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PROBLEMAS DE CONCIENCIA

—Tienes suerte de contar con la ayuda de esos gigantes —indicó Obould a Urlgen.

El rey de los orcos acababa de reunirse con su hijo en la retaguardia del campamento. En lo alto del cerro situado al oeste, los gigantes de Gerti estaban ocupados en reconstruir las catapultas.

—Menos mal que esos gigantes vinieron a tropezarse contigo… —repitió Obould.

Ni a Urlgen ni a Gerti se les escapó el sarcasmo palpable en las palabras del rey orco, a todas luces molesto porque su hijo y la giganta hubieran tomado más de una decisión sin contar con él.

—¿Y qué querías? ¿Que rechazase su ayuda? —apuntó Urlgen, cuya mirada fue al encuentro de Gerti en busca de apoyo.

—Una ayuda que te iba a venir muy bien para obtener un triunfo en solitario, sin las huestes de Obould —dijo el soberano orco sin andarse con rodeos—. Y sin embargo, a pesar del concurso de esos gigantes de los hielos, los enanos siguen donde estaban.

—¡Los desalojaré de lo alto de la montaña! —prometió Urlgen.

—¡Tú harás lo que yo te mande! —replicó Obould.

—¿Es que quieres negarme esta victoria?

—Lo que voy a hacer es darte ocasión de participar en un triunfo mucho mayor —contestó Obould—. Vamos a acabar con esos malditos enanos de una vez por todas. Lo primero que haré será duplicar tus fuerzas con buena parte de mis efectivos sin que los enanos se enteren. Una vez hecho esto, Gerti y yo nos dirigiremos al suroeste y marcharemos sobre el valle. Entonces, tú te lanzarás al ataque final contra los enanos. Cuando se vean obligados a descender por el precipicio, los atraparemos entre dos fuegos.

Su mirada fue de Urlgen a Gerti, que estaba visiblemente contrariada y perpleja.

—Es verdad que esos enanos tendrían que haber sido desalojados de la montaña mucho tiempo atrás —concedió la giganta, mirando a Urlgen—. ¿Cómo se explica semejante retraso?

—Hace un par de días, las catapultas ya estaban dispuestas para el asalto final cuando de repente el enemigo dio un inesperado golpe de mano —informó Urlgen con la rabia pintada en el rostro—. Tus gigantes no supieron hacer frente a los enanos, que finalmente consiguieron destruir las catapultas. No volverá a suceder.

—Sin embargo, me han llegado rumores de que los enanos han reconquistado los túneles situados bajo las catapultas —recordó Gerti.

—Cierto —reconoció Urlgen—, pero mejor para nosotros. Los enanos han sufrido muchas bajas en su empeño por recobrar unos corredores que apenas tienen valor estratégico… Con todo, no me acabo de explicar cuál es el propósito de esos puercos. Los túneles están sumidos en una pestilencia verdaderamente hedionda que impide nuestro posible contraataque. Los gigantes no hacen más que quejarse de ella. De hecho, si te fijas, verás que muchos se cubren el rostro con trapos para escapar a ese olor.

—¿Es que un simple olor servirá para desalojarlos de la cima? —terció Obould.

—El olor no pasa de ser un simple contratiempo —explicó Urlgen—. Los enanos simplemente se han asegurado de que no los vamos a atacar por los túneles. Ahora están seguros de que no los vamos a sorprender por ese flanco, cosa que tampoco pensábamos hacer. Su conquista de los túneles no les va a servir de nada en absoluto.

Obould entrecerró sus ojillos porcinos y contempló el cerro con detenimiento. A lo que parecía, la construcción de las catapultas estaba casi ultimada.

—Mis muchachos y yo vamos a emprender la marcha de diez millas que nos llevará al oeste del valle —indicó el rey orco—. Cuando oigáis que nos estamos acercando por el suroeste, lanzaos a un asalto frontal. Los enanos no tendrán más remedio que retirarse precipicio abajo, momento en que serán aniquilados por mi ejército, emboscado en el valle. Mithril Hall jamás se recuperará de este golpe.

Urlgen miró a Gerti con patente incomodidad.

—¡Que la gloria acompañe a Obould! —exclamó el joven orco con escasa convicción.

—¡Obould es Gruumsh! —corrigió el monarca de los brutos—. ¡Gloria eterna a Gruumsh!

Obould dirigió una última mirada desdeñosa a su hijo y la reina de los gigantes, y finalmente se marchó de allí.

—Su ejército ahora es inmenso —explicó Gerti a Urlgen—. Estoy segura de que va a proporcionarte unos refuerzos verdaderamente enormes. Yo diría que mis guerreros y sus catapultas, al final, resultarán innecesarios.

—Los gigantes seguirán en el cerro mientras continúen oliéndose que los enanos están preparando algo —repuso Urlgen—. Que las catapultas hagan su trabajo y aplasten a esos enanos. ¿Quién sabe? Igual alguno de los proyectiles pasa de largo sobre la montaña y cae de lleno sobre la columna de Obould…

—Cuidado con lo que dices —avisó Gerti.

A pesar de su advertencia, estaba claro que Gerti encontraba deliciosa la perspectiva de que el rey Obould Muchaflecha de pronto fuera accidentalmente aplastado por un pedrusco caído del cielo. La giganta miró con odio al rey de los orcos, que empezaba a alejarse; aquel bruto tan estúpido como arrogante que insistía en imponerle sus órdenes.

En el rostro de Gerti estaba pintada una sonrisa elocuente.

—Su celo es de naturaleza religiosa —explicó Innovindil a Drizzt después de que ambos hubieran empleado varias horas en interrogar sin éxito al testarudo Arganth—. Este chamán no piensa soltar palabra. No teme la muerte ni el dolor, pues lo primero para él es ese maldito fetiche al que idolatra.

Drizzt se apoyó en la pared de la cueva y meditó las palabras de Innovindil. Todo lo que el drow había podido arrancar a Arganth era que Obould se dirigía hacia el sur, cosa que ya no le pillaba de nuevo. Por lo demás, el chamán tan sólo se había limitado a confirmar que había sido Urlgen, el hijo de Obould, quien había liderado el asalto a Shallows. Según parecía, Urlgen en aquel momento estaba combatiendo a una columna de enanos al norte de Mithril Hall.

—¿Estás preparado para marchar al sur? —le preguntó Innovindil en ese instante—. ¿Estás preparado para reunirte con los enanos supervivientes de Mithril Hall y confirmar tus temores?

Drizzt se frotó la cara con las manos. Su mente revivió aquella imagen terrible, la del torreón de Withegroo desplomándose en ruinas. El drow sabía bien lo que le dirían cuando llegara a Mithril Hall.

Algo que no quería oír.

—Dirijámonos al sur, pues —cedió finalmente—. Tendremos que vérnoslas con ese maldito rey Obould, aunque sólo sea porque es nuestro deber recobrar el pegaso de Tarathiel, una montura sobre la que pienso cabalgar cuando llegue el momento de propinarle su merecido a Obould.

Con una sonrisa en los labios, Innovindil asintió con la cabeza. Drizzt desvió la mirada hacia el chamán, que se encontraba en un extremo de la cámara subterránea.

—¿Qué hacemos con ése? —preguntó—. Si lo llevamos con nosotros, está claro que retrasará nuestra marcha.

Sin decir palabra, Innovindil echó mano a su arco y se dirigió hacia el chamán.

—¿Innovindil? —preguntó Drizzt.

La elfa insertó una flecha en su arco.

—¿Innovindil?

Drizzt dio un respingo cuando su compañera disparó a Arganth uno, dos, tres flechazos.

—Me he mostrado muy compasiva: su muerte ha sido rápida y limpia —dijo ella en tono impasible—. La nuestra no lo habría sido si el enemigo nos hubiera capturado.

Un débil gemido llegó del interior de la cueva. Sin decir palabra, Innovindil dejó su arco, echó mano a su liviana espada y se adentró en la cámara subterránea.

Drizzt no las tenía todas consigo. En aquel momento pensó en un goblin a quien había conocido tiempo atrás, un esclavo a quien su dueño humano castigó y mató por error.

Pero el drow desechó en seguida tal comparación. El chamán que habían capturado nada tenía que ver con aquel goblin. Fanático seguidor de una deidad maligna y repugnante, el chamán orco había vivido por y para la destrucción, el pillaje y la conquista. Drizzt entendía que Innovindil tenía toda la razón del mundo al insistir en que se había mostrado compasiva con Arganth.

Drizzt empezó a recoger sus cosas. Había llegado el momento de dirigirse al sur.

¡Ojalá no fuera demasiado tarde!

Sentado en la oscuridad, Regis estaba hablándole de los viejos tiempos a su amigo Bruenor: de los años transcurridos en el Valle del Viento Helado; de las numerosas veces que Bruenor lo había sorprendido pescando —o más bien, dormitando mientras fingía que pescaba— en la orilla del lago Maer Dualdon. Regis recordó los sarcasmos que el enano solía dirigirle en tales ocasiones:

—¡Si será posible! ¡Ni para pescar tienes energía!

Una sonrisa se pintó en el rostro del halfling al recordar que Bruenor con frecuencia terminaba por sentarse a su lado «para que aprendas a pescar de una maldita vez».

Los buenos viejos tiempos en el Valle del Viento Helado…

Bruenor seguía vivo. Regis intuía que Cordio y Stumpet continuaban visitándolo por las noches, empeñados en prolongar su vida mediante conjuros y plegarias. Estaba claro que no iban a cumplir sus órdenes, y su propia condición de regente temporal no le dejaba mucho margen de maniobra en su relación con dos de los principales sacerdotes de Mithril Hall.

En cierta forma, Regis lo prefería así. No tenía el valor necesario para insistir una vez más en que dejaran morir al rey Bruenor.

Pero el halfling no estaba plenamente de acuerdo con los razonamientos de los dos clérigos sobre la conveniencia de mantener a Bruenor con vida para preservar la moral de los enanos de Mithril Hall. Por mucho que se empeñaran en ensalzar la figura del rey Bruenor Battlehammer, a Regis le parecía claro que Bruenor tenía muy poco de rey a aquellas alturas.

Ningún rey que se preciara se contentaría con yacer exánime en su lecho si supiera que sus súbditos estaban enzarzados en una lucha a vida o muerte por la supervivencia de la ciudad.

—Tiene que haber una solución —murmuró Regis.

Sentado en el sillón, el halfling fijó la mirada en la oscuridad. Tenía que haber una alternativa.

Regis se puso en pie de un salto cuando de pronto creyó haber encontrado una inspiración. El halfling pensó en cuanto Cordio y Stumpet le habían dicho. También meditó sobre su viejo amigo Bruenor, sobre su orgullo y su testarudez, su lealtad y su generosidad.

Sentado en la oscuridad, Regis finalmente dio con una respuesta, una respuesta que contentaba a su mente tanto como a su corazón.

Presa de una nueva determinación, Regis, el regente de Mithril Hall, salió corriendo de la estancia. Tenía que hablar con Cordio Carabollo.