A LA SOMBRA DEL REY DE LOS ORCOS
En la orilla occidental del Surbrin, el trabajo se desarrollaba a un ritmo frenético. Los orcos y los gigantes estaban empeñados en construir fortificaciones defensivas en todos los vados cercanos al límite meridional de las montañas que rodeaban la cerrada puerta de Mithril Hall. El rey Obould tenía particular interés en sellar cierto vado potencialmente peligroso, un trecho del río en el que las aguas anchas y poco profundas permitían el rápido avance de un verdadero ejército. Obould había encomendado a sus orcos el encauzamiento de las aguas mediante dos muros construidos con toneladas de piedras y arena, destinados a estrechar el curso del río e incrementar el caudal.
No menos precavida, Gerti Orelsdottr había ordenado a los gigantes asegurar el bloqueo permanente de la cerrada puerta de los enanos. A tal fin, incluso había hecho que los suyos provocaran un desprendimiento de tierras en la ladera de la montaña. ¡Era preciso evitar que el Clan Battlehammer escapara por allí!
Orcos y gigantes trabajaban día y noche en la construcción de pequeñas fortificaciones en cada vado del río. Los gigantes apilaban pedruscos adecuados para el bombardeo en cada uno de esos fortines, determinados a presentar la mayor de las resistencias a quien tratara de cruzar las aguas. A su vez, los orcos estaban amontonando una enorme provisión de azagayas toscamente elaboradas. Si alguna columna de refuerzo intentaba llegar por el Surbrin, Gerti y Obould se cuidarían de hacerle pagar caro su atrevimiento.
Los dos monarcas se reunían todas las noches, en presencia de Arganth, quien se estaba convirtiendo en el principal asesor del rey orco. Las deliberaciones entre Gerti y Obould solían revestir un cariz práctico y neutro, si bien a la giganta no se le escapaba que Obould era quien realmente estaba al frente de la operación; que sus planes siempre tenían sentido; que en todo momento veía las cosas con diáfana claridad. Lo normal era que Gerti llegara a aquellas reuniones con un humor de perros y que se marchara hecha una furia.
Aquella noche se cumplía diez días de la caída de la puerta oriental de Mithril Hall.
—Tenemos que marchar al oeste —afirmó Gerti nada más llegar, como últimamente hacía siempre al principio de cada reunión—. Tu hijo sigue mostrándose incapaz de acabar con los enanos y carece de los gigantes necesarios para desalojarlos de su posición.
—¿Es que te urge que esos enanos se retiren a Mithril Hall de una vez? —inquirió Obould en tono casual.
—Un problema menos para nosotros.
—Mejor que sigan luchando en campo abierto, hasta que acaben extenuados —razonó el rey orco—. Así no tendrán fuerzas para enfrentarse a Proffit y sus trolls apestosos.
«Que un orco trate de apestosos a los miembros de otra raza resulta grotesco», se dijo Gerti. Con todo, en aquel momento no estaba de humor para chanzas.
—¿Piensas que unos pocos trolls podrán expulsar al Clan Battlehammer de su hogar ancestral? —preguntó con sarcasmo.
—Está claro que Proffit jamás lo conseguirá —admitió él—, cosa que a nosotros ya nos va bien. Lo que nos interesa es que desgaste a nuestros enemigos continuamente. Luego, ya nos encargaremos nosotros de atraparlos en los túneles.
—¿A fin de expulsarlos del norte para siempre? —preguntó ella, un tanto confusa, pues no le parecía que ése fuera entonces el propósito de Obould, por mucho que tal hubiera sido siempre su objetivo jurado.
—Eso sería lo mejor —repuso el señor de los orcos—. Si podemos. Y si no, cuando se encuentren con las puertas que dan al exterior selladas y acorralados en los túneles, acaso intenten negociar un acuerdo.
—¿Un acuerdo entre los orcos y los enanos? —preguntó Gerti, incrédula.
—¿Qué otra opción les quedará? —apuntó Obould—. ¿Seguir comerciando con Felbarr y Luna Plateada a través de los túneles?
—Es posible.
—¿Y qué sucederá cuando localicemos y ceguemos esos túneles? —inquirió Obould—. ¿Qué harán, entonces, los enanos? ¿Seguir el ejemplo de ese maldito Do’Urden y comerciar con los drows de la Antípoda Oscura?
—No necesariamente —dijo ella—. Creo que Mithril Hall puede funcionar de forma autárquica durante mucho tiempo. El Clan Battlehammer muy bien puede conformarse con su encierro subterráneo durante siglos enteros si ello es necesario. —La giganta acercó su rostro al del orco y agregó—: Los de tu raza son conocidos precisamente por su falta de perseverancia, Obould. Reconocerás que las conquistas de los orcos suelen ser efímeras, que muchas veces se han visto echadas a perder por cuestión de luchas intestinas.
Tal referencia estaba destinada a azuzar a Obould: no mucho tiempo atrás, el rey orco había hecho una conquista en verdad impresionante al expulsar a los enanos de la Ciudadela Felbarr, pronto rebautizada como Ciudadela de Muchaflecha. Sin embargo, las inevitables querellas que pronto se dieron entre los orcos consiguieron que los enanos tuvieran ocasión de reagruparse en torno al rey Emerus Warcrown y expulsar a los brutos invasores. Decidida a bajarle los humos a su interlocutor mediante la mención de ese episodio, Gerti se sorprendió al ver que Obould, por una vez, no se mostraba en absoluto contrariado.
—Muy cierto —incluso llegó a admitir—. Quizá haya llegado el momento de aprender de los propios errores.
Atónita, Gerti se preguntó cuál sería la verdadera identidad del ser que tenía enfrente, tan distinto del Obould brutal y primitivo de antaño.
—Cuando la región esté en nuestras manos y contemos con efectivos suficientes, procederemos a construir ciudades orcas —anunció el rey de los brutos con serenidad—, unas ciudades encaminadas a vivir del comercio y los acuerdos con las ciudades vecinas.
—¿Me estás diciendo que piensas enviar embajadas comerciales a la Dama Alustriel y Emerus Warcrown? —preguntó Gerti, que no daba crédito a sus oídos.
—Primero a Alustriel —informó el orco con calma—. Luna Plateada es conocida por su tolerancia. Me temo que el rey Emerus será más difícil de convencer.
Dicho eso, Obould miró significativamente a Gerti. Una sonrisa malévola se pintó en su rostro.
—En todo caso, confío en que lo convenceremos para que se avenga a comerciar con nosotros —añadió.
—¿Y qué podéis ofrecerle que él no pueda conseguir en otro sitio?
—La libertad del Clan Battlehammer —contestó Obould—. Podríamos permitir la reapertura de la puerta oriental de Mithril Hall. Incluso podríamos construir un gran puente sobre el Surbrin. Podríamos garantizar a Mithril Hall libertad de comercio en la superficie, a cambio del correspondiente diezmo, claro está.
—Te has vuelto loco —espetó la giganta—. ¡Los enanos sometidos a los orcos! Te recuerdo que su rey Bruenor murió durante el asalto de los orcos comandados por tu hijo. ¿Piensas que los enanos lo van a olvidar?
—¿Quién sabe? —repuso el rey orco encogiéndose de hombros, como si la cosa no le inquietara en demasía—. Estamos hablando de meras posibilidades que pueden darse después de nuestra aplastante victoria militar. Si la región entera se convierte en el bastión de los orcos, me parece dudoso que los demás pueblos osen alzarse contra nosotros. Y si lo hacen, sus muertos se contarán por millares. Me pregunto cuánto durará entonces su determinación, más aún si yo les ofrezco la paz de buena fe.
—¿De buena fe?
—De buena fe —repitió Obould—, pues está claro que nunca conseguiré conquistar Luna Plateada o Sundabar, por mucho que tenga por aliados a todos los trolls de Proffit y a todos los gigantes a tus órdenes. Lo sabes tan bien como yo.
Gerti estaba boquiabierta, pues jamás hubiera creído que el rey orco pudiera llegar a reconocer una limitación que ella misma siempre había tenido por evidente.
—¿Y qué me dices de la Ciudadela Felbarr? —acertó a tartamudear en un último intento de pillar desprevenido a su interlocutor.
—Ya veremos hasta dónde nos llevan nuestros triunfos —contestó Obould—. Quizá efectivamente podamos conquistar Mithril Hall, lo que sería una presa tan importante como la propia Felbarr. Es posible que el mismo Bosque de la Luna caiga en nuestras manos en los meses siguientes. Allí encontraremos toda la leña que necesitemos para aprovisionarnos. ¡Los orcos no somos como esos estúpidos elfos que se dedican a bailar en torno a los árboles!
Obould desvió la mirada a un lado, como si su atención estuviera concentrada en un punto muy distante.
—Estamos adelantándonos a los acontecimientos —indicó finalmente—. Ahora lo primordial es que aseguremos el terreno conquistado; que impidamos que por el Surbrin lleguen refuerzos para Mithril Hall; que Proffit siembre el caos en los túneles meridionales, y que Urlgen termine de empujar a los enanos de la montaña a sus agujeros y cierre la puerta oriental del bastión. Más tarde ya decidiremos cuál será nuestro próximo paso.
Gerti apoyó la espalda en la pared de piedra y observó con atención a su interlocutor y al arrogante chamán sentado a su lado. La giganta reprimió el impulso de levantarse y acabar con la vida de Arganth allí mismo. No soportaba a aquel brujo feísimo y repelente.
De hecho, Gerti se preguntó si lo mejor no sería dar un paso al frente y acabar con Obould primero. El rey de los orcos no cesaba de descolocarla. Por completo distinto al orco miserable que una vez le había traído como presente varias cabezas de enano, al guerrero tan brutal como corto de luces de antaño, Obould entonces se tomaba su tiempo a la hora de derrotar a los enanos; sacrificaba el beneficio a corto plazo por un triunfo arrollador a largo término. ¿Qué orco era capaz de pensar así?
Gerti tenía la impresión de que Obould lo había planeado todo perfectamente; de que su plan muy bien podía tener éxito, por sorprendente que resultase. La reina de los gigantes no dejaba de preguntarse con inquietud por los planes que el monarca orco, sin duda, tenía en relación con ella misma.
—Apestan como excrementos de rote en agua fétida —se quejó Tos’un.
A pesar de sus habituales malas pulgas, Kaer’lic Suun Wett por una vez no discutió la aseveración de su compañero: su propio olfato se lo impedía.
—Y Proffit es el más hediondo de todos —añadió Tos’un.
Kaer’lic lo fulminó con la mirada. Tan sólo eran dos drows entre un ejército de trolls, y lo último que convenía era insultar de forma abierta al líder de aquellos brutos.
—Quizá por eso ascendió a comandante de sus ejércitos —agregó Tos’un con sarcasmo.
Kaer’lic seguía sin encontrarle la gracia al asunto, y menos en vista de cómo se estaban desarrollando los acontecimientos.
Sin dejar de rezongar, Tos’un continuaba deambulando por la pequeña cueva que Kaer’lic había escogido como refugio temporal para los dos. Las paredes de la caverna habían sido decoradas con glifos y runas, mientras que las túnicas ceremoniales de la sacerdotisa estaban dispuestas para su uso.
Cuando Tos’un escrutó con un poco más de atención a su compañera, ésta no trató de ocultar que justo había empezado a ponerse las túnicas cuando él había entrado en la cueva.
—No sabía que hoy fuera día de ceremonial —apuntó Tos’un.
—No —repuso ella, sin añadir más.
—¿Quizá te propones entrar en trance para localizar a nuestros compañeros desaparecidos?
—No.
—¿Te propones convocar un hechizo que nos ayude en nuestra relación con los trolls?
—No.
—¿Tenemos que seguir jugando a las adivinanzas? ¿No vas a decirme qué es lo que te propones?
—No.
Tos’un hizo una pausa y estudió a Kaer’lic con atención, sin saber bien a qué atenerse.
—Te ruego mil perdones, mi sacerdotisa infalible —dijo con palpable sarcasmo y haciendo una reverencia burlona—. A veces me olvido de que, como varón que soy, mi deber estriba en mantener el pico cerrado.
—No me vengas con ésas —respondió Kaer’lic, que empezaba a desvestirse para embutirse las túnicas—. Yo tampoco sé a qué carta quedarme —reconoció.
Kaer’lic soltó una risita mientras consideraba lo absurdo de la situación. ¿Por qué no se atrevía a decirle la verdad a Tos’un, el único drow con quien iba a seguir relacionándose durante bastante tiempo?
—En el fondo no me sorprende que Ad’non y Donnia se marcharan sin despedirse —comentó él.
—Tampoco a mí me sorprende —dijo Kaer’lic—, aunque mi confusión nada tiene que ver con ellos.
—¿Con quién, entonces? ¿Con Obould?
—Obould tiene que ver con la cuestión, sí —concedió la sacerdotisa—. Y también esa bestial deidad de los orcos que parece haber intervenido en su favor.
—La ceremonia fue en verdad impresionante.
Kaer’lic se volvió hacia él, sin importarle que estuviera desnuda de cintura para arriba.
—Temo haber ofendido a Lloth —explicó.
A Tos’un le llevó unos segundos digerir la enormidad de cuanto su compañera acababa de revelarle. El drow, finalmente, echó una mirada inquieta a su alrededor, como si temiera la súbita aparición de un ser proveniente del mismísimo Abismo, dispuesto a devorarlo sin mayor dilación.
—¿Qué…, qué quieres decir? —tartamudeó.
—No lo sé —contestó Kaer’lic—, ni siquiera sé si mis temores son fundados.
—¿Te parece que la intervención de Gruumsh el Tuerto…?
—No. Mis sospechas son anteriores a la ceremonia —explicó ella.
—¿Entonces?
—Tengo miedo de que tus consejos hayan servido para indisponerme con la Reina Araña —afirmó Kaer’lic con brutal honestidad.
—¿Mis consejos? —protestó él—. ¿Qué he dicho yo que pudiera ofender a Lloth? Yo no…
—Tú me dijiste que haríamos bien en evitar a Drizzt Do’Urden, ¿o no es así?
Tos’un guardó silencio. Su mirada se tornó ansiosa, similar a la de un animal acorralado.
—Es posible que mis sospechas sean infundadas —agregó ella—. Es posible que mi negativa a tratar con el traidor me haya costado el favor de Lloth. A la vez, tengo la intuición de que la furia de la Reina Araña será todavía mayor si me enfrento a Drizzt y acabo con él.
Tos’un seguía mirándola sin comprender.
—¿Lloth te ha denegado la comunión?
—Ni siquiera me atrevo a probarlo —admitió la sacerdotisa—. Es posible que sean mis propios temores los que me tienen paralizada.
—¿Tanto miedo le tienes a Drizzt? —preguntó él, todavía incrédulo.
—Hace mucho tiempo que llegué a mis propias conclusiones en relación con el renegado de la Casa Do’Urden —indicó Kaer’lic—, antes incluso de saber del asalto a Mithril Hall por parte de la matrona Baenre. El nombre de Drizzt ya nos era conocido cuando te uniste a nuestro pequeño grupo. Me temo que muchas de nuestras sacerdotisas tienen una imagen errónea de ese guerrero… Muchas lo tienen por un enemigo de la Reina Araña.
—Por supuesto —terció Tos’un—. A mí me parece evidente.
—¡Pero lo que Drizzt está haciendo es precisamente sembrar el caos por doquier! —interrumpió ella—. A su modo un tanto peculiar, Drizzt Do’Urden ha provocado el caos en tu ciudad natal de un modo jamás igualado con anterioridad. Y yo diría que ésa es justamente la voluntad de Lloth…
Tos’un abrió los ojos con desmesura. Por un momento pareció que se le iban a salir de las órbitas.
—¿Te parece que es Lloth quien guía los movimientos de Drizzt? —aventuró.
—Sí —respondió Kaer’lic, que apartó la mirada—. ¡Kaer’lic lo ha comprendido todo! La ironía que se esconde tras la existencia de ese rebelde. La belleza diabólica del plan diseñado por Lloth.
—Lo que dices tiene sentido —admitió él.
—En todo caso, esté yo en lo cierto o no, en este momento me siento atrapada por mis propias sospechas.
Tos’un se la quedó mirando con curiosidad.
—Si me equivoco, mejor haríamos en combatir al renegado con toda nuestra energía, como pienso que Ad’non y Donnia se proponen hacer. Y si no me equivoco, entonces he cometido un pecado de soberbia al sacar a la luz un plan que va mucho más allá de…
La sacerdotisa drow no llegó a terminar la frase.
—Si estás en lo cierto, el mero hecho de adivinar lo que se esconde tras la existencia de Drizzt resta poder a ese plan demoníaco de Lloth —razonó él.
—En todo caso, nada es seguro.
Tos’un meneó la cabeza con incredulidad. El cuerpo le temblaba.
—Y ahora me lo has revelado todo… —añadió.
—Porque me lo preguntaste.
—Pero…, pero… —tartamudeó él.
—Como digo, nada es seguro —recordó ella, tomándole la mano con intención de calmarlo un poco—. Se trata de simples especulaciones.
—En tal caso, propongo que abandonemos la compañía de estos trolls repugnantes y vayamos en busca de Drizzt a fin de conocer la verdad —sugirió Tos’un.
—¿Para revelar abiertamente mis sospechas?
Tos’un comprendió lo que las palabras de su compañera implicaban. Su entusiasmo se evaporó de forma tan repentina como había brotado.
—¿Qué propones, entonces? —inquirió.
—Seguir con Proffit. Intentaré resolver este dilema por mi cuenta —explicó Kaer’lic—. Trataré de entrar en contacto con las siervas de Lloth, aunque tengo miedo a las maquinaciones de la Reina Araña, pues sé que se muestra implacable con quienes intentan adivinar sus designios.
—La Era de los Trastornos hundió a Menzoberranzan en el caos —recordó él—. Cuando la Casa Oblondra recurrió a sus poderes psiónicos en un momento en que a las demás les estaban fallando sus poderes mágicos y trató de hacerse con el manto de la Primera Casa, estuvo en un tris de conseguirlo. Pero, como sabemos, Lloth al final escuchó las plegarias de la matrona Baenre… La catástrofe que entonces se cernió sobre los oblondranos no tuvo parangón.
Kaer’lic asintió con la cabeza, pues Tos’un más de una vez se había referido a aquel episodio tan impresionante como sangriento.
—Vivimos en tiempos confusos —sentenció—. Por si no bastara con mis sospechas sobre los designios de Lloth en relación con Drizzt Do’Urden, el rey orco parece haberse dotado de verdaderos poderes chamánicos.
—Le tienes miedo a Obould —afirmó más que preguntó Tos’un.
—Mejor será que no lo perdamos de vista —concedió Kaer’lic—. Y no sólo porque ahora sea físicamente más rápido y fuerte, no. Tenemos que andarnos con cuidado por una razón mucho más elemental: porque Obould de pronto ha empezado a pensar con claridad.
—Quizá subestimamos los poderes de Gruumsh el Tuerto. Quizá los chamanes hayan conferido a Obould mucho más que el simple vigor físico —razonó Tos’un—. ¿Es posible que el rey orco cuente con una nueva lucidez?
—Como mínimo, ahora entiende mejor cuáles son sus prioridades —contestó Kaer’lic—. Ahora sabe refrenar su hambre y su brutalidad en favor de una racionalidad que yo creía impensable en uno de esos seres inferiores, de rostro porcino. Basta fijarse en la astucia con que está utilizando a Proffit y sus trolls. Si los goblins y los orcos siguen llegando de las montañas al mismo tiempo que mantiene su alianza con Proffit, eventualmente acabará por conquistar la región entera y establecer un reino orco en el norte. ¿Quién sabe? Obould, entonces, estará en disposición de tratar con Luna Plateada y Sundabar de igual a igual, de establecer tratados comerciales incluso…
—¡Te olvidas de que estamos hablando de un orco! —protestó Tos’un.
—De un orco que de repente se muestra bastante más inteligente que de costumbre —matizó Kaer’lic—. Mejor haremos en observar los acontecimientos a cierta distancia y en no indisponernos con Obould por el momento.
—Es una pena que Ad’non y Donnia hayan desaparecido —se lamentó Tos’un—. Su concurso acaso nos vendría muy bien a medio plazo…
—¿Para retirarnos de aquí?
—Sí, si no nos queda otro remedio —reconoció el guerrero de la Casa Barrison Del’Armgo—. ¿Qué pintaremos nosotros en un reino comandado por Obould?
—Como digo, lo mejor es que observemos los acontecimientos desde una distancia segura —repitió ella—. En todo caso, en el supuesto de que Obould efectivamente conquiste el territorio que ambiciona, ¿cuánto tiempo durará un reino de orcos? ¿Cuánto duró en el caso de la Ciudadela Felbarr? Me parece evidente que las propias disensiones internas darán al traste con tan grandioso proyecto. Si tenemos cuidado, incluso podemos divertirnos al ver cómo el caos se enseñorea de la región.
La sacerdotisa era consciente de que sus palabras carecían de la necesaria convicción. ¿Por obra de los temores que le inspiraba el poder supremo que se encontraba tras el renegado Do’Urden? ¿Acaso la ceremonia chamánica de los orcos la había trastornado hasta ese punto? Kaer’lic se preguntaba si su falta de confianza tendría que ver con el renovado poder que advertía en la persona de Obould.
—¿Es que ahora nos estamos divirtiendo? —inquirió Tos’un con sarcasmo.
—Es cierto que los trolls hieden a más no poder —concedió ella—, pero propongo que hagamos lo que se nos ha pedido y los guiemos por los túneles que llevan a Mithril Hall, manteniéndonos siempre al margen de los combates, claro está. Que los orcos y los enanos se despedacen entre ellos, si tal es su interés. ¿A nosotros qué nos importa el triunfo de unos u otros? Esta guerra no es la nuestra.
—¿Te parece que sabrás volver a ganarte la gracia de Lloth? —preguntó él.
—¿Quién sabe cuál es la voluntad de Lloth? —respondió ella con cierto desánimo en la voz—. El enigma del renegado Do’Urden me inquieta mucho. En esta época de caos, soy la representante principal de Lloth, lo que resulta doblemente importante en vista de la inesperada intervención de Gruumsh el Tuerto. Si por obra de mi inteligencia o mi estupidez he comprometido mi propia posición, también habré privado a Lloth del papel que merece desempeñar en esta magnífica conquista.
—¿No hay alguna solución de tipo personal? —inquirió él con una sonrisa malévola.
—Todavía no ha llegado el momento de salir a combatir a Drizzt Do’Urden. La cosa sigue sin estar clara en un sentido o en otro —indicó Kaer’lic—. Si Lloth está furiosa conmigo por haber intuido cuáles son sus designios en relación con el renegado, lo primordial es volver a ganarme el favor de la Reina Araña.
Tos’un asintió con la cabeza y echó una nueva mirada a su alrededor.
—Que la suerte te acompañe en tu empeño —deseó—. Y lo digo por el bien de los dos.
Confortada por las palabras de Tos’un, Kaer’lic se dijo que había hecho bien en revelarle sus sospechas al guerrero. Era raro que un elfo oscuro confiara sus debilidades a otro drow, pues la respuesta corriente en tales casos solía ser la puñalada por la espalda. ¿Trataría Tos’un de ganarse el favor de Lloth matando a Kaer’lic? La sacerdotisa se esforzó en desechar tal pensamiento; se dijo que su pequeño grupo de compañeros era muy distinto a otras bandas de drows. En su incesante búsqueda de la aventura y el botín, los cuatro exhibían un compañerismo que era por completo inhabitual entre los de su raza. Su devenir sería verdaderamente horroroso si a su lado no estuviera Tos’un. Y éste venía a sentir algo muy parecido, o eso pensaba ella; por esa razón le había revelado una verdad que en circunstancias normales habría ocultado.
Y es que si Lloth efectivamente estaba furiosa con ella por haber rehuido a Drizzt Do’Urden, Kaer’lic en el futuro iba a precisar de la ayuda de Tos’un. Y también la de Ad’non y Donnia, si la reputación del renegado respondía a la realidad.
En el fondo, Kaer’lic venía a pensar lo mismo que Tos’un había expresado un momento atrás: era una pena que los otros dos se hubieran marchado.
—¿Qué sucede? —preguntó Gerti al entrar en la amplia cueva cercana al río que Obould había escogido como residencia temporal.
El rey orco estaba sentado en una piedra, con el mentón sobre una mano y una expresión de inquietud en sus facciones bestiales. La giganta no lo había visto tan preocupado desde el inquietante ritual de días atrás.
—Hay noticias del norte —explicó Obould—. La tribu de la Roja Cicatriz ha descendido recientemente de la Columna del Mundo para unirse a nuestra lucha.
El tono mesurado y preciso de sus palabras recordó a Gerti que el señor de los orcos era entonces muy distinto al bruto servil y corto de entendederas que tiempo atrás había acudido a visitarla a su palacio de los hielos.
Obould alzó la cabeza.
—Sufrieron una emboscada y tuvieron que retirarse —añadió.
—¿Que tuvieron que retirarse? —apuntó la reina de los gigantes. Con un matiz desdeñoso en la voz, agregó—: ¿Es que tus gentes otra vez vuelven a sumirse en las luchas intestinas de siempre? ¿Es que quieren exponernos a un contraataque del enemigo antes incluso de haber obtenido la victoria?
—Quienes los atacaron fueron elfos —informó el otro con amargura.
Obould clavó una mirada furiosa en Gerti, que jamás se había visto contemplada de ese modo por un orco.
—¿Me estás diciendo que los elfos han cruzado el Surbrin? —inquirió la giganta sin preocupación excesiva en la voz.
—Los de la Roja Cicatriz fueron emboscados por una simple pareja de elfos…, y un drow —aclaró él—. ¿Vas entendiendo la cuestión?
—Supongo que esa Roja Cicatriz debe de ser una tribu pequeña.
—¿Y eso qué más da? —cortó Obould—. Lo que está claro es que volverán a refugiarse en sus túneles y prevendrán a todos quienes estén pensando en unirse a nuestras filas.
—En todo caso, Arganth sigue predicando la gloria de Obould —repuso Gerti—. Y Obould es Gruumsh, ¿o no?
Obould la miró de forma retadora, consciente del sarcasmo sangrante que encerraban aquellas palabras. Gerti se alegró de haber zaherido al rey orco. Aunque en aquel momento no estaba en disposición de enfrentarse con él abiertamente, se complacía en mostrarle que ella no se arredraba así como así.
—No subestimes la ayuda que Arganth y sus chamanes nos están prestando —aseveró el orco.
—¿A quién? ¿A los dos? ¿O a Obould?
—A ambos —zanjó él—. Sus prédicas tienen mucha resonancia en los túneles. Por el momento, cuento con cerca de quince mil guerreros orcos y millares de goblins más, un número que se podría multiplicar por diez si todo marcha como es debido. Por este motivo, no podemos permitir que un grupo minúsculo de enemigos comprometa la llegada de nuevos refuerzos.
Como de costumbre, Gerti estuvo tentada de buscarle la vuelta a las palabras de Obould, pero lo cierto era que los razonamientos del rey orco eran de una lógica impecable. Antes de que pudiera remediarlo, la giganta se oyó preguntar:
—¿Qué te propones hacer?
—Nuestra labor en esta zona está prácticamente terminada, así que nos marcharemos al norte y el oeste con el grueso de nuestros efectivos —anunció Obould—. Enviaremos algunos refuerzos a Urlgen para que siga luchando en ese cerro durante tanto tiempo como esos enanos insensatos se obstinen en defender su posición. Por muy grandes que sean nuestras pérdidas ahí, nos las podemos permitir con tranquilidad, a diferencia de los enanos.
»Yo había hecho planes para dirigirme al oeste cuanto antes —añadió Obould—, con el fin de someter el Valle del Guardián a nuestro control y obligar a los enanos a retirarse a Mithril Hall. Pero ahora pienso dirigirme al norte con Arganth y los demás, con la intención de solventar este nuevo problema.
Gerti lo miró con la sospecha en los ojos, esforzándose en ocultar su contrariedad.
—Espero que algunos de tus gigantes me acompañen en esta expedición —clarificó Obould al punto—. Tú puedes venir o no, como prefieras. Lo que está claro es que las cabezas de esos dos elfos y ese drow muy pronto adornarán los costados de mi carruaje.
—Tú no tienes ningún carruaje —recordó la giganta.
—Pues haré construir uno cuanto antes —replicó el orco.
Sin responder, Gerti se dio media vuelta y se marchó por donde había venido, lo que fue nueva muestra de la cambiante naturaleza de su relación con Obould. Antes era el rey orco quien acudía a visitarla al Brillalbo, su helado hogar en las montañas. Pero entonces, cada vez con mayor frecuencia, era ella quien acudía a pedir audiencia al monarca orco, cuyos dominios no cesaban de crecer.
Al salir de la cueva, las desdeñosas palabras de Obould seguían resonando en su mente.
—Tú puedes venir o no, como prefieras.
Gerti se recordó que no podía permitir que Obould se acostumbrara a prescindir de ella. Una idea empezaba a germinar en su mente: si la nueva seguridad en sí mismo del soberano orco seguía revirtiendo en insolencia, al final tendría que matarlo. La giganta entendía que lo principal era escoger el momento oportuno. Mientras, tenía que dejar que Obould desempeñara su papel, que terminara de acorralar a los enanos del Clan Battlehammer, que se enfrentara a las demás ciudades del norte, si ello era necesario.
Si Obould fracasaba en su empeño, que el orco se enfrentara en solitario a las consecuencias. Y si triunfaba, ella misma se encargaría de acabar con él para asumir su papel preeminente.
Nada le gustaría más que acabar con la vida de aquel orco impertinente y de grotesca fealdad.
Había que esperar a que llegase el momento propicio.