Qué extraño me resultó que los dos elfos acudieran en mi auxilio aquel día junto al río. Su llegada me pilló por completo desprevenido. Por supuesto, yo ya sabía que estaban en la zona, pero cuando por fin me encontré con ellos, me vi obligado a revisar unos momentos que yo hubiera querido borrar de mi mente.

Volví a una cueva situada al oeste, en la que Ellifain, la compañera de los dos elfos, yacía muerta por mi propia espada ensangrentada.

Por suerte, nuestra situación era muy apurada en aquel momento, razón que me llevó a sugerir que escapáramos por caminos distintos para confundir a nuestros enemigos. Mi sugerencia estaba más que justificada.

Con todo, no puedo esconder el oculto propósito que me impelía a obrar así. Salí corriendo por un camino distinto porque tenía miedo, porque el valor en el campo de batalla con frecuencia no se corresponde con el valor en las cuestiones personales o emocionales.

Apenas tengo miedo a mis enemigos. Mis amigos me inspiran mayor temor. Tal es la paradoja de mi existencia. Aunque nunca he dudado en enfrentarme con mis cimitarras al más temible gigante, dragón o demonio, he necesitado años para reconocer ante mí mismo lo que siento por Cattibrie, para liberarme de mis temores y aceptar que nuestra relación es lo mejor que me ha sucedido en la vida.

En los últimos tiempos he estado luchando sin cuartel contra hordas de orcos, con las espadas en alto y una canción guerrera en los labios, pero cuando Tarathiel e Innovindil vinieron para hablar conmigo, me sentí desnudo e impotente. Otra vez volví a ser el niño de Menzoberranzan que se escondía de su madre y sus crueles hermanas. Estoy seguro de que las intenciones de los elfos eran buenas; me cuesta creer que me salvaran la vida en el combate para después darse el gusto de matarme con su propia mano. Cuando vinieron a verme, lo hicieron de forma abierta, sabiendo quién era yo.

Aunque estoy bastante seguro de que no sabían de mi encuentro final con Ellifain.

Tendría que habérselo contado. Tendría que haberles confesado la verdad. Tendría que haberles explicado que todavía hoy siento mucho lo sucedido. Tendría que haberles expresado mi dolor y mi conmiseración. Tendría que haber rezado con ellos por la salvación del espíritu de la desdichada Ellifain.

Tendría que haber confiado en ellos. Tarathiel me conoce; una vez incluso me hizo entrega de uno de los preciosos caballos del Bosque de la Luna. Tarathiel sabe la verdad y entiende que yo me desempeñé con nobleza aquella noche lejana en el tiempo, cuando la partida de merodeadores drows salió de la Antípoda Oscura y aniquiló al clan de Ellifain.

Tarathiel habría entendido mi encuentro con Ellifain. Sin duda, habría entendido la futilidad de mi posición y el dolor lacerante que sentía en mi alma y mi corazón.

Y Tarathiel tiene derecho a saber qué ha sido de su vieja amiga. Tanto él como Innovindil merecen saber de la muerte de Ellifain, de las circunstancias que llevaron a su caída. Acaso entonces consigamos determinar el porqué de lo ocurrido.

Pero entonces me sentí incapaz de decírselo. No era el momento ni la ocasión. Pocas veces he sentido un pánico similar al de aquel instante. Mi único anhelo era alejarme de quienes habían demostrado estar conmigo, los dos amigos de la desaparecida Ellifain.

De forma que salí corriendo.

Armado con mis cimitarras, soy Drizzt el Bravo, quien jamás se pierde una batalla. Soy el Drizzt que una vez se aventuró en la guarida de los verbeegs en compañía de Wulfgar y Guenhwyvar. Aunque sabíamos que nuestros enemigos eran muy superiores en número, no teníamos ningún miedo. Soy el mismo Drizzt que vivió en la Antípoda Oscura durante una década entera, el que prefería su muerte inevitable (o así me lo parecía entonces) a la renuncia a los principios que regían su existencia.

Pero también soy Drizzt el Cobarde, el que no tiene miedo al dolor físico pero es incapaz de arrojarse en los brazos de Cattibrie. Soy Drizzt el Cobarde, el que escapa de Tarathiel porque no se atreve a confesar la verdad.

Soy Drizzt, el que no ha vuelto a Mithril Hall después de la caída de Shallows por miedo a que le confirmen la verdad de la muerte de sus compañeros, el que se aferra a la nimia esperanza de que éstos, de un modo u otro, salieran con vida de Shallows; a la esperanza de que Regis acaso empleara su mágico, hipnótico rubí para hacer que los mismos orcos le transportaran a las puertas de Mithril Hall; a la esperanza de que Wulfgar quizá se batiera con una rabia sin igual, como había hecho durante sus años de penalidad en el Abismo, y que eventualmente lograra poner en fuga a sus oponentes orcos.

Acaso con el concurso de Cattibrie.

Sé que se trata de una locura.

Me sorprende mi empeño en esconderme tras los filos de mis cimitarras. Me sorprende que apenas tenga miedo a morir a manos del enemigo y que, a la vez, tenga un miedo terrible a revelar a Tarathiel la verdad de lo sucedido a Ellifain.

Y sin embargo, sé que mi responsabilidad es decírselo. Sé que no tengo otro remedio.

Lo sé.

En lo tocante a las cuestiones del corazón, el valor no podrá vencer a la cobardía hasta que sea sincero conmigo mismo, hasta que por fin admita la verdad.

El día del combate junto al río, mi sugerencia de que escapáramos por caminos diferentes tenía sentido y me fue útil para evadirme a su curiosidad. Pero aquella sugerencia era también una mentira, pues lo cierto es que sigo teniendo miedo.

Lo sé.

DRIZZT DO'URDEN