—Por eso estamos aquí; en este momento de tristeza, al contemplar la breve vida y la muerte inaceptable, incomprensible de un niño, confirmamos, dejamos en suspenso o perdemos nuestra fe. Aquí, en este mismo instante, en este lugar, todas nuestras preguntas, nuestro miedo, nuestra indignación, confusión y desolación parecen fundirse, arrebatarnos la tierra, y nos sentimos como si cayéramos al vacío. Aquí, podríamos decir, es momento de detenerse, de parar y rechazar los lugares comunes sobre los gorriones que caen bajo Su ojo, sobre los buenos que mueren jóvenes (esta niña no ha tenido opción), o sobre que la muerte es la única democracia. Éste es el momento de plantear las preguntas que nos formulamos. ¿Quién puede hacer algo así a un niño? ¿Quién puede permitirlo? Y ¿por qué?
Sweetie Fleetwood no quería discutirlo. Su hija no descansaría en las tierras de Steward Morgan. Era un problema completamente nuevo: el lugar del emplazamiento de las tumbas no se había planteado en Ruby en veinte años y, cuando se hizo necesario escoger uno, todos estaban tan sorprendidos como tristes. Cuando murió Save-Marie, la hija menor de Sweetie y Jeff, la gente dio por hecho que el resto, Noah, Esther y Ming, la seguirían rápidamente. El primero había recibido un nombre fuerte para que fuera un chico fuerte, y, además, era el nombre de su bisabuelo. La segunda se llamó Esther por la bisabuela, que quería y cuidaba al mayor con tanta abnegación. El tercero tuvo el nombre que Jeff se empeñó en ponerle, algo que tenía que ver con la guerra. El nombre de la última era una petición (o un lamento): Save-Marie, y quién sabía si la petición no había sido atendida. De manera que la tensa discusión sobre la necesidad de un cementerio formal no sólo se debía a los deseos de Sweetie y a que esperaran más funerales, sino a la sensación de que, por motivos complicados, la Parca ya podía entrar libremente en Ruby. Por lo tanto, Richard Misner estaba presidiendo la ceremonia en tierra consagrada e inaugurando una nueva institución. Para Sweetie, no obstante, el tema de si debía emplearse el cementerio improvisado del rancho de Steward —ahí donde había sido enterrada Ruby Smith— estaba fuera de toda discusión. Bajo la influencia de su hermano, Luther, y culpando a Steward del lío en que había metido a su marido y a su suegro, dijo que preferiría hacer lo que había hecho Roger Best (cavar una fosa en su propiedad) y que no le importaba nada que hubieran pasado treinta y tres años desde aquel entierro rápido y poco concurrido.
La mayoría entendió por qué motivo armaba tanto escándalo (la mezcla de pena y culpa era difícil de soportar), pero Pat Best creía que la terquedad de Sweetie era más calculada. Al rechazar la oferta de Morgan, sembrar la duda sobre su rectitud moral, podía quitarle algunos favores. Y si la teoría de Pat acerca de los roca ocho era correcta, el afán de venganza de Sweetie ponía a éstos en la difícil situación de crear un cementerio real y formal en una población llena de inmortales. Algo sísmico había sucedido desde el mes de julio. De manera que ahí estaban, bajo un cielo jabonoso en un día templado de noviembre, reunidos a algo más de un kilómetro de la última casa de Ruby, en un lugar que, naturalmente, también era propiedad de Morgan, pero nadie tuvo el valor de decírselo a Sweetie. Mientras estaba entre la multitud que rodeaba a los desconsolados Fleetwood, Pat consiguió algo parecido a la estabilidad. Antes, durante el funeral, la ausencia de elegía la había hecho llorar. Ahora volvía a ser la de siempre, desapasionadamente alegre. Por lo menos, esperaba ser desapasionada, y esperaba que lo que sentía fuese alegría. Sabía que había otros puntos de vista sobre su actitud, y Richard Misner lo había expresado en cierta forma («Triste. Triste y fría».), pero ella no era una romántica, sino una intelectual, y se blindó contra las palabras pronunciadas por Misner junto a la tumba para dedicarse a observar a los dolientes.
Él y Anna Flood habían regresado dos días después del asalto al convento, y él tardó cuatro días en enterarse de lo que había ocurrido. Pat le contó las dos versiones de la historia oficial: una, que nueve hombres habían ido a hablar con las mujeres del convento para convencerlas de que se marcharan o modificasen su conducta; había habido una pelea; las mujeres tomaron otra forma física y se esfumaron en el aire. Y, dos (la versión de los Fleetwood Jury), que cinco hombres habían ido a desalojar a las mujeres; que otros cuatro —los autores— habían ido a contenerlos o detenerlos; esos cuatro fueron atacados por las mujeres, que escaparon en el Cadillac tras conseguir sacarlas de la casa. Lamentablemente, algunos de los cinco habían perdido la cabeza y mataron a la vieja. Pat dejó que Richard escogiese qué versión prefería. Lo que no le contó fue su propia versión: que nueve roca ocho habían matado a cinco mujeres inofensivas (a) porque las mujeres eran impuras (no eran roca ocho); (b) porque las mujeres no eran santas (como mínimo, fornicadoras; como máximo, abortistas); y (c) porque podían hacerlo; porque eso era lo que significaba para ellos ser un roca ocho y, además, porque así lo exigía el «trato».
Richard no se creyó ninguna de las dos historias, que rápidamente se convirtieron en verdades indiscutibles, y habló con Simon Cary y Senior Pulliam, quienes le aclararon otras partes del relato. Sin embargo, como ninguno de los dos había decidido nada sobre el significado del final y, por lo tanto, habían sido incapaces de formular una narración verosímil que pudiera convertirse en un sermón, no pudieron aliviar la insatisfacción de Richard. Fue Lone quito le proporcionó, furiosa, los detalles que varias personas desmintieron rápidamente, porque Lone, dijeron, no era digna de confianza. Sólo ella había oído la conversación de los hombres en el horno y, ¿quién sabía lo que habían dicho en realidad? Como el resto de los testigos, llegó después de los disparos; además, ella y Dovey podían equivocarse acerca de si las dos mujeres de la casa estaban muertas o sólo heridas; y, por último, no había visto a nadie fuera de la casa, vivo o muerto.
En cuanto a Lone, estaba trastornada por el modo en que se contaba la historia; por cómo la gente la modificaba para quedar en buen lugar. Excepto Deacon Morgan, que no tenía nada que decir, cada uno de los hombres que habían participado en el asalto tenía un relato diferente, y su familia y amigos (que no habían estado cerca del convento) los respaldaban mejorando la historia, reestructurándola, inventando detalles falsos. Aunque los DuPres, Beauchamp y Poole confirmaban la versión de Lone, ni siquiera su reputación de personas precisas e íntegras logró impedir que la verdad alterada arraigase en otros lugares. Si no había víctimas, la historia del crimen era un relato divertido. De manera que Lone se calló y se guardó para sí aquello que sabía con certeza: Dios había dado a Ruby una segunda oportunidad. Se había convertido en una presencia tan visible e indiscutible que incluso los tremendamente orgullosos (como Steward) y los incorregiblemente estúpidos (como su mentiroso sobrino) tenían que ser capaces de darse cuenta. ¡Había recogido y recibido a Sus siervas en plena luz del día, por el amor del cielo! ¡Delante mismo de sus ojos, por Dios! Puesto que la acusaban de mentir, decidió callarse y observar la manera en que la mano de Dios trataba a los incrédulos y a los falsos testigos. ¿Sabrían que les había sido enviada una señal? ¿O se alejarían más de Él? Una cosa estaba clara: podían ver el horno; no tenían fama de interpretar mal o mentir sobre aquello, así que era mejor que se dieran prisa y lo enderezaran antes de que fuese demasiado tarde; y a lo mejor ya lo era, porque los jóvenes habían cambiado otra vez las palabras. Ya no decía: «Sé el surco de Su ceño». El grafito en la campana del horno rezaba ahora: «Somos el surco de Su ceño».
Por profunda que fuese la división con respecto a lo que había sucedido en realidad, Pat sabía que el hecho principal e indiscutido era que todos los que habían estado allí se habían marchado seguros de que la policía pulularía alegremente por el pueblo (al fin y al cabo, habían matado a una mujer blanca) y detendría a todos los negociantes de Ruby. Cuando se enteraron de que no había muertos que notificar, transportar o enterrar, el alivio fue tan grande que empezaron a olvidar lo que habían hecho o visto. Si no hubiera sido por Luther Beauchamp —que contaba la historia más condenatoria— y Pious, Deed, Sands y Aaron —que corroboraban gran parte de la versión de Lone—, todo el suceso se habría depurado hasta desaparecer. Sin embargo, ni siquiera ellos podían dar parte de unas muertes antinaturales en una casa sin cadáveres, lo que podría llevar a descubrir varias muertes naturales en un automóvil lleno de restos humanos. Aunque eran muchos aquellos a cuya confianza no tenían acceso, Pat dedujo de las conversaciones con su padre, con Kate y de lo que había escuchado de modo furtivo, que cuatro meses más tarde seguían dándole vueltas al problema, pidiendo a Dios que los guiara si estaban equivocados; preguntándose si podía permitirse que la ley de los blancos, contrariamente a todo lo que sabían y creían, se encargara de asuntos que hasta la fecha habían arreglado ellos. Las dificultades agitaban y enredaban a todos: la distribución de la culpa, los rezos para obtener la comprensión y el perdón, la defensa arrogante, las mentiras descaradas y una serie de preguntas sin respuesta que les planteaba Richard Misner. De manera que el funeral no era una conclusión, sino una pausa.
Quizás hubiesen tenido razón sobre aquel lugar desde el principio, pensó Pat mientras examinaba a la gente del pueblo. Quizá Ruby fuera un lugar con suerte. No, rectificó. Aunque las pruebas del ataque fuesen invisibles, las consecuencias no lo eran. Ahí estaba Jeff, rodeando con el brazo a su mujer, los dos adecuadamente compungidos, pero también majestuosos, porque ahora Jeff era el propietario de la tienda de muebles y electrodomésticos de su padre. Arnold, que se había transformado de golpe en un anciano con un dolor de cabeza persistente —y que ahora que Arnette se había marchado disfrutaba de un dormitorio propio—, estaba de pie, con la cabeza inclinada, mirándolo todo a excepción del ataúd. Sargeant Person parecía tan petulante como siempre; ya no había un propietario que esperara el pago de las tierras arrendadas y, a menos que un auditor del condado se interesara por una diminuta aldea habitada por negros tranquilos y temerosos de Dios —o, por lo menos, hasta que lo hiciera—, su avaricia seguiría intacta. Harper Jury, que no parecía arrepentirse de nada, lucía un traje azul oscuro y una herida en la cabeza que, como una medalla, le permitía asumir la posición del guerrero maltrecho pero con el espíritu incólume ante el mal. Menus era el más desgraciado. Ya no tenía clientes en la tienda de Anna, en parte porque el hombro dañado restringía su habilidad con las herramientas de barbero, pero también porque su afición a la bebida se había extendido a demasiados días laborables. Su disipación estaba conduciéndolo rápidamente hacia el fin. A Wisdom Poole le correspondía el papel más duro. Setenta miembros de su familia lo acusaron de mancillar la reputación de sus antepasados (igual que habían hecho sus hermanos, Brood y Apollo), no le concedieron paz ni una posición entre ellos, y lo regañaron a diario hasta que cayó de rodillas y lloró delante de todos los fieles del Santo Redentor. Después de dar su testimonio en público y asumir, lleno de remordimientos, un nuevo compromiso, intentó volver a hablar con Brood y Apollo. Arnette y K. D. estaban construyendo una casa nueva en los terrenos de Steward. Ella estaba de nuevo embarazada y ambos deseaban alcanzar una posición que les permitiese hacer la vida desagradable a los Poole, los DuPres, los Sands y los Beauchamp, en especial a Luther, que aprovechaba cualquier oportunidad para insultar a K. D. La transformación más interesante era la que se había producido en los hermanos Morgan. Los rasgos que los distinguían estaban desapareciendo: sus distintos gustos en relación con el tabaco (dejaron de masticar tabaco y de fumar puros al mismo tiempo), zapatos, ropa, barba. Pat pensaba que, probablemente, ahora se parecían más que cuando nacieron; pero la diferencia interna era demasiado profunda para que pasara inadvertida. Steward, insolente e impenitente, había acogido a K. D. bajo su ala, se había concentrado en enriquecer a su sobrino y a su sobrino nieto de dieciséis meses de edad (de ahí la casa nueva) y lo había enchufado al primero en el banco mientras esperaba a que volviese Dovey, lo cual parecía estar haciendo, porque existía una frialdad evidente entre ella y Soane. Las hermanas no estaban de acuerdo sobre lo que había sucedido en el convento. Dovey había visto caer a Consolata, pero mantenía que no había visto quién había apretado el gatillo. Soane sólo sabía, y necesitaba saberlo, que no había sido su marido. Lo había visto mover su mano hacia la de Steward para impedir que disparara. Lo había visto y lo había dicho, una y otra vez, a cualquiera que quisiera escucharla.
Los cambios más profundos se habían producido en Deacon Morgan. Era como si hubiera mirado el rostro de su hermano y ya no se gustara. Ante la sorpresa de todos, había entablado amistad (bueno, algún tipo de relación) con alguien que no era Steward, y la causa, motivo y razón de esto era un misterio. Richard Misner no hablaba, de manera que lo único que sabían con seguridad era lo del paseo descalzo, porque había sucedido delante de todos.
Fue en septiembre; todavía hacía calor cuando Deacon Morgan caminó hacia Central Avenue. A los lados del sendero enladrillado que salía de su imponente casa blanca crecían crisantemos. Llevaba sombrero, traje, chaleco y una camisa blanca y limpia. Sin zapatos. Sin calcetines. Tomó por St. John Street, donde había plantado árboles a intervalos de quince metros, tal era su optimismo veinte años antes. Al llegar a la avenida dobló a la derecha. Hacía por lo menos una década que la suela de sus zapatos, para no hablar de sus pies descalzos, no pisaba tanto cemento. Justo al pasar la casa de Arnold Fleetwood, cerca de la equina de St. Luke, una pareja dijo: «Buenos días, Deek». Él levantó la mano a modo de saludo, con la mirada fija al frente. Lily Cary le gritó «Hola» desde el porche de su casa, cerca de Cross Mark, pero él no volvió la cabeza. «¿Coche roto?», preguntó, mirándole los pies. En la tienda de Harper Jury, situada en la esquina de Central Avenue y St. Matthew, más que ver, sintió que unos ojos atentos lo acompañaban con la vista. No se volvió ni miró a través del cristal del Banco de Crédito y Ahorro Morgan a medida que se acercaba a St. Peter. En Cross Peter cruzó la calle y se dirigió hacia la casa de Richard Misner. La última vez que había estado allí, seis años antes, estaba enfadado, receloso, pero convencido de que él y su hermano terminarían por imponerse. Los sentimientos que ahora lo embargaban no eran propios de un gemelo; se sentía incompleto, experimentaba una soledad amortiguada que le quitaba el apetito, el sueño y la salud. Desde el mes de julio le parecía que los demás hablaban en susurros o le gritaban desde lejos. Soane lo miraba pero, afortunadamente, no iniciaba ningún diálogo peligroso. Era como si entendiese que, si lo hubiera hecho, lo que él le dijera drenaría la vida de ambos. Podría decirle que la primavera había sido socavada; que fuera de esa pérdida, ella era grande y más bella de lo que él creía que pudiera serlo una mujer; que su cabello indomable enmarcaba un rostro de planos tan agudos que deseaba tocarlos; que la sonrisa que esbozaba después de hablar dejaba al sol en ridículo. Podría decir a su mujer que, al principio, había pensado que hablaba con él —«Has vuelto»—, pero ahora sabía que no era así, y que de inmediato deseó saber lo que veía, pero Steward, que no vio nada, o lo vio todo, los detuvo, no fueran a conocer otro reino.
Aquella mañana de septiembre se bañó y vistió con esmero, pero fue incapaz de taparse los pies. Sostuvo durante largo rato los calcetines oscuros, los brillantes zapatos negros, y los dejó a un lado.
Llamó a la puerta y se quitó el sombrero cuando abrió un hombre más joven que él.
—Necesito hablar con usted, reverendo.
—Pase.
Deacon Morgan nunca había consultado a otro hombre ni le había hecho confidencias. Todas sus conversaciones íntimas habían sido sin palabras, con su hermano, o bien fanfarronas con compañías masculinas. Hablaba con su esposa del modo opaco que le parecía adecuado. Nadie le había pedido que tradujera en palabras la materia prima que expuso al reverendo Misner. Sus palabras salieron como lingotes sacados del fuego por un aprendiz de herrero: calientes, deformes, parecidos a sí mismos sólo en el brillo. Le habló de una pared en Ravena, Italia, cuya blancura, al caer el sol, se llenaba de sombras color vino. De dos niños en una playa que le ofrecieron una concha en forma de ese: qué francos sus rostros, qué fuertes las campanadas. Del agua salada que le quemaba el rostro en un barco de transporte de tropas. De unas chicas morenas con pantalones que saludaban desde la puerta de una fábrica de conservas. Después le habló de su abuelo, que prefirió andar descalzo más de trescientos kilómetros a bailar.
Richard escuchó atentamente y sólo lo interrumpió una vez para ofrecerle agua fresca. Aunque no entendía de qué estaba hablándole Deacon, se percataba de que la vida de aquel hombre era inhabitable. Deacon empezó a hablar de una mujer a la que había utilizado, del modo en que la había despreciado porque sus costumbres de mujer fácil lo autorizaban a abandonarla y humillarla. Explicó que, si bien había sido presa del adulterio durante un corto (muy corto) período, los remordimientos duraron tanto porque él se había convertido en aquello que condenaban los Antiguos Padres: la clase de hombre que se considera capaz de juzgar, condenar e incluso destruir a los necesitados, los indefensos, los que son distintos.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Richard.
Deacon no contestó. Se pasó el dedo por el interior del cuello de la camisa y empezó otra historia. Según parecía, su abuelo, Zechariah, había sido objeto de insultos personales y artículos de periódico que describían hechos delictivos que había cometido abusando de su cargo. Era una vergüenza para los negros y una amenaza y un motivo de escarnio para los blancos. Nadie, negro o blanco, pudo o quiso ayudarlo a encontrar otro trabajo. Incluso fue rechazado como maestro en una pobre escuela primaria del campo. Los negros que se encontraban en situación de ayudar eran pocos (la depresión de 1873 fue severa), pero interpretaban los dignos modales de Zechariah como muestras de frialdad, y su cuidadosa manera de hablar pasaba por arrogancia, burla o ambas cosas. La familia perdió su bonita casa y se fue a vivir (y eran nueve) con la familia de una hermana. Mindy, su esposa, encontró trabajo cosiendo en casa, y los niños hacían alguna chapuza de vez en cuando. Pocos sabían y menos aún recordaban que Zechariah tenía un hermano y que, antes de que se cambiara de nombre, los conocían como Coffee y Tea. Cuando Coffee consiguió trabajo en la administración del condado, Tea pareció tan contento como los demás. Y cuando echaron a su hermano, se sintió igualmente ofendido y humillado. Un día, años más tarde, cuando él y su gemelo pasaban por delante de una taberna, algunos blancos, a quienes les pareció divertido ver aquel par de rostros iguales, animaron a los hermanos a bailar. Puesto que los animaban con una pistola, Tea, de modo bastante razonable, los contentó, aunque ya era un hombre maduro, mayor que ellos. En cambio, Coffee recibió una bala en el pie. A partir de aquel momento dejaron de ser hermanos. Coffee empezó a planear una vida nueva en otro lugar. Se puso en contacto con otros hombres, otros legisladores anteriores que habían tenido la misma mala fortuna que él: Juvenal DuPres y Drum Blackhorse. Los tres formaron el núcleo de los Antiguos Padres. No es necesario decir que Coffee no le pidió a Tea que se sumara a ellos en su viaje a Oklahoma.
—Siempre había pensado que Coffee, mi Big Papa, estaba equivocado —dijo Deacon—. Se había equivocado en el trato que dio a su hermano. Al fin y al cabo, Tea era su gemelo. Ahora estoy menos seguro. Creo que Coffee tenía razón, porque vio algo en Tea que era algo más que seguir la corriente a unos chicos blancos borrachos. Vio algo que lo abochornó; algo acerca de lo que su hermano pensaba de las cosas, las elecciones que hacía cuando estaba acorralado. Coffee no pudo soportarlo. No porque se avergonzara de su hermano, sino porque la vergüenza estaba en sí mismo. Se asustó. De manera que se marchó y nunca volvió a hablar con su hermano. Ni una palabra, ¿me entiende?
—Debió de ser muy duro —dijo Richard.
—No volvió a dirigirle la palabra y no permitió que nadie pronunciara su nombre.
—Nada de palabras. Nada de perdón. Nada de amor —observó Richard—. Perder a un hermano es algo muy duro. Tomar la decisión de perderlo…, bueno, eso es peor que la vergüenza original, ¿no le parece?
Deacon se miró los pies durante largo rato. Richard permaneció callado a su lado. Finalmente, levantó la cabeza y dijo:
—Tengo un largo camino que recorrer, reverendo.
—Lo conseguirá —dijo Richard Misner—. No me cabe duda.
Richard y Anna dudaban de aquella oportuna desaparición colectiva de las víctimas y, tan pronto como regresaron, fueron a echar un vistazo. Aparte de una cuna de un blanco resplandeciente, que encontraron en un dormitorio en cuya puerta estaba pegada la palabra DIVINE, y de algunos alimentos, no había nada en el lugar que indicara que allí había vivido alguien recientemente. Las gallinas estaban asilvestradas o medio comidas por las alimañas. Las matas de pimientos estaban en flor, pero el resto del huerto se había echado a perder. El campo de maíz de Sargeant era la única seña de actividad humana. Richard apenas miró el sótano. Sin embargo, Anna lo examinó tan detenidamente como le permitió su linterna y vio las terribles cosas que había contado K. D., pero en lugar de ver signos pornográficos o garabatos satánicos, vio la turbulencia de unas mujeres que intentaban domeñar, sin ser pisoteadas, los monstruos que las esclavizaban.
Salieron de la casa y se detuvieron en el jardín.
—Escucha —dijo Anna—. Una de ellas, o quizá más, no estaba muerta. Nadie lo comprobó, sólo lo dieron por hecho. Durante el tiempo que pasó desde que todo el mundo se marchó y llegó Roger, salieron corriendo llevándose a las que habían matado. Es evidente ¿no?
—Claro, claro —dijo Misner, pero no parecía convencido.
—Hace ya semanas que pasó y nadie ha venido por aquí haciendo preguntas. No habrán dado parte de nada, así que, ¿por qué íbamos a hacerlo nosotros?
—¿De quién era el niño que estaba allí? La cuna es nueva.
—No lo sé, pero seguro que no era el de Arnette.
—Claro, claro —repitió él, con el mismo tono de duda. Y añadió—: No me gustan los misterios.
—Eres un predicador. Las creencias de tu vida son un misterio.
—Las creencias son un misterio, la fe es un misterio, pero Dios no es un misterio. Nosotros, en cambio, sí.
—Oh, Richard —dijo ella, como si aquello fuera demasiado.
Le había pedido que se casara con él.
—¿Quieres casarte conmigo, Anna?
—Oh, no lo sé.
—¿Porqué?
—Tu fuego es demasiado débil.
—Cuando es importante, no.
Anna nunca había pensado que llegaría a ser tan feliz y, al volver a Ruby, en lugar de anunciarlo por todo lo alto, tuvieron que poner orden en el caos que parecía haberse apoderado del pueblo.
—¿Crees que deberíamos llevarnos esas gallinas? De todos modos, se las comerán las alimañas.
—Si quieres —dijo él.
—No, no quiero. Miraré si hay algunos huevos.
Anna entró en el corral arrugando la nariz y pisando una capa de excrementos de casi un centímetro de espesor. Tuvo que ahuyentar a un par de gallinas para conseguir los cinco huevos que le parecieron frescos.
—¿Richard? —gritó al salir con las manos llenas—. ¿Tienes algo donde poner esto?
En un extremo del huerto había una silla roja descolorida, caída de lado. Más allá había flores y muerte: tomateras marchitas junto con verduras frondosas llenas de flores doradas; malvarrosas tan altas que se caían sobre un rastro de brillantes flores de calabaza; hojas de encaje de zanahorias, marrones y sin vida, junto a las agujas verdes y rectas de las cebollas. Las sandías maduras se abrían para mostrar sus encías de un rojo jugoso. Anna suspiró ante aquella mezcla de abandono y crecimiento inconquistable, mientras sostenía en las manos los cinco huevos cálidos y oscuros.
Richard se le acercó.
—¿Es lo bastante grande? —preguntó, sacudiendo su pañuelo para desplegarlo.
—Quizá. Ten, sujétalos mientras miro si los pimientos han salido.
—No, ya voy yo —dijo él, y dejó caer el pañuelo sobre los huevos.
Cuando Richard estuvo de regreso, mientras se hallaban cerca de la silla, ella meciendo los huevos envueltos en el pañuelo blanco y él con las manos llenas de pimientos —verdes, rojos y negros como ciruelas—, lo vieron. O, mejor dicho, lo sintieron, porque no había nada que ver. Una puerta, dijo ella más tarde.
—No, una ventana —objetó él, entre risas—. Ésa es la diferencia entre nosotros dos. Tú ves una puerta; yo veo una ventana.
Anna también se rió. Siguieron hablando sobre el tema: ¿qué quería decir una puerta? ¿Y una ventana? Según pensaran en el símbolo o en el hecho; excitados por la invitación, más que por la fiesta. Sabían que estaba allí. Lo sabían tan bien que permanecieron inmóviles durante un largo rato antes de retroceder y salir corriendo hacia el coche. Los huevos y los pimientos estaban en el asiento trasero; el aire acondicionado le levantaba el cuello del vestido. Y se rieron un poco más a medida que se alejaban, intercambiando comentarios amables acerca de quién era el pesimista y quién el optimista. Quién había visto una puerta cerrada; quién había visto una ventana abierta. Cualquier cosa que impidiera reproducir el estremecimiento que habían sentido o decir en voz alta lo que estaban preguntándose. ¿Qué sucedía si uno pasaba a través de una puerta que había que abrir o una ventana invitadora ya abierta? ¿Qué habría al otro lado? ¿Qué podía ser?
El reverendo Misner era objeto de la atención de todos y tenía que pronunciar unas pocas palabras más. Miró fijamente a los culpables, siete de los cuales, movidos por un primitivo instinto de protección, estaban agrupados lejos de los otros asistentes al funeral. Sargeant, Harper, Menus, Arnold, Jeff, K. D., Steward. Wisdom se encontraba más cerca de su familia, y Deacon no estaba allí. Lo que Richard pensaba de aquellos hombres no era precisamente generoso. Fueran los primeros o los últimos, representaran a las más antiguas familias negras o a las más nuevas, lo mejor de la tradición o lo más digno de lástima, habían terminado por traicionarlo todo. Creen que han ganado a los blancos con su astucia pero, en realidad, los imitan. Creen que están protegiendo a sus mujeres y a sus hijos cuando, en realidad, están mutilándolos. Y cuando los hijos mutilados piden ayuda, buscan el remedio en cualquier otro sitio. Su egoísmo, nacido de un viejo odio, un odio que empezó cuando determinado tipo de hombre negro se burló de otro y éste llevó el odio a otro nivel, ha destrozado doscientos años de sufrimiento y triunfo en un momento de tal prepotencia, error y crueldad que hiela el pensamiento. Ruby, desenfrenada por las Escrituras, ensordecida por el rugido de su propia historia, le parecía un fracaso innecesario. Qué exquisitamente humano era el deseo de la felicidad permanente, y qué débil la imaginación humana cuando intentaba conseguirla. Ruby pronto sería como cualquier otra población del país donde los jóvenes pensaban en irse a cualquier otro lugar y los viejos no paraban de lamentarse. Los sermones seguirían siendo elocuentes, pero cada vez serían menos los que les prestarían atención o los relacionarían con la vida cotidiana. Se preguntaba cómo harían para mantener unido aquel cielo tan difícil de conseguir y que sólo se definía por la ausencia de lo condenado, lo indigno y lo desconocido ¿Quién los protegería de sus dirigentes?
De repente, Richard Misner supo que se quedaría. No sólo porque Anna quería o porque Deek Morgan había ido a buscarlo para hacer una especie de confesión, sino porque no había mejor batalla que librar, no podía estar en un lugar mejor que entre aquella gente exageradamente guapa, imperfecta y orgullosa. Además, quizá la mortalidad fuera nueva para ellos, pero no el nacimiento. El futuro jadeaba junto a la puerta. Roger Best tendría su gasolinera y se construirían las carreteras de conexión. Los forasteros irían y vendrían, y algunos querrían un bocadillo y una lata de cerveza de 3,2 grados de alcohol, de manera que incluso era probable que se abriese una cafetería. K. D. y Steward ya estaban discutiendo sobre la televisión. No era correcto sonreír en un funeral, de modo que Misner recordó a la niña cuyas manos destrozadas le habían permitido sostener en una ocasión, y así pudo retomar su línea de pensamiento. Las preguntas que había planteado en nombre de los familiares necesitaban una respuesta.
—Podría decir que éstas no son las preguntas importantes; o, mejor dicho, que éstas son las preguntas que plantea la angustia, pero no la inteligencia, y Dios, que es la inteligencia misma, la generosidad misma, nos ha dado juicio para que entendamos Su sutileza, para que conozcamos Su elegancia, Su pureza.
Se levantó un poco de viento, pero no lo suficiente como para que alguien se sintiera incómodo. Misner estaba perdiéndolos; permanecían delante de la tumba abierta, cerrados a todo lo que no fueran sus propias cavilaciones. Los pensamientos sobre el funeral se mezclaban con los planes para el día de Acción de Gracias, las consideraciones sobre sus vecinos, la cháchara de la vida cotidiana. Misner contuvo un suspiro antes de terminar sus observaciones con una oración; pero cuando inclinó la cabeza y miró la tapa del ataúd, vio la ventana del jardín, sintió su llamada hacia otro lugar —que no era la vida ni la muerte— allí mismo, un poco más allá, dando forma a pensamientos que no sabía que tuviera.
—¡Esperad! ¡Esperad! —gritó—. ¿Creéis que la vida de esta niña fue corta, lastimosa, sin ningún valor, porque no era como la vuestra? Voy a deciros una cosa: el amor que recibió era grande y profundo, y los cuidados que se le dedicaban tiernos y constantes, y este amor y estos cuidados la envolvían de modo tan completo que sus sueños, sus viajes, sus visiones han hecho de su vida algo tan absorbente, tan rico, tan valioso como la de cualquiera de vosotros y, probablemente, más bienaventurada. Somos nosotros los desgraciados si durante nuestra larga vida no conocemos lo que ella supo cada día de su corta existencia: que aunque la vida en la vida es terminal y la vida tras la vida es eterna, Él está siempre con nosotros, en la vida, después de la vida y, especialmente, entre ambas, esperándonos para enseñarnos el esplendor. —Se calló, alterado por lo que había dicho y la manera de decirlo. Después, como si quisiera disculparse ante la niña, añadió con suavidad, dirigiéndose a ella—: Oh, Save-Marie, tu nombre siempre sonó como si dijeras «sálvame, sálvame». ¿Hay otro mensaje escondido en tu nombre? Yo sé uno que brilla para que todos lo veamos: siempre estuviste salvada, Marie. Amén.
Sus palabras hicieron que se sintiera un poco incómodo, pero nunca había visto nada con tanta claridad.
Billie Delia se alejó lentamente de los asistentes al entierro. Había estado con su madre y con su abuelo, y había dirigido una sonrisa de ánimo a Arnette, pero ahora quería estar a solas. Aquél era el primer funeral de su vida, y le hizo pensar en lo expansivo que se sentía su abuelo cuando necesitaban sus conocimientos. Aunque, sobre todo, pensaba en la ausencia de unas mujeres a las que había apreciado. La habían tratado muy bien, no habían hecho que se sintiera incómoda con su comprensión y se habían limitado a ofrecerle su alegre amabilidad. Al verle la cara magullada y los ojos hinchados, cortaron rebanadas de pepino para aplicárselas en los párpados después de darle a beber un vaso de vino. Ninguna insistió en oír el motivo que la había llevado hasta allí, pero ella sabía que, si quería contarlo, la escucharían. La que se llamaba Mavis era la más agradable, y la más graciosa era Gigi. Billie Delia tal vez fuese la única persona del pueblo que no se preguntaba dónde estarían las mujeres ni le inquietaba el modo en que habían desaparecido. Sin embargo, se preguntaba otra cosa: ¿cuándo volverían? ¿Cuándo reaparecerían con ojos centelleantes, pinturas de guerra y enormes manos para romper y tirar aquella cárcel que se llamaba a sí misma pueblo? Una población que había intentado arruinar a su abuelo, había conseguido devorar a su madre y casi había terminado con ella. Un lugar inexistente y atrasado dirigido por hombres con un incontrolado poder de control que tenían la desfachatez de decir quién podía vivir y quién no y dónde; que habían visto un motín en unas mujeres desarmadas, libres y alegres y por eso se habían librado de ellas. Deseaba con todo su corazón que las mujeres estuvieran por ahí, bruñidas, metalizándose las uñas, afilando sus incisivos, pero por ahí. Lo que equivalía a decir que esperaba un milagro, algo no del todo disparatado, puesto que ya se había producido un pequeño milagro: Brood y Apollo se habían reconciliado y se habían puesto de acuerdo en esperar a que ella se decidiera. Ella sabía, igual que ellos, que nunca podría decidir y que aquel trío duraría tanto como ellos. Las mujeres del convento se habrían reído a carcajadas. Podía ver sus dientes puntiagudos.
El indulto tardó, pero llegó. Manley Gibson moriría en un pabellón de la cárcel con otros como él y no atado a una silla sin nadie de su familia mirando. Eso estaba muy bien. Era estupendo. Lo hicieron salir e integraba el pelotón de trabajo de la carretera del lago. El lago era de un color azul intenso. La comida del Kentucky Fried Chicken era excelente. Quizá pudiera escapar. Menudo chiste. Un condenado a cadena perpetua de cincuenta y dos años dándose a la fuga. ¿Hacia dónde? ¿Hacia quién? Estaba dentro desde 1961, cuando dejó atrás a una niña de once años que ya no le escribía, y la única foto que guardaba de ella era de cuando tenía trece. La hora de comer era especial. Se sentaron junto al lago, a la vista de los vigilantes, pero cerca del agua. Manley se limpió las manos con las pequeñas servilletas de papel. A su izquierda, cerca de un par de árboles, una mujer joven extendió dos mantas sobre la hierba y puso una radio en el centro. Manley se volvió para mirar qué pensaba el pelotón de aquello: un civil (y, además, una mujer), allí, entre ellos. Los vigilantes armados recorrían la carretera que corría por encima de ellos. Ninguno dio muestras de haberla visto.
Ella encendió la radio y se enderezó, enseñando una cara que habría reconocido en cualquier parte. Nada habría podido impedirlo.
—¡Gigi! —siseó.
La chica lo miró. Manley, refrenándose, caminó tranquilamente hacia ella, con la esperanza de que los vigilantes pensaran que iba a orinar.
—¿Me equivoco? ¿Eres tú?
—¿Papi? —Por lo menos, parecía contenta de verlo.
—¡Eres tú! Qué coño, lo sabía. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Sabías que me habían conmutado la pena?
—No, no lo sabía.
—Bueno, no me sueltan ni nada, pero ya no estoy en el corredor. —Manley se volvió para ver si los demás se habían fijado en ellos—. Habla en voz baja —susurró—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Se fijó en su ropa por primera vez—. ¿Estás en el ejército?
—Más o menos —contestó Gigi con una sonrisa.
—¿Más o menos? ¿Lo estabas?
—Qué va, papi. Cualquiera puede comprar esta ropa —dijo Gigi, entre risas.
—Dame tu dirección, nena; quiero escribirte y contártelo todo. ¿Sabes algo de tu madre? ¿Su viejo todavía vive?
Tenía mucha prisa; el silbato de la comida iba a sonar de un momento a otro.
—Todavía no tengo dirección. —Gigi se levantó la gorra y volvió a ponérsela.
—¿No? Bueno, eh…, escríbeme, ¿de acuerdo?, a la cárcel. Mañana te pongo en la lista. Me permiten recibir dos al mes.
Sonó el silbato.
—Dos —repitió Manley. Y añadió—: Dime, ¿todavía tienes el relicario que te regalé?
—Claro que sí.
—¡Oh!, mi niña. Mi niña pequeña. —Manley tendió una mano para tocarla, pero se detuvo y dijo—: Tengo que marcharme o me sancionarán. Me sancionan. A la cárcel, ¿lo oyes? Dos al mes. —Se alejó caminando hacia atrás, sin dejar de mirarla—. ¿Me dirás algo?
Gigi se enderezó la gorra.
—Claro que sí, papi. Claro que sí.
Más tarde, mientras estaba sentado en el autobús, Manley repasó cada detalle de lo que había visto de su hija. La gorra del ejército y los pantalones de camuflaje. Gruesas botas del ejército, camiseta negra. Y ahora que pensaba en ello, juraría que estaba recogiendo sus cosas. Miró en dirección al lago, que se oscurecía bajo un sol cada vez más bajo y bonito.
Gigi se quitó la ropa. Las noches enfriaban el lago, y al día siguiente al sol le costaría un poco más calentarlo. En aquella parte del lago podía nadar desnuda. Era una región de lagos: agua esmeralda, árboles altos y, en los lugares donde no iban los barcos o los pescadores, una tranquilidad que envidiaría un rey. Cogió una toalla y se secó el pelo. Sólo había crecido un par de centímetros, pero le gustaba el modo en que el viento y el agua, los dedos de las manos y de los pies jugueteaban en él. Abrió un frasco de loción de áloe y empezó a frotarse la piel. Después, tendiendo la toalla a su lado, miró hacia el lago, a cuya orilla se acercaba sin acompañante.
El decimoquinto cuadro que pintó era tan imperfecto como el primero. El esfuerzo por recordar la barbilla había frustrado el primer intento de Dee Dee, pero cuando decidió saltarse la mandíbula y limitarse a sombrear la parte baja del rostro de su hija, encontró que los ojos estaban fatal. El decimoquinto lienzo salió algo mejor, pero seguía faltándole algo. Aunque la cabeza estaba bien, el cuerpo, sombrío y poco interesante, parecía necesitar otra forma, sobre todo en la cadera o en el codo. Nunca había experimentado una compulsión que no fuera sensual y la energía que podía sacar para retocar la figura o empezarla de nuevo la desconcertaba. Los ojos seguían saliéndole con una mirada acusadora, el tono de la piel se le escapaba y el pelo le quedaba siempre como un sombrero.
Dee Dee se sentó en el suelo e hizo rodar el mango del pincel entre los dedos mientras examinaba su obra. Se levantó mientras soltaba un largo suspiro y se dirigió hacia la sala. Apenas hubo tomado el primer sorbo de su margarita, la vio venir por el jardín con una especie de mochila colgándole sobre el pecho. Pero no tenía pelo. No tenía nada de pelo, y debajo de su barbilla asomaba la cabeza de un bebé. Mientras se acercaba, Dee Dee vio dos piernas gorditas, redondas como rosquillas, que salían de la mochila que colgaba sobre el pecho de su madre. Dejó el cóctel y apoyó la cara contra el ventanal. No había duda. Era Pallas. Con una mano sostenía la mochila, en la otra llevaba una espada. ¿Una espada? Pallas esbozaba una sonrisa beatífica, y el vestido, castaño y rosado, se le arremolinaba en los tobillos a cada paso que daba. Dee Dee agitó la mano y la llamó. O intentó hacerlo. Mientras pensaba «Pallas», sólo consiguió decir algo así como «urg» y «nej, nej». Le pasaba algo raro en la lengua. Pallas caminaba deprisa, pero no en dirección a la puerta de la casa, sino hacia un lado. Dee Dee, aterrorizada, corrió al estudio, agarró el decimoquinto lienzo y salió con él al jardín, gritando: «Urg, urg. ¡Nej!». Pallas se volvió, entornó un poco los ojos y se detuvo como si intentara averiguar de dónde procedía el sonido; después, sin conseguirlo, siguió su camino. Dee Dee se quedó quieta, pensando que quizá se tratara de otra persona, pero con o sin pelo, aquélla era su cara, ¿no? ¿Quién iba a conocer mejor que ella la cara de su hija? Como si fuera la suya propia.
Dee Dee vio a Pallas por segunda vez. En la habitación de invitados (donde solía dormir Carlos, aquel hijo de puta), la muchacha estaba buscando algo bajo la cama. Mientras Dee Dee miraba, sin atreverse a hablar, no fuera a salirle de la boca aquel sonido gutural, Pallas se incorporó con un gruñido de satisfacción y sostuvo en alto un par de zapatos que había dejado allí en su primera y última visita. Unos huaraches, pero de piel y caros, no ésos de plástico o esparto. Pallas no se volvió, sino que salió por la puerta corredera de cristal. Dee Dee la siguió y vio que subía a un coche desvencijado que la esperaba en la carretera. Había más gente en el coche, pero el sol ya se ponía y Dee Dee no consiguió ver si eran hombres o mujeres. Se alejaron rumbo a un violeta tan intenso que le desgarró el corazón.
Sally Albright caminaba hacia el norte por Calumet cuando se detuvo de repente delante del escaparate del Jennie’s Country Inn. Estaba segura, casi segura, de que la mujer que estaba sentada sola ante una mesa para cuatro era su madre. Sally se acercó para espiar bajo el sombrero de paja de la mujer. No pudo verle muy bien la cara, pero las uñas, las manos que sujetaban la carta eran inconfundibles. Entró en el restaurante. Una mujer que se encontraba junto a la caja le preguntó:
—¿En qué puedo servirla?
Cuando entraba en cualquier sitio, la gente quedaba desconcertada por culpa del color de su pelo.
—No —dijo ella—. Estoy buscando a… Ah, allí está. —Simulando seguridad, se acercó lentamente a la mesa para cuatro. Si se había equivocado, diría: «Lo siento, la he confundido con otra persona». Se deslizó en una silla y miró atentamente la cara de la mujer.
—¿Mamá?
Mavis levantó la vista.
—¡Vaya! —exclamó con una sonrisa—. Mira quién está aquí.
—No estaba segura, por el sombrero y eso, pero bueno, por donde mires, eres tú.
Mavis se echó a reír.
—¡Pero bueno…! Lo sabía. ¡Dios mío, mamá, hace años que no te veo!
—Ya lo sé. ¿Has comido?
—Sí, ahora mismo. Tengo un rato para comer. Trabajo en…
La camarera levantó la libreta.
—¿Han decidido ya?
—Sí —respondió Mavis—. Zumo de naranja, doble ración de sémola de maíz y dos huevos bastante cocidos.
—¿Tocino? —preguntó la camarera.
—No, gracias.
—Tenemos buenas salchichas.
—No, gracias. ¿Sirven salsa de carne con los panecillos?
—Claro que sí. ¿Encima o aparte?
—Aparte, por favor.
—Muy bien. ¿Y usted? —preguntó, volviéndose hacia Sally.
—Sólo un café.
—Vamos —dijo Mavis—. Come algo. Te invito.
—No quiero nada.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura.
La camarera se marchó. Mavis alineó el mantelillo y los cubiertos.
—Eso es lo que me gusta de este sitio. Te dejan escoger. La salsa aparte, ¿lo ves?
—¡Mamá! No quiero hablar de comida. —Sally tuvo la sensación de que su madre se alejaba, como si intentase simular que el que se hubieran encontrado carecía de importancia.
—Bueno, nunca fuiste muy tragona.
—¿Dónde has estado?
—Bien, no podía volver, ¿no?
—¿Lo dices por eso de la orden de búsqueda?
—Lo digo por todo. ¿Y a ti? ¿Qué tal te va?
—Más o menos bien. Frankie está bien, saca sobresalientes en todo; pero a Billy James no le va tan bien.
—¡Vaya! ¿Y por qué?
—Anda en compañía de unos tipos asquerosos.
—¡Oh, no!
—Deberías ir a verlo, mamá. Hablar con él.
—Lo haré.
—¿De verdad?
—¿Puedo comer primero? —Mavis se echó a reír y se quitó el sombrero.
—Te has rapado la cabeza. —Sally volvía a tener la sensación de que su madre se alejaba—. Pero me gusta. ¿Qué te parece el mío?
—Muy mono.
—No, no lo es. Pensaba que me gustaría llevar las puntas rubias, pero ya me he cansado. Es posible que también me lo corte.
Llegó la camarera y colocó los platos con pulcritud. Mavis echó sal a la sémola de maíz y puso mantequilla por encima. Dio un sorbo al zumo de naranja y exclamó:
—¡Ah, pero si es natural!
Le salió todo de golpe, como si por alguna razón tuviera que darse prisa. Si quería decir algo, debía hacerlo cuanto antes.
—Estaba todo el rato asustada, mamá, todo el rato, incluso antes de los gemelos; pero cuando te marchaste, fue peor. Tú no lo sabes. Tenía miedo de dormirme.
—Prueba esto, cariño. —Mavis le ofreció el zumo de naranja.
Sally tomó un trago rápidamente.
—Papá era… mierda, no sé cómo lo aguantaste. Se emborrachó e intentó abusar de mí, mamá.
—¡Oh, Sal!
—Pero me defendí y le dije que la siguiente vez que se emborrachara y se quedara dormido le cortaría el cuello. Lo habría hecho.
—Cuánto lo siento —dijo Mavis—. Yo ya no sabía qué hacer. Tú siempre fuiste más fuerte que yo.
—¿Has pensado alguna vez en nosotros?
—Constantemente. Y volví a escondidas para veros.
—¿En serio? —Sally sonrió—. ¿En dónde?
—En la escuela, sobre todo. Estaba demasiado asustada para ir a casa.
—No la reconocerías. Papá se casó con una mujer que le da patadas en el culo si no se porta bien y tiene el jardín cuidado. Además, guarda un arma.
Mavis se echó a reír.
—Bien hecho.
—Pero me marché. Charmaine y yo encontramos un sitio juntas en Auburn. Es…
—¿Estás segura de que no quieres nada? Es muy bueno, Sal.
Sally cogió un tenedor, lo metió rápidamente en el plato de su madre y tomó un montoncito de sémola de maíz con mantequilla. Cuando tuvo el tenedor en la boca, las miradas de las dos se encontraron. Sally sintió entonces algo muy agradable. Algo duradero, profundo, lento, brillante.
—¿Te vas otra vez, mamá?
—Tengo que irme, Sal.
—¿Volverás?
—Claro que sí.
—Pero intentarás hablar con Billy James, ¿verdad? A Frankie también le gustaría. ¿Quieres mi dirección?
—Hablaré con Billy, y dile a Frankie que lo quiero.
—Lamento mucho lo que pasó, mamá. Sólo estaba asustada todo el rato.
—Yo también.
Estaban fuera. La multitud era cada vez más densa, pues a los que salían a la hora de comer se sumaban los que iban de compras y sus hijos.
—Dame un abrazo, cariño.
Sally rodeó la cintura de su madre con los brazos y se echó a llorar.
—Vamos, vamos —murmuró Mavis—. Nada de eso.
Sally apretó más fuerte.
—Uf —dijo Mavis, riendo.
—¿Qué pasa?
—Nada, me duele un poco el costado, eso es todo.
—¿Estás bien?
—Perfectamente, Sal.
—No sé lo que piensas de mí, pero yo siempre te he querido, siempre, incluso entonces.
—Ya lo sé, Sal. Por lo menos, ahora lo sé.
Mavis apartó un mechón de pelo negro y amarillo detrás de la oreja de su hija y le dio un beso en la mejilla.
—Cuenta conmigo, Sal.
—¿Volveré a verte?
—Adiós, Sal. Adiós.
Sally vio que su madre desaparecía en la multitud. Se pasó el dedo por debajo de la nariz y después se puso la mano sobre la mejilla que Mavis había besado. ¿Le había dado la dirección? ¿Adónde iba? ¿Había pagado? ¿Cuándo había pagado a la cajera? Se tocó los párpados: estaban remojando los bollos y, al minuto siguiente, estaban dándose un beso en la calle.
Varios años atrás había examinado el hogar adoptivo y vio a la madre, una mujer alegre y sensata que los niños parecían apreciar. Bueno, pues bien. Bien. Podía seguir adelante con su vida. Y eso hizo. Hasta 1966, cuando los ojos se le iban detrás de las niñas con grandes ojos color chocolate. Seneca sería mayor, ya debía de tener trece años, pero fue a ver a la señora Greer para ver si había seguido en contacto con ella.
—¿Y usted quién es?
—Su prima Jean.
—Bueno, estuvo poco tiempo aquí; en realidad, sólo unos meses.
—¿Sabe usted dónde…?
—No, Jean, no sé nada.
A partir de aquel momento, en los centros comerciales, en las colas para sacar las entradas del cine, en los autobuses, de vez en cuando se quedaba distraída. En 1968 creyó haberla visto en un concierto de Little Richard, pero el gentío le impidió acercarse para asegurarse. Jean llevaba a cabo su subversiva búsqueda con discreción. Jack no sabía que había tenido una hija antes (a los catorce), y fue después de su matrimonio, cuando tuvo un hijo con él, que empezó a buscar los ojos. De vez en cuando creía verla, en momentos inesperados y en lugares tan extraños —en cierta ocasión le pareció que la chica que subía a la parte trasera de una camioneta era su hija— que, cuando finalmente la encontró en 1976, quiso llamar a una ambulancia. Jean y Jack estaban cruzando el aparcamiento de un estadio bajo unos potentes focos. Había una chica de pie delante de un coche, con las manos ensangrentadas. Jean vio primero la sangre y después los ojos de color chocolate caliente.
—¡Seneca! —gritó, y corrió hacia ella.
Mientras se acercaba, otra chica, que sostenía una botella de cerveza y un trapo, se adelantó a ella y empezó a limpiar la sangre.
—¿Seneca? —gritó Jean sobre la cabeza de la otra chica.
—¿Sí?
—¿Qué te ha pasado? ¡Soy yo!
—Un cristal —dijo la otra chica—. Se ha caído sobre un cristal. Ya me ocupo de ella.
—¡Jean! ¡Vamos! —Jack ya estaba a varios coches de distancia—. ¿Qué demonios estás haciendo?
—Voy. Un minuto, ¿vale?
La chica que limpiaba las manos de Seneca levantaba la vista de vez en cuando para mirar a Jean con el entrecejo fruncido.
—¿Te ha quedado algún trozo dentro? —le preguntó a Seneca. Seneca se frotó las manos. Primero una, después la otra.
—No, creo que no.
—¡Jean! ¡El tráfico va a ponerse fatal!
—¿No te acuerdas de mí?
Seneca levantó la vista, el brillo de las luces hizo que sus ojos se volvieran negros.
—¿Debería recordarte? ¿De dónde?
—De Woodlawn. Vivíamos en los pisos de Woodlawn.
Seneca negó con la cabeza.
—Yo vivía en Beacon, cerca del parque.
—Pero te llamas Seneca, ¿no?
—Sí.
—Bien, pues yo soy Jean.
—Señora, su viejo la llama.
La chica escurrió el trapo y echó el resto de la cerveza sobre las manos de Seneca.
—¡Uf! —se quejó Seneca—. Quema. —Agitó las manos.
—Supongo que me he equivocado —dijo Jean—. Pensaba que eras una persona que conocía de Woodlawn.
Seneca sonrió.
—No pasa nada. Todos nos equivocamos.
—Mira, ya está bien —dijo la chica.
Seneca y Jean se miraron. Tenía las manos limpias, sin sangre. Sólo quedaban unas líneas que tal vez no dejaran señal.
—¡Estupendo!
—Anda, vamos.
—Bien, adiós.
—¡Jean!
—Adiós.
Cuando pisaba el acelerador mientras miraba por la ventanilla trasera, Jack le preguntó:
—¿Quién era?
—Creía que era una chica que conocía de cuando vivía en Woodlawn, en aquellos bloques de vivienda social.
—¿Qué bloques?
—Los de Woodlawn.
—Nunca ha habido viviendas sociales en Woodlawn —dijo Jack—. Eso fue en Beacon. Ahora las han echado abajo, pero no estaban en Woodlawn, sino en Beacon. Junto al parque.
—¿Estás seguro?
—Claro que estoy seguro. Se te ha olvidado, mujer.
En la quietud del océano, canta una mujer negra como un tizón. A su lado hay una mujer más joven cuya cabeza descansa sobre el regazo de la que canta. Unos dedos estropeados acarician en círculos el cabello de color castaño rojizo. Todos los colores de las conchas —trigo, rosado, perla—, se funden en el rostro de la joven. Sus ojos de color esmeralda adoran el rostro negro enmarcado en un azul cerúleo. Alrededor de ellas, en la playa, brillan los despojos depositados por el mar. Unos tapones de botella lanzan destellos cerca de una sandalia rota. Una radio rota baila sobre la espuma tranquila.
Nada rompe este consuelo, y de eso trata la canción de Piedade, aunque las palabras evocan recuerdos que ninguna de las dos ha vivido: de una vejez en compañía, de palabras compartidas y pan dividido que humea por el fuego, de la bendición inequívoca de regresar a casa para estar en casa, de la dulzura de volver al amor iniciado.
Cuando el océano se alza y envía agua a la orilla, rítmicamente, Piedade mira para ver qué ha venido. Quizás otro barco, pero distinto, que se dirige hacia el puerto, en el que la tripulación y los pasajeros, perdidos y salvados, se estremecen porque han vivido mucho tiempo sin consuelo. Ahora descansarán, antes de dedicarse al trabajo interminable para el que fueron creados, aquí, en el Paraíso.