En la limpia y agradable oscuridad del sótano, Consolata despertó a la desgarradora decepción de no haber muerto durante la noche. Cada mañana, sus esperanzas truncadas, permanecía acostada bajo tierra en un camastro, asqueada por una existencia de babosa cuyas horas soportaba bebiendo de botellas negras con nombres hermosos. Cada noche se sumía en el sueño decidida a que fuera la última, con la esperanza de que un gran pie descendiera sobre ella y la aplastase como una plaga de jardín.

Confinada ya a un espacio del tamaño de un ataúd, entregada a la oscuridad, alejada de los apetitos, ansiando sólo el olvido, luchaba por entender aquella demora. ¿Para qué?, preguntaba, y su voz era una más entre las muchas que llenaban el sótano del suelo al techo. Varias veces por semana, por la noche o durante las sombras del día, salía a la superficie. Se quedaba de pie en el jardín, caminaba, elevaba los ojos al cielo para ver la única luz que podía soportar. Una de las mujeres, por lo general Mavis, insistía en estar con ella. Hablando, hablando, siempre hablando. O venía una pareja de las otras. Podía escucharlas, incluso contestar algunas veces, si iba echando tragos de las polvorientas botellas de nombres hermosos: Jarnac, Médoc, Haut-Brion y Saint Emilion. Con excepción de Mavis, que era la que llevaba más tiempo allí, cada vez era más difícil distinguir a una de otra. Había olvidado casi todo lo que sabía de ellas, y cada vez le parecía menos importante recordarlo, porque el timbre de sus voces contaba siempre lo mismo: desorden, desilusión y aquello contra lo que la hermana Roberta advertía a las chicas indias: deriva. Las tres des que asfaltaban el camino a la perdición, y la más grave era la de ir a la deriva.

Habían llegado a lo largo de los últimos ocho años. La primera, Mavis, durante la larga enfermedad de la madre; la segunda, justo después de que muriera. Luego, dos más. Todas habían pedido permiso para quedarse unos pocos días, pero no se habían ido. De vez en cuando, una u otra llenaba de cualquier manera una bolsita, decía adiós y parecía desaparecer por un tiempo, pero sólo por un tiempo. Siempre volvían para quedarse, y vivían como ratones en una casa que nadie quería, ni siquiera el recaudador de impuestos, con una mujer enamorada del cementerio. Consolata las miraba a través del color de bronce o gris o azul de sus diversas gafas de sol y veía chicas rotas, asustadas y débiles que mentían. Cuando sorbía el Saint-Émilion o el ahumado Jarnac, podía tolerarlas, pero cada vez tenía más ganas de partirles el cuello, de hacer cualquier cosa que consiguiese detener aquella comida mal guisada e indigesta, la música ávida que martilleaba, las peleas, la risa estridente, las exigencias. Pero, sobre todo, aquel ir a la deriva. La hermana Roberta les habría hecho papilla las manos. No sólo no hacían nada más que lo estrictamente necesario, sino que no tenían planeado hacer nada. En lugar de planes, tenían deseos: insensatos deseos infantiles. Mavis hablaba interminablemente de negocios de éxito infalible: colmenas, algo llamado «cama y desayuno», una empresa de comidas a domicilio, un orfanato. Cualquiera pensaría que había encontrado un cofre con dinero, joyas o algo así y quería que la ayudaran a engañar a los demás sobre su contenido. Otra de ellas se dedicaba a hacerse cortes, a escondidas, en los muslos, los brazos. Deseaba ser la reina de las cicatrices y se hacía finas rajas rojas en la piel con lo primero que encontraba: una navaja, un imperdible, un cuchillo de cocina. Otra anhelaba lo que parecía ser una especie de vida de cabaret, un lugar abarrotado donde cantar canciones desgarradoras con los ojos cerrados. Consolata escuchaba aquellos sueños de niña con una indulgencia amortiguada, empapada en vino, porque no la enfurecían tanto como los susurros de amor que quedaban suspendidos largo rato en el aire después de que las mujeres se marcharan. Bajaban por las escaleras flotando, una por una, llevando una lámpara de queroseno o una vela, igual que doncellas que entraran en un templo o en una cripta, para sentarse en el suelo y hablar del amor como si tuvieran alguna idea de lo que era. Hablaban de hombres que venían a acariciarlas durante su sueño; de hombres que las esperaban en el desierto o junto al agua fresca; de hombres que las habían amado desesperadamente; de hombres que deberían haberlas querido, que podrían haberlas querido, que las habrían querido.

Durante los días peores, cuando las fauces de la depresión ensuciaban la limpia oscuridad, quería matarlas a todas. Quizás ése fuera el motivo por el que se prolongaba su vida de babosa. Por eso, y por la fría serenidad de la cólera de Dios. Morir sin Su perdón condenaba su alma. Pero morir sin el de Mary Magna la contaminaba per omnia saecula saeculorum. Se lo habría dado sin problemas si Consolata se lo hubiera contado todo a tiempo, si se hubiera confesado antes de que la razón de la anciana derivara hacia un sonsonete. En su último día, Consolata subió a la cama, se colocó detrás de ella, tiró las almohadas al suelo, levantó el cuerpo que pesaba como una pluma y lo sostuvo entre los brazos y entre las piernas. Con la pequeña cabeza blanca acurrucada entre los pechos de Consolata, la señora entró en la muerte, como si fuera un nacimiento, acunada y mecida por los rezos de la mujer que había raptado cuando era pequeña. En realidad, había raptado a tres niños; lo más fácil del mundo en 1925. Mary Magna, que por entonces no era madre sino hermana, se negó en redondo a dejar a dos niños en la basura de la calle donde estaban sentados. Los cogió, se los llevó al hospital donde trabajaba y los lavó con bicarbonato Ordorno, Glover’s Mange, jabón, alcohol, Blue Ointment, jabón, alcohol y, para terminar, un poco de yodo cuidadosamente colocado en las pupas. Los vistió y, con la complicidad de las otras hermanas de la misión, se los llevó consigo al barco. Eran seis monjas estadounidenses que iban de regreso a Estados Unidos después de doce años de trabajar a la sombra de otras órdenes portuguesas más antiguas y severas. Nadie cuestionó que las Hermanas Devotas de los Indios y Gentes de Color pagaran el billete de tarifa reducida de los tres pilluelos —que nada tenían de blancos— a su cargo. Porque ya eran tres, puesto que Consolata, que ya tenía nueve años, había sido una decisión de último minuto. Desde el punto de vista de cualquiera, los raptos eran un rescate porque, al margen de cuál fuese la vida a la que los llevara aquella monja exasperada y obstinada, sería mejor que la que los aguardaba en las calles llenas de mierda de aquella ciudad. Cuando llegaron a Puerto Limón, la hermana Mary Magna dejó a dos de ellos en un orfanato, porque para entonces ya se había enamorado de Consolata. ¿Los ojos verdes? ¿El pelo de color de té? ¿Su docilidad, quizás? ¿O tal vez la piel ahumada, como una puesta de sol? La llevó consigo como pupila al lugar al que la difícil monja había sido destinada: una mezcla de internado y asilo para niñas indias en una zona desolada del oeste de Estados Unidos.

En letras blancas sobre fondo azul, una señal situada junto a la carretera de acceso rezaba: ESCUELA PARA NIÑAS NATIVAS CRISTO REY. Quizás ése fuese el nombre que todo el mundo tenía que darle, pero por lo que Consolata recordaba, sólo las monjas empleaban el nombre correcto, generalmente en sus oraciones. Contra toda lógica, las alumnas, los funcionarios estatales y las personas que veían en el pueblo se referían a ella sencillamente como «el convento».

Durante treinta años, Consolata trabajó sin cesar para convertirse en el orgullo de Mary Magna y seguir siéndolo, para ser uno de sus éxitos en una vida entera dedicada a enseñar, criar y cuidar a los demás en lugares cuyos nombres los padres de las monjas nunca habían oído y eran incapaces de repetir hasta que sus hijas los pronunciaban. Consolata la adoraba. Cuando la robó y la llevó al hospital, le clavaron agujas en los brazos, dijeron que para protegerla de las enfermedades. Recordaba como algo agradable la violenta enfermedad que le sobrevino, porque mientras estaba acostada en la sala de pediatría, una cara bellamente enmarcada la miraba. Tenía los ojos azules como un lago, tranquilos, claros, pero con una sombra de pánico, una preocupación que Consolata nunca había visto. Merecía la pena estar enferma, incluso morirse, para ver esa clase de inquietud reflejada en los ojos de un adulto. De vez en cuando, la mujer con la cara enmarcada se inclinaba y le tocaba la frente con la yema de los dedos, o le alisaba el cabello húmedo y enredado. Las cuentas de cristal que le colgaban de la cintura o de los dedos titilaban. Consolata amaba aquellas manos: las uñas planas, la piel lisa y fuerte de la palma. Y le gustaba la boca que no sonreía, que no necesitaba enseñar los dientes para irradiar felicidad o dar la bienvenida. Consolata podía ver una fría luz azul que brillaba suavemente bajo el hábito. Procedía, creía ella, del corazón.

Directamente del hospital, Consolata, vestida con un limpio vestido marrón que le llegaba hasta los tobillos, acompañó a las monjas a un barco llamado Atenas. Tras la escala en Panamá, desembarcaron en Nueva Orleans y, desde allí, viajaron en un coche, un tren, un autobús y otro coche. Y la magia que había empezado con las agujas del hospital fue creciendo cada vez más: retretes donde se arremolinaba una agua tan limpia que habría podido beberse; pan blanco y suave, cortado ya en rebanadas dentro de la bolsa; leche en botellas de cristal; y, durante todo el día, todos los días, un maravilloso lenguaje hecho especialmente para hablar con el cielo: Ora pro nobis… gratia plena… sanctificetur nomen tuum fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra sed libera nos a malo a malo a malo. La magia no disminuyó hasta que llegaron a la escuela. Aunque el paisaje no tenía nada interesante, la casa era como un castillo y estaba llena de bellos objetos que Mary Magna ordenó eliminar de inmediato. Las primeras tareas de Consolata fueron romper las ofensivas figuras de mármol y vigilar las hogueras en que ardían los libros, santiguándose cuando algunos amantes desnudos salían volando del fuego y tenían que ser echados de nuevo a las llamas. Consolata dormía en la despensa, frotaba los azulejos, daba de comer a las gallinas, rezaba, pelaba, cuidaba el jardín, hacía conservas y lavaba y planchaba. Fue ella y no otra quien descubrió la mata silvestre cargada de pimientos picantes y quien los cultivó. Aprendió los rudimentos de la cocina con la hermana Roberta y llegó a ser lo bastante buena como para encargarse de cocinar y de cuidar el huerto. Asistía a las clases con las chicas indias, pero no establecía vínculos con ellas.

Durante treinta años ofreció su cuerpo y su alma al Hijo de Dios y a Su madre de manera tan completa como si hubiera tomado los hábitos. A ella, cuyo corazón sangraba y su amor era infinito. A ella, quae sine tactu pudoris. A la beata viscera Mariae Virginis. A ella, cuyo camino era estrecho, pero perfumado con la dulzura del tomillo. A Él, cuyo amor era tan perfectamente accesible que dejaba sin habla a los sabios y a los condenados. Él, que se había hecho humano para que pudiéramos conocerlo, tocarlo, verlo en los menores gestos, para que Su sufrimiento reflejara el nuestro, y Su agonía, Su duda, Su desesperación, Su fracaso, representara y absorbiera durante todo el tiempo que estuviéramos en la tierra aquello a lo que éramos vulnerables. Y esos treinta años de rendición al Dios vivo se quebraron como la cáscara de un huevo cuando conoció al hombre vivo.

Corría el año 1954. La gente estaba levantando casas, poniendo vallas, arando la tierra, a unos treinta kilómetros al sur de Cristo Rey. Habían empezado a construir una tienda de alimentación y, para entusiasmo de Mary Magna, una farmacia, más cercana que la otra, situada a unos ciento cincuenta kilómetros. Allí podía comprar los rollos de algodón estéril para cuando las chicas tenían el período, las agujas finas, el hilo ligero que las mantenía ocupadas remendando, remendando, el polvo StanBack, Lydia Pinkham, y el cloruro de aluminio con el que fabricaba desodorante.

En uno de estos viajes, cuando Consolata acompañaba a Mary Magna en la camioneta Mercury de la escuela, incluso antes de que llegaran a la carretera recién abierta, estaba claro que pasaba algo. Algo demencial ocurría bajo el sol ardiente. Oyeron fuertes gritos de ánimo y, en lugar de encontrar a una treintena de personas enérgicas, ocupadas en silencio en el trabajo de construir un pueblo, vieron caballos que galopaban por la carretera y gente que reía como loca. Niñas pequeñas con flores rojas y púrpura en el pelo saltaban aquí y allá. Un niño que se agarraba con todas sus fuerzas al cuello de un caballo fue alzado en brazos y declarado campeón. Los hombres jóvenes y los chicos agitaban los sombreros, perseguían a los caballos y se enjugaban los ojos. Mientras Consolata contemplaba aquella alegría insensata, oyó un débil pero insistente pum, pum, pum. Pum, pum, pum. Después, el recuerdo de una piel como aquélla y de hombres como aquéllos bailando con mujeres en las calles, al ritmo de una música que latía como un corazón furioso, torsos inmóviles, caderas que describían pequeños círculos sobre piernas que se movían tan rápidamente que era inútil intentar descifrar cómo era posible que resultase tan fácil. Sin embargo, aquellos hombres no bailaban; reían, corrían, se llamaban entre sí y a mujeres que se inclinaban con júbilo. Y aunque vivían allí en un pueblo, no en una ciudad ruidosa llena de negros brillantes, Consolata supo que los conocía.

A Mary Magna le costó llamar la atención del farmacéutico. Finalmente, éste se separó de la multitud y las acompañó a su casa, donde un sector cerrado del porche hacía las veces de tienda. Abrió la puerta mosquitera y, con una cortés inclinación de la cabeza, hizo entrar a Mary Magna. Mientras Consolata esperaba en los escalones, lo vio por primera vez. Pum pum pum. Pum, pum, pum. Un jinete joven y delgado, que llevaba a otro caballo de las riendas. Su camisa caqui estaba empapada de sudor y se quitó el amplio sombrero para secarse la frente. Sus caderas se mecían sobre la silla, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Pum pum pum. Pum pum pum. Consolata vio su perfil y sintió que algo vivo y con plumas revoloteaba en su estómago. Pasó por delante de ella y desapareció en el establo. Mary Magna salió con sus compras, quejándose un poco de una cosa u otra —el precio, la calidad— y se apresuró en dirección a la camioneta; Consolata fue tras ella, llevando los rollos de algodón esterilizado. En el momento en que abría la puerta delantera, él volvió a pasar. A pie, corriendo un poco, ansioso por volver al grupo festivo situado calle abajo. De manera casual, miró hacia ella. Consolata le devolvió la mirada y le pareció que sus ojos, si no su paso, vacilaban. Rápidamente, agachó la cabeza y subió a la camioneta, que se calcinaba al sol; el calor que hacía en la cabina pareció explicar su dificultad para respirar. No volvió a verlo durante dos meses; un lapso que se convirtió en inestable por la cosa emplumada que luchaba por desplegar las alas. Meses de rezos fervientes y gran cuidado en las tareas de la casa. También de tensión, porque la escuela había sido conminada a cerrar sus puertas. El legado de la mujer rica que había fundado y financiado la orden había sobrevivido a la década de los treinta, pero se agotó en la de los cincuenta. Hacía ya tiempo que las buenas y dulces niñas indias se habían ido, arrancadas de allí por sus madres y hermanos, o encaminadas hacia una vida piadosa. La escuela llevaba tres años solicitando pupilas del estado; chicas insolentes que estaban convencidas de que las hermanas eran cómicas casi siempre y, cuando no, siniestras. Dos de ellas habían huido; sólo quedaban cuatro. A menos que las hermanas lograran convencer al estado de que les enviara (y pagase por ellas) más chicas indias difíciles y traviesas, las órdenes eran que se preparasen para el cierre y un nuevo destino. El estado tenía chicas difíciles, naturalmente, ya que el término «difícil» podía hacer referencia a cualquier cosa, desde la enuresis al tartamudeo pasando por el absentismo escolar, pero prefería colocarlas en escuelas protestantes, donde, aunque no entendieran el comportamiento religioso de las profesoras, por lo menos la ropa que llevaban resultaba menos extraña. En Oklahoma, las iglesias y las escuelas católicas eran tan raras como un perro verde. Ése era el motivo por el cual, en otro tiempo, la benefactora había comprado la mansión. Se trataba de una ocasión para intervenir en el corazón del problema: llevar a Dios y la lengua a unos nativos que supuestamente no tenían ninguna de las dos cosas; alterar su dieta, su forma de vestir, de pensar; ayudarlos a despreciar todo lo que en otro tiempo había dado sentido a su vida y ofrecerles a cambio el privilegio de conocer al único Dios y, por lo tanto, la oportunidad de la redención. Mary Magna escribió carta tras carta, viajó a Oklahoma City y más allá, con la esperanza de salvar la escuela. En esta atmósfera trastornada, las torpezas de Consolata, el que se le cayeran cosas, quemara otras, hiciese visitas repentinas y rápidas a la capilla, suponían molestias para las hermanas, pero eran signos de una alarma no muy distinta de la suya. Cuando le preguntaban qué le pasaba o la regañaban por algún fallo inadmisible, se inventaba excusas o se enfurruñaba. Por encima de su confusión, renovando diariamente su apresurada piedad, se encontraba el miedo de que le pidieran que saliese del convento, que fuera a comprar otra vez al pueblo. De manera que hacía el trabajo del patio con la primera luz del alba y pasaba el resto del día dentro, realizando sus tareas de cualquier manera. Al final, no sirvió de nada. Él fue hasta ella.

En un claro día de verano, mientras Consolata estaba arrodillada, quitando las malas hierbas del huerto con la ayuda de dos hurañas pupilas del estado, una voz masculina dijo a sus espaldas:

—Disculpe, señorita.

Sólo quería unos pimientos negros.

Él tenía veintinueve años; ella, treinta y nueve, y perdió la cabeza. Por completo.

Consolata no era virgen. Uno de los motivos por los que había aceptado con tanto agradecimiento la mano de Mary Magna, que se había abierto sobre la basura como el ala de una paloma, eran los abusos a que se había visto sometida al cumplir los nueve años. No obstante, después de que la mano blanca la tomara de su asquerosa pezuña, nunca había conocido a ningún hombre ni lo había deseado; tal vez por ello el enamorarse tras treinta años de celibato adquirió una cualidad casi comestible.

¿Qué dijo él? ¿Ven conmigo? ¿Cómo te llaman? ¿Cuánto cuesta medio cesto? ¿O se limitó a presentarse al día siguiente en busca de más pimientos picantes? ¿Se acercó a él para verlo mejor? ¿O fue él quien se acercó a ella? En cualquier caso, en un tono que tal vez reflejase desconcierto, él dijo:

—Tienes los ojos del color de las hojas de menta.

¿Contestó ella en voz alta. «Y los tuyos son como el principio del mundo», o esas palabras no llegaron a salir de su pensamiento? ¿Cayó de rodillas y le rodeó las piernas con los brazos, o eso sólo fue lo que deseó hacer?

—Te devolveré el cesto. Pero quizá vuelva tarde. ¿Te importa?

Ella no recordaba haber contestado nada, pero seguramente su rostro le indicó lo que necesitaba saber, porque al llegar la noche estaba allí, y ella también, y él le cogió la mano. No había ningún cesto a la vista. Pum pum pum.

En el camión, mientras recorrían el camino de gravilla, la estrecha pista de tierra y aceleraban por la ancha carretera asfaltada, no dijeron nada. Él parecía conducir por placer: el rugido contenido bajo el capó de acero; el modo furtivo en que separaba la oscuridad y saltaba hacia las sombras que se extendían delante, más allá de lo previsto. Avanzaron sin pronunciar palabra durante lo que a Consolata le parecieron horas. El peligro y su necesidad hacía que se concentraran, que estuvieran tranquilos. Ella no sabía, ni le importaba adónde iban ni qué podría suceder cuando llegaran. Mientras se dirigían a toda velocidad hacia lo imprevisible, sentada al lado de un hombre más oscuro que la oscuridad que hendían, Consolata dejó que las plumas se desplegaran y se apartaran de las paredes de un vientre helado. Hacia donde el viento no era una ayuda o una amenaza para los girasoles, ni la luna un lenguaje sobre el tiempo, el clima, algo que indicara cuándo sembrar o cosechar, sino algo propio del mundo original diseñado para ambos.

Finalmente, él redujo la velocidad y tomó una pista por la que apenas se podía circular, donde los arbustos arañaban los guardabarros. Frenó ahí en medio, y la habría cogido en sus brazos si ella no hubiera estado ya en ellos.

En el camino de regreso, tampoco abrieron la boca. Lo que habían murmurado mientras hacían el amor tenía algo en común con el lenguaje, pero era imposible recordarlo, controlarlo o traducirlo. Antes de que amaneciera, se separaron como si los hubiesen detenido y tuvieran que enfrentarse a una sentencia de cárcel sin libertad condicional. Cuando ella abrió la puerta y se apeó, él dijo.

—El viernes al mediodía.

Consolata se quedó allí mientras él retrocedía con la camioneta. No lo había visto claramente ni una sola vez durante toda la noche. Pero el viernes, al mediodía, lo harían, lo harían, lo harían a plena luz del día.

Se rodeó el cuerpo con los brazos, cayó de rodillas y se inclinó hacia delante. La frente le tocaba el suelo mientras se mecía, sujeta por un arnés de placer.

Entró furtivamente en la cocina y simuló ante la hermana Roberta que había estado en el gallinero.

—Bien, ¿y dónde están los huevos?

—Ah, se me ha olvidado el cesto.

—No te hagas la tonta conmigo.

—No, hermana. Claro que no.

—Todo está hecho un desastre.

—Sí, hermana.

—Bien, pues muévete.

—Sí, hermana. Perdón, hermana.

—¿Pasa algo divertido?

—Nada, hermana. Pero…

—¿Pero?

—Yo… ¿Qué día es hoy?

—Santa Marta.

—Me refiero al día de la semana.

—Martes. ¿Por qué?

—Por nada, hermana.

—Necesitamos tu inteligencia, hija, no tu confusión.

—Sí, hermana.

Consolata cogió un cesto y salió corriendo por la puerta de la cocina.

Viernes. Mediodía. El sol golpea sin piedad y todo el mundo se ha refugiado tras las paredes de piedra en busca de alivio. Todo el mundo, menos Consolata y —eso espera— el hombre vivo. No tiene otra opción que soportar el calor sin otra protección que un sombrero de paja bajo un sol que la ha tomado por un yunque. Está de pie en la pequeña curva del camino de entrada, pero se la distingue perfectamente desde la casa. Esta tierra es lisa como una pezuña y abierta como la boca de una criatura. No hay dónde esconder el escándalo. Si la hermana Roberta o Mary Magna la llaman o le piden una explicación, se inventará algo: o no se inventará nada. Oye su camión antes de verlo y, cuando llega, pasa por su lado. No vuelve la cabeza, pero le hace un gesto. Levanta un dedo del volante y señala hacia delante. Consolata gira hacia la derecha y sigue el ruido de sus neumáticos, y después, cuando tocan el asfalto, su silencio. Él la espera en la cuneta de la carretera.

Dentro de la camioneta, se miran durante largo rato, serios, atentamente, y por fin sonríen.

Él conduce hasta una granja quemada que se alza en un promontorio de tierra en barbecho. Sorteando hierbas y matojos, aparca tras los negros dientes de una chimenea rota. Cogidos de la mano, luchan con las zarzas y los arbustos hasta que llegan a un cauce poco profundo. Consolata ve al instante lo que él quiere que vea: dos higueras que crecen entrelazadas. Cuando pueden pronunciar frases enteras, él la mira y dice:

—No me pidas que te lo explique. No puedo.

—No hay nada que explicar.

—Intento tener éxito en la vida. Mucha gente depende de mí.

—Sé que estás casado.

—Tengo intención de seguir estándolo.

—Ya lo sé.

—¿Qué más sabes? —pregunta él, y le apoya el índice en el ombligo.

—Soy mucho más vieja que tú.

Él aparta la vista del ombligo, la mira a los ojos y sonríe.

—Nadie es más viejo que yo.

Consolata se echa a reír.

—Desde luego, tú no —añade él—. ¿Cuándo lo hiciste por última vez?

—Antes de que tú hubieras nacido.

—Entonces, eres toda mía.

—¡Oh, sí!

Él la besa suavemente y se incorpora sobre el codo.

—He viajado. Por todas partes. Nunca he visto a nadie como tú. ¿Cómo alguien puede ser así? ¿Sabes lo bonita que eres? ¿Te has mirado alguna vez?

—Ahora lo estoy haciendo.

Mientras se encontraron allí, ningún higo apareció en aquellos árboles, pero agradecían la sombra de las hojas polvorientas y la protección de los troncos atormentados. Intentaban tenderse sobre las mantas que él llevaba. Más tarde, se miraban los rasguños y arañazos que les hacía el lecho seco del arroyo.

Consolata fue interrogada. Se negó a contestar; desvió las preguntas hacia lamentos.

—¿Qué va a pasar conmigo cuando todo esto cierre? Nadie me ha dicho qué va a pasar conmigo.

—No seas tonta. Sabes que siempre nos ocuparemos de ti.

Consolata hizo un mohín, simulando estar loca de preocupación y, por ese motivo, con un estado de ánimo variable. Cuantas más seguridades le daban, más insistía en vagar por ahí, en «estar sola», decía. Una necesidad que le sobrevenía sobre todo los viernes. Hacia el mediodía.

Cuando en septiembre Mary Magna y la hermana Roberta se fueron de viaje para hacer unas gestiones, la hermana Mary Elizabeth y las irresponsables alumnas —ahora sólo tres—, siguieron recogiendo, limpiando, estudiando y rezando. Dos de las muchachas, Clarissa y Penny, empezaron a sonreír cuando veían a Consolata. Tenían catorce años; eran chicas de huesos pequeños y ojos hermosos y avispados que en un instante podían volverse inexpresivos. Vivían para salir de aquel lugar y, ahora que el final se acercaba, estaban de muy buen humor. Hacía poco que habían empezado a mirar a Consolata como una cómplice, más que como a una enemiga empeñada en arruinarles la vida. Y mientras se susurraban la una a la otra en un lenguaje que las hermanas les habían prohibido utilizar, la encubrían, recogían los huevos, lo que era responsabilidad de Consolata. También arrancaban las malas hierbas y lavaban. A veces, miraban desde las ventanas del aula, con las cabezas juntas, los ojos radiantes, mientras la mujer que consideraban lo bastante vieja como para ser su abuela permanecía de pie, sin importar el tiempo que hiciera, esperando la camioneta Chevrolet.

—¿Lo sabe alguien? —Consolata desliza la uña del pulgar alrededor de la tetilla del hombre vivo.

—No me sorprendería —contesta él.

—¿Tu mujer?

—No.

—¿Se lo has dicho a alguien?

—No.

—¿Alguien nos ha visto?

—No lo creo.

—Entonces, ¿cómo puede saberlo alguien?

—Tengo un gemelo.

Consolata se incorpora y se sienta.

—¿Hay otro como tú?

—No. —Cierra los ojos. Cuando los abre, mira a lo lejos—. Sólo hay uno como yo.

Septiembre avanzó embadurnándolo todo con pintura al óleo: hectáreas de amarillo cardamomo, naranja oscuro, kilómetros de sierra, barrancos de azul cerúleo y azul noche, junto con ciclos de un violeta desgarrador. Cuando llegó octubre y las calabazas empezaron a hincharse en el mismo lugar que habían crecido los rábanos, Mary Magna y la hermana Roberta volvieron, profundamente irritadas con sacerdotes, abogados, funcionarios y clérigos. Sus noticias no eran ninguna novedad. El destino de todas se resolvería en Saint Pere, excepto el suyo. Esa decisión vendría más tarde. Se tenía en consideración la edad de Mary Magna, setenta y dos años, pero ella se negaba a que la llevaran a una residencia. Por otra parte, no había que olvidar la cuestión de los gastos de mantenimiento de la propiedad. El título estaba en manos de la fundación de la benefactora (que ahora había revertido al principal), de manera que la casa y el terreno no eran exactamente propiedad de la Iglesia; sin embargo, aún estaba por ver si se hallaba sujeta a los impuestos vigentes y los anteriores. Para el asesor, no obstante, la cuestión principal era la de por qué, en un estado protestante, un hatajo de extrañas católicas sin una misión masculina que las controlase merecían un trato especial. Afortunada o desafortunadamente, aún no se habían descubierto recursos naturales en la tierra, y para la fundación era imposible desentenderse sin más. No podían marcharse por las buenas, ¿no? Mary Magna las reunió a todas para explicárselo. Se había escapado otra chica, pero las dos últimas, Penny y Clarissa, la escuchaban absortas hablarles de su futuro —o, por lo menos, los siguientes cuatro años— que había tomado forma en las manos de algún viejo trajeado. Inclinaron sus bellas cabezas en aquiescencia solemne, convencidas de que estaba en camino la ayuda que necesitaban para escapar de aquella pandilla de monjas.

Sin embargo, Consolata prestaba poca atención a las palabras de Mary Magna. No pensaba irse a ningún sitio. Viviría en el campo, si era necesario o, mejor aún, en la casa incendiada que se había convertido en el hogar de sus pensamientos. Ya lo había seguido tres veces a través de la casa, manteniendo el equilibrio sobre tablas combadas, envuelta en un olor a humo de doce años de antigüedad. Allí, donde ni siquiera se veía una hilera de árboles, como si fuera una casa construida sobre las olas de arena del solitario Sahara, sin nadie ni nada que lo impidiera, la casa había ardido a merced del viento. ¿Habría empezado de noche, cuando los niños dormían? ¿O se encontraba vacía cuando las llamas comenzaron a crepitar? ¿Estaba el marido a cientos de metros de distancia, enfardando, marcando, desbrozando, sembrando? ¿Se había inclinado la mujer sobre la tina de lavar del patio, mientras los mechones de cabello le molestaban en la frente? Habría lanzado un cubo o dos y después, gritando a los niños, habría corrido para coger lo que pudiera. Habría hecho montones con lo que lograra alcanzar, arrebatar y llevar hasta el patio. Seguro que tenían una campana, un triángulo oxidado, algo para llamar o golpear y advertir al otro del peligro que se avecinaba. Cuando el marido llegó, el humo debió de hacerle llorar. Pero sólo a causa del humo, porque no era gente que llorase. Primero se habría preocupado por el ganado y lo habría llevado a un lugar seguro o lo habría soltado, al recordar que no tenía nada asegurado. Todo lo que no estaba en el patio se había perdido. Incluso los girasoles que crecían en la esquina noroeste de la casa, cerca de la cocina, donde la mujer podía verlos mientras removía el maíz molido.

Consolata hurgó en cajones donde un ratón de campo había mordisqueado los recibos de gas propano. Observó que el viento había pulido los muebles carbonizados hasta convertirlos en seda. Las formas infernales se habían apoderado de un espacio del que los humanos habían huido. Como si fueran estatuas de personas de ceniza. Un hombre de dos metros y medio de estatura se inclinaba junto a la chimenea. Sus piernas, fuertes piernas de vaquero, y el gesto de su mandíbula, respondían a las preguntas directas sobre el dominio. El dedo situado en el extremo de su largo brazo negro apuntaba a la izquierda, hacia el cielo, allí donde la pared se había desmoronado, exigiendo que salieran de inmediato de su propiedad. Cerca del hombre que señalaba, grabada débilmente sobre la pared ocre, había una niña con alas de mariposa de un metro de largo. La pared opuesta estaba habitada por lo que a Consolata le parecieron pescadores, pero el hombre vivo dijo que no, que parecían ojos de esquimales.

—¿Esquimales? —preguntó ella, apartándose el pelo del cuello—. ¿Qué es un esquimal?

Él se echó a reír y, obedeciendo a la orden del vaquero, la sacó de allí, sobre los escombros del muro derruido, y la condujo de regreso al cauce, donde rivalizaron con las higueras en su abrazo.

Hacia mediados de octubre, él se saltó una semana. Llegó el viernes y Consolata esperó durante dos horas y media en el lugar donde la pista se unía con el asfalto. Habría esperado más, pero Penny y Clarissa fueron a buscarla y se la llevaron de allí.

Ha muerto, pensó, y no había nadie para decírselo. Pasó la noche inquieta: en el camastro de la despensa o encorvada en la oscuridad, sobre la mesa de la cocina. La mañana la encontró contemplando cómo el mundo de los seres vivos se le escapaba gota a gota con su ausencia. Su corazón, obstruido por el espanto, se sentía más débil. Sus venas parecían haberse convertido en arrugados tubos de celofán. La presión que sentía en el pecho aumentaba de peso tan deprisa que no podía respirar bien. Al final, decidió dar con él o con lo que hubiera sucedido.

El sábado era un día movido. Mientras ella caminaba con paso decidido por el centro de la carretera del condado, el autobús semanal hizo sonar la bocina para que se apartara. Consolata se dirigió hacia la cuneta y siguió andando; la brisa que produjo el tubo de escape agitó su cabello sin trenzar. Pocos minutos más tarde, pasó por su lado un camión cisterna y el conductor gritó algo por la ventanilla. Al cabo de media hora, algo brilló a lo lejos. ¿Un coche? ¿Un camión? ¿Él? Su corazón gorgoteó y volvió a enviar sangre otra vez hacia sus venas de celofán. No se atrevió a permitir que la sonrisa que crecía en sus labios se extendiera a todo el rostro. Ni se atrevió a dejar de andar mientras el vehículo se hacía lentamente visible. Si, gracias a Dios, una camioneta. Y una persona al volante, Jesús mío. Y reducía la velocidad. Consolata se volvió para ver que se detenía y regalarse con el rostro del hombre vivo.

Él se asomó por la ventanilla, sonriendo.

—¿Quieres que te lleve?

Consolata cruzó la carretera y rodeó corriendo la camioneta hacia la puerta del pasajero. Cuando llegó a ella, ya estaba abierta. Subió y, por algún motivo —fuera el deseo femenino de regañarlo o borrar veinticuatro horas de desesperación; la pretensión de que el sufrimiento causado exigía, por lo menos, una excusa, una explicación para conseguir el perdón—, un instinto la protegió y no permitió que le deslizara la mano por la entrepierna, como deseaba.

Él permanecía en silencio, naturalmente, pero no era el silencio de los viajes del viernes a mediodía, cuando la ausencia de palabras estaba llena de promesas. Fácil. Sonoro. Este silencio era estéril, una mudez revestida de ácido. De repente, percibió el olor. No era desagradable, pero no era el suyo. Consolata se quedó helada; entonces, sin atreverse a mirar su cara, le miró de reojo los pies. No llevaba los zapatos negros, sino botas de vaquero, y de pronto tuvo la certeza de que detrás del volante había un desconocido que ocupaba el cuerpo de él, pero no era él.

Pensó en gritar, en tirarse a la carretera. Le pegaría si la tocaba. No tuvo tiempo para imaginar otras opciones, porque se hallaban cada vez más cerca de la pista que conducía al convento. Estaba a punto de abrir la puerta cuando el desconocido frenó hasta detenerse. Se inclinó y, rozándole el pecho con el brazo, le abrió la portezuela. Ella bajó rápidamente y se volvió para mirar.

Él se tocó el ala del Stetson y, con una sonrisa, dijo.

—Cuando quieras. Cuando tú quieras.

Ella retrocedió, contemplando aquella cara que era idéntica a la de él, horrorizada pero atrapada por sus ojos, casta y llena de odio.

El incidente no pone fin a los encuentros junto a la higuera. Él aparece el viernes siguiente con los zapatos adecuados y despidiendo el olor adecuado, y discuten un poco.

—¿Qué hizo?

—Nada. Ni siquiera me preguntó adónde iba. Sólo me trajo de vuelta.

—Bien hecho.

—¿Por qué?

—Nos hizo un favor.

—No, no nos lo hizo. Estaba…

—¿Qué?

—No lo sé.

—¿Qué te dijo?

—Dijo: «¿Quieres que te lleve?», y después: «Cuando tú quieras», como si fuera a hacerlo otra vez. Me di cuenta de que no le gusto.

—Probablemente, no. ¿Por qué ibas a gustarle? ¿Quieres gustarle?

—No, claro que no. Pero…

—¿Pero qué?

Consolata se incorpora y mira fijamente hacia la parte trasera de la casa destruida por el fuego. Algo oscuro y peludo corretea en lo que queda de un requemado tonel para recoger la lluvia.

—¿Has hablado con él de mí? —pregunta ella.

—Nunca le he contado nada de ti.

—Entonces, ¿cómo sabía que iba a buscarte?

—Quizá no lo sabía. Tal vez no se le ocurrió que quisieras ir andando al pueblo.

—No hizo girar la camioneta. Iba hacia el norte. Por eso pensé que eras tú.

—Mira —dice él. Se acuclilla y juguetea con unos guijarros—. Tenemos que tener una señal. No siempre puedo venir los viernes. Pensemos en algo para que tú lo sepas.

No se les ocurrió nada. Al final, ella le dijo que esperaría todos los viernes, pero sólo durante una hora. Él dijo, sino soy puntual, es que no vengo.

La regularidad de sus encuentros, antes de que apareciera su gemelo, había embotado su hambre. Ahora, la irregularidad la afiló. Con todo, sólo en dos ocasiones más él la llevó al lugar donde las higueras insistían en sobrevivir. Ella entonces no lo sabía, pero la segunda vez fue la última.

Es hacia finales de octubre. Con una manta de montar él improvisa una pared en la casa destruida por el fuego, y se acuestan sobre la frazada del ejército. Por encima de ellos el pálido cielo está encerrado en un círculo de oscuridad creciente, que no habrían visto aunque hubieran mirado. De manera que la nieve que ilumina su cabello y enfría su espalda húmeda los sorprende. Más tarde, hablan de su situación. Bloqueados por el tiempo y las circunstancias, hablan, sobre todo, de dónde. Él menciona una población situada a ciento cincuenta kilómetros al norte, pero se corrige rápidamente, porque ningún hotel o motel les daría alojamiento. Ella sugiere el convento, por la cantidad de escondrijos que tiene. Él rechaza la idea con un gruñido.

—Escucha —cuchichea ella—: Hay una habitación pequeña en el sótano. No. Escucha. La arreglaré, haré que esté bonita. Con velas. Es fresca y oscura en verano, y cálida como el café en invierno. Tendremos una lámpara para vernos, pero no podrán vernos a nosotros. Podremos gritar tan fuerte como queramos y nadie nos oirá. Allí hay peras y paredes cubiertas de botellas de vino. Las botellas están acostadas, y cada una tiene un nombre, como Veuve Clicquot o Médoc, y un número: mil novecientos quince o mil novecientos veintiséis, como prisioneros que esperaran ser liberados. Por favor —insiste—, ven. Ven a mi casa.

Mientras él sopesa la propuesta, ella hace planes rápidamente. Planes que incluyen meter romero en la funda de la almohada; lavar las sábanas de hilo en agua caliente con una infusión de canela. Saciarán su sed con el vino prisionero, dice ella. Él suelta una risa grave de satisfacción, y ella le muerde el labio. Más tarde, al recordarlo, comprenderá que ése fue su gran error.

Consolata hizo todo aquello y más. El sótano brillaba a la luz de un candelabro holandés de ocho brazos y olía a hierbas antiguas. Había un frutero blanco lleno de peras Seckel. Él no disfrutó de nada de aquello porque nunca fue. Nunca sintió el tacto del lino antiguo en la piel, ni le quitó del pelo briznas de canela en rama. Las dos copas de vino que ella había rescatado de cajas llenas de paja y había frotado hasta conseguir una singular claridad se llenaron de polvo y, hacia noviembre, justo antes de la fiesta de Acción de Gracias, una industriosa araña se mudó a su interior.

Penny y Clarissa se habían lavado el pelo y estaban sentadas junto a la cocina, peinándoselo con los dedos para que se secara. De vez en cuando, una de ellas se inclinaba y sacudía un brillante panel negro más cerca del calor. En voz baja, mientras enconaban canciones de cuna algonquinas prohibidas, miraban a Consolata como siempre: sus días de entusiasmo, de frenética energía; su lento cambio hacia la distracción y el morderse las uñas. La apreciaban porque también había sido una niña robada, como ellas, y también les daba pena. Contemplaban su conducta como una seria advertencia sobre los límites y posibilidades del amor y la prisión, y tomaron nota para el resto de su vida. En aquel momento, sin embargo, su futuro inmediato era prioritario. Tenían las bolsas preparadas, los planes hechos, sólo necesitaban dinero.

—¿Dónde guardas el dinero, Consolata? Por favor, Consolata. El miércoles nos llevan al correccional. Sólo un poco, Consolata. En la despensa, ¿no? Entonces, ¿dónde? El lunes ya había un dólar y veinte centavos.

Consolata hizo caso omiso.

—Dejad de darme la lata.

—Te hemos ayudado, Consolata. Ahora tienes que ayudarnos. No es robar, hemos trabajado mucho. Por favor. Piensa en lo mucho que hemos trabajado.

Sus voces canturreaban, se calmaban, agitaban el pelo y la miraban con los ojos gloriosos de doncellas en peligro.

La llamada en la puerta de la cocina no fue fuerte, pero indicaba un aplomo indiscutible. Tres golpes. Nada más. Las chicas se sujetaron el cabello. Consolata se levantó de la silla, como si la hubiera llamado un sheriff o un ángel. En cierto modo, era las dos cosas, bajo la forma de una mujer joven y agotada que respiraba con dificultad, aunque andaba muy tiesa.

—Menuda caminata —dijo—. Por favor, dejad que me siente.

Penny y Clarissa desaparecieron como si fueran humo.

La mujer ocupó la silla que Penny había dejado libre.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó Consolata.

—¿Podrías darme agua?

—¿No quieres té? Pareces helada.

—Sí, pero primero, agua. Después, un poco de té.

Consolata sirvió agua de un jarro y se inclinó para comprobar cómo iba el fuego.

—¿A qué huele? —preguntó la visitante—. ¿A salvia?

Consolata asintió. La mujer se tapó la boca con los dedos.

—¿Te molesta?

—Se me pasará. Gracias.

Bebió el agua despacio, hasta que el vaso estuvo vacío. Consolata lo sabía, o creía saberlo, pero de todos modos preguntó.

—¿Qué deseas?

—Tu ayuda.

Su voz era suave, evasiva. No juzgaba, no suplicaba.

—No puedo ayudarte.

—Si quieres, puedes.

—¿Qué clase de ayuda buscas?

—No puedo tener este hijo.

El agua caliente saltó del pico de la tetera al platillo. Consolata dejó la tetera y secó el agua con un trapo. Nunca había visto a aquella mujer —en realidad, era una muchacha, no debía de haber cumplido los treinta—, pero en el mismo instante en que entró no le cupo duda de quién era. El olor de él la envolvía, o tal vez el de ella lo envolvía a él. Habían vivido juntos el tiempo suficiente como para oler a polemonios, jabón Camay y tabaco, y exhalarlo en su estela. Eso, y alguna cosa más: el olor a niños pequeños, el agradable aroma a aceite balsámico, polvos de talco y una dieta sin carne. Tenía delante a una madre diciendo algo brutal e impropio de su condición, unas palabras que se abalanzaban sobre Consolata como una lengua bífida. Esquivó la lengua, pero el veneno que había detrás fue una sorpresa que la hizo pensar en algo que, aunque había sabido siempre, nunca había formulando: estaba compartiéndolo con su esposa. En ese momento vio la imagen que representaba exactamente lo que quería decir esa palabra: compartir.

—¡No puedo ayudarte en eso! ¿Qué te pasa?

—He tenido dos hijos en dos años. Si tengo otro…

—¿Por qué acudes a mí? ¿Por qué me lo pides?

—¿A quién, si no? —preguntó la mujer, con voz clara y actitud flemática.

El veneno se extendió. Consolata había perdido al hombre. Por completo. Para siempre. Su mujer tal vez no lo supiera, pero Consolata recordaba su rostro. No en el momento en que le mordió el labio, sino cuando ella se puso a tararear tras chuparle la sangre. Él respiró hondo y dijo: «No vuelvas a hacerlo».

Pero sus ojos, primero con expresión de sobresalto, después de asco, le dijeron el resto de lo que debería haber sabido. El trébol, la canela, el suave lino antiguo… ¿Quién se aventuraría a compartir las peras y una pared de vino prisionero con una mujer que se inclinaba sobre él para devorarlo como si fuera un alimento?

—Vete de aquí. No has venido para eso. Has venido para contarme cómo eres, para enseñármelo, y crees que me detendré cuando sepa lo que estás dispuesta a hacer. Bien, pues no pienso detenerme.

—No, pero él sí.

—Si pensaras eso, no habrías venido. Quieres ver cómo soy, si también estoy embarazada.

—Escucha: no puede fracasar en lo que está haciendo. Ninguno de nosotros puede fracasar. Estamos haciendo algo importante.

—¿Y a mí qué me importa ese poblacho miserable? Vete. Tengo trabajo que hacer.

¿Se marchó andando hasta su casa? ¿O eso también fue mentira? ¿Tenía el coche aparcado por ahí cerca? Y, si se marchó andando, ¿la recogió alguien? ¿Fue así como perdió el crío?

Se llamaba Soane y, cuando ella y Consolata se hicieron amigas, lo que ocurrió rápidamente, le dijo que no lo creía. Fue el mal de su corazón lo que lo provocó. La arrogancia que rezumaba con sus aires de superioridad moral, dijo ella. El simular un sacrificio que no tenía intención de realizar le enseñó a no bromear con las cosas de Dios. La vida que había ofrecido a modo de trato le cayó entre las piernas en una ciénaga de fluidos rojos y sábanas agitadas por el viento. Su amistad tardó en llegar. Mientras tanto, después de que la mujer se marchara, Consolata les arrojó una bolsa llena de monedas a Penny y a Clarissa, y gritó:

—¡Fuera de mi vista!

Mientras la luz cambiaba junto con las comidas, los días que siguieron fueron un largo asedio de pena durante el que Consolata picoteó entre los retazos de su amor devorador. La relación amorosa, forzada hasta más allá de su límite, se rompió, revelando una ingenua situación de transferencia. De Cristo, al que se le ofrecía rendición total y después se tragaba la idea de Su carne, a un hombre vivo. Qué vergüenza. Vergüenza sin culpa. Consolata llegó a rastras a la pequeña capilla (deseando fervientemente que Él estuviera allí, envuelto en un resplandor rojo en la penumbra). Se escabulló, como hacen las mujeres, hacia unos brazos comprensivos, porque el cuerpo, como un espasmo muscular, no guarda memoria de su servilismo. Ninguna plegaria suplicante salió de ella. Ningún Domine non sum dignus. Se limitó a doblar las piernas que con tanta alegría había separado, y musitó: «Señor, no quería comérmelo. Sólo quería ir a casa».

Mary Magna entró en la capilla, se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por los hombros mientras decía:

—Por fin.

—No lo sabes —dijo Consolata.

—No necesito saber, criatura.

—Pero él, pero él.

Pum, pum, pum, quiso decir. Pum, pum, pum, él y yo somos iguales.

—Chs, chs, chs —susurró Mary Magna—. No vuelvas a hablar nunca de él.

Ella tal vez no se habría mostrado de acuerdo tan rápidamente, pero mientras Mary Magna la sacaba de la capilla en dirección al aula, un rayo de sol le abrasó el ojo derecho, en un anuncio de su visión de murciélago, y empezó a ver mejor en la oscuridad. Consolata había recibido una señal.

Mary Magna gastó más dinero del que podía permitirse en llevarlas de viaje a Middleton, donde todas, pero especialmente Consolata, se confesaron y asistieron a misa. Clarissa y Penny, modelos de penitencia, insistieron sin éxito en visitar el Museo Indio y del Oeste anunciado en la carretera. La hermana Elizabeth consideró que era una manera poco inteligente de pasar el rato después de la confesión. El largo viaje de regreso transcurrió en un silencio sólo interrumpido por el siseo al pasar las páginas del misal y el canturreo ocasional de las últimas pupilas de la escuela.

Pronto sólo quedaron la madre y la hermana Roberta. La hermana Mary Elizabeth aceptó un trabajo de maestra en Indiana. Penny y Clarissa fueron llevadas al Este y, según se enteraron más tarde, se escaparon del autobús una noche en Fayetteville, Arkansas. Excepto por un giro postal, dirigido a Consolata y firmado con un nombre de libro de cuentos, no volvieron a saber de ellas.

Las tres mujeres pasaron el invierno esperando alguna alternativa a la jubilación o a un «hogar», hasta que dejaron de esperar. La independencia para la que había sido concebida la misión empezaba a percibirse como un abandono. Entretanto, procuraron conservar la propiedad y no contraer deudas a las que la fundación no pudiera hacer frente. Sargeant Person estuvo de acuerdo en tomar sus tierras en arriendo para cultivar maíz y alfalfa. Hacían salsas y jaleas, y pan al estilo europeo. Vendían huevos, pimientos y salsa picante. Incluso preparaban salsa para barbacoa, que anunciaban en un tablón cuadrado que tapaba el descolorido cartel blanco y azul de la escuela. En 1955, la mayoría de sus clientes conducían camiones entre Arkansas y Tejas. Los habitantes de Ruby pocas veces se detenían para comprar otra cosa que pimientos, puesto que eran excelentes cocineros y preparaban o cultivaban lo que querían. Sin embargo, en la década de los sesenta, cuando los tiempos fueron más prósperos, se sumaron a los camioneros y empezaron a considerar que los pollos criados en el convento eran mejores que los suyos y merecían el viaje. Aprovechaban para probar un poco de gelatina de jalapeño o de salsa de maíz. Las jóvenes pacanas plantadas en los años cuarenta ya eran grandes en la década de los sesenta. El convento vendía las nueces, y cuando preparaban pasteles con ellas se los quitaban de las manos. Hacían un pastel de ruibarbo tan delicioso que los clientes se relamían, y la salsa para barbacoa tenía una reputación excelente, basada en sus diabólicos pimientos.

Era una vida agradable para Consolata. Más que agradable incluso, porque Mary Magna le había enseñado que ser paciente era primordial. Cuando Consolata era joven, después de que hubiese sido confirmada, la llevaba consigo y miraban juntas cómo se colaba el café o se sentaban en silencio en un extremo del huerto. Donde mejor se veía la generosidad de Dios, decía, era en el don de la paciencia. Esa lección fue muy útil para Consolata, quien apenas se daba cuenta de todo lo que iba perdiendo. Lo primero en desaparecer fueron los rudimentos de su primera lengua. De vez en cuando se encontraba hablando y pensando en un punto intermedio, en el valle situado entre las normas de su primera lengua y el vocabulario de la segunda. Lo siguiente en desaparecer fue la pena. Al final, perdió la capacidad de soportarla luz. Cuando Mavis llegó, la hermana Roberta ya se había ido a una residencia de ancianos y Consolata no pensaba en otra cosa que en atender a Mary Magna.

Pero antes de eso, antes de que la mujer despeinada con sandalias gritara en el extremo del jardín, antes de la enfermedad de Mary Magna, cuando todavía se encontraba en un estado de devoción y ceguera ante la luz, y diez años después de aquel verano en que se escondían en un cauce tras una casa llena de personas de ceniza poco hospitalarias, Consolata aprendió a resucitar a los muertos.

Fueron años mortecinos. Buscó el arrepentimiento, pero sin entusiasmo. Tenía tiempo y cabeza para las cosas cotidianas. Poco a poco aprendió a hacer todo lo que no requería papel: perfeccionaba la salsa para barbacoa que enloquecía a los vaqueros, se peleaba con los pollos, rehuía los odiados gansos y cuidaba del huerto. Ella y la hermana Roberta se habían puesto de acuerdo en intentar tener de nuevo una vaca, y un día, cuando Consolata estaba en el jardín preguntándose dónde podrían poner un cercado, empezó a brotarle el sudor del cuello, de la raíz del cabello, como si fuera lluvia. Tanto, que le nubló las gafas que ahora llevaba continuamente. Se las quitó para secarse los ojos y a través del agua salada, vio una sombra que se aproximaba a ella. Cuando la tuvo cerca, se convirtió en una mujer menuda. Consolata, mareada, intentó aferrarse al emparrado, pero no lo consiguió y cayó al suelo. Cuando despertó, estaba sentada en la silla roja y la mujer menuda canturreaba mientras le enjugaba la frente.

—Has tenido suerte —le dijo, y sonrió mientras mascaba chicle.

—¿Qué me pasa? —Consolata miró hacia la casa.

—Creo que es la menopausia. Ten tus gafas. Están dobladas.

Se llamaba Lone DuPres, dijo, y si no hubiera ido a buscar unos pocos pimientos, añadió, quién sabe cuánto tiempo habría estado Consolata tendida sobre las judías.

Consolata estaba demasiado débil para ponerse de pie, de manera que apoyó la cabeza en el respaldo y pidió agua.

—Ya has tornado demasiada —dijo Lone—. ¿Cuántos años tienes?

—Cuarenta y nueve. Pronto cumpliré los cincuenta.

—Bien, yo tengo más de setenta y soy experta en la materia. Si haces lo que te digo, tu menopausia será más fácil y más corta.

—Usted no sabe si es eso.

—Estoy segura. Y no sólo por el sudor. Sientes algo más, ¿verdad?

—¿Como qué?

—Lo sabrías si lo sintieras.

—¿Cómo es?

—Dímelo tú. Algunas mujeres no lo toleran. Otras dicen que les recuerda…, bien, ya sabes qué.

—Tengo la garganta seca —dijo Consolata.

Lone hurgó en su bolso.

—Te prepararé una infusión que te ayudará.

—No. Las hermanas. Quiero decir que a las hermanas no les gustará que entre y empiece a rondar por la cocina.

—Oh, seguro que les parece bien.

Y así fue. Lone dio a Consolata una bebida caliente terriblemente salada. Cuando le describió a Mary Magna el mareo que había sentido y el remedio que le había dado Lone, aquélla rió y comentó:

—Bien, como maestra, te diré que todo eso son tonterías; pero como mujer, te diré que ayuda, ayuda de verdad. Sin embargo, ten mucho cuidado —añadió bajando la voz—. Creo que lleva a cabo extrañas prácticas.

Lone no las visitaba con frecuencia, pero cuando lo hacía, Consolata se sentía inquieta por la información que le daba y se quejaba de que no creía en la magia; que la Iglesia y todo lo santo prohibía sus pretensiones de conocimiento y su práctica. Lone no era agresiva. Se limitaba a hablar.

—Algunas veces, la gente necesita más.

—Nunca —replicaba Consolata—. En mi fe, la fe es lo único que se necesita.

—Tú necesitas lo que todos necesitamos: tierra, aire, agua. No separes a Dios de Sus elementos. Él lo ha creado todo. Te empeñas en separarlo de Sus obras. No trastornes Su mundo.

Consolata escuchaba sin entusiasmo. Su curiosidad era escasa; sus hábitos religiosos estaban muy arraigados. No se sentía más segura por observar la caída de una escoba o los excrementos de un coyote. No se sentía más o menos feliz por ver un animal deforme. No tenía ganas de conversar con el agua. Ni creía que la gente corriente pudiera o debiera interferir en las consecuencias naturales. Sin embargo, la carretera desde Demby era recta como una sierra, y un adolescente que condujera por ella por primera vez creía, no sólo que podía conducir con los ojos vendados, sino que podía hacerlo dormido, y eso era lo que hacía Scout Morgan, que iba dando cabezadas mientras viajaba una tarde por la carretera que pasaba cerca del convento. Tenía quince años, conducía el camión del padre de su mejor amigo (que no era nada comparado con el Little Deere que su tío le había enseñado a conducir) mientras su hermano, Easter, dormía en la cama de la cabina y su amigo lo hacía en el asiento de al lado. Se habían escapado a Red Fork para asistir al Rodeo Negro, a pesar de la prohibición de sus padres, y se habían animado con cerveza Falstaff. Durante una de las involuntarias cabezadas de Scout, el camión se salió de la carretera y probablemente no habría pasado nada si no hubiera sido por los postes eléctricos plantados y dispuestos para su uso en cuanto la compañía de electricidad terminara de instalarlos. El camión chocó contra los postes y volcó. July Person y Easter salieron despedidos. Scout quedó atrapado dentro mientras unas líneas rojas y torcidas hacían resaltar la negra piel de sus sienes.

Lone, sentada ante la mesa de Consolata, oyó más que sintió el accidente; los gritos de Jury y Easter no podían llegar tan lejos. Se puso de pie y cogió a Consolata del brazo y dijo:

—¡Vamos!

—¿Adónde?

—Cerca. Creo.

Cuando llegaron, Easter y July habían sacado a Scout de la cabina y daban alaridos sobre su cuerpo muerto. Lone se volvió hacia Consolata.

—Soy demasiado vieja. Ya no puedo hacerlo, pero tú sí.

—¿Levantarlo?

—No. Entrar dentro de él. Despertarlo.

—¿Dentro? ¿Cómo?

—Entra. Sólo tienes que dar un paso y entrar en él. ¡Ayúdalo, niña!

Consolata miró el cadáver y, sin vacilar, se quitó las gafas y fijó la vista en los hilillos rojos que le manchaban el pelo. Dio un paso y entró en él. Vio el trozo de carretera que había recorrido mientras soñaba, sintió el bandazo del camión, el dolor de cabeza, la presión sobre el pecho, la ausencia de deseo de respirar. Como si estuviesen muy lejos, oyó a Easter y July dar patadas al camión y gemir. Dentro del muchacho, vio un puntito de luz que se alejaba. Hizo acopio de una energía similar al miedo y observó que crecía por momentos. Siguió aumentando de tamaño, hasta que el aire empezó a filtrarse y, después, a entrar a bocanadas. Aunque al mirar le dolía de manera endemoniada, se concentró como si los pulmones que necesitaban aire fueran los suyos.

Scout abrió los ojos, gruñó y se sentó. Las mujeres indicaron a los otros dos chicos que lo llevaran al convento. Ellos dudaron y cruzaron una mirada.

—¿Qué demonios os pasa? —les preguntó Lone.

Los dos se sentían profundamente aliviados por la recuperación de Scout, pero no, señora, señorita DuPres, tenemos que irnos a casa.

—Vamos a ver si todavía funciona —dijo Easter.

Enderezaron el camión y comprobaron que estaba lo bastante bien como para continuar. Lone se fue con ellos, y Consolata quedó en parte entusiasmada y en parte avergonzada por lo que había hecho. Extrañas prácticas.

Pasaron semanas antes de que Lone regresara para tranquilizarla por el modo en que se había recuperado el chico.

—Tienes poderes. Me di cuenta enseguida.

Consolata hizo una mueca de disgusto y se santiguó mientras murmuraba:

Ave Maria gratia plena.

El entusiasmo había desaparecido y aquello le parecía asqueroso. Como si fuera brujería. Poderes malignos. Artes demoníacas. Algo que le mortificaría tener que contar a Mary Magna, a Jesús o a la Virgen. No había sabido lo que hacía; estaba bajo un hechizo. El hechizo de Lone. Y así se lo dijo.

—No seas tonta —replicó Lone—. Dios no se equivoca. Sería un error despreciar su don. ¿Estás llamándolo idiota?

—No entiendo nada de lo que me dice.

—Sí lo entiendes. Deja que tu mente crezca y utiliza lo que Dios te da.

—Creo que Él quiere que no la escuche.

—Cabezota —dijo Lone. Recogió el bolso y bajó por el camino para esperar bajo el sol a que la recogieran.

Más tarde, apareció Soane.

—Lone DuPres me ha contado lo que hiciste —dijo—. He venido a darte las gracias con todo mi corazón.

A Consolata le pareció que estaba igual que antes, con la salvedad de que se había cortado el cabello, que en 1954 llevaba largo e impregnado de pena. Dejó un cesto sobre la mesa.

—Siempre estarás presente en mis oraciones.

Consolata levantó la servilleta. Entre capas de papel encerado, había galletas de azúcar redondas.

—A la madre le gustarán con el té —dijo. Después, mirando a Soane, añadió—: También están buenas con el café.

—Me encantaría tomar una taza.

Consolata colocó las galletas en una fuente.

—Lone cree…

—Me da igual lo que crea. Me lo has devuelto.

Un ganso graznó en el patio, espantando a las gansas que lo rodeaban.

—No sabía que fuese tuyo.

—Ya sé que no lo sabías.

—Y no pude evitarlo. Quiero decir que estaba fuera de mis manos, por decirlo así.

—Eso también lo sé.

—¿Y él qué cree?

—Que se salvó solo.

—Quizá tenga razón.

—Quizá sí.

—¿Y tú qué crees?

—Que ha tenido suerte al tenernos a las dos.

Consolata sacudió las migas del cesto, dobló con cuidado la servilleta y la puso dentro. Aquel cesto pasó de las manos de la una a las de la otra innumerables veces a lo largo de los años.

No tenía sentido «entrar» en alguien que no fuera Mary Magna. No hacía falta. Consolata, que no podía soportar la luz cerca de los ojos, lo hizo por la reverenda madre cuando se puso enferma. Al principio, lo intentó desde la debilidad de la devoción convertida en pánico —nada parecía aliviar a la enferma—, pero después, furiosa por su impotencia, asumió una actitud de mando. Entró en ella para encontrar el puntito de luz. Lo manipuló, lo hizo más grande, lo fortaleció. De vez en cuando, hacía que reviviera. Y tan intensas eran sus entradas que Mary Magna brilló como una lámpara hasta que exhaló su último suspiro entre los brazos de Consolata. Así pues, había realizado extrañas prácticas y, aunque lo hacía en beneficio de la mujer que amaba, sabía que era un anatema, que Mary Magna habría retrocedido disgustada y furiosa si hubiese sabido que el mal prolongaba su vida, que alguien que debería ser más consciente de lo que hacía, retrasaba la bendición del gozo final. De modo que Consolata nunca se lo contó. Sin embargo, por repugnante que le resultara, el don no desapareció. Y, aunque era algo inquietante, unciendo el pecado del orgullo al de la brujería, llegó a aceptarlo de manera tal que se convenció de que no ofendería a Dios ni pondría su alma en peligro. Era una cuestión de lenguaje. Lone lo llamaba «entrar»; Consolata, «mirar dentro». Así, su don era el de la «visión», que Dios entregaba a cualquiera que quisiese desarrollarlo. Se trataba de un razonamiento algo tortuoso, pero zanjaba la discusión con Lone y le permitía aceptar sus remedios para toda clase de enfermedades y experimentar con los demás mientras la visión estaba en marcha. Cuanto más tenue se hacía el mundo visible, más desconcertante resultaba su visión.

Cuando murió Mary Magna, Consolata, que tenía cincuenta y cuatro años, se sintió más huérfana que cuando era una niña de la calle o una criada. La Iglesia tenía razón al advertir contra un excesivo amor humano, y cuando Mary Magna la abandonó Consolata aceptó la comprensión de sus dos amigas, la ayuda y los murmullos de apoyo de Mavis, los esfuerzos de Grace por animarla, pero la cuerda que la ataba al mundo se le había escapado de los dedos. No tenía papeles, ni seguro, ni familia, ni trabajo. Enfrentada a la extinción, esperando el desahucio, temerosa de Dios, se sentía como si fuera un fragmento de papel en el que no hubiera nada escrito, abandonado en el rincón de un cajón vacío. Le habían prometido que cuidarían de ella para siempre, pero no le habían dicho que «siempre» no significaba en todos los sentidos ni en todos los momentos. El vino prisionero la ayudó hasta que dejó de hacerlo, y entonces, presa de la mala intención del bebedor, deseó tener fuerzas suficientes como para matar a palos a las mujeres que gorroneaban en la casa. «Dios no comete errores», le había gritado Lone. Quizá no, pero a veces era demasiado generoso. Como cuando concedía poderes satánicos a una mujer borracha, ignorante, pobre, que vivía en la oscuridad, incapaz de levantarse de un camastro para hacer algo útil o morirse en él y librar al mundo de su hedor. Con el cabello gris, los ojos vaciados de aquello para lo que estaban hechos, se imaginaba el aspecto que debía de tener. Sus ojos descoloridos sólo veían con claridad lo que sucedía en la mente de los demás. Exactamente lo contrario que durante aquella temporada ciega, cuando se revolcaba en celo con el hombre vivo y pensaba que veía por primera vez en su vida porque miraba muy intensamente. Pero había recibido una señal, medio maldición, medio bendición. Él le había quemado el color verde y lo había sustituido por una vista pura que la condenaba si la utilizaba.

Unos pasos y, después, una llamada a la puerta, interrumpieron sus tristes pensamientos, sin salida.

La chica abrió la puerta.

—¿Connie?

—¿Quién es?

—Soy yo, Pallas. He llamado a mi padre otra vez. Bien. Ya sabes. Hemos quedado en Tulsa. He venido a despedirme.

—Ya veo.

—Todo ha ido muy bien. Me hacía falta. Ha pasado mucho tiempo desde que lo vi por última vez.

—¿Mucho?

—Muchísimo.

—Has engordado.

—Sí, ya lo sé.

—¿Y qué vas a hacer?

—Lo de siempre: régimen.

—No me refiero a eso. Me refiero al crío; estás embarazada.

—No lo estoy.

—¿No?

—¡No!

—¿Por qué no?

—¡Sólo tengo dieciséis años!

—Oh —le dijo Consolata, mirando la cabeza en forma de luna que flotaba sobre la columna vertebral, los cuatro pequeños apéndices: garras, manos, pezuñas o pies. Todavía no era fácil distinguirlos. Aquella mujer podría estar gestando un cordero, un niño, un jaguar—. Qué pena —añadió mientras Pallas salía corriendo de la habitación. Y repitió «qué pena» al imaginar la vida que llevaría la criatura con aquella madre joven y tonta. Recordó a otra chica, más o menos de la misma edad, que había llegado hacía pocos años, en un momento muy malo. Durante diecisiete días, Consolata había estado dentro de ella, sola, haciendo que la respiración de Mary Magna entrara y saliese. La fría luz azul parpadeó hasta que ésta pidió permiso para mancharse, privada como estaba del último sacramento. La segunda chica, Grace, llegó a tiempo para contener la terrible soledad que le sobrevino en el momento en que se llevaban el cadáver, permitiendo así que Consolata durmiera. Mavis llegó enseguida con agua de Lourdes y analgésicos ilegales. Consolata recibió bien una compañía que la distraía de pensamientos llenos de compasión hacia sí misma, de desahucio, muerte por hambre y sin arrepentimiento. Sin papeles o patrón, era tan vulnerable como a los nueve años, cuando se había agarrado a la mano de Mary Magna ante la barandilla del Atenas. Aunque Lone DuPres o Soane pudieran ofrecerle ayuda, no le darían cobijo. Desde luego, en aquella población, no se lo darían.

Después llegó la chica de Ruby. Con los ojos llenos de lágrimas. Y de algo más. No sentía inquietud, como podría esperarse, sino repugnancia hacia la obra de su vientre. Una repugnancia tal que había separado su mente de su cuerpo y veía el producto de su carne como algo ajeno, rebelde, antinatural, enfermizo. Consolata no atinaba a entender qué provocaba esa repugnancia, pero ahí estaba. Y también lo estaba en el grito de rechazo de otra chica: un terror sin aleación alguna. Con la primera, Consolata hizo lo que sabía que habría hecho Mary Magna: tranquilizarla y aconsejarle que esperara hasta el final. Le dijo que, si quería dar a luz allí, era bienvenida. Mavis estaba alborozada; Grace se mostraba divertida. Cogieron el dinero del arriendo y se fueron en coche a comprar cosas para el futuro niño, y volvieron con botitas, pañales y muñecos suficientes para todo un parvulario. La chica, que se negaba con firmeza a que la viese una comadrona, esperó, hosca, durante alrededor de una semana. O eso era lo que pensaba Consolata, porque hasta que se puso de parto no supo que la joven madre había estado dándose golpes en la barriga despiadadamente. Si Consolata hubiera tenido mejor vista y la piel de la chica no hubiera sido del color de los pimientos negros del jardín, habría descubierto de inmediato los cardenales. En aquel momento, observó hinchazones y amplias zonas en que la piel mostraba un tono púrpura allí donde debería haber sido plateado. Pero el verdadero daño lo había provocado el mango de la fregona, que había insertado entre sus piernas con la habilidad de un violador —una y otra vez, sin piedad—. Con el entusiasmo y la intención de un macho rabioso, había intentado sacar a golpes aquella vida de la suya. Y, en cierto modo, lo había conseguido. La criatura de cinco o seis meses se rebeló. Batalladora, ultrajada, rígida de miedo, intentó escapar a los golpes y al barco que la llevaba. Los golpes a su delicado cráneo, la paliza que recibían sus delicadas partes traseras. Las sacudidas a su columna. Si no, no había esperanza. Si no hubiera intentado salvarse, se habría roto o se habría ahogado en el alimento de su madre. De manera que nació un niño, por así decir, demasiado pronto y cansado por el esfuerzo de la huida. Pero respiraba. O algo similar. Mavis se encargó de él. Grace se fue a la cama. Juntas, Consolata y Mavis le lavaron los ojos, le metieron los dedos en la garganta, limpiándola para que respirara, e intentaron darle de comer. Lo consiguieron durante unos pocos días, hasta que se rindió y se fue con Merle y Pearl. Para entonces, la madre se había marchado, sin tocarlo ni mirarlo ni una vez, sin preguntar por él ni darle un nombre. Grace lo llamó Che y Consolata seguía sin saber dónde estaba enterrado. Sólo que había murmurado Agnus Dei, qui tollis peccata mundi: miserere nobis sobre el kilo y medio de vida valiente pero derrotada antes de que Mavis, sonriendo y arrullándolo, se lo llevara.

Menos mal, pensó Consolata. La vida con una madre así habría sido un infierno para Che. Ahora, había otra que gritaba ¡no!, como si sirviese para algo. Qué pena.

Consolata tendió el brazo para coger una botella, pero la encontró vacía. Suspiró y volvió a sentarse en la silla. Sabía que, sin vino sus pensamientos serían insoportables: la resignación, la autocompasión, la rabia contenida, el asco y la vergüenza brillaban como rescoldos en un fuego moribundo. Cuando se levantó para satisfacer su vicio, la asaltó una gran fatiga que la obligó a volver a la silla y dejar caer la barbilla sobre el pecho. Se durmió y despertó sobria. Le dolía la cabeza, tenía la boca pastosa y necesitaba con urgencia un cuarto de baño. En el piso de arriba, oyó gimoteos detrás de una puerta, cantos detrás de otra. Cuando estuvo nuevamente abajo, decidió tomar un poco el aire, de modo que cruzó la cocina, arrastrando los pies, y salió por la puerta. El sol se había puesto y había dejado tras de sí una luz más amable. Consolata examinó el jardín asolado por el invierno. Las tomateras colgaban mustias sobre los frutos caídos, negros y aplastados en la tierra. Las mostazas eran de color amarillo pálido por culpa de la podredumbre y la falta de cuidados. Un montón de sandías se desparramaba junto a los crisantemos sucios de barro. En la valla de alambre que protegía un poco el huerto vio enganchadas unas pocas plumas de pollo. Sin ayuda humana, abundaban los agujeros de las ardillas de tierra, los castillos de las termitas, las pruebas de las incursiones de los conejos y los cuervos osados. El maíz, en campos pulcramente cosechados, tenía un aspecto triste. Y las matas de pimientos, sostenidas por sus tallos arrugados, estaban rígidas a causa del frío. A pesar de la tierra que el viento lanzaba contra sus piernas, Consolata se sentó en la descolorida silla roja.

Non sum dignus —susurró—. Pero dime, ¿dónde está el descanso de los días, la avenida con tomillo, el aroma de verónica que prometiste, la nata y la miel que dijiste que había ganado, la felicidad que procede de las tareas bien hechas, la serenidad que el deber nos concede, las bendiciones de las buenas obras? ¿Tan terrible fue lo que hice por tu amor?

Mary Magna no tenía nada que decir. Consolata escuchó el silencio de su negativa, más intrigada que molesta por el cielo que, convertido en un plumaje dorado y azul verdoso, se pavoneaba como un amor correspondido en el horizonte. Tenía miedo de morir sola, miedo de que nadie la llorase en una tierra sin bendecir, pero sabía que eso era precisamente lo que le esperaba. Cuánto deseaba una buena muerte.

—Te echaré de menos —le dijo—. De verdad.

La luz del cielo osciló.

Se acercó un hombre. Era de mediana estatura y avanzaba derecho por el camino. Llevaba un sombrero de vaquero que ocultaba sus rasgos, pero Consolata tampoco habría podido verlos. Sentado en los escalones de la cocina, enmarcado por la puerta, un triángulo de sombra le oscurecía el rostro, aunque no así la ropa: un chaleco verde sobre una camisa blanca, tirantes rojos que colgaban a los lados de sus pantalones marrones, zapatos de trabajo negros y brillantes.

—¿Quién está ahí? —preguntó ella.

—Vamos, muchacha. Me conoces.

Él se inclinó y ella vio que llevaba gafas de sol, de esas cuyos cristales parecen espejos.

—No —dijo ella—. La verdad es que no.

—Bueno, no importa. Viajo por aquí.

Estaba a unos diez metros de distancia, pero sus palabras le lamieron la mejilla.

—¿Eres del pueblo?

—No. Soy de muy lejos. ¿Tienes algo para beber?

—En casa. Busca. —Consolata empezó a deslizarse hacia su forma de hablar igual que la miel que fluye de un panal.

—Bueno —dijo él, como si eso zanjara la cuestión y prefiriera pasar sed.

—Llama —le indicó Consolata—. Las chicas traerán algo.

Se sentía ligera, sin peso, como, si quisiera, pudiera moverse sin levantarse.

—¿No me conoces? —preguntó el hombre—. No quiero ver a tus chicas, quiero verte a ti.

Consolata rió.

—Llevas gafas como yo.

De repente, él se encontraba a su lado sin haberse movido, sonriendo como si se lo estuviera pasando muy bien, o esperara hacerlo. Consolata rió otra vez. Le parecía tan graciosa, tan cómica la forma en que había revoloteado hacia ella desde los escalones y el modo en que la miraba, flirteaba con ella, se divertía. A menos de quince centímetros de su cara, se quitó el alto sombrero. El alborotado cabello de color de té cayó como una cascada sobre sus hombros y su espalda. Se quitó las gafas y le guiñó un ojo; fue un movimiento lento y seductor del párpado. Ella observó que sus ojos eran tan redondos y verdes como manzanas nuevas.

Una fría noche de enero, a la luz de las velas, Consolata limpia y lava una y otra vez dos gallinas recién muertas. Son jóvenes, pobres ponedoras, y no resulta fácil arrancarles las plumas. Los corazones, cuellos, menudillos e hígados giran lentamente en agua hirviendo. Levanta la piel para llegar debajo, tan lejos como pueda. Bajo el pecho, busca un bolsillo cercano al ala. Entonces, mientras sostiene la pechuga en la mano izquierda, los dedos de la derecha abren un túnel bajo la piel de detrás, buscando con cuidado la espina dorsal. En todos esos lugares, donde la piel se ha aflojado tras separar la membrana que la protegía, desliza mantequilla. Densa. Clara. Untuosa.

Pallas se secó los ojos con el pulpejo de la mano y se sonó. ¿Y ahora qué?

La última llamada telefónica, que había mencionado a Connie, no había sido muy diferente de la primera. Sólo más breve. Pero le produjo la misma frustración que lo que había pasado por una conversación con su padre el verano anterior.

Dios mío, ¿dónde estás? Creíamos que habías muerto. Gracias a Dios. Encontraron el coche, pero tenía todo un lateral tremendamente abollado y alguien lo había vaciado. ¿Estás bien? Mi niña. Papá. Dónde está él… Cuéntame qué pasó. La zorra de tu madre no dice nada que tenga sentido, como siempre. ¿Te hizo daño? No, papá. Bien, ¿entonces? ¿Estaba solo? Hemos denunciado al colegio, nena. Los tenemos agarrados. No fue él. Alguien me echó de la carretera. ¿Cómo? En su camión. Me dieron un golpe y me sacaron de la carretera. Corrí y entonces… ¿Te violaron? ¡Papá! Espera un momento, cariño. Jo Anne, localízame a ese detective. Dile que tengo a Pallas. No, está bien, pero localízamelo. Sigue, hija. Estoy… ¿Dónde estás? ¿Vendrás a buscarme, papá? Claro que sí. Ahora mismo. ¿Necesitas dinero? ¿Puedes llegar a algún aeropuerto, a alguna estación? Dime dónde estarás. Espera. Quizá debieras llamar a la policía. A la local. Te llevarán a un aeropuerto. Diles que me llamen. No. Llámame tú desde la estación. ¿Dónde estás? ¿Pallas? ¿Desde dónde me llamas? ¿Estás ahí, Pallas? Minnesota. ¿Minnesota? Dios mío, yo pensaba que estabas en Nuevo México. ¿Qué demonios hay allí? ¿Bloomington? No, Saint Paul. ¿Estás cerca de Saint Paul, cariño? No estoy cerca de ningún sitio, papá. Aquí no hay más que campo. Llama a la policía, Pallas. Haz que vayan a buscarte, ¿me oyes? De acuerdo, papá. Después llámame desde la estación. De acuerdo. ¿Lo has entendido? ¿No estás herida ni nada? No, papá. Bien. De acuerdo. Estaré allí, o irá Jo Anne si yo estoy fuera. Dios, la que me has hecho pasar. Pero ahora todo irá bien. Hablaremos de ese cabrón cuando vuelvas. ¿De acuerdo? Llámame. Tenemos que hablar. Te quiero, nena.

Hablar. Claro que sí. Pallas no llamó a nadie, ni a la policía, ni a Dee Dee, ni a él, hasta agosto. Estaba furioso, pero envió un giro con el dinero del viaje.

Si se habían reído a sus espaldas antes de que lo hiciese Carlos, si ya entonces hacían bromas a costa de ella, apenas le llegaba como una pálida sensación: un gesto interrumpido al entrar en la sala de estudio; una mirada de soslayo cuando se alejaba de su armario; una sonrisa vacilante cuando se sumaba a una mesa ocupada para comer. Nunca había tenido muchos amigos, pero sus señas y el dinero de su padre ocultaban ese hecho. En cambio, ahora bromeaban sobre ella abiertamente (Pallas Truelove se fugó con el conserje, ¿a que tiene gracia?), sin ningún disimulo. Estaba de vuelta en el lugar donde se libraban las últimas batallas, las trincheras organizadas de un colegio universitario, donde la palabra «vergüenza» alude al tiempo que lleva recorrer el pasillo; «fracaso» equivale a dudar con la combinación del candado y «odio» es un condón atascando una fuente. Donde, al margen del intercambio de ropa y juegos, no hay buenas intenciones. Donde reina la suficiencia, los juicios son inmediatos y los rechazos, permanentes. Y los adultos no tienen ni idea. Sólo la cárcel puede ser tan patente y dar tanto miedo, porque bajo sus normas y rituales araña una vida de lacerante violencia. Los que procedían de hogares tranquilos y organizados se veían asaltados por una crueldad que se apoderaba de ellos en cuanto cruzaban la puerta. Crueldad engalanada con regocijo juvenil.

Pallas lo intentó, pero la humillación pudo con ella. Milton la sonsacó sobre su madre. Ya le habían advertido de las consecuencias de casarse con una mujer que no pertenecía a su gente, y cada advertencia había resultado ser cierta: Dee Dee era irresponsable, amoral; la verdad, una auténtica putilla. Pallas dio respuestas vagas, sin comprometerse. Él seguía adelante en su denuncia contra el colegio universitario por ser un medio laxo y peligroso, por no hablar de sus empleados con tendencias criminales. Sin embargo, la «víctima» del «rapto» se había ido de manera voluntaria; y el destino del viaje, «más allá de las fronteras del estado», era la casa de la propia «víctima». ¿Cómo podía tratarse de un caso criminal? ¿Acaso sucedía algo en la casa del padre que debiera conocerse, algo que hubiera hecho que su hija quisiera, deseara escapar con su madre? Además, no había sucedido nada que lamentar dentro del recinto del colegio a excepción de la reparación del coche de la «víctima» y el tener que acompañar a ésta a su casa. Por añadidura, el «rapto» se había producido durante las vacaciones, cuando el colegio universitario estaba cerrado. Más aún, la «víctima» no sólo se había ido de manera voluntaria, sino que había cooperado y engañado para acompañar de manera voluntaria a un hombre (que era incluso un artista) que no tenía que rendir cuentas a ningún superior y cuyo comportamiento en la institución había sido ejemplar. ¿Había abusado de ella? La «víctima» respondió que no, no, no, no. ¿La había drogado, le había dado algo ilegal para fumar? Pallas negó con la cabeza, recordando que había sido su madre quien se lo había dado. ¿Quiénes eran los que chocaron con ella? No lo sé. No les vi la cara. Me fui de allí. ¿Adónde? Hice autostop y me cogieron. ¿Quién? Gente. Me llevaron a un sitio que parecía una iglesia. ¿En Minnesota? No, Oklahoma. ¿Cuál es la dirección, cuál es el teléfono? Papá, déjalo ya. Estoy en casa, ¿de acuerdo? De acuerdo, pero no quiero tener que preocuparme por ti. No lo hagas, no lo hagas.

Pallas no se encontraba bien. Cualquier cosa que comiera la hacía engordar un kilo, a pesar de que lo vomitaba casi todo. Pasó sola el día de Acción de Gracias con la comida que le había preparado Providence. En Navidad pidió que la dejara distraerse un poco. Milton dijo que no. Te quedas aquí. Sólo a Chicago, dijo, para visitar a la hermana de él. Al final, Milton accedió, y su secretaria ejecutiva se encargó de todo. Pallas se quedó con su tía hasta el 30 de diciembre, y ese día se escapó (no sin dejar una nota que los tranquilizara y despistase a la vez). En el aeropuerto de Tulsa, tardó dos horas y media en alquilar un coche con conductor para que la llevara al convento. Sólo es una visita. Sólo para averiguar cómo están todas, pensó. Y a quién podía engañar que no fuera a sí misma. A nadie. Connie se dio cuenta al instante. Y ahora ¿qué?

Consolata pone el ave de lado y mira dentro de sus cavidades plateadas y rosadas. Le mete sal y la espolvorea; después frota la piel con una mezcla de mantequilla y canela. Añade cebolla a los trozos de cuello, corazones y menudillos que motean el caldo. En cuanto las gallinas están tiernas y doradas las pone aparte para que recuperen el líquido.

Tibia y escasa, el agua de la bañera sólo le llegaba a la cintura. A Gigi le gustaba tomar baños, calientes, en bañeras bien llenas y con muchas burbujas. La fontanería de la mansión estaba desmoronándose: el agua circulaba por ella con esfuerzo y en ocasiones no conseguía subir al primer piso. La del pozo pasaba a través de una caldera de leña que sólo ella estaba interesada en mantener. Solía molestar a todas acumulando litros de agua bien caliente producida por un sistema decrépito que en invierno funcionaba peor que nunca. Naturalmente, Seneca la había ayudado llevando de la cocina al baño varios cubos de agua que desprendía vapor. Para producir burbujas, echaba en ellos granos de Ivory Snowy batía el contenido a conciencia, aunque el resultado era un limo decepcionante. Le había dicho a Seneca que se metiera con ella en la bañera y había recibido la negativa habitual; aunque entendía los motivos por los que su amiga prefería que no la vieran desnuda, Gigi no podía resistir tomarle el pelo por lo poco que se bañaba. Había visto el papel higiénico manchado de sangre, pero en cuanto a los costurones que Seneca tenía en la piel, sólo los había tocado bajo las mantas. A pesar de lo directa y desagradable que podía llegar a ser, no se había atrevido a preguntarle nada. La respuesta tal vez estuviese demasiado cerca de la escena del niño negro que sangraba.

Sacó las piernas del agua y las estiró para admirar sus pies, tal como había hecho muchas veces cuando los deslizaba por la columna vertebral de K. D. mientras ella estaba tendida en el desván y él sentado dándole la espalda. De vez en cuando, lo echaba de menos. Su lealtad caótica, llena de cambios de humor, penas y anhelos, y tanta, tanta entrega. Bueno, lo había maltratado un poco. Le encantaba que la adorase y poder hacer con él lo que quisiera, porque tenía muy poca experiencia en ambas cosas. Mikey. Nadie podría decir que aquello fuera amor. Pero la versión del amor de K. D. no fue divertida durante mucho tiempo. Le había tomado el pelo, lo había insultado o rechazado demasiadas veces, y él la siguió alrededor de la casa, la agarró y le pegó. Mavis y Seneca salieron y amenazándolo con utensilios de cocina, lo echaron; las tres contestaron a sus maldiciones con otras mejores.

En fin. Un año nuevo, pensó. Mil novecientos setenta y cinco. Planes nuevos, porque los antiguos habían resultado ser un desastre. Cuando por fin consiguió sacar la caja de debajo del azulejo del cuarto de baño, gritó al encontrarla llena de certificados. Al empleado del banco también le pareció divertido y le ofreció veinticinco dólares para darse el gusto de enmarcarlos o ponerlos en una vitrina para que se entretuvieran los clientes. No todos los días se podía ver documentación sobre uno de los mayores chanchullos del Oeste. Insistió en obtener cincuenta dólares, salió del banco pisando fuerte y le dijo a Mavis que condujera y callase, por favor.

Haría que Seneca se fuera con ella; esta vez, para siempre. Volvería a la brecha, de alguna manera, en algún lugar. Su madre estaba ilocalizable; su padre, en el corredor de la muerte. Sólo le quedaba un abuelo, que vivía en una caravana estupenda en Alcorn, Misisipí. No había pensado en ello con demasiada atención, pero de pronto se preguntó por el motivo exacto de su marcha. La brecha. No sólo era el chico que sangraba o la broma de Mikey sobre la pareja que lo hacía en el desierto o el consejo del chico bajito sobre el agua clara y los árboles entrelazados. Antes de Mikey, todo estaba subordinado a la diversión y la aventura. Manifestaciones provocadoras, panfletos, peleas, policía, ocupación de casas, dirigentes y hablar, hablar, tanto hablar. Nada de aquello era serio. Gigi levantó las manos llenas de jabón para volver a colocarse un rulo en el pelo. Ni cuando iba al instituto o a la universidad, nadie, ni siquiera las otras chicas, tomaba en serio su seriedad. Si no hubiera sido capaz de imprimir algo, nadie se habría enterado de que estaba allí. Excepto Mikey. «Hijos de puta», dijo en voz alta, y a continuación, sin saber cuál de aquellos hijos de puta la ponía más furiosa, dio palmadas sobre la horrible agua del baño, siseando «¡Mierda!» a cada golpe. Al cabo de un rato se calmó lo suficiente como para recostarse en la bañera, taparse la cara, y susurrar entre las palmas que goteaban: «No, tonta, tonta del culo. Porque no fuiste lo bastante dura, lo bastante lista. Igual que con cualquier otra cosa, no supiste aguantar. Pensaste que sería divertido y que funcionaría. En una temporada o dos. Pensabas que eras lava ardiendo, y cuando nos convirtieron en arena saliste corriendo».

Gigi no era de las que lloraban; incluso en aquel momento, cuando se percató de que hacía mucho, mucho tiempo que no tenía un buen concepto de sí misma, sus ojos seguían secos coma una calavera del desierto.

Consolata pela y trocea pequeñas patatas marrones. Las pone a hervir en el agua sazonada con la salsa de la cazuela, una hoja de laurel y salvia antes de colocarlas en una sartén, donde toman un color oro oscuro. Las espolvorea con pimentón y semillas del más negro de los pimientos. «Ah, sí —dice—. Ah, sí».

El mejor cacharro sobre ruedas, había dicho, y Mavis tuvo la esperanza de que su aprecio por el Cadillac, que ya tenía diez años, se tradujera en un descuento. No supo si lo había hecho, pero antes de que cerrara el taller, el mecánico terminó y cobró cincuenta por mano de obra, treinta y dos por piezas, y trece por aceite y gasolina, de manera que casi todo el dinero del campo arrendado desapareció. Faltaban tres meses para que el señor Person volviera a pagar. Con todo, había suficiente para las compras normales, más la pintura que Connie quería (para la silla roja, suponía; y también blanca, así que entonces quizá se tratara del gallinero), más los polos de helado. A los gemelos les gustaban los helados y se los comían enseguida. Pero los regalos de Navidad ni los habían tocado, de modo que Mavis había pasado las cinco horas que llevó la reparación y puesta a punto cambiando el camión FisherPrice por un Tonka y la muñeca Tiny Tina por otra que hablara. Pronto Pearl sería lo bastante mayor para tener una Barbie. Era sorprendente lo que cambiaban y crecían. Cuando se fueron, todavía no sostenían la cabeza, pero cuando los oyó por primera vez en la mansión, ya tenían dos años. Podía decirlo con precisión, basándose en sus risas. Y basándose en lo bien integrados que estaban con los otros niños que corrían por las habitaciones, sabía cómo crecían. Ya tenía edad de ir a la escuela, seis y medio, y Mavis debía pensar en regalos para Navidad y su cumpleaños apropiados para sus años.

Cuando en 1970 volvió a Maryland, se sintió muy sola sin ellos. Mientras contemplaba el recreo en la escuela donde ella misma había matriculado a Sal, a Frankie y a Billy James, se dio cuenta con sobresalto de que Sal estaría ya en el instituto, Billy James en tercero y Frankie en quinto. Sin embargo, no le cabía duda de que los reconocería, aunque no estaba segura de que se identificara. Quizá fuese porque tenía los dedos clavados como garras en la valla del campo de juegos, o tal vez por alguna expresión torcida en su rostro; fuera lo que fuere, debió de asustar a los alumnos, porque se le acercó un hombre y le hizo preguntas que fue incapaz de contestar. Se marchó a toda prisa, intentando esconderse y mirar al mismo tiempo. Quería llegar a la casa de Peg, pero que no la vieran Frank ni los vecinos de la casa de al lado. Cuando la encontró —la niña con el gorrito todavía guiaba a los gansos—, se echó a llorar. La altea, tan fuerte, silvestre y hermosa, había sido talada. Sólo el temor a que alguien la reconociera impidió que cruzara la calle corriendo. Con un repentino destello de lucidez, comprendió que no estaba segura allí ni en ningún lugar donde no se encontrasen Merle y Pearl. Y eso fue antes de que telefoneara a Birdie y se enterara de lo de la orden judicial.

Mavis se puso una gorra verde oscuro y se remetió bien el cabello, compró unas gafas baratas y cogió un autobús a Washington, D. C. y de ahí, a Chicago. Allí hizo las compras que Connie quería para la madre, cogió otro autobús y llegó al aparcamiento de Middleton, donde había dejado el Cadillac. Con prisas por llevar las provisiones a Connie y estar en compañía de los gemelos, volvió a toda velocidad. Nerviosa y agitada, avanzó por el camino y frenó junto a Gigi, que ya se había instalado en el refugio de Mavis, desnuda. Durante tres años se pelearon, lucharon y si no se mataron fue gracias a Connie. Mavis creía que el que Gigi se hubiera distraído con el hombre de Ruby había impedido que una de las dos cogiera un cuchillo. Mavis lo habría hecho, habría matado a cualquiera, incluida aquella puta curtida en la calle que amenazaba con quitarle la vida y dejar a sus hijos sin protección. Así que dio la bienvenida a la dulce Seneca con una alegría sincera, incluso exagerada. Gigi compartió por completo aquella acogida, porque cuando Seneca llegó, escupió a ese tal K. D. como si fuera una semilla de uva. En la nueva configuración, el lugar de honor de Mavis estaba seguro. Ni siquiera la niña rica y triste, con su cara herida, pero bonita, lo había alterado. Los gemelos estaban contentos, y Mavis seguía más cerca de Connie que cualquiera de las demás. Pero como se las veía tan unidas y se entendían tan bien, Mavis había empezado a inquietarse. No por los hábitos nocturnos de Connie ni porque bebiera —o dejara de beber, ya que recientemente habían desaparecido los vapores familiares—. Era otra cosa. La manera en que Connie asentía, como si escuchara a alguien que estuviese cerca de ella; cómo decía ajá, o, si tú lo dices, contestando a preguntas que nadie le había formulado. Además, no sólo había dejado de llevar gafas de sol, sino que, más o menos, se arreglaba a diario y se ponía uno de los vestidos que Soane Morgan le daba cuando dejaba de usarlos. Y en los pies llevaba los brillantes zapatos de monja que antes estaban en su tocador.

Pero con la risa alegre que resonaba en sus oídos, los polos helados que se fundían en lo más crudo del invierno, se encontraba en mala posición para juzgar semejantes cosas. Connie nunca había cuestionado la realidad de los gemelos y, para Mavis, que no tenía intención de explicar ni defender lo que sabía que era cierto, esta aceptación era fundamental. El visitante nocturno le hacía cada vez menos visitas, y, aunque eso le inquietaba, lo que le preocupaba de veras era lo deprisa que estaban creciendo Merle y Pearl. Y si podría seguir así.

Seis manzanas amarillas, arrugadas porque han estado almacenadas hasta el invierno, flotan en agua después de que se les haya quitado el corazón. Las pasas están calentándose en una cacerola con vino. Consolata rellena el hueco de cada manzana con una mezcla cremosa de yemas de huevo, miel, pacanas y mantequilla, a la que añade, una por una, las pasas hinchadas de vino. Coloca el vino aromatizado en una cazuela y deja caer las manzanas encima. El fluido dulce y cálido se mueve.

Las callecitas eran estrechas y rectas, pero se inundaban en cuanto terminaba de hacerlas. A veces ponía papel higiénico para retener la sangre, pero también le gustaba dejar que corriese. El truco consistía en cortar a la profundidad adecuada. Si el corte era demasiado superficial, producía una débil línea roja, pero si era demasiado profundo la sangre salía a borbotones e impedía ver la calle. Aunque había trasladado el mapa de los brazos a los muslos, reconocía con placer las marcas de las viejas carreteras y avenidas que repelían incluso a Norma. En ocasiones, una era suficiente durante meses. Después, por temporadas, hacía dos diarias, y casi no daba tiempo a que se cerrara una calle que ya abría otra. Sin embargo, no era imprudente. Los instrumentos estaban limpios, tenía mucho yodo (era mejor que el mercurocromo) y había añadido crema de aloe a su botiquín.

Aquel hábito había empezado de modo accidental en uno de los hogares adoptivos. Antes de que su hermanastro —otro chico de la casa de mamá Greer— le quitara las bragas por primera vez, un imperdible que le sujetaba el cierre de los tejanos, ahí donde debía estar el botón metálico, se abrió y le arañó la barriga mientras Harry tiraba de ellos. Una vez que le arrancó los tejanos y llegó a las bragas, la línea de sangre lo excitó todavía más. Ella no lloró. No le dolía. Cuando mamá Greer la bañó, le dijo con un cloqueo: «Pobrecita, ¿por qué no me lo dijiste?», y le puso mercromina en el corte irregular. No estaba segura de qué era lo que debería haberle contado, si lo del arañazo del imperdible o lo que Harry le había hecho. De manera que volvió a arañarse con el imperdible, a propósito, y le enseñó la marca a mamá Greer. Como esta vez su comprensión parecía haberse diluido, le contó lo de Harry. «No vuelvas a decir eso nunca más, ¿me oyes?, ¿me oyes? En esta casa no pasan estas cosas». Tras una comida en la que le dieron sus platos favoritos, la enviaron a otra casa. Durante años, no sucedió nada. Hasta que llegó al penúltimo curso de la escuela secundaria. Para entonces ya sabía que dentro de ella había algo que hacía que los chicos la agarrasen y los hombres se exhibieran en su presencia. Si estaba tomando una Coca-Cola en una cafetería con cinco chicas y un grupo de chicos hacía una apuesta, ella era la escogida para que le pellizcaran un pezón. Podían pasar calle abajo cuatro chicas, o tal vez una sola, pero cuando pasaba ella, el hombre que estaba sentado con su hijita en el banco de un parque se sacaba el pene y hacía ruidos con la boca como si la besara. No era mucho mejor buscar refugio en los novios. Daban por hecho que debía sentir devoción por ellos, pero si se quejaba de que amigos o desconocidos le metían mano, su furia se dirigía contra ella, de manera que sabía que la causa estaba en algo que llevaba dentro.

Se inició en el vicio como un poeta censurado cuyo lenguaje sospechoso fuera demasiado laxo, demasiado irritante para publicarlo. Le encantaba. La tranquilizaba. El acceso a esa vida oculta bajo su ropa interior hacía que conservase los ojos secos, le proporcionaba una serenidad que sólo alteraban las mujeres que lloraban; al verlas, se desencadenaba un dolor que triunfaba con tal violencia que habría sido capaz de cualquier cosa por eliminarlo. Tenía diez años y aún no contaba calles cuando vio a todo el mundo llorar en público por la muerte de Kennedy. Pero tenía quince cuando King fue asesinado una primavera y otro Kennedy el verano siguiente. En ambas ocasiones llamó a la casa donde cuidaba niños, dijo que estaba enferma y se quedó en casa para trazar en sus brazos pequeñas calles, caminos y callejones. Era bastante fácil mantener oculta su sangrienta obra. Como Eddie Turtle, la mayoría de sus novios lo hacían a oscuras. Para los que insistían en obtener una respuesta, inventaba una enfermedad. Como las cicatrices parecían quirúrgicas, de inmediato daban muestras de compasión.

La seguridad de la casa de Connie se hizo menos firme cuando llegó Pallas. Pasó mucho tiempo intentando animarla y darle de comer, porque cuando no comía, lloraba o intentaba aguantarse las lágrimas. El alivio que sintió cuando la chica se marchó en el mes de agosto desapareció cuando volvió en diciembre: más bonita, más gorda, fingiendo que sólo estaba de visita. Ni más ni menos que en una limusina. Con tres maletas. Ya estaban en enero, y los gimoteos nocturnos se oían por toda la casa.

Seneca hizo otra calle. En realidad, una intersección, porque se cruzaba con la que había hecho poco antes.

La mesa está puesta y la comida servida. Consolata se quita el delantal. Con la aristocrática mirada de los ciegos, mira a las mujeres a la cara y dice:

—Me llamo Consolata Sosa. Si queréis estar aquí, tendréis que hacer lo que diga, comer como os diga, dormir cuando os lo diga. Y os enseñaré lo que queréis saber.

Las mujeres se miran y después miran a una persona que no reconocen. Tiene los rasgos de la querida Connie, pero parecen esculpidos: pómulos más acusados, barbilla más fuerte. ¿Sus cejas siempre han sido tan gruesas y sus dientes de un blanco tan perlado? Su cabello no tiene rastros de gris. La piel es tersa como la de un melocotón. ¿Por qué habla así? Y ¿de qué habla?, se preguntan. Aquella dulce y pacífica anciana que parecía quererlas tanto, que nunca las criticaba, que lo compartía todo pero necesitaba poco o ningún cuidado, que no exigía que le dedicaran ningún cariño, que escuchaba, que no cerraba las puertas con llave y aceptaba a cada una como era… ¿De qué está hablando esta madre ideal, amiga, compañera, en cuya compañía no podía sucederles nada? ¿En qué está pensando esta casera perfecta, que no cobraba nada y acogía a todos; esta abuelita de cuento a la que se podía hacer confidencias o bien no contarle nada, mentirle o sobornarla; esta madre ficticia a la que el hijo podía abrazar o abandonar cuando se le antojara?

—Si tenéis que estar en algún sitio y alguien que os quiere os espera, marchaos —continuó—. Si no, quedaros aquí y seguidme. A lo mejor alguien quiere conoceros.

Ninguna se marchó. Hubo preguntas nerviosas, unas risillas asustadas, algunas muecas, expresiones de agravio, pero en un instante comprendieron que no podían dejar el único lugar que eran libres de abandonar.

Poco a poco, se les fue escapando el tiempo.

Al principio, lo más importante fue la plantilla. Primero tuvieron que fregar el suelo del sótano hasta que las piedras estuvieron tan limpias como los guijarros de la playa. Después hicieron un círculo con velas. Consolata les dijo a todas que se desvistieran y se echaran en el suelo. En la luz favorecedora de la visión difuminada de Consolata, hicieron lo que les indicaba. ¿Cómo nos ponemos? Como os apetezca. Probaron con los brazos pegados a los lados del cuerpo, estirados sobre la cabeza, cruzados sobre el pecho o el vientre. Seneca empezó por tumbarse boca abajo, después boca arriba, agarrándose los hombros con las manos. Pallas se puso de lado, con las rodillas encogidas. Gigi extendió los brazos y separó las piernas, mientras que Mavis adoptó la posición de un ahogado, con los brazos doblados y las rodillas apuntando hacia dentro. Cuando todas encontraron por fin la postura que podían tolerar sobre aquel suelo duro y frío, Consolata caminó alrededor de cada una de ellas y pintó el contorno del cuerpo. Tras esto, recibieron la orden de quedarse allí, sin decir nada, desnudas a la luz de las velas.

Se retorcían, tremendamente incómodas, pero eran reacias a moverse fuera del molde que habían escogido. En muchas ocasiones pensaron que no podrían soportar un segundo más, pero ninguna quería ser la primera en ceder delante de aquellos ojos descoloridos que las miraban. Consolata fue la primera en hablar.

—Mi cuerpo de niña, herido y sucio, salta a los brazos de una mujer que me enseña que mi cuerpo no es nada y mi espíritu lo es todo. Estoy de acuerdo con ella hasta que encuentro a otro. Mi carne está tan hambrienta que se lo come. Cuando él desaparece, la mujer me rescata de nuevo de mi cuerpo. Lo salva por dos veces. Cuando su cuerpo se pone enfermo, lo cuido de todas las maneras que un cuerpo puede hacerlo. Lo sostengo en mis brazos y entre mis piernas. Lo limpio, lo acuno, entro en él para hacer que siga respirando. Cuando ella se muere, no puedo aguantarlo. Mis huesos sobre los suyos es lo único bueno. Nada de espíritu. Huesos. No es distinto del hombre. Mis huesos sobre los suyos, la única verdad. Así que me pregunto dónde se ha perdido el espíritu. Es cierto, como lo de los huesos. Es bueno, como los huesos. Uno dulce, otro amargo. ¿Dónde se ha perdido? Oídme, escuchad. No los rompáis en dos. No pongáis uno por encima de otro. Eva es la madre de María. María es la hija de Eva.

Después, con palabras más claras que las que había empleado en el discurso inicial (que ninguna de ellas había entendido), les habló de un lugar donde las aceras blancas llegaban al mar y los peces color ciruela nadaban con los niños. Habló de fruta que sabía igual que brillan los zafiros y de niños que utilizaban rubíes como dados. De catedrales perfumadas hechas de oro donde los dioses y las diosas se sentaban en los bancos con la congregación. De claveles grandes como árboles. Enanos con diamantes en lugar de dientes. Serpientes que despertaban con la poesía y las campanas. Después les habló de una mujer llamada Piedade, que cantaba pero jamás había pronunciado una palabra.

Así empezaron los sueños en voz alta. Así surgieron las historias en aquel lugar. Historias que eran casi verdad y sueños nunca soñados escapaban de sus labios para remontarse sobre la luz vacilante de las velas, levantando polvo de las cajas y botellas. Y no importaba saber quién contaba el sueño ni si éste tenía significado. A pesar de que les duele el cuerpo, o precisamente por ello, entran con facilidad en el cuento de la que sueña. Entran en el calor del Cadillac, sienten el manotazo de aire fresco en la tienda Higgledy Piggledy. Saben que llevan las zapatillas de deporte desatadas y que el tirante del sostén las molesta cada vez que se desliza del hombro. El paquete de salchichas Armour está pegajoso. Inhalan el perfume de los niños dormidos y se sienten protectoras aunque se percatan de que uno de los niños tiene la cabeza en una postura rara. Colocan la cabeza del niño que duerme y niegan, niegan en redondo lo que ya saben, y se van a casa. Suben por las escaleras del porche con las salchichas, los niños y el bolso en los brazos, diciendo: «No quieren despertarse, Sal. ¿Sal? Mira, no quieren despertarse». Dan patadas bajo el agua, pero no demasiado fuerte por miedo a despertar aletas o escamas ahí abajo también. Las voces masculinas hablan hablan hablan todo el rato, empujando la suya garganta abajo. Hablan, hablan, hasta que no queda aliento para gritar o contradecir. Todas parpadean y se ahogan con el gas lacrimógeno, mueven la mano lentamente hacia la espinilla arañada, el ligamento desgarrado. Corre arriba y abajo por los pasillos durante el día, duerme acurrucada con las luces encendidas por la noche. Dobla los quinientos dólares en el fondo del calcetín. Gime de dolor por el pene de un desconocido y la rivalidad con la madre, seductora y corrosiva como la cocaína.

Cuando sueñan en voz alta, el monólogo no se distingue de un grito; las acusaciones dirigidas tiempo atrás contra los muertos y los desaparecidos se enmiendan con murmullos de amor. De manera que, agotadas y furiosas, se levantan y se van a la cama jurando que no volverán a hacer nada semejante, aunque saben muy bien que lo harán. Y lo hacen.

La vida, real e intensa, se ha trasladado ahí abajo, a las limitadas zonas de luz, a un aire lleno del humo de las lámparas de queroseno y de las velas de cera. Las plantillas las atraen como imanes. Fue Pallas quien insistió en que compraran tubos de pintura, barras de tiza de colores. Disolvente y trapos. Lo entendieron y se pusieron manos a la obra. Primero, con rasgos naturales: pechos y partes pudendas, dedos de los pies, orejas y pelo. Seneca reprodujo en azul verdoso una de sus más elegantes cicatrices, con una gota de rojo en la punta. Más tarde, cuando sintió necesidad de cortarse la parte interna del muslo, optó por hacerlo en el cuerpo abierto que estaba tendido en el suelo del sótano. Hablaban una con otra de lo soñado y lo dibujado. ¿Estás segura de que era tu hermana? Quizá fuera tu madre. ¿Por qué? Porque una madre podría hacer algo así, pero una hermana nunca lo haría. Seneca tapó su tubo de pintura. Gigi dibujó un relicario alrededor de la garganta de su cuerpo, y cuando Mavis le preguntó sobre él respondió que era un regalo de su padre que había arrojado al golfo de México. ¿Con fotos dentro?, preguntó Pallas. Sí. Dos. ¿De quién? Gigi no contestó; se limitó a repasar los puntos que marcaban la cadena del relicario. Pallas había pintado un niño en el vientre de su plantilla. Cuando le preguntaron quién era el padre, no dijo nada, pero pintó junto al niño la cara de una mujer con largas pestañas y una boca carnosa y torcida. Insistieron, amablemente, sin burlarse ni bromear. ¿Carlos? ¿Los chicos que la llevaron al agua? Pallas puso dos largos colmillos en la boca torcida.

Enero pasó. También febrero. En marzo, los días transcurrían sin distinguirse de las noches mientras se dedicaban a hacer cuidadosos grabados de partes corporales y objetos de interés. Pasadores amarillos, peonías rojas, una cruz verde sobre fondo blanco. Un pene majestuoso atravesado por un arco de Cupido. Pétalos de altea, galletas Lorna Doone. Una pareja de color naranja brillante haciendo el amor sin parar bajo un sol infantil.

Con Consolata al frente, como una nueva y revisada reverenda madre, que les daba de comer alimentos obtenidos sin derramamiento de sangre y sólo agua para saciar su sed, todas cambiaron. Los cuerpos vivos que había en el sótano resultaban tan seductores, que había que recordarles que ellas poseían cuerpos que podían moverse.

Un cliente que se detuviera al pasar apenas habría advertido algún cambio. Podría preguntarse por qué el jardín aún estaba sin cultivar, o quién había arañado la palabra PENA en el maletero del Cadillac. Podría incluso preguntarse por qué la anciana que salía al llamar a la puerta no se tapaba aquellos ojos terribles con gafas oscuras; o qué demonios habían hecho las jóvenes con su pelo. Un vecino habría advertido algo más: una sensación de exceso, un cambio en el aire de la casa, el aspecto extraño y una expresión claramente distinta en los ojos de las inquilinas, que se mostraban sociables y comunicativas cuando hablaban con el visitante, pero, si no, permanecían tranquilas y observadoras. Si la que pasaba era una amiga, la alarma inicial al ver a las jóvenes podría quedar amortiguada por su actitud adulta, por lo tranquilas que parecían. Y Connie, qué erguida y hermosa estaba. Qué bien le sentaba aquel vestido familiar. Mientras se deslizaba en el asiento del conductor, con un cesto sobre el que había un paquete a su lado, al principio le habría inquietado no poder decir exactamente qué era lo que faltaba. A medida que se acercaba a su casa y conducía por Central Avenue, su mirada pasaría por la casa de Sweetie Fleetwood, la de Pat Best, o podría ver a uno de los chicos Poole o a Menus de camino a casa de Ace. Entonces se daría cuenta de qué era lo que faltaba: a diferencia de algunas personas de Ruby, las mujeres del convento ya no estaban angustiadas. Ni perseguidas, podría haber añadido. Pero en eso se habría equivocado.