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EN SERIOS APRIETOS

Los dos orcos arrojaron sus armas y salieron corriendo torpemente, en absoluto deseosos de hacer frente a aquel implacable guerrero elfo que se cernía sobre ellos montado en su caballo alado. Tres de sus compañeros habían muerto, lo que resultaba excesivo para su naturaleza de por sí cobarde.

A sus espaldas, el elfo se lanzaba ya en picado sobre su hermosa montura blanca dotada de enormes alas. Estaba claro que los orcos sólo lograrían escapar si se tropezaban con algún pasaje subterráneo.

Y el elfo sabía que no iban a encontrarlo. Tirando de las riendas, hizo que su caballo se desviara a la derecha, lo que a su vez motivó que los dos orcos fugitivos torcieran por la senda principal.

Sin prestar atención a cuanto no fuera su letal perseguidor, los brutos enfilaron el sendero y siguieron corriendo con todas sus fuerzas. Tras doblar una curva, de pronto se tropezaron con un pequeño peñasco, por el que apareció la segunda elfa, tan hermosa como mortífera. El orco que iba delante soltó un grito de pánico, se detuvo en seco y levantó los brazos indefenso. Con todo, la elfa ni se molestó en acometerlo; se contentó con moverse un poco para que el aterrado bruto obstaculizara la visión de su compañero. Al ver que su camarada se detenía de forma inesperada, el que venía detrás siguió corriendo y lo rebasó. No advirtió que una figura esbelta y liviana aparecía a su derecha hasta que ya fue demasiado tarde.

Una espada atravesó el pecho del orco.

El primer bruto abrió los ojos de nuevo y comprobó que de un modo u otro había sobrevivido a la aparición de la elfa; que ésta de pronto se había perdido de vista. Sin detenerse a pensar en tan extraña circunstancia, el estúpido goblinoide se aprestó a salir corriendo otra vez.

Aún no había dado un paso cuando una espada le atravesó el riñón. Un segundo paso, y el hierro de nuevo se hincó en sus carnes. Un tercer paso, y la hoja inclemente le rajó el cuello por detrás.

—Empiezo a entender que Drizzt Do’Urden disfrute de esta existencia —observó Tarathiel al llegar a lomos de su montura junto a Innovindil.

—A mí no me parece que disfrute de ella —respondió la elfa.

Innovindil volvió el rostro hacia unas rocas cercanas y silbó. Amanecer se acercó al trote al momento.

—A Drizzt le empujan la rabia y el desespero. Él no disfruta en absoluto de la vida que lleva. Tú mismo lo viste cuando acudimos en su ayuda. Ni siquiera fue capaz de responder a nuestra generosidad.

Tarathiel limpió la sangre de su espada en la mugrienta guerrera de uno de los orcos muertos. El elfo comprendía que su compañera estaba en lo cierto. Ambos habían tratado de comunicarse con Drizzt después del combate en la orilla del río. Tarathiel quería hablar con él sobre Ellifain, tanto para saber de ella como para advertir a Drizzt que la joven seguía obsesionada en acabar con él. Con todo, no consiguieron entablar un verdadero diálogo con Drizzt, por las razones que Innovindil justamente acababa de exponer.

—Sin embargo, yo diría que Drizzt debe de encontrar algún tipo de satisfacción al matar a estos brutos repugnantes —apuntó Tarathiel—. Acaso se diga que con ello está contribuyendo a crear un mundo mejor.

—Eso espero —dijo Innovindil sin demasiada convicción, mirando a su alrededor como si tratara de encontrar el rastro de Drizzt.

Los dos elfos no tardaron en marcharse, pues sabían que se estaban acercando otros orcos atraídos por los gritos y el ruido de la lucha reciente. Aunque sus monturas en general avanzaban al trote y sobre tierra firme, los pegasos remontaban el vuelo cada vez que se topaban con algún obstáculo natural. Los orcos en ningún caso conseguirían darles alcance.

Esa noche los elfos no se escondieron en la cueva que les servía como refugio, sino que se dedicaron a peinar la zona en busca de orcos a los que matar.

Era posible que Drizzt obrara empujado por una rabia ciega, pero Tarathiel e Innovindil encontraban que sus correrías respondían a un propósito definido y que incluso venían a ser una especie de deporte agradable. Y estaba claro que había orcos de sobra a los que cazar.

No fue preciso que Donnia expresara su satisfacción cuando el resplandor del calor los condujo ante la pila de estiércol. Su sonrisa malévola mostraba bien a las claras el contento que sentía.

A juzgar por su propia expresión, Ad’non no estaba menos satisfecho.

El drow advirtió que la pila a esas alturas estaba ya tibia. Tenían una referencia para determinar cuánto tiempo llevaba el estiércol en aquel punto. Los elfos oscuros, de niños, aprendían a reconocer la antigüedad de unos excrementos, y ésos eran similares en tamaño y textura a los de rote, que los drows criaban en sus ciudades subterráneas.

Sin dejar de intercambiar mensajes por señas, los dos elfos oscuros empezaron a peinar las cercanías. Tras avanzar con rapidez entre los peñascos y las arboledas, ambos se felicitaron al dar con una nueva pila de estiércol. De bruces sobre una gran piedra plana, pronto encontraron otro montón, situado en un claro más abajo.

Una cueva, indicó Ad’non a Donnia.

No lo sabían, pero estaban sobre la misma piedra desde la que Drizzt había visto por primera vez el escondite de Tarathiel e Innovindil.

Donnia hizo una serie de señales a Ad’non y reptó sobre su vientre hasta llegar al mismo borde de la gran piedra plana. Tras indicar con un gesto a Ad’non que tuviera la ballesta preparada, Donnia descendió con agilidad por la pequeña pared rocosa hasta llegar al claro. Acercándose a la cueva en silencio, la elfa encajó un dardo en su ballesta.

Algo más arriba, Ad’non hizo otro tanto y descendió de la roca sin hacer ruido.

Dentro hay unas cenizas y rescoldos todavía calientes, le informó Donnia, revelando que la cueva estaba siendo utilizada como campamento.

Ad’non se tumbó en la hierba y contempló la boca de la cueva con atención.

Ahora mismo no hay nadie — indicó al cabo de un instante—, pero no tardarán en volver.

Ninguno tuvo que explicarle al otro la oportunidad de tender una emboscada.

Los drows recorrieron el exterior de la cueva a fin de dar con el lugar idóneo para su plan. Al hacerlo, ambos se cuidaron de no acercarse demasiado a la cueva o de entrar en su interior, pues le tenían mucho respeto a sus peligrosos enemigos. A poco, Donnia realizó un descubrimiento prometedor: una segunda cueva.

Ésta es más profunda, indicó a Ad’non.

El elfo se acercó a la boca del pequeño túnel, cuyo interior examinó con atención. Tras estudiar un momento la otra cueva, la que los elfos estaban empleando como refugio, Ad’non pidió a Donnia que se acercara unos pasos, se tumbó sobre su vientre y metió la mano en el interior de la pequeña abertura para detectar si había alguna trampa. Sus experimentados dedos palparon en la oscuridad, adentrándose centímetro a centímetro. Dándose por satisfecho, finalmente el elfo dedicó una mirada a Donnia y desapareció en el interior de la pequeña cueva.

Donnia entró después, justo a tiempo de ver cómo su compañero desaparecía por la primera curva del corredor. Tras echar una mirada a su alrededor, la elfa acercó la oreja a la pared de piedra. Al cabo de unos segundos, un código predeterminado le indicó que había campo libre. Donnia echó a andar y, muy pronto, a reptar, pues el pasillo se iba tornando cada vez más y más angosto. Tras doblar un recodo, la elfa, de pronto, se encontró con un agujero en el piso por el que tan sólo se podía entrar de cabeza y a ciegas. Otros seres se lo hubieran pensado dos veces antes de meterse en semejante hoyo, pero los elfos oscuros estaban acostumbrados a los obstáculos de ese cariz, que tan frecuentes eran en la Antípoda Oscura.

El corredor que había bajo ese agujero resultó ser un tanto más ancho, aunque el techo era demasiado bajo como para que Donnia pudiera andar con normalidad. Tras ensancharse un poco más, el pasillo fue a desembocar en una cámara. Su compañero la estaba esperando sentado en una piedra.

Podemos seguir hacia abajo, sugirió Ad’non, quien señaló las distintas opciones de que disponían: un par de corredores que salían de la cámara, un amontonamiento de piedras que parecía conducir a una segunda cámara más elevada y un nuevo agujero en el piso rocoso.

Donnia sabía que era mejor que Ad’non decidiese, pues el elfo tenía un instinto innato para orientarse en los túneles de esa clase.

Ad’non, finalmente, se decantó por el pequeño agujero rocoso, por el que bajaron para llegar a un nuevo corredor serpenteante que los llevó a un ligero ensanchamiento. Una leve brisa llegaba de la pared opuesta al lugar donde se encontraban, una brisa apenas perceptible, pero que no escapaba a la aguda percepción de los drows.

«¿Un callejón sin salida?», inquirió Donnia.

Con un gesto, Ad’non le pidió un poco de paciencia. El elfo a continuación se dirigió a la pared opuesta y empezó a palpar la piedra con interés. De pronto se volvió hacia ella y le dedicó una retorcida sonrisa. Al acercarse, Donnia comprendió el motivo de su entusiasmo.

Se encontraban en una cámara adyacente a la cueva que los elfos de la superficie empleaban como campamento. Aunque no existía comunicación entre ambas cámaras, los dos drows consiguieron apartar algunas piedras medio desmoronadas y espiar la sala vecina.

Tras dejar las piedras como estaban en primera instancia, los elfos oscuros salieron de la cueva y se perdieron en la noche.

Drizzt hincó una rodilla en tierra y contempló el panorama. Amanecía, y una espesa neblina ascendía de los numerosos torrentes de montaña, desvaneciendo los contornos montañosos y aportando una cualidad surreal a la rojiza luz de la mañana. La neblina, asimismo, difuminaba los sonidos: el canto de los pájaros, el viento entre las piedras, el correr del agua en los arroyos.

Los gritos de los orcos.

Guiado por los gritos, Drizzt subió a un peñasco cercano, desde el que entrevió la alada forma de un pegaso que remontaba el vuelo y de pronto se giraba en el aire y descendía en picado mientras su jinete disparaba una flecha tras otra.

«Ése debe de ser Tarathiel», se dijo Drizzt, pues el elfo solía ser quien dirigía a los orcos a las emboscadas de Innovindil.

Drizzt no dejaba de maravillarse ante su eficiencia, pues los dos elfos habían estado de cacería hasta el crepúsculo y de nuevo se aplicaban a ella a la primera luz del amanecer. De hecho, dudaba de que hubieran pasado la noche en aquella cueva que les servía de base de operaciones.

El drow contempló la escena unos minutos más y se marchó en silencio a un pequeño claro que había en las cercanías, desde el que podría vigilar con discreción las praderas cercanas. Tras agazaparse al borde del claro, Drizzt se dispuso a esperar.

Tal como imaginaba, una media hora más tarde, los dos elfos aparecieron en el prado, charlando entre ellos y tirando de las riendas de sus pegasos. Las monturas necesitaban un poco de descanso y alimento, así como una buena limpieza en los lomos, pues su blanco pelaje estaba reluciente de sudor.

Drizzt no estaba en absoluto sorprendido ante la aparición de los dos elfos. Por un momento estuvo tentado de ir a su encuentro. ¿No sería mejor que intentara hablar con ellos sobre lo sucedido a Ellifain, sobre la tragedia que había tenido lugar en el oeste?

Los minutos pasaron. Tarathiel e Innovindil dejaron sueltas las monturas. Drizzt seguía sin moverse.

El drow los espió mientras abrevaban a aquellos caballos de maravilla con agua proveniente de un arroyo cercano. De nuevo sintió el impulso de acercarse a ellos y contarles lo sucedido. Drizzt cerró los ojos y revivió su fatídico encuentro final con Ellifain, así como la vez anterior en que se encontraron, en el Bosque de la Luna, no lejos del mismo Tarathiel. El drow entendía que éste sentiría un pesar infinito al conocer el triste fin de Ellifain, pues en aquella lejana ocasión no se le escapó la compasión con que Tarathiel observaba a la joven elfa trastornada.

No era su intención sumir en la tristeza a aquellos dos elfos.

Sin embargo, tenían derecho a saber la verdad, del mismo modo que él tenía la obligación de decírsela.

Tenía que decírsela.

No obstante, cuando abrió los ojos y alzó la mirada, los elfos se habían marchado. Tras aventurarse fuera del pequeño claro, Drizzt vio cómo los pegasos remontaban el vuelo allí donde terminaba la pradera.

Drizzt entendió que en esa ocasión no salían de cacería. Sus monturas estaban fatigadas, y era probable que ellos mismos también lo estuvieran. Al advertir el rumbo que tomaban, comprendió que volvían a la cueva.

Drizzt se preguntó si de veras era lo bastante fuerte como para ir a verlos y relatarles lo sucedido.

—Haríamos bien en volver al Bosque de la Luna y reunir al clan —dijo Tarathiel.

Los dos elfos habían dejado a los pegasos en el exterior y se encontraban ya en el interior de la cueva.

—¿Me estás diciendo que nos olvidemos de Drizzt Do’Urden cuando éste todavía no nos ha contado lo que fue de Ellifain? —preguntó Innovindil.

—No. Quiero hablar con él antes de marcharnos —respondió él.

Tarathiel comenzó a quitarse las ropas manchadas de sangre. Tras colgar el cinto con la espada en un saliente de la pared rocosa, se despojó de la guerrera. Al advertir que tenía una herida en el hombro, echó mano de un frasquito de ungüento.

A su lado, Innovindil también se estaba desnudando.

—Parece que uno de esos brutos te ha dado —comentó al observar el largo arañazo que recorría el hombro de Tarathiel.

—Creo que fue una rama —corrigió él, torciendo el gesto mientras se frotaba la herida con el ungüento—, cuando Amanecer y yo nos lanzamos en picado.

Tarathiel cerró el frasquito de ungüento y lo dejó caer sobre su camastro, se quitó los pantalones de montar y se arrodilló para alisar un poco las mantas.

—¿La herida no es profunda? —preguntó ella.

—Para nada… —contestó él, sin añadir más.

Cuando Innovindil volvió el rostro hacia su compañero, éste se desplomaba sobre el camastro.

—¿Tan cansado éstas? —bromeó ella, sin darle mayor importancia al hecho.

Pasaron unos segundos.

—¿Tarathiel? —preguntó ella, pues éste no respondía y estaba completamente inmóvil.

Innovindil se acercó y se agachó junto al camastro.

—¿Tarathiel? —repitió.

Un ligero ruido atrajo su atención. Innovindil se volvió hacia la pared opuesta, justo a tiempo de ver que una ballesta asomaba sobre un montón de piedras. El clic del mecanismo resonó en ese mismo instante, y un pequeño dardo salió disparado en su dirección. Todavía atónita, Innovindil no tuvo tiempo de agacharse; apenas pudo levantar la mano en un fútil gesto de defensa que no impidió que el dardo fuera a clavarse en la base de su cuello.

La elfa se tambaleó, todavía con la mano al frente. La mano le temblaba con violencia creciente, a medida que el veneno de los drows empezaba a hacer efecto y entumecía sus extremidades y le nublaba el pensamiento. Sin saber bien cómo, Innovindil de pronto se encontró sentada en el suelo.

Un instante después estaba de espaldas, con la vista fija en el techo de la cueva. Cuando trató de gritar, los labios no le respondieron. Cuando intentó volver el rostro hacia su compañero, los músculos del cuello no le respondieron.

Al otro lado de la pared, Ad’non y Donnia intercambiaron sonrisas perversas y se pusieron en movimiento. Unos minutos más tarde estaban en el exterior, frente a la boca de la cueva adyacente. Ambos recurrieron a sus innatas dotes mágicas para convocar sendos círculos de oscuridad en torno a cada uno de los dos pegasos que estaban pastando frente a la gruta. Desorientados, los animales relincharon y piafaron con estruendo. Los elfos aprovecharon su desconcierto para entrar en la cueva.

Ad’non fue el primero en llegar ante los dos paralizados elfos de la superficie. Innovindil estaba tumbada boca arriba, mientras que Tarathiel seguía tendido en posición fetal sobre el camastro.

—Hermosos, desnudos e indefensos —comentó Ad’non con lascivia mientras contemplaba a la elfa desnuda.

Con una ancha sonrisa en el rostro, el drow se arrodilló junto a Innovindil y empezó a acariciar su hombro desnudo. Aterrada, la elfa se estremeció espasmódicamente, tratando en vano de escapar a las caricias de su enemigo.

Sus inútiles intentos hicieron reír a Ad’non, y también a Donnia, quien se complacía en contemplar el espectáculo.

—Hermosos, desnudos e indefensos —repitió Ad’non, mirando significativamente a su compañera drow—. Así me gustan a mí estos tortolitos.