UNAS ESPERANZAS MÍNIMAS
Regis arrugó la pila de pergaminos —informes de distintos montaraces— y la apartó a un lado. En lo alto del precipicio, Banak seguía resistiendo. Pero ¿cómo? O, mejor dicho, ¿por qué? Todos los informes hablaban de las dimensiones enormes de la fuerza de orcos y gigantes —¡a la que entonces se le habían unido los trolls!—, lo que había obligado a cerrar la puerta oriental de Mithril Hall. En un momento en que estaban terminando de fortificar todos los vados del Surbrin, el grueso de los enemigos se había marchado de repente. Mientras los trolls se encaminaban al sur, la columna principal de los orcos se dirigía al norte. Si esa columna enlazaba con los orcos que asediaban a Banak y los suyos, los valerosos defensores de la montaña no tendrían otra opción que descender por el precipicio y refugiarse en Mithril Hall. Eso estaba claro.
Una cuestión reconcomía a Regis: ¿por qué los orcos no habían obrado así antes?
El halfling miró a Cattibrie, que estaba sentada a pocos pasos de él. Regis pensó en comunicarle sus inquietudes, pero finalmente se abstuvo de hacerlo. No quería molestar a la humana, quien por una vez se mostraba exteriormente relajada y tranquila después de la fatiga y los apuros de las últimas jornadas.
Regis se fijó en los arañazos que tenía en la mano, en su dedo índice despellejado por el uso de su enorme arco de guerra. Asimismo reparó en la sangre reseca que manchaba sus cabellos rojizos, en las diversas contusiones que se observaban en su cuerpo. Por último, el halfling se fijó en el brillo peculiar de sus ojos azules, un brillo que hablaba de una determinación absoluta y, a la vez, de la convicción de que, por mucho que se esforzaran, al final no conseguirían imponerse a sus formidables enemigos.
—Los orcos están fortificando la ribera occidental del Surbrin —informó el halfling. Catti-brie se olvidó de sus ensoñaciones y volvió el rostro hacia Regis—. Están disponiendo guarniciones en todos y cada uno de los vados del río.
—Para que los elfos sigan en el Bosque de la Luna y Alustriel en Luna Plateada —indicó Catti-brie—. Para que Felbarr no pueda intervenir en el conflicto.
—Los guerreros de Felbarr siempre pueden llegar por los túneles —recordó Regis.
—Cierto, pero entonces su llegada no serviría de mucho, pues cuando salieran a la superficie lo harían allí donde precisamente se encuentra el Clan Battlehammer. Los orcos no tendrán problemas mientras todos sus enemigos salgan de un mismo agujero.
—En ese caso, es preciso que los humanos acudan en ayuda de la ciudad —observó Regis—. La Luna Plateada de Alustriel y las gentes de Sundabar, si finalmente se deciden a intervenir en la guerra. Los necesitamos.
Con todo, Regis era plenamente consciente de que los humanos sufrirían un sinfín de bajas cuando se vieran forzados a vadear el Surbrin.
—Los orcos cuentan con las defensas del Surbrin para impedir la llegada de posibles refuerzos —dijo Catti-brie, como si hubiera estado leyendo sus pensamientos.
—Varios de mis consejeros han sugerido la posibilidad de reabrir cierta salida que hay al este para asaltar las fortificaciones del Surbrin por la espalda. Bastaría con que algunos centenares de enanos salieran por allí para causar más daño al enemigo que el provocado por un ejército de diez mil soldados que llegara a cara descubierta.
Cattibrie se lo quedó mirando con expresión de escepticismo.
—Por supuesto, tendríamos que coordinar tal golpe de mano con la llegada de nuevos refuerzos —clarificó el halfling—. De lo contrario, los brutos simplemente acabarían por devolver a nuestros enanos a los túneles y reconstruir sus defensas en el río.
Cattibrie negó con la cabeza.
—¿No lo ves claro? —preguntó él.
—Un millar de tus enanos se encuentran en este momento luchando a las órdenes de Banak. Varios millares más siguen en el extremo occidental del Valle del Guardián —recordó Catti-brie—. A todo esto, los trolls continúan avanzando por los túneles del sur mientras una expedición de enanos se dirige al sur para averiguar si los de Nesme han sobrevivido al asalto del enemigo.
—Ahora no podemos permitirnos la salida de quinientos enanos más —reconoció Regis.
—Y aunque pudiéramos… —apuntó Catti-brie, meneando la cabeza con pesimismo.
—¿En qué estás pensando?
—Hay una cosa que me inquieta… —confesó ella—. Los orcos podrían habernos devuelto a todos a nuestro agujero, pero no lo han hecho.
Regis reconoció la simple verdad que emanaba de las palabras de su compañera. Era cierto que los orcos muy bien podrían haber desalojado a Banak de lo alto de la montaña y haberlo obligado a refugiarse en Mithril Hall. Y sin embargo, los enanos no sólo seguían afianzados en la cima de la montaña, sino que incluso habían establecido una nueva línea defensiva al oeste y estaban considerando la posibilidad de establecer una tercera.
—Se trata de una trampa —dijo Regis, que de pronto lo vio todo claro—. Nos están obligando a combatir en los términos que a ellos les convienen.
—No creo que los cientos de orcos y goblins muertos en la ladera de la montaña lo vieran así —repuso Catti-brie—. Los soldados de Banak están haciendo estragos entre las filas de Urlgen.
Regis negó expresivamente con la cabeza.
—Esas pérdidas para ellos carecen de importancia —explicó—. Podemos matar a mil, a dos mil o a diez mil sin que sus filas se vean mermadas por ello, pues no cesan de recibir nuevos refuerzos. Por el momento, nosotros no contamos con apoyos. Y la lucha en la superficie tan sólo sirve como señuelo para la eventual llegada de efectivos.
Regis, entonces, lo comprendía todo. Los orcos lo tenían todo calculado. El gran ejército que se había marchado al norte tras cerrar la puerta oriental de Mithril Hall eventualmente se lanzaría contra Banak y los suyos, y los obligaría a buscar refugio subterráneo. Por entonces, Luna Plateada y quizá Sundabar habrían intervenido ya en el conflicto, o tal vez no, pero siempre en términos favorables para los orcos y los gigantes. Regis se sentó en el sillón y se mesó los rizados cabellos con desespero.
—Los orcos quieren que sigamos luchando en lo alto de esa montaña —afirmó.
—¿Te parece que Banak y los suyos harían mejor en retirarse a Mithril Hall?
Regis consideró la cuestión planteada por Cattibrie durante unos segundos. Cuando miró a su compañera, su mirada traslucía indecisión.
—No podemos olvidar que Banak está infligiendo un daño terrible a los orcos —observó—. A todo esto, me han llegado noticias de que hay muchísimos refugiados que se están encaminando al oeste, al norte de donde se desarrolla la batalla. —El halfling echó mano de uno de los pergaminos, un documento en el que se hacía mención a dicho éxodo—. Si de pronto nos retiramos de la montaña, los refugiados se encontrarán en una posición desesperada, pues nada impedirá a los orcos lanzarse contra ellos.
—Entre los que seguramente se encuentra Drizzt… —musitó Catti-brie.
Regis hizo un gesto de impotencia. El halfling parecía verdaderamente desbordado por los acontecimientos.
—No perdamos la calma —instó ella—. En todo caso, muy pronto nos vamos a encontrar sin elección. Banak dice que los gigantes habrán terminado de erigir sus nuevas catapultas dentro de pocos días. Cuando eso suceda, la retirada será inevitable.
—Y si el enemigo se hace con las montañas que dominan el Valle del Guardián, no nos quedará más alternativa que escondernos en los subterráneos. Al completo —repuso Regis.
Cattibrie se levantó de su asiento.
—Voy a ver a Banak —anunció.
Cattibrie echó mano de Taulmaril y se colgó el arco al hombro con determinación. En todo caso, Regis no dejaba de advertir la fatiga que se escondía tras su ademán decidido.
Antes de que Cattibrie diera un paso más, un puño llamó a la puerta. En ese momento, los dos emisarios de Mirabar entraron en la estancia. Nanfoodle llevaba consigo un montón de pergaminos.
—¡Podemos hacerlo! —exclamó el gnomo por todo saludo—. ¡Podemos hacerlo!
—¿El qué? —inquirió Catti-brie, volviendo el rostro hacia Regis.
El halfling levantó un brazo en demanda de silencio.
—¿Es lo que tú esperabas? —preguntó a Nanfoodle.
—Por supuesto —respondió el gnomo—. Y la suerte nos acompaña, pues la bolsa se encuentra bajo el límite septentrional del Valle del Guardián y bastante cerca de los túneles abiertos, de modo que no tendremos que excavar demasiado en la roca.
—¿A qué se refiere nuestro pequeño amigo? —inquirió Catti-brie.
Nanfoodle se acercó a Regis, seguido de cerca por Shoudra, que guardaba silencio.
—Gracias a Pikel Rebolludo, muy pronto podremos extender los tubos de metal —explicó el gnomo—. En una sola jornada, si asignas a suficientes enanos a la labor.
—¿Tubos? —preguntó Catti-brie, cuya mirada fue de Nanfoodle a Shoudra.
La Sceptrana se encogió de hombros sin aclarar la cuestión.
—¿Qué te parece el plan? —preguntó Regis a Shoudra.
—Me parece que Nanfoodle lo ve perfectamente factible —contestó la Sceptrana.
Su respuesta era obvia, pues el gnomo no dejaba de dar saltitos de entusiasmo.
—¡Podemos hacerlo, regente Regis! —insistió Nanfoodle—. Si me das el permiso, ahora mismo organizaré el reparto del trabajo. Bastará con que veinte nos ayuden a Pikel, a Ivan y a mí. ¡No necesitamos más!
—¿Regis? —insistió Catti-brie.
El halfling se cubrió los ojos con las manos, como si los acontecimientos lo estuvieran superando. A Regis le sorprendía que Nanfoodle efectivamente hubiera terminado por dar con los gases, y su sorpresa no era precisamente grata. A pesar del entusiasmo del gnomo, su descubrimiento no hacía más que complicarle aún más las cosas al pobre Regis. Era cierto que el halfling se había prestado a que las fraguas elaborasen los tubos pedidos por Nanfoodle, pero tal concesión a nada comprometía. Si accedía a los planes del diminuto gnomo, Regis tendría que disponer a varios de sus enanos en el campo de batalla, lo que acrecentaría sobremanera los riesgos, sobre todo para Banak y sus compañeros, aislados en la montaña, al norte.
Pero ¿qué pasaría si Nanfoodle estaba en lo cierto y su plan se veía coronado por el éxito?
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Regis, que se volvió hacia Cattibrie.
—¿Te parece que podemos reconquistar los túneles que hay debajo del cerro? —preguntó el halfling.
—¿El cerro donde están los gigantes con sus catapultas?
—Ese mismo, sí.
La mujer de nuevo miró al gnomo con curiosidad antes de sentarse a considerar la cuestión con detenimiento. Cattibrie no tenía idea del grado de vigilancia que los orcos ejercían sobre los túneles. No demasiada, seguramente, pues aquellos corredores, en principio, no tenían mucha importancia estratégica.
—Yo diría que podemos hacerlo, sí —indicó finalmente.
Nanfoodle soltó un grito de júbilo y alzó el puño en el aire.
—Pero habrá que luchar para reconquistarlos; eso es seguro —agregó ella con la intención de enfriarle el entusiasmo al gnomo.
La mirada de Regis fue de Nanfoodle a Shoudra, a quien preguntó con los ojos si verdaderamente se podía confiar en los temerarios designios del gnomo. Apercibida de la muda cuestión, Shoudra asintió levísimamente con la cabeza.
—¿Cuánto terminarán los gigantes de construir sus catapultas? —preguntó el halfling a Catti-brie.
—Está claro que antes de diez días —respondió ésta—. Si se apuran, igual terminan en tres días.
—Entiendo. Ve a reunirte con Banak e indícale que prepare una fuerza expedicionaria. Los túneles tienen que estar en nuestras manos pasado mañana como muy tarde —instruyó el regente—. Nanfoodle os aportará instrucciones más precisas esta misma tarde.
—Ivan Rebolludo se encargará de transmitíroslas —agregó el gnomo.
—¿No podéis ser un poco más precisos en relación con vuestros planes? —preguntó Catti-brie.
Regis la miró por un segundo antes de soltar una risita y encogerse de hombros.
—No me atrevo a explicártelo —reconoció—. No me creerías, o acaso me tomarías por loco.
Todas las miradas convergieron en Nanfoodle, el inspirador de tan misteriosa idea.
—Podemos hacerlo —aseguró el minúsculo gnomo.
Tred McKnuckles se tropezó con Torgar Hammerstriker e Ivan Rebolludo poco después de enterarse de que Banak había pedido voluntarios para reconquistar los túneles enclavados bajo los cerros situados al oeste. Cuando Tred llegó a su lado, los otros dos estaban distraídos conversando, de forma que no se apercibieron de su llegada. Su atención estaba fija en una cajita que Torgar tenía en la mano. La cajita resultaba un tanto curiosa: elaborada en madera pulimentada, uno de sus lados era tan reluciente como un espejo.
—Se os saluda, compañeros —apuntó el enano de la Ciudadela Felbarr.
—Lo mismo decimos —correspondió Ivan.
Torgar asintió con una mirada y contempló la cajita con atención.
—¿Sois vosotros los que vais a comandar la reconquista de esos túneles? —preguntó Tred a Torgar—. ¿Puedo apuntarme a la expedición?
—A doble pregunta, doble respuesta: sí y sí —contestó Torgar—. Saldremos por la mañana para desalojar a esos orcos apestosos de los corredores. Tu presencia es más que bienvenida.
—¿Se sabe cuál es el motivo de la expedición? —preguntó Tred—. Dudo de que podamos combatir a los gigantes desde los túneles que hay bajo sus pies.
Torgar e Ivan intercambiaron miradas de complicidad. Torgar levantó la cajita que tenía en la mano.
—He aquí la explicación —dijo.
Intrigado, Tred trató de echar mano de la cajita, que Torgar al momento situó lejos de su alcance.
—¡Con cuidado! —avisó Torgar.
—Aceite explosivo del que empleamos para impregnar nuestros dardos —explicó Ivan, que cogió la bandolera de dardos explosivos que llevaba cruzada sobre el pecho—, mezclado con cierta pócima elaborada por el gnomo: un botellín de aguafuego que estalla al contactar con el aire.
Tred, al punto, retiró la mano. La aprensión era visible en su rostro.
—¿Es que vamos a atacar a los orcos con bombas? —quiso saber.
—Nada de eso. Daremos buena cuenta de esos brutos con nuestras hachas y martillos —dijo Torgar—. Las bombas las emplearemos después.
Tred miró con curiosidad a sus compañeros, sin que éstos le ofrecieran mayores explicaciones.
—Todavía no sabemos bien qué es lo que tenemos que hacer exactamente —admitió Torgar, por fin—. Lo único que está claro es que hay que reconquistar esos túneles como sea. Y a fe mía que lo conseguiremos. Ya veremos con qué hechicerías nos viene el gnomo más tarde.
—No hay razón para quejarse —terció Ivan—. Por lo menos nos vamos a dar el gustazo de matar a unos cuantos orcos.
—Siempre es un placer —convino Torgar.
—¡Trescientos metros más! —exclamó Wocco Buenaforja con horror tras estudiar los nuevos diagramas que Nanfoodle acababa de entregarle.
—Trescientos tres —corrigió el gnomo.
—¡A este paso, vas a monopolizar todas las fraguas durante diez días! ¡Maldito gnomo enloquecido!
—¿Una semana entera? —repitió Nanfoodle—. De eso, nada. Lo necesito todo para mañana. Mis asistentes se encargarán personalmente de enfriar las piezas a medida que vayan saliendo de las fraguas.
Wocco parecía encontrarse al borde de la apoplejía. Sus labios mascullaron una imprecación tras otra.
—¡En piezas de dos metros! —estalló el enano finalmente—. ¡Estamos hablando de ciento cincuenta piezas!
—De ciento cincuenta y una y media —corrigió Nanfoodle.
—¡Pero eso es imposible!
—Pues tendrás que hacerlas —dijo el gnomo—. Si se tratara de un pedido comercial, no dudo de que harías lo imposible por fabricar las piezas en el plazo demandado.
—Si se tratara de un pedido comercial, me pagarían con dinerito contante y sonante —replicó Wocco con sarcasmo.
—Yo también voy a pagarte. Con mi propia moneda —aclaró Nanfoodle.
—¿Y qué moneda es ésa?
—Un pelotón de gigantes —respondió el gnomo con un gesto teatral, pues sabía que eran numerosos los herreros de la ciudad que estaban contemplando la discusión—. Un pelotón de gigantes y, más aún, la victoria de Banak Buenaforja y Mithril Hall.
—Si de eso se trata, podemos fabricar las armas que hagan falta —protestó el herrero.
—Lo que estoy encargando es un arma, un arma nueva y revolucionaria —aseguró Nanfoodle—. Trescientos tres metros. Estoy seguro de que sois capaces.
—¡Estamos hablando de una enorme cantidad de metal! —intervino otro de los herreros.
—De más de la mitad de nuestras reservas —convino un segundo.
—¡Mucho más! —agregó un tercero.
—Estoy seguro de que podéis hacerlo —repitió Nanfoodle—. Vuestro concurso es decisivo. El tiempo juega en contra de Banak y los suyos. ¿Acaso queréis que los orcos los echen precipicio abajo?
El gnomo comprendió que acababa de poner el dedo en la llaga. Wocco, al punto, sacó pecho y apretó los dientes con gesto sombrío.
Nanfoodle por un segundo pensó que el enano iba a derribarlo de un puñetazo. Con todo, no se amilanó en absoluto.
—Estos tubos constituyen la única esperanza de Banak y sus muchachos —insistió el gnomo—. Sin vuestra ayuda, Banak está condenado a retirarse de forma desastrosa del campo de batalla.
Wocco guardó un silencio enfurruñado. Su mirada finalmente se posó en sus compañeros.
—Bien, ya habéis oído, chicos. ¡Todos a las fraguas, que hay mucho trabajo! —indicó de repente. Volviéndose hacia Nanfoodle, el enano añadió—: Mañana tendrás los trescientos tres metros que nos pides. Y algunos más de propina, por si te has quedado corto en tus cálculos.
Después de que los enanos hubieran vuelto a sus fraguas, Nanfoodle se acercó a la mesa y empezó a recoger sus numerosos diagramas. Súbitamente emocionado por la voluntariosa disposición de los enanos, el gnomo, de pronto, se llevó las manos a los ojos. A Nanfoodle le costaba creer que los enanos confiaran en él hasta semejante punto.
El gnomo esperaba no defraudar su confianza, pues era consciente de que su plan resultaba temerario a más no poder. A pesar de la pasión con que había defendido su idea ante Regis, Shoudra, Wocco Buenaforja y los demás, Nanfoodle no acababa de tenerlas todas consigo.
¡Ojalá no se hubiera equivocado en sus cálculos! No era cuestión de hacer saltar Mithril Hall por los aires.