PRELUDIO

—¡Las tres neblinas, Obould Muchaflecha! —gritó Tsinka Shrinrill, cuyos ojos parecían estar a punto de saltar de las órbitas.

Mientras se dirigía al rey de los orcos y sus acompañantes, la hechicera estaba en trance, a medio camino entre el mundo de los vivos y la tierra de los muertos, o eso aseguraba ella.

—Las tres neblinas definen los límites de tu territorio situado más allá de la Columna del Mundo: la larga línea del río Surbrin, cuyos vapores alimentan el aire de la mañana; el fétido humo de los Páramos Eternos, que pronto estarán en tus manos; la esencia espiritual de tus ancestros muertos, que hoy vagan por el embrujado Paso Rocoso. ¡Ésta es tu ocasión, rey Obould, y ésos serán tus dominios!

La hechicera orca concluyó su profecía alzando los brazos y soltando un aullido que al punto fue coreado por las distintas bocas con que se expresaba la voluntad de Gruumsh el Tuerto, la deidad de los orcos. Entre aullidos similares, con los brazos en alto, los restantes chamanes giraban sobre sí mismos mientras describían un círculo más amplio en torno al rey orco y la maltrecha efigie en madera de su dios bienamado.

La maltrecha y hueca estatua de madera en cuyo interior se había escondido el enemigo. El insulto a la imagen de Gruumsh. La profanación de su dios.

Urlgen Trespuños, el hijo de Obould y heredero del trono, estaba mirando a la bruja con una mezcla de asombro, emoción y gratitud. Tsinka, una de las hechiceras subalternas si bien más coloristas de la tribu Muchaflecha, nunca le había caído demasiado bien. Con todo, en aquel preciso momento, la bruja venía a decir aquello que más convenía a Obould. Urlgen miró a su alrededor y contempló aquel mar de orcos tan frustrados como furiosos. Su mirada escrutó las bocas abiertas; los dientes amarillentos y verdosos, afilados y rotos; los ojos amarillos e inyectados en sangre, tan nerviosos como plagados de temor. Urlgen se fijó en las continuas discusiones y en los empujones que había entre sus filas; los insultos rebosaban de rabia y amargura, al igual que todos los orcos de la Columna del Mundo, unos seres condenados a vivir en lóbregas cavernas mientras las demás razas disfrutaban de las comodidades aportadas por sus respectivas ciudades y sociedades. Los orcos estaban tan ansiosos y rabiosos como el propio Urlgen; así lo venían a indicar sus lenguas puntiagudas y babeantes sobre los labios cuarteados. ¿Lograría Obould reconducir la triste suerte de los orcos del norte?

Urlgen había dirigido el asalto contra la ciudad de los humanos conocida como Shallows, ataque que se había saldado con una gran victoria. Habían derruido el torreón del poderoso brujo de la ciudad, tan detestado por los orcos. El brujo había muerto, junto con la mayoría de los suyos y un buen número de enanos. Entre éstos se incluía, o eso pensaban los orcos, el mismísimo rey Bruenor Battlehammer, el soberano de Mithril Hall.

Sin embargo, muchos otros habían escapado con vida valiéndose de una añagaza perpetrada con ayuda de aquella estatua blasfema. Al encontrarse frente a aquel gran fetiche de madera, casi todos los guerreros de Urlgen se habían postrado en señal de reverencia ante la despiadada divinidad a la que adoraban. Pero la aparición de la estatua había sido una trampa. El ídolo se abrió de pronto y de sus entrañas surgió un pequeño ejército de enanos que aniquiló a gran parte de los desprevenidos orcos y puso en fuga hacia las montañas a quienes no resultaron muertos. Los últimos defensores de la ciudad asediada aprovecharon el desconcierto para escapar. No sólo eso, sino que a poco se unieron a una nueva fuerza de enanos, que parecían rondar los cuatrocientos guerreros. Entre unos y otros se las habían arreglado para mantener a raya al ejército que Urlgen había enviado en pos de los fugitivos.

El comandante orco había perdido a muchos de sus combatientes.

No era de extrañar que cuando Obould finalmente hizo acto de presencia, Urlgen temiera ser reprendido y hasta azotado por su fracaso. De hecho, su padre se mostró implacable con él en un primer momento.

No obstante, poco después y para sorpresa de todos, empezaron a llegar rumores de que se estaban acercando refuerzos. Eran incontables las tribus que venían a unirse a ellos desde sus agujeros en la Columna del Mundo. Al meditar sobre lo sucedido, Urlgen no dejaba de maravillarse ante la rapidez de reflejos mostrada por su padre en aquel momento. Obould, al instante, ordenó que el campo de batalla fuera sellado, y la pista de los fugitivos, borrada por completo. Era crucial dar la impresión de que nadie había escapado con vida de Shallows. Obould entendía que era imperioso dosificar según sus intereses la información ofrecida a quienes llegaban de refuerzo. En consecuencia, el señor de los orcos ordenó a Urlgen que instruyera a sus guerreros en la necesidad de insistir en que ningún enemigo había sobrevivido.

Provenientes de las cuevas más profundas de la Columna del Mundo, las tribus orcas se habían sumado con entusiasmo al ejército de Obould. Los distintos cabecillas le habían hecho entrega de valiosos presentes mientras se postraban a sus pies y le juraban lealtad eterna. Según se decía, las distintas tribus habían llegado encabezadas por sus respectivos chamanes. Astutos y malévolos como siempre, los enanos habían mancillado la imagen de Gruumsh, de forma que los sacerdotes encomendados a éste se habían aprestado a enviar a los suyos en auxilio de Obould, quien sin duda sabría vengar aquella afrenta. Obould, que había matado al rey Bruenor Battlehammer, les haría pagar muy caro a los enanos el sacrilegio cometido.

Como era de esperar, Urlgen se había sentido aliviado. Aunque era más alto que su padre, carecía de la bestial fuerza física necesaria para plantar cara al formidable líder de los orcos. Por si no le bastase con su imponente vigor, Obould además contaba con su prodigiosa cota de malla negra, sembrada de letales punzones, y con su mágica espada, dotada del poder de estallar en llamas a voluntad de su dueño. Nadie, ni siquiera el orgulloso Urlgen, estaba en disposición de desafiarlo y cuestionar su ascendiente sobre los orcos.

En todo caso, ya no tenía que preocuparse de todo eso. Con la hechicera giróvaga al frente, los chamanes estaban prometiendo toda clase de parabienes a Obould al mismo tiempo que le felicitaban por su triunfo en el asalto a Shallows, un triunfo que, al fin y al cabo, había sido obtenido por su valeroso vástago. Obould, en aquel momento, miró a Urlgen; su dentona sonrisa relucía más ancha que nunca y era distinta a la que aparecía en su rostro cuando se disponía a divertirse torturando a algún infortunado prisionero. Obould estaba contento con Urlgen, contento con todo cuanto lo rodeaba.

Al fin y al cabo, el rey Bruenor Battlehammer había muerto y los enanos habían huido en desbandada. Y aunque los orcos habían perdido casi mil guerreros bajo los muros de Shallows, su número se había multiplicado desde entonces. Y todavía faltaban más por llegar. Eran incontables los que se acercaban, medio cegados por la luz del sol —que muchos veían por primera vez en sus vidas—, recorriendo las sendas de montaña en su camino hacia el sur para atender a los llamamientos de los chamanes, del divino Gruumsh y del rey Obould Muchaflecha.

—Me haré con el reino que me ha sido destinado —proclamó Obould después de que los chamanes terminaran con sus danzas y sus invocaciones rituales—. Una vez que la tierra comprendida entre las montañas y las tres neblinas sea mía, nos lanzaremos al asalto de quienes todavía insisten en oponerse a nosotros. ¡Conquistaremos la Ciudadela Felbarr! —exclamó, secundado por los vítores de mil orcos.

»¡Pondré en fuga a los enanos y los obligaré a refugiarse para siempre en los hediondos agujeros de Adbar! —añadió Obould, dando un paso adelante y poniéndose al frente de sus huestes.

«¡Acabaré con el reino de Mirabar, al oeste! —exclamó, entre los hurras de mil orcos.

»¡Haré que la orgullosa Luna Plateada tiemble a la mención de mi nombre!

Los orcos redoblaron sus vítores ante esa última promesa. La entusiasta Tsinka se aferró al orco gigantesco y lo besó; ofreciéndosele, le trasladó la bendición del propio Gruumsh en los términos más explícitos posibles.

Entre los hurras entusiastas de los suyos, Obould estrechó a la hechicera con su robusto brazo.

Urlgen se mantenía en silencio. No obstante, en su rostro era visible una sonrisa mientras Obould llevaba a la sacerdotisa en volandas junto a la profanada estatua de Gruumsh. Urlgen estaba pensando en la formidable herencia que un día recibiría.

Al fin y al cabo, Obould no iba a vivir eternamente.

Y si la cosa se retrasaba, el propio Urlgen se encargaría de acelerar la situación.