6

EL TEMERARIO

—A este paso, muy pronto conseguirá hacerse matar —musitó Tarathiel al oído de Innovindil.

Aquellos dos seres esbeltos y livianos estaban de pie en un saliente rocoso, ocupados en contemplar el regreso de Drizzt Do’Urden. El drow cojeaba visiblemente del pie izquierdo.

—Su determinación se acerca a la pura inconsciencia —respondió Innovindil—. Jamás he conocido a alguien tan… furioso.

Sus ojos eran de un color muy similar al de su compañero, azul intenso, si bien el efecto que causaban resultaba muy distinto en uno y otro rostro, pues si el cabello de Innovindil era dorado, el de Tarathiel era negro como ala de cuervo.

Los dos elfos no habían perdido a Drizzt de vista desde el asedio de Shallows. En el curso de la lucha, cuando Drizzt se enfrentó a los gigantes que bombardeaban la ciudad desde el otro lado del barranco, Tarathiel e Innovindil acudieron en su auxilio a lomos de sus pegasos Crepúsculo y Amanecer. Los elfos intuyeron que Drizzt había advertido su intervención, si bien el drow desde entonces no había hecho intento alguno de encontrarlos.

Justo lo contrario que ellos. Ambos eran expertos montaraces, de forma que Tarathiel no tardó en dar con Drizzt después del sangriento combate. Para ello, tan sólo tuvo que seguir el rastro de orcos muertos, que señalaba la ruta escogida por el drow. Durante los veinte días que habían transcurrido desde la caída de Shallows, Drizzt había estado atacando campamentos y patrullas de orcos casi diariamente. El último ataque contra una de las principales tribus acampadas junto a Shallows indicaba que el elfo oscuro cada vez era más temerario.

Y sin embargo, Drizzt conseguía salir vencedor en cada ocasión, circunstancia que Tarathiel e Innovindil encontraban admirable.

—El drow ha perdido a amigos suyos en la batalla de Shallows —recordó Tarathiel—. Los orcos se jactan de que allí murió el mismo rey Bruenor Battlehammer.

Innovindil contempló al guerrero, que justo se había desvestido y se estaba lavando la última herida —una de tantas— en un pequeño arroyo próximo a su precario refugio erigido con piedras.

—Yo no lo querría como enemigo —sentenció.

Tarathiel se volvió hacia ella y consideró lo que sus palabras implicaban para un miembro de su mismo clan. Nada más enterarse de que Bruenor Battlehammer se dirigía a Mithril Hall en compañía de Drizzt Do’Urden, Tarathiel e Innovindil habían decidido aprovechar para encontrarse con Drizzt. Y es que una de las suyas, la desdichada Ellifain había dado persecución al drow en venganza por una incursión de los elfos oscuros que había tenido lugar décadas atrás, cuando Ellifain no era más que un bebé. La incursión se había saldado con la muerte de toda la familia de Ellifain, y Drizzt Do’Urden se encontraba entre los integrantes de aquella partida de drows.

Con todo, los elfos sabían que Drizzt no había tomado parte en la matanza y que, de hecho, había salvado la vida de Ellifain cubriéndola con la sangre de su propia madre y escondiéndola bajo su cadáver. Para Tarathiel, Innovindil y los demás elfos que habitaban el Bosque de la Luna, Drizzt Do’Urden tenía más de héroe que de villano, pero la pobre Ellifain nunca se había repuesto de la tragedia y siempre había considerado al noble montaraz drow como el asesino de su familia.

A pesar de todos sus esfuerzos por calmarla y educarla, la trastornada Ellifain se había marchado del Bosque de la Luna un par de años antes movida por el afán de venganza. Tarathiel e Innovindil habían seguido su pista, decididos a impedir que cometiera una desgracia, pero su rastro se perdía en Luna Plateada.

A todo esto, Drizzt seguía vivito y coleando en las inmediaciones. ¿Qué implicaba ese hecho en relación con Ellifain?

Innovindil tenía pensando descender y hablar con Drizzt cuando por fin dieran con él, pero Tarathiel la había hecho desistir de su plan después de ver cómo las gastaba el drow. Tarathiel opinaba que Drizzt era un elemento imprevisible, un ser que sólo vivía para dar rienda suelta a su rabia y sus instintos asesinos.

Cuando el drow emprendía una de sus operaciones de cacería en aquel terreno abrupto y pedregoso, ni siquiera se molestaba en calzarse las botas. Tarathiel lo había visto dos veces en combate, y en ambas ocasiones le había parecido que el drow iba mucho más allá de lo que la prudencia y el sano juicio recomendarían: encajaba golpes sin pestañear mientras rebanaba las cabezas enemigas sin compasión.

Por muchas razones, el drow le recordaba a la amiga del Bosque de la Luna que había perdido recientemente, la muchacha elfa para quien el odio era su única razón de ser.

—Tenemos que hablar con él antes de que lo maten —repuso Tarathiel, de repente.

Sus palabras, tan brutales como inesperadas, consiguieron que Innovindil se volviera en redondo. Estaba claro que Tarathiel consideraba inevitable la muerte violenta del drow.

—No sé si su propósito es asesino o suicida —dijo Tarathiel, encogiéndose de hombros—. Acaso se trate de las dos cosas.

—En ese caso, quizá haríamos bien en intentar disuadirlo.

Tarathiel soltó una risita y fijó la mirada en Drizzt, que había terminado de lavarse y entonces se aplicaba a ejercitar su cuerpo con disciplina, esmerándose en mejorar el estado de su contusionada cadera derecha.

—Quizá sepa algo de Ellifain —insistió Innovindil.

—Si se ha enfrentado a Ellifain y la ha derrotado, ¿qué piensas que hará con nosotros cuando nos acerquemos a él?

—Te recuerdo que Drizzt Do’Urden es un viejo conocido tuyo —indicó Innovindil—. Él mismo te convenció de la bondad de sus intenciones años atrás, cuando atravesó el Bosque de la Luna. La misma diosa Mielikki le ofrendó la visita de su unicornio ante tus propios ojos.

Era cierto, pero al contemplar a aquel ser que hacía ejercicio bajo su mirada, Tarathiel no tenía más remedio que preguntarse si realmente se trataba del mismo Drizzt Do’Urden que había conocido en el pasado.

Manteniendo un perfecto equilibrio, sin el menor temblor en el músculo y sin que su pie de apoyo se moviera un milímetro, Drizzt alzó la pierna derecha con lentitud, una y otra vez; mientras trabajaba la musculatura, se acariciaba la dañada cadera izquierda. El golpe recibido en el último combate había sido verdaderamente tremendo. Lo raro era que no tuviera el hueso roto.

Poco a poco, a medida que se iba ejercitando, sus temores se fueron disipando. El dolor de la cadera era perfectamente soportable, el producto de una contusión sin mayores consecuencias. Había sobrevivido a otro encuentro con el enemigo. No se arrepentía de su temeraria incursión en el campamento de los orcos. Éstos habían recibido un golpe que tardarían mucho tiempo en olvidar.

Pero el Cazador sabía que con ello no bastaba, ni mucho menos.

Drizzt contempló el cielo de la mañana y calculó en qué momento convocaría otra vez a Guenhwyvar a su lado. La pantera necesitaba descansar en su plano astral, pero muy pronto estaría en condiciones de unirse otra vez a la cacería. Al pensar en ello, una sonrisa malévola apareció en el rostro negro como el ébano de Drizzt.

Lo más probable era que los orcos batiesen la zona para dar con él, y en tal caso no sería difícil encontrar a algunos brutos aislados a los que matar.

Drizzt dejó de pensar en tan atrayente perspectiva y concentró su atención en los dos elfos que lo estaban espiando desde aquella cornisa rocosa.

El Cazador los había detectado hacía rato, pues sus sentidos estaban demasiado aguzados como para pasar por alto a aquellos dos observadores que a tan prudencial distancia se mantenían. No sabía quiénes eran, pero dado su último y trágico encuentro con una elfa de la superficie, no esperaba nada bueno de ellos.

—¡Ha sido un drow! —insistió el orco con toda la convicción que pudo recabar—. ¡Ha sido un drow!

De un salto, Arganth Snarrl se situó ante el insistente bruto. El gran collar de dientes del frenético chamán se movía de un lado a otro con tal fuerza que golpeaba en el mismo rostro de su interlocutor.

—¿Que ha sido un drow? —inquirió Arganth—. ¿Es que lo has visto?

—¡Ya te lo he dicho! —contestó el orco.

Arganth ignoró la respuesta y se volvió hacia los chamanes que se habían reunido allí donde Achtel había muerto.

—¿Es que esto ha sido obra de Ad’non Kareese? —preguntó un chamán de facciones brutales.

Arganth trató de dar con una respuesta que preservara el misterio de aquel asesinato, un misterio que el volátil chamán quería explotar en provecho propio. Al fin y al cabo, Achtel era la única que se había opuesto a su argumentación de que el rey Obould venía a ser lo mismo que Gruumsh. Poco dispuesta a comprometer la independencia de su poderosa tribu, Achtel había cuestionado ante otros chamanes los argumentos de Arganth en pro de tan peculiar unificación.

Más que muerta, Achtel parecía haber sido verdaderamente fulminada. Arganth encontró que la respuesta era obvia: la soberbia de Achtel había sido castigada por Gruumsh el Tuerto de forma tan rápida como terrible. Por supuesto, Arganth intuía que si los demás chamanes relacionaban a los amigos drows de Obould con la muerte de Achtel, era probable que acabaran por sospechar de un complot instrumentado mediante el terror, lo que era muy propio de los orcos, por otra parte.

—No ha sido Ad’non —intervino de repente el orco que había presenciado lo sucedido—. Ha sido… el otro.

El tono repentinamente asustado de su voz consiguió que todos lo entendieran a la perfección. Entre los orcos y los gigantes desplegados por la región corrían rumores de que un drow solitario, un aliado del desaparecido rey Bruenor, estaba operando tras sus líneas con resultados frecuentemente letales.

—Drizzt —repuso Arganth con voz ronca y amenazadora—. Gruumsh se ha valido de nuestro enemigo para acabar con nuestra enemiga.

—¿Achtel era nuestra enemiga? —preguntó uno de los chamanes.

—Achtel se negó a que su espíritu se uniera al cuerpo del rey Obould —explicó Arganth—. Todo está muy claro. ¡Se trata de una señal evidente!

A su alrededor empezaron a surgir murmullos, y en gran parte eran de aprobación.

—¡Obould es Gruumsh! —declaró Arganth sin empacho.

Nadie osó contradecirlo.

—El drow no pierde el tiempo —informó Innovindil a Tarathiel tras reunirse con éste en un bosquecillo situado en una ladera de montaña desde la que se divisaba la comarca que Drizzt Do’Urden había escogido como centro de operaciones.

—¿Otra vez ha salido de cacería? —preguntó Tarathiel, a quien una mirada al cielo bastó para comprobar que todavía faltaban un par de horas para el atardecer—. Pensaba que su lesión en la cadera lo obligaría a descansar un poco.

—Ha convocado a la pantera —explicó Innovindil.

Tarathiel asintió con la cabeza y volvió a mirar el cielo. Sus ojos azules relucían a la luz de la tarde.

—Me temo que esta vez se equivoca —observó—. Esa lesión de cadera es más seria de lo que piensa. Le puede plantear problemas en la lucha.

Innovindil desenvainó su espada y se encogió de hombros. Sin añadir palabra, echó a caminar por un sendero que llevaba a la zona en la que se encontraba el elfo oscuro.

—Quizá sea mejor que me acerque yo solo —sugirió Tarathiel—. A lomos de Amanecer, por encima de esa pantera que lo acompaña…

Innovindil clavó su mirada en él.

Crepúsculo todavía no está en disposición de cargar contigo —razonó Tarathiel—. Aún no ha terminado de recobrarse del todo.

Innovindil no respondió. Era cierto que, en la lucha contra los gigantes, al norte de Shallows, su pegaso había sido herido en un ala. Los pegasos eran animales muy resistentes, y Crepúsculo se estaba recuperando bien de la lesión, pero Tarathiel tenía razón: su pegaso todavía no estaba en condiciones de remontar el vuelo otra vez.

Pero Innovindil no tenía la menor intención de verse excluida.

—Harías un blanco perfecto en el cielo de la tarde —apuntó—. También es posible que el sol se ponga cuando aún estés en el aire y que tu montura deba cabalgar a ciegas en ese terreno escarpado y montañoso.

—Mi único temor es que la pantera de Drizzt descubra nuestra presencia antes de que podamos hacer algo —explicó Tarathiel—. No tengo ningunas ganas de enfrentarme a ese animal.

—Si avanzamos con cuidado, no nos descubrirá —insistió Innovindil.

La elfa echó a caminar por el sendero. Tarathiel se unió a ella un momento después. Con los sentidos aguzados al máximo, avanzaron en completo silencio. No tardaron en encontrar el rastro de Drizzt y de Guenhwyvar.

Había tantos orcos en la región que Drizzt y la pantera dieron con una partida de ellos antes de que el sol se pusiera.

—Gerti por aquí, Gerti por allá… —rezongaba uno de los brutos, ocupado en llenar un cubo en las frías aguas de un torrente de montaña—. ¡Estoy harto de oír ese nombre!

—¡Esos malditos gigantes, siempre dándose aires! ¡Siempre refiriéndose a lo que su Gerti dice o piensa! —se quejó uno de sus compañeros, asimismo ocupado en llenar un cubo en el torrente.

—Yo diría que esa Gerti habla demasiado —apuntó un tercer orco.

—Gerti… —musitó Drizzt a Guenhwyvar—. ¿Hay gigantes en la zona?

Como si entendiera al drow a la perfección, la inteligente pantera aplastó las orejas contra el cráneo. Decidido a comprobar cuál era la verdadera fuerza del enemigo, Drizzt indicó a la pantera que se dirigiera a la derecha de los orcos mientras él avanzaba por la izquierda. Como se esperaba, al cabo de un par de minutos vio a una giganta de los hielos que estaba sentada con la cabeza apoyada en las piedras del río, disfrutando del sol de la tarde. Sus pesadas botas descansaban en la ribera, muy cerca del enorme cuchillo de combate. Con los pies descalzos en el agua helada, la giganta parecía por completo abstraída del mundo que la rodeaba.

Drizzt vio a Guenhwyvar al otro lado del río y, con un gesto, señaló a la adormilada giganta.

Avanzando sobre las rocas, el Cazador se dirigió a la curva del río en la que los orcos seguían haciendo acopio de agua. Muy cerca de ellos ardía una fogata situada en el centro de un círculo formado por piedras. De vez en cuando, uno de los orcos enviaba de una patada una piedra ardiente al pequeño remanso del río.

—¿Es que se proponen darse un baño? —musitó Drizzt para sí.

El drow se dijo que aquello no era importante y se concentró en el ataque inminente. De modo automático se frotó la cadera contusionada mientras examinaba el terreno circundante; tomó nota de las posibles vías de escape —de las de los orcos antes que de las suyas—, y observó aquel terreno agreste para determinar si había alguna otra partida de brutos en la vecindad.

Un gruñido procedente del recodo del río y seguido por un grito de sorpresa puso fin de inmediato a su observación. El Cazador se levantó de un salto y echó a correr hacia los orcos. Tras deshacerse de los cubos tirándolos al río, aquellos seres de rostro porcino salieron a la desbandada entre aullidos de terror.

Uno de ellos corrió siguiendo el curso del torrente. Ayudado por las mágicas ajorcas, que le conferían rapidez adicional, Drizzt pronto le dio alcance y acabó con él de una estocada. Al volverse hacia los otros, sintió un dolor agudo en la cadera. Sin prestar atención al dolor, el drow se lanzó contra el pequeño grupo de orcos.

Los dos brutos más próximos alzaron sus lanzas con intención de cortarle el paso. Rápido como el rayo, Drizzt se deslizó de rodillas, se levantó de un salto y dio dos pasos a la izquierda, lo que obligó a sus enemigos a modificar el ángulo defensivo de sus azagayas. El drow, entonces, giró hacia su derecha, y volviendo por donde había venido, pilló a sus oponentes por completo desprevenidos. Con las lanzas trabadas entre sí, poco pudieron hacer cuando Drizzt saltó sobre ellos y les propinó dos tremendas patadas, en el rostro y en el brazo respectivamente. El Cazador cayó de pie y giró sobre sí mismo. Una nueva punzada de dolor brotó de su cadera. Sus dos cimitarras trazaron dibujos infernales en el aire; ambos orcos retrocedieron al instante. En sus corpachones habían aparecido crecientes líneas de un rojo brillante.

El Cazador embistió al siguiente orco. Un giro, un amago y un nuevo giro lograron que quedara paralizado por la sorpresa. Drizzt corrió hasta dejarlo atrás y, frenándose en seco, le clavó una certera estocada en la espalda. Drizzt echó a correr de nuevo, sin detenerse un segundo, ni siquiera cuando un tremendo rugido resonó en el recodo del río, acompañado por el pesado chapotear de la aterrorizada giganta. Ésta, de pronto, apareció por el recodo, tropezando sobre los mojados cantos del río. Con las manos en el rostro, pugnaba por liberarse de aquella pantera que jamás soltaba su presa.

El Cazador dio buena cuenta de otro orco con un mandoble que hizo que el goblinoide se tambaleara. Drizzt, entonces, lo remató con sendas estocadas al cuello y el rostro. Antes de que el bruto agonizante cayera a tierra, el Cazador se volvió hacia la giganta.

En ese preciso momento, Guenhwyvar salió despedida por los aires. La trastabillante giganta justo acababa de quitársela de encima. Al caer al suelo, la pantera soltó un lastimero y estremecedor rugido de dolor.

Con todo, Drizzt en aquel momento se había transformado en el Cazador, de forma que no echó mano de la estatuilla que podría haber devuelto a Guenhwyvar a la paz de su plano astral, sino que se lanzó contra la giganta, que ciega y horriblemente desfigurada, seguía debatiéndose con furia. Como un relámpago, el drow clavó sus cimitarras en el vientre y el flanco del monstruo, y siguió corriendo en torno a su cuerpo para obligarlo a volverse de forma continua y hacer frente a aquella presencia cuyas espadas hendían sus carnes una y otra vez. Cuando la giganta por fin cayó de rodillas en el río, el Cazador aprovechó para ensañarse con su cuello mediante las cimitarras. La sangre manaba a chorro de las heridas, sin que el elfo oscuro dejara por ello de soltar estocadas, ni siquiera cuando la giganta se desplomó de bruces sobre el agua. El drow rememoró la triste suerte de Ellifain y Bruenor mientras sus cimitarras hendían una vez tras otra el sólido cráneo del mastodonte. Presa de una furia ciega, Drizzt Do’Urden no cejó hasta rematar por completo a su adversaria.

Un gemido de la lastimada Guenhwyvar lo arrancó de su frenesí y sumió su espíritu en el remordimiento. En la ribera opuesta del río, la pantera pugnaba por aferrarse a la orilla con sus garras temblorosas para no ser arrastrada por las fieras aguas del torrente. El felino tenía los cuartos traseros inertes y la pelvis visiblemente maltrecha por los férreos apretones de la giganta.

Un grupo de orcos, lanza en ristre, apareció a corta distancia de la pantera. Varios de ellos lanzaron sus azagayas contra el felino.

—Vuelve a casa, Guen —conminó Drizzt con voz suave, y echó mano a la estatuilla de ónice que llevaba en una bolsita de cuero amarrada al cinto.

El drow sabía que la pantera se curaría bien de sus heridas en el plano astral, que nada de cuanto pudiera sucederle en este plano de la existencia podría con ella.

No obstante, el animal emitió un nuevo rugido lastimero, que estremeció a Drizzt en lo más hondo. En ese instante, una lanza orca voló por los aires; se dirigía a Guenhwyvar de forma certera. Sin embargo, la azagaya atravesó limpiamente al felino en el momento preciso en que éste se evaporaba en una humeante forma gris de camino hacia la nada.

Los orcos cambiaron de objetivo y se lanzaron a por el drow, que estaba en mitad de la corriente. Trastornado por el gemebundo rugido final de la pantera, en un principio Drizzt apenas reparó en ellos. Cuando su mirada, por fin, se centró en la partida de brutos, el drow intentó que su dolor se transformase en catalizador de su rabia, que de nuevo lo convirtiera en el despiadado Cazador. A todo esto, Drizzt advirtió que un segundo grupo de orcos llegaba por detrás. El drow alzó las cimitarras. Al mirar a su alrededor, entendió al momento que los enemigos eran demasiados. Mala suerte.

El Cazador se contentó con sonreír…

Y se lanzó a la ofensiva entre una lluvia de azagayas, cruzando sus cimitarras en el aire una y otra vez para desviar aquellas lanzas que buscaban su cuerpo. Mientras giraba constantemente sobre sí mismo, sus sentidos, aguzadísimos y atentos al más leve sonido, le decían que una nueva lanza llegaba por detrás o por el costado. Rápido como el rayo, en el último segundo se volvía para desviar la azagaya justo a tiempo.

El Cazador salió del río saltando con pasmosa agilidad por las resbaladizas piedras que emergían de la corriente. Al llegar a la ribera, rodó sobre el lecho de arena y guijarros, se levantó de un salto y abriéndose paso con sus cimitarras, acometió a los orcos. Sus manos se movían con tal rapidez que eran como borrones en el aire; con las piernas flexionadas, su cuerpo exhibía un equilibrio perfecto.

Con todo, los orcos eran muchos y no cejaban en su acoso. Armados con espadas y garrotes, enviando lanzazos sin cesar, estaban poniendo a Drizzt a la defensiva. Centella y Muerte de Hielo tenían bastante faena en repeler el metal y la madera que se obstinaban en hostigar al elfo oscuro.

Esos orcos no eran estúpidos ni eran cobardes. A pesar de sus continuas bajas, se las arreglaban para mantener compacta la formación, bloqueando toda posible escapatoria.

El exhausto drow, de pronto, se encontró en una pequeña hondonada arenosa, a media docena de metros del río. Los orcos lo tenían por completo rodeado, si bien se mantenían fuera del alcance de sus cimitarras, de forma que Drizzt tenía que contentarse con seguir a la defensiva, con las espadas en alto para repeler toda arma que le fuera arrojada.

Uno de los orcos ladró una orden en su dirección, una orden de rendición, según entendió el drow. «Ése va a ser el primer bruto en morir», se dijo Drizzt, mientras giraba lentamente en círculo para tener controlados a sus enemigos. De vez en cuando, éstos fingían lanzarse a la carga, si bien luego insistían en mantener prietas las filas.

El Cazador quería que dieran el primer paso, que le presentaran un flanco vulnerable.

Pero no era ésa la intención de los orcos.

El Cazador embistió uno de los flancos y descargó un torbellino de estocadas, pero los brutos se mantuvieron firmes, defendiéndose con orden y coordinación.

Drizzt lo intentó otra vez, y de nuevo fue rechazado.

A juzgar por las anchas sonrisas que se pintaban en sus bocazas repulsivas, los goblinoides estaban ganando en confianza. Su superioridad numérica era abrumadora, y lo sabían. El drow comprendió que la rabia lo había llevado a exponerse de forma verdaderamente temeraria.

¡Si el círculo al menos presentara una brecha por la que escapar!

Un repentino alboroto lo llevó a girar con rapidez hacia un flanco, con las cimitarras en alto prestas a repeler el ataque. Sin embargo, las bestias no se estaban lanzando a la ofensiva. De hecho, muchas de ellas habían dejado de prestarle atención. Tan confuso como los mismos orcos, Drizzt vio que la retaguardia del enemigo estaba sumida en el caos, que los brutos se hacían a un lado y escapaban en desorden.

Una brecha se abrió en el círculo enemigo, y por ella aparecieron dos figuras ágiles y livianas que se estaban abriendo paso hacia la pequeña hondonada. Vestidos con túnicas blancas y pantalones de montar color claro, envueltos en unas capas verdes como hojas de árbol que revoloteaban incesantemente a sus espaldas, los dos recién llegados avanzaban unidos por los codos, sosteniéndose mutuamente en delicadísimo si bien perfecto equilibrio mientras sus manos libres trazaban precisas líneas de muerte con las espadas. Sus cabelleras largas y espesas —rubia una, negrísima la otra— se cruzaban sin cesar en tanto sus cuerpos seguían moviéndose como en un torbellino acompasado. Sin apenas mantener el contacto con el otro, variando de ángulo una y otra vez, combatían en perfecta armonía el uno con el otro.

Uno de los atacantes de pronto se dejó caer y rodó por el suelo. Cuando los orcos se lanzaron a por él, el otro elfo de la superficie —a esas alturas Drizzt ya se había dado cuenta de su condición— esquivó la masiva embestida con sencillez, de forma que ambos espadachines de pronto estuvieron a espaldas del confuso tropel orco, entre cuyas filas siguieron ocasionando crudelísima mortandad. Presas del pánico, los orcos caían los unos sobre los otros.

El Cazador, por fin, se rehizo de su sorpresa ante aquella danza armoniosa ejecutada con letal precisión. A fin de no dejarse distraer más, el drow dio la espalda a los dos elfos e hizo frente a los orcos más próximos, cuyo propósito primordial entonces no era otro que el de la huida.

Drizzt derribó a un puñado de ellos antes de que los demás salieran a la desbandada entre aullidos de terror. La amenaza había sido disipada; el combate se había saldado con el triunfo. El drow se volvió hacia sus inesperados aliados y los saludó levantando una cimitarra en alto.

Jadeante pero tranquilo y sonriente, el elfo varón correspondió alzando su propia espada ensangrentada.

La sorpresa del drow fue mayúscula cuando el desconocido apuntó:

—No hay quien pueda contigo, Drizzt Do’Urden.