EL REGRESO DE BRUENOR
Al contemplar el masivo contraataque de los millares de orcos sedientos de sangre, Banak Buenaforja comprendió que la batalla iba a ser definitiva y final. En vista de los refuerzos con que contaban sus oponentes, las perspectivas no eran buenas.
El ruido de la batalla que se estaba desarrollando más abajo hizo que Banak corriera a reunirse con los enanos que se encontraban junto al borde del acantilado.
Una vez allí, el viejo comandante se encontró con un panorama estremecedor.
Los enanos situados en el límite occidental del Valle del Guardián estaban combatiendo en desorden. No podía ser de otra manera, pues la fuerza que se lanzaba contra ellos era colosal, la mayor que Banak había visto en muchos años.
—¿Cuántos orcos son? —preguntó sin aliento, pues el espectáculo lo había dejado anonadado—. ¿Cinco mil? ¿Diez mil?
—No tardarán en hacerse con el valle entero —advirtió Torgar Hammerstriker.
Banak sabía que su compañero estaba en lo cierto.
—¡Nos retiramos! —ordenó finalmente Banak, muy a su pesar—. ¡Todos sin excepción! ¡Descenderemos al valle y nos replegaremos a Mithril Hall!
Ya fueran de Mirabar o del Clan Battlehammer, los enanos no estaban acostumbrados a oír hablar de retiradas. Por un segundo, los distintos lugartenientes que allí se encontraban se quedaron mirando boquiabiertos a Banak.
—¡Pero si los gigantes han sido eliminados! —protestó uno de ellos—. El gnomo ha hecho saltar el cerro por los aires y…
Sus palabras no tardaron en verse sofocadas por el silencio glacial de sus compañeros, quienes eran plenamente conscientes del peligro mortal que entrañaba la ofensiva en pinza de los orcos. Sin mayor dilación, Torgar y Shingles, Ivan, Tred y todos los demás corrieron a unirse a sus grupos respectivos para organizar la retirada precipicio abajo.
Banak fijó la mirada en la ladera, donde Thibbledorf Pwent y los Revientabuches estaban sembrando el caos entre las filas de los orcos. El bragado enano se emocionó: Pwent y los suyos se estaban sacrificando con intención de darles el tiempo necesario para escapar de aquella ratonera.
—¡Sigue luchando, Pwent! —murmuró Banak, por mucho que sus palabras de ánimo no fueran en absoluto necesarias—. ¡Vamos, vamos, vamos! —exhortó luego a los primeros soldados que empezaron a descolgarse por las cuerdas del precipicio—. ¡Hay que llegar al Valle del Guardián cuanto antes!
Los enanos que luchaban en primera línea contra los orcos asaltantes se reagruparon en formaciones de cuadro y, poco a poco, empezaron a retirarse hacia lo alto.
—¡Tenemos que darles tiempo a replegarse! ¡Hay que frenar a la vanguardia de los orcos como sea! —exclamó Tred en ese momento.
En respuesta inmediata a sus palabras, Wulfgar y Cattibrie echaron a correr ladera abajo, hacia el flanco izquierdo de la vanguardia de los brutos.
Banak contuvo el aliento. Saltaba a la vista que Tred estaba en lo cierto. Si no conseguían retrasar a los orcos, aunque fuera por poco tiempo, los enanos iban a sufrir muchas bajas ese día.
A sus espaldas, numerosos enanos estaban enzarzados en una discusión. Algunos no se mostraban dispuestos a retirarse mientras otros hermanos de su raza seguían combatiendo. Banak se volvió hacia ellos y los fulminó con la mirada.
—¡Bajad ahora mismo, he dicho! —tronó.
La discusión cesó en el acto.
—¡Que bajéis de una vez! —rugió el viejo comandante—. ¡Si seréis estúpidos! ¡La retirada es general! ¡Y vuestros compañeros no podrán bajar hasta que lo hayáis hecho vosotros!
Un enano empujó a otro hacia el borde del precipicio, instándolo a bajar por una de las cuerdas.
—Yo nunca he dejado tirado a un compañero —rezongó el enano, que sin embargo tomó la cuerda y emprendió el descenso.
Con los ojos fijos en la furiosa batalla que se estaba desarrollando en la ladera y en el combate de retaguardia en que se hallaban sumidos Pwent y sus muchachos, Banak se dijo que a él tampoco le gustaba abandonar a sus compañeros a su suerte.
—¡Aplastadlos! —gritó el rey Obould, urgiendo a sus tropas a avanzar.
Lejos de mantenerse en la retaguardia, el rey orco se unió a la primera línea de sus guerreros, haciendo a un lado a patadas a los orcos muertos y heridos por los valerosos enanos.
Obould maldijo su suerte. Su primer asalto habría logrado conquistar las defensas de los enanos de no ser por la inesperada e inmensa explosión que de pronto había precipitado una lluvia de piedras sobre sus soldados. El rey orco no tenía idea del origen de aquella explosión, lo que en aquel preciso momento constituía la última de sus inquietudes.
En aquel instante, toda su atención estaba concentrada en un único objetivo.
—¡Aplastadlos! —repitió.
El señor de los orcos seguía predicando con el ejemplo al frente de sus hordas. Al llegar ante la primera formación de los enanos, un tajo bestial de su enorme espadón bastó para desviar las aguzadas picas de los oponentes. Con todo, dos de los enanos se rehicieron al momento y aprovecharon el flanco libre que les dejaba su rival para hincar con las armas el costado del orco enorme.
A pesar de su punta afiladísima, las picas apenas si lograron arañar un poco la formidable coraza del rey orco. Éste, al momento, soltó un nuevo tajo temible; el filo de su espadón ardió en llamas y rebanó de golpe la cabeza de un enano. Llevado por el ímpetu brutal de su dueño, el espadón siguió su trayectoria y se estrelló con estrépito contra el murete de piedra, del que hizo saltar cascotes.
El señor de los orcos siguió propinando tajos de esa guisa, hasta limpiar de enemigos el área adyacente. De un salto agilísimo, Obould subió entonces al murete de un metro de altura. Con la espada llameante en su mano derecha y el cuerpo envuelto en su aparatosa armadura, el rey orco era la misma imagen de la invulnerabilidad.
Una lluvia de flechas y dardos de ballesta se estrelló infructuosamente contra su coraza. Algunos enanos osados trataron de golpearlo en las piernas con sus armas para desalojarlo de lo alto del murete.
—¡Aplastadlos! —volvió a repetir el bruto, sin retroceder un solo paso.
Envalentonados por el ascendiente de su líder, los orcos se lanzaron en masa contra el murete. Los enanos vacilaron un instante. Por la derecha de Obould, llegaba un refuerzo de gigantes, que al momento la emprendieron a pedruscos con la fortificación.
Bajo su yelmo en forma de cráneo, Obould sonreía con placer. Como había intuido, su personal ejemplo de valor y decisión había obligado a la tibia Gerti a intervenir de su lado.
La primera línea de defensa cedió ante el empuje de los agresores. Los enanos salieron corriendo en desbandada. Aquellos que quedaron rezagados no tardaron en ser cazados y aplastados contra las piedras.
Con el espadón flameante en ristre, Obould soltó un rugido salvaje. Su mirada se posó por un segundo en la cima del cerro donde había tenido lugar la colosal explosión. ¿Qué había sido aquello? En todo caso, el orco no se preocupó demasiado por la cuestión, pues entonces lo esencial era incidir en aquella ofensiva aplastante. Incluso si Urlgen no cumplía con su cometido, Obould sabía que estaba a punto de hacerse con el Valle del Guardián. Y cuando se asegurase el control del valle, los enanos atrapados en lo alto de la montaña cortada a pico no tendrían la menor opción de retirarse al interior de Mithril Hall.
Aunque no podía ver cómo se estaba desarrollando el combate en la primera línea, Drizzt entendía que los enanos cercanos al precipicio estaban oponiendo una resistencia denodada al asalto de sus enemigos. El drow también advirtió que los orcos tenían problemas en la retaguardia, a unos cien metros de donde se hallaba. Cuando un orco cubierto de heridas salió despedido por los aires, se dijo que aquello tenía que ser cosa de Thibbledorf Pwent y sus muchachos.
Drizzt compuso el gesto, pues estaba llegando a la retaguardia de los orcos, y su presencia justo acababa de atraer la atención de algunos elementos rezagados.
—Van a ponernos a prueba —explicó en voz baja a su compañera, que caminaba unos pasos por delante con las manos atadas a la espalda—. Confía en mí y sígueme la corriente.
Innovindil, en ese momento, tropezó y se cayó. Drizzt refrenó el impulso de ayudarla y, agarrándola por el hombro, la levantó con brusquedad, por mucho que no le fuera fácil hacerlo.
Era lo que habían convenido.
Drizzt la empujó con violencia, hasta tal punto que Innovindil de nuevo estuvo en un tris de caerse, y luego hincó la punta de una cimitarra en su espalda. Varios orcos se acercaron a ellos con los amarillentos ojos muy abiertos, mostrando los colmillos y con sus armas a punto. Uno de ellos se situó a dos pasos de Innovindil, que bajó la mirada.
—Un prisionero para Urlgen —explicó Drizzt en orco chapurreado—. ¡Para Urlgen! —repitió, cuando el bruto dio un nuevo paso hacia ella—. Una captura de Donnia —agregó ante las miradas recelosas de los goblinoides.
El orco hizo una seña a uno de sus compañeros, que se acercó a Innovindil por detrás y la agarró por los brazos para comprobar la solidez de las ligaduras. Cuando se hubo cerciorado de que eran de verdad, Drizzt lo apartó de un bofetón.
—¡Para Urlgen! —gritó de nuevo.
Rabioso, el orco que estaba frente a la elfa, de pronto, echó mano de su azagaya e hizo amago de clavársela en el estómago.
Rápido como el rayo, Drizzt se volvió hacia el orco y desvió la lanza con tres rapidísimos movimientos de las cimitarras.
—¡Para Urlgen! —repitió con furia, sin dejar de trazar molinetes con las cimitarras.
El orco dio un paso atrás y trastabilló hasta caerse de espaldas.
El drow se mantuvo junto a la elfa, con las espadas prestas a entrar otra vez en acción.
El orco lo miró sin comprender. Sus ojos, entonces, se fijaron en su propio torso, en el que las espadas de Drizzt habían trazado una decena de círculos y líneas de sangre. Anonadado, el bruto perdió el conocimiento.
—¡Llevadme ante Urlgen! —exigió Drizzt a los demás goblinoides—. ¡Ahora mismo!
El drow se situó detrás de Innovindil, a quien propinó un tremendo empujón mientras las filas de los orcos se abrían a su paso como las aguas del mar ante la afilada proa de un navío.
Los dos elfos ascendieron por una ladera, sin que las miradas de los orcos se apartaran de ellos por un instante. Con todo, Drizzt advirtió con alivio que ninguno osaba acercarse.
En lo alto, un orco enorme estaba bramando órdenes. Sin apenas volver el rostro, el bruto colosal apartó de un manotazo a un subordinado que osó acercarse a su lado.
El cabecilla. Estaba claro.
Drizzt estaba haciendo acopio de toda su energía interior, transformándose en el ser furioso y primitivo que habitaba en su seno, en el Cazador que se regía por sus instintos más primarios, en pura concentración encaminada a un único fin. Rodeados por un enjambre de orcos, Innovindil y él tenían escasísimas posibilidades de salir de ésa. Lo mejor era abstraerse por completo de la marea de brutos que los envolvía.
Con el rabillo del ojo observó a Innovindil, cuya mirada azul parecía haberse petrificado en el odio absoluto hacia el cabecilla de los orcos, el hijo del ser bestial que había acabado con Tarathiel en su presencia.
Cuando trazaron el plan al que se estaban entregando en ese instante, Innovindil había arrancado al drow la promesa de que ella iba a ser quien matara a Urlgen, el hijo de Obould.
El ruido de la batalla resonaba sobre la ladera. Los testarudos enanos insistían en defenderse del avance orco mientras los gritos rabiosos del líder estremecían las filas de sus guerreros.
La memoria de Drizzt Do’Urden estaba concentrada en una imagen peculiar: la de un torreón en llamas que se desmoronaba de repente, arrastrando a un enano en su caída.
El Cazador convocó a Guenhwyvar.
Todos eran conscientes de la necesidad de resistir costara lo que costara. En atención a sus compañeros situados en lo alto de la montaña cortada a pico, los enanos tenían que rechazar la ofensiva de las hordas orcas. ¿Qué escapatoria le quedaría a Banak Buenaforja si entonces se replegaban a Mithril Hall?
Los enanos enclavados en el extremo occidental del Valle del Guardián lo sabían perfectamente: tenían que resistir como fuese.
Pero la resistencia era imposible, y pronto quedó claro que la única alternativa estribaba entre retirarse o morir donde se encontraban. Varios se decantaron por esta última opción, o fue ésta la que se decantó por ellos, mientras a sus demás compañeros no les quedaba más remedio que retirarse. Sin embargo, ni siquiera entonces los orcos les daban respiro. Los brutos seguían arremetiendo en oleadas, y los enanos se veían forzados a replegarse en desorden.
Rápidamente enviaron emisarios a la base del precipicio situado al norte para que gritaran a Banak y los suyos que se retirasen cuanto antes de la cima. Para su alivio, muy pronto vieron que los primeros enanos empezaban a descender por las cuerdas. De inmediato, los guerreros situados en la base trazaron un plan destinado a asegurar la defensa del perímetro y urgieron a sus compañeros a bajar con mayor presteza.
Otros enanos salieron corriendo hacia el este para avisar del desastre que se avecinaba a los centinelas de las puertas de Mithril Hall.
Muy pronto, todos los defensores del Valle del Guardián que seguían en pie se encontraron empujados hasta las cercanías de la gran puerta occidental. De nada servían sus amagos de contraataque, pues las hordas de goblinoides continuaban empujándolos hacia el oeste.
Los defensores estaban prácticamente debajo de las cuerdas que pendían pegadas a la alta pared de piedra. Había llegado el momento de la verdad: si se retiraban, el repliegue de Banak y los suyos estaría condenado al fracaso más sangriento.
—¡Están abriendo las puertas! —exclamó un enano de pronto.
Todas las miradas convergieron por un instante en los enormes portones de Mithril Hall, que estaban siendo abiertos en respuesta a su demanda de ayuda. Por ellos salieron un tropel de refuerzos, muchísimos enanos iban vestidos con los delantales de fragua o con ropas de calle. Se diría que todos salían para auxiliar, hasta los mismos heridos que mejor habrían hecho en seguir guardando reposo.
Todos respondían a la demanda de ayuda, dejando atrás la seguridad de sus túneles para unirse a la batalla decisiva.
En todo caso, los refuerzos no parecían suficientes para ganar aquella batalla, ni siquiera para hacer mella en las masivas hordas de orcos.
Sin embargo, entre las filas de los enanos que salían, una figura llamaba poderosamente la atención; una figura cuya mera presencia en el campo de batalla tenía un valor incalculable.
Un enano imponente avanzaba al frente de los refuerzos; un enano que no era otro que Bruenor Battlehammer.
Banak apretó los dientes al contemplar la escena que tenía lugar más abajo. Las dimensiones y la ferocidad del nuevo asalto de los orcos resultaban en verdad impresionantes. Los defensores del Valle del Guardián estaban siendo arrinconados sin remisión.
El viejo enano estaba supervisando la retirada de sus muchachos precipicio abajo. Los enanos se estaban deslizando por las numerosas escalerillas de cuerda como hormigas por la pared de roca. Banak rezaba por que la orden de retirada no hubiera llegado demasiado tarde.
El comandante tenía los ojos clavados en la oscura marea que estaba invadiendo el Valle del Guardián en dirección al oeste. ¿Acabarían los enanos de completar el descenso antes de que la marea se hiciese con el valle en su conjunto? Si lo hacían, ¿conseguirían organizar una defensa eficaz al pie del precipicio? Si no lo hacían, el desastre sería enorme, hasta llegar seguramente a la total aniquilación de los guerreros a sus órdenes.
Banak continuaba gritando órdenes a los soldados en retirada. Tras instar a Pwent y los suyos a replegarse a lo alto de la montaña, el comandante de los enanos corrió hacia la última vía de escape: el tobogán en vertical construido por los ingenieros de Torgar.
Al llegar junto a él, se encontró con Cattibrie, Wulfgar, Torgar, Tred y Shingles.
—Vosotros dos bajáis primero —ordenó a los dos humanos, uno de los cuales era demasiado corpulento como para deslizarse por el estrecho tubo—. Bajad por las escalerillas de cuerda ahora mismo.
—Bajaremos cuando vuelva Pwent —respondió Catti-brie.
Sin añadir palabra, la mujer apuntó con Taulmaril y disparó una saeta de estela plateada a los orcos que ascendían en tropel. La flecha, que desapareció entre las filas enemigas, sin duda derribó a algún bruto.
A todo esto, sin perder un segundo, Wulfgar subió dos de las largas cuerdas y las amarró una y otra vez entre sí, de forma que fueran muy difíciles de desatar y más difíciles aún de cortar.
—No seáis estúpidos —recriminó Banak—. Sois los hijos del rey Bruenor, y como tales, es preciso que lleguéis sanos y salvos a Mithril Hall.
—Nuestra presencia también es necesaria aquí —contestó el bárbaro.
—Bajaremos cuando vuelva Pwent —repitió Catti-brie, que soltó un nuevo flechazo al enemigo—. No nos iremos antes.
Banak no supo qué decir. Estaba claro que a él también lo iban a necesitar en Mithril Hall, y sin embargo tampoco tenía intención de retirarse antes de que lo hicieran los Revientabuches.
El viejo comandante encaró a los enemigos. Cattibrie, Torgar y Shingles estaban a su izquierda. Tred e Ivan Rebolludo, cuyo hermano Pikel había emprendido ya el descenso a pesar de sus protestas, se encontraban a su derecha.
—Puedes usar mi cabeza para apuntar con el arco —ofreció a Catti-brie.
Ésta aceptó la invitación y empezó a disparar una flecha tras otra a los orcos que subían en masa.
Los ligeros y gráciles movimientos de Innovindil contrastaban a más no poder con las bestiales embestidas de Urlgen.
La elfa estaba haciendo bailar a su oponente con fintas y tajos de la espada destinados a desequilibrar al enorme orco y rematarlo cuando ofreciera un flanco vulnerable.
Urlgen seguía defendiéndose a manotazos. Desviaba los golpes de su rival con los brazos, protegidos por una recia cota de malla, y se mantenía en continuo movimiento mientras la elfa giraba y giraba en torno a su corpachón.
Innovindil, de pronto, se detuvo y aprovechó la momentánea sorpresa del bruto para enviarle una estocada al corazón.
Pero Urlgen, el hijo de Obould, se rehizo a tiempo y se cubrió el pecho cruzando los brazos, gruesos e invulnerables. La espada de la elfa fue a hincarse inofensivamente en la gruesa cota de malla.
Innovindil, sin embargo, no se dejó desequilibrar ni hizo intento de reagruparse junto al drow. Drizzt Do’Urden bastante tenía con cubrirle las espaldas despedazando en el acto con sus mortales cimitarras a todo orco que osara acercarse. No menos efectiva a la hora de cubrirla por el flanco se mostraba Guenhwyvar, que en ese momento se lanzó contra un bruto demasiado atrevido y le arrancó el rostro de un zarpazo antes de saltar como un relámpago contra un nuevo orco.
Sus dos bravos compañeros estaban haciendo maravillas, pero Innovindil sabía que el tiempo jugaba en su contra.
La elfa se lanzó a un ataque furioso, enviando tajos a diestra y siniestra. Su espada arrancó chispas a la cota de malla que protegía los brazos enormes de Urlgen. El orco soltó de pronto un nuevo manotazo, que desvió a un lado la hoja de Innovindil. Haciendo honor al sobrenombre de Trespuños, Urlgen contraatacó de forma inesperada con un tremendo cabezazo dirigido a la frente de su rival. Aunque Innovindil se las arregló para retroceder a tiempo, el simple roce del yelmo del orco hizo que diera un paso atrás, medio aturdida.
La elfa alzó la espada por puro instinto y se salvó de milagro de los brutales puñetazos que el orco entonces le dedicó con sus guanteletes erizados de pinchos. Rehaciéndose con dificultad, Innovindil, finalmente, consiguió afirmar su defensa y lanzarse al contraataque con la espada.
—Lección aprendida… —murmuró sordamente, jurándose no volver a dejarse sorprender por un nuevo cabezazo del orco.
Bruenor estaba subido en lo alto de una roca.
Con los pies firmemente asentados en tierra y su hacha de combate plagada de muescas en alto, el señor de Mithril Hall exhortó a sus súbditos, a todos los enanos Delzoun, a batirse como nunca. Los guerreros del Clan Battlehammer supieron responder al llamamiento de su soberano. A todo esto, ya fuera por pura cuestión de suerte o por la protección brindada por sus ancestros y por su dios, ni una sola lanza llegó hasta Bruenor ese día.
Cuando los orcos se precipitaron como una negra ola a su alrededor, el rey de los enanos se mantuvo firme en su posición, convertido en el referente vital que los suyos necesitaban para hacer frente a los adversarios. Las azagayas pasaron rozando su cuerpo; varios orcos trataron de agarrarlo por las robustas piernas y dar con él en tierra, pero nada ni nadie podía desalojarlo de allí. Un garrote que llegó volando impactó de lleno en su rostro y le cerró un ojo en el acto. Sin desfallecer en absoluto, Bruenor soltó un rugido salvaje.
Un orco aprovechó para acercarse a su lado y propinarle un golpe tremendo con el martillo de combate. Bruenor encajó el golpe sin pestañear y acabó con el bruto de un hachazo.
Un segundo bruto se lanzó a por él, y un tercero, y un cuarto. Por un instante, el rey de los enanos pareció verse sepultado por un verdadero alud de enemigos. Sin embargo, éstos al punto salían volando en todas direcciones. El viejo rey de los enanos pensaba vender muy caro el pellejo. Su cuerpo estaba empapado en la sangre de varias heridas, algunas de ellas de evidente consideración. No obstante, Bruenor no sentía ni miedo ni dolor. Su determinación era absoluta, sin límites. Los gritos furiosos del rey henchían de orgullo los corazones de los hijos de Delzoun.
Por otra parte, a los enanos no les quedaba más alternativa que la lucha sin cuartel. La retirada equivaldría al abandono a su suerte de los cientos de compañeros que estaban descendiendo por la pared del precipicio. Y los enanos preferían morir a abandonar a sus hermanos de sangre.
La presencia de un Bruenor milagrosamente rescatado de su lecho de muerte obraba como un acicate decisivo. El ejemplo de su soberano les recordaba quiénes eran y por qué se estaban batiendo: por la supervivencia de su propia raza.
Encorajados por el valor y la decisión de su señor, los enanos contraatacaban con frenesí, oponiendo sus martillos y hachas a las azagayas del enemigo; oponiendo una determinación y un arrojo totales a la sed de sangre de los orcos.
En torno a la roca sobre la que estaba erguido el señor de Mithril Hall, la brutal acometida de los orcos estaba siendo frenada y domeñada.
Con Banak Buenaforja en el centro de la formación, los cinco enanos hacían frente a la vanguardia de los orcos, luchando hombro con hombro, y derribando a un enemigo tras otro con sus hachas y martillos de combate. Unos pasos por detrás, Cattibrie estaba empleando a Taulmaril con efectos devastadores; disparaba una flecha tras otra en coordinación con la fiera lucha defensiva planteada por Wulfgar. Entre la una y el otro, los orcos se encontraban con que era imposible rodear a los enanos por los flancos.
—¡De prisa, Pwent! ¡Todos los demás han bajado ya! —urgió Banak al reducido grupo de Revientabuches que por fin llegaba para enlazar con ellos y descender por el tobogán en vertical.
En realidad, Banak ni siquiera estaba seguro de que Pwent llegara con los Revientabuches.
—¡Sigue disparando, muchacha! —gritó Ivan Rebolludo a Catti-brie.
—¡Sigue, sigue! —insistió Wulfgar.
El humano tenía la situación controlada. Muy pocos eran los orcos que osaban acercarse a la posición defendida por el temible guerrero bárbaro.
Cattibrie, de pronto, advirtió que unos cuantos orcos estaban intentando rodear a los sangrantes Revientabuches para cortarles la retirada.
Taulmaril el Buscacorazones al momento entró en acción. Una tras otra, las ardientes saetas de estela plateada se cernieron sobre los orcos empeñados en aquella maniobra. Cattibrie disparaba a derecha e izquierda, para que las flechas encantadas no cayeran sobre el pequeño grupo de enanos. El efecto de aquella andanada estaba resultando devastador. Los orcos atrapados bajo la lluvia de flechas de pronto se encontraron con que ningunos refuerzos acudían a ayudarlos en su empeño de rodear a los Revientabuches. Repentinamente liberados de la presión por los flancos, los enanos cerraron filas y se replegaron con orden pendiente arriba, hasta llegar al borde del precipicio.
—¡Bajad ahora mismo! —ordenó Banak a Catti-brie y Wulfgar en ese momento—. ¡Nosotros lo tenemos más fácil!
Sin demasiado entusiasmo, pero al mismo tiempo sabedores de que Banak tenía razón, Cattibrie y Wulfgar finalmente se dirigieron al borde de la sima. Tras sujetar las armas a la espalda, ambos echaron mano de las cuerdas y emprendieron el descenso precipicio abajo.
Mientras bajaban oyeron cómo los Revientabuches empezaban a precipitarse uno tras otro tobogán abajo, aunque Banak seguía impartiendo órdenes a gritos.
Finalmente, los orcos estaban llegando en tropel al borde de la sima.
La cuerda por la que Wulfgar estaba bajando de pronto dio un tirón. Cattibrie rápidamente agarró a su compañero mientras éste, a su vez, se agarraba a ella.
Un segundo después, la maroma de Wulfgar se vino abajo, seccionada por los orcos en lo alto del precipicio.
Obould no se había percatado de que sus fuerzas acababan de ser contenidas en torno a la posición en la que se encontraba el rey Bruenor. En ese momento, su atención estaba concentrada en la pared rocosa situada al norte, por la que los enanos descendían en masa.
Aunque estaba claro que los enanos se defendían con encono, la abrumadora superioridad numérica de los orcos tenía que ser suficiente para decantar el curso de la batalla.
Pero entonces una gran bola de fuego estalló en medio de sus huestes. De forma inexplicable, un segundo batallón orco, en ese instante, torció hacia su flanco y empezó a luchar contra… «Contra nada en absoluto», advirtió el rey orco. Mejor dicho, los orcos de pronto se habían puesto a combatir entre sí, o contra las piedras, o…
Obould reparó en que en la línea defensiva de los enanos habían aparecido un gnomo y una humana que estaban ejecutando una serie de pases mágicos con los dedos. De lo alto no cesaban de llegar nuevos contingentes de enanos que al punto corrían a reforzar el perímetro de defensa.
¡Sus orcos estaban empezando a verse desbordados!
Un relámpago azulado, que se cernió de pronto sobre los atacantes, dejó una estela de orcos muertos o aturdidos sobre el terreno.
Su plan, en apariencia infalible y encaminado a aniquilar a los enanos, se estaba viniendo abajo ante los mismos ojos del señor de los orcos. Con un rugido de furia, el propio Obould echó a correr hacia la pared rocosa, determinado a modificar el curso de los acontecimientos costara lo que costara.
Los enanos no iban a volver a burlarse de él. Esa vez no iban a salir con vida.
Banak empujó al exhausto y ensangrentado Thibbledorf Pwent por el tobogán circular y se lanzó él mismo de cabeza por el angosto tubo que caía en vertical. Para su sorpresa, su descenso se vio frenado al momento. El viejo comandante advirtió que tenía una azagaya clavada en la espalda y que se había quedado enganchada en las piedras del borde del precipicio.
Los orcos llegaron en masa junto a la boca del tobogán y empezaron a golpearlo en los pies y a azuzarlo con las lanzas.
Aunque Banak pateaba con furia, al instante había comprendido que ya estaba muerto, que no tenía la menor posibilidad de salir vivo de aquel trance.
Pero entonces una manaza lo agarró por el cuello y tiró de él con violencia.
—¡Vamos de una vez, mentecato! —gritó Pwent a su oído.
—¡Una lanza! —trató de explicar Banak, sin que Pwent le hiciera el menor caso, ocupado como estaba en tirar de él con todas sus fuerzas.
El pobre Banak sintió de pronto que su espalda entera ardía en un mar de fuego. La punta de la azagaya se había dado la vuelta en la herida. Banak soltó un aullido de dolor.
Pwent seguía tirando con energía, sabedor de que no les quedaba otra opción.
El mango de la azagaya se quebró de golpe, y Banak y Pwent se vieron proyectados en caída libre tobogán abajo. Tras bajar a velocidad de vértigo, los dos enanos salieron como una exhalación por la boca inferior del tobogán y fueron a caer sobre un montón de heno estratégicamente situado. Como era de esperar, el heno había sido abundantemente desperdigado por los que habían bajado antes, de forma que los dos enanos se dieron un golpe tremendo.
Ignorando sus gemidos, las manos de sus compañeros los levantaron en el acto. No había un momento que perder.
—¡Cerrad el tobogán! —ordenó Pwent.
Demasiado tarde, pues en ese momento un primer perseguidor estaba ya bajando por el tubo; era un pequeño goblin, acaso empujado por los orcos brutales. El goblin impactó de lleno sobre Banak, que lanzó un nuevo grito de dolor.
Pwent dio un paso al frente y acabó con el anonadado goblin de un bofetón propinado con su guantelete erizado de pinchos.
—¡Bloquead el tobogán ahora mismo! —repitió Pwent.
De inmediato, Torgar Hammerstriker bajó una palanca, y un gran bloque de piedra se despegó de la pared y se encajó perfectamente en la boca del tobogán. La parte superior del enorme bloque estaba erizada de pinchos y se cobró la primera víctima un segundo después, cuando un orco o goblin que bajaba a toda velocidad se empaló mortalmente contra los pinchos.
En todo caso, los enanos estaban demasiado ocupados para prestar atención a la muerte de un enemigo más. Pwent y el malherido Banak fueron llevados por la ancha cornisa de piedra hasta un lugar en el que los ingenieros habían dispuesto nuevas escalerillas de cuerda. Muchos de los Revientabuches seguían bajando por ellas, prestos a unirse a la batalla decisiva que estaba teniendo lugar al pie del precipicio.
Nada más ver el espectáculo que se desarrollaba a sus pies, Thibbledorf Pwent se rehizo de su aturdimiento y empezó a bajar a toda prisa.
—¡A por ellos! —gritó Ivan Rebolludo más arriba.
Tras echarse al malherido Banak al hombro, Ivan también empezó a bajar por una escalerilla de cuerda, asistido de cerca por Tred, que estaba descendiendo por otra escalerilla próxima.
Con las armas en la mano, Torgar y Shingles seguían montando guardia más arriba, listos para cubrir la retirada de sus camaradas si el bloque de piedra cedía y los orcos empezaban a bajar por el tobogán. Los dos enanos de Mirabar tan sólo emprendieron la retirada tras asegurarse de que sus dos compañeros habían llegado sanos y salvos más abajo, al segundo tramo de las escalerillas de cuerda.
De forma instintiva, ambos se agarraron con fuerza por las muñecas mientras la cuerda del bárbaro descendía serpenteando en el vacío. El corpachón de Wulfgar rebotó en la pared de piedra y casi arrastró a Cattibrie en su caída, si bien la muchacha resistió el embate con toda su fuerza y determinación.
Al caer en vuelo libre, la maroma de Wulfgar restalló en el aire y soltó un latigazo al bárbaro, que otra vez estuvo al borde de soltarse de las manos de Cattibrie.
Pero ésta se negaba a ceder. Su cuerpo entero entró en tensión al esforzarse en seguir sujetando al bárbaro. Sus músculos estaban a punto de estallar; sus hombros parecían estar en un tris de desencajarse.
Pero Cattibrie se mantenía firme.
Wulfgar la miró con el miedo pintado en los ojos. El bárbaro no sólo temía por sí mismo, sino por que su peso acabara por precipitar a ambos al vacío.
Cattibrie, sin embargo, se mantenía firme. Fueran cuales fueran las consecuencias, la mujer no estaba dispuesta a soltar a su compañero.
Aunque parecieron transcurrir varios minutos, la cosa en realidad no duró más de una fracción de segundo. Con su mano libre, Wulfgar finalmente asió la cuerda de Cattibrie y recuperó la posición.
—¡Ahora! —instó Catti-brie tan pronto como comprendió que su propia maroma seguía firmemente amarrada a lo alto del precipicio.
Cogiéndose a la gruesa cuerda con ambas manos, Wulfgar empezó a bajar con rapidez hasta llegar a un nuevo saliente, sobre el que asentó firmemente los pies. El bárbaro, finalmente, suspiró con alivio.
Cuando Cattibrie estaba a punto de llegar a su lado, la cuerda de la mujer fue seccionada en lo alto. De pronto se vio agarrada por los robustos brazos de Wulfgar cuando ya se estaba despeñando sima abajo. Salvada por los pelos, Catti-brie se apretó al bárbaro junto a la pared de roca.
—Todavía no hemos llegado a la mitad del camino —repuso Wulfgar, señalando el extremo del pequeño saliente, allí donde estaba amarrado el siguiente tramo de escaleras de cuerda.
Drizzt soltó una doble estocada y dio un paso atrás, obligando a retroceder a un orco demasiado osado. Girando sobre sí mismo, el drow hizo nuevos molinetes con sus cimitarras para mantener apartado al círculo de orcos de la lucha a muerte que se estaba desarrollando entre Innovindil y Urlgen Trespuños.
Cuando un nuevo bruto dio un paso al frente, Guenhwyvar al momento se lanzó contra él.
Mientras se disponía a afrontar la llegada de dos orcos más, Drizzt advirtió con el rabillo del ojo que su compañera estaba llevando las de perder ante las rabiosas acometidas de Urlgen. Drizzt tenía que ayudarla, pero la embestida de los dos orcos requería toda su atención en aquel momento.
—¡Fíalo todo a tu furia! —gritó a Innovindil—. ¡Acuérdate de Tarathiel! ¡Acuérdate de su suerte y recurre a tu dolor!
En tanto decía esas palabras, el mismo drow tenía que emplearse a fondo con sus cimitarras para rechazar el asalto de aquellos dos orcos obstinados.
—¡Tienes que encontrar tu propio equilibrio! —exhortó a Innovindil—. ¡El equilibrio entre tu rabia y tu determinación! ¡Tienes que transformar tu dolor en instinto asesino!
El drow sabía que sus palabras tenían por objeto convertirla en una versión femenina del Cazador. Le estaba pidiendo que en aquel momento se olvidara de toda racionalidad y lo fiara todo a sus instintos y sentimientos más primarios. Del mismo modo que ella había tratado de sustraerle a su condición de Cazador, Drizzt entonces instaba a abrazar tal condición.
No había otro medio de combatir.
Drizzt se liberó de los temores que le inspiraba la comprometida situación de su compañera y terminó de transformarse en el Cazador. Cuando los orcos se cernieron sobre él, sus cimitarras entraron en un trance frenético, y sajando a sus enemigos, los obligó a retroceder.
A pesar de lo desesperado de la situación, a pesar del acoso del orco gigantesco, Innovindil oyó las palabras de Drizzt Do’Urden.
La elfa soltó una estocada tras otra para mantener a raya al bruto feroz que arremetía a manotazos propinados con sus guanteletes erizados de pinchos. Innovindil tenía que esforzarse como nunca para presentar una adecuada defensa contra las bestiales embestidas de su adversario, que luchaba de forma tan poco ortodoxa como peligrosa a más no poder, determinado a aprovechar su ocasión y derribarla con uno de sus letales bofetones. Innovindil era consciente de lo desesperado de su situación, de que no podía permitirse seguir luchando a la defensiva indefinidamente.
Por eso mismo hizo caso a las palabras de Drizzt Do’Urden, que tan bravo se estaba mostrando al mantener a raya a los demás orcos. Su mente se concentró en el recuerdo de la horrible muerte de Tarathiel. Y una rabia ciega empezó a consumirla, una rabia que reforzó su determinación de dar muerte al rival.
Su espada obstaculizó un nuevo manotazo con la derecha de Urlgen y un tajo rapidísimo impidió que el bruto conectara un directo con la izquierda.
Abstraída de todo pensamiento consciente, Innovindil se sumió por completo en aquel combate a muerte. Otra vez su filo arrancó chispas al guantalete de Urlgen. Con la mirada fija en los movimientos de su oponente, la elfa se lanzó a una ofensiva furiosa.
La elfa comprendió que su rival estaba buscando la oportunidad de asestarle un nuevo y formidable cabezazo. Moviéndose por puro instinto, con una concentración absoluta nacida de su propia furia, Innovindil pugnó por esquivar las arremetidas del enorme goblinoide.
Al eludir un enésimo golpe del orco, Innovindil perdió pie de pronto y resbaló a un lado. El orco aprovechó la ocasión para lanzarse al frente y asestar un manotazo que hiciera saltar su espada por los aires.
Seguro de su triunfo, Urlgen escogió ese momento para soltarle un cabezazo brutal.
Innovindil bloqueó el impacto llevándose la mano a la frente. El golpe tremendo le aplastó la mano y reverberó en su cráneo. La elfa salió despedida de espaldas y cayó al suelo, repentinamente vulnerable.
Sin embargo, Urlgen no se lanzó a rematarla, pues su cabeza no sólo había impactado con la mano de Innovindil, sino también con la pequeña daga que ésta había sacado de la caña de su bota en el último segundo y que le había clavado hasta la misma empuñadura. El orco retrocedió tambaleándose. El puño de la daga emergía de su frente como el asta de un unicornio. Girando sobre sí mismo una y otra vez, el bruto manoteó el aire con sus negros guanteletes.
Paralizados por el asombro, los orcos se habían quedado petrificados ante la suerte de su cabecilla. Drizzt Do’Urden aprovechó la confusión para levantar a Innovindil del suelo y abrirse paso con sus cimitarras entre los goblinoides todavía medio estupefactos. Cuando un puñado de éstos trataron de impedir la huida de los dos elfos, Guenhwyvar saltó sobre ellos; despedazando a un par de brutos con las garras y los colmillos, consiguió dispersar a los demás.
Tirando de la mano de Innovindil, Drizzt salió de estampía. El drow sacó una delgada cuerda de la bolsa y puso uno de los extremos en la mano de la elfa, que algo recuperada del formidable cabezazo que le había asestado Urlgen, comprendió qué era lo que tenía que hacer en aquel momento crítico. Sin dejar de correr junto a Drizzt, se llevó la mano libre a los labios y soltó un silbido estridente.
Al llegar a la carrera a un pequeño llano situado al pie de la ladera, su única esperanza de salvación apareció bajo el sol naciente: un caballo alado que descendía planeando.
Crepúsculo se posó en tierra, salió al trote entre las piedras y arrolló a varios orcos en su carrera. Drizzt e Innovindil corrieron a interceptarlo, uno a cada lado, con la cuerda tensa entre ambos. Crepúsculo se frenó un instante al toparse con la cuerda, y los dos elfos aprovecharon para subir a toda prisa a su lomo. Casi al momento, el pegaso abrió las alas enormes y, reemprendiendo el galope, remontó el vuelo en cuestión de segundos.
—¡Vuelve a casa, Guenhwyvar! —instó Drizzt a la pantera, que seguía sembrando la muerte entre los orcos.
El pegaso ascendió en el aire con rapidez en dirección al norte. Los orcos trataron de alcanzarlo con sus azagayas, pero muy pocas llegaron a la altura del animal, y las que lo hicieron fueron prontamente desviadas por las cimitarras de Drizzt. Cuando por fin estuvieron sanos y salvos a buena altura, el drow asomó la cabeza para ver cómo se estaba desarrollando la batalla.
Los orcos se encontraban en el mismo borde del acantilado. Drizzt comprendió que los enanos acababan de retirarse al Valle del Guardián.
De haber mirado un momento atrás, el drow habría visto el revelador destello plateado de Taulmaril.
Shoudra Stargleam contempló cómo la bola de fuego estallaba en medio de aquel puñado de orcos. Envueltos en llamas, los brutos se dispersaron aullando de dolor.
La sacerdotisa envió una nueva bola de fuego a un segundo grupo de orcos lanzados al asalto. Algunos de los enanos se la quedaron mirando con admiración. La orgullosa y noble Sceptrana se estaba batiendo como una verdadera hija del Clan Battlehammer, como si hubiera nacido en Mithril Hall, como una hermana de raza de los enanos.
A su lado, el pequeño Nanfoodle seguía obrando maravillas. El último de sus encantamientos había logrado que una compañía entera de orcos se lanzara al asalto contra la abrupta pared de piedra.
—¡Bien hecho, Nanfoodle! —felicitó Shoudra.
La Sceptrana secundó el encantamiento del gnomo con una tercera bola de fuego, que se cernió sobre el grupo de aturdidos brutos y dio muerte en el acto a varios de ellos. Shoudra guiñó un ojo a Nanfoodle y fijó la mirada en la pared del precipicio, por la que seguían bajando los enanos. A sus espaldas, los enanos que habían completado el descenso se estaban reagrupando con intención de abrirse paso hasta las imponentes puertas de Mithril Hall.
Sin embargo, lo primordial en aquel momento era que todos sus hermanos de sangre terminaran de bajar por la altísima pared de piedra.
La Sceptrana contuvo el aliento cuando un enano situado a pocos pasos de donde estaba cayó herido con una azagaya orca clavada en el pecho. Sin perder un segundo, antes de que los orcos pudieran acercarse al malherido defensor, Shoudra envió al enemigo una sucesión de mágicos proyectiles, y obligó a los brutos a retroceder.
Shoudra respiró con alivio cuando dos enanos llegaron corriendo. Mientras uno de ellos se retiraba con el herido, al momento su compañero asumió su puesto en la defensa del murete de piedra.
Los orcos seguían acometiendo.
Shoudra se fijó en la presencia de un orco imponente, un goblinoide enorme y envuelto en una aparatosa coraza. Blandiendo un formidable espadón, el bruto se abría paso sin miramientos entre sus propias filas, apartando a empujones a quienes se interponían en su camino.
Un dardo de ballesta llegó silbando y se estrelló contra el peto de su armadura; ni se clavó ni lo detuvo por un segundo. Lejos de ello, el orco incluso aceleró su furiosa carrera hacia el enemigo.
Shoudra recurrió a sus poderes mágicos y descargó un rayo sobre aquel adversario temible, que de pronto se vio alzado por los aires y arrojado sobre sus propias huestes. La Sceptrana lo dio por muerto y se volvió hacia la vanguardia de los orcos, sobre quienes descargó otra bola de fuego, tan próxima a la línea defensiva de los enanos que varios de éstos a punto estuvieron de salir chamuscados.
Los orcos de la vanguardia salieron corriendo en todas direcciones; los corpachones se veían envueltos en llamas y se escuchaban gritos de pánico y dolor. Sin embargo, una figura familiar apareció de pronto en el centro: el gran bruto armado con el tremendo espadón.
Shoudra no dio crédito a sus ojos: ¡era imposible que un orco pudiera sobrevivir a uno de sus rayos!
Pero ahí estaba la prueba de lo contrario. El orco gigantesco, que había vuelto a la carga, se deshacía a manotazos de cuantos se cruzaban en su camino. Muy pronto llegó ante el murete defensivo de los enanos, a quienes dedicó varios tajos de su espadón y los obligó a retroceder. Con un tremendo golpe de hombro, el gran goblinoide embistió el murete, lo que hizo saltar cascotes por los aires y abrió una brecha en el acto.
Los enanos que se lanzaron a por él al punto se vieron rechazados por el espadón colosal, o apartados con furiosos puñetazos y puntapiés.
Shoudra advirtió en ese instante que el enorme orco tenía los ojos fijos en ella.
El bruto arremetió contra la Sceptrana. Nanfoodle soltó un grito de miedo y trató de recurrir a uno de sus encantamientos, si bien la mujer comprendió por instinto que al gnomo de nada le iban a servir para evitar la llegada del orco. Rápida como el rayo, Shoudra alzó las manos y juntó las puntas de sus dos pulgares.
—¡Fuera de aquí! —musitó.
Un arco de llamas anaranjadas brotó de sus dedos. Shoudra trató de aprovechar el momento de distracción para apartarse, pero en ese instante encajó un tremendo puñetazo en el pecho, o eso pensó inicialmente, pues de pronto resbaló en la piedra y se sintió por completo incapaz de moverse. El impacto no había sido causado por un puño, sino por el gran espadón del orco, que la había atravesado por completo.
Con su poderosa mano cerrada sobre la empuñadura, el bruto formidable alzó a Shoudra Stargleam en vilo.
Shoudra oyó que Nanfoodle chillaba, muy lejos según parecía.
También oyó los gritos de los enanos, horrorizados por lo que estaban viendo.
En ese momento, un relámpago plateado centelleó muy cerca de sus ojos. Todavía sosteniéndola en vilo, el orco gigantesco trastabilló y dio un paso atrás.
Con los tobillos enredados entre las cuerdas serpenteantes que pendían del precipicio, colgada cabeza abajo, Cattibrie insertó otra flecha en el arco y disparó de nuevo a aquel ser monstruoso que estaba levantando a Shoudra en vilo. Su anterior saeta había impactado de lleno en el pecho del orco y lo había hecho retroceder. Sin embargo, la flecha no había llegado a clavarse en su corpachón.
—¡Tienes que salvarla! —urgió a Wulfgar.
Tras liberarse con rapidez de las cuerdas, el bárbaro ya estaba en tierra y corría a enfrentarse con el orco. Encomendándose a Tempus, con su martillo de combate en ristre, Wulfgar se lanzó en plancha contra el bruto en un intento de derribarlo.
Un manotazo formidable propinado por el goblinoide hizo que saliera rebotado. El robusto bárbaro, cuyo cuerpo exhibía varias heridas provocadas por los gigantes, se estrelló contra el suelo con estrépito.
El orco levantó el espadón todavía más, alzando a Shoudra en el aire y soltó un rugido bestial. La espada cobró vida en ese momento, y Shoudra lanzó un estremecedor aullido de dolor. El poderoso bruto giró la muñeca con violencia. Su espada flameante partió a Shoudra Stargleam en dos.
Cattibrie disparó una tercera flecha al orco, y una cuarta, pero el goblinoide a esas alturas ni siquiera daba muestras de notar el impacto de las saetas. Profiriendo un nuevo rugido, el temible bruto se volvió hacia Wulfgar.
Girando sobre sí mismo, el bárbaro lo golpeó de lleno con su Aegis-fang. El orco retrocedió y a punto estuvo de caer al suelo.
Rehaciéndose al momento, la bestia se abalanzó contra Wulfgar.
El bárbaro se encomendó nuevamente a su dios y soltó otro golpe formidable con su martillo colosal. El martillo chocó contra el espadón del orco. Los dos titanes se enzarzaron en un combate a muerte.
Aegisfang golpeó con violencia el hombro del bruto, que otra vez reculó por obra del impacto. La bestia contraatacó con un tajo de su espadón en llamas, y que Wulfgar esquivó por muy poco. El orco entonces arremetió directamente contra su adversario. Los músculos nudosos de ambos rivales se enzarzaron en un combate cuerpo a cuerpo.
Un tremendo puñetazo impactó en el rostro del bárbaro, que salió despedido unos pasos hacia las piedras; aunque con dificultad, se mantuvo en pie.
El orco fue a por él en seguida, presto a rematarlo con un mandoble que Wulfgar no estaba en condiciones de esquivar.
Una flecha se estrelló en el rostro del goblinoide y le arrancó chispas al cristalacero, pero no consiguió frenar el avance del orco, que le asestó un mandoble bestial al bárbaro, o eso creía él, porque en vista de que ni la fuerza bruta ni el fuego conseguían detener a aquel ser monstruoso, Nanfoodle había optado por dirigirlo hacia un segundo Wulfgar ilusorio. Quien pagó el pato, en realidad, fue otro guerrero orco que tuvo la mala fortuna de encontrarse demasiado cerca del rey Obould.
Cattibrie aprovechó para saltar a tierra de una vez, acercarse corriendo a Wulfgar y sacarlo de allí a empujones.
El orco hizo amago de embestirlos, pero en ese momento las piedras que había en torno a sus pies se convirtieron en fango y le cubrieron hasta los tobillos antes de volver a endurecerse con rapidez.
—¡Orco del demonio! —gritó un enano de barbas verdes, haciendo un pase mágico con los dedos en la dirección de Obould.
El furioso señor de los orcos soltó un rugido de rabia, se agachó y descargó un tremendo puñetazo sobre la piedra. A continuación, con un vigor físico verdaderamente impresionante, liberó uno de los pies.
—¡Oooh! —musitó anonadado el enano de las barbas verdes.
En ese momento, Cattibrie y Wulfgar contaron con el concurso inesperado de los Revientabuches, que llegaron en tropel y se interpusieron en el camino del orco. Sin embargo, los que se acercaron demasiado no tardaron en caer derribados por tan formidable oponente.
Torgar, Tred, Shingles e Ivan, así como el lastimado Banak, aprovecharon para salir corriendo, y se llevaron consigo a Cattibrie, a Wulfgar y a un Nanfoodle sumido en las lágrimas durante el camino a través del Valle del Guardián hacia las puertas de Mithril Hall.
Fue entonces cuando Cattibrie reparó en el inspirador de la férrea defensa de los enanos, que finalmente estaban haciendo retroceder a los orcos: era su propio padre, quien, con los pies firmemente asentados sobre una roca, daba buena cuenta de un enemigo tras otro, secundado por un círculo de enanos indomeñables.
—¡Bruenor! —murmuró por completo atónita, incapaz de comprender cómo su padre había podido regresar al mundo de los vivos.
Por su parte, Bruenor no dejó de advertir que Banak se estaba retirando en compañía de sus dos hijos. El viejo enano respiró con alivio al ver que se encontraban sanos y salvos.
Sus fuerzas habían resistido de forma milagrosa, habían rechazado el asalto de aquel mar de orcos.
«A un coste enorme», se dijo el rey de los enanos. Bruenor también sabía que aquel mar de orcos volvería a intentarlo muy pronto, acaso cuando contaran otra vez con el refuerzo de los gigantes.
Erguido en lo alto de aquella roca, el señor de los enanos ordenó la retirada general hacia las puertas de Mithril Hall. Con todo, Bruenor no se movió en absoluto hasta que todos sus guerreros hubieron emprendido el repliegue.
Cuando finalmente se decidió a retirarse, Bruenor se abrió paso entre sus enemigos a golpes de hacha. Las flechas y las azagayas de los orcos buscaban su cuerpo con insistencia, pero nada podía detener al furioso Bruenor Battlehammer, que se movía como un verdadero demonio. Cuando estaba a punto de llegar a las puertas entreabiertas, de pronto se detuvo en seco y se dio media vuelta para derribar de un hachazo al orco más próximo. Los demás brutos que se encontraban cerca titubearon en su avance y le permitieron ganar unos segundos preciosos.
En la retaguardia de sus muchachos, Bruenor estaba cada vez más cerca de los enormes portones. Lejos de correr hacia ellos, seguía combatiendo a sus enemigos con la fuerza de diez enanos y el corazón de mil, ganándose más muescas en su hacha de combate aquel día que las que había obtenido en años enteros. Los cuerpos de los orcos muertos se amontonaban a su alrededor sobre el suelo.
Había llegado el momento de traspasar las puertas de una vez, como le repetían a gritos quienes habían conseguido franquearlas. Tras derribar al enésimo orco con su hacha, Bruenor se dio media vuelta y echó a correr hacia ellas.
Su carrera se vio inesperadamente frenada por la súbita aparición de un bruto gigantesco, cuya lanza buscaba ya el corazón del enano. Incapaz de defenderse ante aquel enemigo inesperado, Bruenor se dispuso a morir.
El orco, de pronto, dio un desmadejado paso al frente y dejó caer su lanza al suelo. La punta de un pincho acababa de brotar de su pecho. «El pincho de un yelmo», como advirtió Bruenor al punto. Thibbledorf Pwent se irguió de repente y levantó al orco en vilo sobre su cabeza.
Antes de que Bruenor pudiera pronunciar palabra, Pwent lo agarró por las barbas y lo empujó al interior.
Thibbledorf Pwent fue el último en entrar en la ciudadela de los enanos aquel día. Las puertas enormes se cerraron a sus espaldas mientras el orco muerto seguía empalado en el largo pincho de su yelmo de combate.