29

UNA ONDA EXPANSIVA

Mientras volaba sobre las montañas, el valeroso Crepúsculo no daba muestras de fatiga a pesar de que eran dos los jinetes que estaban cabalgando sobre su lomo. Mientras Innovindil llevaba las riendas del pegaso, Drizzt estaba sentado detrás, con los brazos en torno a la cintura de la elfa.

Era la primera vez que Drizzt volaba, y el drow se sentía maravillado ante la experiencia, una de las más espléndidas de su vida. El viento mecía su capa de viaje y sus largos cabellos blancos, y tenía que entrecerrar los ojos para que el aire no los hiciera llorar. A pesar de verse cabalgando una montura que no podía controlar en absoluto, Drizzt sentía una profunda sensación de libertad, como si al sustraerse a los confines de la tierra asimismo se hubiera sustraído a los límites presentados por la propia mortalidad.

Aunque al principio había tratado de conversar con Innovindil, el drow no tardó en descubrir que ambos tenían que gritar para hacerse oír sobre el viento. Finalmente, prefirió acomodarse a la situación y cabalgar en silencio, disfrutando del aire fresco de la madrugada.

Se dirigían al sur, a un punto situado más allá del gigantesco ejército del rey Obould. A pesar de lo placentero del vuelo, Drizzt no dejaba de pensar en lo que le iba a deparar su destino. No sabían con qué se iban a encontrar cuando llegaran a Mithril Hall. ¿Se habría impuesto Obould? ¿Los enanos se habrían refugiado bajo tierra? De ser así, ¿innovindil y él tendrían algún medio de comunicarse con las gentes de Bruenor? O, por el contrario, ¿era posible que los enanos siguieran resistiendo los embates de los orcos? ¿Se encontrarían con un terreno sembrado de brutos muertos? Drizzt se dijo que lo mejor era no pensar en ello y limitarse a disfrutar de la cabalgada por los aires.

Al frente y un poco a la izquierda, el cielo seguía estando oscuro. Al este, la luz azulada de las primeras horas de la mañana empezaba a enseñorearse del horizonte sobre el fulgor rosado del sol naciente. Poco a poco, el sol majestuoso fue imponiendo sus tonos rojizos a la penumbra de la madrugada.

—¡Qué hermoso! —musitó Drizzt, fascinado por aquel despliegue de vida y color, aunque sabía que Innovindil no podía oírlo.

¡Y de pronto llegó el nuevo día! Sin embargo, casi al instante, Drizzt comprendió que no se trataba del nuevo día, sino de un raro fulgor anaranjado, de una lengua de fuego que se había alzado en el cielo; un fuego tan monstruoso que iluminó la tierra al momento. El fuego ascendió a tal altura que, a lomos del pegaso, los dos elfos tuvieron que mirar hacia arriba para hacerse cargo de su verdadera dimensión.

Crepúsculo relinchó y piafó en el aire. Tan sorprendida como su propia cabalgadura, Innovindil soltó un poco las riendas y le instó a emprender el descenso.

—¡¿Qué demonios sucede aquí?! —exclamó la elfa.

Cuando ya Drizzt se aprestaba a decir algo, la onda expansiva del estallido llegó hasta ellos. Un viento ardiente los empujó y en un tris estuvo de derribarlos de la montura. El viento traía consigo una nube de polvo y residuos de la enorme bola de fuego, de forma que los tres —la elfa, el drow y el pegaso— tuvieron que entrecerrar los ojos para no verse cegados irremisiblemente.

Crepúsculo se lanzó en picado con la intención de tocar tierra cuanto antes. Mientras Innovindil lo guiaba con las riendas, Drizzt aprovechó para observar la comarca iluminada por la efímera bola de fuego. Unas formas lejanas atrajeron su atención, y el drow comprendió que los enanos se hallaban embarcados en una batalla sin cuartel en la ladera que descendía hasta el Valle del Guardián.

—¿Qué demonios sucede aquí? —repitió Innovindil con desespero cuando el pegaso por fin se posó sobre la tierra—. ¿Es que han despertado a un maldito dragón?

Drizzt no sabía qué responder, pues en la vida había contemplado una explosión de tal magnitud. Lo recién presenciado le llevó a pensar en Harkle Harpel, un brujo tan excéntrico como peligroso, el vástago de una familia de hechiceros igualmente desequilibrados. ¿Acaso los Harper estaban haciendo de las suyas en Mithril Hall?

Drizzt no entendía nada en absoluto y no podía contestar a la ansiosa pregunta de Innovindil.

—¿Qué será lo que habrán hecho? —inquirió la elfa en ese momento.

Drizzt meneó la cabeza con fatalismo.

—Lo mejor es que vayamos a verlo ahora mismo —contestó.

Las filas de los orcos se vinieron abajo como la hierba alta empujada por la tormenta. Los que tuvieron la fortuna de escapar a la ventolera de polvo y piedras de repente se vieron empujados por una onda expansiva de proporciones colosales.

El mismo Urlgen se encontró proyectado contra la piedra como si le hubieran soltado un bofetón gigantesco. Con todo, el joven orco, tan fuerte como orgulloso, se levantó al momento, sobreponiéndose a los últimos coletazos de la ardiente onda expansiva, y escudriñó el campo de batalla con atención.

El terreno estaba sembrado de orcos y enanos aturdidos a más no poder. El corpulento orco, aún confuso, meneó la cabeza con incredulidad. Cuando miró al cerro vecino, tan sólo vio a un único gigante, cuyo cuerpo, envuelto en llamas relucientes, se agitaba con desespero.

Al cabo de unos segundos, la situación no hizo más que empeorar. Aunque el horrísono estallido había dado buena cuenta de muchos orcos, y a pesar de que la posición de los gigantes había sido eliminada, el verdadero peligro estribaba en que los enanos estaban reaccionando con mucha mayor rapidez que los orcos: tras reagruparse en cuestión de segundos, los defensores se estaban lanzando a un contraataque devastador contra los brutos, tan confusos como dispersos.

Urlgen, de nuevo, meneó la cabeza con incredulidad. ¡Eso no era lo esperado!

Por todas partes resonaban gritos exhortando a la retirada general. Urlgen estuvo a punto de sumarse a aquellos gritos y ordenar a sus guerreros que desalojaran el campo de batalla cuanto antes.

No obstante, el joven orco refrenó el impulso al pensar en el apoyo decisivo que su padre le ofrecía al suroeste. Urlgen había previsto machacar a los enanos durante un rato más mediante la artillería de los gigantes, antes de recurrir a la columna adicional de brutos aportada por su padre. Pero la situación había variado por completo a raíz de la terrible explosión.

Con un rugido que se impuso al estrepitoso desorden de los orcos, Urlgen se hizo con la atención de todos. El hijo de Obould se situó en paralelo al campo de batalla y empezó a interceptar uno a uno a los orcos que se retiraban para obligarlos por la fuerza a dar media vuelta y enfrentarse a sus enemigos.

Un instante después, Urlgen dio la orden de entrar en acción a su segundo ejército en la reserva. El asalto a las posiciones de los enanos, por fin, iba a ser verdaderamente masivo.

—¡Matadlos a todos! —aulló.

Mientras sus guerreros se lanzaban a la ofensiva, Urlgen alzó los puños al cielo, y las muñequeras tachonadas de pinchos quedaron a la vista. El joven orco sabía que había llegado el momento de la verdad. El triunfo sería decisivo o lo perdería todo de golpe. En este último caso, su reputación quedaría para siempre ensombrecida por las glorias de su padre; si su padre le perdonaba la vida, claro estaba.

Banak Buenaforja contuvo el aliento cuando la gran masa de orcos de pronto dio media vuelta y se lanzó al asalto. Sus muchachos habían salido mejor parados que los brutos de la infernal explosión provocada por Nanfoodle. Sin embargo, a pesar de que los orcos muertos se contaran por decenas en la ladera, sus muchachos seguían siendo muy inferiores en número. Tal inferioridad no hizo sino acrecentarse cuando un segundo ejército de orcos apareció de repente en la retaguardia de los atacantes.

Banak soltó un gruñido de frustración, pues su objetivo era el de aprovechar las consecuencias de la inesperada explosión para quitarse de encima de una vez a sus enemigos y unirse con sus muchachos a la batalla final para desalojar a los orcos de Mithril Hall.

—¡Resistid y reagrupaos al momento! —instó a gritos—. ¡Mantened la posición!

Con todo, muy pronto comprendió que ese asalto era distinto en propósito e intensidad a los anteriores, que los brutos esa vez no tenían prevista la retirada. El veterano enano se mordió el labio, consideró los efectivos de sus oponentes y evaluó las opciones que le quedaban.

—Hay que resistir… —murmuró.

Determinado a aguantar el envite como fuera, Banak se encontró de pronto sumido en el desespero cuando unos montaraces llegaron corriendo para avisar que también se estaba combatiendo al suroeste, en las lindes occidentales del Valle del Guardián.

Desde su posición elevada, Banak volvió los ojos hacia la batalla que estaba teniendo lugar en aquel punto. Al advertir las dimensiones de la fuerza orca lanzada al asalto, a punto estuvo de caerse de la impresión.

—¡Por Moradin, resistid! —musitó el viejo enano con desaliento.

De nuevo volvió a mirar al norte, donde el impacto provocado por la explosión había quedado atrás. Los orcos estaban avanzando en una ofensiva sin cuartel y empujaban a los enanos a sus posiciones defensivas. Su mirada volvió a posarse en la batalla que tenía lugar al suroeste. Al comprender el alcance del diabólico plan de los orcos, se dio cuenta de que la situación era en verdad desesperada.

El comandante de los enanos de nuevo examinó el devastado cerro situado al oeste. El plan orco era bueno, diseñado no ya únicamente para conquistar terreno, sino también para aniquilar a los enanos al completo. La explosión simplemente había servido para dar algo de tiempo a los defensores. ¿El tiempo necesario para retirarse definitivamente de allí?

—Que Moradin te acompañe, mi pequeño amigo —agradeció Banak en un susurro, con la mirada fija en el gnomo, que se encontraba a cierta distancia.

El ruido de la batalla que se estaba desarrollando al suroeste era cada vez mayor. En ese momento, Banak comprobó que una horda de gigantes supervivientes se había unido a los orcos lanzados al ataque.

—Que Moradin nos acompañe —musitó el enano.

La línea principal de los enanos se retiró según lo ordenado hasta replegarse a las posiciones defensivas emplazadas ladera arriba. Los orcos que les seguían los pasos una y otra vez se vieron frenados por una lluvia de flechas y martillos de guerra.

Sin embargo, no todos los enanos se habían reagrupado. Muchos habían muerto por las azagayas de los orcos o la onda expansiva de la explosión provocada por Nanfoodle. Muchos otros, más de un centenar, yacían cubiertos de sangre entre las piedras de la ladera.

En todo caso, aquella sangre no provenía de sus heridas, sino de los pellejos que habían desgarrado. Thibbledorf Pwent y sus Revientabuches, entre los que se contaban bastantes efectivos recién reclutados, habían aprovechado la confusión derivada del estallido para embadurnarse con la sangre que portaban en sus odres y hacerse los muertos en el suelo. Algunos —como era el caso del propio Pwent— incluso habían subrayado el realismo de sus heridas disponiendo armas rotas al lado. Perfectamente inmóviles, los Revientabuches siguieron donde estaban mientras los orcos asaltantes pasaban de largo junto a sus cuerpos.

Pwent entreabrió un ojo y tuvo que esforzarse para reprimir una sonrisa.

Poniéndose en pie de golpe, el bragado comandante golpeó con su guantelete erizado de pinchos a un orco, atónito al verlo volver a la vida. Al grito furioso de Pwent, los Revientabuches se levantaron al unísono en medio de sus sorprendidos enemigos.

—¡A por ellos! —exclamó el comandante enano.

Presas de un frenesí homicida, los Revientabuches arremetieron contra sus oponentes. Se lanzaron de bruces contra ellos, los abrazaron con fuerza y los redujeron a pulpa con sus corazas erizadas de pinchos.

En el centro de la matanza, Thibbledorf Pwent predicaba con el propio ejemplo antes que mediante las palabras. Lo cierto era que no había ninguna estrategia definida. Lo importante en aquel momento era sembrar el caos entre las filas enemigas. Y a sembrar el caos se aplicaban los Revientabuches con entusiasmo.