UN MOMENTO DESESPERADO
—Fíjate… —musitó Nanfoodle a Shoudra.
El gnomo señaló con el mentón a un grupo de enanos que estaban conversando cerca del borde del precipicio. Torgar y Shingles se encontraban entre ellos, así como Cattibrie, Wulfgar, Banak y Tred, de la Ciudadela Felbarr. Estaba claro que Tred acababa de volver de Mithril Hall con noticias de Pikel y de los dos visitantes de Mirabar.
En ese momento preciso, Banak y varios de sus compañeros se volvieron para mirar al gnomo y a Shoudra. Sus rostros eran más que elocuentes.
—Mejor que nos marchemos de aquí —sugirió Shoudra en voz baja, mientras agarraba a Nanfoodle por el hombro.
—No —contestó el gnomo—. No pienso volver a escaparme.
—Me temo que no te das cuenta de…
—Los hemos ayudado cuando se encontraban en un verdadero aprieto. Los enanos son agradecidos por naturaleza —sentenció Nanfoodle, quien al punto echó a caminar hacia el grupo.
—Lo sucedido no me extraña en absoluto —dijo Torgar Hammerstriker cuando Nanfoodle por fin llegó a su lado, seguido por Shoudra a cierta distancia—. Ese maldito Marchion tiene la cabeza muy dura.
—Como ves, damos la cara y no nos escondemos —repuso Nanfoodle.
—Te recomiendo que mantengas el pico cerrado, mi pequeño amigo —apuntó Shingles, si bien no en tono especialmente amenazador—. Me temo que os habéis metido en un buen lío. Mis compañeros se encargarán de que no sufráis ningún daño y podáis volver a vuestra ciudad sin incidencias.
—Si hubiéramos querido volver a nuestra ciudad, ya lo habríamos hecho —replicó el testarudo Nanfoodle—. Hemos preferido quedarnos.
—¿Porque sois un poco tontos? —apostilló Torgar.
—Porque pensamos que podíamos ser de ayuda —contestó el gnomo.
—¿Para quién? ¿Para nosotros o para los orcos? —intervino Banak Buenaforja—. Tú mismo has confesado al regente Regis que vinisteis para adulterar nuestro metal.
—Porque no sabíamos que los orcos os estaban atacando —razonó Nanfoodle, que, tratando de mantener la calma, estaba decidido a valerse de todas sus dotes persuasivas.
—¿Y qué diferencia hay? —insistió Banak.
—Es verdad que vinimos con intención de cumplir la misión que nos habían encomendado —reconoció Shoudra, sosteniendo la mirada del enano—. Vuestra marcha provocó muchos miedos en Mirabar —añadió, dirigiéndose a Torgar—. Nuestra ciudad ahora es mucho más débil.
—Ése no es mi problema —contestó el encallecido enano.
—Cierto —admitió ella—. Es al Marchion a quien corresponde defender a sus súbditos.
—Los protegería mejor si aprendiera a distinguir entre amigos y enemigos —replicó Torgar.
La Sceptrana levantó las manos en son de paz.
—Me temo que éste no es momento para enzarzarnos en discusiones —indicó.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no?
—No vinimos aquí con intención de sabotear… —alegó ella.
—Lo siento, pero tu pequeño amigo lo ha reconocido abiertamente —cortó Tred, quien había informado de ello a sus compañeros del acantilado.
—… Más bien vinimos con el propósito de investigar —insistió la Sceptrana—. Era preciso que averiguáramos si la situación presentaba algún peligro para Mirabar. Estoy segura de que sabréis entenderlo. Había la posibilidad de que los enanos exiliados en Mithril Hall estuvieran resentidos con nuestra ciudad. Queríamos saber si albergaban intenciones hostiles.
—Tonterías —observó Torgar.
Shoudra se contuvo a la hora de replicar y suspiró.
—Os estoy contando cuál era la perspectiva del Marchion Elastul, el responsable de la seguridad de Mirabar —explicó.
—Lo que yo decía: tonterías —insistió Torgar.
—Tan sólo habríamos empleado la fórmula alquímica de Nanfoodle en caso de que Mirabar efectivamente hubiera estado amenazada, cosa que nos parecía improbable. Por cierto, la fórmula es la misma que Nanfoodle después ha empleado para destruir las catapultas de los gigantes. ¿Es que os habéis olvidado de nuestra ayuda?
—Por supuesto que no —dijo Banak—, razón por la que ahora nos sentimos tan dolidos al saber de vuestro plan original. Estamos en guerra y no sabemos si sois amigos o enemigos. En un momento en que la sangre está corriendo en abundancia, uno tiene que definirse con claridad.
—Shoudra y yo somos vuestros amigos —afirmó Nanfoodle sin vacilar—. Podríamos haber regresado a nuestro hogar, pero no lo hemos hecho. Si hubiéramos querido escaparnos, lo podríamos haber hecho tranquilamente cuando estábamos en el Valle del Guardián. Pero ¿cómo podíamos escapar cuando vosotros estabais luchando a muerte contra nuestro enemigo común? ¿Cómo podíamos escapar cuando nuestro concurso podía resultar valioso en un trance tan difícil como éste? Os pido que olvidéis las ebrias palabras que dije a Regis. Yo nunca tuve la intención de adulterar el metal de Mithril Hall. Se trata de una misión a la que me resistí desde que me fue comunicada en Mithril Hall, y si me presté a ella fue con el propósito de no llevarla a cabo. Lo mismo vale para Shoudra Stargleam, quien siempre ha sido buena amiga de Torgar Hammerstriker y Shingles McRuff.
Banak, Tred, Cattibrie y Wulfgar se volvieron hacia los dos enanos de Mirabar. Éstos asintieron al momento, confirmando así la veracidad de las palabras del gnomo.
—¿Y qué queréis que haga ahora? —inquirió Banak—. ¿Que os deje marchar en paz a Mirabar?
Nanfoodle fijó una mirada en Shoudra y volvió el rostro hacia el enano.
—No —respondió con decisión—. Lo que quiero es que me conduzcas ante Regis, a quien debo una explicación; aunque sea encadenado.
Nanfoodle levantó sus manos en expresiva señal. El enano se apresuró a apartarlas de un manotazo.
—Nos acabáis de ayudar de forma decisiva —indicó—. Si lo que queréis es marcharos de aquí, hacedlo ahora que estáis a tiempo. No seremos nosotros quienes os lo impidamos.
Nanfoodle volvió a consultar a Shoudra con la mirada.
—Mi buen enano —contestó—, shoudra y yo tan sólo aceptaríamos tu generosa oferta si pensáramos que ya no podíamos seros de ayuda. —Volviendo la mirada hacia el cerro situado al norte, donde los gigantes estaban acumulando de nuevo enormes troncos de árbol, el gnomo agregó—: Por eso insisto en quedarme y ser llevado ante el regente Regis.
—Yo diría que nuestro pequeño amigo tiene un plan —apuntó Catti-brie.
En el rostro de Nanfoodle apareció una ancha sonrisa traviesa.
Sentado en el cómodo sillón, Regis se llevó la mano a la barbilla y examinó con atención los numerosos planos, mapas y diagramas que Nanfoodle había dispuesto en el suelo.
—No lo entiendo —dijo finalmente, mirando a Shoudra.
No menos perpleja, la Sceptrana se encogió de hombros.
—¿Tu pequeño compañero siempre se muestra igual de confuso en sus explicaciones? —inquirió el halfling.
—Siempre —contestó ella.
Sentado en una silla junto a Regis, Ivan Rebolludo estudiaba con similar interés otros diagramas proporcionados por Nanfoodle. Al enano le llevó unos segundos advertir que sus tres camaradas estaban mirando también aquellos dibujos.
—A mí me parece sencillo —comentó Ivan—. Cuando menos, la caja es de fabricación bastante sencilla.
—Los cilindros de metal tampoco presentarán problemas —añadió Nanfoodle.
—Cierto. El problema más bien tiene que ver con el número de cilindros que necesitas —indicó Ivan—. Las fraguas de Mithril Hall tendrán que trabajar a pleno rendimiento día y noche para producir semejante cantidad.
Regis meneó la cabeza con perplejidad.
—Si estoy en lo cierto… —apuntó Nanfoodle.
—Ni siquiera sabemos si esos túneles siguen abiertos —objetó Regis—. Y si lo están, no sabemos lo que encontraremos en ellos.
—En ese caso, déjame explorarlos —sugirió el gnomo.
—Yo no puedo asignar esta labor a mis herreros hasta que esté completamente seguro… —repuso el regente.
A pesar de lo dicho por Regis, en el orejudo rostro de Nanfoodle seguía pintándose una amplia sonrisa.
—Está bien… Ve a explorar los túneles —concedió Regis, finalmente. El regente de nuevo miró los mapas y diagramas con escepticismo—, a mí me sigue pareciendo una locura, pero no perdemos nada con probar.
Nanfoodle respondió con una entusiástica referencia, jubiloso por que su plan, en apariencia descabellado, hubiese sido aceptado. A continuación, el gnomo volvió el rostro hacia Ivan, cuya reputación como artesano era bien conocida.
—¿Te encargarás de manufacturar la caja? —preguntó el gnomo.
—Tengo todo lo que hace falta —contestó el enano—; todo, menos esa extraña poción de la que hablabas.
—Eso déjalo de mi cuenta —dijo Nanfoodle—. Por cierto, dónde puedo encontrar a tu hermano —agregó.
—Sigue sentado en la oscuridad —respondió el enano—. A ver si lo convences para que te acompañe en tu paseo por los túneles. La verdad es que Pikel, últimamente, anda de un humor de perros.
—Haré lo que pueda —dijo Nanfoodle.
—Con vuestro permiso, voy a ver otra vez al maestro Buenaforja —intervino Shoudra.
—No puedo evitar pensar que soy un estúpido al confiar en vosotros después de lo que tu pequeño amigo me confesó a la cara —apuntó Regis—. Mejor haría en cargaros de cadenas y pedir un rescate exorbitante al Marchion Elastul.
—Pero no lo harás —contestó ella con una ancha sonrisa.
—Mejor márchate a ver a Banak —instruyó el halfling con un gesto de fastidio.
Shoudra se dirigió a la puerta. Cuando ya iba a salir, el regente añadió a sus espaldas:
—Y gracias por todo.
Mientras salía de la estancia, la Sceptrana se dijo que cuando estuviera de vuelta en Mirabar se opondría con fuerza a todo plan del Marchion Elastul que fuera contra esa ciudad de aliados tan hospitalarios.
Al llegar a la puerta Nanfoodle oyó los suaves gemidos de Pikel y se apiadó del enano malherido. El gnomo alzó el puño para llamar, pero finalmente lo pensó mejor y se contentó con abrir haciendo girar el picaporte en forma de dragón. Perfectamente construida y bien aceitada, la puerta no hizo el menor ruido.
Pikel estaba sentado en el suelo en mitad de la habitación, con la cabeza gacha y la expresión ausente, ocupado en hacer unos dibujos sobre el suelo de piedra con su única mano. Tan absorto estaba el enano que no reparó en la entrada de Nanfoodle, que se acercó a su lado con sigilo.
—¡Oooh…! —se lamentó el enano al verlo de repente.
—¿Te duele mucho? —se interesó Nanfoodle.
—¡Ajá! —respondió Pikel, con la mirada fija en su rostro mientras alzaba el muñón para que Nanfoodle pudiera apreciarlo.
—Imagino que estarás triste —dijo Nanfoodle mientras Pikel lo miraba con desconsuelo—. ¿Te parece que ya no puedes contribuir en nada a la causa del Clan Battlehammer?
—¡Eh! —repuso el enano de las barbas verdes, alzando la mano y moviendo los dedos en el aire.
—¿Así que todavía puedes recurrir a tus conjuros mágicos? —preguntó el gnomo.
—¡Ajá!
—¿Qué estás haciendo sentado en el suelo?
Nanfoodle se acercó a él y comprobó con asombro que, más que dibujar en el suelo, lo que Pikel estaba haciendo era moldear el propio suelo. Una amplia sonrisa apareció en la faz de Nanfoodle. Pikel Rebolludo le iba a ser de mucha ayuda.
Nanfoodle se acuclilló ante el enano y lo miró directamente a los ojos.
—Tu hermano está trabajando para mí —informó.
—¿Eh?
—Necesito el concurso de un artesano, de un ingeniero —explicó Nanfoodle—. Y me han dicho que Ivan es de los mejores.
—¡Ajá! ¡Ji, ji, ji…! ¡Mi hermanito!
—Regis le ha ordenado a Ivan que me ayude, pues entiende que mi plan acaso sirva para resolver la batalla que tiene lugar en lo alto de la montaña. —El gnomo hizo una pausa y agregó—: Imagino que querrás ayudar a tus compañeros…
—¡Ajá!
—Verás… Hay ciertas cosas que necesito —indicó Nanfoodle—. Algunas de esas cosas son un poco inhabituales, por así decirlo. Es verdad que otros enanos me pueden ser de utilidad, pero el que realmente me puede echar una mano es aquel cuyo nombre no dejan de repetirme…
—¿Pikel? —inquirió su interlocutor, señalándose a sí mismo con el dedo cubierto de piedra, que se estaba endureciendo a marchas forzadas.
—Pikel —corroboró Nanfoodle, indicando los extraños diseños en el suelo—. Por esta razón, y también porque necesito el concurso de algunos animales. A esos animales no les pasará nada malo, que conste.
—¡Ji, ji, ji…!
Nanfoodle se alegró de que el maltrecho enano volviera a sonreír. Saltaba a la vista que Pikel era una alma amable, y al gnomo le dolía que se hubiera quedado lisiado de un modo tan terrible. A la vez, Nanfoodle entendía que el dolor de Pikel era psicológico antes que físico, pues en casos como el suyo era frecuente que la víctima se sumiera en el desánimo.
—Ven conmigo —invitó al enano en tono jovial, tendiéndole la mano para ayudarlo a levantarse—. Tenemos mucho que hacer.
—¡Me estás tomando el pelo! —se quejó Wocco Buenaforja, hermano de Brusco y primo del heroico comandante militar de Mithril Hall.
—No lo estoy haciendo, y si lo estuviera haciendo, no dudes de que te habría arrancado esa pelambrera de cuajo —replicó Ivan Rebolludo.
—Ese pequeño gnomo es caprichoso a más no poder —observó Wocco—. ¡A quién se le ocurre fabricar una especie de arcabuces! Tengo entendido que estos chismes son peligrosos para quien hace uso de ellos. ¡A más de uno le han reventado en plena cara!
—¡Puras fantasías! —desdeñó Ivan—. Este invento funcionará perfectamente.
Wocco y los demás herreros se lo quedaron mirando con cierto alivio en la expresión. Ivan encontraba que la discreción era más necesaria que nunca. Si aquellos enanos, mineros en su totalidad, se hacían cargo de lo que Nanfoodle tenía en mente, era poco probable que se mostraran complacidos.
—¿Así que quieres un gran tubo de metal? —inquirió otro enano.
—Pero todas las piezas tienen que ser del mismo diámetro —explicó Ivan.
—¿Qué longitud quieres?
—Cuanto más largo, mejor.
Los herreros se miraron entre sí.
—¿Regis te ha dicho que hagamos este chisme? —preguntó uno de ellos.
—¿Es que no has visto su sello? —apuntó Ivan, señalando el emblema real y la firma del regente de Mithril Hall que estaban inscritos en uno de los numerosos diagramas.
—¿Y todas las fraguas tienen que dedicarse a este trabajito? —preguntó otro.
—Estamos en plena guerra; tenemos que reparar numerosas armas —explicó Wocco—. Vamos bastante retrasados, sobre todo porque Regis nos ha obligado a elaborar armamento para esa expedición a los túneles del sur.
—Esto tiene preferencia —insistió Ivan—. ¡Bah! No sé a qué vienen tantas quejas. Si os afanáis en la labor, podéis producirlos por decenas.
Los herreros volvieron a mirarse entre sí. Con todo, un par de ellos asintieron con la cabeza.
—¿Cuántos necesitas? —preguntó Wocco.
—Por eso no te preocupes. Lo importante es que no dejéis de producirlos —contestó Ivan.
Con una sonrisa maliciosa en el rostro, el enano sacó un nuevo pergamino, que abrió para que sus compañeros pudieran estudiarlo. Se trataba de un diagrama bastante más complicado que las simples instrucciones para manufacturar tubos de metal.
—No os quejéis, que a mí me toca trabajar con el aceite de impacto —indicó Ivan.
—¿Boom? —preguntó Wocco.
—Espero que no se me vaya la mano con el martillo —respondió Ivan, echándose a reír.
—¡Boom! —repitió uno de sus compañeros en medio de la carcajada general.
Wocco echó mano a los pergaminos e indicó a sus compañeros que lo siguieran a las fraguas.
Ivan, cuya labor iba a ser mucho más delicada, se dirigió a un pequeño taller que Regis había hecho instalar junto a su sala de audiencias.
Por el camino, Ivan se detuvo a contemplar la Ciudad Subterránea y las puertas que cerraban los túneles medio abandonados. La sonrisa se borró de su rostro al ver que Pikel se encontraba allí, en compañía de Nanfoodle.
Ivan ansiaba que su hermano querido recobrara de nuevo el ánimo y la risa.
Pikel alzó lo que quedaba de su brazo. El pajarito que se le había posado se movió con nerviosismo. El druida acercó el rostro al minúsculo animalillo y musitó unas palabras tranquilizadoras. Luego, bajó el brazo y siguió andando por aquel corredor lateral en el que reinaba una penumbra rojiza.
—¿Estás seguro de lo que te propones hacer? —preguntó Nanfoodle al enano—. Apenas voy armado y me temo que mis propios conjuros no servirán de mucho contra unos seres tan bestiales.
Por toda respuesta, Pikel hizo una mueca de dolor, viniendo a recordarle al gnomo que era muy peligroso recurrir al fuego en aquellos túneles tan precarios.
—Sí, sí, pero… —insistió Nanfoodle.
—¡Ji, ji, ji…! —rió Pikel, quien de nuevo se echó a caminar.
Nanfoodle se volvió hacia los cinco enanos armados que formaban su escolta y se encogió de hombros con cierto aire divertido.
—No hay de qué preocuparse, nuestro diminuto señor —lo reconfortó uno de ellos—. Está claro que podremos con ellos.
A fin de corroborar esas palabras, los enanos mostraron sus armas, entre las que se contaban las dos espadas largas y resplandecientes de carácter mágico que les proporcionaban iluminación.
Por lo demás, los guerreros no precisaban de su armamento, pues a Pikel le resultaba fácil persuadir a sus enemigos en potencia de que no merecía la pena luchar. Al cabo de un rato, los siete se encontraban cabalgando sobre unos escarabajos enormes, de glándulas rojizas y luminosas. Eran los denominados escarabajos del fuego, muy apreciados por aquellas glándulas luminosas que seguían reluciendo días después de la muerte de sus propietarios. Los escarabajos habían aparecido en el corredor convocados por Pikel para iluminar su avance por los túneles.
El enano condujo a sus compañeros a un pasadizo peculiar que descendía en dirección norte y apestaba enormemente. En las paredes se veían unas manchas cuyo color resultaba impreciso en aquella penumbra rojiza.
—Manchas amarillas… —murmuró Nanfoodle al reconocer el olor del sulfuro—. Vigila bien tu pájaro, Pikel. No me gustaría verlo caer muerto.
Pikel soltó un gritito de angustia y acercó el pajarito a su rostro. Presa de un pánico repentino, el animalillo empezó a debatirse. Pikel musitó unas palabras a su oído y lo dejó en libertad de volar allí donde el aire era más puro.
A su lado, Nanfoodle entendió que aquel indicio era positivo y siguió andando entre la pestilencia.
El túnel moría en una amplia cámara atestada de afiladas estalagmitas, que en ocasiones se unían a las enormes estalactitas que pendían de lo alto. En la sala reinaba una neblina hedionda, y los enanos se encasquetaron las improvisadas mascarillas de tela que Pikel había hecho confeccionar.
—De ésta voy a vomitar —se lamentó uno de los enanos.
Sin prestar atención a las quejas de sus compañeros, Nanfoodle arreó su escarabajo hasta llegar a la orilla de un estanque subterráneo que había tras unas estalagmitas gigantescas. En su rostro apareció una sonrisa cuando vio que la superficie del agua hervía y burbujeaba, lo que señalaba el escape de los gases sulfúricos.
—Que a nadie se le ocurra prender una antorcha en este lugar —advirtió el gnomo.
—Veo que el desayuno te ha sentado mal —se burló un enano del compañero que se había echado a vomitar.
Quienes no estaban pasando por tales aprietos se acercaron a Nanfoodle para contemplar el espectáculo.
—El gas que necesitamos es invisible e inodoro —explicó el gnomo.
—Pues, entonces, es otro —observó un enano.
—No, no —aseguró Nanfoodle—. Lo que pasa es que se mezcla con otros gases por efecto de la presión. Pero fíjate ahí. ¿Ves cómo escapa? —añadió, señalando las burbujas de la superficie—. Sí, es justo lo que necesitamos.
—No entiendo nada de lo que estás diciendo —terció un enano—, pero deduzco que ya has encontrado tu maldito gas, ¿no es así? Entonces, ¿podemos irnos de una vez?
—En un momento —contestó Nanfoodle—. Debemos cerciorarnos de la textura de esta piedra. Hay que asegurarse, pues no lo tendremos fácil cuando volvamos.
El gnomo fijó la mirada en Pikel, quien, con los ojos cerrados y los brazos aleteando en el aire, estaba empezando a desaparecer. Con una risita malévola, el enano se fundió con la piedra y se perdió de vista por completo.
—Así, cualquiera —murmuró uno de sus compañeros con sarcasmo.
—Cierra el pico y monta de una vez en tu escarabajo —terció un segundo.
—El muy druidón… —intervino un segundo.
Nanfoodle no dejaba de contemplarlos con una sonrisa divertida.
Un instante después, Pikel reapareció en la piedra como un bajorrelieve. Tras regresar a su estado normal, el enano se quitó el polvo de las ropas.
—¡Vaya! —exclamó.
—¿Cuál es el grosor? —inquirió Nanfoodle con interés.
Pikel se dio tres golpes en la cabeza.
—Tres metros —musitó Nanfoodle.
—¿Cómo sabe que eso es lo que quiere decir? —preguntó uno de los enanos.
—La anchura de tres Pikel —contestó un compañero.
—Me das miedo, gnomo —apuntó un tercer enano.
—¿Te parece que podemos atravesar tres metros de piedra? —preguntó Nanfoodle a Pikel, haciendo caso omiso de los comentarios.
—¡Ji, ji, ji…! —rió el enano de las barbas verdes.