CUESTIÓN DE AMISTAD
Drizzt avanzó con agilidad sobre la gran roca oscura y se dispuso a saltar al pequeño claro en el bosque. No obstante, en el último segundo, cuando ya iba a lanzarse al vacío, se detuvo al advertir que Guenhwyvar tenía la situación bajo control.
A pesar de estar armada, la hembra drow se limitaba a hablarle al felino, instando a Guenhwyvar a que se retirara sin atacarla.
—Quizá harías mejor en tirar tus armas al suelo. Guenhwyvar, entonces, se mostraría menos agresiva —indicó Drizzt, no sin sorprenderse ante la fluidez con que se expresaba en la medio olvidada lengua de los drows.
—Si lo hago, le ordenarás al momento que me haga pedazos —respondió la hembra.
—Podría ordenárselo ahora mismo —recordó él—. Me temo que no te queda mucha elección: o te rindes, o la pantera acabará contigo.
La hembra alzó el rostro y lo miró con desdén. Sin embargo, cuando sus ojos volvieron a posarse en Guenhwyvar, tiró al suelo la daga y la espada.
Guenhwyvar seguía dando vueltas a su alrededor, aunque sin acercarse.
—¿Cómo te llamas? —inquirió Drizzt, aproximándose sigilosamente por un sendero al pequeño claro ocupado por la drow y la pantera.
—Pertenezco a la familia Soldou —respondió ella—. ¿Te suena ese apellido?
—No —repuso él, apareciendo de repente a espaldas de la drow tras dar un pequeño rodeo. Lo imprevisto de su llegada hizo que ella se estremeciera—. Por lo demás, tu apellido me interesa bastante menos que el propósito que te ha llevado hasta aquí.
La hembra se volvió lentamente hacia él. Drizzt no dejó de advertir que era bastante hermosa. Un largo mechón de sus cabellos le cubría la mitad del rostro y uno de sus ojos, rojizos en el iris, por completo distintos a los ojos inyectados en sangre que eran característicos de los orcos.
—Mi salida de la Antípoda Oscura fue bastante similar a la tuya, Drizzt Do’Urden —contestó ella. A Drizzt no dejó de sorprenderle que aquella desconocida se mostrara tan bien informada sobre su vida—. Me vi obligada a hacerlo después de que la familia Soldou cayera en desgracia ante la Reina Araña. La maldita soberana de los demonios acabó con casi todos los miembros de mi linaje.
—Y sin embargo, tú saliste con vida.
—Aquí me tienes.
—Ya lo veo, y en compañía adecuada para una seguidora de Lloth —apuntó Drizzt, desenvainando a Centella en un santiamén y situando el filo de la hoja junto al cuello de la hembra.
La drow no pestañeó.
—Lo hice por puro instinto de supervivencia —explicó—. Aunque hace tiempo que salí de las tinieblas, sigo sin acostumbrarme a este disco rojizo que arde en lo más alto.
—La cosa lleva su tiempo.
—Conocí al otro drow. Su nombre es Ad’non.
—Lo era —corrigió Drizzt, encogiéndose de hombros.
De nuevo, la hembra ni pestañeó.
—Yo misma tenía pensado acabar con él a las primeras de cambio —indicó—. Su ruindad no tenía límites. Cuando vi que se disponía a abusar de aquella elfa indefensa, me juré matarlo.
Drizzt asintió con la cabeza, por mucho que no creyera una sola palabra. A pesar de sus protestas de inocencia, aquella drow se había mostrado más que dispuesta a clavarle a él sus dardos.
—Todavía no me has dicho cómo te llamas.
—Donnia —respondió ella.
Drizzt sintió cierto impensado alivio al entender que le estaba diciendo la verdad, pues él mismo había oído dicho nombre de labios de su compañero muerto.
—Soy Donnia Soldou, encomendada a Eilistraee.
Esa referencia pilló a Drizzt por sorpresa.
—¿Has oído hablar de la Señora de la Danza? —insistió la drow.
—Me ha llegado algún rumor —concedió él.
Aunque creía que su interlocutora estaba mintiendo, a Drizzt no dejaba de intrigarle la mención a Eilistraee, deidad cuyos seguidores venían a ser drows como él mismo, o eso se decía.
—Siento haberte hecho frente en la cueva de los elfos —añadió Donnia, bajando la mirada—. Tienes que comprender que mi compañero era un guerrero implacable, a quien yo misma debía la vida. Si me hubiera tomado por una traidora, habría acabado conmigo sin pestañear.
—¿Durante tanto tiempo como estuviste a su lado no encontraste ocasión de alejarte de él?
Donnia fijó la mirada en Drizzt.
—¿O es que no era tu único compañero? —inquirió él.
—Ad’non era el único —contestó Donnia—. Mejor dicho, Ad’non y sus aliados, los gigantes y los orcos. Ad’non era un guerrero curtido en mil batallas, un poco como tú mismo, con la salvedad de que su espíritu era muy otro, claro está. Ad’non gustaba de recorrer la Columna del Mundo y los túneles de la Antípoda Oscura superior para disfrutar de sus placeres.
—En tal caso, ¿por qué no te marchaste de su lado cuando pudiste hacerlo? —insistió Drizzt.
Donnia asintió con la cabeza y se pasó la mano por el rostro.
—Porque entonces habría estado sola —musitó—, sola en un mundo que no es el mío. Fui débil, Drizzt Do’Urden. ¿Es que no puedes comprenderlo?
—Sí que puedo —reconoció él.
Drizzt envainó a Muerte de Hielo y apartó a Centella del cuello de Donnia. Con su mano libre, cacheó a la hembra y le quitó una daga que tenía en el cinturón, su ballesta de combate y un saquito de cuero lleno de dardos. Con sigilo, Drizzt aprovechó para hacerse con uno de aquellos dardos, que escondió bajo el cinto. Drizzt siguió palpándola pierna abajo y advirtió un leve abultamiento tras la caña de una de sus botas. Un cuchillo, a todas luces. El Cazador fingió no haber reparado en su presencia.
—Llevas las armas típicas de los drows —comentó, tirando al suelo la daga recién descubierta y la ballesta, junto a la espada y la otra daga—. No sé si te servirían de mucho a cielo descubierto —agregó, mientras envainaba a Centella—. Sígueme —instó, echando a caminar y pasando de largo a propósito junto a las armas apiladas en el suelo.
Drizzt volvió el rostro un instante y advirtió que Donnia no lo estaba mirando con atención en aquel momento, y aprovechó para hacerse con la minúscula ballesta en un abrir y cerrar de ojos, y que asimismo ocultó tras su ancho cinturón.
—Sígueme —repitió, echando a andar otra vez.
Drizzt oyó que Donnia contenía el aliento al pasar junto a las armas amontonadas y entendió lo que estaba pensando. La drow, sin duda, imaginaba que la estaba poniendo a prueba, que estaba presto a desenvainar sus hierros si ella trataba de echar mano de sus armas.
A los pocos pasos, una vez que el montón de armamento hubo quedado atrás, Drizzt se dijo que Donnia creía haberse ganado su confianza tras pasar aquella prueba con éxito. Sin embargo, tan sólo se trataba de una añagaza.
—Guenhwyvar —llamó él, terminando de tender la trampa—. Deja ya de molestarnos. ¡Vuelve a tu hogar de una vez!
Drizzt observó de reojo a Donnia, cuya mirada no se apartaba de la pantera. Ésta empezó a dar vueltas en círculos cada vez más estrechos, hasta que las líneas de su cuerpo se fueron difuminando en una neblina grisácea y desapareció por entero.
—Guenhwyvar no puede pasar demasiado tiempo en este mundo —explicó él—. Se cansa con facilidad, por lo que precisa regresar a su plano astral para recobrar fuerzas y rejuvenecer.
—Una espléndida compañera —observó Donnia.
—Uno de mis tres compañeros preferidos —corrigió él—. O cinco, mejor dicho, si contamos los pegasos, que sin duda merecen ser contados.
—¿De veras te has aliado con los elfos de la superficie? —inquirió ella. Antes de que Drizzt pudiera responder, Donnia añadió—: Sin duda, son compañeros idóneos para quien como tú ha abjurado de la Reina Araña.
—Unos compañeros invaluables —convino él—. La hembra es una sacerdotisa del dios elfo Corellon Larethian. Estoy seguro de que querrá hablar contigo para corroborar la veracidad de tus palabras.
Drizzt advirtió que Donnia, de pronto, avanzaba con el paso un tanto vacilante.
—La elfa cuenta con unos hechizos que es seguro que querrá aplicarte —agregó—. Pero no tienes nada que temer, pues su única intención será la de conocer la verdad. Y una vez que reconozca la sinceridad de Donnia Soldou…
Sin terminar la frase, Drizzt se volvió en redondo, con Muerte de Hielo desenvainada. Como esperaba, la nerviosa Donnia ya se lanzaba contra él con la daga que había estado ocultando en la caña de la bota.
Con la mano derecha, Drizzt golpeó la muñeca de Donnia y desvió la letal hoja de la daga. No sólo eso, sino que le soltó una estocada que hendió las costillas de la drow, de cuyo costado empezó a manar la sangre. Cuando ésta se apartó, Drizzt aprovechó para soltarle un nuevo golpe en la muñeca, y la daga saltó por los aires. Donnia se llevó la mano a la herida del costado y retrocedió unos pasos.
Drizzt se puso a su lado.
—¡Mentiras y más mentiras! —exclamó—. ¡Como si se pudiera esperar otra cosa de una drow! ¡Dime la verdad o te decapito en el acto! —demandó—. ¿Por qué estás aquí? ¿Y cuántos son tus compañeros?
—¡Cientos! —chilló ella, trastabillando, malherida—. ¡Hay millares, Drizzt Do’Urden! ¡Con la misión de llevarle tu cabeza a la Reina Araña!
Dicho eso, Donnia sorprendió a Drizzt convocando un globo de oscuridad a su alrededor.
La hembra entró en el círculo de tinieblas a toda prisa, pues calculaba que su adversario, por instinto, se habría hecho a uno u otro lado, como así era en efecto. Tras atravesar el globo de oscuridad, la drow reapareció frente a un precipicio, al que se tiró sin pensárselo dos veces. Recurriendo a uno de los conjuros mágicos que eran innatos en ella, tras una caída libre de cinco metros, muy pronto empezó a descender planeando con suavidad.
—No sabes cómo me has decepcionado… —oyó que Drizzt decía a sus espaldas, más arriba.
La hembra reparó en la sinceridad de su voz, reveladora de que el drow efectivamente hubiera querido creerla, lo que de hecho era cierto. Drizzt en verdad ansiaba encontrar una compañera drow, una hembra de su raza con la que compartir sus aventuras, una hembra que aliviara aquella negra soledad que embargaba su espíritu a todas horas.
Una sonrisa malévola se había pintado en el rostro de Donnia cuando de pronto el clic de una ballesta resonó en lo alto y un repentino aguijón se le clavó en el hombro. Donnia se las arregló para seguir levitando en su descenso, pero su mirada se fijó con horror en el dardo hincado en su hombro al sentir que el veneno empezaba a correr por sus venas.
De pronto, se encontró con que su organismo comenzaba a fallarle en mitad del descenso.
En lo alto, Drizzt suspiró con fuerza sin apartar los ojos de ella. El Cazador tiró al abismo la ballesta que había arrebatado a la propia Donnia y contempló su caída precipicio abajo. La ballesta pronto dejó atrás a la hembra, que seguía planeando en el aire, y fue a estrellarse contra el suelo tras una caída de más de cincuenta metros.
Drizzt se puso en cuclillas y se llevó una mano al rostro, aunque sin apartar la mirada, determinado a ser testigo hasta el final.
Cuando los músculos de Donnia se paralizaron por completo, el encantamiento llegó a su fin. La hembra, entonces, cayó como una piedra, sin tan sólo emitir un grito, pues sus mismas cuerdas vocales estaban paralizadas por obra de aquel veneno potentísimo.
Drizzt desvió la mirada en el último segundo, para no contemplar cómo la hembra se estrellaba contra las rocas. Cuando volvió a fijar los ojos en ella, su cuerpo era un amasijo de sangre, destrozado e informe.
Drizzt volvió a suspirar. Con todo, lo sucedido no le había sorprendido lo más mínimo. Drizzt Do’Urden volvió a verse dominado por una rabia ciega, una rabia dirigida a la futilidad que insistía en envolver su existencia.
El Cazador se levantó unos instantes después. Seguramente Tarathiel e Innovindil seguirían indefensos en la cueva, y debía dirigirse allí de inmediato. Al llegar, se encontró con que estaban sanos y salvos, y que de hecho habían recuperado cierta movilidad.
—Siempre es bueno volver a verte, Drizzt Do’Urden —saludó Tarathiel—, pero en este caso no sólo ha sido bueno, sino también providencial.
—¿Has conseguido dar con la otra drow? —preguntó Innovindil.
—Está muerta —confirmó Drizzt con la voz sombría—. Se cayó por un precipicio.
—¿No te apena acabar con uno de los tuyos? —inquirió Innovindil.
Drizzt volvió el rostro hacia ella y se la quedó mirando fijamente.
—¿No te apena? —insistió Innovindil, sin dejarse amilanar.
—Siempre —reconoció finalmente Drizzt.
—En tal caso, tu alma sigue siendo pura —intervino Tarathiel—. Lo peor que te puede pasar es que la muerte de un enemigo deje de afectarte.
Las sencillas palabras del elfo llegaron a lo más hondo de Drizzt Do’Urden, quien en aquel momento se debatía entre su verdadera naturaleza y la del Cazador que le habían obligado a ser. Era cierto que las muertes ajenas no le producían el menor remordimiento cuando era el Cazador. Nada había sentido al cortarle la cabeza a Ad’non, si bien la muerte de Donnia lo había estremecido de un modo que no habría acertado a explicar. Drizzt entendía que tenía que existir un término medio, una especie de terreno neutral en el que pudiera combatir como el Cazador al mismo tiempo que conservaba su propia alma. Al pensar en el pasado, creía haber dado con tal término medio en una ocasión lejana. Su esperanza era la de volver a encontrarlo algún día en el futuro.
Drizzt rebuscó en los bolsillos de Ad’non con intención de dar con algún indicio sobre la identidad del elfo oscuro y el motivo por el que se encontraba allí. Tan sólo encontró unas pocas monedas, cuyo origen no acertó a reconocer. Con todo, su mirada no tardó en reparar en la gris camisa de seda que Ad’non vestía bajo su capa, la misma camisa que había detenido las cimitarras de Drizzt. Éste reconoció las marcas que sus filos acerados habían dejado en la tela. Lo que era más, aunque el cadáver estaba por completo rodeado de sangre, la camisa aparecía limpia de toda mancha.
—Una magia muy potente —apuntó Innovindil, y cuando Drizzt volvió el rostro hacia ella, la elfa lo animó con un gesto a quedarse con aquella camisa encantada—. Para el campeón… —indicó.
Drizzt empezó a quitarle la camisa al muerto. Su propia cota de malla forjada por Bruenor estaba en estado más que lamentable.
—Te estamos muy agradecidos —repuso Tarathiel—. Imagino que lo entenderás…
—No podía permitir que os hicieran daño —respondió Drizzt con sencillez—. Estoy seguro de que habríais hecho lo mismo por mí. Mejor dicho, ya lo hicisteis.
—No somos enemigos tuyos —declaró Tarathiel.
Algo en el tono de su voz provocó que Drizzt se lo quedara mirando con renovada atención.
—Por mi parte, jamás he buscado la enemistad de ningún elfo de la superficie —respondió con convicción.
Innovindil y Tarathiel intercambiaron sendas miradas significativas.
—Es nuestro deber decirte que hay una elfa que se considera tu enemiga —admitió Innovindil—, por mucho que tú no tengas ninguna culpa.
—Supongo que te acuerdas de Ellifain… —añadió Tarathiel.
—Naturalmente —contestó Drizzt, bajando la vista—, aunque la última vez que la vi se hacía llamar Le’lorinel y fingía ser un varón.
Los dos elfos volvieron a mirarse. Tarathiel asintió con la cabeza.
—Eso sería poco después de que escapara de Luna Plateada —apuntó a su compañera.
—Ellifain estaba obsesionada por encontrarte y acabar contigo —afirmó Innovindil—. Era algo que sabíamos bien, por mucho que entonces desconociéramos quién eras exactamente. Hicimos lo que pudimos para tratar de disuadirla, pero Ellifain no atendía a razones. Su obsesión era absoluta, y no le importaba lo que los suyos pensaran al respecto.
—Es cierto que no atendía a razones —convino Drizzt.
—¿Y… llegaste a trabar combate con ella? —preguntó Tarathiel con una nota de preocupación en la voz.
Drizzt alzó la vista un segundo, si bien al momento desvió la mirada otra vez y suspiró con pesar.
—Yo no quería… De haberlo sabido, yo no habría… —tartamudeó. Finalmente respiró con fuerza y afrontó las miradas de sus interlocutores—. Cuando la encontré, estaba con unos salteadores que mis compañeros y yo llevábamos tiempo persiguiendo. Yo no tenía idea de quién era, ni siquiera sabía que era una hembra… Fue entonces cuando nos enzarzamos en combate. Y después…
—Le asestase el golpe mortal —completó Tarathiel, mientras Innovindil desviaba la mirada.
El silencio de Drizzt fue elocuente.
—Tenía miedo de que las cosas acabaran así —explicó Tarathiel a Drizzt—. Hicimos lo posible para salvar a Ellifain de sí misma. Y entiendo que tú también hiciste cuanto estaba en tu mano.
—Por desgracia, Ellifain estaba poseída por una rabia que le impedía pensar con racionalidad —agregó Innovindil—. Cuando oía hablar de tu valerosa lucha en defensa del bien, su rabia no hacía sino aumentar, pues Ellifain estaba convencida de que todo aquello era mentira, de que el propio Drizzt Do’Urden era una mentira.
—Y es posible que lo sea —contestó Drizzt sin pestañear.
—¿Es eso lo que piensas? —preguntó Innovindil.
Drizzt se limitó a encogerse de hombros.
—Que sepas que no te guardamos rencor —indicó Tarathiel—. Entendemos que no hiciste más que defender tu propia vida.
—Lo que vosotros podáis pensar no cambia las cosas —replicó Drizzt.
Sus interlocutores guardaron un instante de silencio.
—En todo caso, estamos dispuestos a luchar contigo en pro de nuestra causa común —declaró Tarathiel, por fin—. Hombro con hombro.
Drizzt se los quedó mirando un momento. La oferta era tentadora, si bien exigía un compromiso que no estaba preparado para aceptar. El drow, finalmente, denegó con la cabeza.
—Soy un cazador solitario —explicó—, pero siempre estaré dispuesto a ayudaros cuando la ocasión lo requiera.
Drizzt recogió la mágica camisa de seda y echó a caminar.
—Siempre necesitaremos de tu ayuda —dijo Tarathiel a sus espaldas—. ¿No crees que serías más fuerte si…?
—Déjalo marchar en paz —zanjó Innovindil—. Todavía no está preparado.
A la mañana siguiente, Drizzt Do’Urden estaba sentado sobre un risco, contemplando la comarca en la que se hallaba la cueva de los elfos, meditando la generosa oferta de Tarathiel e Innovindil. Sabedores de que había matado a su compañera de raza, no por ello le habían dado la espalda o juzgado con dureza.
La conducta de los elfos venía a arrojar nueva luz sobre la desdichada historia de Ellifain. En todo caso, Drizzt Do’Urden no estaba verdaderamente seguro de la naturaleza exacta de tal luz.
A todo esto, el drow se encontraba ante la posibilidad de contar con nuevos amigos y aliados, una perspectiva que le resultaba tentadora, pero que a la vez le producía un profundo temor.
Pues él una vez había tenido los mejores amigos y aliados que uno podía desear.
Una vez.
Drizzt seguía sentado con la mirada fija en el paisaje. Desgarrado en su interior, se preguntaba qué le deparaba el futuro.
Una imagen acudía a su mente una y otra vez: la del torreón en llamas desmoronándose y arrastrando a Bruenor en su caída.
De pronto sintió la urgente necesidad de volver a su propia cueva, de acariciar el yelmo de un solo cuerno, de oler el olor de Bruenor, de acordarse de sus amigos muertos. El drow se levantó y echó a caminar.
Sin embargo, antes de que el día terminara, Drizzt de nuevo se encontró en lo alto del mismo risco, con la mirada fija en los dominios de Innovindil y Tarathiel.
El drow contempló con interés el descenso en picado de uno de los dos pegasos, que depositó a Tarathiel frente a la entrada de la cueva. Para su sorpresa, el elfo no entró, sino que se dio media vuelta y echó a correr hacia él.
—¡Drizzt Do’Urden! ¡Ven con nosotros! —gritó—. ¡Tengo unas noticias que nos interesan a todos!
A pesar de sus reservas, a pesar del profundo dolor que laceraba cada fibra de su ser, Drizzt fue a hablar con los elfos.
—Una nueva tribu ha salido de su agujero y viene en esta dirección —explicó Innovindil después de que éste entrara en la cueva—. Tarathiel los ha visto avanzar por las laderas de la Columna del Mundo.
—¿Me habéis hecho venir para contarme que hay orcos en la región? —preguntó Drizzt con incredulidad—. Pues vaya novedad…
—No estamos hablando de unos orcos cualesquiera, sino de una nueva tribu —precisó Tarathiel—. Al grueso de las tropas se le ha unido una tribu tras otra. Pero este nuevo grupo todavía no ha tenido tiempo de sumarse al ejército orco.
—Si los golpeamos con decisión, quizá consigamos devolverlos a sus agujeros —observó Innovindil—, lo que sería una importante victoria para nuestra causa. —Como Drizzt no respondió, la elfa agregó—: También sería una importante victoria para los enanos defensores de Mithril Hall.
—¿Cuántos son? —preguntó Drizzt de modo automático.
—Una tribu pequeña. Cincuenta quizá —respondió Tarathiel.
—¿Te parece que nosotros tres solos podremos con cincuenta orcos? —inquirió Drizzt.
—Me parece que podemos matar a diez y poner a cuarenta en fuga —contestó el elfo.
—Y una vez que estén en sus túneles hediondos, correrán el rumor de que una muerte segura acecha a quienes se aventuren a responder a la llamada del rey orco —agregó Innovindil.
—Los orcos y los gigantes han formado un ejército enorme —explicó Tarathiel—. Estamos hablando de millares de orcos y de cientos de gigantes, contra los que muy poco podremos hacer nosotros tres. Con todo, el mayor peligro para los enanos de Mithril Hall, los elfos del Bosque de la Luna y las gentes de Luna Plateada lo constituye la constante llegada desde la Columna del Mundo de unos refuerzos prácticamente ilimitados.
—A este paso, el ejército invasor acabará por contar con decenas de miles de orcos y goblins —terció Innovindil.
—Pero quizá nos las arreglemos para contener esa marea de monstruos —dijo Tarathiel—. Ataquemos a esos orcos que se acercan, para que alerten a sus compañeros del peligro que acecha a quien sale de las montañas. El número de orcos que matemos se verá multiplicado con creces por el número de brutos que preferirán abstenerse de participar en esta guerra. —Tarathiel fijó su mirada en Drizzt—. Aunque sólo seamos tres, tenemos ocasión de desempeñar un papel importante en el conflicto.
En su fuero interno, Drizzt entendía que el plan de Tarathiel tenía sentido.
—Pongamos manos a la obra cuanto antes, pues —repuso el elfo cuando quedó claro que Drizzt no iba a presentar oposición—. Es preciso que los ataquemos cuando aún no se hayan alejado mucho de sus cuevas, antes de que caiga la noche.
Drizzt se maravilló al observar la precisión con que los dos elfos se lanzaron en picado a lomos de sus monturas sobre el grupo de orcos, cuidando de situarse entre los brutos y el sol poniente.
A un lado del drow, Guenhwyvar gruñó con impaciencia. Drizzt tuvo que refrenar al animal.
En lo alto, montados sobre sus corceles alados, los dos elfos echaron mano de sus arcos y empezaron a asaetear al enemigo. En tierra, los orcos prorrumpieron en aullidos de pánico mientras señalaban al cielo.
Guenhwyvar salió corriendo hacia el flanco septentrional de los brutos. Drizzt echó a correr en dirección opuesta, determinado a sorprender a la tribu por el sur. Mientras los orcos chillaban de terror ante la pantera recién aparecida frente a ellos, el Cazador aprovechó para subir de un salto a un peñasco. Al otro lado de la roca, dos orcos se habían ocultado para escapar de la lluvia de flechas que caía desde el cielo. Drizzt esperó a que los dos brutos alzaran la mirada para saltar justo en medio de ellos.
Tras desenvainar a Centella, lanzó una mortal estocada a su derecha. Con el plano de Muerte de Hielo asestó un golpe tremendo al orco que tenía a la derecha. La bestia se tambaleó, medio atontada, y salió corriendo como pudo.
A la izquierda de sus espaldas, los pegasos descendieron hasta posarse en tierra. Tras soltar una última andanada de flechazos, los dos elfos saltaron de sus monturas y empuñaron sus armas de combate.
—¡Por el Bosque de la Luna! —exclamó Tarathiel.
A pesar de lo arriesgado del ataque, Drizzt Do’Urden exhibía una retorcida sonrisa en el rostro cuando acabó de rodear el peñasco y, de pronto, se plantó ante la primera línea de orcos.
A su lado, con los brazos entrelazados, Tarathiel e Innovindil se embarcaron en su danza rapidísima y letal.
Los orcos retrocedieron. Uno de sus cabecillas trató de reagruparlos a gritos, pero Drizzt al punto se cuidó de envolverlo en un globo de oscuridad.
Un segundo lugarteniente gritó una voz de mando, pero murió al instante siguiente, cuando Guenhwyvar se lanzó sobre su garganta.
Un momento después, los orcos huían. El sol terminaba de ponerse y los brutos corrían por donde habían venido, flanqueados a uno y otro lado por Guenhwyvar y Drizzt, y seguidos de cerca por Tarathiel e Innovindil, que a lomos de sus briosos corceles no les daban un respiro.
Un par de orcos rezagados corrieron a esconderse en una cueva ancha y oscura. Apercibido, Drizzt fue a perseguirlos entre maldiciones y amenazas. Cuando uno de los goblinoides se frenó en su carrera para echar una mirada atrás, el drow pasó corriendo a su lado y le dio rápida muerte con una de las cimitarras.
El segundo orco en ningún momento volvió la vista atrás. Tampoco lo hicieron los otros que habían conseguido escapar.
De pie ante la boca de la cueva, con los brazos en jarras, Drizzt escrutó la oscuridad con la mirada. Guenhwyvar llegó a su lado. Un instante después, los dos pegasos se aproximaron al galope.
—Todo ha salido a la perfección —indicó Tarathiel tras desmontar de su corcel.
El elfo se acercó a Drizzt y puso una mano sobre su hombro. A pesar de que el drow estuvo en un tris de apartarse, finalmente se quedó donde estaba y aceptó el gesto afectuoso del elfo.
—Nuestra técnica de combate seguirá mejorando con la práctica —afirmó Innovindil, quien se situó al otro lado del drow.
Drizzt miró a la elfa a los ojos y entendió el mensaje oculto en sus palabras. El drow no rechazó su latente promesa, ni hizo amago de apartarse cuando ella se acercó todavía más a su lado.