EL PROCESO DE SELECCIÓN
Sus pasos siempre parecían guiarlo al mismo lugar. Para Drizzt Do’Urden, las ruinas de la devastada ciudad de Shallows eran su inspiración, el catalizador que ayudaba a su espíritu a concentrarse en la cacería. En sus visitas, el drow solía pasear junto al torreón desmoronado y las ruinas, pero raramente se aventuraba por el sur de la ciudad. Había necesitado varios días para reunir el ánimo suficiente para pasar junto al ídolo profanado del repulsivo dios de los orcos. Como se temía, no había dado con indicios de que los defensores hubieran escapado.
Drizzt pronto empezó a visitar las ruinas por otras razones. El elfo oscuro tenía la esperanza de sorprender a alguna partida de orcos, acaso atraídos por la posibilidad del botín. Pensaba que las ruinas de Shallows eran el escenario idóneo para matar a cuantos más orcos mejor.
Esa tarde se dijo que tal vez su oportunidad había llegado por fin. A su lado, Guenhwyvar se mostraba visiblemente agitada, lo que era señal de que había monstruos en las cercanías. Drizzt advirtió la presencia de varios brutos en las ruinas cuando llegó al terreno elevado que había al otro lado del barranco situado junto a Shallows, el mismo terreno desde el que los gigantes bombardearon la ciudad como preludio al asalto de los orcos.
Con todo, cuando por fin tuvo una visión clara de las ruinas, el drow comprendió que ese día no tenía nada que hacer. En Shallows había orcos, ciertamente: millares de ellos. Eran incontables las tribus de goblinoides que habían acampado en torno a los maltrechos restos de la gran estatua de madera situada al sur de la muralla.
A su lado, Guenhwyvar bajó las orejas y emitió un gruñido sordo y penetrante. Una sonrisa apareció en el rostro del elfo, la primera sonrisa en largo tiempo.
—Yo también los he visto, Guen —apuntó, acariciando la oreja del felino—. Tienes que ser paciente. Ya llegará nuestra ocasión.
Guenhwyvar fijó los ojos en Drizzt y parpadeó con lentitud antes de agachar la cabeza en silencio para que él le acariciase la nuca.
Todavía sonriente, Drizzt siguió haciendo caricias al felino. Con todo, sus ojos no se apartaron ni un segundo de las ruinas de Shallows y los orcos recién llegados. Su memoria estaba hecha un torbellino. Jamás olvidaría lo sucedido.
Bruenor atrapado en el torreón que se desplomaba; los gigantes afanándose en bombardear con pedruscos a sus amigos; las huestes de orcos lanzándose contra la ciudad: eran unas imágenes terribles.
Y los recuerdos alimentaban su venganza.
—¿El rey Obould sabe de esta profanación? —inquirió Arganth Snarrl, el chamán de la tribu a quien debía su apellido.
Con su gorro de plumas multicolores, su collar de dientes extraídos a miembros de distintas razas, sus ojos saltones y enloquecidos, y su voz chillona a más no poder, Arganth era uno de los brujos más prominentes entre la docena de chamanes reunidos en torno a la devastada estatua de Gruumsh.
—¿Obould se da cuenta de lo que esto supone? ¿Se da cuenta? —preguntó Arganth, dando saltitos de rabia y encarándose con un brujo tras otro—. ¡Obould no se da cuenta de lo que esto significa! ¡No, no, no! ¡Si se hiciera cargo de lo que esta blasfemia supone, comprendería que tiene prioridad sobre sus eventuales conquistas militares!
—¡A no ser que sus conquistas sean ofrendadas a Gruumsh! —intervino la bruja Achtel Manochunga.
El atavío de Achtel acaso no fuera tan enorme y extravagante como el de Arganth, pero sí era igual de llamativo: una lujosa capa escarlata con caperuza y un fajín de un amarillo reluciente arrollado a la cintura. Achtel llevaba en la mano un cetro coronado con un cráneo humano, un cetro hechizado que también era un arma formidable, según había oído Arganth. A todo esto, la sacerdotisa de los cabellos oscuros y desgreñados ejercía una enorme influencia como representante de la mayor de las tribus llegadas a Shallows. A sus órdenes estaban seiscientos de los guerreros acampados junto a la muralla derruida.
El estrafalario chamán tenía la mirada fija en Achtel, sin que ésta se dejara intimidar en absoluto.
—Obould se propone dedicar sus triunfos a Gruumsh —insistió Arganth.
—¡Combatiremos en honor de Gruumsh! —juró otro de los chamanes—. ¡Es voluntad del Tuerto que aplastemos a los enanos!
Todos vitorearon la propuesta, menos Arganth, quien siguió inmóvil y con la vista fija en Achtel. Poco a poco, todas las miradas se concentraron en la temblorosa figura del gorro emplumado.
—No basta con vuestras palabras —insistió Arganth—. El rey Obould Muchaflecha únicamente atiende a la gloria de Obould Muchaflecha.
Los demás se lo quedaron mirando anonadados.
—¡Y con él siempre estaremos! —añadió Arganth con rapidez, en vista del espeso silencio que se había hecho a su alrededor y del ceño fruncido de Achtel—. ¡Siempre estaremos con él! ¡Hay que vengar la profanación de nuestro ídolo uniéndonos a las huestes de Obould y Gruumsh, cuya gloria será compartida!
Los otros once chamanes seguían mirando sorprendidos y en silencio al impredecible brujo de los Snarrl.
—¿Todas las tribus? —preguntó finalmente uno de los chamanes.
Aunque las distintas tribus orcas habían acudido a la llamada de Obould —por lo general, después de enterarse de la muerte del detestado Bruenor Battlehammer—, en principio cada ejército únicamente debía obediencia a los propios jefes tribales.
Arganth Snarrl se plantó de un salto ante quien había hecho la pregunta.
—¡Las tribus deben quedar en segundo plano! —exclamó—. ¡Las tribus deben quedar en segundo plano! ¡Ahora lo único que importa es Gruumsh!
—¡Gruumsh! —repitieron a coro algunos de los chamanes.
—¿Y Gruumsh es lo mismo que Obould? —preguntó Achtel con calma, sin apartar la mirada de Arganth.
—¡Gruumsh es Obould! —proclamó éste al momento—. ¡O muy pronto lo será!
Arganth al punto empezó a gesticular y bailar salvajemente en torno al profanado ídolo de su deidad, la hueca estatua de madera que los enanos habían empleado para situarse entre las fuerzas de Obould. Cuando la toma de Shallows era segura e inminente, la despreciable añagaza de los enanos había conseguido que varios de los defensores se salvaran de una matanza que iba a ser absoluta.
La utilización de la deidad orca en tan traicionera añagaza suponía una blasfemia absoluta a ojos de los chamanes, los líderes respectivos de una docena de tribus que en total sumaban tres mil orcos.
—¡Gruumsh es Obould! —seguía repitiendo Arganth con frenesí, entonces secundado en su danza extravagante por todos los brujos.
Tan sólo Achtel se mantenía al margen. De natural más sobrio y reflexivo, la sacerdotisa orca se limitaba a contemplar con escepticismo el enloquecido baile de los chamanes.
Por lo demás, todos eran conscientes de lo que Achtel pensaba sobre la cuestión, de las dudas que había sobre la conveniencia de aconsejar al jefe de su tribu el abandono de su seguro refugio en las montañas para unirse al ejército de Obould. Hasta entonces nadie se había atrevido a cuestionar su punto de vista.
—Tienes que ponerte bien —murmuró Catti-brie al oído de su padre.
La mujer estaba convencida de que el enano podía oírla, por mucho que Bruenor no hubiera abierto los ojos en varios días.
—¡Los orcos creen que te han matado, y ése es un atrevimiento que es preciso castigar! —insistió la mujer ante el comatoso rey de los enanos.
Mientras apretaba su mano, Cattibrie pensó por un instante que Bruenor le respondía.
Quizá sólo fueran imaginaciones suyas.
Cattibrie suspiró y fijó la mirada en su arco, que estaba apoyado en una pared de la estancia iluminada por velas. Muy pronto tendría que volver a salir, pues era seguro que se produciría un nuevo combate.
—Creo que te está oyendo —repuso una voz a su espalda.
Al volver la vista se encontró con su amigo Regis. El halfling andaba un tanto maltrecho, con un brazo vendado y en cabestrillo por obra de las mandíbulas de un worgo feroz y gigantesco.
Cattibrie se apartó de su padre y abrazó a Regis con fuerza.
—¿Los sacerdotes no han terminado de curarte ese brazo? —preguntó.
—Algo han hecho, sí —respondió Regis, guiñándole uno de sus ojos azulados—. Lo que sucede es que hay otros heridos de mucha mayor consideración —explicó.
—Nos salvaste a todos, Panza Redonda —repuso Catti-brie, recorriendo al afectuoso apodo que Bruenor había puesto al orondo halfling—. Si no llegas a salir a por refuerzos, si no llegas a aparecer con Pwent y sus muchachos, a estas horas estaríamos todos muertos.
Regis se encogió de hombros y se ruborizó ligeramente.
—¿Cómo van las cosas por aquí, en las montañas? —preguntó por fin.
—Bien —respondió ella—. Los orcos se empeñaron en perseguirnos, pero aniquilamos a varios de ellos en una emboscada, y luego rechazamos el ataque del grueso de sus fuerzas. En el combate tuvimos la suerte de contar con Banak Buenaforja, Ivan Rebolludo y Torgar Hammerstriker de Mirabar, unos comandantes soberbios que supieron maniobrar sus fuerzas habilidosamente hasta poner en fuga a los brutos.
Regis soltó una risita satisfecha, que se evaporó tan pronto como sus ojos se posaron en Bruenor.
—¿Cómo está hoy?
Cattibrie fijó la mirada en su padre y se encogió de hombros.
—Los sacerdotes dudan de que vaya a salir de ésta —recordó Regis.
Cattibrie asintió con la cabeza, pues lo mismo le habían dicho a ella.
—Pero yo creo que sí sobrevivirá —apuntó él—, aunque necesite un tiempo para recobrarse.
—Yo también pienso que saldrá de ésta —confesó ella.
—Lo necesitamos —repuso Regis en un susurro—. Mithril Hall necesita a su rey Bruenor.
—¡Bah…! Siento decirlo, pero en estos difíciles momentos no podemos estar pendientes de él —repuso una voz desde la entrada.
Ambos se volvieron y se tropezaron con un enano viejo y desastrado, el general Dagna, uno de los comandantes más leales a Bruenor y el padre de Dagnabbit, que había muerto en la batalla de Shallows. Los dos amigos cruzaron la mirada antes de dedicar una sonrisa al enano que había perdido a su valiente vástago.
—Dagnabbit murió con honor —apuntó Dagna, a quien no se le escapaba la intención de aquellas miradas—. Todo enano estaría orgulloso de morir como él.
—Dagnabbit murió como un héroe —convino Catti-brie—: Maldiciendo en su agonía a los orcos y los gigantes, y después de haberse llevado a varios enemigos por delante.
Con la expresión solemne, Dagna asintió en silencio.
—¿El ejército de Banak está desplegado en la montaña? —inquirió con repentina energía tras un momento de silencio.
—Su ejército está presto al combate —respondió Catti-brie—. Banak ha encontrado unos magníficos aliados en los enanos de Mirabar y los hermanos Rebolludo, venidos del Espíritu Elevado, en las Montañas de las Nieves.
—Bien, bien… —asintió Dagna.
—Sabremos resistir —prometió Catti-brie.
—Confío en vosotros —apuntó Dagna—. Bastante trabajo tengo con bloquear los túneles. No pienso dejar que el enemigo nos sorprenda llegando por la Antípoda Oscura mientras nos mantiene distraídos a cielo abierto.
Cattibrie dio un paso atrás y miró a Regis en busca de apoyo. La noticia no la cogía desprevenida, pues ya se había olido algo así cuando los emisarios de Banak se habían presentado en Mithril Hall pidiendo el envío de una segunda fuerza para proteger el límite occidental del Valle del Guardián y su petición había sido recibida con notable frialdad. Saltaba a la vista que en Mithril Hall no tenían claro si quedarse a la defensiva tras los muros de la fortaleza o salir y plantar cara a las hordas orcas en el exterior.
—¿Todavía siguen trenzando cuerdas para facilitar la posible evacuación, tal y como Banak ordenó? —preguntó Dagna.
—Han desplegado multitud de escalas de cuerda que llevan directamente al valle —explicó ella—, pero el comandante Banak insiste en trenzar todavía más. Los ingenieros de Torgar están trabajando sin respiro. En todo caso, Banak no tiene prevista una evacuación inmediata. Si conseguimos defender el Valle del Guardián con una segunda fuerza, Banak continuará defendiendo la montaña hasta el último aliento.
Dagna soltó un gruñido. Quedaba claro que el viejo militar no estaba muy de acuerdo.
—Los tres comandantes que defienden la montaña son competentes a más no poder —le recordó Catti-brie.
—Cierto —admitió Dagna—. Yo mismo me encargué de despachar a Banak Buenaforja, pues sabía que estaría a la altura del mejor del Clan Battlehammer.
—En ese caso, tienes que proporcionarle los refuerzos que precisa para mantener su posición.
Dagna clavó la mirada en Cattibrie y denegó con la cabeza.
—No soy yo quien toma las decisiones —informó—. Los sacerdotes me han encomendado la defensa a ultranza de la ciudad. El regreso de Bruenor para asumir el trono ha pasado a segundo plano.
Dagna fijó una mirada significativa en Regis, quien enrojeció ligeramente.
—¿Qué es lo que sucede aquí? —preguntó Catti-brie, con la mosca tras la oreja.
—Yo…, yo les dije que era a ti a quien le correspondía el… el cargo —tartamudeó el halfling—. O a Wulfgar, en todo caso.
Atónita, Cattibrie miró a Dagna antes de volver a fijar la vista en Regis.
—¿Me estás diciendo que te quieren convertir en el regente de Mithril Hall?
—Justamente —contestó Dagna—. Y a sugerencia mía, por cierto. Con todos los respetos, mi querida señora, somos de la opinión que nadie conoce mejor la forma de pensar de Bruenor que nuestro amigo Regis.
Cattibrie se quedó mirando al halfling con aire más divertido que indignado. Sus ojos se fijaron intencionadamente en el collar con un rubí que Regis siempre llevaba en el cuello. Lo que su mirada venía a decir estaba clarísimo: ¿había hecho uso Regis de su mágico rubí para persuadir a quienes tenían la última palabra de la conveniencia de que lo nombraran regente de Mithril Hall hasta el regreso de Bruenor?
Visiblemente nervioso, Regis tragó saliva.
—Así que ahora tus decisiones valen tanto como las del propio rey… —apuntó ella.
—Simplemente tiene el voto de calidad —corrigió Dagna—. El verdadero rey de Mithril Hall está ahí mismo, no lo olvidemos —agregó, señalando a Bruenor.
—Muy cierto. Aunque estoy segura de que muy pronto recobrará la conciencia y volverá a estar al mando —respondió Catti-brie—. Hasta entonces, Regis obrará como regente.
Una voz llamó a Dagna desde el pasillo. Con expresión de fastidio, el viejo enano guerrero se excusó y se marchó de mala gana. Su ausencia le venía como anillo al dedo a Cattibrie, que quería formularle ciertas preguntas al pequeño halfling.
—Yo…, yo no he hecho nada malo —tartajeó Regis, quien se tornó pálido como un muerto al quedarse a solas con la mujer.
—Nadie te ha acusado de ello…
—Me pidieron que lo hiciera por Bruenor —añadió Regis con voz débil—. ¿Cómo iba yo a negarme? Wulfgar y tú siempre andáis de un sitio a otro, y a saber cuándo volverá Drizzt…
—En todo caso, los enanos no nos aceptarían como regentes —observó ella—, aunque sí es probable que acepten a un halfling. Y todos saben que Regis siempre fue el favorito de Bruenor, desde los tiempos del Valle del Guardián. Yo diría que la elección ha sido buena. No cabe duda de que sabrás hacer lo más conveniente para Mithril Hall.
Una sonrisa nerviosa apareció en el rostro del halfling.
—Y está claro que lo más conveniente para Mithril Hall es el envío de una columna de mil enanos al extremo occidental del Valle del Guardián —indicó Catti-brie—. A todo esto, sería conveniente que doscientos enanos más se encargasen de mantener aprovisionada a la columna del Valle del Guardián y a quienes defienden la montaña bajo las órdenes del comandante Banak.
—¡Pero no podemos permitirnos semejante dispendio de fuerzas! —protestó Regis—. Hemos desplegado dos columnas junto a los accesos a las minas. Y contamos con un ejército adicional junto al río Surbrin, al este.
—En tal caso, envía al segundo grupo y cierra las puertas orientales —indicó Catti-brie—. Está claro que los orcos se proponen atacar la montaña, y si consiguen envolver a Banak por el Valle del Guardián, nuestra derrota es segura.
—Pero si los orcos descienden por las aguas del Surbrin… —objetó Regis.
—Un centinela bien posicionado bastará para detectar su llegada —zanjó ella—. Y en todo caso, si bajan por el río, se exponen a ser fácilmente atacados por algunos de nuestros aliados.
Regis consideró la respuesta un momento y asintió con la cabeza.
—Ordenaré el repliegue del grueso de nuestras fuerzas —prometió— y enviaré una columna al Valle del Guardián. ¿De veras hacen falta mil guerreros en el oeste? ¿Tantos?
—Por lo menos tienen que ser quinientos, según los cálculos de Banak —explicó Catti-brie—. Aunque si disponen del tiempo suficiente para erigir unas buenas defensas, más tarde podremos reducir su número.
Regis asintió de nuevo con la cabeza.
—Pero no pienso dejar las minas sin vigilancia —añadió—. Si los orcos nos atacan por la superficie, lo más seguro es que también se aventuren por los túneles. Entiendo que Bruenor tiene una responsabilidad para con las gentes de la región, pero su deber primordial es defender Mithril Hall.
Cattibrie fijó la mirada en el cuerpo inmóvil de su padre adoptivo y sonrió con tristeza.
—De acuerdo —respondió.
El pie negruzco se posó con delicadeza sobre la tierra y la piedra, en completo silencio y manteniendo el perfecto equilibrio de su dueño, quien a continuación dio un nuevo paso con su otro pie.
Drizzt estaba aventurándose por el mayor de los doce grandes campamentos que había en torno a Shallows, escurriéndose entre las sombras que anunciaban el amanecer con el instinto propio de quien era el mejor de los guerreros drows. Sin hacer el menor ruido, se acercó a un grupo de orcos absortos en la discusión de algo que ni le iba ni le venía.
Aprovechando que estaban distraídos, el elfo oscuro entró en una tienda cercana, pasó entre dos orcos que roncaban a pierna suelta y llegó al fondo de la tienda. Valiéndose del filo aguzado de una cimitarra, rajó la tela de la tienda y, silencioso como la noche, salió de nuevo al exterior.
En circunstancias normales, Drizzt habría aprovechado para matar a los dos orcos dormidos, pero en esa ocasión su objetivo era otro, y no quería comprometerlo tontamente.
A cierta distancia de donde se hallaba se erguía otra tienda mucho mayor y más imponente, de pieles de ciervo ornadas con dibujos y emblemas alegóricos de la deidad de los orcos. Tres centinelas bien armados montaban guardia junto a la entrada. Drizzt sabía que en el interior estaba durmiendo el cabecilla de la tribu, de una tribu que era con mucho la mayor de las congregadas en torno a Shallows.
El Cazador siguió su camino en silencio absoluto y con agilidad pasmosa; siempre estaba preparado, con las cimitarras a punto. En los tobillos llevaba las mágicas ajorcas que aportaban velocidad a su avance y lo ayudaban a cruzar con celeridad entre las tiendas. Las curvas hojas de sus cimitarras centelleaban en la noche mientras sus pies lo llevaban de forma inexorable a la gran tienda lujosamente ornada.
Mientras se escondía tras un pequeño cobertizo próximo a la entrada de la gran tienda, Drizzt envainó finalmente las cimitarras, pues no convenía alertar a los guardias. Había llegado el momento de la verdad.
El drow echó una mirada a su alrededor y esperó a que un pequeño grupo de orcos se alejara andando.
Satisfecho de que no hubiera más intrusos en las cercanías, Drizzt llevó las manos a las empuñaduras de sus espadas con aire aparentemente casual y echó a caminar sin esconderse, sonriente y sin mostrarse en absoluto amenazador.
No obstante, los centinelas orcos, al momento, se pusieron en tensión. Uno de ellos aferró su arma con más fuerza. Otro le ordenó que se detuviera.
El drow así lo hizo, al mismo tiempo que su mente registraba la situación exacta de los vigilantes, el número preciso de pasos que necesitaba para llegar a cada uno de ellos.
El orco del medio seguía hablando en tono imperioso, formulando órdenes y preguntas. Drizzt se limitaba a seguir donde estaba, con una sonrisa pintada en el rostro.
Cuando uno de los orcos se volvió como si se dispusiera a entrar en la gran tienda, el elfo oscuro recurrió a sus poderes mágicos e hizo aparecer un gran globo de oscuridad entre los tres guardias. En una fracción de segundo, las cimitarras relucieron en sus manos. Dos pasos al frente y entró en el círculo de oscuridad cuando los brutos apenas se habían dado cuenta de que el mundo de pronto se había vuelto negro. Drizzt se movió hacia la izquierda, seguro de que los tres goblinoides continuaban estando allí donde estaban un momento atrás.
Centella se movió con presteza a la altura del cuello; abortó un grito de auxilio y lo trocó en el sordo sonido de la sangre al brotar de una garganta seccionada.
El drow giró sobre sí mismo y descargó dos estocadas contra el segundo centinela. Un nuevo giro lo situó frente al tercero, a quien asimismo atravesó con las cimitarras. El orco se desplomó en la entrada de la tienda. Drizzt pasó por encima y accedió al interior, dejando atrás el círculo de oscuridad.
Una vez dentro, el drow se encontró con varios rostros que lo miraban con asombro, entre ellos el de una bruja envuelta en una capa carmesí.
Por desgracia, la sacerdotisa se encontraba en el fondo de la tienda.
Sin detenerse ni un segundo, Drizzt se lanzó contra el orco más cercano, cuyo brazo puesto a la defensiva seccionó de golpe antes de atravesarle la barriga con su segunda cimitarra.
Una mesa se interponía entre Drizzt y el siguiente orco. El bruto al punto trató de esconderse debajo. Sin inmutarse, el drow saltó al otro lado de la mesa y desvió de un puntapié el taburete que el orco le había tirado para obstaculizar su avance.
Tras acabar con el orco con dos certeras estocadas, el elfo oscuro se volvió como un rayo y alzó las cimitarras a la defensiva, justo a tiempo para desviar un lanzazo y un pedrusco que volaban en su dirección.
A todo esto, los demás goblinoides empezaban a rehacerse de la sorpresa, y la bruja se apresuraba a convocar uno de sus conjuros.
Antes de recurrir a sus propias e innatas dotes de magia, Drizzt murmuró unas palabras carentes de sentido.
—Olacka acka eento.
A fin de prestar mayor credibilidad a la superchería, el drow lanzó una de sus espadas por los aires e hizo un supuesto pase mágico con la mano. Todos cayeron en la trampa y guardaron silencio, inmóviles, a la espera de ver cómo se desarrollaba el enfrentamiento entre uno y otro mago.
Como era de esperar, la bruja recurrió a su conjuro más potente para desactivar la supuesta hechicería de Drizzt.
Con todo, el conjuro de la bruja nada podía contra la innata magia del drow, que al momento cubrió a la bruja con unas llamas rojizas que revelaron su situación exacta en la penumbra.
No contento con ello, Drizzt convocó un nuevo globo de oscuridad impenetrable entre su persona y la de los guerreros orcos, que ya se aprestaban a atacarlo. Tras convocar un segundo globo que dejó el interior de la tienda completamente a oscuras, de nuevo se convirtió en el Cazador.
No veía ni oía nada en absoluto, así que recurrió al tacto y al puro instinto. Drizzt empezó a girar sobre sí mismo, protegiéndose de sus enemigos con el movimiento incesante de sus cimitarras, y de vez en cuando aprovechaba para atravesar o rebanar el cuello a alguno de los orcos con un tajo fulminante.
Cuando el roce o el hediondo aliento de un goblinoide le advertía de la proximidad peligrosa de un orco, el drow al punto pasaba a la ofensiva y descargaba otra estocada mortífera. Perfecto conocedor de la envergadura física de sus oponentes, Drizzt sabía cómo se defendían y cómo atacaban, lo que le permitía propinar un golpe letal tras otro.
De esta guisa, consiguió cruzar el interior de la tienda por entero. Una vez allí, volvió sobre sus pasos hasta situarse de espaldas al palo central de la tienda, que pasó a emplear como pivote.
De no ser porque tenía los sentidos completamente despiertos, el mágico estallido de luz contrarrestador de sus globos de oscuridad lo habría pillado desprevenido.
De pronto se vio rodeado de orcos del todo atónitos. Sólo la bruja, que seguía en el fondo de la tienda, tenía los ojos relucientes de furor, todavía envuelta en las falsas llamas del drow, y se aprestaba a contraatacar con otro de sus conjuros.
Drizzt aprovechó el instante de confusión para dar buena cuenta de aquellos orcos más próximos. Volviéndose en el acto, hizo frente al avance de los demás, sajando e hiriendo con furia, obligó a retroceder a los cuatro brutos que insistían en seguir vivos.
El drow se detuvo de pronto, pues sentía como si sus brazos se hubieran vuelto de plomo: una oleada de mágica energía le estaba recorriendo el cuerpo. Drizzt conocía la naturaleza de aquel conjuro destinado a paralizarle, y si en aquel momento no hubiera sido presa del Cazador que anidaba en su espíritu, su vida habría llegado al final en un instante.
Momentáneamente entorpecido, Drizzt sintió que un garrote lo golpeaba con fuerza en las costillas.
Con fuerza, sí, pero el Cazador no sintió dolor alguno.
Tras entrar otra vez en un globo de oscuridad, el drow se lanzó contra su atacante. Aceptó un segundo garrotazo, bastante menos fuerte, y contraatacó con una sucesión de estocadas que dieron con el orco en tierra.
El conjuro del mágico silencio llegó a su fin, y el Cazador al instante oyó los movimientos de los goblinoides cercanos y la letanía de aquella bruja que tantos problemas le estaba planteando. Drizzt cruzó las cimitarras varias veces frente a los rostros de los dos enemigos que se lanzaban a por él y pasó a la carrera entre sus paralizados corpachones. A continuación, rodó por tierra y se levantó de un salto a pocos pasos del círculo de oscuridad.
A sus espaldas resonó el estallido de un sonido chirriante a más no poder, como si el mismo aire estuviera explotando, y el drow estuvo en un tris de caer al suelo, aturdido. Pero el conjuro que a punto estuvo de poder con él más bien sirvió para dejar fuera de combate a los brutos que lo acosaban.
El drow giró sobre sí mismo e irrumpió otra vez en el círculo de oscuridad, atacando a diestro y siniestro con sus cimitarras. Como esperaba, éstas tan sólo sajaron el aire, pues sus oponentes habían sido derribados en su totalidad. Sin pensárselo más, Drizzt salió como un torbellino del globo de tinieblas y se plantó de un salto frente a la bruja, que de nuevo se aprestaba a convocar un conjuro con los dedos.
Centella seccionó aquellos dedos en el acto.
Muerte de Hielo se llevó después la cabeza.
Mientras un ruido estruendoso llegaba a sus espaldas, el Cazador dejó atrás el cuerpo sin vida de la bruja y corrió hacia el fondo de la tienda, cuya tela rajó con el filo de la espada. Un instante después se encontró en el exterior.
Drizzt cruzó el campamento a todo correr, dejando atrás a los desorientados orcos. De la gran tienda de la bruja seguían llegando gritos. El elfo oscuro siguió corriendo sin detenerse, hasta perderse en las sombras.
Ayudado por las mágicas ajorcas de sus tobillos, muy pronto se encontró lejos del campamento. Corría hacia el terreno accidentado que se extendía al este y el norte de la ciudad.
Aunque sólo había matado a un puñado de orcos, Drizzt estaba seguro de que había logrado sembrar la ansiedad entre sus enemigos.