EPÍLOGO

—Obould ya debe de haberse enterado de la muerte de su hijo —apuntó Drizzt.

El drow estaba cepillando a Crepúsculo, cuyo lomo presentaba varios rasguños producidos al escapar del ejército de los orcos.

—En tal caso, es posible que trate de buscarnos —indicó Innovindil—. Lo que nos ahorraría el trabajo agotador de tener que buscarlo nosotros a él.

Drizzt volvió la mirada hacia la elfa, en cuyo rostro relucía una sonrisa sardónica. Cuando Innovindil se acercó a su lado, al drow le fue imposible apartar la mirada de ella. La elfa se había despojado de sus prendas de combate y entonces lucía un sencillo vestido de basta tela azul que subrayaba sus opulentas curvas. A sus espaldas, los últimos rayos del sol enmarcaban sus rubios cabellos de forma primorosa.

—Me ayudaste a sacar a luz la furia que anidaba en mi interior… —recordó ella.

—Creo haber encontrado una absoluta concentración espiritual… —explicó Drizzt, tratando de abstraerse de la imagen que ofrecía su compañera—. Hoy lo veo todo con mayor claridad. Tras abandonar mi ciudad natal, recorrí en solitario los lóbregos corredores de la Antípoda Oscura. Durante diez años vagué por el mundo a solas. —Con una sonrisa en el rostro, echó mano de su estatuilla y matizó—: Bueno, con la única compañía de Guenhwyvar.

—Si la Antípoda Oscura resulta como me han contado, lo raro es que sigas con vida.

—Tan sólo lo logré porque descubrí al Cazador.

—¿Al Cazador?

—El Cazador que habita en mí, o mejor dicho, esa clase de concentración espiritual a la que me refería —aclaró él—. Es la parte de mi mente y mi corazón que me permite transformar la rabia en arma ofensiva.

—La rabia no suele ser buena consejera.

—No lo es. Por eso mismo hay que aprender a controlarla.

—Y en esos momentos te transformas en un ser que emplea su rabia interior para eliminar a sus enemigos…

—Lo que tiene su coste —apuntó Drizzt—. Uno se olvida de la alegría y la esperanza. Uno se olvida de…

—¿Del amor?

—No lo sé —reconoció él—. Quizá todo sea cuestión de aprender a reconciliar ambas facetas.

—¿A reconciliar al dulce Drizzt con el Cazador implacable?

El drow se encogió de hombros sin responder.

—Nos queda mucho por hacer —recordó ella, cambiando de tercio—. Ahora que los enanos se han retirado a su ciudadela, el norte entero está en peligro. Tenemos que dar la alarma y organizar la resistencia contra Obould.

—Me pregunto si no haríamos mejor en matarlo cuanto antes —repuso él con absoluta seriedad.

La sonrisa sardónica reapareció en el rostro de Innovindil. Los ojos color lavanda del drow se la quedaron mirando con admiración. Tan hermosa como formidable en el combate, la elfa podía ser la mejor de las amigas y la peor de las enemigas.

—Te digo que es mejor que nos retiremos —rezongó Dagna una vez más—. ¡Está claro que esos trolls se dirigen a los subterráneos!

—¡No podemos volver! —gritó Galen Firth—. ¡Ya es demasiado tarde! Mi gente tiene que andar por aquí cerca…

Su mirada y las de los demás recorrieron el paisaje embarrado, los árboles desnudos y escasos, la tierra en la que se veían huellas de la batalla y el avance masivo de los trolls, un avance sobre el que Galen Firth había alertado al llegar a Mithril Hall. No lejos de las salidas meridionales de los túneles, el grupo se había tropezado con una bandada de trolls tan corpulentos como hediondos, que al momento habían tratado de darles muerte.

Los enanos habían reaccionado con rapidez y se habían replegado a un túnel que resultaba demasiado angosto para los grandes trolls. El túnel, de piedra en un principio, y también de tierra después, los había llevado más allá de los Páramos Eternos, a un lugar situado al este de Nesme, o eso intuía Galen Firth. Dagna miró a Galen con expresión sombría. Con todo, el enano poco a poco iba entendiendo el punto de vista del humano. Del mismo modo que Dagna pensaba que su deber era regresar a Mithril Hall y alertar a Regis, Galen Firth estaba firmemente convencido de que su misión consistía en dar con su gente y cerciorarse de que estaban a salvo. Dagna no podía negarse a sus súplicas, pues para eso precisamente le habían encomendado viajar con el jinete de Nesme.

—Tienes tres días para dar con los tuyos —concedió el enano—. Pasados esos tres días, mis muchachos y yo nos volveremos a Mithril Hall. Pues está claro que allí es adonde se dirigen esos trolls hediondos.

—No puedes estar seguro de eso.

—Me lo huelo —contestó el enano—. Me lo dice el cuerpo. Mi gente corre peligro. Y si no, ¿qué están haciendo unos trolls de los páramos en los túneles?

—Acaso estén persiguiendo a los refugiados de Nesme.

Dagna deseó que Galen Firth estuviera en lo cierto, que los trolls no estuvieran avanzando hacia Mithril Hall, sino que simplemente andarán enfrascados en una persecución.

—Tres días —repitió al humano.

Galen Firth asintió con la cabeza. Los cincuenta enanos que lo acompañaban recogieron del suelo sus armas y equipajes. La jornada había sido extenuante, y el sol se empezaba a poner en el oeste, pero no era el momento de descansar.

—Estoy seguro de que el elfo sigue vivo ahí fuera —repitió Bruenor.

A su lado, Regis, Cattibrie, Wulfgar y los demás escucharon sus palabras en silencio. Justo acababan de relatarle la huida de Shallows, la muerte de Dagnabbit, la inesperada aparición salvadora de los refugiados de Mirabar y los combates sucesivos.

—Bien, en todo caso es preciso que reforcemos la defensa de las puertas y los túneles —afirmó el rey de los enanos—. ¡A saber por dónde nos atacarán esos puercos la próxima vez!

—¿De veras piensas que van a volver a atacarnos? —terció Regis inopinadamente—. ¿Estás seguro de que querrán culminar así su victoria? Los orcos saben que tendrán que pagar un coste altísimo.

—¿Qué otra opción les queda? —inquirió Bruenor.

Regis meneó la cabeza, cerró los ojos y se sumió en sus propios pensamientos. Tal como él lo veía, los orcos que los habían empujado al interior de la ciudad se comportaban de un modo peculiar, con una astucia que resultaba sorprendente en unos seres de talante primitivo y brutal. Habían actuado más como un ejército guiado por un propósito que como el típico grupo descontrolado que se asocia con los goblinoides.

—No sé si se trata de los gigantes o de ese monarca suyo, Obould Muchaflecha —aventuró Regis.

—¡Maldito sea su nombre! —escupió Tred McKnuckles.

—Está claro que los de Felbarr ya habéis trabado conocimiento con él —incidió Bruenor—. ¿Te parece que volverá a lanzarse a la ofensiva?

Tred se encogió de hombros sin responder.

—¡Si lo hace, nos daremos un festín de sangre de orco! —prometió Banak Buenaforja, que estaba tumbado en un camastro dispuesto en un lado de la estancia.

A pesar de los cuidados de Cordio y sus compañeros, aquel enano viejo y bragado había sido herido de consideración por obra de una azagaya de los orcos. Con todo, ninguna herida podía con el valeroso Banak.

No menos alta era la moral de sus compañeros.

—¿Hay noticias del sur? —preguntó Bruenor a Regis.

—Dagna no ha enviado ningún mensaje todavía —contestó el halfling, un tanto inseguro en el tono. Suya había sido la idea de enviar a los enanos con Galen Firth—. En todo caso, nos han llegado informes de combates en los túneles inferiores. Los trolls han entrado en ellos.

—Los rechazaremos —juró Banak—. Pwent y sus muchachos se disponen a tomar cartas en el asunto ahora mismo. ¡A Pwent le divierte combatir a los trolls porque sus extremidades siguen meneándose incluso después de haberlas rebanado a hachazos!

Bruenor asintió con la cabeza. Mithril Hall en el pasado había resistido el embate de los drows; resultaba dudoso que los orcos, por mucho que contaran con gigantes y trolls por aliados, fueran capaces de lograr lo que los drows no habían conseguido.

En todo caso, era menester reforzar las defensas, recuperarse de las heridas y organizar los propios efectivos. Por lo demás, a Bruenor le resultaba evidente que Mithril Hall había sido llevado por buenas manos en su ausencia.

Y sin embargo, una cuestión seguía sin resolverse; la desaparición de su amigo enturbiaba el ánimo del viejo rey de los enanos.

—El elfo sigue vivo ahí afuera —insistió con la expresión pesarosa. Con todo, cuando su mirada se fijó en Catti-brie, Wulfgar y Regis, su rostro se iluminó de repente—: Se me acaba de ocurrir el medio para salir de aquí y traerlo a Mithril Hall.

—¡No hablarás en serio! —terció Cordio Carabollo—. ¡Justo acabas de volver a la vida! ¡No estarás pensando en salir y…!

Bruenor lo hizo callar con una colleja que lo envió contra la pared.

—¡Hablo perfectamente en serio! —tronó—. Es verdad que acabo de volver a la vida, y por eso mismo preciso un poco de acción. Si queréis que siga siendo vuestro rey, me temo que haremos las cosas a mi manera. —Bruenor clavó la mirada en sus tres amigos queridos y agregó—: El elfo sigue ahí afuera.

—En ese caso, mejor haríamos en salir a por él —apuntó Regis.

Con la expresión decidida, Cattibrie y Wulfgar asintieron con la cabeza. Los cuatro estaban de acuerdo.

De pie en un bosquecillo situado en la ladera de una montaña barrida por el viento, el elfo oscuro estaba contemplando el atardecer. Drizzt se preguntó si la imagen del sol poniente acaso venía a simbolizar el fin de un capítulo de su vida.

Como Innovindil acababa de recordarle, él era un elfo, un elfo que iba a presenciar muchos crepúsculos, siempre que la espada de un enemigo no pusiera fin prematuro a su vida.

Al pensar en aquella posibilidad tan real, una sonrisa de resignación apareció en el rostro del drow. Quizá su destino fuera precisamente ése, el mismo que habían conocido tantos de sus amigos, el mismo que había conocido el pobre Tarathiel. Con todo, Drizzt se juró que antes se vengaría de aquel orco repugnante, Obould Muchaflecha.

Con creces.