meta existente en otra dirección no prohibida, sin que en la mayoría de los casos llegue el artista a tener consciencia de que ha realizado una sustitución.
Ni siquiera en la democracia más liberal se mueve el artista con toda libertad y sin trabas; le atan, por el contrario, innumerables consideraciones ajenas al arte. La diferente medida de la libertad puede ser para él personalmente de la mayor significación; pero, fundamentalmente, entre la dictadura de un déspota y las convenciones, incluso del orden social más liberal, no existe ninguna diferencia. Si la opresión en sí misma fuera contra el espíritu del arte, las obras de arte perfectas sólo podrían realizarse, allí donde existiese una anarquía perfecta. Pero, en realidad, los presupuestos de que depende la calidad estética de una obra están más allá de las alternativas de libertad y opresión políticas. Tan falso como el punto de vista anarquista es el otro extremo, esto es, la hipótesis de que los lazos que limitan la libertad de movimientos del artista son en sí mismos provechosos y útiles, y que, consiguientemente, de las deficiencias del arte moderno es responsable, por ejemplo, la libertad de los artistas modernos; en otras palabras, la hipótesis de que la opresión y las trabas, supuestas garantías del auténtico “estilo”, pueden y deben crearse artificialmente.
LA SITUACIÓN DEL ARTISTA Y LA ORGANIZACIÓN DEL TRABAJO ARTÍSTICO EN EGIPTO
Los principales y durante mucho tiempo los únicos mantenedores de los artistas fueron los sacerdotes y los príncipes; sus más importantes lugares de trabajo se encontraron, pues, durante toda la época cultural del Antiguo Oriente, en los regímenes religiosos y cortesanos. En los talleres de estos patronos los artistas trabajaban como empleados libres o forzados, como jornaleros de libre contratación o como esclavos de por vida. En estos talleres se realizó la casi totalidad de la producción artística y la más preciosa. Los primeros hombres que acumularon tierras y posesiones eran guerreros y ladrones, conquistadores y opresores, caudillos y príncipes; las primeras propiedades racionalmente administradas debieron de ser los bienes de los templos, es decir, las posesiones de los dioses, fundadas por los príncipes y administradas por los sacerdotes. Los sacerdotes vinieron a ser así probablemente los primeros clientes regulares de obras de arte; los reyes debieron de seguir simplemente su ejemplo.
Al principio el arte del Antiguo Oriente, aparte de la industria doméstica, se limitó a buscar una solución a los temas que provenían de estos clientes. Sus creaciones consistían en su mayor parte en ofrendas a los dioses y en monumentos reales, en accesorios para el culto a los dioses o al monarca, en instrumentos de propaganda que servían o a la fama de los inmortales o a la fama póstuma de sus representantes terrenos. Ambos, tanto el estamento sacerdotal como la casa real, formaban parte del mismo sistema hierático; los temas que confiaban al arte —los temas de la salvación y la consecución de la fama imperecedera— estaban unidos en el compendio de toda religión primitiva: el culto a los muertos. Ambos exigían del arte imágenes solemnes, representativas, sublimemente estilizadas y ambos le inducían a seguir el espíritu de la estética social y lo colocaban al servicio de sus propios objetivos conservadores. Ambos pretendían prevenir innovaciones artísticas, asi como reformas de cualquier clase, pues temían toda modificación del orden de cosas existente y declaraban las reglas tradicionales del arte tan sagradas e intangibles como el credo religioso tradicional y las formas heredadas del culto. Los sacerdotes hicieron que los reyes fuesen tenidos por dioses, para incluirlos así en su esfera de jurisdicción, y los reyes hicieron construir templos a los dioses y sacerdotes para acrecentar su propia gloria. Cada uno de ellos quería sacar provecho del prestigio del otro; cada uno buscaba en el artista un aliado para la lucha por el mantenimiento del poder. En tales circunstancias, al igual que en los períodos de la prehistoria, no podía darse en modo alguno un arte autónomo, creado por motivos y para fines puramente estéticos. Las obras de arte gigante, de la escultura monumental y la pintura mural, no fueron creadas simplemente por sí mismas y por su propia belleza. Las obras plásticas no fueron encargadas para ser expuestas, como en la Antigüedad clásica o en el Renacimiento, delante de los templos o en el mercado; la mayoría de ellas estaban en la oscuridad de los santuarios y en lo profundo de las tumbas[2].
La demanda de representaciones plásticas, de obras de arte sepulcral en particular, es en Egipto tan grande desde el principio, que se debe suponer que la profesión artística se independizó en una fecha bastante temprana. Pero la función auxiliar del arte está acentuada tan fuertemente, y su entrega a los cometidos prácticos es tan completa, que la persona del artista desaparece casi completamente detrás de su obra. El pintor y el escultor son y siguen siendo anónimos artesanos que no se muestran jamás personalmente. Conocemos en total muy pocos nombres de artistas egipcios, y como los maestros no firmaban sus obras[3], no podemos tampoco relacionar estos pocos nombres con ninguna obra concreta[4]. Poseemos, es verdad, representaciones de talleres de escultura, principalmente de Tell-el-Amarna, y hasta la imagen de un escultor que trabaja en una obra identificable, un retrato de la reina Taia[5], pero la persona del artista y la atribución de las obras de arte existentes son en todo caso dudosas. Cuando la decoración de las paredes de una tumba representa ocasionalmente a un pintor o a un escultor y muestra su nombre, es presumible que el artista pretendió inmortalizarse con tal representación[6], pero ni ello es seguro ni podemos sacar mucha utilidad de la noticia por la escasez de los demás datos de la historia del arte egipcio. Es imposible trazar en parte alguna el perfil de una personalidad artística. Estos supuestos autorretratos no nos dan nunca una información satisfactoria sobre lo que el artista en cuestión pensaba realmente acerca de sí mismo y del valor de su obra. Es difícil decir si debemos interpretarlos en el sentido de que el maestro quiso representar simplemente en estilo de género las circunstancias de su tarea diaria, o si, empujado por el deseo de la vida y la fama póstumas, como los reyes y los grandes del reino, quiso erigirse un monumento a la sombra de la fama de aquéllos, para perdurar así en el pensamiento de los hombres.
Ciertamente conocemos en Egipto nombres de arquitectos y escultores a los que les fueron conferidos, como si fuesen altos funcionarios del Estado, especiales honores sociales; pero, en conjunto, el artista sigue siendo un artesano innominado, estimado a lo sumo como fabricante de su obra, pero no como una personalidad. Una idea como la de Lessing de un “Rafael sin manos” hubiera sido aquí casi inconcebible. Sólo en el caso del arquitecto puede hablarse de una separación entre el trabajo espiritual y el manual; el escultor y el pintor, en cambio, no son otra cosa que trabajadores manuales. De cuán subordinada está la clase social del artista plástico en Egipto nos dan la mejor idea los libros escolares de los escribas eruditos, los cuales hablan con desprecio de su condición de artesanos[7]. Comparada con la consideración social de estos escribas, la situación del pintor y del escultor, especialmente en los primeros tiempos de la historia egipcia, no parece muy honorable. Distinguimos aquí ya aquel menosprecio del arte plástico en favor de la literatura, cuyos testimonios nos son conocidos desde la Antigüedad clásica. Aquí, en el Antiguo Oriente, la dependencia del valor social del primitivo concepto del prestigio, según el cual el trabajo manual se consideraba como deshonroso, debió de ser sin duda más rigurosa que entre griegos y romanos[8].
De cualquier manera, la consideración del artista fue creciendo al pasar el tiempo. En el Imperio Nuevo muchos artistas pertenecen ya a las más elevadas clases sociales, y en muchas familias varias generaciones se dedican a la profesión artística; esto puede ya considerarse como prueba de la existencia de una conciencia profesional relativamente elevada. Pero incluso en este momento el papel del artista en la vida de la sociedad es bastante subordinado, en comparación con la función que desempeña el antiguo artista-mago.
Los talleres anejos a templos y palacios eran ciertamente los más grandes e importantes lugares de trabajo manual, pero no los únicos; había también talleres en las grandes haciendas privadas y en los zocos de las ciudades más importantes[9]. Estos últimos unían varios pequeños talleres independientes que, en contraste con el servicio del templo, del palacio y del latifundista, realizaban exclusivamente trabajos de libre contratación. El objeto de su unión consistía, por una parte, en facilitar la cooperación de los distintos artesanos y, por otra, en crear y vender en el mismo lugar las mercancías, para independizarse de este modo del comerciante[10]. En los talleres de templos y palacios, y también en los talleres particulares, los artesanos trabajan todavía dentro de una economía cerrada y autárquica, que sólo se diferencia de la agrícola del Neolítico por ser incomparablemente más poderosa y por servirse exclusivamente del trabajo ajeno y frecuentemente esclavo; pero estructuralmente no existe entre una y otra ninguna diferencia esencial. En oposición a ambos, el sistema de zoco, con su separación entre la explotación y la elaboración, significa una novedad revolucionaria: contiene el germen de la industria independiente, sistemáticamente productora, que no está limitada por encargos ocasionales, sino que, de una parte, se dedica a una actividad exclusivamente profesional, y, de otra, produce sus mercancías para el mercado libre. Este sistema no sólo transforma al trabajador primario en obrero manual, sino que le saca del ámbito cerrado de la economía doméstica.
El mismo efecto produce también el sistema, igualmente viejo, de almacenar un surtido. Este sistema permite al obrero trabajar en su hogar, pero le separa espiritualmente de su economía, convirtiéndole en un trabajador que produce no para sí, sino para un cliente. El principio de la economía doméstica, cuya esencia descansa en la limitación de la producción a las inmediatas necesidades propias, queda de esta manera quebrantado.
En el curso de este proceso el hombre asume también gradualmente aquellas ramas de la artesanía y del arte que primitivamente estaban reservadas a la mujer; así, por ejemplo, la fabricación de productos cerámicos, de aderezos e incluso de productos textiles[11]. Herodoto advierte asombrado que en Egipto los hombres —aunque siervos— se sientan en el telar. Pero este fenómeno respondía tan sólo a la tendencia general de la evolución, que condujo finalmente a la absorción completa de la artesanía por el hombre. De ninguna manera es este hecho, sin embargo —como lo es, por el contrario, la alegoría de Heracles junto a la rueca de Onfalia—, expresión de la esclavitud del hombre, sino ante todo expresión de la separación de la artesanía y la economía doméstica y del manejo cada vez más difícil de las herramientas.
Los grandes talleres anejos al palacio real y a los templos eran también las escuelas en las que se formaba el nuevo plantel de artistas. Se acostumbra a considerar especialmente los talleres levantados junto a los templos como los más importantes vehículos de tradición; la validez de esta hipótesis, ciertamente, no ha sido reconocida por todos; también se ha dudado, a veces, del influjo predominante de la clase sacerdotal en el arte[12]. De cualquier manera, la significación artístico-pedagógica de una escuela era tanto mayor cuanto más largamente podía mantener su tradición; en este aspecto, muchos talleres establecidos en los templos habrán superado a los talleres de palacio, aunque, por otro lado, la Corte, como centro espiritual del país, estaba en condiciones de ejercer una especie de dictadura del gusto. Toda la actividad artística tenía, por lo demás, así en los talleres del templo como en los del palacio, el mismo carácter académico-escolástico. La circunstancia de que hubiera desde el principio generalmente reglas obligatorias, modelos de validez general y métodos de trabajo uniformes, indica que la práctica artística estaba dirigida desde unos pocos centros. Esta tradición académica, un poco osificada y estrecha de miras, llevaba, por una parte, a un exceso de obras mediocres, pero aseguraba al mismo tiempo a la producción aquel nivel medio relativamente alto que es característico del arte egipcio[13].
El extremoso cuidado y la habilidad pedagógica que los egipcios dedicaban a la formación de los jóvenes artistas se perciben ya en los materiales escolares que han sobrevivido: vaciados en yeso natural, reproducciones anatómicas de las distintas partes del cuerpo hechas con fines educativos y, sobre todo, piezas de exposición que colocaban ante los ojos del alumno el desarrollo de una obra de arte en todas las fases del trabajo.
La organización del trabajo artístico, la incorporación y la aplicación heterogénea de fuerzas auxiliares, la especialización y la combinación de las aportaciones individuales estaban en Egipto tan altamente desarrolladas que recuerdan totalmente los métodos de la arquitectura medieval, y en muchos aspectos superan a toda posterior actividad artística organizada. Todo su desarrollo tiende, desde el principio, a uniformizar la producción; esta tendencia está de antemano de acuerdo con una explotación industrial. Sobre todo la racionalización gradual de los métodos artesanos ejerció también una influencia niveladora sobre la producción artística. Con la creciente demanda se adquirió el hábito de elaborar tipos uniformes, fabricados según determinados proyectos y modelos, y se desarrolló una técnica de producción casi mecánica, formularia y servil; con su ayuda, los distintos temas artísticos podían realizarse simplemente mediante la reunión de los diferentes elementos parciales estereotipados[14].
La aplicación de este método racionalista de trabajo a la actividad artística sólo resultaba posible, naturalmente, por la costumbre de que el artista realizara siempre la misma tarea, de que siempre le fueran encargadas las mismas ofrendas votivas, los mismos ídolos y monumentos funerarios, los mismos tipos de retratos reales y privados. Y como en Egipto no fue nunca muy estimada la originalidad en el hallazgo de los temas, sino que, más bien, estaba prohibida, toda la ambición del artista se dirigía a la solidez y precisión de la ejecución, las cuales sorprenden incluso en las obras menores y compensan la falta de independencia en la creación. La exigencia de una forma final limpia, pulida, explica también que el rendimiento del arte egipcio, a pesar de su organización racionalista del trabajo, fuera relativamente pequeño. La predilección de la escultura por las obras en piedra, en la que a los ayudantes sólo se les podía encomendar el rudo desbaste del bloque, y el maestro se reservaba el trabajo más fino de los detalles y el acabado final; impuso de antemano límites estrechos a la producción[15].
LA ESTEREOTIPACIÓN DEL ARTE EN EL IMPERIO MEDIO
La prueba más clara de que el conservadurismo y el convencionalismo no pertenecen a las características raciales del pueblo egipcio, y de que estos rasgos son más bien un fenómeno histórico que se modifica con la evolución general, la tenemos en el hecho de que precisamente el arte de los períodos más antiguos es menos “arcaico” y estilizado que el de los posteriores. En los relieves de las últimas épocas predinásticas y las primeras dinásticas reina en las formas y en la composición una libertad que se pierde más tarde y sólo vuelve a recuperarse en el decurso de una completa revolución espiritual. Las obras maestras del último período del Imperio Antiguo, como el Escriba, del Louvre, o el Alcalde del pueblo, de El Cairo, producen todavía una impresión tan fresca y vital como no la volvemos a encontrar hasta los días de Amenofis IV. Quizá nunca se ha vuelto a crear en Egipto con tanta libertad y espontaneidad como en estos períodos primeros. Aquí las especiales condiciones de vida de la nueva civilización urbana, las circunstancias sociales diferenciadas, la especialización del trabajo manual y el espíritu emancipado del comercio actuaban claramente en favor del individualismo, y esto de una manera menos fraccionada y más inmediata de lo que lo harían más tarde, cuando estos efectos fueran contrarrestados y frustrados por las fuerzas conservadoras que luchaban por mantener su predominio.
Sólo en el Imperio Medio, cuando la aristocracia feudal, con su conciencia de clase fuertemente acentuada, se sitúa en el primer plano, se desarrollan los rígidos convencionalismos del arte cortesano-religioso, que no dejan surgir en lo sucesivo ninguna forma expresiva espontánea. En el Neolítico se conocía ya el estilo estereotipado de las representaciones culturales; completamente nuevas son, en cambio, las rígidas formas ceremoniales del arte cortesano, que se destaca ahora por primera vez en la historia de la cultura humana. En ellas se refleja la idea de un orden superior, supraindividual y social, de un mundo que debe su grandeza y su esplendor a la merced del rey. Estas formas son antiindividuales, estáticas y convencionales porque son las formas expresivas de un concepto del mundo según el cual el origen, la clase, la pertenencia a una casta o grupo poseen un grado de realidad tan alto como la esencia y modo de ser de cada individuo, y las reglas abstractas de conducta y el código moral tienen una evidencia mucho más inmediata que todo lo que el individuo pueda sentir, pensar o querer. Para los privilegiados de esta sociedad, todos los bienes y atractivos de la vida estaban vinculados a su separación de las demás clases; las máximas que siguen adoptan más o menos el carácter de reglas de conducta y de etiqueta. Esta conducta y esta etiqueta y toda la autoestilización de la clase elevada exigen que no permitan ser retratadas como realmente son, sino como tienen que aparecer de acuerdo con ciertos sagrados modelos tradicionales, lejanos de la realidad y del presente. La etiqueta es la suprema ley no sólo para los comunes mortales, sino también para el rey. En la mente de esta sociedad, incluso los dioses adoptan las formas del ceremonial cortesano[16].
Los retratos de los reyes acabaron por ser imágenes representativas; las características individuales de los primeros tiempos desaparecen de ellos sin dejar apenas huella. Finalmente, ya no existe diferencia alguna entre las frases impersonales de sus inscripciones elogiosas y el estereotipismo de sus rasgos. Los textos autobiográficos y autoencomiásticos que los reyes y los grandes señores hacen inscribir en sus estatuas y las descripciones de los acontecimientos de su vida son, desde el primer momento, de una infinita monotonía; a pesar de la abundancia de monumentos conservados, en vano buscaremos en ellos características individuales ni la expresión de una vida personal[17].
El hecho de que las estatuas del Imperio sean más ricas en rasgos individuales que los escritos biográficos del mismo período se explica, entre otras cosas, por la circunstancia de que todavía poseen una función mágica, que recuerda el arte paleolítico, función que falta en las obras literarias. En el retrato, el Ka, esto es, el espíritu protector del muerto, debía encontrar de nuevo, en su verdadera figura fiel a la realidad, el cuerpo en el que antaño habitó. El naturalismo de los retratos tiene su explicación sobre todo en este propósito mágico-religioso. Pero en el Imperio Medio, en el que el propósito representativo de la obra tiene preferencia sobre su significación religiosa, los retratos pierden su carácter mágico y con él también su carácter naturalista. El retrato de un rey es sobre todo el monumento de un rey, y sólo en segundo lugar el retrato de un individuo. Pues así como las inscripciones autobiográficas reflejan, en primer lugar, las formas tradicionales que emplea un rey cuando habla de sí mismo, así también los retratos del Imperio Medio dan principalmente la expresión ideal de cómo tiene que mostrarse un rey de acuerdo con las convenciones cortesanas. Por su parte, también los ministros y cortesanos se esfuerzan por aparecer tan solemnes, sosegados y comedidos como el rey. Y así como las autobiografías solamente mencionan, de la vida de un súbdito fiel, lo que hace referencia al rey, la luz que de su gracia cae sobre él, así también en las representaciones plásticas todo gira, como en un sistema solar, en torno a la persona del rey.
El formalismo del Imperio Medio apenas puede explicarse como etapa natural de una evolución que se despliega de modo continuo desde el punto de partida; el hecho de que el arte retroceda al arcaísmo de las formas primitivas procedentes del Neolítico, se debe a razones externas que se explican no por la historia del arte, sino por la sociología[18]. Teniendo en cuenta las conquistas naturalistas de los primeros tiempos y la habitual capacidad de los egipcios para la observación exacta y la reproducción fiel de la naturaleza, debemos entrever en su desviación de la realidad un propósito completamente determinado. En ninguna otra época de la historia del arte se ve tan claramente como aquí que la elección entre naturalismo y arte abstracto es una cuestión de intención y no de aptitud; de intención en el sentido de que el propósito del artista se rige no sólo por consideraciones estéticas, y de que en el arte los propósitos deben estar de acuerdo con lo que en la práctica se quiere hacer. Los conocidos vaciados en yeso —posiblemente mascarillas mortuorias ligeramente retocadas— descubiertos en el taller del escultor Tutmosis, en Tell-el-Amarna, demuestran que el artista egipcio era también capaz de ver las cosas de manera distinta a como acostumbraba a representarlas. Y, puesto que sabemos que era muy capaz de copiar lo que podía ver, podemos presumir que se apartaba consciente e intencionadamente de la imagen que, como demuestran estas mascarillas, veía de manera tan clara[19]. Basta con comparar la figura de las distintas partes del cuerpo para ver claramente que existe aquí un antagonismo de los fines, y que el artista se mueve al mismo tiempo en dos mundos distintos, uno artístico y otro extra-artístico.
El rasgo característico más sorprendente del arte egipcio —y, por cierto, no sólo en sus fases estrictamente formalistas, sino más o menos también en las naturalistas— es el racionalismo de su técnica. Los egipcios nunca se liberaron completamente de la “imagen conceptual” del arte neolítico, del mundo plástico de los primitivos y de los dibujos infantiles, ni superaron jamás la técnica “completiva”, según la cual el retrato de un objeto se compone de varios elementos que mentalmente están unidos, pero que ópticamente son incoherentes y a menudo incluso contradictorios. Los egipcios renuncian al ilusionismo, que intenta mantener en las representaciones plásticas la unidad y momentaneidad de la impresión visual. En interés de la claridad renuncian a la perspectiva, a los escorzos y a las intersecciones, y convierten esta renuncia en un rígido tabú, que es más fuerte que su deseo de ser fieles a la Naturaleza. La pintura del oriente de Asia —más cercana en muchos aspectos a nuestro concepto del arte—, en la cual, por ejemplo, la sombra está prohibida aún hoy por considerarse como un recurso excesivamente brutal, muestra cómo esta prohibición externa y abstracta puede ejercer un influjo muy duradero y cómo puede a veces compaginarse fácilmente con un propósito estético independiente en sí mismo. También los egipcios debieron de tener el sentimiento de que todo ilusionismo, toda tendencia a embaucar al contemplador contiene un elemento brutal y vulgar, y de que los medios del arte abstracto, estilizado y estrictamente formal, son “más refinados” que los efectos ilusionistas del naturalismo.
De todos los principios formales racionalistas del arte egipcio oriental, y especialmente del arte egipcio, el principio de frontalidad es el predominante y el más característico. Entendemos por “principio de frontalidad” aquella ley de la reproducción de la figura humana descubierta por Julius Lange y Adolf Erman, según la cual la figura, en cualquier posición, vuelve al observador toda la superficie torácica, de manera que el talle se puede dividir con una línea vertical en dos mitades iguales. La posición axial, que ofrece la vista más amplia del cuerpo, pretende manifiestamente atenerse a la impresión más clara y sencilla posible, para prevenir todo error de comprensión, toda equivocación, todo disfraz de los elementos plásticos. La explicación de la frontalidad por una incapacidad inicial puede aceptarse relativamente; pero el mantenimiento tenaz de esta técnica, incluso en períodos en los que semejante limitación involuntaria del propósito artístico no puede aceptarse, exige otra explicación.
En la representación frontal de la figura humana la inclinación del talle hacia adelante expresa una relación directa y definida con el observador. El arte paleolítico, que no tiene conocimiento de la existencia del público, no conoce tampoco la frontalidad; su naturalismo es sólo otra forma de su ignorancia del observador. El arte oriental antiguo, por el contrario, se vuelve directamente al sujeto receptor; es un arte representativo, que exige y adopta una actitud respetuosa. Su “volverse al observador” es un acto de respeto, de cortesía, de etiqueta. Todo arte cortesano, que es un arte que procura fama y alabanzas, contiene algo del principio de frontalidad, de dar frente al observador, a la persona que ha encargado la obra, al señor que se debe agradar y servir[20]. La obra de arte se vuelve a él como a un conocedor y aficionado, en el que no caben las vulgares ficciones del arte. Esta actitud encuentra expresión ulterior, tardía, pero todavía clara, en los convencionalismos del teatro clásico cortesano, en el que el actor, sin consideración alguna a las exigencias de la ficción escénica, se vuelve inmediatamente al espectador para apostrofarle, por así decirlo, con cada palabra y cada gesto, y no solamente evita “volverle la espalda”, sino que subraya con todos los medios posibles que se trata sólo de una ficción, de una distracción dispuesta según reglas de juego convenidas.
El teatro naturalista representa la transición a la antítesis diametral de este arte “frontal”, es decir, el cine, que con su movilización de los espectadores, a los que lleva a los acontecimientos en vez de exhibir éstos delante de ellos, y con su pretensión de representar la acción como si hubiera casualmente sorprendido y atrapado a los actores in fraganti, reduce a su mínima expresión los convencionalismos y ficciones del teatro. Por su firme ilusionismo, por su indiscreta inmediatez, opuesta a lo solemne, por su sorpresa y su violencia para los espectadores, el cine expresa la concepción del arte de las democracias, de los órdenes sociales liberales, enemigos de la autoridad, niveladores de las diferencias de mentalidad; esto es tan claro como lo es que el arte de las autocracias y aristocracias —con la presencia del marco, del proscenio, del podio, del pedestal— es un artificio convenido, y que el cliente es un iniciado y un conocedor al que no es preciso embaucar.
El arte egipcio presenta, además de la frontalidad, una serie de fórmulas fijas que, aunque sorprenden menos, expresan con la misma agudeza el convencionalismo de la mayor parte de los principios estilísticos determinantes de este arte, especialmente en el Imperio Medio. A ellas pertenece, sobre todo, la regla de que las piernas de una figura deben ser dibujadas siempre de perfil, y de que ambas deben ser vistas desde la perspectiva de la cara interna, es decir, desde el dedo gordo. Otro precepto es que la pierna que se adelante y el brazo que se extiende deben ser —seguramente para evitar molestas intersecciones— lo más alejados del observador. Y, finalmente, el convencionalismo de que la parte derecha de la figura representada es siempre la que está vuelta al observador.
Estas tradiciones, preceptos y reglas fueron observados estrictamente, en todo su rígido formalismo, por el sacerdocio y la Corte, por el feudalismo y la burocracia del Imperio Medio. Los señores feudales eran todos pequeños reyes que en lo posible buscaban superar en formalidades al verdadero faraón; la alta burocracia, por su parte, que se mantenía todavía estrechamente cerrada a la clase media, estaba profundamente llena del espíritu de la jerarquía y se sentía completamente conservadora. Las condiciones sociales no cambian hasta el Imperio Nuevo, que surge de las revueltas de la invasión de los hicsos. El Egipto aislado del exterior y cerrado sobre sí mismo en sus tradiciones nacionales se convierte en un país no sólo floreciente material y espiritualmente, sino también poseedor de una amplia visión y creador de los comienzos de una cultura universal supranacional. El arte egipcio no sólo atrae a su esfera de influencia a todos los países costeros del Mediterráneo y a todo el cercano Orienté, sino que recibe estímulos de todas partes y descubre que también más allá de sus fronteras y fuera de sus tradiciones y convencionalismos existe un mundo[21].
EL NATURALISMO DEL PERIODO DE EKHENATÓN
Amenofis IV, a cuyo nombre está ligada la gran revolución espiritual, es no sólo el creador de una religión, el descubridor de la idea del monoteísmo, como generalmente se le conoce, el “primer profeta” y el “primer individualista” de la historia universal[22], como ha sido llamado, sino también el primer innovador consciente del arte: él es el primer hombre que hace del naturalismo un programa consciente y lo opone como una conquista al estilo arcaico. Bek, su escultor jefe, añade a sus títulos las palabras “discípulo de Su Majestad”[23]. Lo que el arte tiene que agradecerle y lo que los artistas han aprendido de él es evidentemente el nuevo amor a la verdad, la nueva sensibilidad e inquietud que conducen a una especie de impresionismo en el arte egipcio.
La superación, por sus artistas, del rígido estilo académico corresponde a su lucha contra las osificadas y vacías tradiciones religiosas, ya carentes de sentido. Bajo su influjo, el formalismo del Imperio Medio cede el paso, tanto en la religión como en el arte, a una actitud dinámica, naturalista y que se complace en los descubrimientos. Se eligen motivos nuevos, se buscan nuevos tipos, se fomenta la representación de nuevas y desacostumbradas situaciones, se pretende describir una íntima vida espiritual, individual, e incluso más que esto: se aspira a llevar a los retratos una tensión espiritual, una creciente delicadeza del sentido y una animación nerviosa, casi anormal. Aparece un intento de perspectiva en los dibujos, una tentativa de mayor coherencia en la composición de grupos, un interés más vivo por el paisaje, una cierta preferencia por la pintura de escenas y acontecimientos diarios, y, como consecuencia de la repulsa del viejo estilo monumental, un gusto bien señalado por las delicadas y graciosas formas de las artes menores. Lo único sorprendente es cómo, a pesar de todas las innovaciones, este arte sigue siendo enteramente cortesano, ceremonioso y formal. En sus motivos se expresa un mundo nuevo, en sus fisonomías se reflejan un nuevo espíritu y una nueva sensibilidad, aunque la frontalidad, la técnica del “acabamiento”, las proporciones, que han de estar de acuerdo con el rango social del retratado, y que son totalmente opuestas a la realidad, siguen en vigor todavía, así como la mayoría de las otras reglas de la corrección formal.
A pesar de la dirección naturalista del gusto de la época, nos encontramos todavía con un arte completamente cortesano, cuya estructura recuerda en muchos aspectos el rococó, que está también, como se sabe, empapado de tendencias antiformalistas, individualistas y desintegradoras de formas, y, con todo, sigue siendo un arte plenamente cortesano, ceremonial y convencional. Vemos a Amenofis IV en el círculo de su familia, en escenas y situaciones de la vida diaria, le vemos desde una proximidad humana cuya intimidad trasciende todas las ideas anteriores; pero su figura sigue moviéndose en planos rectangulares, vuelve toda la superficie torácica al observador y es el doble de grande que los demás mortales. La escultura es todavía un arte señorial, un monumento al rey, un cuadro representativo. Es cierto que al soberano ya no se le pinta como un dios, liberado de todas las trabas terrenales; pero todavía está sujeto a la etiqueta de la Corte. Hay, efectivamente, ejemplos en los que una figura extiende el brazo que está más cercano al observador, y no el más lejano a él; también encontramos en muchas partes manos y pies dibujados con mayor corrección anatómica, y articulaciones que se mueven con más naturalidad; pero en otros aspectos este arte muestra haberse hecho aún más preciosista de lo que era antes de la gran reforma.
En la época del Imperio Nuevo los medios expresivos del naturalismo son tan ricos y sutiles que deben de tener tras de sí un largo pasado, un largo camino de preparación y perfeccionamiento. ¿De dónde provienen? ¿En qué forma se mantuvieron latentes antes de irrumpir bajo Ekhnatón? ¿Qué los salvó de la ruina durante el rigorismo del Imperio Medio? La respuesta es sencilla: el naturalismo había sido una corriente subterránea latente en el arte egipcio y dejó huellas inconfundibles en el estilo oficial, al menos en lo accesorio del gran arte representativo. El egiptólogo W. Spiegelberg aísla esta corriente del resto de la actividad artística, construye para ella una categoría propia y la llama “arte popular” egipcio. Pero, desgraciadamente, no está claro si con este concepto entiende un arte por o para el pueblo, un arte rural, o un arte urbano para el pueblo, y, sobre todo, si cuando habla del “pueblo” se refiere a las grandes masas de campesinos y artesanos, o a la clase media ciudadana de comerciantes y empleados.
El pueblo, que seguía viviendo dentro del marco de la producción primaria y de la economía rural, puede ser considerado como elemento creador en las últimas fases de la historia egipcia, a lo sumo en la artesanía, es decir, es una rama del arte cuyo influjo en el desarrollo estilístico decrece constantemente y probablemente ni siquiera fue importante en el Imperio Antiguo. Los artesanos y artistas de los talleres de palacios y templos proceden, efectivamente, del pueblo, pero, como productores artísticos de la aristocracia, apenas tienen nada en común con la mentalidad de su propia clase social. En las viejas tiranías orientales el pueblo, que está excluido de los privilegios de la propiedad y del poder, cuenta como público interesado por el arte tan poco o menos todavía que en las ulteriores épocas de la historia. Las costosas obras de la pintura y la escultura estuvieron siempre y en todas partes reservadas a las clases privilegiadas, y en el Antiguo Oriente lo estuvieron, con toda seguridad, mucho más exclusivamente que después. El pueblo no poseía ni remotamente medios para emplear a un artista y adquirir obras de arte. Enterraba a sus muertos en la arena sin erigirles monumentos perennes. Incluso la clase media, más adinerada, no tuvo gran importancia como cliente de arte al lado de los grandes señores feudales y de la alta burocracia; no fue en manera alguna un factor que hubiera podido influir en el destino del arte, en oposición al gusto y a los deseos de la aristocracia.
Es posible que ya en el Imperio Antiguo existiese una clase media industrial y comerciante junto a la nobleza y los campesinos. En el Imperio Medio, esta clase social se robustece de manera considerable[24]. La carrera de la burocracia, que ahora se le abre, ofrece buenas oportunidades de subir en la escala social, aunque en principio estas oportunidades sean relativamente modestas. En el comercio y en la industria se hace costumbre que el hijo adopte el oficio del padre, lo que contribuye de manera fundamental a la formación de una clase media más agudamente perfilada[25]. Es verdad que Flinders Petrie duda de que haya existido en el Imperio Medio una clase media acomodada, pero acepta que ya en el Imperio Nuevo hubo una burocracia dotada de gran poder adquisitivo[26]. Egipto, entre tanto, se ha convertido no sólo en un Estado militar, que ofrecía una carrera prometedora en el ejército al elemento nuevo que asciende de las clases bajas, sino también en un Estado de funcionarios, cada vez más rígidamente centralizador, que en la administración tiene que sustituir con un sinnúmero de funcionarios reales a la aristocracia feudal que desaparece, y tiene que formar una clase media de funcionarios sacándola de las filas de la antigua población de comerciantes y trabajadores manuales. De estos soldados y funcionarios subalternos nace en gran parte la nueva clase media ciudadana que luego comenzó a tener un cierto papel como clase interesada en el arte. Pero esta clase media, aunque adornaba con objetos artísticos sus casas y poseía tumbas, apenas debió de tener fundamentalmente un gusto y unas exigencias distintos de los de la aristocracia, a la que imitaba, y tuvo que conformarse sin duda con obras más modestas.
De cualquier manera, no poseemos monumentos de los tiempos dinásticos que podamos considerar como ejemplo de un arte popular genuino, de un arte independiente de la producción artística de la Corte, los templos y la nobleza. Tal vez la clase media urbana, a pesar de la dependencia espiritual en que se encontraba, influyó en la concepción artística de la aristocracia que sostenía la cultura —acaso el individualismo y el naturalismo de Ekhnatón guarden relación con esta influencia procedente de la clase inferior—; pero ni el pueblo ni la clase media produjeron ni consumieron un arte independiente, aislado del estilo oficial de las clases altas.
No hay, pues, en Egipto dos artes distintos; no existe un “arte popular” junto al arte señorial. Es cierto que hay una fisura que se extiende a lo largo de toda la producción artística egipcia; pero esta fisura no se abre camino entre dos grupos distintos de obras, sino que va a través de las obras mismas. Por todas partes encontramos, junto al estilo solemnemente monumental, estrechamente convencional, rígidamente ceremonioso, los rasgos de una actitud más natural, más libre, más espontánea. Este dualismo tiene su expresión más llamativa cuando dos figuras de una misma composición están dibujadas con dos estilos distintos. Obras de esta clase, como, por ejemplo, aquella conocida escena doméstica que representa a la señora con el estilo cortesano convencional, es decir, con una frontalidad estricta, y, en cambio, muestra a una camarera con una actitud menos afectada, vista de lado, con abandono parcial de la simetría frontal, demuestran de la manera más clara que el estilo está determinado únicamente por la naturaleza del tema. Los miembros de la clase señorial son retratados siempre con el estilo cortesano representativo, mientras los de la clase inferior son a menudo retratados con el estilo naturalista vulgar. Los dos estilos no se diferencian por la conciencia de clase del artista —que en el caso de poseer tal conciencia no puede expresarla de manera alguna—, ni por la conciencia de clase del público, que está por completo bajo la influencia de la Corte, de la nobleza y de los sacerdotes, sino exclusivamente, como se ha dicho, por la naturaleza del tema que se quiere representar. Las pequeñas escenas de trabajo, que muestran a artesanos, servidores y esclavos en su ocupación diaria, y que se encuentran como adornos en las tumbas de la gente distinguida, mantienen una forma naturalista y desenvuelta, muy lejos de lo monumental, mientras que las estatuas de los dioses, aunque tengan pretensiones más modestas, son elaboradas con el estilo del arte cortesano y oficial. Esta diferencia en el estilo según el tema la encontramos repetida en el curso de la historia del arte y de la literatura. Así, por ejemplo, la distinta manera de caracterización usada por Shakespeare, singularmente el principio por el cual hace hablar a sus servidores y bufones en prosa común, mientras sus héroes y grandes señores se expresan en artísticos versos, corresponde a esta diferencia estilística “egipcia”, condicionada por el tema. Los personajes de Shakespeare no hablan los distintos lenguajes de la clase profesional y social a la que realmente pertenecían, como lo hacen aproximadamente los personajes del drama moderno, en el cual tanto los de clase elevada como los de baja extracción están dibujados de una manera naturalista; en Shakespeare los que pertenecen a la clase señorial están dibujados y se expresan en un lenguaje que no existe en la realidad, y los miembros del pueblo, por el contrario, son representados de manera realista y hablan el lenguaje de la calle, de las fondas y de los talleres.
Heinrich Schäfer piensa que la observancia o infracción del principio de frontalidad depende de que la figura representada aparezca haciendo algo o en descanso[27]. Esta observación es válida en líneas generales, pero no debe olvidarse que el rey y los grandes señores son representados la mayor parte de las veces en solemne reposo, y la gente del pueblo, por el contrario, casi siempre en movimiento operante y activo. Además —y esto debilita la citada teoría— los representantes de la clase elevada mantienen las formas de la frontalidad también cuando aparecen en escenas guerreras o de caza.
Hay muchos más motivos para decir que en Egipto existe, al lado del arte de la capital, un arte de provincias, que no para decir que junto al arte cortesano existe un arte popular. Las obras artísticas importantes surgen siempre —y de manera mucho más definitiva a medida que avanza la evolución— en la Corte real o en las cercanías de la Corte, primeramente en Menfis, luego en Tebas y finalmente en Tell-el-Amarna. Lo que se realiza en las provincias, lejos de la capital y de los grandes templos, carece relativamente de interés y sigue la evolución sólo cansadamente y con trabajo[28]. Este arte representa una cultura “decadente”, y no en modo alguno una cultura de abajo, proveniente del pueblo. Además, este arte provincial, que tampoco puede considerarse como la continuación del viejo arte rural, está destinado a la nobleza campesina y debe su existencia al proceso de separación de la aristocracia feudal de la Corte, proceso que venía desarrollándose desde la sexta dinastía. De estos elementos desprendidos de la Corte se forma la nueva nobleza provincial, con su cultura estacionaria y su arte provincial derivado.
MESOPOTAMIA
El problema del arte mesopotámico consiste en que, a pesar de la existencia aquí de una economía basada predominantemente en el comercio y la industria, la moneda y el crédito, este arte tiene un carácter más estrechamente disciplinado, más invariable y menos dinámico que el arte de Egipto, país mucho más profundamente ligado a la agricultura y a la economía natural. El Código de Hammurabi, que es del tercer milenio a. C., muestra que en Babilonia estaban ya muy desarrollados el comercio y la artesanía, la teneduría y la concesión de créditos, y que existían transacciones bancarias relativamente complicadas, como pagos a terceros y compensaciones mutuas de cuentas[29]. El comercio y la economía habían alcanzado aquí una etapa de desarrollo tan superior a la de Egipto, que, en comparación con los egipcios, se podría designar a los viejos babilonios como el auténtico homo æconomicus[30]. Esta mayor rigidez formal del arte babilónico, que existe junto a una economía más ágil y más directamente ligada a la vida urbana, se opone ciertamente a aquella tesis de la sociología, válida siempre en los demás casos, que dice que el estilo rígidamente geométrico está relacionado con una agricultura tradicionalista, y el naturalismo independiente, con una economía urbana más dinámica. Tal vez en Babilonia la mayor rigidez de la tiranía y la mayor intolerancia de la religión aminoraban la influencia liberadora de la ciudad; o acaso la circunstancia de que allí no existiese sino un arte del rey y del templo, y fuera del déspota y los sacerdotes nadie pudiese ejercer influencia en el arte, fue lo que ahogó en germen todas las tendencias individualistas y naturalistas. En todo caso, la mano de obra artística campesina y las formas más populares de las artes menores tuvieron en el país de los dos ríos una importancia menor que en los demás territorios culturales del Antiguo Oriente[31]. El oficio artístico era aquí todavía más impersonal que, por ejemplo, en Egipto. No conocemos casi ningún nombre de artista en Babilonia; la evolución de su arte la orientamos únicamente por los reinados de sus monarcas[32]. Entre arte y artesanía no se hacía aquí distinción alguna ni terminológica ni práctica; El Código de Hammurabi menciona a los arquitectos y escultores al lado de los herreros y zapateros.
El racionalismo abstracto se practica en el arte babilónico y asirio de manera más consecuente que en el egipcio. No sólo se representa la figura humana con la más estricta frontalidad y con la cabeza vuelta en franca vista lateral; también las partes características del rostro —la nariz y el ojo— están considerablemente aumentadas, y, por el contrario, los rasgos menos interesantes, como la frente y la barbilla, se encuentran fuertemente atenuados[33]. El principio antinaturalista de la frontalidad tiene su expresión más marcada ante todo en los llamados Guardianes de la puerta, los leones y toros alados de la escultura arquitectónica asiria. Difícilmente existe género alguno del arte egipcio en el que la concepción artística soberanamente estilizante y que renuncia a todo ilusionismo fuera realizada tan sin concesiones como en estas figuras que tienen, vistas de perfil, cuatro patas, en actitud de caminar, y, de frente, dos, en reposo, teniendo, por tanto, cinco patas, y que realmente representan la fusión de dos animales. Tan evidente contravención de las leyes naturales tiene en este caso una motivación exclusivamente racional: el creador de este género quería evidentemente que el observador pudiera obtener desde cualquier lado un cuadro completo, perfecto de forma y de sentido.
El arte asirio atraviesa muy tarde, no antes de los siglos VIII y VII antes de Cristo, una especie de proceso naturalista. Los relieves de guerra y caza de Asurbanipal poseen, por lo menos en lo que se refiere a los animales retratados, una naturalidad y una viveza cautivadoras; las figuras humanas, en cambio, están todavía trazadas en forma rígida y estilizada, y aparecen aún con el mismo atuendo de cabello y barba tieso, remilgado y arcaico de mil años antes. Encontramos aquí un dualismo estilístico semejante al de Egipto en la época de Ekhnatón; vemos la misma diferencia en el manejo de las figuras de animales y de hombres que se observaba ya en el Paleolítico y advertiremos repetidamente en el curso de la historia del arte. El hombre paleolítico pintaba al animal de manera más naturalista que al hombre, porque en su mundo todo giraba en torno al animal; en tiempos posteriores se hace lo mismo porque no se considera al animal digno de la estilización.
CRETA
En todo el ámbito del arte del Antiguo Oriente el arte cretense es el que constituye el problema más difícil para la sociología. Este arte no sólo adopta una posición especial frente al arte egipcio y al mesopotámico, sino que es una excepción en todo el período que va desde el fin del Paleolítico hasta el comienzo del clasicismo griego. En todo este período, casi inabarcable, de estilo abstracto geométrico, en este mundo invariable de tradiciones estrictas y formas rígidas, Creta nos muestra un cuadro de vida colorista, irrefrenable, alegre, sin que podamos encontrar aquí unas circunstancias económicas y sociales distintas de las del mundo circundante. También aquí, al igual que en Egipto y Mesopotamia, dominan déspotas y señores feudales y toda la cultura está sometida a un orden social autocrático. Y, sin embargo, ¡qué diferencia en la concepción del arte! ¡Qué independencia en los afanes artísticos, en contraste con la asfixiante presión de los convencionalismos en el resto del mundo del Antiguo Oriente! ¿Cómo puede explicarse esta diferencia? Hay muchas explicaciones posibles; pero la imposibilidad de descifrar la escritura cretense hace que ninguna de las explicaciones aceptables sea contundente. Tal vez la diferencia radica en parte en el papel relativamente subordinado que la religión y el culto desempeñan en la vida pública cretense. No se han encontrado en Creta construcciones de templos ni estatuas monumentales de dioses; los pequeños ídolos y los símbolos cultuales que han llegado a nosotros indican que la religión ejerció aquí una influencia menos profunda y total de lo que era habitual en el Antiguo Oriente. Pero la independencia del arte cretense se explica también parcialmente por la función extraordinariamente importante que la ciudad y el comercio desempeñaron en la vida económica de la isla. Un predominio semejante del comercio lo encontramos también en Babilonia, ciertamente, sin que se puedan observar en el arte los correspondientes efectos; pero el sistema ciudadano probablemente no estaba en ninguna parte del Antiguo Oriente tan desarrollado como en Creta. Existía aquí gran variedad de tipos de comunidades urbanas: al lado de la capital y de las cortes, como Cnossos y Faistos, había típicas ciudades industriales, como Gurnia, y pequeñas villas de mercado, como Praisos[34]. Pero el carácter especial del arte cretense debe estar, por fuerza, en relación, sobre todo, con el hecho de que, en contraste con los demás territorios, en el Egeo el comercio —y principalmente el comercio exterior— estaba en manos de las clases dominantes. El espíritu inquieto y deseoso de novedades de los comerciantes podía, en consecuencia, imponerse mucho más libremente que en Egipto o Babilonia.
Naturalmente, este arte sigue siendo todavía un arte perteneciente completamente a la aristocracia y a la Corte; expresa la alegría de vivir, la buena vida y el lujo de los autócratas y de una pequeña aristocracia. Sus monumentos dan testimonio de la existencia de formas de vida señoriales, de una Corte fastuosa, de palacios espléndidos, de ricas ciudades, de grandes latifundios, así como de la amarga existencia de una numerosa población rural que se encontraba en la esclavitud. Este arte tiene, como en Egipto y Babilonia, un carácter totalmente cortesano; el elemento rococó, el gusto por lo refinado y lo virtuosista, por lo delicado y lo gracioso, alcanza aquí, sin embargo, su más alto valor. Hörnes subraya con razón los rasgos caballerescos de la cultura minoica; con ello alude al papel que representan en la vida de Creta las procesiones y las fiestas, los espectáculos de lucha y los torneos, las mujeres y sus ademanes de coquetería[35]. En contraste con el rígido estilo de vida de los antiguos señores, conquistadores y terratenientes —estilo que aparecerá también más tarde en la Edad Media—, este rasgo cortesano-caballeresco favorece unas formas de vida más independientes, más espontáneas y más elásticas, y engendra, en armonía con estas formas, un arte más individualista, más libre estilísticamente y más amante de la naturaleza.
Pero, según otra interpretación, el arte cretense no es propiamente más naturalista que, por ejemplo, el arte egipcio; si produce una impresión de mayor naturalidad, no se debe tanto a los medios estilísticos cuanto a la osadía en la elección de los temas, a la renuncia, a la solemnidad representativa y a la preferencia por lo profano y episódico, por los motivos vivientes y dinámicos[36]. La “disposición casual” de los elementos de la composición, de la que se habla como de una característica esencial del arte cretense, muestra, sin embargo, que no basta con hacer referencia a la elección de temas y motivos. En contraste con la trabazón del arte egipcio y babilónico, esta “disposición casual”, esta composición más libre, más suelta, más pictórica, revela una libertad de invención a la que acaso la denominación que mejor cuadre sea la de “europea”, y una concepción artística que favorece la acumulación y abundancia del material temático, en oposición al principio de la concentración y la subordinación de los motivos[37]. La preferencia por la simple yuxtaposición es tan decidida en el arte cretense, que no sólo en las composiciones de escenas y figuras, sino también en el colorido ornamental de los vasos encontramos por todas partes una lujuriante decoración colorista en vez de una decoración geométrica cerrada[38]. Esta independencia formal es tanto más significativa cuanto que los cretenses conocían muy bien, como sabemos, las creaciones del arte egipcio. El hecho de que renunciasen a la monumentalidad, a la solemnidad y al rigor egipcios es una prueba clara de que las proporciones egipcias no correspondían a su gusto ni a sus propósitos artísticos.
A pesar de esto, también el arte cretense tiene sus convencionalismos antinaturalistas y sus formas abstractas; descuida la perspectiva casi siempre, las sombras faltan completamente en sus pinturas, los colores se mantienen casi siempre en los tonos ordinarios y las formas de la figura humana se pintan siempre más estilizadas que las de los animales. Pero la relación entre los elementos naturalistas y antinaturalistas tampoco está aquí determinada de antemano, sino que es una proporción que varía con la evolución histórica[39]. El arte, siguiendo siempre de cerca a la naturaleza, retrocede desde una forma completamente geométrica y posiblemente influida todavía por el Neolítico, pasando por un naturalismo extremo, hasta una estilización arcaizante y un poco académica. Pero hasta mediados del segundo milenio, es decir, a finales del minoico medio, no encuentra Creta su singularidad naturalista ni alcanza la cumbre de su desarrollo artístico. En la segunda mitad del milenio el arte cretense pierde de nuevo gran parte de su frescura y naturalidad; sus formas se hacen cada vez más esquemáticas y convencionales, más rígidas y abstractas. Los investigadores que se inclinan por una explicación racial del fenómeno acostumbran a atribuir esta geometrización a la influencia de las tribus helénicas que invaden el continente griego desde el Norte, es decir, al mismo elemento étnico que creó más tarde el geometrismo griego[40]. Otros ponen en tela de juicio la necesidad de semejante explicación y buscan la razón de este cambio de estilo en la evolución histórica de la forma[41].
Es corriente aludir a la “modernidad” del arte cretense para acentuar su singularidad frente al egipcio y al mesopotámico; pero la cuestión más problemática es tal vez saber qué es lo que se entiende por tal “modernidad”. A pesar de toda su originalidad y su virtuosismo, el gusto de los cretenses no era precisamente ni delicado ni constante. Sus medios artísticos son demasiado fáciles y evidentes como para dejar tras de sí una impresión duradera. Sus frescos recuerdan, con sus colores acuosos y sus rasgos sobrios, las decoraciones de los modernos barcos de lujo y de las piscinas[42]. Creta no sólo ha estimulado la época “moderna”; lo cretense anticipa incluso muchos aspectos del moderno “arte industrial”. Esta “modernidad” del arte cretense estaba relacionada probablemente con su actividad artística a escala industrial y con su producción masiva de obras de arte para una ingente exportación. Los griegos han evitado ciertamente, en semejante industrialización de la artesanía, el peligro de la esquematización; pero esto prueba sólo que en la historia del arte las mismas causas no producen siempre los mismos efectos, o que a menudo las causas son tal vez demasiado numerosas para ser agotadas por el análisis científico.