ENTRE LOS CUERPOS
Aquel triunfo dejaba mucho que desear, pues la mayoría de los enanos del Clan Battlehammer, incluidos los defensores de la montaña, habían logrado replegarse con vida a Mithril Hall. No sólo eso, sino que al rey Obould le quedaban muy pocas dudas sobre la identidad del caudillo que había aparecido justo a tiempo para liderar con éxito la retirada de los enanos: Bruenor, a quien había creído muerto y enterrado bajo las ruinas de la ciudad de Shallows.
Los enanos del Clan Battlehammer habían coreado su nombre con insistencia, y la renovada decisión y arrojo absoluto con que se habían defendido después de la inesperada aparición de aquella figura confirmaban que el odiado rey de los enanos seguía vivo y coleando.
El señor de los orcos se prometió hablar con su hijo en relación con tan inopinado giro en los acontecimientos.
A pesar de la impensada aparición de Bruenor, a pesar de la retirada con éxito del enemigo, Obould se consolaba con la certeza de que los enanos distaban de haber obtenido una victoria en el campo de batalla. Los enanos se habían visto obligados a replegarse a su ciudad, y no iban a poder salir de ella en el futuro próximo. En aquel mismo momento, los gigantes de Gerti se estaban ocupando de sellar las puertas occidentales de Mithril Hall. Los orcos habían sufrido bajas muy considerables en el Valle del Guardián, pero también eran muchos los enanos que habían perdido la vida.
—¡Ése era Bruenor! —acusó Gerti Orelsdottr, que acababa de aparecer repentinamente a su lado—. ¡En carne y hueso! ¡El rey de Mithril Hall! ¡Y tú me habías dicho que estaba muerto!
—Porque eso me dijeron eso mi hijo y tus gigantes —respondió Obould sin dejarse intimidar y sin perder la calma.
—¡Lo habíamos fiado todo a la muerte de Bruenor, perro!
—Mejor baja un poco la voz —instó Obould—. Hemos ganado esta batalla. No es el momento de dar rienda suelta a nuestros temores.
Gerti se lo quedó mirando muy fijamente y emitió un gruñido sordo.
—Tú no has perdido un solo gigante —le recordó el orco, parándole los pies—. Los enanos del Clan Battlehammer han sufrido muchísimas bajas y se han visto forzados a esconderse en su agujero. Sin que tú hayas perdido uno solo de tus guerreros.
La airada giganta lo miró con el desdén más absoluto y se marchó sin decir palabra.
Obould contempló el alto precipicio y se acordó de la enorme explosión que había señalado el comienzo de la batalla y había provocado una gigantesca lluvia de polvo y cascotes. El rey orco esperaba que cuanto acababa de decirle a Gerti fuera cierto. Obould esperaba que la batalla en lo alto de la gran pared de roca se hubiera visto coronada por el éxito.
Si no había sido así, estaba decidido a matar a su hijo.
Con el rostro manchado de sudor y de lágrimas, de fango y de sangre, Cattibrie se arrodilló ante su padre y lo abrazó con todas sus fuerzas.
Bruenor, cuyo propio rostro estaba asimismo manchado de sangre —habían arrancado parte de la barba y tenía un ojo magullado y cerrado—, levantó un brazo, pues el otro pendía inerte junto al costado, y correspondió al abrazo de su hija.
—¿Cómo es posible? —preguntó Banak Buenaforja.
Junto a otros enanos, Banak estaba mirando con el asombro más absoluto a su señor, que al parecer había regresado del mundo de los muertos.
—El regente Regis consiguió salvarlo —explicó Stumpet Lagarra.
—Regis fue quien lo devolvió a la vida —confirmó Cordio Carabollo.
Cordio dio un paso al frente y soltó una tremenda palmada en el hombro del halfling, que a punto estuvo de caer derribado.
Wulfgar, Cattibrie y los demás contemplaron con curiosidad a Regis, que mostraba cierto embarazo al verse convertido en el centro de atención.
—En realidad fue Cordio quien logró despertarlo… —repuso con escasa convicción.
—¡Bah! ¡Nada de eso! ¡Fuiste tú, con tu mágico rubí! —exclamó Cordio—. Regis, finalmente, se valió del rubí para entrar en comunicación con Bruenor. «Un verdadero rey no puede permanecer al margen mientras su pueblo lucha en el campo de batalla», le dijo una y otra vez.
—Las mismas palabras que tú mismo me dijiste hace pocos días —indicó Regis.
Cordio soltó una carcajada y volvió a palmearlo en el hombro.
—Regis tuvo el mérito de dar con la última chispa de vida que habitaba en el cuerpo de Bruenor. Entonces le explicó lo que estaba sucediendo en el exterior. Y cuando Stumpet y yo más tarde tratamos de reanimarlo con nuestros conjuros, el espíritu de Bruenor por fin atendió a nuestras palabras, de forma que su cuerpo no tardó en sanar definitivamente. ¡Yo diría que nuestro rey acababa de regresar del mismo reino de Moradin!
Todas las miradas convergieron en Bruenor, que se limitó a encogerse de hombros. Con la expresión repentinamente solemne, Cordio se acercó al señor de los enanos.
—Volviste a nuestra vera cuando más te necesitábamos —declaró—. Te pedimos que volvieras por nuestra propia conveniencia y, fiel a tu naturaleza, escuchaste nuestros ruegos. No se le puede pedir más a un enano, mi señor. Gracias a tu concurso, ahora estamos seguros en Mithril Hall, cuyas puertas han sido cerradas al enemigo. Lo cierto es que has cumplido con tu deber para con tu pueblo y tu clan.
Casi todos los presentes acogieron sus palabras con un murmullo de extrañeza. Sin embargo, algunos empezaban a entender adónde quería ir a parar Cordio.
—De nuevo, gracias por abandonar el reino de Moradin para volver a nuestro lado —añadió el sacerdote—. En todo caso, no podemos obligarte a seguir con nosotros. Has cumplido con tu deber y te mereces el descanso eterno.
Más de uno se lo quedó mirando anonadado. Wulfgar tuvo que sostener a Cattibrie, que a punto estuvo de desfallecer de la impresión. De hecho, el propio bárbaro distaba de tenerlas todas consigo.
Las palabras de Cordio parecían haber hecho mella en Bruenor. El rey de los enanos entrecerró los ojos y hundió los hombros.
—Ya no es preciso que sigas sufriendo a nuestro lado, mi señor —agregó Cordio con un hilo de voz y agarrando por el brazo a Bruenor, que asimismo daba la impresión de estar a punto de desfallecer—. Moradin te ha acogido en su seno. Es hora de que vuelvas a su lado.
Regis estaba boquiabierto. Más de uno no podía contener las lágrimas.
Bruenor cerró los ojos por completo, pero al momento los abrió y miró al sacerdote con la más absoluta de las incredulidades.
—¡Si serás necio! —tronó de repente—. ¡Para volver aquí he tenido que dar buena cuenta de un sinfín de orcos pestilentes! ¿Y ahora me pides que me muera?
—Pero, pero… —tartamudeó Cordio.
—¡Bah! —soltó Bruenor—. Deja ya de decir tonterías. ¡Tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos!
Durante un segundo, todos contuvieron el aliento. Y de pronto estallaron en unos vítores que no se habían oído en Mithril Hall desde que los drows habían sido derrotados muchos años atrás. Era cierto que el enemigo los había obligado a replegarse, pero Bruenor volvía a estar con ellos, y eso era lo que contaba.
—¡Hurra por Bruenor! —exclamó un enano, que al punto fue secundado por sus compañeros—. ¡El héroe del día!
—¡Yo me he batido igual que los demás! ¡Ni más ni menos! —gritó Bruenor, imponiéndose al griterío—. Todo se lo debo a quien consiguió hacerme volver al mundo de los vivos —agregó, mirando al halfling.
—¡Pues hurra por el regente Regis! ¡El héroe del día! —tronó un segundo enano.
—Uno de los muchos héroes del día —matizó Wulfgar al momento—. Sin el concurso del gnomo Nanfoodle no habríamos logrado retirarnos de la cima de la montaña.
—¿Y qué me dices de Pikel? —intervino Ivan Rebolludo.
—¿Y de Pwent y sus muchachos? —terció Banak—. ¡Si no es por Pwent, el rey Bruenor no sale vivo de ésta!
Los vítores se sucedían a la mención de cada nombre.
Con todo, Bruenor guardaba silencio. Todavía no acababa de comprender bien lo que le había sucedido. Se acordaba vagamente de una maravillosa paz absoluta, de hallarse en un lugar del que no quería marcharse, hasta que una voz familiar, la voz de un halfling, había resonado de pronto en su conciencia y le había llevado a transitar el oscuro sendero de regreso al mundo de los vivos.
Y había sido justo a tiempo para sumarse a la lucha decisiva. Iban a necesitar cierto tiempo para sustraerse a las borrosas tinieblas del combate y evaluar el verdadero alcance de su éxito o su fracaso. En todo caso, una cosa era segura: el Clan Battlehammer se había visto forzado a replegarse al interior de Mithril Hall. Fuera cual fuera el número de muertos, orcos y enanos, dejados en el campo de batalla, no podía hablarse de una auténtica victoria.
Bruenor sabía que los tiempos se avecinaban difíciles.
Nanfoodle estaba sentado en un pasillo cercano, con la espalda contra la pared, llorando a lágrima viva.
Wulfgar allí lo encontró, entre los enanos heridos y quienes se estaban ocupando de ellos.
—Hoy te portaste como un bravo —elogió el bárbaro, mientras se acuclillaba a su lado.
Nanfoodle alzó los ojos y se lo quedó mirando con el rostro arrasado por las lágrimas.
—Shoudra… —musitó.
Wulfgar no supo qué responder ante la horrorosa imagen que tal nombre conjuraba. El bárbaro dio una palmadita en la cabeza del gnomo y se levantó en silencio. Al hacerlo, se llevó una mano a las costillas, doloridas por obra del golpe tremendo encajado en el combate contra el orco gigantesco.
Sin embargo, su dolor se vio mitigado al momento cuando se dio cuenta de que una figura familiar llegaba corriendo por el pasillo.
Delly se le echó en los brazos y lo estrechó con todas sus fuerzas. Abrazada al ancho pecho del bárbaro, la mujer estalló en un llanto incontenible. Wulfgar la estrechó con mayor fuerza todavía.
Desde un extremo del pasillo, Cattibrie estaba contemplando la escena con una sonrisa en los labios.
En el Valle del Guardián, las bajas de Obould habían sido de cuatro a uno en relación con los enanos, un índice aceptable si se tenía en cuenta el carácter del enemigo. En vista de los resultados obtenidos, nadie podía cuestionar aquella victoria.
No podía decirse lo mismo del combate entablado en lo alto de la montaña. Sin necesidad de contar las bajas con precisión, Obould sabía que los enanos habían causado una tremenda mortandad entre los orcos de Urlgen. Las bajas de éste habían sido verdaderamente desastrosas, de veinte a uno quizá.
La cima del cerro había sido destruida por la explosión. Tan sólo uno de los gigantes que allí se encontraban había sobrevivido a la deflagración, pero a juzgar por sus heridas terribles, era poco probable que siguiera mucho tiempo con vida.
Obould estaba decidido a responsabilizar a su hijo del desastre, a acabar con el muy estúpido delante de su propio ejército como escarmiento ejemplar.
—¡Traedme a mi hijo ahora mismo! —ordenó a quienes lo rodeaban en ese instante, escupiendo más que diciendo las palabras—. ¡Que venga Urlgen! ¡Ya!
Rabioso a más no poder, Obould empezó a pasearse como un felino enjaulado, pateando cadáveres a casi cada paso que daba. Al cabo de un rato, un emisario llegó y, tras rendirle profusión de reverencias, le anunció que el cuerpo de Urlgen había sido encontrado entre los muertos. Obould, al punto, agarró al emisario por el cuello y lo levantó en vilo.
—¿Y tú cómo lo sabes? —inquirió, meneando al orco en el aire.
El desdichado mensajero trató en vano de responder y se llevó ambas manos a la garganta para aliviar la asfixiante presión de su caudillo. Fuera de sí, Obould siguió apretando hasta romperle el cuello al emisario. Con la expresión furibunda, el rey orco tiró a un lado el cadáver del mensajero.
Su hijo había fracasado y entonces estaba muerto. El señor de los orcos echó una mirada en derredor para evaluar cómo se habían tomado la noticia los escasos y amedrentados brutos que la habían oído.
Una levísima punzada de remordimiento aguijoneó su corazón al pensar en su hijo muerto. Con todo, tal remordimiento fue completamente efímero. Lo principal entonces era atender las necesidades del momento.
Urlgen había muerto. Obould entendía que, por consiguiente, era imperioso centrarse en los aspectos positivos de la jornada, en el hecho de que los enanos habían sido desalojados del acantilado y obligados a retirarse a Mithril Hall. Era aquél un momento crítico para sus fuerzas y para el ulterior desarrollo de los acontecimientos. Su reino entonces se extendía de la Columna del Mundo a Mithril Hall, del Surbrin al Paso Rocoso, sin que apenas nadie se le resistiera.
Con todo, era fundamental que mantuviera bien alta la moral de sus guerreros, pues estaba claro que los enanos, tarde o temprano, contraatacarían. ¡Ojalá Arganth estuviera a su lado en ese momento para proclamar que Obould era Gruumsh!
Obould no tardó en enterarse de que Arganth había muerto a manos de una elfa y un drow.
—¡Un resultado por completo inaceptable! —chilló Gerti al rey orco mientras la noche se cernía sobre la tierra y el fatigado ejército seguía reorganizándose.
—Te recuerdo que han muerto diecinueve gigantes, pero millares de mis guerreros —respondió Obould.
—¡Veinte! —corrigió ella.
—Pues veinte —convino el orco, como si el detalle fuera accesorio.
—¿Cómo se explica que se produjera esa explosión? —inquirió Gerti con el ceño fruncido—. ¿Qué clase de magia han empleado nuestros enemigos? ¿Cómo es que tu hijo no supo evitarla?
Obould sostuvo la mirada de la giganta sin arrugarse en lo más mínimo. Sin responder, con la expresión desdeñosa, el rey orco se dio media vuelta y empezó a alejarse.
Apenas había dado unos pasos cuando oyó que una espada estaba siendo desenvainada a sus espaldas. Girándose por puro instinto, Obould empuñó su propio espadón y bloqueó la arremetida de Gerti en el último segundo.
Con un rugido de rabia, la giganta se abalanzó sobre él tratando de aprovechar su monumental envergadura para derribarlo. Pero Obould hizo que su mágica espada empezara a flamear y soltó un tajo dirigido a las rodillas de su oponente. Ésta tuvo que saltar para esquivar el ardiente filo del bruto.
Obould embistió con vigor y situó su hombro bajo el ancho muslo de la giganta. Con fuerza sobrenatural, para sorpresa de todos quienes estaban presenciando la escena —orcos, goblins y gigantes—, el rey orco levantó a Gerti del suelo y, revolviéndose con toda su energía, la hizo saltar por los aires, hasta que la giganta se estrelló de bruces contra el suelo.
Ciega de rabia, Gerti iba ya a levantarse cuando de pronto sintió que la ardiente espada de Obould se situaba a dos dedos de su nuca.
—Los enanos han tenido que retirarse al interior de sus túneles —recordó el orco—. Puedes ir a defender el Surbrin o recoger a tus muertos y marcharte al Brillalbo. —Acercándose a ella, añadió en un susurro, para que nadie más pudiera escucharlo—: Pero te juro que si ahora nos abandonas, yo mismo me encargaré de ir a por ti después de hacerme con Mithril Hall.
Obould dio un paso atrás y dejó que Gerti, por fin, se levantara del suelo. Ésta se lo quedó mirando con el odio más absoluto en la mirada.
—Dejémonos de niñerías, mi querida giganta —añadió Obould en voz alta, para que los demás lo oyeran—. Me temo que los dos estamos un poco trastornados por lo sucedido. Mi propio hijo se cuenta entre los muertos del día. Con todo, ¡hoy hemos obtenido una victoria decisiva! —agregó, volviéndose hacia los demás—. Esos enanos cobardes han tenido que salir por piernas y tardarán mucho en volver a plantarnos cara.
Los vítores resonaron en el campamento.
Obould alzó las manos en gesto triunfal. Su espada llameante en alto venía a representar la gloria del gran señor de los orcos. Mientras sus soldados lo aclamaban, el orco aprovechó para volver el rostro hacia Gerti. Sus ojos amarillentos e inyectados en sangre miraron a la giganta con odio y amenaza.
Gerti empezaba a intuir que su situación se estaba complicando cada vez más.
La celebración de los orcos victoriosos contaba con otro espectador inesperado. Satisfecho por los servicios prestados a los enanos en retirada, Nikwillig de la Ciudadela Felbarr apoyó la espalda en una piedra y fijó la mirada en el crepúsculo.
Desde la posición elevada en la que se encontraba había visto la batalla entera y el repliegue de los enanos al interior de Mithril Hall.
Nikwillig era consciente de que su situación era precaria: no tenía adónde ir y muy pronto no tendría dónde esconderse.
Pero el enano se conformaba con la suerte que le deparara el destino. Había cumplido con su deber; había ayudado a sus hermanos de sangre.