Sobre la mesa del comedor, pulcramente apilados, había campanas y abetos, recortados en cartulinas verdes y rojas. Todo estaba hecho. Sólo faltaba ribetearlos con purpurina. El año anterior había cometido el error de permitir que los hicieran los más pequeños. Después de limpiarles el pegamento de los dedos y de los codos, y de quitarles motitas de plata del pelo y las mejillas, tuvo que volver a hacer casi todos los adornos. Esta vez se encargaría de las campanas y de los árboles, mientras controlaba cada gota de pegamento. Todo el pueblo ayudaba o se inmiscuía en la preparación de la obra de teatro de Navidad que se representaba en la escuela: los más viejos arreglaban la plataforma y montaban el establo; los jóvenes retocaban las máscaras con pintura. Las mujeres hacían muñecos bebés y los niños dibujos en color de la comida de Navidad, sobre todo postres —pasteles, tartas, barras de caramelo, fruta—, porque dibujar un pavo asado era un reto demasiado difícil para sus pequeños dedos. Cuando los niños hubieran plateado las campanas y los árboles, Patricia pondría un lazo en la parte superior de éstos. La estrella de Oriente era asunto de Harper. La repasaba todos los años, verificaba que las puntas fueran afiladas y que brillara adecuadamente en el cielo de tela negra. Y suponía que el viejo Nathan DuPres pronunciaría las frases preliminares una vez más. Era un hombre encantador, pero no sabía contenerse. Los programas de las iglesias eran más formales —sermones, coros, niños que recitaban y premios para los que conseguían terminar sin tartamudear, llorar o quedarse mudos—, pero era más antiguo el programa de la escuela, que representaba la Natividad e involucraba a toda la población, ya que había empezado incluso antes de que los templos estuvieran construidos.

A diferencia de los años recientes, los días de diciembre de 1974 fueron cálidos y ventosos. El cielo se comportaba como una corista: transformaba sus mañanas pálidas y melancólicas en tardes llenas de bandas de colores. En el aire había un aroma mineral, procedente de la época del Génesis, cuando los volcanes se agitaban y la lava se enfriaba rápidamente bajo un viento incesante. Un viento que frotaba la fría piedra, la esculpía y, finalmente, la rompía en los trozos que tanto gustaban a los geólogos. El mismo viento que en otros tiempos agitaba el cabello de los cheyene y arapajo, y separaba los mechones de los lomos de los bisontes, anunciando a éstos y aquéllos la proximidad del otro.

Patricia había percibido el olor mineral durante todo el día y ahora, después de hacer las listas con las notas y terminar los adornos, miró el cielo corista esperando que repitiera el número habitual. Pero había terminado. Sólo quedaban algunas formas violeta que corrían tras un sol fosforescente.

Su padre se había ido a la cama temprano, agotado por el monólogo que había pronunciado durante la cena sobre la estación de servicio que estaba planeando. Eagle Oil lo animaba: era inútil hablar con las grandes compañías petroleras. Deek y Steward estaban interesados en concederle el préstamo, siempre que pudiera convencer a alguien de que le vendiera el terreno. De manera que ahí estaba la cuestión. ¿Delante de la tienda de Anna? Un buen sitio, pero tal vez no pensaran lo mismo los del Santo Redentor. ¿Al norte, entonces? ¿Junto a la tienda de Sargeant? Allí habría muchos clientes, nadie tendría que recorrer casi ciento cincuenta kilómetros para conseguir gasolina o guardar bidones en casa. ¿En las carreteras? Habría que hacer algo con las dos pistas de tierra que salían al norte y al sur de la calle asfaltada de Ruby hasta llegar a la carretera estatal. Si obtenía la franquicia, tal vez el condado las asfaltase. Aunque sería un problema intentar que la gente se pusiera de acuerdo en pedirlo, ya que los más viejos rechazarían la idea. Les gustaba estar lejos de la carretera, ser accesibles sólo para quienes se perdían o conocían el lugar.

—Pero piénsalo, Patsy, piénsalo. Podría arreglar coches, motores; vender neumáticos, baterías, correas de ventilador. También refrescos, algo que Anna no tuviera. No tiene sentido hacer que se enfade.

Patricia asintió. Una idea muy buena, pensó, como todas sus ideas. Su actividad como veterinario (ilegal, pues carecía de permiso, pero ¿quién sabía o se preocupaba lo bastante como para conducir ciento cincuenta kilómetros para ayudar a Wisdom Poole a tirar de un potrillo que no podía salir de su madre?); su trabajo como carnicero (despellejaba, troceaba, cortaba y refrigeraba los novillos sacrificados que le traían); y, naturalmente, el negocio de ambulancia y coche fúnebre. Dado que había querido ser médico, e incluso había estudiado para serlo, la mayor parte de sus trabajos tenía que ver con el trato con los enfermos o los muertos. La idea de la gasolinera era la primera propuesta no quirúrgica que Patricia podía recordar (aunque los ojos le brillaban cuando hablaba de desmontar motores). A Patricia le habría gustado que fuera médico, que lo hubieran aceptado en una facultad de Medicina. Tal vez entonces su madre aún estaría viva. Aunque, cuando murió Delia, quizás hubiera estado en el hospital interracial de Meharry y no en la escuela funeraria.

Pat subió por las escaleras en dirección a su dormitorio y decidió dedicar el resto de la tarde a su proyecto de historia o, mejor dicho, a lo que había sido un proyecto de historia, pues ya no era nada de eso. Empezó como un regalo para los ciudadanos de Ruby: una recopilación de los árboles genealógicos de cada una de las quince familias. Se trataba de unos árboles invertidos, en los que los troncos estaban suspendidos en el aire y las ramas caían hacia abajo. Cuando los árboles estuvieron completos, empezó a añadir notas a las ramas que indicaban quién había engendrado a quién, explicando, por ejemplo, qué trabajo tenían, dónde vivían, a qué iglesia pertenecían. Algunos de los toques más conseguidos («¿Acaso Missy Rivers, esposa de Thomas Blackhorse, había nacido cerca del río Misisipí? Se diría que su nombre sugiere…») los había sacado de las composiciones autobiográficas de sus alumnos. Pero no volvería a hacerlo. Los padres se quejaron de que se pidiera a sus hijos que chismorrearan, que divulgasen lo que podría ser información privada, incluso secreta. Después de eso, la mayor parte de sus notas procedía de conversaciones con la gente, de la lectura de sus Biblias y del examen de los registros de las iglesias. Las cosas se descontrolaron cuando pidió permiso para ver cartas y certificados de boda. Las mujeres la miraban con recelo antes de sonreír y ofrecerle un poco más de café; entonces se cerraban unas puertas invisibles y pasaban a hablar del tiempo. Pero no necesitaba ni quería seguir investigando. Si bien los árboles todavía requerían algún cambio —nacimientos, matrimonios, muertes—, su interés por las notas complementarias había ido aumentando al mismo ritmo que éstas, y había abandonado toda pretensión de objetividad en sus comentarios. El proyecto pasó a ser totalmente inadecuado para otros ojos que no fueran los suyos. Había llegado a un punto tal que la ce minúscula con que indicaba el matrimonio era una broma, un sueño, una violación de la ley que hacía que se mordiera la uña del pulgar con un sentimiento de frustración. ¿Quiénes eran esas mujeres que, como su madre, sólo habían tenido un nombre? Celeste, Ohve, Sorrow, Ivlin, Pansy. ¿Quiénes eran esas mujeres con apellidos corrientes como Brown, Smith, Rivers, Stone, Jones? Mujeres cuya identidad residía en los hombres con los que se habían casado, en caso de que lo hubieran hecho: una Morgan, una Flood, una Blackhorse, una Poole, una Fleetwood. Dovey le prestó la Biblia de los Morgan durante semanas, pero fueron los veinte minutos que pasó mirando la Biblia de los Blackhorse lo que la convenció de que necesitaría una nueva clase de árbol para avanzar, para registrar con precisión las relaciones entre las quince familias de Ruby, sus antepasados en Haven y, más atrás, en Misisipí y Luisiana. Aquella decisión voluntaria para llenar horas vacías se había convertido en un trabajo intensivo marcado por la mala sensación que, como si fuera polen, se posa sobre la piel cuando uno sabe demasiado sobre sus vecinos. La historia oficial de la población, elaborada desde los púlpitos, en las catequesis y los discursos de las ceremonias, tenía una sólida vida pública. Cualquier nota a pie de página, fisura o pregunta exigía la imaginación viva y la perseverancia de una mente que no aceptaba bien las historias orales. Pat había buscado pruebas en los documentos para que encajaran en las historias, y, ahí donde las pruebas no estaban disponibles, interpretaba; libremente, pero, según creía, con intuición, porque ella era la única que tenía la necesaria distancia emocional. Sólo ella podía imaginar por qué el nombre de Ethan Blackhorse estaba tachado con una línea en la Biblia de los Blackhorse, y qué escondía la gran mancha de tinta que aparecía junto al nombre de Zechariah en la Biblia de los Morgan. Su padre le contó algunas cosas, pero se negó a hablar de otras. Las amigas como Kate y Anna se mostraban abiertas, pero otras de más edad —Dovey, Soane y Lone DuPres— insinuaban mucho y no decían nada. «Oh, creo que los hermanos discutieron por algo», fue lo único que dijo Soane sobre el nombre de su tío abuelo tachado. Y nada más.

Había nueve familias grandes e intactas que hicieron el viaje original, que fueron expulsadas, echadas de Fairly, Oklahoma, y se marcharon para fundar Haven. Sus apellidos habían pasado a formar parte de la leyenda: Blackhorse, Morgan, Poole, Fleetwood, Beauchamp, Cato, Flood y las dos de los DuPres. Con hermanos, esposas e hijos llegaban a los setenta y nueve (u ochenta y uno, si se contaban los niños robados). Junto con ellos, llegaron fragmentos de otras familias: una hermana y un hermano, cuatro primos, un río de tías y tías abuelas al frente de los hijos de sus hermanas, hermanos, sobrinas, sobrinos muertos. Las historias de estos fragmentos, que sumaban unos cincuenta más, emergían en las composiciones escritas de los alumnos de Pat, en los chismorreos y los recuerdos que se comentaban en las excursiones, en las comidas en la iglesia y en las charlas de mujeres mientras trabajaban o se arreglaban el pelo. A las abuelas, sentadas en el suelo mientras alguna nieta les rascaba la cabeza, les gustaba rememorar en voz alta. En esos momentos, los fragmentos de los cuentos emergían como chispas que iluminaban las ausencias que se cernían sobre sus infancias y las sombras que oscurecían su madurez. Las anécdotas marcaban los espacios que se habían sentado con ellos junto al fuego del campamento. Las bromas retrataban los objetos —un anillo, un reloj de bolsillo— que habían asido en su puño mientras dormían, y las ropas que vestían: unos zapatos demasiado grandes que pertenecían a un hermano; el chal de una tía abuela; el gorrito adornado con encaje de una hermana menor. Hablaban de los huérfanos, niños y niñas, de edades comprendidas entre los doce a los dieciséis años, que vieron a los caminantes y les pidieron permiso para seguir con ellos, y de las dos criaturas que robaron por las buenas porque las circunstancias en que encontraron a los niños no les permitía hacer otra cosa. Ocho más. De manera que terminaron el viaje ciento cincuenta y ocho.

Cuando llegaron a las afueras de Fairly, se acordó que fueran a anunciar su presencia Drum Blackhorse, Rector Morgan y sus hermanos, Pryor y Shepherd, mientras los demás esperaban con Zechariah, demasiado cojo por entonces para mantenerse derecho sin ayuda delante de unos hombres desconocidos cuyo respeto pretendía y cuya piedad lo habría destrozado. Había recibido un disparo en el pie —nadie sabía o admitía conocer el motivo ni el autor—, pero la cuestión parecía ser que, cuando la bala entró, él no gritó ni cojeó. Debido a esa herida se vio obligado a quedarse atrás y dejar que su amigo y su hijo hablaran en su nombre. Sin embargo, fue una suerte, porque no tuvo que presenciar el Rechazo; y no tuvo que oír palabras que parecía increíble que unos hombres dirigieran a otros, hombres iguales que ellos en todo, excepto en una cosa. Después, el grupo dejó de estar formado por nueve familias y algunos más para convertirse en una banda compacta de caminantes unidos por la enormidad de lo que les había sucedido. Su horror hacia los blancos era intenso pero abstracto. Reservaban la claridad de su odio para los hombres que los habían insultado de modo demasiado desconcertante para poder contarlo: primero, excluyéndolos; después, ofreciéndoles el ingrediente básico para existir en esa misma exclusión. Todo lo que cualquiera deseaba saber sobre los ciudadanos de Haven o de Ruby se encontraba en las ramificaciones de aquel rechazo concreto por parte de tantos. Pero las ramificaciones de esas ramificaciones eran otra historia.

Pat se dirigió hacia la ventana y la levantó. La tumba de su madre se encontraba en el extremo del jardín. El viento murmuraba como si intentase arrancar las lentejuelas del cielo de crespón negro. Las lilas se agitaban junto a la casa. El rastro mineral había desaparecido bajo el olor a cena que flotaba en el aire. Pat cerró la ventana y regresó al escritorio para preparar otra entrada en su diario.

Arnette y K. D., que se habían casado el pasado abril, esperaban un niño para el próximo marzo. O eso decía Lone DuPres, que debería saberlo. Lone era uno de los niños robados. Fairy DuPres la vio sentada, quieta como una piedra, junto a la puerta de una cabaña hecha con barro y cañas. La visión de la niña callada, vestida con una enagua mugrienta, podría haber sido una imagen desolada más de las que encontraron, si la desolación del lugar no hubiera resultado inolvidable. Fairy tenía quince años y era muy terca. Ella y Missy Rivers decidieron investigar. Dentro de la casa estaba la madre muerta y ni un solo trozo de pan a la vista. Missy gruñó antes de escupir. Fairy dijo, «Maldita sea; disculpa, Señor», y cogió a la niña en brazos. Cuando contó a los demás lo que habían encontrado, siete hombres cogieron las palas: Drum Blackhorse, sus hijos Thomas y Peter, Rector Morgan, Able Flood, el mayor de los Brood Poole y Juvenal, el padre de Nathan DuPres. Mientras cavaban, Fairy dio de comer a la niña pastel de carne mojado en agua. Praise Compton desgarró sus enaguas para envolverla. Fulton Best hizo una cruz bien recia. Zechariah, flanqueado por dos de sus hijos, Shepherd y Pryor, y haciendo descansar su pie malo en el talón, pronunció una oración de difuntos. Loving, Ella y Selanie, sus hijas, recogieron milenrama de color rosa para la tumba. Tuvo una seria discusión sobre qué hacer con la niña, dónde colocarla, porque los hombres parecían inflexibles en su actitud de no añadir un crío medio muerto a los suyos, que también pasaban hambre. Fairy discutió con ellos hasta que cedieron y discutió con Bitty Cato sobre el nombre que debían ponerle. Fairy también se salió con la suya, y la llamaron Lone, solitaria, porque así era como la habían encontrado. Y seguía siendo solitaria, porque no se había casado, y cuando murió Fairy, que la había educado y le había enseñado todo lo que sabía sobre cómo traer niños al mundo, Lone pasó a dedicarse a ello en todos los casos, aunque ahora Arnette insistía en ir a dar a luz al hospital de Demby. Había herido a Lone en lo más vivo (todavía creía que las mujeres decentes tenían sus hijos en casa y las mujeres de las tabernas daban a luz en el hospital), pero sabía que los Fleetwood seguían pensando que ella era culpable en parte del estado de los niños de Sweetie y Jeff, a pesar de que desde el nacimiento del último niño roto de los Fleetwood había ayudado a venir al mundo a otros treinta y dos niños sanos de madres no muy fuertes. De manera que todo cuanto dijo fue que a Arnette le tocaba en marzo del 75.

Pat localizó la ficha de los Morgan y se dedicó a la rama que, por el momento, sólo contenía una línea:

Coffee Smith (también conocido como K. D. [Kentucky Derby]) casó con Arnette Fleetwood.

Se preguntó de nuevo quién era aquel chico con el que se había casado Ruby Morgan. Su nombre, Coffee, era el mismo que tenía Zechariah antes de que se lo cambiara para presentarse al puesto de secretario del gobernador; su apellido era de lo más corriente que se podía encontrar. Lo mataron en Europa, de manera que nadie llegó a conocerlo bien, ni siquiera su mujer. De su fotografía se deducía que no había ni rastro del soldado Smith en su hijo. K. D. era un espejo de la sangre de los Blackhorse y los Morgan.

No había mucho espacio bajo la entrada K. D. Arnette, pero pensó que, probablemente, no necesitarían más. Si vivía, seguramente el niño que esperaban sería hijo único. La madre de Arnette sólo había tenido dos hijos, uno de los cuales había engendrado hijos defectuosos. Además, estos últimos Morgan no eran tan prolíficos como los primeros. No eran como

Zechariah Morgan (también conocido como Big Papa, nacido Coffee), casó con Mindy Flood [nota bene: tía abuela de Anna Flood]

que tuvo catorce hijos, de los que sobrevivieron nueve. Pat deslizó el dedo sobre sus nombres: Pryor Morgan, Rector Morgan, Shepherd Morgan, Ella Morgan, Loving Morgan, Selanie Morgan, Governor Morgan, Queen Morgan y Scout Morgan. Escrita hacia arriba en el margen, con tinta negra Skrip, una de las primeras notas rezaba: «Les costó siete partos llegar a dar a una de sus hijas un nombre de resonancias administrativas, autoritarias, y estoy segura de que se dirigían a ella con el diminutivo Queenie, reinita». Por el dorso de la página se extendía otro comentario, al hilo del nombre de Zechariah y unido a éste mediante flechas: «Se cambió de nombre. Originalmente, se llamaba Coffee, tal vez, una escritura errónea de Kofi. Y puesto que ninguno de los Morgan de Luisiana, como así tampoco la gente de Haven, había trabajado para un blanco llamado Morgan, debió de haber escogido su apellido, así como su nombre, a partir de algo o algún lugar que le gustaba. ¿Zacarías, padre de Juan el Bautista? ¿O por el Zacarías que tuvo visiones; el que vio rollos de maldiciones y mujeres metidas en cestos; el que vio las vestiduras inmundas de Josué convertidas en ropas de gala; el que vio el resultado de la desobediencia? El castigo por no dar muestras de piedad o compasión fue la dispersión de todas las naciones y la desertización de la tierra deleitosa. Todo lo cual encajaba perfectamente con Zechariah Morgan: la maldición, las mujeres metidas en un cesto con una tapa de plomo y escondidas en una casa pero, sobre todo, la dispersión. La dispersión debió de asustarlo. La desintegración del grupo, tribu o consorcio de familias o, en el caso de Coffee, la división de un contingente de familias que habían vivido juntas o muy cerca las unas de las otras desde antes de la batalla de Bunker Hill. No le habría costado imaginar el temor a ver separados a todos a quienes conocía, repartidos por distintos lugares en una tierra extraña, convertidos en desconocidos. Debió de asustarlo no reconocer una línea de la mandíbula, que señalaba a una familia; una forma de mirar o de andar que identificaba a otra. No poder verse a sí mismo recreado en una tercera o cuarta generación. No saber dónde estaban enterradas las generaciones precedentes ni cómo entrar en contacto con ellas al ignorarlo. Ése sería el Zacarías que Coffee habría escogido para sí. Si hubiera oído a alguno de los predicadores contar la historia de Josué y la tiara, le habría llamado la atención. No se habría puesto el nombre de Josué, el rey, sino del testigo con el que hablaban con frecuencia Dios y los ángeles sobre cosas que Coffee conocía».

Cuando preguntó a Steward de dónde había sacado su apellido su padre, él gruñó y dijo que pensaba que originalmente no era Morgan, sino Moyne. O Le Moyne, o algo así, pero que «algunos lo llamaban Black Coffee; nosotros lo llamábamos Big Papa o Big Daddy», como si con eso zanjara la cuestión. Como si estuviera ofendido, porque él no era papá ni papaíto, grande o pequeño. Porque la descendencia de los Morgan era débil. Rector, uno de los hijos de Zechariah (Big Papa), tuvo siete hijos con Beck, su mujer, pero sólo sobrevivieron cuatro: Elder, los gemelos Deacon y Steward, y Ruby, la madre de K. D. Elder murió y dejó a su mujer, Susannah (Smith) Morgan, con seis hijos, y todos ellos se marcharon de Haven hacia estados situados más al norte. A Zechariah aquello debió de parecerle terrible. Para él, esa marcha seguramente equivalía a la «dispersión». Y sin duda, tenía razón, porque a partir de aquel momento la fertilidad cesó aunque la riqueza crecía. A más dinero, menos hijos; a menos hijos, más dinero para cada uno. Suponiendo que uno amasara lo suficiente, y ése era el motivo de que los más ricos —Deek y Steward— tuvieran tanto interés en el matrimonio de K. D. Al menos eso suponía Pat.

Sin embargo, todos y cada uno de los que pertenecían a las nueve familias tenían la pequeña señal que Pat había decidido poner tras su nombre: R8. Una abreviación de «roca ocho», nombre que recibía un nivel muy, muy profundo en las minas de carbón. Personas de un color negro casi azulado, altas y elegantes, cuyos ojos claros y grandes no dejaban entrever qué pensaban de quienes no eran roca ocho como ellos. Descendientes de los que habían estado en el territorio de Luisiana cuando era francés, luego español, francés de nuevo, hasta que fue vendido a Jefferson y, finalmente, convertido en estado en 1812. De los que hablaban una jerga que era en parte español, en parte francés, en parte inglés y totalmente propia. Descendientes de los que, tras la guerra de Secesión, se habían escondido o habían desafiado a los blancos que querían que trabajaran como aparceros en Luisiana. Descendientes de aquellos cuya respetabilidad era tan endémica que consiguieron que tres de sus hijos fueran elegidos para dirigir legislaturas estatales y del condado, y que luego, cuando los echaron sin ceremonias ni pruebas de fechoría alguna, se negaron a creer que lo que pensaban fuera la verdadera razón que les impedía encontrar otro trabajo que no fuese manual. Casi todos los negros expulsados o invitados a abandonar el poder (en Misisipí, en Luisiana, en Georgia) conservaron trabajos intelectuales, aunque de menor nivel, tras las purgas de 1875. Uno de Carolina del Sur terminó sus días como barrendero. Pero sólo ellos (Zechariah Morgan y Juvenal DuPres en Luisiana, Drum Blackhorse en Misisipí) se vieron reducidos a la penuria y, en ocasiones, a las labores agrícolas. Tras cinco gloriosos años de reconstrucción del país, llegaron quince durante los cuales tuvieron que mendigar trabajo en los algodonales, las empresas madereras o los arrozales. Debieron de sospechar, aunque no se atrevieron a decirlo, que la desgracia de su desgracia se debía al único rasgo que los distinguía de sus iguales negros. Roca ocho. En 1890 llevaban ciento veinte años en el país, de manera que asumieron su historia, esos años y su respetabilidad incorruptible, y se pusieron en marcha en su «huida». Caminaron desde Misisipí y Luisiana hasta Oklahoma y encontraron el lugar descrito en los anuncios que llevaban doblados con cuidado en el interior de los zapatos o arrugados en el ala del sombrero, sólo para que los echaran de allí. En esa ocasión, la claridad estaba clara: durante diez generaciones habían creído que la división contra la que luchaban era la existente entre libres y esclavos, ricos y pobres. Algunas veces, pero no siempre, entre blancos y negros. Sin embargo, en aquel momento se les presentaba una nueva separación: entre la piel clara y la oscura. Claro, ya sabían que, para los blancos, existía una diferencia, pero nunca se habían encontrado con que eso tuviera importancia, una gran importancia, para los propios negros. Sin embargo, era lo bastante seria como para que rechazasen a sus hijas como novias; como para que sus hijos fueran los últimos escogidos; como para que los hombres de color se sintieran incómodos al ser vistos en sociedad con sus hermanas. La pureza racial, que siempre habían considerado una virtud, se había convertido en una mancha. La dispersión que alarmaba a Zechariah, porque creía que los agotaría, resultaba ahora aún más peligrosa, ya que si se separaban y los impuros los minusvaloraban, entonces —y eso era tan cierto como la muerte— esas diez generaciones alterarían eternamente la paz de sus hijos.

Pat estaba convencida de que cuando las posteriores generaciones de varones roca ocho se dispersaron, como Zechariah había temido, en el ejército, podrían haber terminado con todo. Tendrían que haber terminado. Lo que ellos llamaban el Rechazo era una quemadura que en 1949 ya había perdido sensibilidad. ¿Era cierto? Oh, no. Los que sobrevivieron a esa guerra en concreto regresaron a casa, vieron en qué se había convertido Haven, oyeron hablar de los testículos que faltaban a otros soldados de color, de las medallas que habían arrancado las bandas de blancos reaccionarios y los Hijos de la Confederación, y conocieron lo que era el Rechazo, segunda parte. Era como contemplar una pancarta en un desfile que rezara: ¡SOLDADOS CANSADOS DE LA GUERRA, NO SOIS BIENVENIDOS A CASA! Así que lo hicieron otra vez. Y, de la misma manera que los caminantes originales no volvieron a buscar una ciudad de color después de que los despreciaran en la primera, esta generación no se sumó a ninguna organización, no combatió en ninguna batalla civil. Consolidaron su sangre roca ocho y, tan altivos como siempre, siguieron avanzando hacia el oeste. Los Nuevos Padres: Deacon Morgan, Steward Morgan, William Cato, Ace Flood, Aaron Poole, Nathan DuPres, Moss DuPres, Arnold Fleetwood, Ossie Beauchamp, Harper Jury, Sargeant Person, John Seawright, Edward Sands y Roger Best, el padre de Pat, el primero en violar la ley de la sangre, que, aunque nadie lo admitía, existía. Se estableció cuando la gente de Misisipí se dio cuenta y recordó que el Rechazo procedía de hombres de color cuya piel era más clara. Hombres de piel más clara, con los ojos azules o grises, vestidos con trajes de buena calidad. No obstante, según contaba la leyenda, fueron amables. Les dieron comida y mantas e hicieron una colecta para ellos, pero fueron inconmovibles en su rechazo a admitir a los roca ocho durante más de una noche. Contaba la leyenda que Zechariah Morgan y Drum Blackhorse prohibieron a las mujeres que probasen aquella comida, y que Jupe Cato dejó las mantas en la tienda, junto con la colecta de tres dólares y nueve centavos pulcramente apilada encima. Soane, sin embargo, aseguraba que su abuela, Celeste Blackhorse, había vuelto sin que la vieran y cogido la comida (no así el dinero) para dársela en secreto a su hermana, Sally Blackhorse, a Bitty Cato y a Praise Compton a fin de que la repartieran entre los niños.

Así se fijó la ley, y perduró tácitamente, porque nunca se hablaba de ella. La única referencia aparecía en las palabras que Zechariah había forjado para el horno. Más que de una ley, se trataba de una adivinanza: «Ten cuidado con el surco de su ceño», en la que el tú (sobreentendido), en vocativo, no implicaba una orden a los creyentes sino una amenaza para aquellos que los habían rechazado. Debió de costarle meses dar con unas palabras —sólo ésas— que tuvieran múltiples sentidos, que parecieran firmes, que exigieran obediencia a Dios, pero que, con astucia, al mismo tiempo no identificaran el nombre propio sobreentendido ni especificasen qué podía hacer el ceño ni a quién. De manera que los adolescentes que Misner organizaba, y que querían cambiarlo para que pusiera «Sé el surco de Su ceño», eran más perspicaces de lo que pensaban. Bastaba ver lo que habían hecho con Menus, a quien habían obligado a devolver a la mujer que había llevado a su casa para casarse. La bonita chica rubia de Virginia. Menus perdió la casa (o se vio forzado a renunciar a ella) que le había comprado y, desde entonces, no había vuelto a estar sobrio. Aunque achacaban sus borracheras de fin de semana a sus recuerdos de Vietnam, y aunque se reían con él mientras les cortaba el pelo, Pat sabía reconocer la desesperación amorosa. Creía haberla visto en los ojos de Menus, al igual que en los ojos de su padre, apenas velada por sus empresas económicas.

Antes de guardar las páginas de K. D., Pat garrapateó en el margen: «Alguien le pegó a Arnette. ¿Fueron las mujeres del convento, como dice la gente? ¿O, aunque no se diga, fue K. D.?». A continuación, cogió la ficha de Best, Roger. Encabezó el reverso de la página donde estaba el titulo con un:

Roger Best c. Delia

Y escribió: «Papá, no nos odian porque mamá fuera tu primera cliente. Nos odian porque parecía una blanca pobre del Sur y estaba destinada a tener hijos que parecieran blancos pobres del sur, como yo, y, aunque me casé con Billy Cato, que era un roca ocho como tú, como ellos, transmití mi piel a mi hija, como tú y todos sabíais que sucedería. Fíjate en el modo en que muchos de los Sands que se casaron con los Seawright se cuidan de que sus hijos se casen con otros miembros de familias roca ocho. Fuimos el primer "problema técnico" visible, pero había otro invisible que no tenía nada que ver con el color de la piel. Sé que todas las parejas querían bodas oficiadas por un predicador, y muchas de ellas lo consiguieron; pero muchas otras pusieron en práctica lo que Fairy DuPres llamó "hacerse cargo". Una viuda joven podía hacerse cargo de la casa de un hombre soltero. Un viudo podía pedir a un amigo o a un pariente lejano que se hiciera cargo de una joven con pocas posibilidades. Como la familia de Billy. De su madre, Fawn, nacida Blackhorse, se hizo cargo el tío de su abuela, August Cato. O, para decirlo de otra manera, la madre de Billy era esposa de su propio tío abuelo. O, de otro modo: el padre de mi marido, August Cato, es también el tío de su abuela (Bitty Cato Blackhorse) y, por lo tanto, también es tío bisabuelo de Billy. (El padre de Bitty Cato, Sterl Cato, se hizo cargo de una mujer llamada Honesty Jones. Debió de ser ella quien insistió en llamar a su hija Friendship, amistad, y probablemente se pondría furiosa al ver que todo el mundo la llamó Bitty durante el resto de su vida). Puesto que Bitty Cato se casó con Peter Blackhorse, y puesto que su hija, Fawn Blackhorse, era esposa del tío de Bitty, y puesto que Peter Blackhorse es abuelo de Billy Cato… bien, es fácil ver el problema de las leyes de la sangre. Cae lejos, lo sé, y August Cato ya era viejo cuando se hizo cargo de la pequeña Fawn Blackhorse. Y nunca lo habría hecho sin el permiso de Blackhorse. Y nunca habría recibido permiso si hubiera tenido mala reputación, porque el formar pareja sin estar casado, o el "hacerse cargo", no sólo estaba mal visto, sino que podía relegar a los fornicadores a un ostracismo tal que no tuvieran más remedio que coger sus cosas y marcharse. Como bien pudo ser el caso de Ethan Blackhorse —el hermano menor de Drum— y una mujer llamada Solace, y, sin duda, se creía que era el caso de Martha Stone, la madre de Menus (aunque Harper Jury no consiguió decidir con quién lo engañaba su mujer). De manera que August Cato rechazó la tentación o cualquier idea de mirar fuera de las familias y pidió a Thomas y Peter Blackhorse que le dieran a Fawn, la hija de Peter. Y tal vez debido a su avanzada edad sólo tuvieron un hijo, Billy, mi marido. Con todo, ahí está la sangre de los Blackhorse, y eso hace que mi hija, Billie Delia, sea pariente —¿en quinto grado?— de Soane y Dovey, porque Peter Blackhorse era hermano de Thomas Blackhorse y de Sally Blackhorse, y Thomas Blackhorse era el padre de Soane y de Dovey. Entonces, Sally Blackhorse se casó con Aaron Poole y tuvieron trece hijos. Aaron quería llamar Deep a uno de ellos, pero a Sally le dio un ataque, de manera que Aaron, con un sentido del humor más siniestro de lo que nadie hubiera pensado, lo llamó Deeper. Billie Delia, no obstante, está enamorada de otros dos de esos trece hijos, y eso no está bien, pero exceptuando las leyes de la sangre y el hecho de que sean dos, no logro imaginar de qué se trata».

Pat subrayó la última frase y, a continuación, escribió el nombre de su madre, lo subrayó con una línea, lo rodeó con un corazón y prosiguió: «Mamá, las mujeres lo intentaron en serio. De verdad. La madre de Kate, Catherine Jury, ¿te acuerdas de ella?, y Fairy DuPres (ya está muerta), junto con Lone y Dovey Morgan, y Charity Flood. Pero ninguna de ellas sabía conducir. Debiste de creer que, en el fondo, te odiaban, pero no todas, quizá ninguna de ellas, porque rogaron a los hombres que fueran al convento en busca de ayuda. La de Dovey Morgan lloraba cuando salió a buscar a alguien de casa en casa: a Harper Jury, el marido de Catherine, al marido de Charity, Ace Flood, y a Sargeant Person (¿cómo es posible que ese negro ignorante no sepa que su apellido es Pierson?). Todas las excusas eran válidas, razonables. Incluso mientras sus mujeres les rogaban, salieron con excusas, porque te menospreciaban, mamá, lo sé, y despreciaban a papá por haberse casado con una esposa sin apellido, una esposa sin familia, una esposa de piel iluminada por el sol, una esposa que era el resultado de la manipulación racial. Ninguna de las dos comadronas sabía qué hacer (se había adelantado y tenía las piernas plegadas por debajo), y querían que viniera una de las monjas del convento. La señorita Fairy había dicho que una de ellas había trabajado en un hospital. Catherine Jury fue a casa de Soane para ver si estaba Deek. No estaba, pero estaba Dovey. Fue ella quien fue a casa de Seawright y después a la de Fleetwood. Fue a todas las casas a las que pudo ir andando. La familia de Moss DuPres vivía muy lejos. También Nathan (que habría enganchado a Hard Goods y habría galopado hasta el fin del mundo). También vivían lejos Steward, los Poole, los Sands y los demás. Al final, consiguieron que Senior Pulliam accediera, pero para cuando tuvo los zapatos atados fue demasiado tarde. La señorita Fairy corrió de tu lado a la casa de Pulliam y le gritó a través de la puerta, demasiado cansada para llamar, demasiado enfadada para entrar: "¡Puedes quitarte los zapatos, Senior! ¡Y ponte ya tu ropa de predicador para ver si llegas a tiempo al funeral!". Y después se marchó.

»Cuando papá volvió, todo el mundo estaba preocupadísimo porque no sabían qué hacer ni cuánto tiempo podían conservarse los cadáveres antes de que, con padre o sin él, con marido o sin él, tuvierais que ser enterradas las dos. Pero papá volvió al segundo día. No hubo tiempo para que os velara adecuadamente. Así que fuisteis su primer trabajo. Y lo hizo muy bien. Estabas preciosa. Con el bebé acunado en un brazo. Te habrías sentido muy orgullosa de él.

»Él no culpa a nadie más que a sí mismo por haber estado fuera, en su graduación como especialista en pompas fúnebres. Hemos discutido sobre ello y no está de acuerdo conmigo en que esos hombres de la roca ocho no quisieron traer un blanco al pueblo; o no quisieron ir en coche a la casa de un blanco para pedir ayuda; o, sencillamente, despreciaban tanto tu piel clara que inventaron excusas para no ir. Papá dice que más de una mujer ha muerto de parto, y yo le pregunto que quién. De manera que la madre sin madre murió y el bebé al que pensabais llamar Faustine, si era niña, o Richard, por el hermano mayor de papá, si era niño, también murió. Era una niña, mamá. Faustine. Mi hermanita. Habríamos crecido juntas. Patricia y Faustine. Quizá demasiado claras de color, pero como hubiésemos estado juntas no nos habría importado. Estaríamos muy unidas. Recuerda que no tengo tíos ni tías, porque todos los hermanos y hermanas de papá murieron de lo que ellos llamaron pulmonía ambulante, pero que debió de ser la epidemia de gripe de 1919. De manera que me casé con Billy Cato, en parte porque era guapo, en parte porque me hacía reír, y en parte (¿o sobre todo?) porque tenía la piel de medianoche de los Cato y los Blackhorse, además del rasgo característico de los Blackhorse, que es el pelo lacio. Como el de Soane y Dovey, y como lo tenían Easter y Scout. Pero murió, Billy murió, y yo cogí a mi nena, tirando a clara, pero en absoluto blanca, y volví a nuestra casita con las pompas fúnebres y tu lápida en el jardín trasero, y desde entonces he estado dando clase a los niños, que me llaman señorita Best, con el apellido de Papá, como hace todo el mundo, ya que fui Pat Cato durante muy poco tiempo».

Hacía ya rato que las palabras habían cubierto el reverso de la página, de manera que utilizaba nuevas hojas para seguir: «También podría decirte que, excepto tú y la madre de K. D., nunca ha muerto nadie en Ruby. Adviene que he dicho "en" Ruby, y están muy orgullosos por ello porque creen que tienen una bendición especial, ya que después de 1953 todos los que han muerto lo han hecho en Europa, en Corea o algún lugar fuera del pueblo. Incluso los niños de Sweetie viven todavía, y Dios sabe que no hay motivo para ello. Bueno, aunque parezca una locura, creo que la pretensión de inmortalidad es el rechazo de este pueblo hacia el negocio de pompas fúnebres de papá, puesto que tiene que esperar a nuestros muertos en combate, a alguien del convento o a que se produzca un accidente para convertir su ambulancia en coche fúnebre. (Cuando murió Billy no quedó nada para enterrar, excepto algunos "efectos", entre los que había un anillo de oro tan retorcido que no cabía en ningún dedo). Creen que papá merece este rechazo porque fue el primero en romper la ley de la sangre, y no me extrañaría que se negaran a morir sólo para evitar que a él le fueran bien las cosas. Al final, ha resultado que los muertos en la guerra y a causa de accidentes en otras ciudades (la señorita Fairy murió en un viaje de regreso a Haven; Ace Flood murió en el hospital de Demby, pero fue enterrado en Haven) han sido todo el trabajo que ha tenido papá, y no es gran cosa. Tampoco lo es el negocio de la ambulancia, de manera que me esfuerzo en convencerlo de que el dinero que me paga el pueblo por enseñar es el dinero de la casa, y ya no tiene que pedir prestado a cuenta de sus acciones en el banco de Deek y debería olvidarse de las estaciones de servicio y todo eso».

Pat se recostó en la silla con las manos juntas detrás de la cabeza, preguntándose qué iba a suceder cuando hubiera más gente tan vieja como Nathan o Lone, si sería necesaria la habilidad de su padre o si harían lo que habían hecho al abandonar Luisiana, si los enterrarían allí donde cayeran. ¿O tenían razón y la muerte no podía entrar en Ruby? Patricia estaba cansada y tenía sueño, pero no podía dejar a Delia todavía.

«Había un buen trecho, entre Haven y esto, mamá. Tú y yo, mamá, entre esos flacos gigantes de un negro azulado; ni ellos ni sus mujeres miraban tu largo cabello castaño, tus ojos con motas de color miel. ¿Papá te dijo que no te preocuparas, que todo iría bien? Acuérdate de cómo te necesitaban; te utilizaban para entrar en las tiendas y comprar provisiones o una lata de leche, mientras estaban aparcados a la vuelta de la esquina. Tu piel sólo era buena para eso. En todos los demás aspectos, les molestaba. Les recordaba por qué existía Haven, por qué tenía que relevarla una población nueva. La ley de "una sola gota" que habían dictado los blancos era difícil de seguir si nadie se daba cuenta de que estaba allí. Cuando cruzábamos una ciudad o cuando el coche de un sheriff estaba cerca, papá nos decía que nos echáramos al suelo, porque habría sido inútil explicarle a un desconocido que tú eras de color y peor todavía decirle que eras su esposa. ¿Soane o Dovey, también recién casadas, mantenían contigo charlas de mujeres? Pensaste que estabas otra vez embarazada, igual que ellas. ¿Hablabais de cómo os encontrabais? ¿Preparabais infusiones contra las hemorroides, os intercambiabais trozos de sal para lamer o residuos de cobre para comer a escondidas? A mí se me antojaba tomar bicarbonato de soda cuando esperaba a Billie Delia. ¿A ti también te pasaba cuando me esperabas a mí? ¿También te daban consejos las otras mujeres que ya tenían hijos, como la esposa de Aaron, Sally, que tenía cuatro? ¿Y Alice Pulliam? Su marido todavía no era reverendo, pero ya había oído la Llamada y había decidido serlo, de manera que, de jóvenes, albergarían buenos sentimientos, serían caritativos. ¿Te dieron la bienvenida de entrada, esperaron a que el horno estuviera montado otra vez o, al año siguiente, cuando volvió el arroyo, te bautizaron para poder hablar contigo directamente, mirarte a los ojos?

»¿Qué te dijo papá en aquella fiesta campestre de la Iglesia Episcopaliana Metodista Africana de Sión que se celebró para los soldados de color destacados en la base de Tennessee? ¿Cómo podíais entenderos? Él tenía acento de Luisiana; tú, de Tennessee. Una música tan distinta, un sonido que procede de otra parte del cuerpo. Debía de ser como oír la letra de una canción con dos músicas distintas, compuestas por dos compositores diferentes. Pero cuando hicisteis el amor, él debió de decirte te quiero, y tú seguro que lo entendiste, y además era cierto, porque yo he visto la desesperación en sus ojos desde entonces, por muy liado que esté inventando negocios».

Pat se detuvo y se frotó el callo que tenía en el dedo corazón. Le dolían el codo y el hombro por coger el lápiz con tanta fuerza. A través de la puerta del dormitorio oía, procedentes del otro extremo del pasillo, los ronquidos de su padre. Como siempre, le deseó sueños placenteros que aliviaran la infelicidad de sus días, unos días que pasaba intentando ser agradable a los demás, hacerse perdonar. A Pat no se le ocurría qué norma había violado —excepto el casarse con su madre— para que desease tanto la aprobación de quienes lo trataban irrespetuosamente. En una ocasión le describió a Pat el aspecto que tenía Haven cuando volvió del ejército. Le dijo que se sentó en el porche de su padre, tosiendo, para que nadie se diera cuenta de que lloraba por nosotras. Su padre, Fulton Best, y su madre, Olive, estaban dentro, leyendo con gran pena las solicitudes que había presentado para obtener una beca del ejército. Quería ir a la universidad para estudiar medicina, pero, al mismo tiempo, era el único hijo que les quedaba, ya que todos los demás habían muerto en la epidemia de gripe. Sus padres no podían soportar la idea de que se marchara otra vez o se quedara en el pueblo consumiéndose. Miraba a un lado y a otro el agrietado hormigón de la calle principal cuando Ace Flood y Harper Jury se acercaron para contarle que había un plan en marcha. Deek y Steward Morgan tenían un plan. Cuando oyó de qué se trataba, lo primero que hizo fue escribir a la chica de ojos color avellana y cabello castaño claro que había tenido un hijo suyo durante la guerra. Afortunadamente, no les contó nada de nosotras. Le habrían quitado la idea del matrimonio de la cabeza, igual que, más tarde, hicieron con Menus. Quizá supiese que lo harían y por eso se limitó a llamarnos. «Querida Delia: venid. Ahora mismo. Te envío un giro postal. No consigo tranquilizarme. Estaré como loco hasta que lleguéis». Todos debieron de quedarse con la boca abierta cuando llegamos, pero sólo Steward se atrevió a decir algo directamente. No era necesario que lo hicieran. Olive se metió en la cama. Fulton no paraba de gruñir y frotarse las rodillas. Sólo Steward tuvo la desfachatez de decir en voz alta: «Trae consigo las boñigas que nosotros dejamos atrás». Dovey lo hizo callar. Soane también. Pero Fairy DuPres lo maldijo, diciendo: «A Dios no le gustan los malos modales. Ten cuidado, no te vaya a negar Él lo que tú también quieres». Desde 1964, cuando se cumplió la maldición, Dovey debió de pensar muchas veces en aquel comentario, pero sólo eran mujeres, y los hombres valientes de camino al paraíso tendían a pasar por alto lo que decían. Al final, tuvieron la satisfacción de ver enterrar a la boñiga. Aunque no toda, porque en parte se quedó sobre la tierra para dar a sus nietos una formación que sus mayores nunca adquirirían.

Pat aspiró entre los dientes y apartó la ficha de los Best. Escogió un cuaderno y, sin titular ni introducción, siguió escribiendo.

«No quiere escucharme. Ni una palabra. Trabaja en Demby, en una clínica: limpiando, creo, pero da a entender que es auxiliar de enfermería porque lleva uniforme. No sé dónde vive. Dice que tiene una habitación en la casa de una familia agradable. No me lo creo. No todo, por lo menos. Uno de los chicos Poole —probablemente, los dos— la visita. Lo sé porque la más pequeña, Dina, contó en clase que su hermano mayor le había enseñado una casa con luces de Navidad y un Santa Claus sobre el porche. Bueno, no cabe duda de que ese lugar no está en Ruby. Está mintiendo, y preferiría que me mordiera la serpiente del mal que tener una hija mentirosa. No quería pegarle tan fuerte. No sabía que lo hubiera hecho. Sólo quería hacer que su boca mentirosa dejara de decirme que no había hecho nada. Los vi. A los tres, detrás del horno, y ella estaba en el centro. Además, aquí soy yo quien lava las sábanas».

Pat se detuvo, dejó el lápiz y, tapándose los ojos con la mano, intentó separar lo que había visto de lo que había temido ver. Y ¿qué relación guardaban las sábanas con todo eso? ¿Había sangre cuando no debía haberla, o no la había cuando tocaba? Hacía más de un año, y le parecía que todo estaba marcado con fuego en sus recuerdos. La pelea fue en octubre de 1973. Después, Billie Delia se escapó y permaneció dos semanas y un día en el convento. Volvió durante la clase de la mañana, mientras Pat estaba con los alumnos menores de doce años, y se quedó el tiempo suficiente para decirle que se iba. Se dijeron palabras horribles, pero las dos tenían miedo de acercarse, no fuera a producirse una pelea, como en la ocasión anterior. Se marchó con uno de los chicos Poole y no regresó hasta principios de aquel año para explicarle en qué consistía su trabajo y darle su dirección. Pat la había visto dos veces desde entonces: una en marzo y otra en la boda de Arnette, cuando fue madrina y dama de honor a la vez, puesto que Arnette no quería que nadie más lo fuese ni ninguna chica quería hacerlo si ello implicaba recorrer el pasillo de la iglesia con Billie Delia. O eso era lo que pensaba Pat. Había ido a la boda, no así a la fiesta, pero no se había perdido nada porque había visto perfectamente lo que ocurría en torno al horno con esas chicas del convento. Los vio. Vio a los chicos Poole. Y vio a Billie Delia sentada charlando con una de las chicas, como si fueran viejas amigas. Vio al reverendo Pulliam y a Steward Morgan discutir con las chicas y, cuando se marcharon en coche, vio a Billie Delia tirar el ramo en el cubo de basura de Anna y alejarse caminando con Apollo y Brood Poole detrás de ella.

Billie Delia se marchó al día siguiente en su propio coche y no le dijo ni una palabra sobre la boda, la fiesta, la chica del convento ni ninguna otra cosa. Pat intentó recordar cómo había ido a parar la plancha a su mano, qué se había dicho para que ella subiera corriendo por las escaleras con una plancha General Electric modelo Royal Ease en la mano para arrojársela a su hija a la cabeza. Ella, la más dulce de las personas, no mató a su hija por unos centímetros. Ella, que quería a los niños y los protegía, no sólo uno de otro, sino de los padres demasiado severos, había atacado a su propia hija. Ella, que siempre se había esforzado en ser razonable, amable, discreta y digna, había caído por las escaleras y se había hecho tanto daño que tuvo que suspender las clases durante dos días. No sólo la habían educado, sino que ella misma se había ocupado de que todo el mundo supiese que la hija bastarda de una mujer sin apellido y con la piel iluminada por el sol podía ser, además de agradable, de gran valía. Mientras intentaba entender qué la había llevado a coger esa plancha, Pat comprendió que en cierto modo, había considerado a Billi Delia una carga desde que era niña. Vulnerable a la posibilidad de no ser tan fina como Patricia Cato habría deseado. ¿Se debía a la historia aquella de que se había quitado las bragas en la calle? Billie Delia sólo tenía tres años entonces, Pat sabía que si su hija hubiera sido tan negra como ellos, no se lo habrían tenido en cuenta. Lo habrían visto como lo que era, algo, que sólo una criatura inocente habría hecho. ¿Se me ha pasado algo por alto? ¿Había algo más? Pero la pregunta que se planteaba en el silencio de aquella noche en concreto era la de si había defendido a Billie Delia o la había sacrificado. Y ¿seguía sacrificándola? La Royal Ease que tenía en la mano cuando subió corriendo por las escaleras estaba allí para aplastar a la chica que vivía en la mente de los negros como el carbón, no a la que era su hija.

Pat se lamió el labio inferior, notó un sabor salado y se preguntó por quién eran aquellas lágrimas.

Nathan DuPres, considerado el varón más anciano de Ruby, dio la bienvenida al público. Todos los años rechazaba la condición de veteranía, señalaba después a su primo Moss y terminaba diciendo que el reverendo Simon Cary era más adecuado para aquella labor. Sin embargo, dejaba que el pueblo terminara convenciéndolo, porque el reverendo Cary hablaba demasiado y, además, no pertenecía a las primeras familias, de manera que su llegada no se asociaba con la Primera Guerra Mundial sino con la de Corea. Era un hombre firme, y tan bondadoso que incluso Steward Morgan lo admiraba. Se había casado con Mirth, la hija de Elder Morgan. Ninguno de sus hijos vivía, de manera que mimaba a los de los demás: organizaba la comida campestre que celebraban todos los años para el Día de los Niños, los hacía afinar en los ensayos y guardaba caramelos en los bolsillos para repartirlos.

En aquel momento, con un ligero olor al caballo del que acababa de desmontar, subió al estrado y examinó al público presente. Se aclaró la garganta y se sorprendió a sí mismo. No recordaba nada de lo que había preparado y las palabras que pronunciaba parecían adecuadas para otra ocasión.

—Tenía cinco años —dijo—, cuando salimos de Luisiana, y sesenta y cinco cuando salté al camión para marcharme de Haven en dirección a este sitio. No lo habría hecho si Mirth no hubiera muerto o alguno de nuestros hijos todavía estuviese en este mundo. Ya sabéis que a mis niños, a todos mis niños, se los llevó un tornado en 1922. Minh y yo los encontramos en el campo de trigo de otro. Sin embargo, nunca me he arrepentido de haber venido. Nunca. En esta tierra la miel es más dulce que en todas las que conozco, y he cortado caña en sitios donde la porquería misma sabía a azúcar, que no es decir poco. No, nunca me he arrepentido, ni por un segundo. Pero ahora estoy triste. Quizás en esta estación del nacimiento de nuestro Señor sepa por qué tengo la garganta seca. Los ojos húmedos. Ya sé que he vivido más años de lo que normalmente el Señor concede a los hombres, pero esta sequedad es nueva. Lo de los ojos húmedos también. Cuando pienso en ello, lo único que se me ocurre es un sueño que tuve hace un tiempo.

En la penúltima fila, Lone DuPres estaba sentada junto a Richard Misner, que a su vez estaba al lado de Anna. Lone se inclinó hacia delante para mirar a Anna y saber si también estaba perdiendo el juicio. Ella sonrió, pero no le devolvió la mirada, de modo que se recostó para soportar otro de los incoherentes sueños de Nathan.

Nathan se pasó los dedos por la cabeza y cerró los ojos, como si quisiera conservar los detalles con claridad.

—Había un indio que venía hacia mí en una hilera de judías. Creo que era cheyene. Las matas eran verdes, tiernas. Estaban llenas de flores. Miró la fila y sacudió la cabeza, como si lo lamentase. Después me dijo que era una lástima qué el agua fuera mala; añadió que había mucha, pero era infecta. Yo dije, pero mira, mira cuántas flores. Me parece una cosecha de primera. Él dijo, las plantas de algodón más altas no dan la mejor cosecha; además, estas flores, mal color. Rojas. Las miré y estaban volviéndose de color rosa y luego rojo. Como gotas de sangre. Me asustó un poco. Pero cuando volví a mirar, los pétalos eran nuevamente blancos. Me parece que esta visión es como la historia que vamos a contar otra vez esta noche. Si la entendemos, nos enseñará cuál es la fuerza de nuestra cosecha; de lo contrario, puede acabar con nosotros. Y llenarnos de sangre. Que Dios bendiga a los puros y que nada nos separe ni nos aleje de Aquel que nos bendice. Amén.

Cuando Nathan bajó del estrado, entre murmullos de simpatía, si no de gratitud, Richard Misner aprovechó la pausa para susurrar algo a Anna y dejar su asiento. Deseaba aliviar las oleadas de una claustrofobia que no lo asediaba desde que había estado encerrado con otros treinta y ocho en una celda diminuta, en Alabama. Ya entonces se inquietó porque el sudor y las náuseas indicaban miedo a sus compañeros. Y resultaba duro saber que, al margen de los riesgos que aceptase, por ansioso que estuviera de llegar a una peligrosa confrontación, una celda atestada podía humillarlo ante quinceañeros sin piedad. Ahora, al sentir que empezaba a sofocarse en aquella atestada escuela, se reunió con Pat Best, que estaba en la entrada, mirando la representación y al público. Detrás de ella, junto a la pared, había una gran mesa con pasteles, galletas y zumo de frutas.

—Hola, reverendo. —Pat no lo miró, pero se apartó para hacerle sitio en el hueco de la puerta.

—Buenas tardes, Pat —dijo él, secándose el sudor del cuello con el pañuelo—. Aquí estoy mejor.

—Yo también. Se ve todo sin necesidad de estirarse o atisbar entre los sombreros.

Miraron por encima de las cabezas del público mientras se agitaba el telón, hecho con sábanas de percal lavadas y cuidadosamente planchadas. Unos niños vestidos con sobrepellices blancos entraron en fila por el hueco central; la perfección de sus rostros serios y el peinado impecable quedaba rota ocasionalmente por algún calcetín caído sobre el tobillo o una pajarita torcida hacia la derecha. Tras una mirada a Kate Golightly, aspiraron todos a la vez para cantar: «Oh, noche santa, las estrellas brillan en lo alto…».

Al segundo verso, Richard Misner se inclinó hacia Pat.

—¿Puedo pedirte una cosa?

—Adelante.

Creyó que iba a pedirle un donativo, porque le había costado reunir dinero (en la cantidad que esperaba) para ayudar en la defensa legal de cuatro adolescentes detenidos en Norman y acusados de posesión de armas, resistencia a la autoridad, provocar incendios, mala conducta y cualquier otra cosa que la acusación pudiera sacar de sus estatutos para esgrimir contra los chicos negros que decían no o lo pensaban. Richard Misner explicó a su congregación que llevaban en la cárcel casi dos años. Si los hubieran juzgado, habrían estado tras los barrotes veinte meses. Estaba por fijarse la fecha del juicio y los abogados tenían que cobrar por los servicios prestados y los que vendrían. Hasta el momento, Richard sólo había reunido lo que le habían dado las mujeres. Mujeres que pensaban más en el dolor que sentían las madres de los chicos que en la injusticia de la situación. Sin embargo, los hombres —los Fleetwood, Pulliam, Sargeant Person y los Morgan— se habían mostrado inflexibles en su negativa. Estaba claro que Richard no había dado la forma adecuada a su súplica. No debería haber hecho una fundación política sino de hijos pródigos. Así, mientras estaba delante de la iglesia del Calvario haciendo su colecta, no habría tenido que oír frases como: «No soy partidario de la violencia», pronunciadas por hombres que habían llevado armas durante toda su vida. O bien: «Los negros que se apartan de la ley, portan armas y no poseen educación tienen que estar en la cárcel». Dicho por Steward, claro está. Por mucho que Richard insistiera en que no tenían armas y que las manifestaciones no eran ilegales, los hombres mantuvieron la cartera bien cerrada. Pat decidió que, si se lo pedía directamente, daría tanto como pudiera. Le gustaba pensar que necesitaba su generosidad, de manera que le molestó saber que aquello no era en absoluto lo que Richard Misner tenía en mente.

—Quisiera saber una cosa. Estoy intentando arreglar la situación con los Poole, y creo que debería hablar con Billie Delia, si no te importa. ¿Está aquí esta noche?

Pat cruzó los brazos y se volvió para mirarlo.

—Lo siento, pero no puedo ayudarte, reverendo.

—¿De verdad?

—Estoy segura de que, suceda lo que suceda, no tiene nada que ver con Billie Delia. Además, ya no vive aquí. Se ha ido a Demby. —Aunque habría deseado mostrarse menos hostil, la mención de la relación de su hija con aquellos chicos Poole hacía que no pudiera controlarse.

—Ha surgido su nombre una o dos veces, pero Wisdom Poole no quiere decirme nada. Hay algo que está dividiendo a esa familia.

—No les gusta que la gente se entrometa, reverendo. Es típico de Ruby.

—Lo entiendo, sin embargo, algo así puede extenderse y afectar a más de una familia. Si algo estaba claro cuando llegué es que si empezaba a gestarse algún tipo de problema, se formaba una delegación para que lo estudiase, y eso impedía que la gente se peleara. Lo he visto con mis propios ojos y, además, he participado en ello.

—Ya lo sé.

—Esta comunidad estaba muy unida.

—Todavía lo está. Cuando se plantea una crisis. Cuando no, todo el mundo guarda sus cosas para sí.

—¿Por qué no dices que nos lo guardamos para nosotros?

—¿Si lo hiciera, me pedirías que te explicara las cosas?

—Pat, por favor, no tomes a mal lo que digo. Sólo recordaba que la gente joven de mi clase sobre la Biblia también dice «ellos» cuando habla de sus padres.

—¿Clase sobre la Biblia? Es más bien una clase sobre la guerra. Por lo que he oído, algo militar.

—Militante, quizá; pero no militar.

—¿No son Panteras Negras en ciernes?

—¿Eso crees?

—No sé qué pensar.

—Bien, deja que te lo cuente. A diferencia de la mayoría de la gente que está aquí, leemos periódicos y distintos tipos de libros. Nos mantenemos informados y, efectivamente, discutimos estrategias defensivas. No de agresión, sino defensivas.

—¿Y ellos se dan cuenta de la diferencia?

Misner no tuvo que contestar de inmediato, porque se iniciaron los aplausos y duraron hasta que el último miembro del coro de niños desapareció tras el telón.

Alguien apaga las luces del techo. Unas toses domestican la oscuridad. Lentamente, con una polea bien engrasada, se abren las cortinas. Bajo los focos situados entre bastidores, proyectando largas sombras delante de ellas, hay cuatro figuras con sombreros de fieltro y trajes demasiado grandes. Están sentadas ante una mesa, contando billetes gigantescos. La cara de cada una de ellas permanece oculta detrás de una máscara blanca y amarilla en la que aparecen unos ojos brillantes y unos labios desdeñosos, rojos como una herida recién hecha. Sobre un cartel pegado a la parte delantera de la mesa, en el que se lee POSADA, cuentan dinero mientras hacen chasquear la lengua, y no se detienen cuando un desfile de familias sagradas, vestidas con andrajos, se les acercan marcando un paso de baile. Delante de la mesa del dinero se alinean siete parejas. Los chicos llevan cayado; las chicas, un muñeco en brazos.

Misner los miró y, mientras se concedía más tiempo para pensar una respuesta a la pregunta de Pat, se concentró en identificar a los niños que estaban en escena. Las cuatro niñas Cary más pequeñas: Hope, Chaste, Lovely y Pure; Dina Poole, y una de las hijas de Pious DuPres, Linda. Y los chicos, que agarran el cayado con gesto viril mientras avanzaban con paso de baile en dirección a los contadores de dinero. Los dos nietos de Peace y Solarine Jury, Ansel y otro al que llaman Fruit; Joe Thomas Poole junto con su hermana, Dina; James, el hijo de Drew y Harriet Person; el hijo de Payne Sands, Lorcas, y dos de los nietos de Timothy Seawright, Steven y Michael. Dos de los que llevaban máscara eran Beauchamp, sin duda —Royal y Descry, quince y dieciséis años y medían ya más de metro ochenta—, pero no estaba seguro de quiénes eran los otros dos. Era la primera vez que asistía a la obra. Solía celebrarse dos semanas antes de Navidad, cuando él volvía a Georgia para la visita anual a su familia. Ese año había retrasado el viaje porque estaba previsto reunir a toda la familia el día de Año Nuevo. Llevaría a Anna consigo, si estaba de acuerdo, para que la examinaran y, seguramente, para que ella los examinara a ellos. Había insinuado a los obispos que se sentía preparado para cambiar de parroquia. No era urgente, pero no estaba seguro de que Ruby fuera el lugar adecuado para él. Había llegado a la conclusión de que cualquier sitio era bueno si había gente joven a la que enseñar, a la que contar que Cristo era juez y también guerrero. Que los blancos no sólo no tenían la patente del cristianismo, sino que, con frecuencia, eran un obstáculo. Que Jesús había sido liberado de la religión de los blancos y quería que los chicos supieran que no tenían que mendigar respeto, pues éste se hallaba en ellos mismos y sólo tenían que exhibirlo. Pero la resistencia que había encontrado en Ruby estaba agotándolo. Con una frecuencia cada vez mayor, sus alumnos eran castigados por las creencias que él contribuía a inculcar. Ahora, Pat Best —con la que había enseñado historia del pueblo negro todos los jueves por la tarde— ponía en cuestión su clase sobre la Biblia, confundiendo el respeto hacia uno mismo con la arrogancia, la preparación con la desobediencia. ¿Acaso creía que educación era saber lo suficiente para encontrar un trabajo? No parecía confiar mucho más que él en la concepción del futuro que tenían los cabezotas de Ruby, pero tampoco facilitaba el cambio. La historia de los negros y las listas de las antiguas gestas eran suficientes para ella, pero no para las nuevas generaciones. Alguien tenía que hablar con ellos, y alguien tenía que escucharlos. Si no…

—Sabes mejor que nadie lo listos que son estos chicos jóvenes. Mejor que nadie… —La voz de Misner se fue apagando bajo el «Noche de paz…».

—¿Crees que lo que les enseño no es lo suficientemente bueno?

¿Le habría leído el pensamiento?

—Claro que es bueno, pero no basta. El mundo es grande y formamos parte de esta grandeza. Quieren saber cosas sobre África…

—Vamos, reverendo. No te pongas sentimental conmigo.

—Si uno se separa de sus raíces, se marchita.

—Las raíces que se olvidan de las ramas se convierten en polvo de termitas.

—Pat —dijo él, algo sorprendido—, ¿desprecias África?

—No, pero no significa nada para mí.

—¿Y qué es lo que significa algo para ti?

—La tabla periódica de elementos y valencias.

—Qué triste. Qué triste y frío. —Richard Misner se apartó.

Lorcas Sands deja al grupo de familias y con una voz fuerte, que de vez en cuando se le rompe y suelta un gallo, se dirige a las máscaras:

—¿Hay sitio?

Las máscaras se vuelven las unas hacia las otras y luego hacia el suplicante; después se miran de nuevo y, con un rugido y sacudiendo la cabeza como si fueran leones furiosos, gritan:

—¡Fuera de aquí! ¡Largo! ¡No hay sitio para vosotros!

—Pero nuestras mujeres están embarazadas —dice Lorcas, señalando con el cayado.

—¡Nuestros niños van a morir de sed! —Pure Cary levanta un muñeco.

Los enmascarados agitan la cabeza y rugen.

—No ha sido muy amable lo que me has dicho, Richard.

—¿Cómo dices?

—No soy triste ni fría.

—Me refería a la tabla, no a ti. Eso de limitar tu fe a las moléculas, como si…

—No limito nada. No creo que una devoción estúpida por un país extranjero sea una solución para esos chicos. Y África es un país extranjero; de hecho, son cincuenta países extranjeros.

—África es nuestro hogar, Pat. Te guste o no.

—De verdad que no me interesa, Richard. ¿Quieres que unos cuantos negros extranjeros se identifiquen con África? ¿Y por qué no con Suramérica? O con Alemania, si lo prefieres. Tienen unos cuantos niños morenos y podrías pasártelo bien conectando con ellos. ¿O lo que buscas es un pasado sin esclavitud?

—¿Por qué no? Había mucha vida antes de la esclavitud. Y deberíamos saber lo que es. Por lo menos, si queremos librarnos de la mentalidad de esclavo.

—Te equivocas, y por ese camino vas mal. La esclavitud es nuestro pasado, y nada puede cambiarlo. Desde luego, África no lo cambiará.

—Vivimos en el mundo, Pat. En todo el mundo. Separarnos, aislarnos, ha sido siempre su arma. El aislamiento mata generaciones. No tiene futuro.

—¿Crees que no quieren a sus hijos?

Misner se frotó el labio superior y soltó un largo suspiro.

—Creo que los quieren a morir.

Inclinando la cabeza, los enmascarados se meten rápidamente debajo de la mesa y sacan grandes cartulinas en las que hay pegadas fotos de comida.

—Aquí tenéis. Coged esto y marchaos.

Tiran las fotos al suelo, se ríen y saltan. Las familias sagradas retroceden como si las amenazaran con serpientes. Mientras señalan con el dedo o agitan el puño, cantan: Dios os destruirá. «Dios os destruirá». El público tararea, mostrándose de acuerdo: «Sí, lo hará. Sí, lo hará».

—¡Os convertirá en polvo! —dice Lone DuPres.

—No oséis confundirlo. No oséis.

—Os convertirá en polvo más fino que la harina.

—Bien dicho, Lone.

—¡Os condenaréis!

Y, naturalmente, las figuras con máscara se tambalean y caen al suelo mientras las siete familias dan media vuelta. Hay algo en mí que destierra el dolor; hay algo en mí que no consigo explicar. Sus delicadas voces van acompañadas de otras más fuertes entre el público, y al llegar a la última nota, más de uno está secándose las lágrimas. Las familias se agrupan a la derecha del escenario, como si lo hicieran alrededor del fuego. Las chicas mecen a sus muñecos. En el pesebre, no hay cuna donde él pueda apoyarla cabeza. Lentamente, por los bastidores, entra un chico en escena. Lleva un gran sombrero y una bolsa de piel. Las familias forman un semicírculo detrás de él. El chico del sombrero grande se arrodilla y saca botellas y paquetes de la balsa, que va colocando en el suelo. El pequeño Jesús deja caer su dulce cabeza.

¿Para qué?, se preguntó Richard. Limítate a disfrutar del espectáculo y deja a Pat en paz. Quería charlar, no pelearse. Miró los movimientos de los niños; primero con afecto y, después, con creciente interés. Había dado por hecho que había cuatro posaderos y siete Marías y Josés para contentar al mayor número posible de niños. Pero quizá fuera por otros motivos. ¿Siete familias sagradas? Richard dio un golpecito en el hombro a Pat.

—¿Quién se ha inventado esta historia? Creía que me habías dicho que había nueve familias iniciales. ¿Y las otras dos? ¿Por qué sólo un Rey Mago? Y ¿por qué vuelve a meter los regalos en el zurrón?

—Te has perdido, ¿verdad?

—Bueno, ayúdame a entender este lugar. Ya sé que no soy de aquí, pero no soy un enemigo.

—No, no lo eres. Sin embargo, en este pueblo las dos cosas significan lo mismo.

Gracia asombrosa, dulce sonido. Bajo una lluvia de estrellas doradas de papel, las familias dejan los muñecos y los cayados en el suelo y forman un círculo. Las voces suenan al unísono. Estaba perdido pero ahora me han encontrado, he sido encontrado.

Richard sintió que la amargura ocupaba el lugar de la náusea que lo había arrancado de su asiento. Pasados veinte, treinta años, pensó, toda clase de gente alegaría haber defendido posiciones básicas, fundamentales, en el movimiento en favor de los derechos civiles. Pocos tendrían razón, la mayoría serían farsantes. Lo que no podría refutarse, pero permanecería invisible para los periódicos y los libros que compraba destinados a sus alumnos, sería el papel de la gente corriente. El bedel que apagaba las luces para que la policía no consiguiera ver nada; la abuela que se quedaba con los niños para que las madres pudieran asistir a la manifestación; las mujeres de rincones perdidos del país con toallas limpias en una mano y un arma en la otra; los niños que llevaban pilas y comida a las reuniones clandestinas; los sacerdotes que mantenían en calma a iglesias enteras de manifestantes acorralados hasta que llegaba ayuda; los viejos que recomponían los cuerpos rotos de los jóvenes; los jóvenes que abrían los brazos para proteger a los viejos de bastonazos a los que no podrían sobrevivir; los padres que secaban los esputos y las lágrimas del rostro de sus hijos y decían: «No pasa nada, cariño. No te preocupes. Nunca serás un negro de mierda, un cochino zulú, un cafre asqueroso ni ninguna de las cosas que los blancos enseñan a decir a sus hijos. Eras una criatura de Dios». Sí, pasados veinte, treinta años, esta gente estaría muerta u olvidada, y sus pequeñas historias formarían parte de archivos menores o, tal vez, de las notas a pie de página, aunque habían sido la columna vertebral sobre la que se mantenían los que salían en la televisión. Ahora, siete años después del asesinato del hombre en cuyo lugar habría cogido feliz la espada, llevaba un rebaño que no sólo se consideraba creador del prado en que pastaba, sino que pensaba que la hierba de cualquier otro era tóxica. Desde su punto de vista, las soluciones de Booker T. zanjaban los problemas de DuBois. No importa quiénes sean, pensó, o lo especiales que se crean: una comunidad sin ideas políticas está condenada a estallar como madera resinosa. Estaba ciego, pero ahora veo.

—¿De verdad?

Era una pregunta, pero a Pat le pareció una conclusión.

—Son mejores de lo que piensas —dijo ella.

—Son mejores de lo que ellos mismos piensan —apostilló él—. ¿Por qué se conforman con tan poco?

—Este sitio es su hogar, su patria; también es la mía. Una patria no es poca cosa.

—No digo que sea poco, pero ¿ni siquiera puedes imaginarte lo que debe de ser tener una verdadera patria? No me refiero al cielo, sino a una patria terrenal. No una fortaleza comprada y construida cuyas puertas están cerradas para entrar o salir, sino una verdadera patria. No un lugar al que uno llega, invade y arrasa para conseguirlo. No un lugar que uno reclama y arrebata porque está armado. No un lugar que uno roba a quienes viven en él, sino la propia patria, donde si uno se remonta más allá de sus tatarabuelos, más allá de toda la historia occidental, más allá del inicio del conocimiento organizado, las pirámides y los arcos de flechas envenenadas, cuando la lluvia era nueva, antes de que las plantas hubieran olvidado que podían cantar y los pájaros pensaran que eran peces, cuando Dios dijo que aquello era bueno, sabe que allí nació, vivió y murió su gente. Imagínatelo, Pat. Imagina ese lugar. ¿A quién hablaba Dios, si no a mi gente, que vivía en mi patria?

—Estás predicando, reverendo.

—No, estoy hablando contigo, Pat. Sólo hablo contigo.

El aplauso final se inició cuando los niños rompieron el círculo y se pusieron en fila para hacer una reverencia. Anna Flood se levantó cuando lo hizo el resto del público y se abrió camino hacia donde estaban Pat y Richard, charlando animadamente, con la mirada fija en ellos. Ambas mujeres habían sido objeto de especulación sobre a cuál de las dos favorecería el nuevo predicador, que era joven, soltero y guapo. De entre las mujeres de cierta edad, Anna y Pat eran las únicas sin compromiso. A menos que al predicador le gustaran mucho más jóvenes, tendría que escoger entre ellas. Dos años antes Anna había ganado —estaba segura— sin esfuerzo. Por el momento. Ahora, avanzaba hacia Richard con una amplia sonrisa, con la esperanza de helar la lengua de cualquiera que pensara de otro modo al verlo preferir la compañía de Pat a la suya durante la representación navideña. Llevaban el noviazgo con discreción y nunca se tocaban en público. Cuando ella le preparaba la cena, procuraban que la casa estuviese bien iluminada, y hacia las siete y media él la acompañaba andando o en coche, para que todo Ruby lo viera. Pero como aún no habían fijado ninguna fecha, las lenguas podían estar inquietas. Sin embargo, a ella le preocupaba algo más que una conducta correcta: la luz de los ojos de Richard. En los últimos tiempos, le parecía mortecina, como si hubiese perdido una batalla de la que dependiera su vida. Llegó hasta él justo antes de que la gente saliera en tropel, empujando hacia las mesas en que se encontraba la comida, charlando y riendo.

—Hola, Pat. ¿Qué te ha pasado, Richard?

—Me he mareado —respondió—. Vamos. Salgamos antes de que me vuelva el mareo.

Se despidieron y dejaron que Pat decidiera si quería hablar con los felices padres, ocuparse de servir la comida o marcharse. Se había decidido por esto último cuando Carter Seawright la pisó.

—¡Oh, perdone, señorita Best! Lo siento.

—No pasa nada, Carter. Cálmate un poco.

—Sí, señora.

—Y no te olvides de que justo después de las vacaciones tenemos una clase de recuperación. El 6 de enero, ¿entendido?

—Vale, señorita.

—¡Cómo que «vale»! Se dice: «Sí, señorita».

—Sí, señora… Señorita Best. Allí estaré.

Mientras calentaba agua en la cocina para prepararse un té, Pat cerró con tanta fuerza la puerta del armario que las tazas vibraron. No sabía qué conducta la irritaba más, si la de Anna o la suya. La de Anna al menos podía entenderla: protegía sus intereses. Pero ¿por qué se había empeñado en defender a unas personas, unas ideas y cosas con una pasión que no sentía? Le desagradaba el profundo placer lacrimógeno con que el público acogía la obra. Toda esa palabrería con la que había crecido le parecía una excusa para ser odioso. Richard tenía derecho a preguntar por qué siete y no nueve. Pat había visto la obra durante toda su vida, aunque nunca la habían escogido para otro papel que el de cantar en el coro. Eso era cuando Soane daba clases en la escuela, antes de que se percatara de la anomalía del número. Tiempo después observó que sólo había ocho. Cuando advirtió que habían cercenado la línea de los Cato, ya habían borrado otra. ¿Cuál? Sólo dos familias no formaban parte de las nueve originales, pero habían llegado a Haven lo bastante pronto como para tener una especie de categoría de asociados: los Jury (aunque su nieto, Harper, se había casado con una auténtica Blackhorse, mejor para él) y el padre de su padre: Fulton Best. No contaban como originales. ¿Quién podía serlo? Desde luego, los Flood no, al menos si Anna se casaba con Richard Misner. ¿Contaría? ¿Podría Richard salvar el linaje de los Flood? ¿O los Poole, a causa de Billie Delia? No. Había montones de varones en aquella familia. Sería prueba de los escarceos de Apollo o de Brood, pero si eso era algo disuasorio, los Morgan mismos habían estado en grave peligro desde el casamiento de K. D. con Arnette. Y si Arnette no tenía una hija sino un hijo, la situación de la familia sería mucho más firme. También la de los Fleetwood. Puesto que Jeff y Sweetie no habían estado a la altura, Arnette era vital para las dos familias.

El té estaba listo y Pat se inclinó, frunciendo el entrecejo, tan concentrada en resolver el problema que no oyó a Roger hasta que estuvo en la puerta.

—Te has ido demasiado pronto —dijo él—. Hemos cantado villancicos.

—¿Sí? Ah, bueno. —Pat hizo un esfuerzo por sonreír.

—También te has perdido algún buen pastel —añadió Roger, con un bostezo—. He tenido que aceptar un montón de parte de Lone. Dios mío, esa mujer está loca. —Demasiado cansado para reír, sacudió la cabeza y sonrió—. Pero en sus tiempos, era buena. —Dio media vuelta para marcharse y agregó—: Bien, buenas noches, hija. Mañana temprano tengo que darle a los neumáticos.

—Papá —dijo Pat, a sus espaldas.

—¿Sí?

—¿Por qué lo cambiaron? Había nueve familias en la obra. Después, durante años, hubo ocho. Ahora hay siete.

—¿De qué estás hablando?

—Ya lo sabes.

—No, no lo sé.

—De la obra de teatro. Cada vez hay menos familias sagradas.

—Eso lo hace Kate. Y Nathan. Me refiero a que escogen a los niños. —Quizá no tuviesen niños suficientes para la obra.

—Papá… —Él debía de haber oído el tono de duda de su voz.

—¿Qué? —Si lo había oído, no lo demostró.

—Fue por el color de la piel, ¿verdad?

—¿Qué?

—Me refiero al criterio por el que, en este pueblo, se escogía y clasificaba a la gente.

—Bien…, no. Bueno, quizá se ofendieron un poco, hace mucho tiempo, pero nada exagerado.

—¿No? ¿Y lo que dijo Steward cuando te casaste?

—¿Steward? Ah, bueno. Los Morgan se toman muy en serio, demasiado en serio en ocasiones.

Pat sopló sobre su taza. Roger también guardó silencio, y luego volvió a un tema menos incómodo.

—La obra me ha gustado mucho. Pero tenemos que hacer algo con Nathan. Me parece que ha empezado a chochear. —Después, como si se le acabara de ocurrir, preguntó—: ¿Qué tenía que decirte el reverendo Misner? Parecía muy serio allá detrás.

Ella no levantó la vista.

—Sólo… hablábamos.

—¿Ocurre algo entre vosotros dos?

—Papá, por favor…

—No pasa nada por preguntar, ¿no? —Se calló, a la espera de una respuesta, y al ver que ésta no se producía, se marchó murmurando algo acerca del horno.

Sí, sí pasa por preguntar. Pat sorbió de la cucharilla cuidadosamente. Pregúntaselo a Richard Misner. Pregúntale qué acabo de hacerle. O lo que hacen los demás. Cuando los interroga se encierran en sí mismos y sólo le dicen lo obvio, lo superficial. Y yo, precisamente, sé muy bien cómo es eso. No soy lo bastante buena como para que unos niños de ocho años me representen en un escenario.

Quince minutos más tarde, Pat estaba de pie en el jardín, a unos setenta metros de la tumba de Delia. La noche era fría, aunque no lo bastante como para que nevase. La menta se había secado, pero la lavanda y la salvia estaban frondosas y fragantes. Casi no había viento, de manera que era fácil controlar el fuego que ardía en la lata de petróleo. Una por una, fue tirando a las llamas las carpetas, los folios, unidos y sueltos. Tuvo que arrancar las tapas de las libretas y sostenerlas derechas con una pala para que no sofocaran el fuego. El humo era acre. Retrocedió, cogió manojos de lavanda y los tiró también. Tardó un poco, pero finalmente, dio la espalda a las cenizas y entró en su casa llevando consigo el olor a lavanda quemada. Tras lavarse las manos y la cara en el fregadero de la cocina, se sintió limpia. Y tal vez por ello se echó a reír. Primero un poco, después con fuerza, sentada a la mesa, con la cabeza echada hacia atrás. ¿De verdad creían que podían seguir adelante con aquello, los números, los linajes, el quién folla con quién, las generaciones de rocas ocho, para terminar con una ramita ridícula? Bueno, tal vez lograsen seguir vivos, puesto que en Ruby nadie se moría.

Se secó los ojos y levantó la taza del platillo. Las hojas de té se agruparon en el fondo. Más agua hirviendo y al cabo de un ratito las hojas negras darían más té. Más todavía. Para siempre. ¿Hasta cuándo? Bien, por ahora, sí. ¿Y tú qué sabes? Estaba claro como el agua. Las generaciones no sólo tenían que ser inmaculadas desde un punto de vista racial, sino que debían estar libres de adulterio. «Dios bendiga a los puros y santos», claro. Ésa era su pureza. Ésa era su santidad. Ése era el trato que había hecho Zechariah mientras canturreaba sus rezos. No era el ceño de Dios el que había que temer. Era el de él, el de ellos. ¿Por eso el «sé el surco de Su ceño» los enfurecía? Pero el trato se había roto o había cambiado, porque ahora sólo eran siete. ¿Quién habría sido? Probablemente, los Morgan. Lo dirigían todo, lo controlaban todo. ¿A qué nuevo acuerdo habían llegado los gemelos? ¿De verdad creían que en Ruby no se moría nadie? De repente, Pat pensó que lo sabía todo. La sangre de los roca ocho conservaba su magia siempre que viviera en Ruby y no estuviese adulterada ni conociera el adulterio. Ésa era la receta. Ése era el trato. Para la inmortalidad.

Pat esbozó una sonrisa torcida. En ese caso, pensó, todo lo que los inquieta tiene que proceder de las mujeres.

—Santo cielo —murmuró—. Santo cielo: he quemado los papeles.