ELFOS Y GIGANTES
Drizzt estaba sentado en una gran roca sobre la ladera oriental, contemplando cómo las sombras azules de la noche cedían paso a los tonos rosados y violetas del amanecer. El drow se alegró de oír los pasos de Innovindil que se acercaban: era la primera vez que la elfa salía de la cueva desde la muerte de Tarathiel, dos días atrás.
Innovindil llegó junto a él y se apoyó en la roca.
—Una mañana muy hermosa —comentó.
—Las mañanas son siempre hermosas —repuso Drizzt—. Incluso cuando el horizonte está cubierto de nubes, el lejano destello del sol es un regalo para mis ojos habituados a la penumbra de la Antípoda Oscura.
—¿Después de tantos años?
Drizzt fijó la mirada en Innovindil, en sus delicadas facciones de elfa, menos angulosas a la luz suave del amanecer. «El amanecer acentúa su belleza» —se dijo—; «realza lo que de tierno hay en ella». Innovindil en ese momento se le aparecía muy distinta a la curtida guerrera que había conocido hasta la fecha. Drizzt empezaba a intuir que su personalidad escondía múltiples facetas.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó, sin detenerse a pensar en lo indiscreto de la pregunta.
—Estoy cerca de cumplir mi tercer siglo —respondió ella—. Tarathiel era varias décadas mayor que yo.
—Entre los que somos elfos, un detalle así carece de importancia —dijo él.
Drizzt cerró los ojos y consideró la cuestión. El drow se preguntó qué le iba a deparar su segundo siglo de vida. ¿Era posible que, entre las razas de vida más corta, cada existencia fuera una repetición de la anterior encarnación? ¿O quizá una simple continuación?
Drizzt contempló el sol naciente y se dijo, con un punto de esperanza, que acaso no era así, que quizá la existencia de los humanos o los enanos se caracterizara por la adición de nuevas sabidurías al punto de partida. Su mirada se posó en Innovindil, tal vez con la esperanza de encontrar una explicación en la profundidad de sus ojos. Sin embargo, la elfa se limitó a sonreírle de un modo casi condescendiente.
—Me temo que no acabas de comprender en qué consiste ser un elfo… —explicó ella.
Drizzt se la quedó mirando en silencio. El drow creía entender a qué se refería Innovindil. Era posible, incluso, que sus palabras hubieran dado en el blanco.
—Te marchaste de la Antípoda Oscura cuando apenas eras un niño… —apuntó la elfa.
—Un adolescente —corrigió él.
—En todo caso, nunca llegaste a ser plenamente educado en la cultura elfa —alegó ella.
Drizzt se encogió de hombros sin responder, pues Innovindil estaba en lo cierto. En Menzoberranzan tan sólo le habían educado para convertirse en un guerrero, en una máquina de matar.
—Y en la superficie únicamente te has relacionado con las razas de vida más corta —agregó ella.
—Bruenor cuenta su edad por siglos, como tú —recordó Drizzt.
—Los enanos lo ven todo desde una perspectiva distinta a la de los elfos.
—Hablas como si se tratara de un hecho tangible.
Drizzt guardó silencio, lo mismo que Innovindil, pues el cielo se acababa de iluminar de un reluciente tono rojizo. El amanecer era espléndido; las pocas nubes que había en el cielo reflejaban la luz solar en una miríada de texturas y tonalidades.
—¿Dirías que la belleza de esta mañana es de carácter tangible? —preguntó ella, de repente.
Drizzt sonrió y, encogiéndose de hombros, se dio por vencido.
—Drizzt Do’Urden, tienes que comprender lo que supone vivir durante varios siglos —dijo Innovindil—, pues hay que esperar que conseguirás liberarte del acoso de tus numerosos enemigos y llegarás a vivir muchos años. Has escogido a tus amigos entre los miembros de las razas inferiores, y es preciso que entiendas lo que tal elección implica.
—¿Las razas inferiores…? —repitió él.
—Las razas de vida más corta —se corrigió ella.
Sin responder, Drizzt siguió con la mirada fija en el amanecer, deseoso de esconder el íntimo dolor encerrado en su corazón.
—¿Qué sucede? —preguntó Innovindil.
Drizzt de nuevo guardó silencio. La cálida mano de la elfa se posó en su hombro. El drow tuvo que admitir que el contacto de aquella mano delicada obraba el inesperado efecto de abrir una brecha en el muro de piedra que rodeaba su corazón.
—¿Drizzt? —preguntó ella en tono quedo.
—Somos buenos amigos —respondió él con un hilo de voz.
La mano de Innovindil seguía sobre su hombro. El drow, finalmente, se volvió hacia ella.
—¿Dirías que somos más que amigos? —inquirió la elfa.
Drizzt apretó los labios sin contestar.
—La hija de Bruenor… —agregó Innovindil—. Tú amas a la hija humana de Bruenor Battlehammer, a esa Catti-brie.
Drizzt tragó saliva.
—La amaba —corrigió.
Esa vez fue Innovindil quien lo miró con extrañeza.
—Catti-brie murió en Shallows junto a Bruenor, Wulfgar y Regis —aclaró Drizzt con la voz impregnada de dolor—. Mis compañeros más queridos, los mejores que era dado encontrar…
La voz se le resquebrajó. Drizzt volvió a desviar la mirada hacia el sol de la mañana, como si la cegadora quemazón de sus rayos sirviera para ocultar aquel otro dolor de naturaleza más profunda.
Innovindil apretó su mano con fuerza.
—¿Tu elección te produce remordimientos? —preguntó.
—No —respondió él sin la menor vacilación.
—¿Y tu elección de amar a una humana?
—¿Es que me equivoqué al hacerlo? —inquirió él con una rabia repentina en la voz—. ¿Es que me equivoqué al hacerlo? —agregó en tono más reflexivo, como si hablara para sí.
Drizzt respiró con fuerza. Sus ojos estaban humedecidos, y no tan sólo por el resplandor del astro rey.
—¿Te parece adecuado que un elfo, cuya vida puede ser de siete u ocho siglos, escoja por compañera a una humana que no llegará a vivir uno entero? —preguntó Innovindil—. ¿Has pensado que los hijos que pudieras tener con ella envejecerían y morirían mucho antes que tú?
El drow se quedó sin respuesta.
—No lo sé —contestó finalmente. Su voz era poco más que un susurro.
—Porque no sabes lo que es ser un elfo —apuntó Innovindil con convicción.
Drizzt la miró fijamente.
—¿Crees que me equivoqué en mi elección? —preguntó.
La sonrisa que apareció en el rostro de Innovindil obró el milagro de aplacar su ira en el acto.
—Los elfos vivimos con una maldición a cuestas: vivir mucho más tiempo que muchos de nuestros seres queridos —afirmó—. Yo misma he tenido dos amantes humanos.
Drizzt se la quedó mirando, perplejo ante aquella revelación.
—El primer amante que tuve fue humano. No sólo eso, sino que ni siquiera era joven para ser humano —explicó Innovindil, que clavó la mirada en el cielo del amanecer—. Era un hombre bueno, un mago con mucho talento, si bien un tanto carente de ambición. —La elfa sonrió ante el recuerdo—. Lo quería con toda mi alma, como nunca he querido a nadie después. Cuando lo enterré, yo seguía siendo poco más que una niña, más joven incluso de lo que tú eres ahora. No te puedes imaginar el dolor que sentí en aquel momento…
»Tuvo que pasar casi un siglo para que de nuevo volviera a enamorarme —agregó la elfa, todavía con la mirada fija en el sol naciente, sin pestañear lo más mínimo.
—Y también murió —adivinó Drizzt.
—Pero antes compartimos tres maravillosas décadas de nuestras vidas —contestó Innovindil, en cuyo rostro apareció una amplia sonrisa. Volviendo la mirada hacia Drizzt, añadió—: Drizzt, tú no entiendes lo que significa ser un elfo porque nadie te lo ha explicado.
Drizzt reconoció la oferta implícita en sus palabras.
Pero ¿cómo podía él aceptar? ¿Cómo podía volver a ofrecer su corazón? El drow no quería pasar de nuevo por aquel dolor lacerante…
—En estos momentos tenemos asuntos más urgentes de que ocuparnos —anunció de repente. En su voz resonaba una nueva determinación—: Tenemos que vengar la muerte de Tarathiel.
—¿Te propones matar al orco que acabó con él?
—Juró que así lo haré —afirmó él, apretando los dientes.
Drizzt advirtió que Innovindil lo estaba mirando fijamente. Sus ojos hablaban de una decepción sin límites.
—¿Es ése nuestro propósito, pues? —apuntó la elfa—. ¿Vengar la muerte de Tarathiel?
—A mí me parece claro.
—¡Pues a mí no! —estalló ella, súbitamente imperiosa—. Nuestro propósito en la vida, mi propósito, no se limita al odio y la sed de venganza.
Drizzt rehuyó su mirada.
—Si me hablas de propósitos urgentes, el mío consiste en impedir que Amanecer siga estando en manos de esos seres tan bestiales como desalmados —explicó ella—. La diferencia estriba en que yo no pienso permitir que la rabia me ciegue, Drizzt Do’Urden. No pienso permitir que la ira ciega me aparte del camino que me he trazado. Tengo que liberar a Amanecer como sea, y su liberación tiene prioridad sobre el afán de venganza.
Innovindil miró a Drizzt fijamente. Por fin, la elfa se dio media vuelta y regresó al interior de la cueva.
Drizzt se quedó solo en la roca bañada por los rayos del sol.
—¡Obould partió al elfo en dos! —explicó uno de los dos gigantes a Gerti Orelsdottr—. Ese orco se maneja con la espada como si tuviera la fuerza de un tierlaan gau — explicó, recurriendo al término con que los gigantes se referían a los de su propia raza.
Gerti Orelsdottr se lo quedó mirando con cara de pocos amigos. Obould se había exhibido de nuevo ante los orcos, que a esas alturas lo tenían por una especie de dios.
—¿Qué fue del drow y la otra elfa? —inquirió la giganta.
—De Drizzt Do’Urden no se sabe nada…, o eso parece —respondió el gigante, volviéndose hacia su compañero, quien asimismo acababa de regresar del norte.
—¿Eso parece?
—Encontramos un cuerpo —informó el gigante.
—El cuerpo de un drow —terció su compañero.
—¿Drizzt?
—Donnia Soldou —aclaró el primer gigante.
Gerti abrió mucho los ojos.
—Su cuerpo estaba tirado entre las rocas —amplió el segundo gigante—. Las heridas habían sido producidas por unas hojas muy finas.
Gerti consideró la noticia durante unos segundos. ¿Acaso Donnia se había cruzado en el camino de Drizzt? ¿O con los elfos de la superficie? Gerti soltó una risita cuando se le ocurrió que Donnia quizá había muerto a manos de sus tres compañeros. Los drows tenían la manía permanente de enzarzarse en luchas intestinas, de matarse los unos a los otros a cada paso. No era de extrañar que jamás lograran asegurar sus conquistas de forma permanente.
—La verdad es que la echaré de menos —reconoció Gerti—. Donnia era… divertida.
Los dos gigantes se relajaron un tanto. Su imprevisible monarca no se había tomado demasiado a pecho la muerte de la drow.
—Así que Obould liquidó a uno de esos elfos que tantos problemas nos estaban causando… —meditó Gerti en voz alta.
—Y también capturó su caballo alado —informó el primer montaraz.
Gerti, de nuevo, abrió mucho los ojos.
—¿Me estáis diciendo que Obould se ha hecho con un pegaso?
—Nosotros habríamos preferido matarlo —apuntó el gigante—. El maldito elfo y su animal nos causaron más de una baja durante la batalla de Shallows.
—Y la carne de caballo es de lo más sabroso —añadió el segundo montaraz.
Gerti consideró la cuestión un instante.
—Tendrías que haber despedazado a esa bestia —declaró—. Mientras Obould combatía con el elfo, tendríais que haber aprovechado para machacarle la cabeza al pegaso.
Los dos se la quedaron mirando con extrañeza.
—Ya sé que estamos hablando de un animal tan bello como valioso —explicó Gerti—. Yo misma siempre he deseado contar con un pegaso. Pero no me gusta que Obould Muchaflecha sea dueño de uno de esos animales. Lo último que nos conviene es que ahora dirija a los suyos volando sobre el campo de batalla, como un auténtico dios.
—No…, no se nos había ocurrido —tartamudeó uno de los montaraces.
—En todo caso, nunca tuvimos ocasión de matar a ese bicho alado —matizó su compañero—. Si lo hubiéramos intentado, los orcos nos habrían hecho trizas.
Con un gesto de la mano, Gerti indicó que podían marcharse. Una vez a solas, la giganta meditó la cuestión a fondo. Obould se había convertido de nuevo en un héroe, lo que sin duda sería beneficioso como medio para atraer a nuevas tribus de orcos y goblins. La gloria de Obould obraría como un imán irresistible para ellos.
Pero ¿en qué situación la dejaba a ella esa nueva hazaña del rey orco? ¿Condenada a batallar en tierra mientras Obould se enseñoreaba del aire a lomos de su alada montura?
Un trompetazo la devolvió a la realidad. Al volver la mirada hacia el norte, Gerti advirtió que Obould regresaba al frente de sus huestes.
—Vuelve a pie. Buena señal —musitó la giganta para sí.
Gerti se fijó en que los orcos arrastraban al pegaso atado con un sinnúmero de amarras. El pegaso era verdaderamente hermoso, majestuoso, y con el pelaje y las crines blanquísimas. «Demasiado hermoso para un orco hediondo», se dijo Gerti. La giganta se juró que reclamaría para sí la posesión del precioso animal cuando la ocasión lo permitiera. Era cierto que ella jamás podría cabalgarlo, pero el magnífico pegaso constituiría un trofeo en verdad maravilloso.
Cuando la columna se acercó, Obould se hizo a un lado y se dirigió hacia Gerti, seguido de cerca por Arganth el miserable.
—Tan sólo hemos podido capturar un pegaso —indicó a la giganta—, pero ese animal me será de ayuda a la hora de atraer a nuevas tribus de orcos.
—¿Estás seguro de lo que dices? —inquirió ella, con la mirada fija en el espléndido pegaso capturado por los brutos.
—¡Es la montura de un rey! —subrayó Obould—. No tardaré en domeñarla; ya lo verás. Me propongo cabalgar a lomos de ese pegaso cuando la maldita Alustriel de Luna Plateada acuda a implorarme que nos detengamos en nuestro avance.
Gerti se fijó en que los orcos, efectivamente, se habían aplicado a domeñar al pegaso con brutalidad. El blanco lomo del animal aparecía surcado de marcas de latigazos. Cada vez que el orgulloso pegaso trataba de erguir la cabeza, el orco que caminaba a su lado tiraba con fuerza de las riendas y lo obligaba a bajar la testuz. Gerti se estremeció al pensar en la naturaleza horrible del bocado que aquel orco repugnante debía de estar usando para sojuzgar al poderoso animal.
—Me acaban de informar de la muerte de Donnia —apuntó Gerti, volviéndose hacia el rey orco.
—Sus restos putrefactos fueron encontrados en la montaña —agregó Obould.
—Está claro que Drizzt Do’Urden sigue haciendo de las suyas, acaso en compañía de otros elfos.
Obould asintió con la cabeza y se encogió de hombros, como si el detalle careciera de importancia.
—Seguiremos en la región durante cierto tiempo, a la espera de que nuevas tribus se unan a nuestro ejército —indicó el orco—. Arganth se dirigirá de inmediato con varios guerreros a los túneles del norte para correr la voz de mi triunfo y exhortar a todos los orcos a engrosar nuestras filas. En todo caso, tarde o temprano me tropezaré con ese Drizzt Do’Urden y sus compañeros, y juro que los descuartizaré con mi espadón. Si no son demasiado estúpidos, aún tienen ocasión de cruzar el Surbrin y refugiarse en el Bosque de la Luna, aunque no sé si allí estarán seguros por mucho tiempo.
A espaldas de Obould, Arganth soltó una risita desagradable.
Gerti estudió con atención al soberano de los orcos. ¿Tal vez su estupidez congénita salía de nuevo a la luz? ¿Los humos se le habían subido a la cabeza hasta el punto de olvidarse de asegurar las fronteras de su proyectado reino? Gerti sabía que cruzar el Surbrin constituiría un error fatal por su parte. A su pesar, la giganta deseaba en el fondo que Obould cometiera aquel error.
—Mi señor… —intervino Arganth en ese momento—. Si me permites un consejo, yo creo que harás mejor en dirigirte al sur y ayudar a tu hijo en su enfrentamiento con los enanos.
—¿Estás cuestionando mis órdenes?
—¡No, mi señor, nada de eso! —protestó Arganth, haciendo varias obsequiosas reverencias—. Pero me temo que Drizzt Do’Urden y la compañera del elfo muerto siguen campando a sus anchas y…
Obould miró a Gerti un segundo y volvió su rostro hacia Arganth. Su expresión de perplejidad, de pronto, dio paso a una sonora carcajada.
—¿Es que tienes miedo de lo que me pueda pasar?
—¡Obould es Gruumsh! —contestó Arganth, postrándose de bruces en el suelo—. ¡Obould es Gruumsh!
—¡Levántate de una vez!
Arganth así lo hizo, si bien continuó esbozando una reverencia tras otra.
—¿Es que temiste por mi vida cuando me enfrenté al elfo? —demandó Obould.
—¡No, mi señor! ¡Ese elfo no era enemigo para ti!
—¿Y Drizzt Do’Urden sí lo es?
—¡No, mi señor! —graznó el chamán—. No, en un combate en buena lid. Pero no olvidemos que se trata de un drow, acostumbrado a luchar a traición. Seguramente buscará el momento propicio para sus intereses, acaso cuando estés durmiendo, y…
—¡Silencio! —exigió Obould.
Arganth soltó un gemido. Por un momento pareció que iba a desmayarse.
Obould se volvió hacia Gerti. Su rostro era una máscara de rabia.
Gerti encontraba la situación divertida y no tenía empacho en mostrarlo.
—Perdóname, mi señor —imploró Arganth con untuosidad, situándose a espaldas de Obould.
Un manotazo propinado con el envés de la mano hizo que el chamán saliera despedido por los aires.
—A mí no me da miedo ese drow renegado, como no me dan miedo sus posibles compañeros —aseguró el orco a Gerti—. Por mí, como si todos los del Bosque de la Luna se alzan en armas para vengar a sus muertos. Está claro que lo pagarían con la muerte.
«Acaso quien lo pagaría serías tú», pensó Gerti. Lo pensó y lo deseó.
—Contamos con recursos suficientes para devolver a los enanos a su agujero y asegurar la defensa del Surbrin —dijo finalmente la giganta.
—Todavía, no —replicó el rey orco—. Quiero que paguen con su sangre el atrevimiento de plantar cara a Urlgen. Que mi hijo siga combatiéndolos en campo abierto un poco más. Así, Proffit tendrá más tiempo para llegar por el sur.
—Me temo que en esa región no encontrarás más que a Drizzt y sus escasos compañeros elfos —incidió la giganta—. Los pocos humanos de por allí que siguen con vida hace mucho que se marcharon de la zona.
Obould se la quedó mirando un instante.
—Ya me encargaré yo de decidir qué es lo que vamos a hacer —murmuró.
Sin añadir más, el rey orco echó a caminar. Cuando pasó al lado de la giganta, Gerti estuvo tentada de propinarle un tremendo bofetón por tener el atrevimiento de incluirla de ese modo a ella y a sus gigantes en sus propios planes. ¿Cómo osaba hablar así? ¿Acaso estaban todos a sus órdenes?
Gerti pugnó por tranquilizarse un poco. Por el momento, era preferible seguirle la corriente al bestial señor de los orcos. En vista de los millares de orcos que componían su ejército, no era aconsejable enfrentarse a él entonces. Si estallaba una lucha, los propios gigantes se verían en dificultades ante aquel enorme ejército de brutos.
Su mirada contempló el campamento formado por cientos de orcos y un puñado de gigantes. Gerti se reprochó haber dividido sus efectivos. Muchos de sus gigantes seguían junto al Surbrin, y varios más estaban combatiendo en las filas de Urlgen.
En todo caso, era de esperar que el imbécil de Urlgen a esas alturas hubiera sabido valerse de los gigantes para devolver a los enanos a su ratonera de Mithril Hall.
Gerti ansiaba disfrutar de una parte de la gloria del triunfo. A la giganta la enrabietaba que Obould hasta el momento fuera el único en poder alardear de sus méritos.
Más tarde le comunicaron que Obould había decidido volver al sur y auxiliar a Urlgen en el combate. La giganta se dijo que entonces se vería quién resultaba de veras decisivo en la victoria.