—Permitid que os hable del amor, esa tonta palabra que, según creéis, hace referencia a si os gusta alguien, si gustáis a alguien, o a si sois capaces de soportar a alguien para conseguir algo o algún lugar que deseáis. También es probable que creáis que tiene que ver con el modo en que vuestro cuerpo responde a otro cuerpo, como si fuerais tordos o bisontes, o tal vez que es el modo en que las fuerzas, la naturaleza o la suerte se muestran benignas con vosotros en particular al no lisiaros o mataros o, en caso contrario, haciéndolo por vuestro propio bien.

»El amor no es nada de esto. En la naturaleza no hay nada como él. Ni en los tordos ni en los bisontes ni en las colas que se mueven de vuestros perros de caza, ni en las flores ni en los potros que todavía maman. El amor sólo es divino y siempre resulta difícil. Si pensáis que es algo fácil, sois unos necios. Si pensáis que es algo natural, estáis ciegos. Se trata de poner en práctica algo aprendido sin otro motivo o razón que Dios.

»Uno no merece el amor a pesar del sufrimiento que haya podido soportar. Uno no merece el amor porque alguien lo ha ofendido. Uno no merece el amor porque lo desee. Uno sólo puede ganar, mediante la práctica y la contemplación, el derecho a expresarlo, y debe aprender a aceptarlo. Lo que equivale a decir que uno tiene que ganarse a Dios. Tiene que practicar la doctrina de Dios. Tiene que pensar en Dios, con atención. Y si uno es un estudiante bueno y diligente, puede asegurarse el derecho de demostrar amor. El amor no es un don. Es un diploma. Un diploma que otorga ciertos privilegios: el privilegio de expresar el amor y el privilegio de recibirlo.

»¿Cómo sabe uno que ha conseguido el título? No lo sabe. Lo que uno sabe es que es humano y, por lo tanto, educable y, por lo tanto, capaz de aprender a aprender y, por lo tanto, ser interesante a los ojos de Dios, que sólo se interesa en Sí mismo, lo que equivale a decir que sólo está interesado en el amor. ¿Me entendéis? Dios no está interesado en vosotros, sino en el amor y la bendición que otorga a quienes entienden y comparten este interés.

»Las parejas que reciben el sacramento del matrimonio y no están preparadas para recorrer esta distancia, o no están dispuestas a ceñirse al verdadero amor de Dios, no pueden prosperar. Podrán ser fieles como los tordos, las gaviotas o cualquier otro animal que se empareje para toda la vida, pero si evitan este poderoso curso, en el momento en que todos seamos juzgados para la vida eterna, su fidelidad no tendrá ningún valor. Que Dios bendiga a los santos y puros. Amén.

Algunos de los amenes que acompañaron y siguieron a las palabras del reverendo Pulliam sonaron con fuerza, otros fueron más reticentes; ciertas personas no abrieron la boca. La pregunta, pensó Anna, no era el porqué, sino quién. ¿Contra quién hablaba Pulliam? ¿Dirigía sus observaciones contra los jóvenes para advertirles que debían encarrilar sus egoístas vidas? ¿O apuntaba contra sus padres por permitir la agitación y el desafío juveniles que había estado irritándolo desde antes incluso de que apareciera aquel puño en el horno? Llegó a la conclusión, sin embargo, de que lo más probable era que estuviese lanzando el peso de su amplia y larga educación metodista contra Richard. Una piedra para machacar el mensaje de su colega donde Dios aparecía como un motor interior permanente que, una vez puesto en marcha, rugía, ronroneaba y movía al individuo para que hiciera no sólo su trabajo, sino el Suyo, pero que, si no funcionaba, se oxidaba e inmovilizaba el alma como un embrague helado.

Anna pensó que debía de ser eso. Pulliam atacaba a Misner porque, seguramente, no pretendía colocarse delante de un novio y una novia —como predicador invitado para dirigir unas pocas (¡pocas!) palabras antes de la ceremonia a una congregación formada por casi todos los habitantes de Ruby, sólo un tercio de los cuales son miembros de su iglesia— para aterrorizarlos el día de su boda. Porque, sin duda, no quería insultar a la madre de la novia y a su cuñada, que llevaban como una segunda piel la melancolía de cuidar a unos niños rotos y que no sólo no reprochaban a Dios semejante golpe, sino que su firmeza parecía hacerse mayor con los años. Y, aunque el novio era huérfano, seguro que Pulliam no pretendía molestar a sus tías, castigarlas por cuidar (¿tal vez demasiado?) al único «hijo» de la familia, ahora que los chicos de Soane habían muerto, Dovey no había tenido, y no se permitían que el duelo por estas pérdidas las destrozara o les secara el corazón. Claro que no. Y, sin duda, Pulliam no intentaba irritar a Deacon y Steward, los tíos del novio, que se comportaban como si Dios fuera su silencioso socio en los negocios. Pulliam siempre había parecido admirarlos, y había insinuado repetidas veces que pertenecían a la iglesia de Sión, no a la del Calvario, en la que tenían que escuchar los remilgados sermones de un hombre que pensaba que enseñar equivalía a dejar que los niños hablaran como si tuvieran algo importante que decir que el mundo no hubiera oído y tratado previamente.

¿Quién más podría sentir el aguijón de la frase «Dios no está interesado en vosotros», o estremecerse ante la quemadura que le produciría oír «si pensáis que el amor es natural, estáis ciegos»? ¿Quién, si no Richard Misner, que ahora tenía que dar un paso adelante y presidir la boda más esperada que se podía recordar, bajo la inflamada mirada del implacable reverendo Pulliam? A menos que, naturalmente, estuviera hablando con ella, diciéndole: sé fiel a otro, si quieres, pero si no eres fiel a Dios (al Dios de Pulliam, claro está), tu matrimonio no vale nada. Porque él sabía que ella y Richard estaban hablando de boda, y sabía que ella lo ayudaba a organizar a los jóvenes desobedientes. «Sé el surco».

El intruso olor de la menta dominaba sobre el de los adornos de flores del altar. La menta, junto con un polemonio llamado minutisa, crecía bajo las ventanas de la iglesia que, a las once de la mañana, estaban abiertas a un sol en ascenso. La luz procedente del cielo de abril era un regalo. Dentro del templo, los bancos de arce, bruñidos hasta adquirir un brillo militar, hacían destacar las paredes blancas, el discreto púlpito, la sencilla reja, casi de jardín, ante la cual los comulgantes podían arrodillarse para recibir el espíritu una vez más. Encima del altar, bien alta, en un lugar limpio y vacío, colgaba una cruz de casi un metro. Despejada. Lisa. Ningún oro competía con su perfección o alteraba su porte. Ningún cuerpo de Cristo contorsionado o desvanecido daba énfasis a su lírico estruendo.

Las mujeres de Ruby no se empolvaban la cara ni llevaban perfumes de prostitutas. De manera que el voluptuoso olor de la menta y la minutisa alteraba a los congregantes, hacía que se tambalearan al pensar en la diversión que les esperaba, con comida buena y abundante, en la casa de Soane Morgan. Todos harían música: oirían a July, con el piano vertical; al coro de varones; un solo de Kate Golightly; al cuarteto del Sagrado Redentor y a un chico de ojos soñadores llamado Brood, que tocaría la armónica. Llevarían ropa elegante, vestidos de seda y camisas almidonadas que olvidarían de inmediato, en cuanto se apoyaran contra los árboles, se sentaran en el césped, cometieran alguna torpeza al repetir guisantes a la crema. Se oirían los gritos de los niños, borrachos de azúcar; el crujido del papel de los regalos de boda que alguien recogería del suelo y doblaría con tanta pulcritud que parecería más valioso que aquello que había contenido. Las granjeras, ganaderas y agricultoras dejarían que los hombres tiraran de ellas para levantarlas de las sillas y que dieran palmadas mientras las contemplaban dar antiguos pasos de baile. Los adolescentes reirían y pestañearían en un intento de esconder su carencia.

Pero más que la felicidad y la alegría de los niños excitados por el pastel de bodas, deseaban que se produjera la unión de dos familias y el final de la animosidad que había impregnado a sus miembros durante cuatro años. Una animosidad centrada en el hipotético bebé que la novia no había reconocido, anunciado ni dado a luz.

En aquel momento todos estaban sentados, como Anna Flood, preguntándose qué demonios creía el reverendo Pulliam que estaba haciendo. ¿Por qué empañar aquel momento? ¿Por qué atenuar el olor a menta y polemonio, estropear el sabor del cordero asado y las tartas de limón que esperaban por ellos? ¿Por qué crispar la armonía, desbaratar la paz que traía aquel matrimonio?

Richard Misner se levantó de su asiento. Molesto; no, enfadado. Tan enfadado que no podía mirar al otro predicador y permitir que advirtiese el efecto causado. Durante las observaciones de Pulliam había estado mirando los sombreros de las mujeres con aire inexpresivo. Aquella mañana, había pensado en cinco o seis frases en las que dar comienzo al sagrado rito del matrimonio, las había elaborado a partir del versículo 19, 79 del Apocalipsis, afinando la imagen del «banquete de bodas del Cordero» para hacer que albergara la revelación de la reconciliación que aquella boda prometía. Había pasado del Apocalipsis a Mateo 19, 6: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne», para sellar tanto la fidelidad de la pareja como las renovadas responsabilidades de los Morgan y los Fleetwood.

En aquel momento, miraba a la pareja que esperaba pacientemente delante del altar y se preguntaba si habían entendido, si habían oído siquiera lo que les había caído encima. Sin embargo, él sí lo entendía. Sabía que aquel punto de vista letal sobre la tarea que él había escogido suponía un asalto deliberado a todo lo que él creía. De repente, entendía y compartía la rabia de san Agustín contra el «sacerdote satisfecho», al que situaba junto al diablo. Agustín había llegado a decir que el mensaje de Dios no estaba corrompido por el mensajero: «Aunque [la luz] pase a través de seres profanados, no queda profanada». Si bien Agustín no había tratado al reverendo Pulliam, debía de conocer a otros como él, pero rechazarlos como compañeros de Satán no calibraba el daño que podían causar las palabras pronunciadas desde un púlpito. ¿Qué habría dicho Agustín como calmante para el veneno que Pulliam acababa de extender sobre todos? Sobre la cabeza de unos hombres para quienes tan difícil era controlar sus instintos y aplastar los que no podían controlar; los corazones de unas mujeres que domaban de manera incansable al depredador; el rostro de unos niños que aún no se habían recuperado del golpe que había recibido su estima al enterarse de que los adultos no los tendrían en cuenta como seres humanos hasta que se aparearan; del novio y de la novia inmóviles, que deseaban desesperadamente que aquel vínculo afectivo público diluyera su vergüenza privada. Misner sabía que las palabras de Pulliam suponían una ampliación de la guerra que éste había declarado a sus actividades; es decir, tentar a los jóvenes a pasar al otro lado del muro, fuera de los límites del pueblo, conducirlos, forzarlos a transgredir, a pensar en sí mismos como guerreros civiles. Sabía también que el secreto a voces sobre un niño que no había llegado a nacer se clavaba como un colmillo en el corazón de la disputa.

Se le ocurría un lenguaje adecuado, pero como no confiaba en que fuera capaz de emplearlo sin revelar su profunda herida personal, Misner se alejó del púlpito en dirección a la pared trasera de la iglesia. Allí se estiró hasta que consiguió descolgar la cruz, tras lo cual pasó con ella junto a la vacía sillería del coro, junto al órgano, donde estaba sentada Kate, junto a la silla donde estaba Pulliam, hasta el estrado, y la sostuvo delante de él para que todos vieran, y ojalá quisiesen hacerlo, lo que sin duda era el primer signo que había hecho un ser humano: la línea vertical, la horizontal. Incluso, como niños, la dibujaban con los dedos en la nieve, la arena o el barro; la ponían en el suelo, como palos; la formaban con huesos sobre la tundra helada y las extensas sabanas; como guijarros en las orillas de los ríos; la grababan en las paredes de las cuevas y en los afloramientos, desde Nome hasta Sudáfrica. Los algonquinos y los lapones, los zulúes y los druidas, todos tenían recuerdos táctiles de esta marca original. Lo primero no fue el círculo, las líneas paralelas o el triángulo, sino esta marca, esta misma, que se encontraba debajo de cualquier otra. Esta marca, puesta en lugar de los rasgos de un rostro. Esta marca, la de una figura humana preparada para dar un abrazo. Quitadla, como ha hecho Pulliam, y el cristianismo queda reducido a una religión como cualquier otra de las que hay en el mundo: una masa que suplica alivio a una autoridad resentida; creyentes acosados que eluden el destino o esquivan el mal cotidiano; seres débiles que toman un camino condenado a través del desierto; videntes a quienes se les arrebata la luz y se ven arrojados a la oscuridad perpetua de la imposibilidad de escoger. Sin este símbolo, la vida del creyente queda reducida a alabar a Dios y encajar los golpes. La alabanza es el crédito; los golpes, el interés de una deuda que no puede pagarse. O, como Pulliam ha dicho, nadie sabe cuándo ha «sacado el título». Pero con la cruz, en la religión en la que este símbolo es primordial y fundamental, bien, la vida es otra cosa totalmente distinta.

¿Veis? La ejecución de este solitario hombre negro apoyado en esas dos líneas que se cruzan, a las que estaba sujeto en una parodia del abrazo humano, atado a dos grandes maderos tan convenientes, tan reconocibles, tan impregnados en la conciencia como tal que son al mismo tiempo vulgares y sublimes. ¿Veis? La cabeza de cabello rizado se alzó y cayó sobre el pecho, el brillo de la piel, negra como la noche, quedó atenuado por el polvo, manchado por la hiel, sucio de esputos y orines, de color peltre bajo el viento caliente y seco, y, finalmente, cuando el sol desapareció avergonzado, mientras su carne experimentaba la misma extraña disminución de la luz que por la tarde, como si hubiera llegado el anochecer, siempre repentino en esas latitudes, se lo tragó junto con los criminales que lo acompañaban, la silueta de aquel símbolo original se fundió en el cielo de una falsa noche. Ved cómo este asesinato oficial, entre cientos de otros, marcó la diferencia, cambió la relación entre Dios y el hombre, que dejó de ser la existente entre el jefe y el subordinado para convertirse en una relación de tú a tú. La cruz que sostenía era abstracta; el cuerpo ausente, real, pero ambos se combinaban para sacar a los humanos de un segundo plano y ponerlos en el primero, hacer que dejaran de murmurar al margen y pasaran a ocupar el papel principal en la historia de su vida. Esa ejecución había hecho posible el respeto —con libertad, sin miedo— a uno mismo y a los demás. Y eso era el amor: un respeto sin motivo concreto. Todo lo cual daba fe, no de un Señor malhumorado, objeto de su propio amor, sino de otro que hacía posible el amor humano. No en beneficio de Su gloria, eso nunca; Dios amaba el modo en que los humanos se amaban entre sí, amaba el modo en que los humanos se amaban a sí mismos, amaba al genio de la cruz que consiguió hacer las dos cosas y murió siendo consciente de ello.

Pero Richard Misner no podía hablar con calma de esas cosas. De manera que se quedó allí y dejó que pasaran los minutos mientras sostenía la cruz de roble con las manos, para que ella dijera lo que él no podía: Dios no sólo está interesado en vosotros; Dios es vosotros.

¿Lo verían? ¿Querrían verlo?

Para aquellos que podían verla, la cara del novio era digna de estudio. Miraba hacia arriba, en dirección a la cruz que el reverendo Misner sostenía sostenía sostenía. Sin decir nada, se limitaba a sostenerla, deteniendo el tiempo, mientras el insoportable silencio salpicado de toses y breves gruñidos lo animaba a hablar. La gente estaba nerviosa de antemano a causa de esa boda porque habían visto volar zopilotes hacia el norte del pueblo. Lo que se preguntaban era si se trataba de un presagio malo (habían dado vueltas sobre el pueblo) o bueno (ninguno se había posado en el suelo). Qué bobos, pensó. Si aquel matrimonio estaba condenado, no tendría nada que ver con las aves de rapiña.

De repente, las ventanas abiertas no le bastaban. El novio empezó a sudar dentro de su bien cortado traje negro. Se le disparó la rabia como si fuera un 32. ¿Por qué todo el mundo estaba utilizando su boda, estropeando su ceremonia para una pelea que a él no le importaba en absoluto? Quería que se terminara. Que se terminara, así sus tíos se callarían; así Jeff y Fleet dejarían de difundir mentiras sobre él; así podría ocupar su lugar entre los hombres casados y adinerados de Ruby, así podría quemar todas esas cartas de Arnette. Pero, sobre todo, así conseguiría arrancar a esa zorra de Gigi de su vida. Como el azúcar, que podía pasar de ser un placer exagerado a convertirse en el enemigo mortal del cuerpo, su ansia de ella lo había envenenado, convirtiéndolo en un diabético, en un estúpido, un inútil. Tras meses de una arriesgada dulzura, ella se había vuelto indiferente, aburrida, incluso desagradable. La había esperado entre el maíz alto; se había arrastrado con luna llena detrás de los gallineros para encontrarse con ella; había gastado el dinero que no era suyo en entretenerla; había mentido para conseguir algo mejor que una camioneta para llevarla; le había hecho una plantación de marihuana; había llevado hielo en pleno mes de agosto para enfriarle el interior de los muslos; le había comprado una radio de pilas que ella adoraba, un vestido de felpilla del que se había reído. Sobre todo, la había querido durante años, con un amor doloroso, humillante, que hacía que se odiase a sí mismo, un amor que había ido a la deriva entre el agotamiento y la clandestinidad.

Leyó la primera carta que recibió de Arnette, pero guardó las otras en una caja de zapatos en el desván de su tía; tenía prisa por destruirlas (o tal vez, incluso, leerlas) antes de que nadie descubriera los once sobres sin abrir enviados desde Langston, Oklahoma. Daba por hecho que hablaban de amor y pena, amor a pesar de la pena. O algo así. Pero ¿cómo iba a saber Arnette de esas cosas tanto como él? ¿Había pasado una noche sentada en un bosquecillo de robles para ver a alguien fugazmente? ¿Había seguido un desvencijado Cadillac hasta Demby sólo para verla? ¿La habían echado unas mujeres de alguna casa? No, claro que no, hasta que sus tíos hicieron que se sentara y le explicaron la ley y sus consecuencias.

De manera que ahí estaba, de pie delante del altar, mientras sostenía con el codo la fina muñeca de su novia y en el bolsillo llevaba la hoja doblada de una palma de Pascua que ella le había dado para que lo protegiera. Oía la pesada respiración de su futuro cuñado a su derecha; y la animosidad de Billie Delia taladrándole la nuca. Estaba seguro de que aquella rabia duraría para siempre, porque parecía que la cruz que Misner sostenía lo había dejado mudo.

La novia miraba la cruz con terror. Y había sido tan feliz. Por fin, tan, tan feliz. Liberada de la sombría tristeza que la revistió en cuanto llegó a casa procedente del colegio universitario: el ahogo implacable de la casa de sus padres; la nueva repugnancia que acompañaba el cuidado de sus rotos sobrinos y sobrinas; la necesidad de sueño que alarmaba a su madre, irritaba a su cuñada y enfurecía a su hermano y a su padre; la apatía total, sólo interrumpida para pensar y preocuparse por K. D. Aunque él nunca había contestado a sus primeras doce cartas, ella le escribió cuarenta más, aunque no las echó al correo. Una por semana durante el primer año que estuvo fuera. Creía que lo quería de manera absoluta porque él era todo lo que sabía sobre sí misma; es decir, todo lo que conocía sobre su cuerpo estaba relacionado con él. Exceptuando a Billie Delia, nadie le había dicho que hubiera otro modo de pensar sobre sí misma. Ni su madre; ni su cuñada. El año anterior, cuando estaba en el último curso del colegio universitario, había ido a su casa durante las vacaciones de Pascua y él quiso salir con ella, fue dos veces a cenar, la llevó al rancho de Nathan DuPres para ayudar en la fiesta del Día de los Niños y le sugirió que se casaran. Fue un milagro que había durado hasta aquel brillante día de abril. Todo había sido perfecto: el período le había venido y se había ido; el vestido, hecho todo él con el encaje de Soane Morgan, era divino; el anillo guardado en el chaleco de su hermano tenía grabadas las iniciales de los dos entrelazadas. El agujero de su corazón por fin se había cerrado, y ahora, en el último minuto, el predicador se mecía de manera extraña, intentaba entorpecer el matrimonio, distorsionarlo, tal vez destrozarlo. Ahí de pie, con un rostro que parecía de granito, sosteniendo una cruz, como si nadie hubiera visto una. Clavó los dedos en el brazo que sostenía el suyo, deseando que Misner siguiera adelante. ¡Dilo, dilo! «Queridos hermanos, nos hemos reunido aquí… nos hemos reunido aquí». De repente, sin hacer ruido, en el silencio amortiguado que Misner imponía, una rasgadura diminuta se abrió en el lugar exacto donde había estado el agujero. Contuvo la respiración y sintió que le crecía como si fuera una carrera en una media. Pronto la pequeña rasgadura crecería, se haría cada vez más ancha, hasta minar todas sus fuerzas, hasta que tuviera lo que necesitaba para cerrarse y permitir que el corazón siguiera latiendo. Estaba familiarizada con aquello, había pensado que casarse con K. D. la curaría para siempre, pero ahora, mientras esperaba el «Nos hemos reunido aquí…», aguardaba ansiosa el «Quieres a…», caía en la cuenta de todo. Sabía perfectamente qué era lo que le faltaba y siempre le faltaría.

Dilo, por favor, lo urgió. Por favor. Y date prisa. Date prisa. Tengo cosas que hacer.

Billie Delia se pasó el ramo de la mano izquierda a la derecha. Las diminutas espinas se le clavaban a través de los guantes blancos de algodón y los capullos de fresia estaban cerrándose, tal como sabía que sucedería. Sólo las rosas de té permanecían firmes, manteniendo su promesa. Ella había sugerido que pusieran gypsophilas para hacer resaltar los capullos amarillos, pero comprobó asombrada que ningún jardín tenía ninguna. No había gypsophilas en ninguna parte. Entonces, milenrama, dijo, pero la novia se negó a llevar en su boda una hierba que comía el ganado. De manera que ahí estaban las dos, llevando un ramo de fresias sedientas y rosas de té a las que habían quitado mal las espinas. Al margen del daño infligido a sus palmas, la espera que el reverendo Misner estaba haciendo soportar a todo el mundo no le importaba ni le sorprendía. Era sólo una insensatez más en aquella boda insensata que todo el mundo consideraba un alto el fuego. Pero la guerra no era entre los Morgan, los Fleetwood y los que se alineaban en ambos bandos. Era cierto que Jeff había tomado la costumbre de llevar una pistola; que Steward Morgan y Arnold Fleetwood se habían gritado en la calle; que la gente se acercaba a la habitación trasera de Anna Flood para pasar el rato en la barbería de Menus y gruñir y suspirar por el rumor de una atrocidad que se había cometido en el convento, en lugar de cortarse el pelo; que, basándose en ese chismorreo, el reverendo Pulliam había predicado un sermón a partir de Jeremías 1, 5: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado». El reverendo Misner contrarrestó con las palabras de Pablo a los corintios: «… el mayor de los cuales es el amor». No obstante, para Billie Delia la verdadera batalla no se libraba por la vida de un niño o la reputación de una novia, sino por la desobediencia, lo que significaba, naturalmente, que los sementales luchaban por ver quién controlaba a las yeguas y sus potrillos. El veterano Pulliam tenía las Escrituras y la historia a su favor. Misner tenía las Escrituras y el futuro de su lado. En aquel momento, supuso Billie Delia, estaba haciendo que el mundo esperara hasta entender su posición.

Ante los ojos escrutadores de Misner, Billie Delia bajó la vista hacia el pesado encaje de la cabeza de la novia y la nuca del novio, y pensó de inmediato en un caballo al que había querido. Aunque era el novio quien llevaba unido a su nombre el recuerdo de un caballo de carreras legendario, a ella le había deshecho la vida. Hard Goods, el caballo ganador que K. D. montó después de que se fundara Ruby, pertenecía a Nathan DuPres. Años después de aquella carrera, pero antes de que ella supiese andar, el señor DuPres la alzó sobre el lomo desnudo de Hard Goods y ella montó en él con tal júbilo que hizo reír a todo el mundo. A partir de aquel momento, aproximadamente una vez al mes, cuando él iba al pueblo a hacer recados, desensillaba el caballo y lo llevaba junto al patio de la escuela, que limitaba con la casa de ella, sosteniéndola por la cintura con la palma de la mano. «Enseñad a montar a las niñas —decía—; necesitamos más amazonas en esta tierra. ¡Todos los que lloran por un coche, harían mejor en enseñar a montar a sus hijos más temprano! ¡A Hard Goods no se le pinchan las ruedas!». Continuó hasta que Billie Delia tenía tres años; era demasiado pequeña para llevar ropa interior y nadie pareció advertir o dio muestras de que le importase lo bien que su piel se sentía sobre el cuerpo del animal, que se movía rítmicamente. Mientras luchaba por afirmarse sobre Hard Goods con los tobillos y soportar el roce de su espinazo, los mayores sonreían, se alegraban de su alegría y llamaban al señor DuPres negro retrógrado que tenía que aprender a cambiar las marchas para llegar a tiempo a donde fuese. Hasta que un buen día, un domingo, Hard Goods apareció trotando por la calle montado por el señor DuPres. Billie Delia, que no veía desde hacía tiempo al caballo ni al jinete, corrió hacia ellos, pidiendo un paseo. El señor DuPres le prometió que se pararía después del servicio religioso. Vestida todavía con la ropa de los domingos, ella esperó en el jardín de su casa. Cuando lo vio venir, abriéndose paso entre la gente que salía de la iglesia, echó a correr hacia Central Avenue, en mitad de la cual se quitó las braguitas de los domingos y alzó los brazos para que la subieran sobre el lomo de Hard Goods.

Todo pareció desmoronarse después de aquello. Su madre le dio una azotaina incomprensible y lanzó sobre ella una carga de culpabilidad que tardó años en entender. A partir de entonces, sus compañeros empezaron a meterse con ella, con mayor dureza porque su madre era la maestra. De repente, apareció una luz oscura en los ojos de los chicos que siempre se habían sentido cómodos mirándola. De repente, las mujeres la censuraban y los hombres apartaban la vista. Y su madre la vigilaba permanentemente. Nathan DuPres no volvió a invitarla. En cuanto a Hard Goods, al que perdió para siempre, pasó a ser recordado públicamente como el caballo que había ganado la carrera montado por K. D. y, en privado, como el destinatario de la vergüenza de una niña. Sólo la señora Morgan y su hermana, Soane, la trataban con una amabilidad natural, la paraban en la calle para arreglarle el lazo de las trenzas, alababan su trabajo en sus respectivos jardines; y, en una ocasión, cuando Dovey Morgan la detuvo para quitarle de los rosados labios lo que había tomado por carmín, no lo hizo con un odioso sermón, sino con una sonrisa. Incluso se excusó al observar que el pañuelo estaba limpio. Si no hubiera sido por ellas y por el regreso de Anna Flood, su adolescencia habría sido insoportable. Ni Anna ni las Morgan le hacían sentir que ser hija única era una anomalía, tal vez porque ellas tenían pocos o ningún hijo. La mayoría de las familias alardeaba de tener nueve, once, incluso quince hijos. Y fue inevitable que ella y Arnette, que no tenía hermanas, sólo un hermano, se hicieran amigas inseparables.

Sabía que la gente pensaba que ella era la rebelde, la que, desde el principio, no sólo no había tenido escrúpulos en presionar su cuerpo desnudo sobre el lomo de un caballo, sino que lo prefería así y para darse el gusto se quitaba las bragas delante de todos en domingo. Aunque había sido Arnette quien había tenido relaciones sexuales a los catorce años (con el novio de la ceremonia), Billie Delia cargaba con la fama. Conoció rápidamente la mirada de cautela de las chicas cuyas madres les habían advertido que se mantuvieran lejos de ella. En realidad, nadie la había tocado. Hasta el momento. Puesto que estaba enamorada en vano de un par de hermanos, su virginidad, en cuya existencia nadie creía, era algo tan mudo como la cruz que el reverendo Misner sostenía en alto.

En aquel momento, Misner tenía los ojos cerrados. Movía sin parar los músculos de la mandíbula. Sostenía la cruz como si fuera un martillo e intentara que no se le cayera, no fuese a herir a alguien. Billie Delia deseó que abriera de nuevo los ojos, mirase al novio y le diera un buen golpe en la cabeza con la cruz. Pero no. Eso haría que se sintiera incómoda la novia, quien, al final, había conseguido el marido que la dama de honor despreciaba. Un marido que le había hecho proposiciones a Billie Delia antes y después de su lío con Arnette. Un marido que, mientras Arnette estaba fuera, la había olvidado por completo y había ido detrás de cualquier mujer menor de cincuenta años. Un marido que había abandonado a su futura novia tras dejarla embarazada, aun sabiendo que era la futura madre soltera (no el futuro padre) quien tendría que pedir el perdón de la iglesia. Billie Delia había oído hablar de estas cosas, pero cualquier chica de Ruby que quedara embarazada podía contar con el matrimonio, quisiera o no el chico, porque éste debía seguir viviendo con su familia y cerca de la de ella. Tenía que seguir viendo a la chica en la iglesia o en cualquier otro lugar al que fuera. Pero no había sido así con este novio. Este novio había dejado que la novia sufriera durante cuatro años, y sólo consintió en casarse cuando otra mujer lo echó a patadas de su cama. Unas patadas tan fuertes que salió corriendo en dirección al altar. Billie Delia recordaba con claridad el día en que la autora de aquellas patadas había llegado, calzada con unos zapatos diseñados a propósito para el trasero del novio. El odio que Billie Delia sintió hacia la chica de pinta extraña fue instantáneo, y habría sido eterno si un gélido día de octubre no se hubiera refugiado en el convento cuando una pelea con su madre degeneró en violencia. Aquel día, su madre le pegó como si fuera un hombre. Ella se marchó corriendo a casa de Anna Flood, quien le dijo que esperara en el piso de arriba mientras se encargaba de recoger las mercancías de un repartidor. Billie Delia lloró sola durante lo que le parecieron horas, lamiéndose el labio partido y tocándose la hinchazón bajo el ojo. Cuando vio a hurtadillas el camión de Apollo, bajó furtivamente por las escaleras traseras y, mientras él compraba un refresco, se metió en la cabina. Ninguno de los dos supo qué hacer. Él se ofreció a llevarla con su familia, pero a ella le dio vergüenza tener que explicar a los padres de Apollo por qué su rostro se encontraba en aquel estado y aguantar las miradas de sus doce hermanos y hermanas, así que le pidió que la llevara al convento. Eso fue en el otoño de 1973. Lo que vio y aprendió allí la cambió para siempre. Había accedido a ser dama de honor de Arnette como el último gesto sentimental que tendría en Ruby. Había encontrado trabajo en Demby, se había comprado un coche y, probablemente, se habría ido con él a Saint Louis si no hubiera sido por su doble amor sin esperanza.

Estuviese mascando tabaco o no, Steward no era un hombre paciente. Así que se sorprendió al encontrarse contemplando con calma la conducta de Misner. Alrededor de él los congregados habían empezado a murmurar, a lanzarse miradas, pero Steward, que se consideraba más lúcido que los demás, no hizo nada, a pesar de que no contaba con el tabaco para calmarse. Cuando era pequeño había oído hablar a su padre, Big Daddy, de un viaje de cien kilómetros que había hecho para llevar provisiones a Haven. Corría el año 1920. La prohibición se había extendido al resto del país. La pulmonía atenazaba a Haven, y Big Daddy era uno de los pocos que podían ir. Fue solo. A caballo. Encontró lo que quería en el condado de Logan. Con las medicinas sujetas debajo del abrigo y las otras mercancías atadas al caballo, se perdió y, después de ponerse el sol, descubrió que no sabía hacia dónde ir. Olía, pero no podía ver, una fogata que parecía estar bastante cerca, hacia la izquierda. De repente, hacia su derecha, oyó gritos, música y disparos. Sin embargo, no divisó luces en esa dirección. Atascado en la oscuridad, con desconocidos invisibles a un costado y a otro, tenía que decidir si debía ir hacia el olor a humo y carne o hacia la música y las pistolas. O hacia ninguno de los dos lados. La hoguera podía estar calentando a bandidos; la música podía estar entreteniendo a linchadores. Finalmente fue su caballo el que decidió. Atraído por el olor a otros como él, trotó hacia la hoguera. Allí Big Daddy encontró a tres indios sac y fox sentados junto a un fuego escondido en un hoyo. Desmontó, se acercó con cuidado, con el sombrero en la mano, y dijo: «Buenas noches». Los hombres le dieron la bienvenida y, al enterarse de cuál era su destino, le advirtieron que no entrara en la población. Allí las mujeres pelean a puñetazos, le dijeron, los niños son unos borrachos; los hombres no discuten, sólo hablan con armas de fuego; las leyes contra el alcohol no se aplican. Habían ido a rescatar a un miembro de su familia, que había estado bebiendo allí durante doce días. Todavía había uno de ellos en la población, buscándolo. Big Daddy preguntó cómo se llamaba el pueblo. Pura Sangre, contestaron. En el límite norte había una señal que rezaba: «Negros no». En el extremo sur, había una cruz. Big Daddy pasó varias horas con ellos y, antes de que amaneciese, les dio las gracias y se marchó. Retrocedió hasta encontrar el camino a casa.

Cuando Steward oyó la historia por primera vez, no pudo cerrar la boca al pensar en el momento en que su padre estaba solo en la oscuridad, con armas a la derecha, desconocidos a la izquierda. Pero los mayores se echaron a reír y pensaron en otra cosa. «Negros no en un extremo, una cruz en el otro y el diablo suelto en el centro». Steward no lo entendía. ¿Cómo podía estar el diablo cerca de una cruz? ¿Cuál era la relación entre ambas señales? Sin embargo, desde entonces había visto cruces entre las tetas de las putas; cruces militares a lo largo de kilómetros; cruces en llamas en los patios de los negros, cruces tatuadas en los antebrazos de asesinos expertos. Había visto una cruz colgando del retrovisor de un coche lleno de blancos que habían ido a insultar a las chicas de Ruby. No importaba lo que el reverendo Misner pensara: se equivocaba. Una cruz no valía más que quien la llevaba. Ahora Steward jugueteaba con su bigote, consciente de que su gemelo movía los pies, inquieto, preparándose para agarrarse al banco que tenía delante de él y poner fin a la conducta de Misner.

Soane, que estaba sentada junto a Deek, escuchando su pesada respiración, entendió la gravedad del error que había cometido. Estaba a punto de tocar a su marido en el brazo para aconsejarle que no se levantara, cuando Misner por fin bajó la cruz y pronunció las primeras palabras de la ceremonia. Deek se echó hacia atrás en el asiento y se sonó, pero el daño estaba hecho. Se encontraban en el mismo punto que cuando Jefferson Fleetwood había amenazado con un arma a K. D.; cuando Menus había tenido que intervenir en una riña a empujones entre Steward y Arnold. Y cuando Mable no había enviado ningún pastel a la venta de comida organizada por todas las iglesias. El momento de paz y buena voluntad que se había conseguido con el anuncio de la boda se había hecho añicos. La recepción en su casa sería un compendio del problema y, lo que era peor, sin que los demás lo supieran había cometido el error de invitar a Connie y a las chicas del convento a la fiesta de la boda. Había interpretado mal la señal de advertencia y estaba a punto de acoger uno de los mayores desastres que Ruby había visto nunca. Sus dos hijos estaban apoyados sobre la Kelvinator, partiendo cacahuetes.

—¿Qué hay en ese fregadero? —le preguntó Easter.

Ella miró y vio un montón de plumas de colores brillantes, pero pequeñas como si fueran de pollo. Permaneció pensativa: no había matado ni desplumado ninguna ave de corral y, además, nunca habría dejado allí las plumas.

—No lo sé —contestó.

—Deberías recogerlas, mamá —le dijo Scout—. Ése no es su sitio, ya lo sabes.

Los dos rieron y siguieron partiendo cacahuetes. Soane despertó preguntándose qué clase de pájaro tenía esos colores. Cuando volaron por encima de la población multitud de parejas de zopilotes, pensó que aquél era el significado del sueño: la boda no arreglaría nada. Ahora creía que sus hijos habían intentado decirle algo más: había estado concentrándose en los colores, cuando lo importante era el fregadero. «Ése no es su sitio, ya lo sabes». Las plumas extrañas que había invitado no pertenecían a su casa.

Cuando por fin Kate Golightly tocó las teclas del órgano y la pareja se volvió hacia la congregación, Soane se echó a llorar; en parte, por las sonrisas tristes y radiantes de los novios, y en parte también por temor a la maldad que ahora andaba suelta y se encaminaba hacia su casa.

Los hermanos Morgan pocas veces se hablaban o miraban, y hacía tiempo que la gente se había percatado de ello. Algunos creían que se debía a que estaban celosos el uno del otro, a que sus puntos de vista sólo coincidían de modo aparente; por debajo, existía un resentimiento mutuo que emergía en pequeños detalles. Por ejemplo, en sus discusiones sobre coches: la feroz preferencia por los Chevrolet por parte de uno y la terca defensa de los Oldsmobile por parte del otro. En realidad, los hermanos estaban de acuerdo en casi todo y, de hecho, mantenían una conversación eterna, aunque silenciosa. Cada uno de ellos conocía los pensamientos del otro como conocía su rostro y sólo de vez en cuando necesitaban la confirmación de una mirada.

En aquel momento, se encontraban en distintas habitaciones de la casa de Deck, pensando en lo mismo. Afortunadamente, Misner se retrasaba, Menus estaba sobrio, Pulliam se sentía triunfante y Jeff no podía ocultar su preocupación por Sweetie. Mable, que había asistido a la ceremonia, había relevado a su nuera para la fiesta. Los novios estaban en su papel, con sonrisas vidriosas, pero en su papel. El pastor Cary —tranquilizador y jovial— era la mejor garantía de que reinase la calma. Él y su esposa, Lily, eran muy valorados por sus dúos, y si pudieran tocar un poco de música…

Steward abrió el piano mientras Deek caminaba entre los invitados. Al pasar junto al reverendo Pulliam, que asentía y sonreía con Sweetie y Jeff, Deek le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro. En el comedor, la mesa llena de comida suscitaba murmullos apreciativos, pero hasta el momento nadie, a excepción de los niños, había tocado nada. Las exclamaciones ante la mesa cubierta de regalos parecían forzadas, excesivas. Steward esperó delante del piano; su cabello gris acero y sus ojos inocentes mantenían un equilibrio perfecto. Los niños que lo rodeaban brillaban como ágatas; las mujeres resplandecían en sus trajes de Pascua, todavía impecables, pero permanecían calladas; los zapatos nuevos de los hombres chirriaban y brillaban como pepitas de sandía. Todo el mundo estaba rígido y se comportaba con excesiva corrección. A Deek debía de haberle costado convencer a los Cary, pensó. Steward buscó tabaco mientras azuzaba en silencio a su gemelo para que intentara otra cosa rápidamente —el coro masculino, Kate Golightly—, antes de que el reverendo Pulliam se empeñara en colocarlos otra vez en pie de guerra o, Dios no lo quisiera, Jeff empezara a recitar sus agravios contra la Administración de Veteranos; una vez lanzado, su siguiente objetivo habría sido K. D., que nunca había estado en el ejército. Se preguntó dónde estaría Soane. Steward observó a Dovey quitarle el velo a la novia, y sus ojos inocentes se regocijaron al ver una vez más la figura de su esposa. Vestida con cualquier cosa —el traje de los domingos, el uniforme blanco de la iglesia, o incluso cuando se ponía su albornoz—, la visión de su cuerpo hacía que sonriera con satisfacción. Pero Deek estaba advirtiéndole que no se distrajera, de modo que Steward dejó de admirar a Dovey y reparó en el éxito de los esfuerzos de su hermano. Kate se acercó al piano y se sentó. Flexionó los dedos y empezó a tocar. Primero, un trino preparatorio, acompañado de toses amistosas y murmullos de expectación. Después llegaron Simon y Lily Cary, canturreando, mientras pensaban por qué pieza empezar. Iban por un tercio de Toma mi mano, señor, y las sonrisas se habían vuelto hacia la música, cuando oyeron el estruendo de la bocina de un viejo Cadillac.

Connie no fue, pero sí sus huéspedes. Mavis conducía el Cadillac, Gigi y Seneca iban en el asiento trasero y alguien a quien no conocían, en el delantero. Ninguna de ellas parecía vestida para una boda. Su aspecto, cuando bajaron del coche, era de chicas de discoteca: pantalones cortos de color rosa, tops diminutos, faldas transparentes, ojos pintados, labios sin carmín; resultaba evidente que no llevaban ropa interior ni medias. Habían saqueado la casa de Jezabel para decorarse los brazos, las orejas, el cuello, los tobillos e incluso la nariz. Mavis y Soane se saludaron en el jardín delantero, incómodas. Otras dos mujeres se pasearon por el comedor y examinaron las mesas en que estaba la comida. Saludaron con un «hola» y preguntaron en voz alta si había algo más para beber que no fuera limonada o zumo de frutas. No lo había, de manera que hicieron lo que otros jóvenes habían hecho ya: salieron del jardín de los Morgan y se fueron paseando hasta más allá de la tienda de Anna Flood, en dirección al horno. Las escasas chicas del lugar se agruparon y se apartaron, dejando el territorio a los chicos de Poole: Apollo, Brood y Hurston. A los de Seawright: Timothy júnior y Spider. A Destry, Vane y Royal. Menus se sumó a ellos, pero Jeff, que había estado hablando con él, no lo hizo. Ni tampoco el novio, que los contemplaba. Dovey estaba quitando la grasa de un trozo de cordero cuando estalló la música. Sobresaltada por el estruendo, se hizo un corte en un dedo y comenzó a chupárselo mientras Otis Redding gritaba «Auuuuu lil girl…» y aniquilaba la tranquila súplica del himno. Dentro, fuera y calle abajo, el ruido y el calor eran implacables.

—Bueno, sólo están divirtiéndose —susurró una voz detrás del reverendo Pulliam. Éste se volvió, pero no consiguió localizar a quien había hablado, de manera que siguió mirando por la ventana. Sabía cómo eran esas mujeres. Como niños, siempre a la caza de diversión, entregadas a ella, pero necesitaban que alguien las ayudara a conseguirla, las llevara en coche, les diese una mano, un billete de cinco dólares. Alguien que las excusara o las mimase. Alguien que mirara al suelo y no dijese nada cuando alteraban la paz. Cruzó una mirada con su esposa, que asintió, y se apartó de la ventana. Tanto ella como él sabían que la existencia de adultos obsesionados por la diversión era un síntoma claro de un estado de decadencia ya avanzado. Pronto todo el país estaría inundado de juguetes y habría perdido el oído por culpa de la música escandalosa y las risas falsas. Pero allí no. En Ruby no sucedería eso. Por lo menos, mientras viviese el reverendo Pulliam.

Las chicas del convento están bailando; agitan los brazos por encima de la cabeza, así, así y asá. Sonríen y gritan, pero no miran a nadie. Sólo a sus cuerpos que se mecen. Las chicas del lugar las miran por encima del hombro y sueltan un bufido. Brood, Apollo y Spider, chicos de granja con músculos de acero y ojos que nada tienen de inocentes, se balancean y hacen chasquear los dedos. Hurston canta el acompañamiento. Dos niñas pequeñas montan en bicicleta; miran con los ojos muy abiertos a las mujeres que bailan. Una de ellas, que luce un cabello sorprendente, le pide la bicicleta prestada. Después otra. Pasean en bicicleta por Central Avenue sin preocuparse por lo que hace la brisa con sus largas faldas floreadas o por el modo en que saltan sus pechos al pedalear. Una de ellas se desliza con los tobillos sobre el manillar; otra se pone sobre el manillar mientras Brood conduce, sentado en el sillín. Una tercera, con los pantalones cortos de color rosa más escuetos del mundo, está sentada en un banco y se rodea el cuerpo con los brazos. Parece borracha. ¿Lo están todas? Los chicos ríen.

Anna y Kate llevaron sus platos hasta el extremo del jardín de Soane.

—¿Cuál? —susurró Anna.

—Aquélla —indicó Kate—. La que lleva un harapo como blusa.

—Esa mujer ataría a cualquiera —dijo Anna.

—¿Atar? A mí me parece de las que desatan.

—¿Es con la que estuvo tonteando K. D.?

—Ajá.

—Conozco a aquella de ahí. Viene a la tienda. ¿Quiénes son las otras dos?

—Ni idea.

—Mira, ahí va Billie Delia.

—Naturalmente.

—Vamos, Kate. Deja a Billie en paz.

Se llevaron a la boca una cucharada de ensalada de patata. Detrás de ellas apareció Alice Pulliam, murmurando:

—Caramba, caramba, caramba.

—Hola, tía Alice.

—¿Habíais visto alguna vez un jaleo semejante? A que no encontráis ni un sostén en todo ese grupo. —Alice se sujetó el sombrero para que no se lo llevara la brisa—. ¿Por qué sonreís? No me parece nada divertido.

—No, claro que no —dijo Kate.

—Esto es una boda, ¿recuerdas?

—Tienes razón, tía Alice. Tienes toda la razón.

—¿Qué te parecería si hubiera alguien bailando de manera obscena en tu boda? —Alice examinó el cabello de Anna con sus brillantes ojos negros.

Kate asintió con aire comprensivo mientras apretaba los labios para que no se le escapara una sonrisa. Anna intentó parecer seriamente ofendida ante la severa esposa del pastor, mientras pensaba: Jesús, si me casara con Richard no duraría ni una hora en esta ciudad.

—Voy a encargarme de que el pastor en persona ponga fin a esto —dijo Alice, y se alejó, decidida, hacia la casa de Soane.

Anna y Kate esperaron varios compases antes de echarse a reír abiertamente. Al margen de otras consideraciones, pensó Anna, las mujeres del convento les habían salvado el día. No había nada como los pecados de otros para distraerse. Los jóvenes estaban equivocados. Sé el surco del ceño de Ella. Y, a propósito, ¿dónde estaba Richard?

Arrodillado, Richard Misner estaba enfadado con su enojo y lo mal que lo había controlado. Acostumbrado a los obstáculos, experto en desacuerdos, era incapaz de conciliar la intensidad de su furia con lo que parecía ser su causa. Amaba a Dios de tal manera que le resultaba doloroso, aunque en ocasiones ese mismo amor le hacía soltar carcajadas. Y respetaba profundamente a sus colegas. Habían resistido durante siglos dedicados a predicar, gritar, bailar, cantar, absorber, discutir, aconsejar, rogar, dirigir. Su pasión ardía o quemaba sin llama como la lava sobre una tierra que les había hecho la guerra a ellos y a su rebaño sin cesar. Una guerra pusilánime que no tenía el honor entre sus objetivos ni sus recompensas; una guerra sin principios que prosperaba tanto sobre la base de la cobardía del vencedor coma sobre su mendacidad. En los púlpitos y en letra impresa, él y sus hermanos habían sido el núcleo de la comedia, las espaldas escogidas por el cuchillo de la parodia. Hasta los internos de los corredores de la muerte los maldecían, los proxenetas los despreciaban. Los envidiaban incluso por los escasos ingresos del cepillo. Sin embargo, si a través de todo eso el Espíritu parecía escabullirse, tenían que sujetarse a él con uñas y dientes de ser necesario, agarrarlo con los puños. Llevaban el Espíritu a edificios casi en ruinas, a iglesias de las que habían desaparecido los feligreses blancos, a tiendas de campaña, a barrancos y cabañas de troncos situadas en los claros de los bosques. Susurraban en cobertizos iluminados por la luna, no fuera a verlos la Ley. Rezaban detrás de los árboles y en casas de barro, sus voces seguían impertérritas ante los vientos que rugían. Desde la Iglesia de Abisinia a las congregaciones que se reunían en la parte trasera de las tiendas, desde los peregrinos baptistas a las salas de cine abandonadas; con zapatos brillantes, botas gastadas, coches desvencijados y Lincoln Continental, bien alimentados o desnutridos, hacían que su luz, que parpadeaba débilmente o brillaba como un cometa, atravesara la oscuridad de los días. Limpiaban los esputos de los blancos de los rostros de los niños negros, escondían a desconocidos de las partidas dirigidas por los sheriffs y de la policía, transmitían más deprisa que el periódico y mejor que la radio la información necesaria para salvar la vida. En los lechos de muerte, miraban a ésta a los ojos y a la boca. Sostenían sobre el hombro la cabeza de las madres que lloraban antes de llevar al cementerio a sus hijas, destrozadas por la vida. Lloraban por las cuerdas de presos, razonaban con los magistrados. Hacían que gritaran congregaciones enteras. Llevadas por el éxtasis. Por la fe. Aquella muerte era la vida verdadera, a que sí, y toda vida, a que sí, era santa ante Sus ojos, a que sí. Aunque los conmocionaba la visión del mal, estaban familiarizados con su hocico. Con todo, la auténtica maravilla residía en las formas y sustancias sorprendentes que adoptaba la gracia de Dios: el Evangelio en tiempos de persecución; las victorias exquisitas de quienes tenían prohibido competir; la digna rectitud de los que no se dejaban aplastar por una bota; a su lado, la paciencia de Job parecía intranquilidad. Elegancia cuando alrededor de ellos todo era miseria.

Richard Misner sabía todo eso. Sin embargo, aunque su conocimiento y su respeto seguían intactos, el temblor que sentía dentro de sí era ingobernable. Pulliam había estado tocando una membrana que encerraba un apetito feroz de venganza, un apetito que Misner necesitaba entender para dominar. ¿Tal vez los tiempos habían podido con él? ¿La desolación surgida tras el asesinato de King, una desolación que iba en aumento, como una ola en cámara lenta, lo había arrastrado consigo? ¿O era la calamidad de contemplar la interminable humillación de un presidente dañino? ¿Se había contaminado con aquella guerra larga e incomprensible? ¿Se trataba quizá de un virus durmiente que resurgía ahora que la guerra estaba llegando a un torpe final? Todo el equipo de fútbol de su colegio había muerto en aquella guerra. Diecinueve chicos de espaldas bien anchas. Él los miraba, quería ser como ellos. ¿Sentía ahora náuseas ante su muerte en vano? ¿Era ése el origen de su incipiente ansia de violencia?

¿O era Ruby?

¿Qué tenía aquel pueblo, aquella gente, para ponerlo furioso? Sólo eran distintos de otras comunidades en un par de cosas: la belleza y el aislamiento. Todos ellos eran guapos; alguno, incluso extraordinariamente guapo, y salvo tres o cuatro, negros como el carbón, atléticos y de ojos evasivos. Todos ellos sentían una gélida sospecha hacia los forasteros. En todo lo demás, eran como cualquier otra comunidad negra pequeña: protectora, religiosa, ahorrativa sin ser tacaña. Ahorraban y gastaban; les gustaba tener dinero en el banco, pero también poseer cosas bonitas. Cuando llegó, pensó que sus defectos eran los normales; sus disputas, ordinarias. Se alegraban de los éxitos de sus vecinos, y sus burlas hacia los lentos y perezosos estaban llenas de buen humor. O, por lo menos, así era antes. Se diría que ahora se trataban con el frío recelo que en otro tiempo destinaban a los desconocidos. ¿Había contribuido a ello? No tenía más remedio que admitir que, sin su presencia, probablemente no habría debates, ni puños pintados, ni peleas por las palabras que faltaban en la puerta de un horno. Desde luego, no existiría un antagonismo público, y menos aún físico, entre hombres de negocios. Y no habría fugitivos. Ni bebida. Aunque reconociera su culpa en los conflictos del pueblo, Misner no se sentía satisfecho. ¿A qué se debía esa terquedad, esa reticencia a declarar sus derechos, un papel más destacado en los asuntos de los negros? Ellos, más que nadie, conocían la necesidad de poseer una voluntad pura, las recompensas del valor y la decisión. Más que nadie, también entendían los mecanismos para arrebatar el poder.

Una y otra vez, y con el menor pretexto, extraían de su acervo de historias cuentos sobre personajes antiguos, abuelos y bisabuelos, padres y madres. Enfrentamientos peligrosos que resolvían unos negociadores hábiles. Testimonios de resistencia, inteligencia, habilidad y fortaleza. De suerte y atropellos. Pero ¿por qué no había historias sobre ellos mismos? Callaban acerca de sus vidas. No tenían nada que decir, pasaban a otra cosa. Como si bastara el heroísmo del pasado para construir el futuro. Como si, más que hijos, quisieran duplicados.

Allí, arrodillado, Misner esperaba una respuesta, y no que creciera la lista de preguntas. De manera que hizo lo que solía hacer: pidió al Señor que fuera con él mientras se ponía en camino, retrasado y alterado, hacia la fiesta de la boda. Estar en Su compañía calmaba el enfado. Después de salir de su casa y coger Central Avenue, oyó la respiración ligera de quien lo acompañaba, pero ni una palabra de consejo o consuelo. Cuando pasaba por delante de la droguería de Harper, vio a un grupo reunido cerca del horno. De ahí, con una explosión provocada por un motor que necesitaba una puesta a punto, salió disparado un Cadillac. En menos de un minuto pasó por su lado, y él reconoció a dos mujeres del convento entre los ocupantes. Cuando llegó al jardín de los Morgan, el grupo se había dispersado. Los niños, borrachos de azúcar, corrían y retozaban con los collies de Steward. El horno estaba desierto. En cuanto entró en la casa de Soane y Deek, observó que todo estaba radiante. Menus se acercó para darle un abrazo. Pulliam, Arnold y Deek interrumpieron su profunda conversación para estrecharle la mano. Los Cary cantaban un dúo, acompañados por un coro. De manera que no le sorprendió ver a Jeff Fleetwood reír muy a gusto con el mismo hombre al que hacía unas semanas había amenazado con un arma: el recién casado. La novia, sin embargo, tenía una mirada adusta.

El silencio en el Cadillac no era tenso. Ninguna de las que iban en él esperaba gran cosa de los hombres vestidos con traje, de manera que no les sorprendió que les dijeran que se marchasen.

—Devolved esas bicicletas a las niñas —indicó uno.

—Largo de aquí —masculló otro, con la boca llena de tabaco.

A los hombres más jóvenes, que habían reído con ellas y las habían ovacionado, se les ordenó sin palabras que se fuesen. Bastó una mirada y un movimiento de la cabeza por parte de un hombre que medía dos metros. Tampoco estaban enfadadas porque las hubieran echado: un poco molestas, quizá, pero no mucho. Una de ellas, la que conducía, nunca había visto a un hombre que no pareciera a punto de estallar. Otra, sentada en el asiento del acompañante, pensó en las aburridas imágenes sexuales que probablemente hubiese provocado y consideró que debería marcharse a otro lugar. En el asiento trasero, una tercera, que se había divertido de veras, pensaba que, aunque sabía cómo era la rabia, no tenía ni idea de lo que se sentía al experimentarla. Siempre hacía lo que le decían, de manera que cuando el hombre dijo: «Devolved esas bicicletas a las niñas…», lo hizo con una sonrisa. La cuarta pasajera se alegraba de que las hubieran expulsado. Era el segundo día que pasaba en el convento y hacía tres que no decía una palabra a nadie. Excepto un rato antes, cuando la chica aquélla, Billie nosequé, se acercó a ella.

—¿Estás bien? —Llevaba un vestido rosado y, en lugar del gorro de ducha de las otras, unas rosas diminutas prendidas en el cabello—. ¿Te llamas Pallas? ¿Estás bien?

Asintió e intentó no temblar.

—Aquí estás segura, pero vendré a ver si necesitas algo, ¿de acuerdo?

—Sí —susurró Pallas. Y añadió—: Gracias.

Y allí también. Había abierto los labios un poquito para pronunciar dos palabras, y no se le había llenado la boca de agua negra. El frío aún hacía que le temblaran los huesos, pero el agua oscura iba retrocediendo. De momento. Por la noche, naturalmente, volvería, y ella estaría otra vez dentro del agua, intentando no pensar en lo que nadaba debajo de su cuello. Se concentraría en la superficie, en la linterna que lamía la orilla y después se movía rápidamente sobre el brillo negro. Ojalá, ojalá lo que notaba por debajo fueran lindos pececitos como los de la pecera que le había comprado su padre cuando tenía cinco años. O guppies, scalares. Nada de caimanes ni serpientes. Aquello era un lago, no una ciénaga o el acuario del zoo de San Diego. Flotando sobre el agua, sus susurros se oían más cerca que sus llamadas. «Ven aquí, gatita. Ven aquí, gatita. Minino, minino, minino», sonaba lejos, pero el «dame la linterna, estúpido, déjalo estar, se habrá ahogado», se deslizó por su piel, detrás de las orejas.

Pallas miró por la ventanilla hacia un cielo tan regular y un paisaje tan monótono que no tenía la sensación de estar en un coche en marcha. El olor del chicle de Gigi mezclado con el de su cigarrillo le daba náuseas.

«Ven aquí, gatita. Aquí». Pallas había oído decir eso antes. Hacía una eternidad de ello, en uno de los días más felices de su vida. En la escalera mecánica. Las Navidades pasadas. Lo decía una mujer loca a la que ahora recordaba mejor que cuando la había visto por primera vez.

En la parte superior de la cabeza, el cabello, que llevaba recogido con un pasador de plástico rojo, habría formado un pequeño moño o un rizo si hubiera medido más de tres o cuatro dedos. En cambio, no era ninguna de las dos cosas. Sólo un mechón que aquel pasador de niña mantenía tieso. Sendos pasadores más, uno amarillo, el otro púrpura, le sujetaban el cabello sobre las orejas. Su rostro de terciopelo oscuro quedaba al descubierto y, al mismo tiempo, oculto por dos discos de color escarlata del tamaño de galletas, el carmín de color fucsia que emborronaba sus labios, la raya negra de los ojos que caía hacia las mejillas. Todo lo demás era estridente y llamativo: pendientes de plástico blanco, pulseras de cobre, cuentas de color pastel en la garganta, y mucho, mucho más que salía de las bolsas que llevaba: dos bolsas de plástico de la BOAC y un monedero de malla metálica en forma de caja de puros. Vestía una especie de camiseta blanca de algodón que dejaba al descubierto la espalda y el vientre, y una diminuta falda roja. Tenía las piernas cortas y los calcetines que lucía, de color canela, como se consideraba adecuado para las mujeres negras, parecían hechos para correr, de la misma manera que sus tacones altos parecían hechos para atropellar. La piel de la parte interior de los brazos y la barriga, pequeña y maciza, sugerían que tenía unos cuarenta años, pero podría haber tenido cincuenta o veinte. El baile que ejecutaba mientras subía por las escaleras, el balanceo de las caderas, el modo en que movía la cabeza, recordaban tiempos pasados de lentos contoneos en salas mal iluminadas. Nada que ver con el ritmo de las chicas discotequeras de 1974. Los dientes podían habérselos arreglado en cualquier sitio: en Kingston, Jamaica, en Pass Partner, Luisiana; Addis Abeba o Varsovia. El brillo del oro hacía que su sonrisa pareciera de otra época y le daba la seriedad que el resto de su ropa le negaba.

La mayoría de los ojos se apartaban para no verla y se clavaban en los escalones flotantes de metal que tenían a sus pies, o se volvían hacia los adornos de Navidad que animaban la tienda. Sin embargo, los niños y Pallas Truelove la miraban fijamente.

Las Navidades en California siempre eran estupendas, y ésa prometía ser una maravilla. Los cielos brillantes y el calor incrementaban el brillo de la nieve artificial, hinchaban las coronas verde y oro, rosa y plata. Pallas, cargada de paquetes, estuvo a punto de tropezar al llegar a la parte baja de las escaleras. No entendía por qué la mujer con colorete y dientes de oro la fascinaba. No tenían nada en común. Los pendientes que colgaban de los lóbulos de Pallas eran de oro de ley, sus botas estaban hechas a mano, sus tejanos eran de marca y la hebilla del cinturón de una plata bellamente trabajada.

Al llegar al final de las escaleras, Pallas tropezó, presa de un pequeño ataque de pánico, y salió corriendo hacia donde Carlos la esperaba. El repugnante sonsonete de la mujer se mezclaba con los villancicos que atronaban la tienda.

—Aquí está la gatita. Quiero una gatita, gatita.

—¡Mavis!

Mavis no quería mirarla. Gigi siempre afeaba su nombre, estirándolo como si fuera un trozo de su chicle.

—¿No puedes ir a más de veinte kilómetros por hora? ¡Por Dios!

—El coche necesita una correa del ventilador nueva. Y no pienso pasar de sesenta y cinco —repuso Mavis.

—Veinte. Sesenta y cinco. Es como ir andando —dijo Gigi, y dejó escapar un suspiro.

—Si te dejo aquí mismo, ya verás lo que es andar. ¿Quieres?

—No me jodas. Sácame a rastras de este coñazo… ¿Has visto a ese tipo, Sen? Menus. El que se cagó encima cuando se quedó con nosotras.

Seneca asintió.

—Pero no ha dicho nada desagradable.

—Tampoco los ha detenido —observó Gigi—. Todo ese vómito, la mierda que limpié.

—Connie dijo que podía quedarse. Y lo limpiamos entre todas —puntualizó Mavis—, no sólo tú. Y nadie te arrastró. No tenías por qué ir.

—El tipo tenía delírium trémens, ¡no te digo!

—¿Quieres cerrar tu ventanilla, por favor, Mavis? —pidió Seneca.

—¿Os llega demasiado viento ahí detrás?

—Tiembla otra vez. Creo que tiene frío.

—¡Si estamos a treinta y dos grados! ¿Qué demonios le pasa? —Gigi examinó a la chica temblorosa.

—¿Paro? —preguntó Mavis—. A lo mejor vomita otra vez.

—No, no pares. Ya la cojo. —Seneca estrechó a Pallas entre sus brazos y le frotó la piel erizada de los brazos—. Quizá viajar en coche le produce mareos. Pensaba que la fiesta la animaría, pero al parecer está peor.

—Este pueblo de mierda hace vomitar a cualquiera. No puedo creerme que eso sea lo que llaman una fiesta. ¡Himnos! ¡No te digo! —Gigi se echó a reír.

—Era una boda, no una discoteca —le dijo Mavis. Se secó el sudor del cuello—. Además, tú sólo querías ver a tu amiguito otra vez.

—¿A ese gilipollas?

—Sí. A ése. —Mavis sonrió—. Ahora que está casado, quieres que vuelva.

—Si quiero que vuelva, puedo hacer que vuelva. Lo que quiero es largarme de este sitio de mierda.

—Hace cuatro años que lo dices, ¿verdad, Sen?

Gigi abrió la boca, pero no dijo nada. ¿Eran cuatro? Pensaba que eran dos. Pero había pasado por lo menos dos tonteando con K. D., el muy hijo de puta. ¿Había dejado que la retuviera allí la promesa de reunir dinero suficiente para llevarla lejos? ¿O fue otra promesa lo que la retuvo allí? De unos árboles entrelazados junto al agua fría.

—Bueno, ahora hablo en serio —le dijo a Mavis, con la esperanza de que fuera cierto.

Tras un gruñido de incredulidad por parte de Mavis, en el coche se hizo otra vez el silencio. Pallas dejó que su cabeza descansara sobre los pechos de Seneca, con el deseo de que desaparecieran y que, en su lugar, fuera el pecho duro y liso de Carlos el que soportara su mejilla, como lo hizo siempre que ella quiso a lo largo de más de mil kilómetros. El regalo que había recibido para su decimoséptimo cumpleaños, un Toyota rojo con un casete de ocho pistas, estaba repleto de regalos de Navidad. Cosas que gustarían a la madre de cualquiera, en diversos colores y estilos porque no quería correr el riesgo de no tener nada que le gustara a una mujer que no había visto en trece años. Con Carlos al volante, justo antes de las Navidades, se marcharon de vacaciones para ver a su madre. No huía de su padre; no se fugaba con el hombre más fantástico, más fenomenal del mundo.

Lo había planeado todo cuidadosamente: los objetos estaban escondidos, había disimulado sus movimientos para que ni Providence, el ama de llaves con ojos de águila, ni su hermano Jerome advirtiesen nada. Su padre no estaba por ahí lo suficiente como para darse cuenta de lo que ocurría. Era abogado y tenía unos pocos clientes, pero dos de ellos eran artistas negros de primera. Mientras los mantuviera en la cumbre, Milton Truelove no necesitaba incrementar su clientela, aunque estaba alerta por si encontraba a otros jóvenes que pudieran llegar a lo más alto y quedarse allí.

Con ayuda de Carlos, fue tan fácil como divertido: tuvo que consolidar las mentiras contadas a sus amigas; los objetos que dejaba atrás tenían que indicar que su intención era regresar, no escapar (el permiso de conducir —un duplicado—, los ositos de peluche, el reloj, los objetos de tocador, las joyas, las tarjetas de crédito). Eso último los obligó a sacar mucho dinero en efectivo y hacer las compras el mismo día en que se fueron. Ella quería comprar más cosas, muchas más, para Carlos, pero él se negó. En el tiempo que hacía que se conocían —cuatro meses— no había aceptado ningún regalo de ella. Ni siquiera le dejaba pagar las comidas. Cerraba sus bellos ojos y negaba con la cabeza, como si su ofrecimiento lo entristeciera. Pallas lo había conocido en el aparcamiento del colegio el día en que su Toyota no quiso ponerse en marcha. En realidad, lo había visto muchas veces antes. Era el encargado de mantenimiento de su colegio, tenía aspecto de estrella de cine y todas las chicas iban detrás de él. Todo empezó el día en que pisó a fondo el acelerador y le dijo a Pallas que tenía el coche ahogado. Se ofreció a seguirla hasta su casa en su Ford por si el coche se le paraba otra vez. El coche no se paró y él se despidió agitando la mano. Al día siguiente, Pallas le llevó un regalo —un disco— y le costó conseguir que lo aceptara.

—Sólo si aceptas que te invite a un perrito caliente con chile —dijo él.

Pallas notó que se le secaba la boca a causa de la emoción. A partir de entonces, se vieron todos los fines de semana. Ella hizo todo lo que se le ocurrió para que él se enamorara. Carlos respondía apasionadamente a sus caricias, pero durante semanas no quiso ir más allá. «Cuando nos casemos», decía.

En realidad, Carlos no era un bedel. Era escultor y, cuando Pallas le contó cosas sobre su madre, que era pintora, y el lugar donde vivía, sonrió y comentó que era un lugar perfecto para un artista. Todo encajaba. Carlos podía dejar su trabajo sin grandes problemas durante las vacaciones. Milton Truelove estaría ocupadísimo con las fiestas de sus clientes, los estrenos y los tratos con los canales de televisión. Pallas buscó entre las felicitaciones de Navidad y cumpleaños enviadas por su madre durante los últimos años para encontrar su dirección más reciente, y los enamorados se escaparon sin el menor contratiempo. Sólo aquella negra loca le fastidió los villancicos de Navidad.

Pallas se acurrucó contra el pecho de Seneca que, aunque incomodo, le quitó los escalofríos. Las mujeres que se sentaban delante se peleaban de nuevo con unas voces agudas que le hacían daño en la cabeza.

—¡Puta exhibicionista! Soane es amiga nuestra. Y ahora ¿qué le digo?

—Es amiga de Connie. No tiene nada que ver contigo.

—Yo le vendo los pimientos, le preparo el tónico…

—¿Qué te crees? ¿Farmacéutica? Es sólo romero y un poco de salvado mezclado con aspirina.

—Sea lo que sea, es responsabilidad mía.

—Sólo cuando Connie está borracha.

—No te atrevas a hablar de ella. No bebía hasta que tú llegaste.

—Eso es lo que tú dices. Si hasta duerme en la bodega.

—¡Su dormitorio está allí! ¡Eres una imbécil!

—Ya no es una criada. Podría dormir arriba, si quisiera. Lo que pasa es que quiere estar cerca de todas esas botellas.

—Por Dios, no te aguanto.

Seneca intervino con una voz suave destinada a fomentar la armonía.

—Connie no es borracha. Sencillamente, no es feliz. Tendría que haber venido con nosotras, así todo habría sido distinto.

—¡Si todo iba bien! —dijo Gigi—. Hasta que vinieron esos predicadores de mierda. —Encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.

—¿No puedes dejar de fumar ni durante un par de minutos? —preguntó Mavis.

—¡No!

—No sé qué vio en ti ese negro —prosiguió Mavis—. O quizá sí, ya que lo llevas bien a la vista.

—¿Estás celosa?

—Y un cuerno.

—Y un cuerno, y un cuerno. Llevas diez años sin que te echen un polvo; estás reseca.

—¡Largo! —gritó Mavis, frenando de golpe—. ¡Baja de mi coche y vete al infierno!

—¿Vas a echarme? Tócame y te rompo la cara —la amenazó Gigi—. ¡Eres una delincuente de mierda! —Y aplastó el cigarrillo contra el brazo de Mavis.

No había sitio suficiente dentro del coche para pelearse, pero lo intentaron. Seneca sostuvo a Pallas entre sus brazos y las miró. En otro tiempo habría intentado separarlas, pero ahora sabía que era mejor no hacerlo. Cuando no pudieran más, pararían y la paz reinaría durante más tiempo que si ella intervenía. Gigi conocía los puntos débiles de Mavis: cualquier insulto a Connie y las alusiones a su condición de fugitiva. Durante su último viaje, Mavis se había enterado por su madre que la buscaban por robo, abandono y sospecha de asesinato de dos de sus hijos.

El Cadillac se mecía. Gigi era agresiva, pero presumida: no quería que los arañazos o los golpes estropearan su bonita cara, y se preocupaba constantemente por su pelo. Mavis era lenta, pero pegaba con fuerza y ganas. Cuando Gigi vio sangre, dio por hecho que era suya y bajó del coche; Mavis salió pitando tras ella. Lucharon en la carretera y en la cuneta, bajo un cielo de un color metálico, en el que no había ni una bandada de pájaros.

Pallas se incorporó, hipnotizada por los cuerpos que rodaban levantando polvo y aplastando hierbas. Cuerpos absortos, ajenos a las miradas, bajo un cielo vacío en Oklahoma o pintado en Mehita, Nuevo México. Meses después de los alborozados besos y abrazos de Dee Dee Truelove: meses maravillándose ante el paisaje espectacular que se divisaba desde las ventanas de su madre; meses de comida espléndida, de conversar con los amigos de Dee Dee, todo tipo de artistas —indios, neoyorquinos, viejos, hippies, mexicanos, negros— y de charlar los tres por la noche bajo cielos que Pallas sólo había creído posibles fabricados por Disney. Tras todos esos meses, Carlos dijo:

—Éste es mi sitio. —Suspiró profundamente—. Éste es el hogar que he estado buscando.

Su rostro, bañado por la luna, hizo que el corazón de Pallas se detuviera.

—Claro que sí —dijo Dee Dee Truelove con un bostezo.

Carlos también bostezó, y en ese mismo instante tendría que haberse percatado: los bostezos simultáneos, el mismo tono de voz. Debería haber tenido en cuenta la aritmética: la edad de Carlos estaba más cerca de la de Dee Dee que de la de Pallas. Si lo hubiera advertido, tal vez hubiese logrado impedir que los cuerpos se debatieran entre gemidos sobre la hierba, sin importarles quién los viera. No habría tenido que salir corriendo, aturdida, hacia el Toyota; no habría corrido sin rumbo por las carreteras, dando golpes, rozando camiones; no se habría encontrado en el agua con cosas suaves que la tocaban por debajo.

Pallas sintió otra vez las repulsivas cosquillas y caricias de los tentáculos, de las escamas invisibles, se alejó de las mujeres que luchaban y alzó el brazo para rodear el cuello de Seneca y apretar la cara de ésta contra su diminuto seno.

Sólo Seneca vio el camión que se acercaba. El conductor redujo la velocidad, quizá para rodear al Cadillac que acaparaba la carretera, tal vez con la intención de ofrecer su ayuda, pero se detuvo el tiempo suficiente para ver a dos proscritas rodar por el suelo, con los vestidos rotos, la carne secreta a la vista. Y vio también a otras dos mujeres, abrazadas en el asiento trasero. Durante un largo momento abrió mucho los ojos. Después sacudió la cabeza y pisó a fondo el acelerador.

Finalmente, Gigi y Mavis quedaron tendidas en el suelo, jadeando. Primero una, después la otra, se sentaron para tocarse y hacer un inventario de sus heridas. Gigi buscó el zapato que había perdido; Mavis, la goma que le había sujetado el pelo. Sin pronunciar palabra, volvieron al coche. Mavis condujo con una sola mano. Gigi se puso un cigarrillo en el lado bueno de la boca.

En 1922, los peones blancos se habían reído: una gran casa de piedra en mitad de ninguna parte. Los indios, no. Cuando hacía mal tiempo, en una región con pocos árboles, donde encender un fuego con troncos suponía un sacrilegio, el carbón era caro y las boñigas de vaca fétidas, aquella mansión les parecía una locura. El estafador había encargado toneladas de carbón, de las que no llegó a gastar ninguna. Las monjas que se quedaron con la casa tenían resistencia, queroseno y capas de hábitos muy bien hechos. Pero en primavera, verano y algunos otoños cálidos, las paredes de piedra de la casa eran una bendición de frescor.

Gigi subió corriendo por las escaleras para llegar antes que Mavis y quedarse con el agua disponible para el baño. Mientras las cañerías tosían, se desnudó y se miró en el único espejo sin pintar. Excepto una rodilla y los codos, el daño no era de importancia. Tenía las uñas rotas, claro, pero ningún ojo hinchado ni la nariz partida. Aunque al día siguiente tal vez apareciesen más marcas. Lo que la inquietaba era el labio, que se hinchaba alrededor de una herida. Si apretaba, salía un hilillo de sangre y, de repente, todo el mundo corría por las calles de Oakland, California. Las sirenas —¿policía?, ¿ambulancias?, ¿bomberos?— le golpeaban los tímpanos. Una pared formada por la policía que avanzaba les cortaba el paso hacia el este y hacia el oeste. La gente tiró lo que había traído o había conseguido encontrar y salió corriendo. Ella y Mikey, al principio, se cogían de la mano mientras corrían por un callejón, tras la multitud dividida. Una calle con casas pequeñas y césped. No hicieron fuego, no hubo disparos. Sólo se oían los gritos musicales de las chicas y el rugido de los hombres. Sirenas, sí, y megáfonos a lo lejos, pero no hubo cristales rotos, golpes ni disparos. Entonces, ¿por qué surgió un mapa rojo en la camisa blanca del niño? Ella no lo veía bien. La multitud se hizo más densa y se detuvo, algo le impedía seguir. Mikey estaba unos cuantos hombros por delante, abriéndose paso a empujones. Gigi miró otra vez al pequeño que estaba sobre el césped verde. Iba muy bien vestido: pajarita, camisa blanca, zapatos muy brillantes con cordones. Pero ahora la camisa estaba sucia, cubierta de peonías rojas. Tuvo una convulsión y le salió sangre por la boca. Extendió las manos, con cuidado, para recogerla, no fuera a estropearle los zapatos como ya le había estropeado la camisa.

El periódico habló de un centenar de heridos, pero no habló de disparos ni de que un niño hubiera recibido un tiro. No mencionaba al niño pulcro de color claro que llevaba su sangre en las manos.

Entraba un hilillo de agua en la bañera. Gigi se puso los rulos en el pelo, después se estiró boca abajo para examinar otra vez sus progresos con la caja escondida debajo de la bañera. La baldosa que tenía encima se encontraba completamente suelta, pero la caja de metal parecía estar pegada con cemento. Era un problema alcanzarla. Si se lo hubiera dicho a K. D., él la habría ayudado, pero entonces habría tenido que compartir el contenido: oro, quizá, diamantes, grandes fajos de billetes. Fuera lo que fuere, era suyo, y de Connie, si quería algo. Pero de nadie más. De Mavis no, desde luego. Seneca no querría nada, y esa chica que acababa de llegar, con esos ojos que parecían esquirlas de cristal y esa cabeza con tanto pelo rizado, ¿quién sabía quién o qué era? Gigi se levantó, se frotó para quitarse el polvo y la tierra de la piel, y se metió en la bañera. Se sentó y se puso a reflexionar en las opciones que tenía. Connie, pensó. Connie.

Después, recostándose para que las burbujas le llegaran hasta la barbilla, pensó en la nariz de Seneca, en el modo en que se le movía cuando dormía, en la inclinación de sus labios cuando no sabía si sonreír o no, en sus cejas espesas y de forma perfecta. Y en su voz: suave, levemente ávida. Como un beso.

En el cuarto de baño situado en el otro extremo del pasillo, una Mavis eufórica se lavaba delante del lavabo. Después se cambió de ropa y bajó a la cocina para preparar la cena. Las sobras del pollo picadas con pimientos y cebolla, estragón, alguna clase de salsa, quizá de queso, y todo envuelto en esas tortitas que Connie le había enseñado a hacer. Eso le gustaría. Le llevaría una bandeja a Connie y le contaría lo que había sucedido. De la pelea no diría una palabra. Eso no era importante. En realidad, se había divertido. Vapulear a Gigi, incluso morderla, era divertido, igual que cocinar. Una prueba más de que la vieja Mavis había muerto. La que no podía defenderse de una niña de once años, menos aún de su marido. La que no podía pensar o hacer una simple comida, que recurría a las tiendas de comida preparada, ahora creaba exquisiteces, como las crepes, sin tener que ir a comprar cada día.

De todos modos, le había afectado la alusión de Gigi a su falta de vida sexual, aunque, en cierto sentido, también tenía gracia. Cuando Frank y ella se casaron, a ella le gustaba. Más o menos. Después se convirtió en una tortura obligada, duraba un poco más, pero no era muy distinto de cuando la tiraba de la silla a bofetadas. Los años pasados en el convento habían estado libres de todo eso. No obstante, cuando la cosa llegó por la noche, ya no la rechazó. En otro tiempo, había sufrido alguna pesadilla ocasional: un cachorro de león le roía el cuello. Últimamente había adoptado otra forma —humana— y se le echaba encima o se acercaba a ella por detrás.

—Un incubo —le dijo Connie—. Recházalo.

Pero Mavis no pudo, o no quiso. Ahora deseaba saber si lo que Gigi había dicho acerca de ella era el motivo de que lo hubiese acogido bien. Todavía tenía a Merle y a Pearl, sentía su ir y venir en cada habitación del convento. Quizá debería admitir, confesar a Connie que si añadía las visitas nocturnas a los niños que reían y a una «madre» que la quería, conseguía algo así como una familia feliz. Mejor aún: cuando le llevara la cena a Connie, le contaría lo de la recepción, el modo en que Gigi había hecho que todo el mundo se sintiera incómodo, especialmente Soane, y después le preguntaría qué tenía que hacer con las visitas nocturnas. Connie lo sabría. Connie.

El sarape de cachemir de Norma Fox resultó útil una vez más. Seneca envolvió a Pallas con él y le preguntó si quería algo. ¿Agua? ¿Algo para comer? Pallas indicó que no con un gesto. Todavía no puede llorar, pensó Seneca. El dolor era demasiado hondo. Cuando empezara a subir, enseguida aparecerían las lágrimas, y Seneca quería que Connie estuviese allí cuando sucediera. De manera que dio calor a la chica lo mejor que pudo, intentó arreglarle la espesa cabellera y, tras coger una vela, la llevó a ver a Connie.

Parte del sótano, una estancia enorme y fría con el techo abovedado, unía las paredes llenas de hileras de botellas. Vino tan viejo como Connie. Las monjas raras veces lo tocaban, le explicó Connie, sólo cuando conseguían que acudiera un sacerdote para decir misa, algo que todas deseaban. Y algunas Navidades preparaban un bizcocho y lo emborrachaban con Veuve Clicquot de 1915 en lugar de ron. Alrededor, entre las sombras, acechaban las siluetas de baúles, cajas de madera, muebles en desuso y rotos. Mujeres desnudas en mármol pulido; hombres en piedra áspera. En el extremo más alejado se hallaba la puerta que daba a la habitación de Connie. Aunque no estaba destinada a una doncella, como había dicho Mavis, nadie tenía claro cuál podía ser su propósito original. Connie la utilizaba, le gustaba por su oscuridad. Allí la luz del sol no suponía una amenaza para ella. Seneca llamó a la puerta; como no obtuvo respuesta, la abrió empujando. Connie estaba sentada en una mecedora de mimbre y roncaba ligeramente. Cuando Seneca entró, despertó al instante.

—¿Quién trae esta luz?

—Soy yo, Seneca. Y una amiga.

—Ponla aquí —indicó, señalando una cómoda situada a sus espaldas.

—Ésta es Pallas. Llegó hace un par de días. Dice que quiere conocerte.

—¿Eso dice?

La débil llama de la vela hacía que fuera difícil distinguirlo, pero Seneca reconoció a la Virgen María, el par de brillantes zapatos de monja, el rosario y, sobre el tocador, algo que echaba raíces en una jarra con agua.

—¿Quién te ha hecho daño, niña? —preguntó Connie.

Seneca se sentó en el suelo. Tenía pocas esperanzas de que Pallas dijese gran cosa, si es que decía algo, pero Connie era mágica. Bastó con que extendiera la mano para que Pallas se acercara a ella, se sentara en su regazo y se pusiera a hablar y llorar a la vez; después sólo lloraba, y Connie dijo:

—Bebe un poco de esto. —A continuación añadió—: Qué pendientes tan bonitos. Pobrecita mía, pobre, pobrecita mía. Han hecho daño a mi pobre niña.

Hubo que recurrir al vino, y aun así llevó una hora; incompleta, inconexa y deshilvanada, pero salió por fin la historia acerca de quién le había hecho daño.

Perdió los zapatos, explicó, de manera que al principio nadie se detuvo a recogerla. Después, dijo, la mujer india con sombrero de fieltro, o, más bien, un camión lleno de indios se detuvo al amanecer mientras ella cojeaba descalza, con los pantalones cortos, junto a la carretera. Conducía un hombre. A su lado estaba la mujer, con un niño sobre las rodillas. Pallas no sabía decir si era un niño o una niña. Había seis hombres jóvenes sentados en la parte trasera. Fue la mujer quien consiguió que accediera a subir al camión. Bajo el ala del sombrero, los ojos de color gris aguanieve eran inexpresivos, pero su presencia entre los hombres los civilizaba, igual que al niño sentado en su regazo.

—¿Hacia dónde vas? —preguntó.

Fue entonces cuando Pallas descubrió que no le funcionaban las cuerdas vocales. Era incapaz de competir con el solitario molino que rechinaba en el campo que se extendía detrás de ella. De manera que indicó en la dirección en que iba el camión.

—Entonces, sube —dijo la mujer.

Pallas subió entre los varones —casi todos de su edad— y se sentó tan lejos de ellos como pudo, rezando para que la mujer fuera su madre hermana abuela, o cualquier otra influencia que los mantuviese a raya.

Los chicos indios la miraron, pero no dijeron nada. Con los brazos apoyados sobre las rodillas, miraban sin sonreír sus pantalones cortos de color rosa, su camiseta con dibujos fosforescentes. Al cabo de un rato, abrieron unas bolsas de papel y empezaron a comer. Le ofrecieron un grueso bocadillo de salchicha ahumada y una de las cebollas que comían como si fueran manzanas. Temerosa de que consideraran un insulto su negativa, Pallas aceptó, y se encontró comiéndoselo todo igual que un perro, tragando sin masticar, sorprendida por el hambre que tenía. El balanceo del camión hacía que se adormeciera y despertara, luchando contra un sueño en el que el agua negra se filtraba dentro de su boca, su nariz. Pasaron por lugares con casas desperdigadas, pero no se detuvieron hasta que llegaron a una población de cierto tamaño. Para entonces ya había atardecido. El camión avanzó por una calle vacía y se paró delante de una iglesia baptista que tenía un cartel que rezaba: «Primitiva».

—Espera aquí —dijo la mujer—. Vendrá alguien y se ocupará de ti.

Los chicos la ayudaron a bajar y el camión se alejó.

Pallas esperó en las escaleras de la iglesia. No veía ninguna casa y no había nadie en la calle. A medida que el sol descendía, el aire se tornaba sólido. Sólo las plantas de los pies, que tenía en carne viva y le ardían, la distraían del frío que poco a poco le llegaba hasta la médula. Finalmente, oyó un motor y, cuando levantó la cabeza, volvió a ver a la india, pero esta vez sola, al volante del mismo camión.

—Sube —le indicó a Pallas, y la llevó a un edificio bajo con techo de chapa ondulada, a varias manzanas de distancia—. Entra aquí —dijo—. Es un consultorio médico. No sé si te han molestado o qué. Me parece que sí, que te han molestado, pero no digas nada. Yo no sé si es verdad, pero no se lo digas, ¿me oyes? Es mejor. Di que te han pegado, que te han echado o algo así. —Sonrió, aunque sus ojos conservaron una expresión grave—. Tienes el pelo lleno de algas. —Se quitó el sombrero y lo colocó sobre la cabeza de Pallas—. Adelante.

Pallas permaneció sentada en la sala de espera junto con pacientes tan callados como ella. Dos mujeres mayores con la cabeza cubierta por un pañuelo; un niño con fiebre, en brazos de su adormilada madre. La recepcionista la miró con curiosidad malsana, pero no dijo nada. Amenazaba con anochecer cuando entraron dos hombres, uno de ellos con la mano medio arrancada. A Pallas y a la madre adormilada les tocaba pasar, pero el hombre, que iba empapando una toalla de sangre, tuvo preferencia. Mientras la recepcionista se lo llevaba, Pallas salió corriendo por la puerta, giró en la esquina del edificio y vomitó hasta el último resto de la cebolla y la salchicha. Mientras sufría violentas arcadas, oyó, antes de verlas, a dos mujeres que se acercaban. Ambas llevaban gorro de ducha y uniforme azul.

—Mira —dijo una.

Se acercaron a Pallas y se quedaron allí, con la cabeza inclinada, mirándola vomitar.

—¿Entras o sales?

—Debe de estar embarazada.

—¿Quieres ver a la enfermera, muchacha?

—Será mejor que se dé prisa.

—Vamos a llevársela a Rita.

—Llévala tú, Billie. Yo tengo que irme.

—Tiene sombrero, pero no zapatos. De acuerdo, márchate. Hasta mañana.

Pallas se incorporó, agarrándose el vientre y respirando pesadamente por la boca.

—Oye, la consulta cierra, a menos que tengas una urgencia. ¿Estás segura de que no estás embarazada?

Pallas, se estremeció en un intento de controlar otra arcada.

Billie se volvió a tiempo para ver que el coche de su amiga dejaba el aparcamiento; después bajó la vista hacia el vómito. Sin hacer una mueca, le echó tierra encima con el pie hasta taparlo.

—¿Dónde tienes el bolso? —preguntó, alejando a Pallas del vómito cubierto de tierra—. ¿Dónde vives? ¿Cómo te llamas?

Pallas se tocó la garganta e hizo un ruido similar a una llave que se intentara hacer girar en una cerradura que no era la que le correspondía. Todo cuanto pudo hacer fue negar con la cabeza. Como un niño solo en un parque desierto, escribió su nombre en el suelo con el dedo del pie. Después, lentamente, imitando el modo en que la chica había borrado el vómito, lo cubrió por completo de tierra roja.

Billie se quitó el gorro de ducha. Era mucho más alta que Pallas y tuvo que inclinarse para mirar sus ojos bajos.

—Ven conmigo, muchacha —dijo—. Me parece que lo estás pasando muy mal, y sé lo que digo; no es la primera vez que veo a alguien así.

La hizo subir al coche y condujo a través del aire azul de la tarde mientras le hablaba con calma, de manera tranquilizadora.

—Te llevo a un sitio donde podrás quedarte. Nadie te hará preguntas. Yo estuve allí una vez y se portaron bien conmigo. Mejor que… Bueno, se portaron bien. No tengas miedo. Yo lo tenía. Miedo de ellas, quiero decir. Por aquí no hay muchas chicas como ellas —dijo, y soltó una carcajada—. Están un poco chifladas, pero son pacíficas, tranquilas. No te sorprendas si no llevan ropa. Al principio yo me sorprendía, pero después fue como, no sé, como si no importara. Mi madre me habría enviado a la luna de un guantazo si yo hubiese ido por ahí de esa manera. Bueno, en cualquier caso puedes recuperarte allí, pensar en tus cosas, sin que nada ni nadie te moleste. Cuidarán de ti o te dejarán sola, como prefieras.

El azul iba haciéndose más oscuro alrededor de ellas y a lo lejos brillaba una banda de color plata. Los campos se rizaban bajo el viento cálido, pero cuando llegaron al convento, Pallas estaba temblando.

Después de dejarla al cuidado de Mavis, la chica dijo:

—Volveré para ver cómo sigues, ¿de acuerdo? Me llamo Billie Cato.

La vela se había consumido hasta quedar reducida a un par de centímetros, pero la llama era alta. La mecedora oscilaba. Connie respiraba tan profundamente que Pallas pensó que estaba dormida. Podía ver a Seneca, con la mano en la barbilla, el codo apoyado en la rodilla, la cara levantada para mirarla, pero la llama de la vela, como la luz de la luna en Mehita, distorsionaba los rostros.

Connie se agitó.

—Te he preguntado quién te ha hecho daño. Me dices quién te ayudó. ¿Quieres guardar en secreto la otra parte?

Pallas no respondió.

—¿Cuántos años tienes?

Estaba a punto de contestar que dieciocho, pero se decidió por la verdad.

—Dieciséis —dijo—. El año que viene debería comenzar el último curso.

Se habría echado a llorar otra vez por el curso perdido si Connie no se la hubiera quitado de encima con brusquedad.

—De pie. Me rompes las piernas. —Después, con voz más suave, añadió—: Vete a dormir un poco. Quédate todo el tiempo que quieras y cuéntame el resto cuando te venga en gana.

Pallas se puso de pie y se tambaleó un poco a causa de la mecedora y el vino.

—Gracias. Aunque… Quizá sea mejor que llame a mi padre. Supongo.

—Te llevaremos —dijo Seneca—. Sé dónde hay un teléfono, pero tienes que dejar de llorar, ¿me oyes?

Entonces se fueron, caminando con cuidado a través de la oscuridad, los ojos acostumbrados a la escasa luz de la vela. Pallas, criada bajo la luminosidad excesiva de Los Ángeles, en casas sin sótano, los asociaba con el mal de las películas o los bichos reptantes. Sin embargo, sus gestos eran expresión de la alarma por lo que esperaba, no por lo que sentía. En realidad, mientras subían por las escaleras se sentía tranquilizada por las imágenes de una abuela que se mecía apaciblemente, brazos, regazo, una voz cantarina. La casa entera parecía impregnada de una bendita ausencia de masculinidad, como si fuera un dominio protegido, libre de cazadores y, al mismo tiempo, estimulante. Como si pudiera encontrarse a sí misma —un yo desenfrenado, legitimado, pero que ella consideraba que «moraba»— en una de las muchas habitaciones de aquella casa.

Sobre la mesa había una fuente con algo que tenía aspecto de tortita. Gigi, arreglada y callada —sólo el labio torcido estropeaba su maquillaje—, jugueteaba con su radio, intentando encontrar la emisora que ponía lo que quería oír: nada de noticias sobre agricultura, música country o rollos bíblicos. Mavis estaba delante de la cocina, murmurando instrucciones para sí.

—¿Está bien, Connie? —preguntó Mavis cuando las vio entrar.

—Muy bien. Se ha portado muy bien con Pallas. ¿No es cierto, Pallas?

—Sí. Es agradable. Ahora me encuentro mejor.

—Vaya, si eso habla —dijo Gigi.

Pallas sonrió.

—Pero ¿va a seguir vomitando? Ésa es la cuestión.

—Gigi, por todos los demonios, cállate. —Mavis miró a Pallas con ansiedad—. ¿Te gustan las crepes?

—Mmm. Estoy muerta de hambre —contestó Pallas.

—Hay muchas. He separado las de Connie, y puedo hacer todavía más si quieres.

—Eso necesita algo de ropa. —Gigi estaba examinando a Pallas atentamente—. Nada de lo que tengo le servirá.

—Deja de llamarla «eso».

—Lo único que vale la pena de cuanto tiene es un sombrero. ¿Dónde lo habéis puesto?

—Tengo unos tejanos que puedo darle —dijo Seneca.

—Lávalos primero.

—Claro.

—¿Claro? ¿Por qué dices «claro»? No te he visto lavar ni una sola cosa desde que llegaste, ni siquiera a ti.

—¡Ya está bien, Gigi! —exclamó Mavis apretando los dientes.

—¡Pues es la verdad! —Gigi se inclinó sobre la mesa hacia Seneca—. No tenemos muchas cosas, pero jabón sí tenemos.

—He dicho que los lavaré, ¿no? —Seneca se secó el sudor de debajo de la barbilla.

—¿Por qué no te arremangas? Pareces una yonqui —dijo Gigi.

—Mira quién habla. —Mavis soltó una risita.

—Hablo de caballo, muchacha; no de un poco de hierba. Seneca miró a Gigi.

—No me meto sustancias químicas en el cuerpo.

—Pero lo hacías, ¿verdad?

—No, no lo hacía.

—Entonces, enséñame los brazos.

—¡Lárgate!

—¡Gigi! —gritó Mavis.

Seneca parecía muy dolida.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Gigi.

—¿Por qué eres así? —preguntó Seneca.

—Lo siento, ¿vale? —No era frecuente que reconociera algo así, pero parecía sincera.

—Nunca he tomado drogas. ¡Nunca!

—He dicho que lo sentía. Por Dios, Seneca.

—Ésta sí que es peor que una aguja, Sen. No para de fastidiar. —Mavis limpió su plato—. No dejes que te lo clave en la piel: ahí es donde está la sangre.

—¡Cierra la puta boca!

Mavis se echó a reír.

—De nuevo a las andadas. Dura mucho su «lo siento».

—Le he pedido perdón a Seneca, no a ti.

—Dejémoslo correr —dijo Seneca con un suspiro—. ¿Podemos abrir la botella, Mavis?

—No podemos, debemos. Tenemos que celebrar que Pallas está aquí, ¿verdad?

—Y que habla —apuntó Seneca con una sonrisa.

—Y que tiene apetito; mira cómo come.

Carlos había matado el hambre de Pallas. Mientras él la quería (o parecía quererla), toda comida que no fuera aquel primer perrito caliente con chile fue una molestia, un pretexto para beber una Coca-Cola o un motivo para salir. El exceso de peso que había intentado combatir desde que estaba en la escuela elemental desapareció. Carlos nunca había hecho ningún comentario sobre su peso, pero el que ella, que era una bolita de grasa, le gustara desde el principio —la hubiera escogido, le hiciera el amor—, selló su confianza en él. Su traición cuando ella estaba más delgada que nunca hacía más intensa su vergüenza. La pesadilla que la obligó a esconderse en un lago desplazó por un tiempo a la traición, a la herida que la había echado de la casa de su madre. No había sido capaz de contarla en susurros en la oscuridad de una habitación iluminada por una vela. Había recuperado la voz, pero las palabras para contar su vergüenza estaban adheridas a su garganta como pólipos.

El queso fundido que cubría aquella especie de crepetortita era de sabor penetrante; los trozos de pollo sabían de verdad, como la carne; la mantequilla pálida, casi blanca, que goteaba del maíz tierno no se parecía a nada de aquello a lo que estaba acostumbrada; tenía un gusto cremoso, suave. Una salsa caliente y dulce cubría el pudín de pan. Y vaso tras vaso de vino. El miedo, la disputa, la náusea, la terrible pelea en el suelo, las lágrimas en la oscuridad, todo el drama del día se disipó en el placer de masticar aquella comida. Cuando Mavis regresó de llevar la cena a Connie, Gigi había encontrado su emisora y bailaba al ritmo de la música, con la puerta trasera de la casa abierta para oír mejor. Se acercó bailando a la mesa y se sirvió más vino. Con los ojos cerrados y moviendo las caderas, unió las manos por detrás del cuello de una pareja mágica. Las otras mujeres la miraron mientras terminaban de cenar. Cuando sonó el éxito del año anterior, Killing Me Softly, no tardaron mucho en hacer lo mismo. Incluso Mavis. Primero separadas, imaginando a sus compañeros. Después en parejas, imaginándose las unas a las otras.

Calmadas por el vino, aquella noche se sumieron en un sueño profundo como la muerte. Gigi y Seneca en un dormitorio. Mavis, sola, en otro. De manera que fue Pallas, que dormía en el sofá de la oficina o sala de juegos, quien oyó que llamaban a la puerta.

La chica tenía zapatos de seda blanca y un vestido de tirantes de algodón. Llevaba un trozo de pastel de boda en un plato nuevo de porcelana. Y lucía una sonrisa majestuosa.

—Ahora estoy casada —anunció—. ¿Dónde está él? ¿O fue ella?

Más tarde, aquella misma noche, Mavis dijo:

—Deberíamos haberle dado una de esas muñecas. Algo.

—Está loca —apuntó Gigi—. Lo sé todo acerca de ella. K. D. me lo contó todo, y está completamente loca. En qué lío se ha metido ése.

—¿Y por qué tenía que venir en su noche de bodas? —preguntó Pallas.

—Es una larga historia. —Mavis se limpiaba el brazo dándose toquecitos con alcohol, mientras comparaba los arañazos nuevos con los que Gigi le había hecho ahí mismo—. Vino hace años. Connie la ayudó a tener su niño. Aunque ella no lo quería.

—¿Y dónde está?

—Creo que con Merle y Pearl.

—¿Quiénes son ésos?

Gigi lanzó una mirada a Mavis.

—Murió.

—¿Y ella lo sabe? —preguntó Seneca—. Dice que lo matasteis.

—Ya os he dicho que está loca.

—Se marchó enseguida —explicó Mavis—. No sé lo que sabe. Ni siquiera quiso mirar a la criatura.

Guardaron silencio por unos instantes, imaginando la escena: su cara mirando hacia otro lado, las manos contra las orejas para no oír el llanto vigoroso, pero lastimero. No habría pezón. Nada para poner en aquella boquita. Ningún hombro materno contra el que acurrucarse. Ninguna de ellas quería recordar ni saber lo que había sucedido más tarde.

—A lo mejor no era de K. D. —aventuró Gigi—. Quizás había cortado con él.

—¿Y qué? ¿Y qué si no era de él? Era de ella. —Seneca parecía dolida.

—No lo entiendo. —Pallas se acercó a la cocina, donde estaba el pudín hecho con restos de pan.

—Yo sí. En cierto modo —dijo Mavis, y suspiró—. Voy a preparar un poco de café.

—Para mí no, me vuelvo a la cama —anunció Gigi con un bostezo.

—Estaba fuera de sí, ¿crees que habrá podido volver?

—Santa Seneca. Por favor…

—Gritaba —dijo Seneca, mirando a Gigi.

—Igual que nosotras. —Mavis midió el café y lo echó en la cafetera.

—Sí, pero no la hemos insultado.

Gigi hizo chasquear la lengua.

—¿Cómo llamarías a una loca que no tiene nada mejor que hacer en su noche de bodas que ir a buscar a un bebé muerto?

—¿Arrepentida?

—¿Arrepentida? Y una mierda —contestó Gigi—. Lo que quiere es pegarse como una lapa a ese estúpido con el que se ha casado.

—¿No habías dicho que te ibas a la cama?

—Me voy. Vamos, Seneca.

Seneca hizo caso omiso de su compañera de habitación.

—¿Debemos contárselo a Connie?

—¿Para qué? —soltó Mavis—. Mira, no quiero que esa chica se acerque a Connie.

—Creo que me ha mordido. —Pallas parecía sorprendida—. Mira, ¿esto son marcas de dientes?

—¿Qué quieres? ¿Qué te pongan la antirrábica? —Gigi bostezó—. Vamos, Sen. Eh, Pallas, ilumina un poco.

Pallas la miró.

—No quiero dormir aquí abajo sola.

—¿Quién ha dicho que tenías que quedarte aquí? Fue idea tuya.

—Arriba no hay más camas.

—Por Dios. —Gigi se dirigió hacia el pasillo, seguida de Seneca—. Qué criatura.

—Ya te lo he dicho. Las otras están almacenadas en el sótano. Mañana subiré una. Esta noche puedes dormir conmigo —le dijo Mavis—. No te preocupes, no volverá. —Miró hacia la puerta y luego observó cómo se filtraba el café—. A propósito, ¿cómo te llamas? De apellido, quiero decir.

—Truelove.

—¿Truelove, amor verdadero, en serio? ¿Y tu madre te puso de nombre Pallas?

—No, fue mi padre.

—¿Y cómo se llama ella, tu madre?

—Dee Dee. Viene de Divine.

—¡Ohhh! Me encanta. ¡Gigi! ¡Gigi! ¿Has oído esto? Se llama Divine, Divine Truelove.

Gigi volvió corriendo y asomó la cabeza por la puerta. Seneca también.

—¡Qué no! ¡Ése es el nombre de mi madre!

—¿Se dedica al striptease? —preguntó Gigi, con una gran sonrisa.

—Es artista.

—Todas lo son, querida.

—No os metáis con ella —murmuró Seneca—. Ha tenido un día muy largo y difícil.

—De acuerdo, de acuerdo. Buenas noches… Divine. —Gigi se marchó.

—No le hagas caso —dijo Seneca y, mientras se iba, añadió—: Tiene el cerebro de un mosquito.

Mavis, todavía sonriendo, sirvió café y cortó pudín de pan, le sirvió un trozo a Pallas y se sentó a su lado, mientras soplaba el vapor del café. Pallas repitió por tercera vez.

—Enséñame las marcas de los dientes —le pidió Mavis.

Pallas inclinó hacia un lado la cabeza y tiró del cuello de la camiseta para enseñar el hombro.

—¡Oooh! —exclamó Mavis.

—¿Todos los días son iguales por aquí? —preguntó Pallas.

—Oh, no. —Mavis acarició la piel herida—. Es el lugar más tranquilo del mundo.

—¿Mañana me llevaréis para que telefonee a mi padre?

—Ajá. Antes que nada. —Mavis dejó de hacerle caricias—. Me gusta tu pelo.

Terminaron de comer en silencio. Mavis cogió la lámpara y dejaron la cocina en la oscuridad. Cuando se encontraron delante de la puerta del dormitorio de Mavis, no la abrió. Se quedó inmóvil.

—¿Oyes? Están contentos —dijo con una sonrisa, tapándose la boca—. Lo sabía. Les gusta el bebé. Lo quieren. —Se volvió hacia Pallas—. También les gustas. Piensan que eres divina.