16

EL ALMA DEL CAZADOR

Los largos dedos de Ad’non Kareese recorrieron la delicada barbilla y el cuello grácil de Innovindil hasta llegar a la garganta.

—¿Te gusta…? —preguntó el drow con sarcasmo, perfectamente sabedor de que la paralizada elfa de la superficie apenas si entendía su lengua, de forma que difícilmente podría responderle.

—Haz lo que tengas que hacer y termina de una vez —dijo Donnia a sus espaldas.

Ad’non sonrió sin volver el rostro, a fin de esconder el malsano placer que le producía la perceptible incomodidad de Donnia. Ésta sabía que lo que su compañero andaba buscando era la humillación de su cautiva antes que otra cosa, y aunque, como drow que era, ella misma pensaba divertirse un poco a costa de sus indefensos prisioneros, en su voz no dejaba de percibirse un leve acento de disgusto, lo que a Ad’non le hacía mucha gracia.

—Si te muestras complaciente, igual te dejo vivir un poco —indicó a Innovindil.

Ad’non tenía la mirada fija en el rostro de la elfa de la superficie y no tardó en advertir que ésta empezaba a reaccionar al sonido de su voz y al roce de sus dedos. En todo caso, la indefensa elfa no podía moverse —el veneno de los drows de nuevo se mostraba efectivo—, aunque estaba claro que entendía lo que iba a sucederle, como entendía que nada podía hacer por remediarlo.

Mejor así.

Ad’non recorrió con la mano los livianos pechos de la hembra y su vientre terso y firme. Finalmente se levantó y dio un paso atrás. Su mirada se volvió hacia Donnia, que estaba contemplando la escena inmóvil y con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Sería mejor que los lleváramos a otra cueva —sugirió a su compañera—. Propongo que los mantengamos prisioneros.

—A ella sí, si quieres —respondió Donnia, señalando a Innovindil—, pero al otro lo mataremos ahora mismo.

A Ad’non le pareció bien la propuesta. Una retorcida sonrisa se pintó en su rostro al contemplar a la prisionera exánime.

De pronto, dejó de verla. Una nube de oscuridad acababa de envolver a los dos drows.

Seres que nunca se dejaban sorprender por completo, ambos se dieron media vuelta en el acto. Ad’non, al momento, echó mano a sus dos espadas; Donnia, asimismo, empuñó la espada y la ballesta de combate. La forma recién aparecida en la entrada era reconocible a pesar de la penumbra. Un drow inmóvil y armado con dos cimitarras.

—¡Traidor! —masculló Donnia, que apuntó con su ballesta y disparó.

Tras entrar en la cueva, Drizzt tembló de rabia al ver a los dos elfos tendidos e indefensos a los pies de los captores drows. Alertado por los relinchos inquietos y el piafar de los pegasos, Drizzt había llegado en silencio, intuyendo que algo marchaba mal. Al ver lo que sucedía, el Cazador se había lanzado a la ofensiva corriendo entre los dos caballos alados cuando ya los globos de oscuridad empezaban a disiparse.

Tan urgente era su alarma que ni siquiera había tenido tiempo de convocar a Guenhwyvar.

Y entonces había llegado el momento de la verdad.

Aunque no vio el movimiento de la drow, el reconocible clic de la ballesta hizo que girase sobre sí mismo y abriera su amplia capa a modo de protección.

Su rápida reacción provocó que el dardo se viera frenado por la recia tela. Sin embargo, un segundo clic resonó al momento, y un nuevo proyectil fue a clavarse en su cadera.

Drizzt empezó a verse bajo los efectos del horroroso veneno de los drows.

Tambaleándose hacia la salida, por un momento pensó en llamar a Guenhwyvar. Sin embargo, sus manos no podían echar mano al saquito de tela que llevaba amarrado al cinto: bastante trabajo tenían con seguir empuñando las cimitarras.

—Es estupendo que hayas venido a vernos, Drizzt Do’Urden —se burló la elfa oscura que acababa de dispararle.

Las palabras de la drow, dichas en su idioma natal, le llevaron a recordar Menzoberranzan y a su propia familia, la Casa Do’Urden y Zaknafein, el Narbondel reluciente de calor y las enormes estructuras de los palacios drows, pletóricos de estalactitas y estalagmitas, pródigos en balcones y decorados por los multicolores acentos de los fuegos feéricos.

De nuevo, volvía a evocar los días vividos junto a sus hermanas, cuando se había instruido en el manejo de las armas en Melee Magthere, la escuela de los jóvenes guerreros drows.

El ruido del metal al chocar contra la piedra lo despertó de sus ensoñaciones, momento en que comprendió que estaba apoyándose en la pared rocosa para no desplomarse y que una de sus cimitarras acababa de caérsele de las manos.

—¡Ah, Drizzt Do’Urden!, te creía un guerrero bastante más habilidoso… —repuso el elfo drow, cuya voz le indicó a Drizzt que se estaba acercando a su lado—. La verdad, me siento un tanto decepcionado.

Drizzt no conseguía mantener los ojos abiertos. El entumecimiento se estaba haciendo con sus piernas, de modo que a esas alturas ya ni sentía el suelo bajo sus pies. Si todavía no se había derrumbado, era porque seguía con la espalda apoyada en la pared de la cueva.

El veneno invadía su organismo, y aquel drow armado con una espada estaba cada vez más próximo.

Drizzt trató de luchar contra el entumecimiento, de seguir manteniéndose en pie, de liberar su mente de aquella nebulosa desesperante.

Pero no lo conseguía.

—Yo diría que por fin hemos encontrado un verdadero compañero de juegos con quien divertirnos —apuntó la elfa, a gran distancia, según parecía.

—Este es demasiado peligroso, mi querida Donnia —objetó el drow—. Lo mejor es acabar con él cuanto antes.

—Como quieras…

Su voz resonaba cada vez más distante. Drizzt sentía como si se estuviera precipitando por un negro pozo de oscuridad del que no hubiera escapatoria posible.

De bruces sobre el suelo rocoso, con la cabeza asomando por el borde del precipicio, Wulfgar tenía la vista fija en la pequeña cornisa donde Taulmaril estaba en precario equilibrio.

A sus espaldas, Cattibrie acabó de anudarse una cuerda en torno a la cintura y comprobó la longitud del cabo.

—Esa diabólica espada mía casi me busca un problema —comentó a Wulfgar—. Hacía mucho tiempo que no sentía su llamada con tamaña insistencia.

—Lo que sucede es que estás exhausta —respondió Wulfgar—. Todos estamos agotados. ¿Cuántas veces nos han atacado nuestros enemigos? ¿Una docena? ¡No nos dan un respiro!

—Bastará con que le des a ese maldito arco con una piedra para tirarlo al vacío. Después podrás bajar por la pared rocosa y recuperarlo —instruyó Torgar, que acababa de acercarse en compañía de Shingles McRuff.

Ambos andaban cojeando, y Shingles llevaba una mano pegada al costado.

—Ya lo hemos intentado, aunque sin éxito —contestó el bárbaro.

—¿Cómo está Pikel? —inquirió Catti-brie—. ¿Y Pwent?

—Pwent está hecho una furia —contestó Shingles.

—Lo normal —dijo ella.

—Y Pikel no deja de soltar sus «oooh» desde que ha perdido el brazo —agregó Shingles—. Me temo que necesitará un poco de tiempo para acostumbrarse. Banak lo ha enviado a Mithril Hall, para que cuiden de él como es debido.

—En todo caso, ha salido con vida de ésta, y eso es algo que no todos pueden decir —apuntó Torgar.

—En fin, será mejor que recuperes tu arco cuanto antes —incidió Shingles—. Es posible que muy pronto nosotros mismos tengamos que retirarnos al interior. —Su mirada se posó en el cerro lejano dominado por los gigantes—. Podremos seguir aquí mientras no seamos tan estúpidos como para salir en persecución de los orcos. Pero esos gigantes están acumulando troncos de árbol para erigir catapultas de su tamaño. Una vez que empiecen a bombardearnos con ellas, tendremos que salir por piernas.

Wulfgar y Cattibrie se miraron con inquietud ante aquella perspectiva tan poco halagüeña.

—Si de Banak dependiera, ya habríamos empezado a retirarnos —añadió Torgar—, pero ahora contamos con un destacamento al oeste del Valle del Guardián, de forma que si nos retiramos, nuestros camaradas se verán en serios apuros para llegar a las puertas del bastión, pues tendrán que cruzar el valle bajo el fuego constante de los gigantes.

Los dos humanos volvieron a mirarse con preocupación. El enemigo había obtenido una importante ventaja táctica. Parecía claro que, tarde o temprano, a los enanos no les quedaría más remedio que refugiarse en el interior de Mithril Hall.

¿Qué sucedería entonces con las demás ciudades de la región?

¿Qué sería de Mithril Hall, que se vería privada de sus rutas comerciales y a la vez carecería de los efectivos necesarios para recuperarlas?

Wulfgar y Cattibrie sabían que había un problema adicional. Si se veían obligados a buscar refugio en el subsuelo, ¿qué sería entonces de Drizzt Do’Urden? ¿Cómo podría el drow volver a encontrarlos?

Drizzt vio a Zaknafein precipitarse al pozo del ácido.

Vio a Ellifain desplomarse junto a la pared.

Vio a Bruenor caer del torreón que se desmoronaba.

Drizzt sentía el cruel aguijón de cada una de esas pérdidas, la rabia y el dolor, sin tratar de escapar a ellas. Por el contrario, Drizzt se afanó en abrazar tan crueles sensaciones, en encontrar renovadas fuerzas en tan brutales recuerdos.

Drizzt se imaginó a Regis despedazado por los orcos.

Se imaginó a Wulfgar agonizante entre un mar de azagayas enemigas.

Se imaginó a Cattibrie caída e indefensa, rodeada por el enemigo, sangrando por cien heridas.

Tales visiones se mezclaron en su mente con las imágenes tan reales como punzantes que había conocido a lo largo de su existencia, las imágenes de dolor y desesperación, las imágenes que lo habían estado acompañando durante toda una vida hasta sumirlo en la más negra oscuridad emocional.

Drizzt sintió que el Cazador se iba adueñando de su ser. Las imágenes empezaban a mezclarse las unas con las otras, convirtiéndose en un amasijo de sufrimiento y de desespero, de pura rabia en última instancia.

La punta de una espada se lanzó contra su costado. El inmediato sonido del metal contra el metal resonó con claridad y advirtió a sus dos agresores de que ningún veneno podía derrotar al Cazador. Ad’non se quedó atónito al observar cómo la cimitarra de Drizzt acababa de desviar una estocada que presumía mortal de necesidad.

Rehaciéndose al instante, Ad’non atacó con su segunda espada a aquel tenaz adversario, a quien sin embargo estaba pillando a contrapié y con una de sus cimitarras en el suelo. Pero Drizzt entonces era el Cazador, y no sólo consiguió rechazar la segunda arremetida girando sobre sí mismo a velocidad de vértigo, sino que aprovechó el movimiento para rodar por el suelo y recoger a Centella. Poniéndose en pie de un salto, el Cazador embistió furiosamente a su rival y pasó a la ofensiva con sus dos cimitarras al unísono. Presa de una ira incontenible, Drizzt cruzó ambos filos con violencia frente a su oponente, cuyas espadas abrió de golpe, y de ese modo el pecho quedó expuesto a una última estocada mortal.

El fin del así sorprendido Ad’non se adivinaba inminente cuando su compañera de pronto se lanzó contra la espalda de Drizzt. Cruzando otra vez sus cimitarras, éste abrió todavía más las espadas de Ad’non, quien tuvo que recular dos pasos. El Cazador aprovechó para volverse y encarar a su segunda adversaria, protegiéndose con un súbito giro cruzado de sus cimitarras que hizo saltar por los aires la espada de la drow.

Donnia soltó un grito de sorpresa al verse de repente desarmada de su espada, si bien, experta combatiente como era, al instante echó mano de su daga y buscó el costado del Cazador. Drizzt, sin embargo, ya se había alejado unos pasos y se había puesto fuera de su alcance, a la vez que de nuevo encaraba a Ad’non, cuya doble arremetida desvió otra vez con sus cimitarras. Poseído por una furia ciega, Drizzt golpeó una docena de veces los filos de su rival, a quien obligó nuevamente a retroceder antes de volverse contra la rabiosa Donnia.

El Cazador siguió así luchando, haciendo frente a sus dos rivales de forma simultánea, moviéndose con presteza diabólica a la hora de prevenir y rechazar las acometidas de los dos drows, como si supiera exactamente lo que éstos iban a hacer en cada momento.

Con todo, sus agresores estaban más que curtidos y habían combatido juntos en infinidad de ocasiones. Luchando el uno frente al otro, a cada flanco de su odiado oponente, atacaban de forma coordinada, reservando sus fuerzas frente a un Drizzt que se veía forzado a moverse continuamente. Y sin embargo, cada una de sus estocadas, altas o bajas, a izquierda o derecha, al momento se veían frenadas por aquellas dos cimitarras que se movían a la velocidad del rayo.

Cuando ambos finalmente embistieron al unísono, el Cazador al punto se situó lejos de su alcance girando sobre sí mismo. El metal contra el metal volvió a resonar cuando sus dos cimitarras de nuevo encararon las tres espadas de sus rivales.

De pronto, sin embargo, Drizzt ofreció un flanco desprotegido a sus dos enemigos.

Sin pensárselo dos veces, Ad’non se le echó encima con un mandoble formidable.

El Cazador se agachó para esquivarlo y contraatacó dirigiendo las puntas de las cimitarras a las rodillas de su enemigo. Se levantó a tiempo para cubrirse de la acometida de Donnia mientras Ad’non otra vez se veía forzado a recular. Drizzt de pronto se volvió y encaró a Ad’non, cuyas espadas se cruzaron con las suyas en un duelo de voluntades del que a punto estuvo de salir vencido, pues sus dos filos en un tris estuvieron de saltar por los aires.

Ad’non, finalmente, dio un paso atrás, y otro tanto hizo el propio Drizzt, quien aprovechó el impulso para dar un salto mortal de espaldas y eludir así la traicionera espada de Donnia. Rehaciéndose al momento de la sorpresa, la drow al punto echó mano de su daga y buscó el pecho de su oponente.

No obstante, la cimitarra derecha de Drizzt trazó una línea en el aire y bloqueó el avance de la daga. Un rápido giro con la muñeca, y la segunda cimitarra, entonces, hizo que la daga saliera despedida por los aires en dirección a su primer oponente. Ad’non trató de esquivar la corta hoja, que rozando su mejilla, le arrancó un reguero de sangre.

Sin dejarse amilanar, Donnia pasó de nuevo a la ofensiva; echó mano de un látigo que llevaba al cinto mientras a la vez hendía el aire con su espada. El Cazador no se dejó sorprender y bloqueó la estocada de su enemiga tras alzar la espada con sus cimitarras. La experimentada Donnia aprovechó para soltar un tremendo latigazo, que se dirigió como una serpiente velocísima al mismo rostro del Cazador.

Una cimitarra se interpuso en su camino, aunque sin cortar aquel látigo encantado, que al punto se enredó en torno a la hoja de la cimitarra como un tentáculo viviente.

Con un destello salvaje en la mirada, la drow arrancó de un tirón la cimitarra de manos de Drizzt. Donnia se sorprendió ante la facilidad con que lo había conseguido, hasta que comprobó que su rival, bragado en mil batallas, simplemente había soltado la cimitarra para girar sobre sí mismo y valerse de su mano libre para extender la capa en el aire a modo de estorbo y protección contra sus acosadores.

Cuando Ad’non arremetió por el lado, el Cazador se apartó de él y se dirigió al extremo opuesto, de forma que la embestida se vio obstaculizada por el cuerpo de la propia Donnia. A todo esto, Drizzt, de pronto, se arrancó la capa del cuerpo y la tiró por los aires en el momento preciso en que el látigo de Donnia volvía a restallar.

La drow sintió que el látigo se estrellaba contra el hombro de su odiado oponente, a la vez que la capa de éste impactaba con fuerza en su cabeza, intercambio que Donnia encontró ventajoso en primera instancia.

Pero notó un repentino aguijonazo en el lado del cuello y comprendió que su propio dardo seguía clavado en la recia tela de la capa, y que su astuto rival le había arrojado la tela con la intención de clavarle aquel dardo envenenado.

Con un aullido de rabia, la drow dio un paso atrás y se quitó de encima aquel ropaje maldito.

Defendiéndose con una única cimitarra de las dos espadas enemigas, el Cazador plantaba cara con habilidad al furioso Ad’non, que no encontraba flanco expuesto en ningún momento. Cuando éste ya no pudo más y se lanzó a una embestida frontal, Drizzt bloqueó las dos espadas de su adversario y aprovechó la repentina proximidad para estamparle en el rostro la empuñadura de la cimitarra dos veces seguidas.

Medio aturdido, Ad’non retrocedió defendiéndose como pudo con sus dos filos. Sin embargo, éstos no hicieron más que sajar el aire, de forma que una expresión del más abyecto terror de pronto apareció en su rostro.

Pero el Cazador se abstuvo de rematar la faena: por el momento, prefirió retroceder los pasos necesarios para recoger del suelo su segunda cimitarra.

Un globo de oscuridad le rodeó en el momento justo en que se hacía con el arma. Drizzt correspondió con un segundo globo de su propia creación, que convocó allí donde creía que se encontraba la drow.

Con ambas cimitarras en las manos, el Cazador rodó sobre sí mismo y pasó a una ofensiva furiosa: entró en el segundo globo de oscuridad, el creado por él, y sajó el aire con las hojas.

Cuando, por fin, salió del círculo de oscuridad, la elfa huía en dirección a su compañero, cuyo rostro empezaba a sangrar.

Sin pensárselo dos veces, el Cazador se dirigió hacia ellos.

—Sigamos luchando juntos, atacándole por los costados —oyó que decía su oponente masculino, quien al momento se situó a su izquierda.

La hembra se palpó de nuevo el lado del cuello. Un destello de pánico apareció en su mirada.

El Cazador echó un conjuro e hizo que del cuerpo de la elfa brotaran llamas azules, si bien de un fuego feérico, inofensivo, pero idóneo para señalar perfectamente su situación en todo momento.

Cuando Ad’non se lanzó a la carga, la elfa aprovechó para alejarse corriendo.

El entrechocar de los hierros resonó como un único timbrazo estridente. Ad’non se debatió con rabia, amagando por uno y otro costado, aunque sus filos se vieron bloqueados al momento por las dos cimitarras de su rival.

Cuando Ad’non soltó un tajo formidable con la espada derecha, ésta únicamente hendió el aire, pues el Cazador se agachó con rapidez increíble. No sólo eso, sino que también aprovechó para engarzar la hoja de su enemigo en la propia empuñadura, de forma que Ad’non a punto estuvo de perder la espada.

—¡Donnia! —exclamó con desespero.

En un arrebato de coraje, Ad’non se enzarzó en una furiosa serie de tajos en diagonal, a los que Drizzt respondió con presteza y habilidad. No obstante, la rabiosa acometida de Ad’non logró provocar una abertura entre las cimitarras de Drizzt.

Ad’non se lanzó por la brecha inesperada y descargó devastadoras estocadas a dos manos.

De forma sorprendente, las dos cimitarras respondieron con la única defensa posible: se cruzaron en el aire y bloquearon el avance de las espadas. Ambos combatientes se encontraron en un repentino punto muerto, o eso pensó Ad’non. Lo cierto era que Ad’non Kareese no procedía de Menzoberranzan ni adivinaba que su oponente, Drizzt Do’Urden, contaba con recursos inesperados en la lucha.

Rápido como el rayo, el pie del Cazador se elevó sobre las cimitarras cruzadas y golpeó en pleno rostro a Ad’non, quien retrocedió tambaleante.

Ad’non luchó por defenderse, pero ya las cimitarras se le echaban encima para desviar sus espadas a los lados. Acorralado contra la rocosa pared de la cueva, Ad’non no pudo rechazar el avance de la hoja curva que se hincó en su pecho. Un grito brotó de su garganta. El Cazador emitió un gruñido de triunfo; creía que el combate había llegado a su fin.

¡Pero la cimitarra no había penetrado en la carne!, del mismo modo que su compañera no había conseguido provocar una herida mortal cuando se había estrellado contra el costado de Ad’non. Ambos filos habían herido al guerrero drow, pero sin hacer verdadera mella en su cuerpo.

De pronto, el Cazador se vio desequilibrado, pillado por sorpresa.

Una espada desvió sus cimitarras con fuerza. El Cazador se vio obligado a girar sobre sí mismo de derecha a izquierda. Ad’non, al instante, se lanzó a por él, y tuvo que recular para no ser atravesado.

En todo caso, Ad’non sabía que su enemigo estaba acorralado contra la pared opuesta de la cueva. Una sonrisa malévola se pintó en su rostro, pues aquel maldito drow renegado no iba a tener escapatoria. Sin pensárselo más, arremetió con las dos espadas, presto a descargar el golpe de gracia.

Pero el Cazador ya no estaba allí.

Las espadas de Ad’non se estrellaron contra la roca desnuda.

—Maldito, maldito Drizzt… —musitó el atónito Ad’non al adivinar que su experimentado rival había trepado pared arriba en el último segundo y se las había arreglado para lanzarse en un salto mortal de espaldas y aterrizar detrás de él.

La cimitarra se cernió sobre su cabeza y le rebanó limpiamente el cuello.

Drizzt dirigió una mirada a los elfos paralizados y dio un paso en su dirección. Sin embargo, todavía era presa de una furia extrema, y de pronto se giró y salió de la caverna a la noche cerrada. El Cazador se detuvo al llegar al exterior, justo a tiempo para ver que el azulado reflejo del fuego feérico se perdía por una ladera situada al oeste. Con la mirada implacable, el Cazador echó mano de su estatuilla de ónice y convocó a Guenhwyvar.

El destello azul todavía seguía siendo visible cuando la gran pantera se materializó a su lado. Drizzt señaló hacia la ladera lejana.

—A por ella, Guen. Atrápala y tráemela —ordenó.

Con un rugido, la pantera salió disparada como una centella en la noche.