Hice lo que tenía que hacer.
Cada paso del viaje que emprendí al salir de Menzoberranzan encontró su guía en mis propias convicciones sobre el bien y el mal, sobre el desinterés y el altruismo. Incluso cuando me equivoqué, como todo el mundo hace alguna vez, mis yerros tuvieron su origen en el juicio erróneo o la simple debilidad antes que en la traición a la propia conciencia. Pues sé que en ésta residen los principios y enseñanzas fundamentales que nos acercan a los dioses que hemos escogido, a nuestra propia definición y esperanza del paraíso.
Nunca he traicionado mi propia conciencia, si bien sospecho que ésta me ha llamado a engaño.
Hice lo que tenía que hacer.
Y sin embargo, Ellifain está muerta, pues mi antiguo empeño en salvarla se saldó con un fracaso estrepitoso.
¿Acaso alguna entidad divina se estará riendo en estos momentos de mi necedad?
¿O quizá todo fue una mentira, o peor aún, un engaño infligido a mí mismo?
Con frecuencia he pensado en términos de comunidad, en el progreso del individuo inscrito en el progreso del todo. Tal ha sido el principio rector de mi existencia, el mismo que me llevó a abandonar Menzoberranzan. Y ahora, en este doloroso momento, he llegado a comprender, o acaso no me queda más opción que admitirlo, que esta creencia mía tenía un cariz muy personal. Resulta irónico que, al pensar en términos de comunidad, no hiciera más que alimentar mi desesperada necesidad de pertenecer a un conjunto que fuera más allá de mi propia persona.
Al repetirme a mí mismo que mis convicciones eran las correctas, no resultaba, en realidad, muy distinto de quienes se agolpan ante el púlpito del pastor. Yo también quería estar en paz conmigo mismo, con la salvedad de que trataba de dar con las respuestas adecuadas en mi propio interior, mientras que los demás intentan encontrarlas en el exterior.
En este sentido, hice lo que tenía que hacer. Y sin embargo, no consigo eliminar la creciente intuición, la creciente sospecha, el creciente temor de haberme equivocado.
Pues ¿qué sentido tiene todo cuando Ellifain está muerta después de haber conocido una existencia que fue un verdadero infierno? ¿Qué sentido tiene que mis amigos y yo siguiéramos los impulsos de nuestros corazones y confiáramos en nuestras espadas si después los vi morir aplastados por las piedras de un torreón que se desmoronaba sobre sus cabezas?
Si siempre hice lo que tenía que hacer, ¿dónde está la justicia y dónde está la benevolencia de un dios misericordioso?
La mera formulación de esta pregunta me alerta del orgullo desmedido que me afecta. La mera formulación de esta pregunta me revela las torpes maquinaciones de mi alma. No puedo evitar preguntarme si de veras soy distinto de los demás. Las apariencias así lo indican, pero ¿de veras lo soy? Mis convicciones de altruismo y desinterés, ¿acaso no encubrían el deseo de obtener exactamente lo mismo que las sacerdotisas de Menzoberranzan andaban buscando, esto es, la vida eterna y una mejor posición entre los míos?
Del mismo modo que el torreón de Withegroo se estremeció y acabó por desmoronarse, lo mismo empieza a suceder con las ilusiones que antaño guiaron mis pasos.
Yo me formé como guerrero. De no ser por mi habilidad con las cimitarras, seguramente habría sido una figura menos conocida, respetada y aceptada en el mundo que me rodea. Lo único que hoy me queda es mi formación y mi habilidad como guerrero, y me propongo utilizarlas para emprender una nueva etapa en el camino tan curioso como sinuoso que está siendo la vida de Drizzt Do’Urden. Me propongo extender las consecuencias de mi rabia a los seres inferiores que han acabado con cuanto yo amaba, con quienes ahora he perdido para siempre: Ellifain, Bruenor, Wulfgar, Regis, Cattibrie…, por no hablar del propio Drizzt Do’Urden.
Mis dos cimitarras, Muerte de Hielo y Centella, son hoy aquello que hoy me define, del mismo modo que Guenhwyvar es hoy mi única compañera. Confío en ellas, y en nadie más.
DRIZZT DO'URDEN