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LUCHA EN LA FRONTERA

—¡Por todos los dioses! Mi viejo William, nunca dejarás de ser un dormilón —apuntó Brusco Buenaforja, el primo de Banak, quien se estaba labrando una formidable reputación como el comandante de los enanos enclavados en las montañas al oeste de Mithril Hall.

—No te digo que no —contestó Bill Vetafirme sin apenas levantar la cabeza, que al punto volvió a descansar sobre el muro de piedra del pequeño torreón que señalaba la entrada oriental al baluarte de los enanos. Bajo su posición, el imponente Surbrin fluía reluciente a la luz de la tarde.

Después de que a Mithril Hall llegaran las primeras noticias de que los monstruos se habían levantado en armas, los defensores habían construido un campamento al norte de esa posición, en el terreno elevado de unas primeras estribaciones montañosas. Sin embargo, tras la desesperada retirada de Shallows y la apertura de un segundo frente en el oeste, el campamento había sido evacuado casi en su totalidad. Tan sólo un puñado de montaraces seguían en él. Los enanos no podían permitirse desperdigar a sus efectivos en un momento en que los orcos llegaban en oleadas por las montañas situadas al norte del Valle del Guardián. Además, los rumores llegados de Nesme habían forzado al Clan Battlehammer a reforzar las defensas de los túneles en previsión de un ataque subterráneo.

Al este, el único movimiento perceptible era el de las aguas del Surbrin. Las largas horas de aburrida guardia resultaban doblemente onerosas para los curtidos enanos del retén de vigilancia, quienes no ignoraban que sus hermanos estaban sumidos en una lucha encarnizada al este de su posición.

Así, mientras Banak, Pwent y los suyos —y también los enanos de Mirabar— se batían con heroísmo contra las hordas enemigas, Brusco, Bill y los demás montaraces emplazados al este tenían que tomárselo con calma y confiar en que el futuro les depararía la ocasión de matar a otros orcos.

—Hace días que no veo a Filbedo —observó Brusco.

Bill entreabrió un ojo.

—Por lo que sé —repuso—, salió al Valle del Guardián y se dirigió al oeste.

—Justamente —intervino Kingred Barbaluenga, que se encontraba en lo alto del pequeño torreón situado sobre sus cabezas, sentado junto a la trampilla abierta, con la espalda apoyada en el parapeto de la estructura—. Me temo que los reemplazos de quince en quince se han terminado para siempre. Dentro de las murallas sólo quedamos veinticinco, así que me temo que algunos tendrán que repetir turno.

—¡Bah! —rezongó Brusco—. ¡Ojalá me hubieran dejado dirigirme al oeste!

—¡Ojalá nos hubieran dejado a todos! —respondió Kingred. Luego soltó una risita y matizó—: Con excepción de Bill, quizá. Bill tan sólo quiere que lo dejen dormir en paz.

—Pues sí —convino éste—. Me ofrezco voluntario para repetir guardia. ¡Qué demonios! Si hay que hacer tres guardias seguidas, las hago también. Aquí se está la mar de bien, sea de día o de noche.

—Pero roncas como un animal —zahirió Kingred.

—Pues sí —respondió Bill.

—Es que ha encontrado un rincón de lo más cómodo —comentó Brusco, entre las risas de Kingred.

—Pues sí —dijo Bill.

—Ya que te propones seguir durmiendo, ocupa tú mi posición, que así podré echar una partida de dados con los compañeros.

—Pues vale —accedió Bill.

Tras soltar un sonoro bostezo, se las arregló para desperezarse un poco, levantarse y subir al torreón, medio adormilado todavía.

El ruido de la partida de dados emprendida por Kingred, Brusco y un par de camaradas más no molestaba en absoluto al siempre fatigado Bill, que no tardó en estar roncando a pleno pulmón.

Oculto en un resquicio situado a media altura del torreón, allí donde la construcción se unía a la piedra natural de la montaña, Tos’un Armgo acababa de escuchar la conversación de los desprevenidos enanos. El drow maldijo en aquel momento —y no por primera vez— el hecho de que Donnia y Ad’non no estuvieran a su lado. Él era un simple guerrero, pero ellos dos eran los verdaderos estrategas del grupo. O eso insistían en repetirle cada dos por tres.

Aunque Kaer’lic le había proporcionado unos encantamientos que podrían serle útiles en su misión de montaraz para Obould, Tos’un no tenía ganas de revelar su posición en un momento en que se encontraba a solas y rodeado de belicosos enanos.

«Obould no está muy lejos», se dijo. Los orcos y sus aliados probablemente no tardarían en superar las endebles defensas que los enanos habían erigido al norte.

El elfo oscuro respiró con fuerza y se dispuso a bajar por el muro. A esas alturas, el sol se había ocultado ya tras las montañas, de forma que las sombras empezaban a cernirse sobre la estribación oriental. Con todo, la visibilidad seguía siendo excesiva para el gusto de Tos’un.

Pero pronto llegaría la noche.

La hora del drow.

Brusco se sopló las manos y se frotó con vigor los dedos nudosos y las palmas encallecidas. De nuevo volvió a soplárselas y musitó una rápida plegaria a Dumathoin, la deidad de los secretos ocultos bajo la montaña.

—¿Vas a tirar los dados de una maldita vez?

La áspera imprecación de su compañero tenía mucho que ver con el hecho de que, a esas alturas, Brusco contaba con un montón considerable de monedas de plata, sus ganancias desde que habían empezado a jugar a la caída de la tarde, varias horas atrás.

—Quiero que el viejo Dum siga iluminándome como hasta ahora —apuntó Brusco.

—¡Tíralos de una vez, maldita sea! —reclamaron sus compañeros.

—¡Bah! —se burló Brusco, y tiró los dados a tierra.

Una corneta resonó en ese momento, nítida e insistente. Los jugadores se quedaron petrificados.

—¿Del sur? —preguntó uno de ellos.

La corneta volvió a resonar, confirmando que el aviso efectivamente, provenía del sur.

—¿Has visto algo, Bill? —inquirió Kingred, alzando la mirada.

Sus compañeros se pusieron en movimiento y corrieron a las demás posiciones elevadas con intención de detectar las posibles hogueras de aviso provenientes de los puntos de observación emplazados al sur.

—¿Bill? —llamó Kingred otra vez—. ¿Despertarás de una maldita vez? ¡Bill!

Ninguna respuesta le llegó desde arriba. Entonces, Kingred advirtió que tampoco se oían ronquidos, y reparó en que hacía rato que habían dejado de oírse.

—¿Bill? —insistió en tono más pausado y también más inquieto.

—¿Sucede algo? —preguntó Brusco, que se acercaba corriendo.

Kingred seguía mirando a lo alto del torreón.

—¿Bill…? —inquirió el propio Brusco.

Al cabo de un momento, Brusco corrió a la escalera de mano, por la que empezó a subir atropelladamente.

—¡Hay trolls en el sur! —alertó un grito lejano—. ¡Hay trolls en el sur!

Brusco se detuvo en mitad de su ascensión. ¿Trolls? ¿De dónde demonios salían los trolls?

Una nueva corneta resonó, al norte esa vez.

—¡Todos a sus puestos! —gritó Brusco a Kingred—. ¡Hay que defender las posiciones!

Kingred salió corriendo. Brusco reemprendió el ascenso por la escalera. De pronto advirtió que uno de los pies de Bill pendía inerte por la abierta trampilla.

—¿Bill? —llamó otra vez.

El pie seguía inerte.

Presa de unas náuseas repentinas, Brusco siguió subiendo poco a poco, pero con mayor cuidado. Poco antes de llegar a la trampilla, levantó la mano y tiró ligeramente del pie de su compañero.

—¿Bill?

Ninguna respuesta, ningún movimiento, ningún ronquido.

De pronto, Brusco se quedó ciego. Por puro instinto, el enano se soltó y se dejó caer al suelo de piedra, sobre el que rodó varios metros. Espada en mano, Brusco se puso en pie de un salto y advirtió que ya no estaba ciego, que había sido víctima del simple conjuro de un círculo de oscuridad, pero que entonces había recuperado la vista.

—¡Venid aquí! —exhortó a sus camaradas—. ¡Nos están atacando con magia! ¡Y se han cargado a Bill!

Con Kingred al frente, un grupo de enanos llegó corriendo a su lado.

—¡Preparad una camilla con mantas! —ordenó Brusco.

Dicho eso, el enano corrió de nuevo a la escalera, por la que empezó a trepar a toda prisa. Mientras, sus compañeros se hicieron con un par de mantas, que doblaron y sostuvieron extendidas bajo la trampilla.

De lo alto llegaron ruidos, un gruñido y los gritos que Brusco estaba dirigiendo a Bill.

Un enano cayó de arriba, y se golpeó con un lado de la improvisada camilla antes de estrellarse contra el piso.

—¡Bill! —exclamaron los cuatro enanos, que dejaron las mantas a un lado y corrieron a auxiliar a su compañero. Una brillante línea de sangre le surcaba el cuello.

—¡Hay que llevarlo ante un sacerdote! —exclamó uno de los enanos, que empezó a arrastrar el cuerpo de su compañero.

Los enanos trataron de ayudarlo, si bien al momento se detuvieron al oír nuevos ruidos en lo alto del torreón, allí donde se encontraba Brusco.

Brusco, de pronto, cayó de lo alto y aterrizó con violencia. El enano se levantó, medio tambaleante, ayudado por Kingred.

—¡Esa maldita cosa me ha dado! —jadeó Brusco.

Brusco se llevó la mano a la espalda y la situó ante sus ojos: estaba manchada de sangre. Las fuerzas le abandonaron por completo en ese momento, y Kingred tuvo que emplearse a fondo para evitar que se cayera.

—¡Echadme un cable! —gritó.

Un compañero se acercó para ayudarlo a sostener al maltrecho Brusco.

—¡Todos a sus puestos! —recordó Brusco como pudo, escupiendo sangre entre palabra y palabra.

Mientras se alejaban del pequeño torreón, dos de ellos cargando con Bill y los otros dos sosteniendo al malherido Brusco, les llegaron los gritos de alarma de los camaradas situados al sur y al norte.

—¡Trolls! —gritaban desde el sur.

—¡Orcos! —alertaban desde el norte.

Kingred dejó a Brusco al cuidado del otro enano y, martillo en mano, echó a correr hacia la imponente puerta de hierro de Mithril Hall. Al llegar ante ella, martilleó una y dos veces; hizo una pausa, y golpeó una tercera vez. El enano esperó unos segundos y de nuevo, repetidamente, martilleó la contraseña convenida. Cuando creyó oír que alguien estaba moviendo el travesaño de hierro que fijaba la puerta al otro lado, empezó a hacerlo de forma más enfática.

¡Lo último que quería en aquel momento era que abrieran aquella puerta inexpugnable!

A un lado de la puerta, una pequeña piedra se abrió repentinamente y reveló el acceso a un túnel oscuro y angosto excavado en la roca. Uno tras otro, los enanos se aventuraron por el estrecho corredor, guiados por Kingred, que a un lado de la boca los exhortaba a darse prisa. Del norte y del sur llegaban dos grupos de enanos seguidos de cerca por el enemigo, los trolls del sur y los orcos del norte. Kingred no tardó en comprender la amarga realidad. Aunque un segundo túnel había sido abierto en la roca, no todos los enanos que llegaban en tropel iban a escapar a sus perseguidores. Tentado estuvo de instar a sus compañeros a abrir la puerta principal, si bien en el último momento se contuvo. Él y varios más tendrían que hacer frente al enemigo en el exterior.

Kingred empuñó su espada y echó mano a un escudo, sin dejar por un segundo de meter prisa a sus camaradas.

—¡Vamos, vamos! —repetía—. ¡Moved el culo de una vez!

Los trolls fueron los primeros en llegar. Arrugando la nariz por obra de su fétido olor, Kingred corrió a plantarles cara. El belicoso enano se lanzó contra ellos y, repartiendo estocadas a diestro y siniestro, obligó a las bestias a que frenaran en su avance. Una garra enemiga trazó una línea de sangre en su hombro, sin que Kingred, por ello, desfalleciera en su empeño. Volviéndose hacia su agresor, el enano en el acto lo atravesó con su espada. Resoplando de rabia, Kingred embistió contra el grueso de los trolls, a quienes forzó a retroceder. Sabedor de que no tenía nada que perder, el enano siguió arremetiendo como un poseso, derribando a un oponente tras otro con su espada tintada de sangre.

Un enorme troll de dos cabezas, una bestia bicéfala feísima como ninguna otra, apartó a los demás trolls, que se batían en retirada, y se plantó ante Kingred con decisión. Tragándose su miedo, el enano embistió al monstruo de frente, si bien el golpe tremendo de un garrote erizado de púas al momento frenó su carrera. Una garra colosal alzó al enano en vilo y lo arrojó lejos, muy lejos de allí.

Los orcos llegaron en ese momento del norte. Aullando como dementes, arrojaban pedruscos enormes a los defensores, convencidos de que esa vez la victoria era suya.

—¡Aún queda media docena ahí fuera! —dijo Bayle Cazarrocas, uno de los centinelas apostados junto a la entrada—. ¡Abramos la maldita puerta de una vez!

El enano aferró un pesado pico y arremetió contra la puerta, secundado por varios de sus compañeros.

—¡No lo hagáis! —exclamó el malherido Brusco—. ¡Ya sabéis cuáles son las órdenes!

Su aviso detuvo a quienes ya se disponían a echar abajo el portón, unas enormes puertas de hierro que no podían ser abiertas bajo ningún concepto sin la expresa autorización de los jerarcas del clan situados al oeste del complejo defensivo. Los enanos que estaban al cargo del portón formaban un simple retén de vigilancia destinado a guardar el acceso oriental a la ciudad. Si abrían las puertas, se exponían a que la turba de enemigos accediera hasta el mismo corazón del baluarte.

Y si no las abrían, tendrían que escuchar los gritos de agonía de los compañeros atrapados en el exterior.

—¡No podemos abandonarlos! —gritó Bayle con rabia.

—¿Acaso quieres que sus muertes carezcan de propósito? —contestó Brusco con serenidad.

Sus palabras reposadas causaron el efecto deseado y lograron calmar un tanto a aquel enano tan joven como impulsivo.

—¡Mantened los dos túneles abiertos hasta el último segundo! —instó otro enano.

Dos veintenas de enanos lograron así acceder al interior de Mithril Hall aquella noche fatídica. Una docena de ellos, con Kingred al frente, vendieron caras sus vidas frente a las puertas de acero y los túneles, cuyas bocas finalmente tuvieron que ser cerradas, sellando su destino para siempre. Afligidos por tener que abandonar a sus camaradas, Brusco y los demás juraron que el sacrificio de Kingred y sus hermanos jamás sería olvidado, que su heroísmo sería recogido en canciones que los enanos cantarían por los siglos de los siglos de taberna en taberna.

El rey Obould, Gerti Oresldottr y el troll Proffit estaban a cierta distancia de la batalla, contemplando cómo los gigantes, los orcos y los trolls apilaban enormes piedras frente a la puerta oriental de Mithril Hall. Los ruidos que llegaban del interior indicaban que los enanos estaban haciendo otro tanto. En todo caso, Obould no quería correr ningún riesgo innecesario. Su objetivo había sido el de bloquear la puerta oriental, justo lo que había conseguido.

—Las tierras que se extienden hasta el Surbrin ahora son nuestras —indicó a sus aliados.

Ocultos en las sombras, Kaer’lic y Tos’un estaban escuchando sus palabras con atención.

«Olvida mencionar que su hijo en absoluto ha domeñado a los enanos de la montaña», indicó Kaer’lic a su compañero con un gesto.

A pesar de los sarcasmos de la elfa, Tos’un no dejaba de estar impresionado por los progresos de Obould. Aprovechando la presión constante que Urlgen estaba aplicando al Clan Battlehammer en el oeste, el rey orco se había asegurado una fácil victoria. Unos cuantos orcos muertos, unos cuantos enanos muertos, y entonces Obould controlaba toda la ribera occidental del Surbrin, desde la Columna del Mundo a las montañas situadas al sur de Mithril Hall. En un momento en que se estaban empezando a erigir posiciones defensivas junto a la ribera, al norte de su actual posición, tal conquista podía resultar determinante.

—Los enanos se las arreglarán para salir de ésta —repuso Gerti con desdén.

Tos’un comprendió al momento que, lo mismo que la propia Kaer’lic, la giganta se obcecaba en negar los éxitos del soberano orco.

Obould miró a la giganta con cara de pocos amigos, si bien volvió en seguida su rostro hacia Proffit, el troll de las dos cabezas.

—Habéis sido unos aliados muy valiosos —elogió—. Vuestro avance ha sido en verdad impresionante.

—Un troll… —repuso la cabeza izquierda.

—… no se cansa jamás —concluyó la derecha.

—Por eso mismo propongo que te dirijas al sur una vez que hayamos terminado aquí —indicó Obould.

El caudillo de los trolls asintió con sus dos cabezas.

—Lo mejor es que tú y yo despleguemos nuestras líneas a lo largo de todo el Surbrin —explicó Obould a Gerti—. Así reforzaremos nuestra posición y estaremos en disposición de rechazar todo posible ataque. Después trasladaremos nuestros efectivos principales al oeste y el norte.

—¿Mientras Proffit nos abandona y regresa a los Páramos Eternos? —inquirió Gerti.

Saltaba a la vista que a la giganta le daba asco aquel troll hediondo.

—Proffit se dirigirá a los túneles meridionales —corrigió Obould—, los túneles que llevan a Mithril Hall. Proffit y los suyos serán los primeros en introducirse en el baluarte de los enanos. Nosotros nos encargaremos de derrotar a los enanos del exterior. Y nos convertiremos en los nuevos señores de este reino.

Obould ha tenido una visión, explicó Kaer’lic por señas.

Tos’un disimuló una sonrisa, pues no se le escapaba que su compañera no sabía a qué carta quedarse. Los cuatro astutos drows habían instigado el conflicto en primera instancia, pero nunca habían creído posible que el monarca orco fuera capaz de obtener un triunfo definitivo. Al igual que sus compañeros, Tos’un se preguntaba por lo que sucedería si Obould conseguía hacerse con todo el territorio septentrional que se extendía entre los Páramos Eternos y la Columna del Mundo, entre el Surbrin y el Paso Rocoso. ¿Qué ocurriría si, en posesión de tan amplia base operativa, el rey orco efectivamente terminaba por aplastar a los enanos de Mithril Hall? ¿Qué haría entonces Luna Plateada? ¿Qué haría Mirabar? ¿O la Ciudadela Adbar? ¿O la Ciudadela Felbarr?

¿Qué podían hacer? Todos los informes hablaban de la llegada de más orcos de las montañas. ¿Era posible que Tos’un y sus compañeros hubiesen creado un monstruo imposible de controlar?

Un gran reino orco enclavado entre las ciudades de los enanos, los humanos y los elfos… ¿Se unirían nuevas tribus orcas al glorioso dominio de Obould? ¿Se esforzaría éste en firmar tratados y hasta acuerdos comerciales con las ciudades vecinas?

Tos’un encontraba ridícula semejante perspectiva. Sin embargo, cuando miró a Gerti, cuya expresión seguía siendo ceñuda a pesar de su aparente acuerdo con Obould, el elfo oscuro se dijo que todavía quedaban muchas cosas por decidir.

En ese momento, Tos’un advirtió que Kaer’lic se dirigía a parlamentar con los tres caudillos y que Obould le estaba haciendo señas a él mismo para que se acercara. Tos’un así lo hizo, en compañía de la sacerdotisa de Lloth.

—Tú irás con Proffit —indicó Obould al guerrero de la Casa Barrison Del’Armgo.

—¿Yo? —repuso Tos’un con incredulidad, más bien asqueado ante aquella orden tan imprevista como poco agradable.

—Proffit avanzará al encuentro de los enanos por la Antípoda Oscura superior —explicó el rey orco—, como hicieron los de tu propia ciudad.

Tos’un miró a Kaer’lic con sorpresa, preguntándose por el modo como el soberano orco se podía haber hecho con semejante información.

Es mejor así, indicó Kaer’lic, viniendo a revelarle la fuente.

—Tú conoces los túneles que llevan a Mithril Hall —dijo Obould a Tos’un—. Has estado antes en ellos.

—Yo no los conozco a fondo… —objetó el drow.

—Pero sí mejor que los demás —zanjó el gran orco—. Si queremos hacernos con el control absoluto de la superficie, es preciso emprender el ataque subterráneo cuanto antes. Te encargarás de guiar a Proffit en su misión.

El tono de Obould era terminante, y cuando Tos’un se disponía ya a hacer una nueva objeción, Kaer’lic insistió con un gesto: ¡Es mejor así!

—Yo iré con él —anunció Kaer’lic a continuación—. Conozco algunos túneles, y a Proffit le irá bien contar con la ayuda de dos elfos oscuros.

Obould asintió con la cabeza y pasó a ocuparse de otras cosas, en especial de la vigilancia constante de las puertas.

¿Qué te propones?, preguntó Tos’un con los dedos a Kaer’lic, mientras se alejaban unos pasos de la conversación principal.

Es mejor que nos marchemos de esta comarca, respondió ella.

¿Y qué será de Ad’non y Donnia?

Kaer’lic se encogió de hombros y respondió: Ya se las arreglarán. Esos dos siempre se las arreglan para salir a flote. Lo principal es que tú y yo nos dirijamos al sur.

¿Por qué?

Porque Drizzt Do’Urden ronda por el norte.

Tos’un miró con curiosidad a su sorprendente compañera. Kaer’lic siempre se había mostrado inquieta por las andanzas de Drizzt, pero Tos’un encontraba excesivo marcharse de allí simplemente porque el drow renegado estuviera operando en la región.

En todo caso, la aprensión de Kaer’lic venía de muy lejos, de cuando el propio Tos’un se unió a su pequeño grupo y les habló del desastre sufrido por Menzoberranzan en su ataque a Mithril Hall.

Kaer’lic encontraba que había algo peculiar en aquel renegado, algo que iba más allá de su formidable capacidad como guerrero, algo que apuntaba a una intervención divina. La astuta Kaer’lic sentía doble aprensión al respecto, pues si Drizzt efectivamente estaba investido de poderes sobrenaturales, era muy posible que se estuviera condenando a sí misma para siempre al interferir de aquel modo en sus asuntos, perspectiva esta que no podía ser más amarga.

Aunque se había abstenido de comunicar sus sospechas a sus compañeras, la sacerdotisa de Lloth estaba convencida de una circunstancia terrible y potencialmente catastrófica: Drizzt Do’Urden contaba con el favor de la mismísima Lloth.