UN CARÁCTER OBSTINADO
Drizzt estaba mirando fijamente al elfo que acababa de pronunciar su nombre. Por un momento, creyó reconocerlo vagamente, aunque no consiguió ubicarlo.
—Tenemos unos ungüentos que acaso puedan aliviar tus heridas —informó el elfo.
Cuando éste dio un paso al frente, Drizzt retrocedió un paso atrás.
El elfo se detuvo y levantó las manos.
—Han pasado muchos años —apuntó—. Me alegra ver que estás bien.
Drizzt no dejó de sorprenderse ante la ironía de que el otro considerase que se encontraba bien. A todo esto, la referencia a un encuentro previo entre ambos lo llevó a rebuscar en su memoria en pos de una explicación. El drow había trabado relación con algunos elfos poco después de haber salido de la Antípoda Oscura. No había muchos de ellos en Diez Ciudades, aunque también era cierto que Drizzt nunca se había relacionado mucho con las gentes de ciudad, pues prefería la compañía de los enanos o la soledad de la tundra abierta.
El drow, finalmente, empezó a comprender al pensar en la desdichada Ellifain, la elfa que se había empeñado en perseguirlo hasta los confines del mundo y cuyo empeño había acabado costándole la vida.
—Venís de Bosque de la Luna —afirmó.
El elfo miró a su compañera e hizo una pequeña reverencia.
—Tarathiel, a tu servicio —se presentó.
Drizzt de repente lo entendió todo. Años atrás, cuando regresaba a la Antípoda Oscura, atravesó el Bosque de la Luna y tuvo un encuentro con el clan de Ellifain. Ese elfo, Tarathiel, le prestó ayuda, y hasta le permitió montar las espléndidas cabalgaduras de su clan. Su relación fue breve, pero concluyó con una nota de mutuo respeto y amistad.
—Discúlpame por mi mala memoria —dijo Drizzt.
Por un momento, pensó en agradecerle a Tarathiel su antigua generosidad y en expresarles a ambos su gratitud por haber acudido en su auxilio durante la lucha, si bien finalmente se abstuvo de hacerlo. Simplemente no tenía ganas de embarcarse en una conversación como aquélla. ¿Sabían los dos elfos que Ellifain lo estuvo persiguiendo y trató de darle muerte? ¿Se atrevería a revelarles que fueron sus propias cimitarras las que acabaron con la vengativa huérfana?
—Me alegro de volver a verte, Tarathiel —repuso con cierta sequedad.
—Déjame que te presente a Innovindil —añadió Tarathiel, señalando a su compañera, tan hermosa como diestra en el combate.
Drizzt la saludó con una reverencia más bien forzada.
—Los orcos no tardarán en volver —observó Innovindil, que no había dejado de mirar a su alrededor a lo largo de la breve conversación—. Sugiero que vayamos a un lugar más seguro. Allí podremos hablar del pasado y de la situación en la que se encuentra ahora esta región.
Los dos elfos echaron a caminar. Con una seña, invitaron a Drizzt a ir con ellos, pero el drow se mostró firme en su negativa.
—Es mejor que nos separemos. No conviene que nuestros enemigos cuenten con un solo rastro que seguir —indicó—. Nuestros caminos acaso vuelvan a cruzarse en el futuro.
El drow hizo una nueva reverencia, envainó las cimitarras y se marchó con rapidez en dirección opuesta.
Tarathiel se volvió hacia Drizzt e hizo ademán de llamarlo, pero Innovindil le puso la mano en el brazo.
—Déjalo marchar —musitó—. Todavía no está en condiciones de hablar con nosotros.
—Él es el único que nos puede explicar qué ha sido de Ellifain —protestó Tarathiel.
—Ahora ya sabe quiénes somos —explicó ella—. Cuando quiera hablar con nosotros, ya nos encontrará.
—En todo caso, haríamos bien en explicarle que Ellifain anda buscándolo.
Innovindil se encogió de hombros, como si la cuestión careciese de importancia.
—¿Piensas que Ellifain anda cerca? —inquirió—. Y aunque así fuera, los peligros inmediatos ahora son otros.
Tarathiel seguía mirando al drow con insistencia, pero no trató de soltarse de Innovindil.
—Verás cómo muy pronto intenta dar con nosotros —prometió Innovindil.
—Lo dices como si lo conocieras —dijo él.
Asimismo, con la mirada fija en el drow, Innovindil asintió con gesto pausado.
—Es posible —contestó.
Urlgen Trespuños contempló cómo la última oleada de sus escogidas tropas —goblins, en su mayoría— ascendían por la ladera pedregosa y se lanzaban al asalto contra las defensas de los enanos. Haciendo caso omiso a la rápida transformación de sus gritos de ánimo en aullidos de agonía, el comandante orco estudió a los defensores con atención.
Los enanos seguían operando con precisión, pero Urlgen encontraba que a ritmo más lento, como si estuvieran muy fatigados. Una sonrisa malévola se pintó en las brutales facciones del líder de los orcos. Era natural que estuvieran cansados, pues no les había dejado el menor respiro. Durante el día, los atacaba con las fuerzas orcas, y por la noche, se valía de las tropas de choque formadas por goblins, de manera que los enanos no tenían un momento de descanso.
Una conmoción a la derecha de la línea defensiva de los enanos, a la izquierda de Urlgen, atrajo la atención del robusto caudillo orco. Una vez más, los enanos contaban entre sus filas con dos espléndidos combatientes: un humano formidable, tan fuerte como un gigante, y una arquera cuyo arco encantado hacía estragos entre los guerreros de Urlgen. Éste sabía que eran dos de los supervivientes de Shallows, pues se acordaba perfectamente de la plateada estela que dejaban aquellas flechas mágicas y letales, al igual que se acordaba de aquel bárbaro que había sembrado la muerte entre los asaltantes a la ciudad. Aquel luchador imponente se las había arreglado para defender en solitario el centro de la muralla de Shallows; había masacrado a los orcos por docenas, valiéndose de su enorme martillo de combate.
Urlgen advirtió que los goblins se lo pensaban dos veces antes de atacar por aquel flanco: los atacantes preferían dirigirse al centro y la derecha. Sin embargo, las mágicas flechas de estela plateada seguían lloviendo sobre ellos, y estaba claro que el bárbaro sabía arreglárselas para aniquilar a un orco tras otro.
El asalto no tardó en ser rechazado. Desorganizados y desmoralizados, los goblins se retiraron en desbandada por la ladera rocosa. Sin embargo, los enanos esa vez no salieron en su persecución, lo que parecía una señal de su cansancio. Urlgen se dijo que empezaban a estar rendidos de agotamiento.
El alto comandante orco volvió la vista atrás y contempló las amplias llanuras que se extendían al norte de su posición. Le habían llegado noticias de una gran alianza de tribus orcas prestas a unirse al ejército de su padre. Pero ¿dónde estaban los refuerzos?
Urlgen se mostraba ambivalente ante la llegada de nuevas fuerzas. Por un lado, sabía que no contaba con los efectivos necesarios para desalojar a aquellos enanos asquerosos de su posición, así que ansiaba contar con las hordas necesarias para echarlos precipicio abajo y devolverlos a su agujero de Mithril Hall. Por otro lado, Urlgen no tenía ganas de verse salvado por su padre, arrogante y jactancioso, y menos ganas aún de que fueran los gigantes de Gerti Orelsdottr los que acabaran con los enanos.
Quizá lo mejor fuera que todo siguiera como hasta entonces, pues a las fuerzas de Urlgen se les estaban uniendo más y más guerreros todos los días. A pesar de los cientos de orcos y goblins muertos en la ladera de la montaña, el ejército de Urlgen era mayor en número que antes.
Aunque no podía lanzar a todos sus efectivos en una ofensiva general, estaba en disposición de acabar con el enemigo por puro desgaste.
Cattibrie tenía previsto eliminarlo de un flechazo, pero el asaltante estaba demasiado próximo. La mujer empuñó el arco con ambas manos, como si fuera una maza, y estampó un golpe tremendo en el rostro de aquel goblin particularmente insistente. El goblin se tambaleó y dio un paso atrás, pero no cayó derribado. Rehaciéndose en el acto, se lanzó con sus compañeros contra aquella mujer que no les daba respiro.
Cattibrie dejó el arco a un lado y echó mano de Khazid’hea, su espada de hoja afiladísima y dotada de percepción propia. La mujer se irguió cuan larga era e hizo frente a la acometida de los goblins con una vertiginosa sucesión de estocadas mortales de necesidad. Khazid’hea, también conocida como Sajadora, hizo honor a su reputación y rebanó todo cuanto los goblins le pusieron por delante: azagayas, una endeble coraza de madera y más de un brazo.
Los goblins seguían llegando, más por inercia que por otra cosa, sin que Cattibrie retrocediera un palmo de terreno. Con una estocada de envés rebanó una lanza que se aproximaba demasiado y desequilibró violentamente a su oponente goblin; a continuación, con un mandoble formidable, abrió en dos el rostro del enemigo.
«¡Así se hace!», animó la espada de forma telepática.
—Es un placer —murmuró Catti-brie.
Con la rapidez del rayo, la mujer giró sobre sí misma, pues acababa de detectar una presencia extraña a sus espaldas.
Más veloz todavía, Wulfgar pasó junto a ella y embistió al grupo de goblins lanzados a la ofensiva. Sin apenas detenerse, derribó con sendos puntapiés a sus dos primeros oponentes y aplastó a los dos siguientes con su enorme Aegis-fang. Operando en perfecta compenetración, el bárbaro se detuvo y alzó el pesado martillo para que Cattibrie pasara corriendo bajo sus brazos y acometiera a los goblins, entre cuyas filas sembró la mortandad con su afiladísima Sajadora.
Presas del pánico ante aquellos dos formidables enemigos, los goblins, finalmente, se dieron por vencidos y se retiraron en el más completo desorden.
De hecho, todos los atacantes estaban huyendo en desbandada. Wulfgar salió corriendo tras ellos y agarró por el cuello a un goblin que escapaba despavorido. El bárbaro alzó en vilo a su enemigo, y cuando éste hizo amago de defenderse con su garrote, Wulfgar agitó su cuerpo en el aire con tan tremenda fuerza que sus extremidades se convulsionaron, sus labios restallaron como los de un muñeco y su garrote salió volando por los aires. Un instante después, Wulfgar lo tiró al barranco que señalaba el final de la línea defensiva de los enanos.
Wulfgar volvió junto a Cattibrie cuando ésta usaba su arco para lanzar una última salva de flechazos a los goblins en retirada.
—Esta maldita espada mía no hace más que quejarse y protestar —indicó la mujer—. Insiste en seguir despedazando enemigos. ¡Enemigos o amigos, pues a Sajadora le da lo mismo! —agregó con una risita.
Pronto tendrá ocasión de seguir saciándose —apuntó el bárbaro.
—¡Por mucho que estemos haciendo estragos en sus filas, nuestros enemigos insisten en volver una y otra vez! —observó ella—. Les da igual que los estemos masacrando por centenares: lo que quieren es rendirnos por agotamiento.
—Y me temo que acabarán por conseguirlo —respondió Wulfgar.
El bárbaro rodeó los hombros de la mujer con su musculoso brazo mientras sus miradas se encontraban.
Los enanos estaban ocupados en atender a los heridos, a quienes acostaban en camillas que después bajaban por la pared del precipicio valiéndose de poleas y escaleras de cuerdas. Como era de esperar, tan sólo evacuaban a los heridos de verdadera gravedad, pues aquellos curtidos guerreros no estaban dispuestos a abandonar sus puestos por cualquier nimiedad. Con todo, bastantes de ellos tuvieron que ser evacuados precipicio abajo y confiados al cuidado de los compañeros que esperaban en el Valle del Guardián.
Otros enanos descansaban a un lado del campo de batalla, sin que nadie tratara de evacuarlos, pues los sacerdotes nada podían hacer para sanar sus heridas.
—Gracias a mi carcaj mágico puedo disparar a Taulmaril una y otra vez sin que en ningún momento se me agoten las flechas —repuso Catti-brie—, pero me temo que los muchachos de Banak están en las últimas. Sus filas están cada vez más diezmadas, y salta a la vista que no vamos a recibir refuerzos del valle, pues bastante trabajo tienen los enanos con asegurar las defensas de los túneles y la puerta oriental del propio Valle del Guardián.
—A Banak no le vendría mal un carcaj similar al tuyo —comentó el bárbaro—, un carcaj que le proporcionara enanos sin fin antes que flechas mágicas.
Cattibrie esbozó una sonrisa carente de alegría. Una mirada a Wulfgar le dijo que el bárbaro tampoco estaba tratando de hacerse el gracioso.
Por lo demás, los animosos enanos ya se aprestaban a reforzar de nuevo sus posiciones defensivas. Sin embargo, Cattibrie tenía la impresión de que sus martillos operaban con bastante menos brío a esas alturas.
Los orcos y los goblins estaban venciéndolos por agotamiento.
A los monstruos no les importaban los muertos propios.
En completo silencio, Drizzt se acercó al borde del inmenso peñasco, reptó sobre el vientre y contempló el panorama. Un segundo le bastó para detectar la boca de la caverna.
Ante sus ojos apareció la elfa, que se aproximó a la cueva llevando un pegaso por las riendas. El gran corcel tenía un ala atada al costado, en una especie de cabestrillo, según adivinó el drow, aunque el animal no se mostraba particularmente incómodo o malherido.
Bajo la mirada atenta de Drizzt, mientras el sol se ponía a sus espaldas, la elfa empezó a cepillar el reluciente pelo blanco del pegaso y a cantar con voz queda una tonada que el drow encontró dulce a más no poder.
Todo parecía tan… normal, tan cálido y tan rebosante de paz.
El otro pegaso apareció volando por los aires. Drizzt se encogió ligeramente mientras Tarathiel descendía hasta situarse a pocos metros de su compañera. Tan pronto como los cascos de la cabalgadura tocaron la piedra, el elfo desmontó con presteza y se acercó a Innovindil, quien a su vez le entregó un cepillo para que limpiara el pelaje del otro corcel.
Drizzt contempló a la pareja con una mezcla de esperanza y amargura, pues en ellos veía el reflejo de lo que Ellifain pudo haber sido y ya nunca sería. La injusticia de lo sucedido llevó al drow a apretar los puños con fuerza, a cerrar los dientes con rabia y a desear encontrarse con nuevos enemigos a los que aniquilar.
El sol se escondió tras el horizonte y las sombras empezaron a cubrir la tierra. El uno junto al otro, los dos elfos llevaron sus cabalgaduras al interior de la caverna.
Drizzt rodó sobre sí mismo, se tumbó de espaldas y contempló las estrellas relucientes en el cielo. Con la mano se frotó el rostro fatigado y de nuevo pensó en Ellifain, y también en Bruenor.
De nuevo se preguntó por lo sucedido, por el sentido de tanto sacrificio, por el resultado que le había deparado su insistencia en atenerse a su código moral. El drow sabía que era mejor que se dirigiera cuanto antes a Mithril Hall, que tratara de averiguar si alguno de sus amigos había sobrevivido al asalto a Shallows.
Pero aún no estaba en condiciones de hacerlo; todavía no.
En ese momento se dijo que tenía que salir de su escondite y hablar con los dos elfos, con la gente de Ellifain, explicarles lo que había sido de ella y expresarles su dolor por lo sucedido.
Con todo, la perspectiva de contarle tan triste historia a Tarathiel hizo que siguiera inmóvil.
Sumiéndose en el desespero, el drow rememoró el día más triste de su vida. Por fin, se levantó sobre el peñasco y salió corriendo entre las sombras crecientes. Tras recorrer el par de kilómetros que lo separaban de la pequeña cueva, Drizzt permaneció largo rato sentado en silencio, acariciando el casco con un solo cuerno que había rescatado de las ruinas.
Su tristeza era cada vez más profunda. El drow sentía que la negra noche lo iba envolviendo poco a poco, que las tinieblas acabarían por engullirlo y destruirlo.
Drizzt recurrió a la única arma capaz de liberarlo de su desespero. Por un momento pensó en convocar a Guenhwyvar, pero finalmente se abstuvo, pues la pantera no había descansado lo suficiente como para reponerse de las lesiones que la giganta le había infligido.
El Cazador salió de su cueva determinado a matar en solitario a más enemigos.