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HUESOS Y PIEDRAS

El rey Obould Muchaflecha comprendió al momento la seriedad del mensaje que acababa de llegarle de las montañas situadas al este de donde se encontraba. Resistiendo el impulso de aplastarle la cabeza al goblin infeliz que acababa de comunicarle la noticia, el gigantesco rey de los orcos cerró los dedos de la mano. Luego situó el puño frente a los colmillos de la boca. Se trataba de un gesto característico, a medio camino entre la meditación y la rabia más ciega; un gesto que venía a definir lo que se debatía en el espíritu del general de los orcos.

A pesar del desastroso final del asedio a Shallows, resuelto a favor de los enanos después de que éstos llegaran escondidos en el interior de una estatua dedicada a Gruumsh el Tuerto, la guerra estaba decantándose a su favor. La noticia de la muerte del rey Bruenor había provocado que decenas de tribus salieran de sus covachas para unirse a las fuerzas de Obould, y hasta había conseguido hacer callar a la impertinente Gerti Orelsdottr y su arrogante cohorte de gigantes de los hielos. Urlgen, el hijo de Obould, finalmente había puesto en fuga a los enanos hasta las mismas lindes de Mithril Hall, a juzgar por las últimas noticias.

Pero entonces llegaban informes de que una desconocida fuerza enemiga estaba operando tras las líneas de Obould. Un campamento orco había sido atacado por sorpresa, y los pocos que se habían salvado de la matanza habían escapado, despavoridos, a sus agujeros en la montaña. Obould conocía bien a los de su raza y sabía que la moral lo era todo en aquel momento crucial. Mucho más numerosos que todos sus rivales del norte, los orcos, en principio, sabían batirse adecuadamente contra los humanos, los enanos y hasta los elfos. Con todo, a Obould no se le escapaban los problemas que planteaba la coordinación entre los mismos orcos y la desconfianza primordial que con frecuencia existía entre unas tribus y otras, y hasta entre los miembros de una misma tribu. Aunque una rápida sucesión de triunfos militares servía para enmascarar esos factores, noticias como la del aniquilamiento de un campamento orco podían provocar una desbandada general hacia las montañas.

La noticia llegaba en un momento pésimo. Obould sabía de la inminente reunión de los chamanes pertenecientes a las distintas tribus y temía que éstos optasen por la retirada general antes incluso del verdadero inicio de la invasión. Aunque ello no sucediera, bastaría con que un par de docenas de chamanes expresaran sus reservas para que las fuerzas de Obould se vieran mermadas de forma sensible.

«Tengo que proceder con calma», se dijo Obould, meditando sobre el sentido preciso de lo referido por el mensajero goblin. Debía averiguar qué era lo que había sucedido exactamente. Por fortuna, en el campamento había alguien que podría serle de ayuda al respecto.

Ignorando al goblin y a sus asistentes, Obould se dirigió al límite meridional del campamento, donde se encontraba una figura solitaria a la que había estado haciendo esperar durante demasiado tiempo.

—Donnia Soldou… ¿Cómo estás? —saludó a la drow.

Donnia se volvió hacia él. Obould entendió que la elfa se había apercibido de su llegada mucho antes de que él le dirigiera la palabra. Bastaba con ver el destello de ironía pintado en sus ojos rojizos, visibles bajo la caperuza de su mágico piwafwi.

—Tengo entendido que has obtenido una gran victoria —manifestó Donnia.

Al moverse unos centímetros, el blanco flequillo cayó sobre uno de sus ojos. La elfa se mostraba tan misteriosa y atractiva como siempre.

—Esto no es más que el principio —subrayó Obould—. Urlgen está empujando a los enanos a su agujero. Una vez que se hayan retirado para siempre, todas las ciudades del norte estarán indefensas y a nuestro alcance.

—¿Piensas dejar que los enanos escapen? —inquirió Donnia—. Te creía bastante más ambicioso…

—No podemos permitirnos un ataque frontal a Mithril Hall, pues los enanos nos harían pedazos —respondió él—. Tengo entendido que eso fue precisamente lo que le sucedió a tu gente.

Donnia se echó a reír ante aquella réplica pretendidamente insultante. Su gente no había participado en el desastroso asalto a Mithril Hall. Los asaltantes habían sido los drows de Menzoberranzan, y ella no tenía nada que ver con los desagradables elfos de la Ciudad de las Arañas.

—¿Estás al corriente de la matanza acontecida en el campamento de la tribu Muchosdientes? —preguntó Obould.

—Sé que se encontraron con un enemigo formidable…, o con varios —respondió ella—. En estos momentos, Ad’non se dirige allí.

—Llévame a ese lugar —ordenó Obould, sorprendiendo a Donnia—. Quiero ver lo sucedido con mis propios ojos.

—Si tus guerreros te acompañan, lo único que conseguirás será propagar la noticia de la masacre —advirtió ella—. ¿Es eso lo que quieres?

—Iremos tú y yo solos —contestó él.

—¿Y si el enemigo todavía anda cerca? Te expones a lo peor.

—Si el enemigo se atreve a atacar a Obould, serán ellos los que se expondrán a lo peor —zanjó el caudillo orco.

Donnia sonrió, y al hacerlo, mostró sus dientes como perlas, que contrastaron con su piel color ébano.

—Muy bien —acordó—. Vamos a ver quién es ese enemigo que osa atacarnos.

El escenario de la matanza se hallaba a corta distancia del campamento principal, de forma que Donnia y Obould llegaron allí esa misma tarde. Además de Ad’non Kareese, en el lugar se encontraban otros dos elfos oscuros, Kaer’lic Suun Wett y Tos’un Armgo.

—Los atacantes como mucho eran dos —explicó Ad’non, que había estado inspeccionándolo todo a fondo—. Hemos oído de unos elfos que recorren la región montados en sus pegasos y pensamos que pueden haber sido ellos.

Mientras decía esas palabras, con un gesto de sus manos se expresó en el código secreto de los drows, lenguaje que Donnia entendía, pero Obould, no.

Esto ha sido obra de un elfo drow, reveló de esta guisa.

Donnia no necesitó saber más. Tanto ella como sus compañeros estaban al corriente de que el rey Bruenor de Mithril Hall andaba en comandita con un elfo oscuro de naturaleza peculiar, un renegado que había vuelto la espalda a los mandamientos de la Reina Araña y a su propia raza de piel oscura. Al parecer, Drizzt Do’Urden, efectivamente, había escapado con vida de Shallows, tal y como ya habían deducido de lo referido por los gigantes de los hielos, súbditos de Gerti Orelsdottr. El drow renegado no había buscado refugio en Mithril Hall.

—Elfos repugnantes… —masculló Obould con disgusto, de nuevo cerrando el puño frente a su rostro.

—Si se mueven cabalgando sobre monturas aladas, no será difícil localizarlos —lo consoló Donnia Soldou.

El rey de los orcos emitió un gruñido sordo y prolongado. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, como si esperase la llegada de los pegasos con sus jinetes en cualquier momento.

—Cuando hables con los demás jefes, lo mejor será que presentes lo sucedido como un ataque aislado e irrelevante —sugirió Ad’non—. Donnia y yo ya nos encargaremos de apaciguar un poco a Gerti.

—Lo mejor será que transformes el miedo en un acicate —agregó Donnia—. Si ofreces una recompensa por las cabezas de quienes han hecho esto, las tribus que en este momento acuden en tu ayuda tendrán un nuevo estímulo para mantenerse bien despiertas.

—A todo esto, nos favorece el hecho claro de que este ataque ha sido la emboscada de un grupo pequeño y aislado —terció Ad’non—. Estos orcos no se mostraron lo suficientemente vigilantes, y por eso murieron. No es la primera vez que sucede.

Obould, paulatinamente, dejó de gruñir y asintió con la cabeza a las sugerencias de sus asesores drows. Seguido por los elfos oscuros, empezó a recorrer el campamento devastado y a examinar los cuerpos de los orcos muertos.

Esto no ha sido obra de un elfo de la superficie — indicó Ad’non con un gesto de los dedos a sus compañeros drows, sin que Kaer’lic Suun Wett le prestara mucha atención, ocupada como estaba en examinar el perímetro del campamento—. Así lo indican los desgarros de sus heridas, que no fueron producidas por las puñaladas de un elfo. Ni tampoco por flechazos. Recordemos que los elfos de la superficie que atacaron a los gigantes al norte de Shallows lo hicieron con arcos y flechas.

Tos’un Armgo estaba agachado junto a los cadáveres, que examinaba con detenimiento.

—Drizzt Do’Urden —musitó a los otros tres.

Cuando Obould se acercó en su dirección, añadió con un gesto: Drizzt se vale de cimitarra en el combate.

Unos pasos por detrás de Obould, la rolliza sacerdotisa Kaer’lic informó con otro gesto: Hay huellas de un felino en las cercanías.

Drizzt Do’Urden, indicó Tos’un de nuevo.

Desde un promontorio rocoso situado al nordeste, Urlgen Trespuños estaba contemplando el asalto montaña arriba de la gran masa de orcos. Los enanos estaban acorralados contra el precipicio, y su intención era la de aniquilarlos hasta el último de ellos. Pero Urlgen conocía lo bastante bien a los enanos como para saber que reforzarían sus defensas al máximo si les dejaba un respiro. A la vez, sus propias fuerzas no estaban convenientemente preparadas para un ataque de semejante magnitud. No sólo no contaban con el refuerzo de los gigantes, sino que muchos de los orcos eran novatos en el combate y no se atenían como era debido a la disciplina y la jerarquía militares.

Las fuerzas de Urlgen muy pronto se verían reforzadas en número, en armamento y en tácticas, pero entretanto los enanos aprovecharían para reforzar sus defensas.

Considerando ambos factores y todavía escaldado por la derrota ante los muros de Shallows, el comandante orco había lanzado a los suyos al ataque. Cuando menos, el asalto masivo serviría para evitar que los enanos fortificasen a conciencia su posición.

Sin embargo, una expresión de rabia apareció en el rostro de Urlgen cuando la vanguardia de sus tropas alcanzó una cornisa rocosa cercana a la cumbre, pues los enanos, en ese momento, los atacaron desde las alturas y los sometieron a una lluvia de pedradas y a las mismas flechas plateadas que tan enorme mortandad habían causado durante el asalto a Shallows. Ante los mismos ojos de Urlgen, los orcos estaban muriendo por docenas. Presas del pánico, por completo desorientados, los brutos hicieron amago de retirarse, circunstancia que los bragados enanos aprovecharon para lanzarse contra las filas de los goblinoides.

Los orcos en retirada no hacían más que estorbar a la retaguardia que acudía como refuerzo, de lo que los agresivos enanos se apresuraron a sacar mortífero provecho.

Mientras las plateadas flechas de aquel arquero solitario seguían causando estragos en las filas de los brutos, una figura gigantesca, situada en el extremo oriental de la posición de los enanos, daba cuenta de un asaltante tras otro.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó a Urlgen un orco tan flaco como nervioso—. ¿Qué vamos a hacer?

Otro de los lugartenientes de su ejército se acercó corriendo e insistió:

—¿Qué podemos hacer?

Un tercer guerrero al instante repitió:

—¿Qué podemos hacer?

Urlgen seguía contemplando la batalla que se desarrollaba en la cornisa rocosa. Los enanos continuaban lanzándose desde lo alto, y la mayoría caía sobre los cuerpos de los orcos malheridos. En la lucha cuerpo a cuerpo, los asaltantes se mostraban incapaces de defenderse con orden. A todo esto, los enanos avanzaban en una compacta formación en cuña, secundada por sendas formaciones en cuadro, que pivotaban perfectamente sobre sí mismas para prestar constante auxilio a la vanguardia: defendían cuando convenía y pasaban a la ofensiva cuando los brutos retrocedían.

A ojos de Urlgen, los movimientos de los enanos eran la misma perfección, una muestra de la disciplina que su padre y él habían estado tratando de inculcar a las hordas de orcos. Dada la matanza a que éstos estaban siendo sometidos, saltaba a la vista que a los suyos les quedaba mucho por aprender.

Tan fascinado estaba Urlgen por el eficaz despliegue de los curtidos enanos que durante unos segundos ni reparó en que tres de sus lugartenientes estaban formulándole la misma pregunta:

—¿Qué podemos hacer?

Cuando por fin los oyó, los enanos avanzaban ya de modo incontenible y aplastaban sin miramientos a las confusas huestes orcas.

—¡Retirarnos! —ordenó Urlgen—. ¡Retirada general! ¡Que todos se retiren hasta que contemos con el concurso de los gigantes de Gerti!

Durante los minutos siguientes, una vez transmitida la orden, en vista de la rapidez con que los orcos abandonaban la posición, Urlgen se dijo que los suyos eran mucho mejores a la hora de retirarse que a la de atacar.

Los orcos malheridos y tendidos sobre las piedras rojas de sangre eran multitud. Sus gritos y gemidos se fueron apagando a medida que los enanos les daban el golpe de gracia y ponían definitivo fin a su sufrimiento.

En todo caso, sobre las rocas empapadas en sangre también yacían algunos enanos muertos. Como buen orco, a Urlgen no le preocupaban en demasía las pérdidas propias, así que finalmente esbozó un gesto de satisfacción. Sus efectivos no harían sino crecer en las próximas jornadas, y su intención era seguir lanzándolos en masa contra las defensas de los enanos, hasta rendir a éstos por puro agotamiento. Lo cierto era que el comandante de los orcos sabía que los enanos no tenían escapatoria.

Acorralados contra un abismo, los defensores lo tenían muy mal. A no ser que una columna de refuerzo abandonara Mithril Hall y llegara dando un rodeo por el este o por el oeste, los enanos se verían obligados a abandonar sus posiciones defensivas para tratar de flanquear las líneas orcas. En uno u otro caso, el ejército de Urlgen conseguiría contribuir a la victoria final de Obould.

En uno u otro caso, el prestigio de Urlgen entre los orcos no haría sino crecer.

—Aunque sabemos que la matanza fue cosa de Drizzt Do’Urden, es mejor que sigamos haciendo creer a Obould que los responsables fueron los elfos de la superficie —indicó Tos’un Armgo a sus tres compañeros drows mientras se retiraban a una cueva cercana para reflexionar sobre lo sucedido.

—Así lograremos redoblar el odio que Obould siente hacia los elfos de la superficie —repuso Donnia, frunciendo los labios en una sonrisa que alcanzaba al níveo flequillo que caía en diagonal sobre su rostro esculpido en negro.

—Tampoco es que haga falta insistir mucho en ese sentido —intervino Kaer’lic.

—Lo principal es que conseguiremos distraer la atención de Obould y evitar que piense que hay elfos oscuros entre sus enemigos —dijo Ad’non Kareese.

—En todo caso, Obould ya ha oído hablar de Drizzt —matizó Kaer’lic.

—Es posible, pero no estaría de más que solventáramos el problema de ese renegado antes de que sus acciones nos ganen la enemistad de Obould —apuntó Ad’non—. Ese Obould siempre piensa en términos raciales antes que en acciones individuales.

—Lo mismo que hace Gerti —recordó Kaer’lic—. Lo mismo que hacemos todos.

—Con la única excepción de Drizzt y sus amigos, o eso diría yo —observó Tos’un.

Lo obvio de sus palabras provocó que todos se quedaran sin saber qué decir. Los cuatro drows se miraron en silencio, acaso a la espera de una especie de epifanía que viniera a resolver la cuestión. Como no llegó, finalmente volvieron a centrarse en los pragmáticos requerimientos del presente.

—¿Te parece que tendríamos que hacer algo para eliminar la amenaza de Drizzt Do’Urden? —preguntó Kaer’lic a Ad’non—. ¿Crees que Drizzt supone un problema para nosotros?

—Me parece que podría convertirse en un problema en el futuro —corrigió Ad’non—. Quizá lo más indicado sea acabar con él cuanto antes.

—Lo mismo se dijeron una vez los de Menzoberranzan —recordó Tos’un Armgo—. Y me temo que esa ciudad nunca terminó de recobrarse del error.

—Menzoberranzan tuvo que enfrentarse a varios enemigos a la vez —matizó Donnia—. ¿O es que la Reina Lloth no querría que acabáramos con ese renegado?

Todas las miradas se concentraron en Kaer’lic, la sacerdotisa del grupo. Kaer’lic, finalmente, meneó la cabeza.

—Drizzt Do’Urden no es problema nuestro —respondió—, y mejor haríamos en mantenernos lo más alejados posible de sus dos cimitarras. Lo que la Reina Lloth nos pide es que seamos prudentes en toda ocasión. Personalmente tengo tan pocas ganas de enfrentarme a Drizzt Do’Urden como de comandar a las tropas de Obould en su asalto a Mithril Hall. Si hemos estado instigando todo esto, ha sido por otras razones. Imagino que no habréis olvidado cuáles son nuestros planes y objetivos. Desde luego, yo no tengo ninguna intención de acabar ensartada por una de las cimitarras de Drizzt.

—¿Y si es él quien nos busca? —inquirió Donnia.

—Si nos conoce, se cuidará de no hacerlo —zanjó Kaer’lic—. Ésta es mi posición. La mejor guerra es la que uno contempla desde lejos.

La expresión de disgusto de Donnia era visible. Ad’non tampoco parecía muy contento. Con todo, Kaer’lic seguía contando con un aliado.

—Yo estoy de acuerdo —repuso Tos’un—. Desde su juventud en Menzoberranzan, Drizzt Do’Urden ha hecho la vida imposible a todos aquellos que se han enfrentado a él. Tras el desastre de Mithril Hall vagué durante mucho tiempo por la parte superior de la Antípoda Oscura y tuve ocasión de escuchar muchas consejas. Según parece, poco después de que mi ciudad atacase Mithril Hall, Drizzt volvió a Menzoberranzan, donde fue apresado por la Casa Baenre y encerrado en una lóbrega mazmorra.

Todos se lo quedaron mirando atónitos por la revelación, pues los drows de la Antípoda Oscura sabían cómo las gastaba la poderosa e implacable Casa Baenre.

—Y sin embargo, Drizzt se las ha arreglado para volver con sus compañeros y ha sembrado la desolación allí por donde ha pasado —añadió Tos’un—. A veces pienso que Drizzt no es sino un juguete de la Reina Lloth, una especie de instrumento destinado a fomentar el caos por doquier. Y no soy el único que lo pienso. Más de uno en Menzoberranzan sospecha que es la Señora del Caos quien guía los pasos de Drizzt Do’Urden en secreto.

—Si estuviéramos al servicio de cualquier otra divinidad, tus palabras serían blasfemas —apuntó Kaer’lic, que soltó una risita ante lo irónico de aquel planteamiento.

—No estarás diciendo en serio que… —terció Donnia.

—Yo no estoy diciendo nada —cortó Tos’un—, pero está claro que Drizzt Do’Urden es un adversario más formidable de lo que pensamos. O eso, o es muy afortunado, o cuenta con una bendición divina. Sea lo que sea, no tengo ninguna intención de andar en su busca.

—Lo mismo digo —secundó Kaer’lic.

Donnia y Ad’non cruzaron una nueva mirada y se encogieron de hombros.

—Una jugada divertida —comentó Banak Buenaforja a Rocaprieta, quien estaba a su lado mientras dirigía los movimientos de la tropa—, aunque con muchos muertos, eso sí.

—Más orcos que enanos —indicó Rocaprieta.

—Muy pocos de los primeros y demasiados de los segundos. Fíjate en ellos. Luchan con furia hasta el último aliento, sin quejarse jamás, dispuestos a morir si así lo quieren los dioses.

—Estamos hablando de guerreros —le recordó Rocaprieta—, de enanos guerreros. Todos los conocemos.

—Ciertamente —dijo Banak—. Todos los conocemos.

—Tu plan ha servido para poner en fuga a los orcos —observó Rocaprieta.

—El plan no ha sido mío —precisó el comandante de los enanos—. La idea fue de uno de los hermanos Rebolludo, el que no está loco del todo. Torgar de Mirabar también nos ha sido de mucha ayuda. Lo cierto es que contamos con unos aliados muy valiosos.

Rocaprieta asintió con la cabeza y siguió observando el preciso avance de las tres falanges de enanos que estaban terminando de poner en fuga a los asaltantes.

—Dentro de cien años —añadió Banak tras un momento de pausa—, cuando un niño de una u otra raza visite este lugar, descubrirá los blancos huesos de quienes aquí un día murieron. Es posible que al principio los tome por piedras, pero pronto comprenderá que son huesos y que éste fue el escenario de una gran batalla. Me pregunto si en el futuro comprenderán qué nos llevó a luchar aquí, si sabrán de nuestra causa y de las diferencias que nos separaban de los orcos invasores.

Rocaprieta fijó la mirada en Banak Buenaforja. Hacía décadas que el alto y fornido enano era una figura destacada del Clan Battlehammer, si bien Banak era de natural reservado, poco dado a jactarse de sus glorias en la batalla y enemigo de dar su opinión como militar si Bruenor, Dagna u otro de los comandantes formales no se la preguntaban antes. Además, la personalidad de Banak contaba con otra faceta peculiar, un punto de vista distinto que lo llevaba a considerar los eventos del presente desde el prisma en que los juzgaría un historiador del futuro.

Un grito a la derecha hizo que los dos enanos volvieran la vista hacia allí y contemplaran con admiración el desenvolverse de Wulfgar y Cattibrie en la defensa de su flanco. Muchos de los orcos que llegaban en desorden caían fulminados por los mortíferos venablos de la mujer, y quienes se salvaban entonces tenían que hacer frente al bárbaro hercúleo y su martillo devastador, el terrible Aegis-fang, elaborado por el propio Bruenor Battlehammer. Ante la mirada de Banak y Rocaprieta, Wulfgar soltó tal tremendo martillazo a uno de los orcos que el cráneo de éste reventó de golpe, y el bárbaro y quienes se encontraban cerca quedaron salpicados de sesos y sangre.

Después de que una flecha pasase silbando junto al bárbaro para derribar a un nuevo orco, sendos martillazos de Aegis-fang bastaron para acabar con los dos últimos enemigos.

—La leyenda de esos dos perdurará durante siglos —apuntó Rocaprieta.

—Hasta cierto punto —corrigió Banak—. Todo se borra con el tiempo.

Rocaprieta se lo quedó mirando con curiosidad, sorprendido por lo apagado de su tono.

—Cuando volvía a su hogar, el rey Bruenor atravesó el Paso Rocoso —expuso Banak.

Rocaprieta asintió con la cabeza. Él mismo había formado parte de aquella caravana.

—Una vez allí, ¿os tropezasteis con huesos? —preguntó Banak.

—Con más de los que puedas imaginar.

—¿Te parece que algunos de los combatientes de la antigua batalla del Paso Rocoso debieron superar a otros en habilidad y valor?

Rocaprieta consideró la cuestión un momento y asintió con la cabeza.

—Y tú, ¿conoces sus nombres? —inquirió Banak—. ¿Sabes quiénes eran y de dónde venían? ¿Sabes a cuántos orcos y demás monstruos mataron en combate? ¿Sabes cuántos de ellos sostuvieron a un amigo agonizante?

Rocaprieta guardó silencio. Finalmente, volvió la vista hacia el grueso de la batalla. Los enanos estaban consiguiendo que los orcos emprendieran la retirada.

—¡No los sigáis ladera abajo! —ordenó Banak a los suyos.

—El miedo ha hecho perder la cabeza a esos brutos —comentó Rocaprieta.

—Esos brutos no tienen cabeza —respondió el comandante de los enanos—. Tan sólo nos han atacado para retrasar nuestros preparativos de defensa. Por eso mismo es fundamental que nos olvidemos de perseguirlos. Lo importante es que todos mis muchachos regresen cuanto antes a la cima y se afanen en la labor. Esto no ha sido más que una escaramuza. La batalla final está por llegar.

Banak volvió la vista hacia el precipicio, rezando por que los ingenieros siguieran tendiendo cuerdas hacia el Valle del Guardián.

—Esto no ha sido más que una escaramuza —repitió, prácticamente concluida ya la lucha, cuando la mayoría de los enanos emprendían el regreso en precisa formación.

Banak miró a los muertos y heridos tendidos sobre las piedras rojas de sangre y pensó en los huesos compactos e inmóviles como las mismas rocas que pronto se amontonarían en aquel lugar del mundo.