El camino era estrecho y la curva, cerrada, pero consiguió sacar el Oldsmobile de la pista de tierra y llevarlo al asfalto sin derribar del todo la señal. Antes, al llegar, debido a la oscuridad y a que sólo funcionaba un faro del coche, Lone no había podido evitar que el parachoques rozara el poste, y ahora, al marcharse del convento, estaba inclinado y la señal —ZANDÍAS TEMPRANAS— a punto de caerse.

«Ni cochina idea de ortografía», murmuró. Probablemente, la que estaba envuelta en una sábana. No tenía muchos estudios. Pero lo de «tempranas» no sólo estaba bien escrito, sino que era cierto. Aún no había terminado julio y en el huerto del convento era posible recoger sandías maduras. Como sus cabezas. Lisas por fuera, dulces por dentro, pero Señor, qué tercas eran. Ninguna había querido escucharla. Habían dicho que Connie estaba ocupada, se habían negado a llamarla y no se habían creído ni una palabra de lo que Lone había explicado. Después de ir en coche hasta allí en plena noche para decírselo, para avisarlas, observó, con furia impotente, que sonreían y bostezaban. Ahora tenía que ver qué otra cosa se le ocurría, porque si no, las sandías que se abrirían serían sus calvas cabezas. El aire de la noche era cálido y la lluvia que había olido antes estaba lejos, pero seguía acercándose; eso era lo que había pensado dos horas atrás cuando, con la esperanza de recoger mandrágora mientras aún no llovía, caminó junto al arroyo, cerca del horno. De no haber estado allí, nunca habría oído a los hombres ni habría descubierto la maldad que estaban tramando.

Las nubes ocultaban las mejores joyas del cielo nocturno, pero conocía tan bien la carretera de Ruby como los platos de adorno que tenía colgados en su casa. Sin embargo, entornó los ojos para ver mejor, por si algo o alguien correteaba por delante, más allá del único faro del Oldsmobile. Podría ser una zarigüeya, un mapache, un ciervo de cola blanca o incluso una mujer enfadada, puesto que sólo las mujeres andaban por aquella carretera. Sólo las mujeres. Ningún hombre. Durante más de veinte años, Lone las había visto pasar. De aquí para allá, de aquí para allá: mujeres que lloraban, que miraban, que fruncían el entrecejo, se mordían los labios o estaban completamente perdidas. Iban por ahí, por una tierra roja y dorada con alguna roca negra o una muestra de color verde; por ahí, bajo cielos tan llenos de estrellas que resultaba vergonzoso; por ahí, donde el viento lo manejaba a uno como si fuera un hombre, las mujeres arrastraban su pena arriba y abajo entre Ruby y el convento. Eran los únicos peatones. Sweetie Fleetwood la había recorrido, Billie Delia también. Y la chica llamada Seneca. Otra que se llamaba Mavis; y Arnette, más de una vez. Y no sólo en aquel momento. Habían caminado por la carretera desde el principio. Soane Morgan, por ejemplo, y, en una ocasión, cuando era joven, también Connie. Lone había visto a muchas de las caminantes; del paso de las otras, había oído hablar. Pero los hombres nunca andaban por la carretera; circulaban en coche, aunque a menudo su destino era el mismo que el de las mujeres: Sargeant, K. D., Roger, Menus. Y el bueno de Deacon, un par de décadas atrás. Bien, si no conseguía que alguien le arreglase la correa del ventilador y le rellenase el cárter, ella también tendría que ir andando, siempre que quedara algún sitio al que valiera la pena ir andando.

Si en alguna ocasión había necesitado correr, era ésa, pero el estado del coche se lo impedía. En 1965 funcionaban los limpiaparabrisas, el aire acondicionado, la radio. Ahora, el único resto del viejo poder del Oldsmobile era una potente calefacción. En 1968, después de que hubiera pasado por dos propietarios, primero Deek y después Soane Morgan, ésta le preguntó si sabría conducirlo. Lone dio gritos de alegría. Al final, a los setenta y nueve, sin carné pero llena de arrojo, iba a aprender a conducir y tendría coche propio. Ya no se vería obligada a pedir al repartidor que la llevase en su furgoneta, los frenos ya no chirriarían en su patio a todas horas, llamándola para emergencias que no lo eran o estados de alerta que se convertían en crisis. Podría seguir su propio criterio, examinar a las madres cuando quisiera, conducir hasta la casa en su coche y, lo que era aún más importante, marcharse cuando le viniese en gana. Pero el regalo le llegó demasiado tarde. Cuando pudo desplazarse por sí misma, ya nadie requería sus conocimientos. Después de haber enfurecido a los seres con pezuñas y aterrorizado a los seres con garras, de hacer remolinos de polvo rojo siguiendo durante semanas las pistas que abrían los tractores, no tenía adónde ir. Sus pacientes permitían que se asomara y mirase, pero para el parto viajaban durante horas (si lo conseguían) hasta el hospital de Demby, en busca de las frías manos de unos hombres blancos. Ahora, a los ochenta y seis, y a pesar de su reputación sin tacha (porque nunca había perdido a una madre, como le había pasado a Fairy una vez), le negaban los vientres hinchados, los gritos y las manos que asían. Se reían de sus fajas limpias, de sus gotas de orina materna. Echaban la infusión de pimienta en el retrete. Qué más daba que se hubiera acurrucado en sus sofás para mecer a niños irritables, que hubiera dado cabezadas en su cocina después de trenzar el cabello de sus hijas, que hubiera plantado plantas medicinales en sus huertos y dado buenos consejos durante los últimos veinticinco años, más otros cincuenta en Haven, antes de que fueran a buscarla. Qué más daba que les enseñara a dar masajes en los pechos para hacer que subiera la leche, qué hacer con la placenta, en qué dirección debía apuntar el cuchillo colocado bajo el colchón. Qué más daba que hubiera buscado por todo el condado la clase de basura que querían comer. Qué más daba que se hubiera metido en la cama con ellas para apretar las plantas de sus pies con los suyos, ayudándolas a empujar, ¡empuja!, o que les diera masajes en la barriga con aceite perfumado durante horas. Qué más daba. Había sido lo bastante buena como para traerlas al mundo, y cuando las mandaron llamar, a ella y a Fairy, para que siguieran ese trabajo en el sitio nuevo, Ruby, las mujeres se retreparon en la silla, separaron las rodillas y respiraron con alivio. Ahora que Fairy había muerto y sólo quedaba una comadrona para una población que necesitaba —y se enorgullecía de tener— familias tan extensas como barrios enteros, las madres llevaban sus úteros lejos de ella. Pero Lone pensaba que allí había algo más que la moda de las maternidades. Había ayudado a nacer a los niños Fleetwood y cada uno de ellos, por deficiente, había manchado su reputación como si lo hubiera engendrado ella misma. La sospecha de que traía mala suerte y las comodidades del hospital de Demby se habían combinado para quitarle un trabajo para el que estaba preparada. Una de las madres le dijo que no podía evitar que le gustase la semana de descanso, la bandeja con la comida, el termómetro, el aparato de presión; le encantaba echarse una siestecita durante el día y tomar pastillas contra el dolor; pero en su mayoría le dijeron que les gustaba que todo el mundo les preguntara cómo se encontraban. Si parían en casa no tenían nada de eso. Allí, al segundo o tercer día ya estaban preparando el desayuno para toda la familia y preocupándose por la calidad de la leche de la vaca al mismo tiempo que la de la propia. Otras madres habrían sentido lo mismo —el lujo del sueño y de estar lejos de casa, que se llevaran y cuidaran al recién nacido durante la noche—. Y respecto a los padres… bueno, Lone sospechaba que ellos también preferían las puertas cerradas, esperar en el pasillo, estar en un lugar donde se ocupaban de todo otros hombres y no una mujer desdentada que mascaba chicle con las encías para mantenerlas fuertes.

—No interpretes mal el agradecimiento de los padres —le había advertido Fairy—. Asustamos a los hombres, siempre será así. Para un hombre, somos como siervas de la muerte que se interponen entre él y el hijo que lleva su mujer.

En esas ocasiones, dijo Fairy, la comadrona es una interferencia, es quien da órdenes; todo depende de sus secretos conocimientos, y esa dependencia los irrita. Especialmente allí, en aquel lugar al que habían acudido para multiplicarse en paz. Como de costumbre, Fairy estaba en lo cierto, pero Lone tenía una dificultad añadida. Se decía que era capaz de leer la mente, un don que no le había conferido Dios, desde luego, sino quién sabe, y que ya había empleado cuando, con sólo dos años de edad, se había colocado en el lugar adecuado para que la encontraran en el patio cuando su madre estaba muerta en la cama. Lone negaba que se tratara de un don especial; creía que todo el mundo sabía lo que pensaban los demás, y que evitaban lo obvio. Sin embargo, sabía de cosas más profundas que los recuerdos de los Morgan o el libro de historia de Pat Best. Conocía lo que ni la memoria ni la historia pueden decir o anotar: el «truco» de la vida y su «razón».

En cualquier caso, ahora que ya no tenía un medio de vida (en los últimos ocho años la habían llamado dos veces), Lone dependía de la generosidad de los feligreses y los vecinos. Pasaba el tiempo recogiendo hierbas medicinales, yendo de una iglesia a otra para recibir ayuda de la colecta y vigilando los campos, que no la invitaban porque fueran espacios abiertos, sino porque estaban llenos de secretos. Como el coche repleto de esqueletos que había encontrado unos meses atrás. Si hubiera prestado atención a su mente en lugar de andar chismorreando, habría investigado a los zopilotes en cuanto aparecieron; para ser exactos, dos años antes, cuando comenzó el deshielo de primavera, en marzo de 1974. Pero como fueron vistos cuando los Morgan y los Fleetwood anunciaron la boda, la gente no supo si interpretar que aquel matrimonio atraía a los zopilotes o protegía de ellos a la población. Ahora, todo el mundo sabía que los había atraído un festín familiar, la gente perdida en una tormenta de nieve. Matrícula de Arkansas. Una etiqueta de Harper, un medicamento contra la tos. Los miembros de aquella familia se querían. A pesar de las alteraciones producidas por las aves de rapiña, se adivinaba que estaban abrazados cuando fueron durmiéndose cada vez más profundamente en medio del intenso frío. Al principio pensó que Sargeant seguramente estaba al corriente de todo, pues cultivaba maíz en aquellos campos. Pero la expresión de sorpresa de él y de los demás cuando se enteraron era inequívoca. El problema era si debían notificárselo a la policía o no. Decidieron que no. Incluso enterrarlos supondría mezclarse en algo que no tenía nada que ver con ellos. Cuando algunos de los hombres fueron a mirar, gran parte de su atención no se centró en la escena que tenían delante, sino en el convento que se alzaba al oeste, al alcance de la vista. Podría haberse percatado en aquel momento. Si hubiera prestado atención, primero a los zopilotes, después a las mentes de los hombres, ahora no estaría gastando todos sus chicles Wrigley’s y su gasolina en una misión que esperaba que fuera la última. Tenía la vista demasiado débil, las articulaciones demasiado rígidas; aquél no era trabajo para una buena comadrona. Pero Dios le había encomendado la tarea, bendito sea Su santo corazón, y mientras avanzaba a cincuenta kilómetros por hora en una cálida noche de julio, sabía que lo hacía a Su lado. Era Él quien la había colocado allí, quien había hecho que buscase una medicina que era mejor recoger seca y por la noche.

El lecho del torrente estaba seco; la lluvia que se acercaba pondría remedio a aquello, aunque ablandan la raíz bípeda de la mandrágora. Había oído risas alegres y música de la radio procedente del horno. Parejas de jóvenes tonteando. Por lo menos, estaban al aire libre, pensó, y no en un pajar o debajo de una manta, en la parte trasera de una camioneta. De repente, cesaron las risas y la música. Voces graves y masculinas dieron órdenes; las luces de las linternas lanzaron rayos sobre los cuerpos, rostros, manos y lo que había en ellas. Sin un murmullo, las parejas se marcharon, pero los hombres no. Apoyados contra las paredes del horno o en cuclillas, se agruparon en la oscuridad. Lone envolvió su linterna con el delantal y se habría deslizado sin ser vista hasta la parte trasera del Santo Redentor, donde tenía el coche aparcado, si no hubiera recordado los otros acontecimientos que había pasado por alto o había interpretado mal los zopilotes; el revólver nuevo de Apollo. Se alejó hasta una zona donde la oscuridad era completa y se sentó sobre la hierba sedienta. Tenía que dejar de alimentar el resentimiento que le producía el que la gente rechazara sus servicios, de vengarse tontamente haciendo caso omiso de lo que estaba pasando y permitiendo que el mal se saliera con la suya. Hacerse la ciega era evitar el lenguaje de Dios. Él no gritaba órdenes ni susurraba recados al oído. Claro que no. Era un Dios liberador. Un maestro que enseñaba cómo aprender, a ver por uno mismo. Sus señales estaban muy claras si uno dejaba de cocerse en la amarga salsa de la vanidad y prestaba atención a Su mundo. Él quería que oyera a los hombres reunidos junto al horno para decidir y resolver cómo hacer que las mujeres del convento se marcharan a toda prisa y, si Él quería que lo presenciara, también querría que hiciera algo. Al principio, no sabía qué estaba pasando ni cómo actuar. Pero hizo lo mismo que solía hacer en otro tiempo cuando se sentía confusa: cerró los ojos y susurró: «Tu voluntad, Tu voluntad». Entonces las voces se hicieron más fuertes, y oyó, con tanta claridad como si estuviera entre ellos, lo que decían y lo que querían decir. Lo que salía de sus labios y lo que no. Eran nueve. Empezaron a hablar uno por uno, mientras los demás fumaban o suspiraban. Lone ya había oído mucho de lo que decían, pero ahora las palabras crecían a medida que reptaban por el aire nocturno. El tema no era nuevo, pero no tenía nada del placer que lo envolvía cuando lo abordaban desde un púlpito. El reverendo Cary había tratado el tema en un sermón del que cada domingo daba una versión distinta debido a lo bien que había sido recibido.

—¿A qué habéis renunciado por vivir aquí? —preguntaba, atacando el «aquí» con voz de soprano—. ¿Qué sacrificios hacéis todos los días para vivir aquí, en la belleza de Dios, en Su generosidad, en Su paz?

—Adelante, reverendo. Dígalo.

—Os lo voy a decir. —El reverendo Cary soltaba una risita.

—Sí, señor.

—Venga.

El reverendo Cary levantaba la mano derecha hacia el ciclo y la cerraba en un puño. Después, uno por uno, iba señalando con los dedos al tiempo que enumeraba todo aquello de que se había privado la congregación.

—La televisión.

Los fieles se echaban a reír.

—Las discotecas.

Reían alegremente, más fuerte, negando con la cabeza.

—Policías.

Soltaban sonoras carcajadas.

—Películas, música obscena —añadía, enumerando con los dedos de la mano izquierda—. La maldad en las calles, los robos por la noche, los asesinatos por la mañana. Licores para comer y drogas para cenar. A eso habéis renunciado.

Cada cosa mencionada provocaba suspiros y gemidos de pena. Los feligreses, agradecidos por haber rechazado y escapado a la sordidez, la crueldad, la impiedad, a todos los males contemporáneos disfrazados de placeres, sentían que su corazón se henchía de misericordia hacia los que luchaban contra semejantes «sacrificios».

Pero en aquel lugar no había misericordia alguna. Allí, los hombres que hablaban de la destrucción que los amenazaba —de cómo Ruby estaba cambiando de modo intolerable—, no pensaban en ponerle remedio tendiendo una mano en muestra de amor o amistad. En lugar de ello, planeaban su defensa y perfilaban las pruebas que demostraban su necesidad hasta que cada pieza encajaba en una ranura pulida de antemano. Unos pocos hablaron casi todo el rato, otros hablaron poco y dos no dijeron nada, pero, aunque permanecían en silencio, Lone sabía que eran los cabecillas.

¿Os acordáis del escándalo que montaron en la boda? ¿Qué os parece? Y eso fue el mismo día en que las pillé besándose en la parte trasera de ese trasto de Cadillac. El mismo día, y, por si eso no era suficiente para contentar al diablo, había dos más peleándose por ellas en el suelo. Ahí mismo. Señor, qué asco me dan las malas mujeres. Sweetie dice que hicieron todo lo posible para envenenarla. Yo también lo he oído decir. El camino quedó bloqueado por una tormenta de nieve, y decidió refugiarse allí. Menuda idea. Ya sabéis cómo es Sweetie. Bueno, da igual, dijo que había oído ruidos en la casa, como de bebés que lloraran. ¿Qué están haciendo allí unos niños pequeños? ¿Me lo preguntáis? Sea lo que sea, no es natural. Bueno, allí vivían niñas pequeñas, ¿verdad? Sí, me acuerdo. Decían que era una escuela. ¿Una escuela de qué? ¿Qué enseñan allí? Sargeant, ¿no encontraste marihuana entre tu alfalfa? Claro que sí. No me sorprende. Lo único que sé es que le dieron una paliza a Arnette cuando fue allí para reprocharles las mentiras que le habían contado. Cree que se quedaron con su bebé y le dijeron que había nacido muerto. Mi mujer asegura que la hicieron abortar. ¿Y tú te lo crees? No lo sé, pero las veo capaces. Lo único que sé es que tenía la cara hecha una lástima. Vaya, hombre. No podemos tolerar esto. Roger me dijo que la madre…, ¿os acordáis, la vieja blanca que algunas veces venía a comprar por aquí?, pues bien, me dijo que cuando murió pesaba menos de veinticinco kilos y brillaba como el azufre. ¡Señor! Dice que la chica que dejó allí estuvo coqueteando abiertamente con él. ¿Ésa que se pasea medio desnuda todo el tiempo? Me di cuenta de que algo raro le pasaba en cuanto bajó del autobús. A propósito, ¿cómo pudo conseguir que el autobús llegara hasta aquí? Adivínalo. ¿Crees que tienen poderes? No lo creo, lo sé. La cuestión es quién tiene mayor poder. ¿Y por qué no se largan y en paz? ¡Vaya! ¿Te irías si tuvieras una casa grande y vieja para vivir sin necesidad de trabajar para mantenerla? Algo está pasando y no me gusta nada. Nada de hombres. Se besan. Bebés escondidos. ¡Por Dios! Quién sabe qué más. Mirad lo que le pasó a Billie Delia después de que empezara a ir por allí. Arrojó a su madre de un golpe por las escaleras y salió corriendo hacia ese sitio como un lechón que buscara la teta. Y también he oído que beben sin parar. Siempre que la he visto, la vieja estaba borracha, ¿y, os acordáis de lo primero que dijeron cuando llegaron a la boda? No se les ocurrió otra cosa que pedir algo para beber, y cuando les dieron un vaso con limonada fue como si les hubieran escupido y se marcharon por la puerta. Me acuerdo. Qué putas. Mejor dicho, qué brujas. Pero mira, hermano, lo de los huesos si es definitivo. No me puedo creer que toda una familia se muriera allí mismo sin que nadie se diera cuenta. No estaban tan lejos, ¿está claro? Por qué iban a salirse de la carretera y perderse en un campo con una casa grande y vieja a menos de tres kilómetros de distancia. La habrían visto. Tenían que verla. El hombre habría salido y habría ido andando hasta allí, ¿me entendéis? Podría razonar, ¿no? Y, si no, por lo menos, podría ver. ¿Cómo es posible no ver una casa de ese tamaño en una tierra tan llana como la cabeza de un clavo? ¿Decís que tienen algo que ver con eso? Mira, aquí nunca ha sucedido nada parecido a lo que está pasando. Antes de que esas mujerzuelas llegaran a la ciudad, ésta era una tierra apacible. Las de antes, por lo menos, tenían una religión. Éstas se comportan como fulanas, ahí solas, no ponen un pie en la iglesia y apostaría cualquier cosa a que ni piensan en ello. No necesitan a los hombres ni a Dios. No pueden decir que no se les ha avisado. Primero se les advirtió y luego se les avisó. Si se hubieran quedado ahí habría sido otra cosa. Pero no, se meten en todo. Atraen a la gente como la mierda a las moscas, y todos los que se acercan a ellas vuelven heridos o lisiados de un modo u otro, y ahora ese caos está infiltrándose en nuestras casas, en nuestras familias. No podemos admitirlo. No podemos tolerarlo en absoluto.

Así pues, pensó Lone, los colmillos y el rabo están en otro lugar. Lejos, en una casa llena de mujeres. Mujeres que no están encerradas, seguras y alejadas de los hombres, sino algo mucho peor: mujeres que han escogido la compañía de otras mujeres, lo que no equivale a un convento, sino a un aquelarre. Lone sacudió la cabeza y se colocó mejor el Doublemint. Oía las palabras a medias mientras intentaba adivinar los pensamientos que había detrás. Algunos los captó de inmediato. Sabía que Sargeant estaría asintiendo a cada chisme, discutiría cada verdad y se preguntaría en voz alta por qué aquel pueblo deliberadamente hermoso, gobernado por hombres responsables, no podía seguir igual; estable, próspero, sin jóvenes respondones. ¿Por qué iban a querer marcharse y criar familias (y clientes) en otro lugar? Pero estaría pensando en lo que se reducirían sus gastos si fuera dueño de las tierras del convento y que, si las mujeres se marchaban, se encontraría en mejor posición para quedárselas. Todo el mundo sabía que ya había ido al convento para «avisarles», lo que en realidad significaba que había hecho una oferta para comprar el lugar y al obtener por respuesta una mirada incomprensible, le había dicho a la vieja que se lo «pensara cuidadosamente» y que podrían suceder «otras cosas que hicieran bajar el precio». Wisdom Poole estaría buscando un motivo que explicara por qué ya no controlaba a sus hermanos y hermanas, qué había sucedido para que quienes lo adoraban y escuchaban fueran ahora como animales perdidos que intentaran ir por su cuenta. Los disparos del año anterior entre Brood y Apollo habían sido por Billie Delia, y eso era motivo suficiente para que rondara dándose el gusto de echar de la carretera a algunas mujeres. Billie Delia tenía buenas relaciones con aquellas mujeres, había hecho que uno de los hermanos pequeños de Wisdom la llevara allí y, después de eso, las peleas entre Apollo y Brood se habían vuelto peligrosas. Ninguno de los dos había obedecido a Wisdom, quien les había ordenado que no volvieran a mirar a esa chica ni a hablar con ella nunca más. El resultado era bíblico: un hombre apostado para asesinar a su hermano. En cuanto a los Fleetwood, Arnold y Jeff, bueno, hacía tiempo que estaban esperando echar la culpa a alguien de los hijos de Sweetie. Quizá fuera culpa de la comadrona, quizá del gobierno, pero lo único que podían hacer era dejar en paro a la comadrona, pues el gobierno no tenía por qué rendirles cuentas, y aunque Lone había asistido a algunos de los hijos enfermos de Jeff mucho antes de que llegara la primera mujer, no permitirían que un detalle como ése les impidiera encontrar el fallo en cualquier lugar que no fuera su sangre. O la de Sweetie. Y en cuanto a Menus… Bien, estaba dispuesto a ir contra cualquiera. Tras pasar unas semanas allí, haciendo una cura de desintoxicación, uno hubiese pensado que estaba agradecido. Aquellas mujeres debían de haber presenciado algunas cosas, debían de haber visto algo que él no quería que circulara por ahí si ellas se iban de la lengua. O quizá sólo quería borrar la vergüenza que sentía por haber permitido que Harper y los demás lo convencieran de que no se casara con la mujer que había traído a casa. Aquella chica bonita y mestiza, mezcla de sangre india, blanca y negra, de la que dijeron que no era lo bastante buena para él, que parecía más una mujerzuela que una novia. Él había sugerido que bebía por culpa de Vietnam, pero Lone pensaba que la pérdida de aquella chica bonita y mestiza era una explicación más exacta. No había tenido valor suficiente para marcharse y vivir con ella en otro sitio. En lugar de ello, había optado por someterse a las imposiciones de su padre y cobrarle un buen precio: que aceptara sin rechistar su pena. Si se libraba de algunas mujeres independientes que habían ido limpiando tras él, le habían lavado los calzones, recogido sus vómitos, escuchado sus maldiciones junto con sus sollozos, tal vez se convenciera por una temporada de que era un hombre de verdad, de que no estaba contaminado por la debilidad de su madre, de que era digno de la paciencia de su padre y tenía razón al dejar que la mestiza se marchara. Lone no podía contar el número de veces que se había sentado en la iglesia de Nueva Sión y había oído a su padre, Harper, que empezaba por dar su testimonio, por examinar sus propios pecados, y terminaba hablando de las mujeres fáciles capaces de impedir que uno supiera quiénes y qué eran sus propios hijos y dónde estaban. Se había casado con una Blackhorse, Catherine, y había conseguido que enfermase a fuerza de acosarla por lo que hacía, por quién veía y eso y aquello, y por si estaba educando de la forma debida a su hija Kate. Ésta se casó tan pronto como pudo para alejarse de su influencia. Su primera esposa, la madre de Menus, Martha, debía de haberle amargado la vida hasta tal punto que nunca permitió que el hijo de ambos lo olvidara. También estaba K. D., el hombre de la familia. Hablaba de lo rara que era una de esas chicas del convento y de cómo se había dado cuenta nada más verla bajar del autobús. Ja, ja. Ahora es papá de una niña de cuatro meses, con todos sus deditos de las manos y los pies, y quién sabe si también con todo su cerebro, cortesía de un médico de Demby dispuesto a tener pacientes negros. De manera que él y Arnette trataban a Lone con desdén y, por feliz que ella se sintiera ahora y desease que las mujeres del convento cargaran con el «error» cometido anteriormente, acusándolas de haberla engañado, el rencor de K. D. tenía otros motivos. Había estado acosando durante años a la chica a la que ahora difamaba, hasta que ella lo echó. Hacía falta un montón de niños sanos para que olvidara aquello. Es un Morgan, después de todo, y no han olvidado nada desde 1755.

Lone entendía esos pensamientos privados y algunos de los motivos que podían tener Steward y Deacon: ninguno de los dos soportaba lo que no lograba controlar. Pero habría sido incapaz de imaginar el rencor de Steward, su cólera al pensar que su sobrino nieto (¿tal vez?) había sido herido o destruido en aquel sitio. Era una ampolla que flotaba en su torrente sanguíneo y no disminuía ni llegaba a un punto crítico. Tampoco podría haber imaginado cuán profundamente grabado en su cerebro estaba el recuerdo de lo cerca que había estado su hermano de romper su matrimonio con Soane, ni lo mucho que Deek se había alejado de su camino cuando miraba aquellos ojos venenosos. Durante meses, los dos se habían visto en secreto, durante meses, Deek parecía trastornado, cometía errores, y supón que aquella fresca hubiera quedado embarazada. Que hubiera tenido un hijo mestizo. Steward se ponía furioso al pensar en lo cerca que había estado de traicionar las promesas que habían hecho a los Antiguos Padres y las que éstos les habían hecho a ellos. Pero si había estado a punto de traicionar la ley de los padres, la ley de crecer y multiplicarse, ésta había sido aplastada por una amenaza permanente a la preciada visión que tenía de sí mismo y de su hermano. Las mujeres del convento eran para él una parodia exhibicionista de las diecinueve damas negras de los recuerdos de juventud que compartía con su hermano, como tantas otras cosas. Eran la degradación de aquel momento que habían compartido, de verbena y piel iluminada por el sol. Ellas, con sus risas tontas, ultrajaban los tonos dulces, el tintineo de las risas alegres y acogedoras de las diecinueve damas que, aunque estaba previsto que vivieran para siempre en sueños en tono pastel, ahora se veían condenadas a la extinción por ese tipo nuevo y obsceno de mujeres. No podía soportar que mancillaran su historia personal con sus ropas escandalosas y sus apetitos de putas; se burlaban y profanaban la imagen que él y su hermano habían llevado consigo a la guerra, que había imbuido su matrimonio y reforzado sus esfuerzos para construir un pueblo donde pudiera florecer. Nunca se lo perdonaría, y no toleraría semejante falta de caridad.

Lone tampoco sabía que el orgullo de Deacon Morgan fuese tan enorme e inconmovible como un glaciar. Lo que sí sabía era que tiempo atrás él había mantenido una relación con Consolata. Sin embargo, no imaginaba su vergüenza ni entendía la importancia que tenía para él borrar la vergüenza y la clase de mujer que, en su opinión, ésta provocaba. Una mujer incontrolable, lacerante, que le había mordido el labio sólo para lamerle la sangre que brotaba; una mujer hermosa, de piel dorada, con ojos de color de musgo, que había intentado atrapar a un hombre, encerrarlo en un sótano con vino para debilitarlo y tener acceso carnal a él, hacer cosas antinaturales en la oscuridad; una Salomé de la que había escapado justo a tiempo porque, de lo contrario, habría puesto su cabeza sobre una bandeja. Aquella mujer voraz, que follaba en el suelo, no había abandonado su vida, sino que se había infiltrado en los afectos de Soane y, según él sospechaba, la había acosado con pociones malignas para conseguir que fuera menos cariñosa que antes, y no era la pena eterna por sus hijos lo que la helaba, sino la porquería que tomaba y que le daba la mujer cuyo nombre había convertido en un chiste, en una parodia de lo que debería ser una mujer. Lone no lo sabía todo, no podía, pero sabía lo suficiente y, además, la luz de las linternas había revelado el equipo: esposas brillantes, cuerda enrollada, y no tenía que adivinar qué más tenían. Caminando sin hacer ruido, se dirigió a lo largo del arroyo hacia su coche. «Tu voluntad», susurró, convencida de que lo que había oído y deducido no era intrascendente. Los hombres no habían ido allí para ensayar. Como los reclutas de un campamento de adiestramiento, como invasores preparándose para una matanza, estaban allí para despotricar, para calentar la sangre o, mejor aun, helarla en las venas con el fin de ejecutar la misión. Una cosa le quedó clara desde el principio: la única voz que no cantaba era la del director del coro.

—¿Dónde está Richard Misner?

Lone no se molestó en saludar. Había llamado a la puerta de Misner, había entrado en su casa y la había encontrado vacía y oscura. Después había despertado a su vecina más cercana, Frances Poole DuPres.

—¿Qué te ocurre, Lone? —dijo Frances tras soltar un gruñido.

—Dime dónde está Misner.

—Se han ido a Muskogee. ¿Por qué?

—¿Quiénes se han ido?

—El reverendo Misner y Anna. A un congreso. ¿Para qué lo necesitas a estas horas de la noche?

—Déjame entrar —dijo Lone; pasó junto a Frances y se dirigió hacia el cuarto de estar.

—Vamos a la cocina —propuso Frances.

—No hay tiempo. Escucha —dijo Lone, y pasó a hablarle de la reunión—. Un grupo de hombres planea algo contra el convento. Los Morgan y los Fleetwood están entre ellos, y también Wisdom. Van a por las mujeres que viven allí.

—Santo cielo, ¿qué lío es éste? ¿Van a ahuyentarlas en plena noche?

—Escucha, mujer. Esos hombres llevan armas con miras.

—Eso no quiere decir nada. No he visto que mi hermano vaya a ningún lado sin su rifle, excepto a la iglesia, e incluso entonces lo deja en el coche.

—También llevan cuerda, Frannie.

—¿Cuerda?

—De cinco centímetros.

—¿En qué estás pensando?

—Perdemos el tiempo. ¿Dónde está Sut?

—Duerme.

—Despiértalo.

—No voy a despertar a mi marido por una idea absurda…

—Despiértalo. Yo no estoy loca y tú lo sabes perfectamente.

Las primeras gotas eran cálidas y gruesas, y traían consigo el aroma de los tragacantos y las chumberas del norte y el oeste. Caían sobre las gencianas y se deslizaban por las hojas de achicoria. Rodaban, redondas y resbaladizas, como gotas de mercurio sobre la tierra cuarteada, entre las hileras de los huertos. Mientras estaban sentados bajo la luz de la cocina, Lone, Frances y Sut DuPres podían ver la lluvia, incluso olerla, pero no la oían, tan suaves, tan aterciopeladas eran las gotas.

Sut no estaba convencido de que fuera necesario salir y detenerlos, como Lone le pedía, pero accedió a hablar con el reverendo Pulliam y el reverendo Cary por la mañana. Lone dijo que por la mañana sería demasiado tarde y salió enfadada en busca de alguien que no le hablara como si fuera una niña incapaz de despertar de una pesadilla. Anna Flood no estaba en casa; no podía ir a ver a Soane por culpa de Deck, y puesto que K. D. y Annette ocupaban la casa que había sido de Menus, Dovey Morgan tampoco estaría en el pueblo. Pensó en Kate, pero sabía que no se levantaría contra su padre. Consideró la posibilidad de llamar a Penélope, pero la rechazó porque, no sólo estaba casada con Wisdom, sino que era la hija de Sargeant. Lone comprendió que si pretendía dar con alguien que no se dejara obnubilar por sus vínculos familiares, tendría que ir a los ranchos y las granjas. No podía contar con la bendición que supondría el que los limpiaparabrisas funcionaran, de manera que, mientras mascaba lentamente el chicle, Lone se concentró en ir con cuidado. Cuando pasó por delante del horno desierto, contenta de haber cogido la mandrágora a tiempo, advirtió que no había luces en casa de Anna ni, tras pasar por allí, en la de Deek Morgan. Entornó los ojos para recorrer los pocos kilómetros de pista que había entre la carretera de Ruby y la del condado. Podía ser peligroso, porque la tierra estaba absorbiendo la lluvia, hinchando las raíces de las plantas y formando riachuelos allí donde podía. Condujo con cautela, pensando en que su misión era en verdad la voluntad de Dios, que nada podía detenerla. A medio camino de la casa de Aaron Poole, el Oldsmobile se detuvo en una cuneta.

En el mismo instante en que Lone DuPres intentaba evitar el cartel que rezaba ZANDÍAS TEMPRANAS, los hombres estaban terminando de discutir los detalles delante de una taza de café y algo más fuerte para quienes lo desearan. Ninguno era bebedor, excepto Menus, pero no pusieron objeciones a acompañar el café de aquella noche con una copa. Detrás del edificio que semejaba un granero, donde tenía su negocio, más allá del cercado donde antes guardaba caballos, había una cabaña. En ella arreglaba arreos —ahora sólo era un entretenimiento y no cobraba por ello—, meditaba y evitaba a las mujeres de su familia. Era un rincón masculino, equipado con una pequeña estufa, un congelador, una mesa de trabajo y sillas, todo ello sobre un suelo imposible de estropear. Los hombres acababan de ponerse a soplar sobre sus tazas cuando empezó la lluvia. Tras unos pocos sorbos, ayudaron a Sargeant en el patio a mover sacos y tapar el equipo con lona impermeable. Cuando regresaron a la cabaña, empapados, estaban alegres y se sintieron repentinamente hambrientos. Sargeant les propuso comer unos filetes y fue a su casa a buscar lo necesario para alimentar a los hombres. Priscilla, su mujer, lo oyó y se ofreció a ayudar, pero la envió de vuelta a la cama con firmeza. La lluvia perfumada repiqueteaba. En la cabaña reinaba un ambiente de animación y compañerismo mientras los hombres comían gruesos filetes preparados a la antigua, fritos en una sartén bien caliente.

El perfume de la lluvia era más intenso al norte de Ruby, sobre todo en el convento, donde el denso trébol blanco y la retama colonizaban todos los rincones excepto el huerto. El olor despertó a Mavis y a Pallas, y corrieron a avisar a Consolata, Grace y Seneca que por fin había llegado la tan ansiada lluvia. Apiñadas en la puerta de la cocina, primero miraron, después sacaron las manos para tocarla; caía sobre sus dedos como una loción, de modo que salieron y dejaron que se vertiera como un bálsamo sobre sus cabezas rapadas y sus rostros alzados. Consolata empezó; las demás se le unieron rápidamente. Hay grandes ríos en el mundo y en sus orillas y en los límites de los océanos, los niños se entusiasman con el agua. En los lugares donde la lluvia es ligera, la emoción es casi erótica. Pero esas sensaciones no son nada comparadas con el éxtasis de mujeres santas bailando bajo la lluvia cálida y fragante. Se habrían echado a reír si el hechizo no hubiera sido tan profundo. Si recordaban algo sobre alguna advertencia reciente o alguna amenaza, la lluvia irresistible se lo llevó consigo. Seneca aceptó y, finalmente, dejó que se fuera una oscura mañana en un hogar adoptivo. Grace vio que por fin quedaba limpia una camisa blanca que nunca debió haberse manchado. Mavis se movía, estremecida, bajo los pétalos de altea que le hacían cosquillas en la piel. Pallas, que había dado a luz a un niño delicado, lo abrazaba mientras la lluvia lavaba la presencia de una mujer terrible en una escalera mecánica y todo el miedo a las negras aguas. Consolata, acogida por el dios que la había ido a buscar al huerto, bailaba con más frenesí que ninguna, Mavis era la más elegante. Seneca y Grace bailaron juntas y después se separaron para saltar sobre el barro. Pallas se mecía como una hoja mientras apartaba las gotas de lluvia de la cabeza de su hijo.

Cuando por fin consiguió salir de la cuneta, Lone pensó en recurrir a un DuPres. Aquella familia la había criado, rescatado, y una de las hijas había sido su maestra. Más que eso, sabía de qué madera estaban hechos. En primer lugar pensó en Pious DuPres, hijo de Booker DuPres y sobrino del famoso Juvenal DuPres. Como los Morgan y los Blackhorse, estaban satisfechos de descender de hombres que habían participado en el gobierno del estado, pero, a diferencia de ellos, estaban más orgullosos de las generaciones anteriores: artesanos, armeros, costureras, encajeras, zapateros, ferreteros, albañiles a quienes los inmigrantes blancos habían robado unas profesiones serias. Respetaban, ante todo, a las generaciones que habían visto cómo les quemaban las tiendas y lanzaban sus materiales por la borda. Puesto que los inmigrantes blancos no podían confiar en una competencia justa ni sobrevivir a ésta, habían detenido, amenazado, purgado y eliminado a su gente para alejarla del trabajo cualificado. Pero las familias habían conservado lo que habían podido y lo que habían obtenido desde 1755, cuando el primer DuPres llevaba una servilleta blanca sobre el brazo y un libro de oraciones en el bolsillo. La fe que los apaciguaba no era lúgubre. La virtud, bondad inesperada, los hacía sonreír. La rectitud deliberada les alegraba el corazón como pocas cosas podían hacerlo. No siempre sabían dónde estaba, pero pasaban mucho tiempo buscándola. Mucho antes de que Juvenal fuera elegido para formar parte del gobierno del estado, las conversaciones que tenían a la hora de cenar sentados en torno a la mesa de los DuPres trataban de los problemas de cada miembro de la familia y del modo en que los demás podían ayudarle. Y siempre versaban sobre la ética de un acto concreto, la claridad de sus motivos, sobre si una actitud fomentaba Su gloria y mantenía Su confianza. A ninguno de los DuPres actuales le gustaba la actitud de las mujeres del convento ni la aprobaban, pero ésa no era la cuestión. Las acciones de Brood y Apollo les habían parecido un insulto; Wisdom Poole era hermano de su nuera, y si formaba parte de un grupo que se proponía hacer daño a unas mujeres por el motivo que fuera, verían en ello la mano del monstruo. Y así fue. Cuando Lone les contó todo lo que había oído y lo que sabía, Pious no perdió el tiempo. Dio instrucciones a su mujer, Melinda, para que fuera a casa de los Beauchamp y dijese a Ren y a Luther que se encontraran con él. Él y Lone irían a buscar a Deed Sands y a Aaron Poole. Melinda dijo que debían comunicárselo a Dovey, pero no pudieron ponerse de acuerdo en qué debían hacer si Steward estaba allí. Lone no sabía si ya se habían puesto en marcha en dirección al convento o estaban esperando a que saliera el sol, pero dijo que alguien debía arriesgarse e informar a Dovey, quien podría, si quería, contarle a Soane lo que estaba pasando.

Cansadas a causa de sus danzas nocturnas, las mujeres vuelven a la casa. Se secan y le piden a Consolata que les cuente cosas de Piedade mientras se untan la cabeza con esencia de pesgua.

—Nos sentábamos en el camino junto a la orilla. Ella me bañaba en el agua esmeralda. Su voz hacía que las mujeres más orgullosas lloraran en la calle. Las monedas caían de los dedos de los artistas y los policías, y los dirigentes más importantes del país nos rogaban que comiéramos lo que nos ofrecían. Piedade sabía canciones que podían calmar una ola, hacer que se detuviera para escuchar una lengua que no oía desde que se había abierto el mar. Los pastores con pájaros de colores sobre los hombros bajaban de las montañas para recordar su vida en sus canciones. Cuando ella cantaba, los viajeros se negaban a subir a los barcos que los llevaban a casa. Por la noche, se quitaba las estrellas del pelo y me envolvía en él. Su aliento olía a piñas y anacardos…

Las mujeres se duermen, despiertan y vuelven a dormirse con imágenes de loros, conchas de cristal y una mujer que canta pero no habla. A las cuatro de la mañana, se levantan y se preparan para pasar el día. Una mezcla la masa mientras otra enciende la cocina. Otras recogen la verdura para la comida y después preparan las cosas del desayuno. La masa del pan descansa en unos moldes para que suba.

Cuando llegan los hombres, la luz del sol ansía resplandecer. Le cuesta romper el azul descolorido del cielo pero, para cuando los hombres aparcan detrás del chaparral y se encaminan hacia el convento, ya se ha abierto paso. Un azul soberbio. El agua de la noche se alza en forma de niebla de los charcos y las regatas inundadas de la cuneta. Cuando llegan al convento, evitan el ruido de la gravilla serpenteando entre la hierba alta y algún arco iris en dirección a la puerta principal. Tal vez las garras arrastran a Steward fuera de este mundo. Suben por los escalones que la lluvia ha dejado jaspeados y brillantes. Mientras avanza entre ellos, levanta la barbilla y después el rifle, y abre de un disparo una puerta que nunca se ha cerrado con llave. Oscila hacia dentro sobre las bisagras. El sol entra detrás de él, salpica las paredes del vestíbulo, donde niños sexuados juegan los unos con los otros a través de la pintura desconchada. De repente, aparece una mujer con la misma piel blanca, y lo único que necesita ver Steward para apretar otra vez el gatillo son sus ojos sensuales y escrutadores. Los otros hombres se sobresaltan, pero eso no les impide pasar por encima de ella. Acarician sus armas y, de repente, se sienten tan jóvenes y buenos que recuerdan que las pistolas son algo más que un adorno, algo para intimidar o tranquilizar: tienen un fin. Deek da las órdenes. Los hombres se separan.

Las tres mujeres que preparan comida en la cocina oyen un disparo. Una pausa. Otro disparo. Con precaución, miran a través de la puerta de vaivén. Los hombres armados, enmarcados por la luz que entra por la puerta, proyectan sombras imponentes en el pasillo. Las mujeres corren a la sala de juegos y cierran la puerta, segundos antes de que los hombres se sitúen en el pasillo. Los hombres oyen pasos y entran en la cocina de la que ellas acaban de salir. No hay ventanas en la sala de juegos: las mujeres están atrapadas y lo saben. Pasan los minutos. Arnold y Jeff Fleetwood salen de la cocina y perciben un rastro de pesgua en el aire. Abren la puerta de la sala de juegos. Un cenicero de alabastro se estrella contra la sien de Arnold, llenando de júbilo a la mujer que lo esgrime. Sigue golpeándolo hasta que cae al suelo a cuatro patas, mientras Jeff, desprevenido, apunta con el arma unas décimas de segundo demasiado tarde. Ésta sale disparada de su mano cuando un taco de billar le rompe la muñeca y después, en un movimiento ascendente, lo golpea en la mandíbula. Levanta el brazo, primero para protegerse, después para agarrar la punta del taco, mientras el marco de Catalina de Siena se rompe sobre su cabeza.

Las mujeres salen corriendo al pasillo, pero se quedan heladas cuando ven aparecer dos figuras procedentes de la capilla. Vuelven a toda prisa a la cocina. Harper y Menus van tras ellas. Harper agarra a una por la cintura y el brazo; la mujer se agita tanto que él no ve la sartén que se precipita sobre su cabeza. Cae y suelta el arma. Menus, que intenta poner las esposas a otra, se vuelve cuando su padre se desploma. El caldo que le arrojan a la cara está tan caliente que no puede ni gritar. Cae sobre una de sus rodillas y una mujer tiende la mano para coger el arma que gira en el suelo. Herido, medio ciego, Menus le agarra el tobillo izquierdo. Ella le da patadas con el pie derecho. Detrás de él, una mujer apunta con un cuchillo de carnicero y se lo hunde tan profundamente en el omoplato que no puede sacarlo para volver a clavárselo. Lo deja ahí y huye al jardín con las otras dos, dispersando a las gallinas a su paso.

Procedentes del piso superior, Wisdom Poole y Sargeant Person no ven a nadie. Entran en el aula, donde la luz se viene a través de las ventanas. Buscan detrás de los pupitres que están contra la pared, incluso donde es evidente que nadie, ni siquiera un niño, es lo bastante pequeño para esconderse.

En el sótano, bajo el rayo largo y lento de una linterna Black & Decker, Steward, Deek y K. D. observan muestras de profanaciones, violencia y perversión inimaginables. Dibujos malignos hechos con esmero tapizan el suelo de piedra. K. D. juguetea con su cruz de palma. Deck se palpa el bolsillo de la camisa, donde tiene las gafas de sol. Había pensado que podría utilizarlas para otras cosas, pero se pregunta si no las necesita ahora para protegerse de lo que ve, ese mar de depravación que los atrae hacia abajo. Ninguno se atreve a entrar. Sus suposiciones están más que confirmadas, así que dan media vuelta y suben por las escaleras. La puerta del aula está abierta; Sargeant y Wisdom los hacen entrar. Se apelotonan junto a las ventanas y entonces los cinco lo entienden: las mujeres no se han escondido. Están sueltas.

Poco después de que los hombres hayan salido de casa de Sargeant, los ciudadanos de Ruby llegan al horno. La lluvia amaina. En el barril de basura, los desperdicios giran en el agua. El torrente ha crecido hasta el límite, pero no se ha desbordado. En lugar de ello, se filtra bajo tierra. La lluvia que se precipita desde la parte superior del horno cae sobre el barro moteado con los trocitos de lechada que se han desprendido de los ladrillos. El horno se ladea un poco. El terreno compactado sobre el que descansa está minado. Los ciudadanos van al encuentro de los hombres en coches y camionetas. Ninguna de las dos hermanas necesita que la convenzan, porque las dos ya sabían que estaba sucediendo algo terrible. Dovey le pide a Soane que conduzca. Las dos están calladas y los pensamientos cruzan por su mente a toda velocidad. Dovey ha visto durante treinta años cómo su marido iba destruyendo algo de sí mismo. Cuanto más ganaba, menos era. Tal vez ahora esté destruyéndolo todo. ¿Los veinticinco años de éxito desenfrenado lo habían confundido? ¿Pensaba que, puesto que vivían lejos de la ley de los blancos, estaban por encima de ella? Naturalmente, nadie podría pedir un marido más amante y, siempre que pasara por alto las partes que no pueden conocerse, su matrimonio parecía perfecto. Sin embargo, sigue echando de menos la casita de la hipoteca ejecutada donde lo visitaba su amigo. Desde que K. D. se quedó la casa, sólo ha venido una vez, y eso fue en un sueño en que se alejaba de ella. Ella lo llamó y él se volvió. Al instante siguiente, ella estaba lavándole el pelo. Despertó desconcertada, pero contenta al ver que tenía las manos húmedas de espuma.

Soane está recriminándose no haber hablado, sólo hablado, con Deek. Haberle dicho que sabía lo de Connie; que la pérdida de su tercer hijo no era una sentencia contra él, sino contra ella. Después de que Connie le salvara la vida a Scout, el resentimiento de Soane contra ella se evaporó y, puesto que las dos se habían hecho amigas rápidamente, creía que también había olvidado a Deek. Ahora se preguntaba si su miedo a ahogarse en un aire demasiado tenue para respirarlo, su llanto sin consuelo por sus hijos, su deseo de mantener el dolor vivo negándose a leer sus últimas cartas, eran modos de castigarlo sin que lo pareciera. En cualquier caso, estaba segura de que lo de poner en fuga a las mujeres del convento tenía algo que ver con su matrimonio. Harper, Sargeant y, desde luego, Arnold, no habrían movido un dedo contra aquellas mujeres si Deek y Steward no los hubieran manipulado y les hubiesen dado su autorización. Ojalá hubiera hablado con él veinte años atrás. Sólo hablar.

—¿En qué piensas? —Dovey rompió el silencio.

—No puedo pensar.

—No les harán daño, ¿verdad?

Soane paró el limpiaparabrisas. Ya no era necesario.

—No —contestó. Sólo quieren asustarlas. Para que se vayan.

—Pero la gente no para de hablar de ellas, como si fueran… gentuza.

—Son distintas, eso es todo.

—Ya lo sé, pero eso ha sido motivo suficiente, en otras ocasiones.

—Son mujeres, Dovey. Sólo mujeres.

—Pero son putas, y raras.

—¡Dovey!

—Eso es lo que dice Steward, y si él lo cree…

—Me da lo mismo que lo sean. —Soane no podía imaginar nada peor. Se callaron las dos.

—Lone dice que K. D. está allí.

—Era de esperar.

—¿Crees que Mable lo sabe? ¿O Priscilla? —pregunta Dovey.

—Lo dudo. Si no hubiera sido por Lone, ¿lo habríamos sabido?

—Supongo que no pasará nada. Aaron y Pious los detendrán. Y los Beauchamp. Ni siquiera Steward querrá discutir con Luther.

Entonces, las hermanas se echaron a reír, esperanzadas, y fueron calmándose a medida que corrían a través del glorioso aire del amanecer.

Consolata despierta. Segundos antes, le ha parecido oír unos pasos que bajaban. Supone que debía de ser Pallas que iba a alimentar al bebé que está acostado a su lado. Toca el pañal para ver si hace falta cambiarlo. Algo. Algo. Consolata se queda helada. Abre la puerta y oye pasos que retroceden, demasiado fuertes, demasiados para tratarse de una mujer. No sabe si alterar el sueño del niño. Después, se pone rápidamente un vestido, azul con el cuello blanco, y decide dejar al niño en la cuna. Sube por las escaleras y de inmediato ve una silueta tendida en el suelo del vestíbulo. Corre hasta ella, coge a la mujer en brazos y se mancha de sangre la mejilla y el lado izquierdo del vestido. Localiza el pulso en el cuello; es débil, y la respiración superficial. Consolata frota la pelusa de la cabeza de la mujer y entra en ella, hasta el fondo, muy al fondo, para encontrar la lucecita. En la habitación contigua se oyen disparos.

Los hombres están disparando por la ventana a las tres mujeres que corren entre el trébol y la retama. Consolata entra.

—¡No! —brama.

Los hombres se vuelven.

Consolata entorna los ojos para protegerse del sol, después mira más arriba, como si la distrajera algo situado por encima de las cabezas de los hombres.

—Has vuelto —dice, y sonríe.

Deacon Morgan necesita las gafas oscuras, pero están en el fondo del bolsillo de la camisa. Mira a Consolata y ve en sus ojos lo que éstos han ido perdiendo y lo que él ha perdido. Hay sangre junto a los labios de Consolata. Se queda sin aliento. Levanta la mano para detener la de su hermano y descubre entonces cuál de los dos es el más fuerte. La bala atraviesa la frente de Consolata.

Dovey grita. Soane mira fijamente.

—Puede tardar mucho en morir.

Lone desea desesperadamente un Doublemint mientras restaña la herida de la mujer blanca. Ella y Ren la han llevado hasta el sofá de la sala de juegos. Lone no oye ningún latido y, aunque el pulso del cuello parece estar todavía ahí, ha manado demasiada sangre de esta mujer con muñecas pequeñas como las de una niña.

—¿Alguien ha ido a buscar a Roger? —grita.

—Sí —contesta alguien, gritando también.

El ruido que hay fuera de la habitación le está dando dolor de cabeza y un deseo feroz de mascar. Lone deja a la mujer y va a ver qué están haciendo para salvar una vida o dos en medio de aquel caos.

Dovey llora en las escaleras.

—Dovey, tienes que parar. Necesito una mujer que piense. Ve ahí y tráeme un poco de agua; intenta que aquella chica beba.

La arrastra hacia la cocina donde está Soane.

Un poco antes, Deacon Morgan había llevado a Consolata a la cocina y la había sostenido en brazos durante el tiempo en que las mujeres tardaban en despejar la mesa. La depositó con cuidado, como si cualquier gesto brusco pudiera hacerle daño. Cuando Consolata estuvo cómodamente instalada —con el impermeable de Soane doblado debajo de la cabeza—, las manos empezaron a temblarle. Entonces salió a ayudar a los heridos. Menus, incapaz de sacarse el cuchillo del hombro, gemía de dolor. A Harper se le estaba hinchando la cabeza, pero era Arnold Fleetwood el que parecía tener una conmoción cerebral. Y la mandíbula rota de Jeff, así como su muñeca quebrada, necesitaban atención. Habían llegado otras personas de Ruby, despertadas por la primera caravana, multiplicando el desorden y el barullo. El reverendo Pulliam le sacó el cuchillo del hombro a Menus e intentó convencer a los Jury y a los Fleetwood de que consintieran en que los llevasen al hospital de Demby. Llegó un recado del hijo de Deed Sands anunciando que esperaban que Roger volviera de Middleton aquella mañana y que, tan pronto como llegara, su hija lo enviaría para allí. Al final, Pulliam fue persuasivo y se llevó a los heridos.

Las voces masculinas seguían retumbando. Entre acusaciones a gritos y defensas hoscas, aunque menos ruidosas, bajo el ataque de preguntas y profecías de maldición, pasó una media hora antes de que a alguien se le ocurriera preguntar qué había sido de las otras mujeres. Cuando Pious lo preguntó, Sargeant indicó «por ahí», con un gesto de la cabeza.

—¿Se han escapado? ¿Han ido a buscar al sheriff?

—Lo dudo.

—¿Entonces, qué?

—Se cayeron. En la hierba.

—¿Habéis matado a todas estas mujeres? ¿Y por qué motivo? —

—¡Ahora no sólo atraeremos la cólera de Dios, sino también la ley de los blancos!

—No hemos venido aquí a matar a nadie. Mira lo que les han hecho a Menus y a Fleet. ¡Ha sido en defensa propia!

Aaron Poole miró a K. D., que acaba de darle aquella explicación.

—¿Entras en su casa y esperas que no te echen? —Lo miró con expresión de desprecio, aunque no se mostraba tan gélido como Luther.

—¿Quién tenía las armas? —preguntó Luther.

—Nosotros, pero fue el tío Steward quien dijo…

Steward Le dio una bofetada en la boca y, si no hubiera sido por Simon Cary, habría tenido lugar otra matanza.

—¡Sujetad a este hombre! —gritó el reverendo Cary y, señalando a K. D., añadió—: Hijo, te has metido en un buen lío.

Pious dio un puñetazo en la pared.

—Ya nos habíais deshonrado, ¿ahora queréis destruirnos? ¿Qué clase de maldad lleváis dentro? —dijo. Miró primero a Steward, pero después su mirada abarcó a Wisdom, Sargeant y los otros dos.

—El mal está en esta casa —contestó Steward—. Baja al sótano y compruébalo por ti mismo.

—Mi hermano miente. Ha sido cosa nuestra. Sólo nuestra. Y somos los responsables.

Por primera vez en veintiún años, los gemelos se miraron directamente a los ojos. Entretanto, Soane y Lone DuPres cerraban los dos ojos descoloridos, pero no podían hacer nada con el tercero, húmedo y sin párpado, que había entre ambos.

—Ha dicho «Divine» —susurró Soane.

—¿Qué? —Lone intentaba tapar el cadáver con una sábana.

—Cuando he llegado junto a ella. Justo después de que Steward… Le he cogido la cabeza y ha dicho «Divine». Y después algo así como «es divino, está durmiendo un sueño divino». Supongo que soñaba.

—Bueno, tenía un tiro en la cabeza, Soane.

—¿Qué crees que estaba viendo?

—No lo sé, pero es un pensamiento agradable, aunque fuera el último.

En ese momento entró Dovey.

—Se ha ido —dijo.

—¿Estás segura? —preguntó Lone.

—Mira por ti misma.

—Ahora voy.

Las hermanas taparon a Consolata con la sábana.

—No la conocía tan bien como tú —dijo Dovey.

—Le tenía cariño. Dios sabe que sí, pero nadie la conocía de verdad.

—¿Por qué lo han hecho?

—¿Han? Querrás decir ha, ¿no? Es Steward quien la ha matado, no Deek.

—Lo dices como si todo fuera culpa suya.

—No era ésa mi intención.

—¿Entonces qué? ¿Qué querías decir? —Soane no sabía qué quería decir, lo único que quería era encontrar un poco de jabón para limpiar todo lo que pudiese. Pero aquella conversación había hecho que la relación entre ambas cambiara de manera irreversible.

Desconcertada, enfadada, triste y asustada, la gente se amontona dentro de los coches y vuelve junto a los niños, el ganado, los campos, las tareas domésticas y la incertidumbre. Cuánto han trabajado para tener este sitio; qué lejos estaban antes de la barbarie que acaban de presenciar. Cómo es posible que una misión tan limpia y bendita se devore a sí misma y se convierta en el mundo del que ha escapado. Lone ha dicho que se quedará con los cadáveres hasta que llegue Roger.

—¿Cómo volverás? —pregunta Melinda—. Tu coche está delante de nuestra casa.

Lone suspira.

—Bueno, los muertos no se mueven, y Roger tiene mucho trabajo. —Mientras el coche se aleja, Lone mira hacia la casa—. Mucho trabajo.

No tuvo ninguno. Cuando Roger Best volvió a Ruby, ni siquiera se cambió de ropa. Aceleró el motor de la ambulancia-coche fúnebre y se dirigió hacia el convento. Le habían dicho que había tres mujeres sobre la hierba. Una en la cocina. Otra en el pasillo. Buscó por todas partes. En cada centímetro de hierba, en cada trozo de retama. En el gallinero. En el huerto. En cada hilera de maíz del campo que se extendía más allá. Después buscó por cada habitación: la capilla, el aula. La sala de juegos estaba vacía; también lo estaba la cocina: una sábana y un impermeable doblados eran el único signo de que allí había habido un cadáver. En el piso de arriba, miró en los dos cuartos de baño y en los ocho dormitorios. Otra vez en la cocina, en la despensa. Después bajó al sótano, pisó los dibujos del suelo. Abrió una puerta, que daba a la carbonera. Tras otra puerta, descubrió una cama pequeña y un par de zapatos brillantes sobre un tocador. Ningún cadáver. Nada. Incluso el Cadillac había desaparecido.