Algo rascaba el cristal. Otra vez. Dovey se puso boca abajo, negándose a mirar por la ventana cada vez que lo oía. Él no estaba allí. Nunca iba de noche. Deliberadamente, se dedicó a pensar en temas cotidianos. ¿Qué pondría para cenar al día siguiente?
No tenía mucho sentido poner guisantes frescos. Los de lata servirían igual. Steward sería incapaz de distinguirlos, pues su boca era absolutamente insensible al sabor. Mascar Blue Boy durante veinte años había empezado por limitar su paladar al ansia de especias y, al final, lo había reducido a la mera exigencia de pimientos picantes.
Cuando se casaron, Dovey estaba segura de que nunca podría cocinar lo bastante bien como para contentar a Steward, más quisquilloso que su gemelo Deek. A la vuelta de la guerra, los dos hombres estaban hambrientos de cocina casera, pero soñar con ella durante tres años había hecho crecer sus expectativas, había exagerado las posibilidades de la manteca en unas galletas más ligeras que la nieve, la responsabilidad del queso curado en el hominy de maíz molido. Cuando los licenciaron y volvieron a casa, Deek canturreaba con placer mientras sorbía el tuétano de los codillos o chafaba los huesos de pollo hasta convertirlos en polvo. Pero Steward lo recordaba todo de otra manera. ¿No había que meter el clavo de olor bajo la piel, en lugar de hacerlo en la superficie del jamón? Y el filete de pollo, ¿debía llevar cebollas Vidalia o españolas?
El día de su boda, Dovey se volvió hacia el papel floreado de la pared, de espaldas a la ventana, para que su hermana, Soane, pudiera ver mejor. Dovey sostenía la enagua mientras Soane le pintaba las costuras. Sintió las cosquillas del pincel en la parte trasera de las piernas, pero permaneció completamente quieta. En 1949 no había medias de seda en Haven ni en el mundo entero, pero casarse sin medias era una burla a Dios y a aquella ceremonia.
—Creo que no queda satisfecho en la mesa —le dijo Dovey a su hermana.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Alaba mis guisos, pero a continuación me sugiere cómo hacerlo mejor la siguiente vez.
—Aguanta, Dovey.
—Deek no te hace eso, ¿verdad?
—Eso no, pero es quisquilloso en otras cosas. De todos modos, yo en tu lugar no me preocuparía. Si está satisfecho en la cama, la mesa no importa nada.
Se rieron y Soane tuvo que pintar otra vez la costura.
Con el tiempo, la dificultad que se planteaba en 1949 fue resuelta por el tabaco. No importaba si los guisantes eran frescos o de lata. Los pimientos del convento, picantes como demonios, resolvían todos sus problemas culinarios. No merecía la pena cultivar guisantes. Una cucharada de azúcar y una pizca de mantequilla en los de lata servía perfectamente, puesto que los trozos de pimiento de color rojo oscuro que él echaría por encima arrasarían con cualquier sabor delicado. Como el de las últimas calabazas, por ejemplo.
Esas noches, cuando Dovey Morgan pensaba en su marido, casi siempre lo hacía en relación con lo que había perdido. Su paladar no era más que un ejemplo entre los muchos que podía enumerar. En contra del criterio de éste (y de todo Ruby), creía que cuantas más cosas adquiría Steward, más visibles eran sus pérdidas. La venta de su ganado en 1958, cuando el dólar estaba en lo más alto, acompañó a su derrota en la elección como secretario de la iglesia para todo el estado, debido a su abierto desprecio hacia los escolares que habían ocupado aquella tienda de Oklahoma City. Incluso había escrito una carta muy desagradable contra las mujeres que los habían organizado. No le sorprendió su posición, puesto que diez años antes había llamado «agitador negro» a Thurgood Marshall por llevar adelante el juicio de la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color contra la segregación en Norman. En 1962, el gas natural que surgía a trescientos metros de profundidad bajo su rancho le llenó los bolsillos pero mermó sus tierras, que quedaron convertidas en un rancho de juguete, y perdió los árboles que lo habían hecho tan bonito de contemplar. Las entradas en el pelo y su paladar fueron desdibujándose. Todas estas pequeñas pérdidas culminaron con la mayor de todas: en 1964, cuando tenía cuarenta años, la maldición de los cuentos de hadas se hizo cierta: supieron que ninguno de los dos podría tener nunca hijos.
Ahora, casi diez años más tarde, se había «forrado», tal como él decía, gracias a un negocio de fincas en Muskogee, y Dovey no tenía que preguntarse qué perdería en esta ocasión, porque ya estaba librando una batalla perdida contra el reverendo Misner por las palabras clavadas junto a la boca del horno. Semejante discusión se veía estimulada, en parte, por aquello que nadie decía: los jóvenes estaban metiéndose en líos o dando guerra detrás de todas las puertas. Arnette, de vuelta del instituto, no quería levantarse de la cama. Menus, el chico de Harper Jury, se emborrachaba todos los fines de semana desde que había vuelto de Vietnam. Billie Delia, la nieta de Roger, había desaparecido sin dejar rastro. Sweetie, la mujer de Jeff, reía bromas que nadie hacía. K. D. se había liado con esa chica que vivía en el convento. Por no hablar del descaro, los gestos, la actitud abiertamente desafiante de algunos de los otros, de los que querían llamar al horno «tal o cual cosa» y tras decidir que las palabras originales de éste hacían alusión a algo que había hecho enfadar a Steward y a Deek. Dovey había hablado de todo eso con su hermana (y cuñada), con Mable Fleetwood, con Anna Flood, con un par de mujeres del Club. Las opiniones eran variadas, confusas, incluso incoherentes, porque los ánimos estaban muy acalorados. Y también porque algunos jóvenes, al burlarse de la memoria de los dedos de la señorita Esther, habían insultado a las generaciones precedentes. No habían sugerido de manera educada que la señorita Esther tal vez se hubiese equivocado, sino que habían aullado de risa ante la idea de que pudiese recordar palabras invisibles, que ni siquiera sabía leer, y trazar letras cuya pronunciación ignoraba.
—¿Ella las vio? —preguntaron los hijos.
—¡Mejor que eso! —respondieron los padres—. ¡Las sintió, las tocó, puso los dedos encima!
—Si fuera ciega, podríamos creer lo que dice, pues sería como leer Braille, pero no en el caso de una niña de cinco años que ni siquiera sabría leer su propia lápida si saliera de la tumba y se plantara delante.
Los gemelos fruncieron el entrecejo. Fleet se puso de pie de un salto al pensar en la famosa generosidad de su suegra, y tuvieron que sujetarlo.
Al principio, los metodistas sonrieron ante la disensión entre los baptistas. Los pentecostales rieron abiertamente; pero no durante mucho tiempo. Los miembros jóvenes de ambas iglesias también empezaron a decir en voz alta sus opiniones sobre las palabras. Cada congregación tenía miembros que estaban relacionados o pertenecían a las quince familias que habían dejado Haven para empezar de nuevo. El horno no pertenecía a ninguno de los grupos religiosos; era de todos, y se pidió a todos que se reunieran en El Calvario, la iglesia de los baptistas. Para hablar de ello, dijo el reverendo Misner.
El tiempo era fresco; el perfume de los jardines, intenso y, cuando a las siete y media se reunieron, la atmósfera era agradable y la gente se sentía sencillamente curiosa. Y así se mantuvo durante las primeras observaciones de Misner. Quizá los jóvenes estuvieran nerviosos, pero lo cierto es que hablaron, empezando por los hijos de Luther Beauchamp, Royal y Destry, sus voces sonaron tan estridentes que las mujeres, desconcertadas clavaron los ojos en el bolso; los hombres, pasmados, se olvidaron de parpadear.
Habría sido mejor para todos si los jóvenes hubieran expuesto sus puntos de vista con voz suave y digna de la educación que habían recibido; pero no querían discutir: querían instruir.
—Ningún exesclavo nos diría que debemos estar permanentemente asustados, que «tengamos cuidado» con Dios, que agachemos la cabeza intentando permanecer vigilantes por si Él está a punto de lanzarnos alguna cosa para mantenernos sumisos.
—Di «señor» cuando te dirijas a los hombres —soltó Sargeant Person.
—Lo siento, señor; pero ¿qué clase de mensaje es ése? Ningún exesclavo que tuviera redaños suficientes para recorrer su propio camino y levantar un pueblo de la nada, podría pensar así. Ningún exesclavo…
—Estás hablando de mi abuelo —lo interrumpió Deacon Morgan—. Deja de llamarlo exesclavo, como si sólo fuera eso. También era exlugarteniente del gobernador, exbanquero, exdiácono y un montón de cosas más, y no recorría su propio camino, sino que formaba parte de un grupo.
El chico captó la mirada del reverendo Misner e insistió.
—Nació en la época de la esclavitud, de modo que era un esclavo, ¿no, señor?
—No todos los nacidos en la época de la esclavitud eran esclavos, por lo menos en el sentido en que tú lo dices.
—Sólo hay un sentido, señor —dijo Destry.
—¡No sabéis de qué estáis hablando!
—¡Ninguno lo sabe! ¡No tienen ni cochina idea! —gritó Harper Jury.
—¡Basta! ¡Basta! —exclamó el reverendo Misner—. Hermanos. Hermanas. Hemos convocado esta reunión en la casa del Señor para intentar encontrar…
—En una de sus casas —gruñó Sargeant.
—De acuerdo, en una de sus casas, pero, sea la que sea, exige respeto a los que se encuentran en ella. ¿Tengo o no razón?
Harper se sentó.
—Pido disculpas por mi lenguaje. A Él —añadió, señalando hacia arriba.
—Eso tal vez le parezca bien —dijo Misner—, y tal vez no. No limite su respeto a Él, hermano Jury. Él nos advierte que no lo hagamos nunca.
—Reverendo. —El reverendo Pulliam se puso de pie. Era un hombre oscuro, enjuto, con el cabello blanco, impresionante—. Tenemos un problema. Usted, yo. Todos. El problema reside en el modo en que algunos de nosotros hablamos. Por supuesto, los mayores deberían emplear un lenguaje correcto, pero los jóvenes… dicen más impertinencias que otra cosa. Hemos venido para…
Royal Beauchamp lo interrumpió, ¡al reverendo!
—¿Y para qué hablar si no se puede decir lo que uno piensa? Lo que pasa es que no quiere que hablemos en absoluto. Cuando uno no está de acuerdo con lo que ha oído resulta que es un impertinente…, señor.
Todos estaban tan asombrados por el descaro del muchacho que apenas se enteraron de lo que había dicho.
Pulliam, desechando la posibilidad de que los padres de Roy —Luther y Helen Beauchamp— estuvieran allí, se volvió lentamente hacia Misner.
—Reverendo, ¿no puede hacer que este chico se calle?
—¿Y por qué iba a hacerlo? —preguntó Misner—. No sólo hemos venido a hablar, sino también a escuchar.
Las exclamaciones de asombro, más que oírse, se sintieron. Pulliam entornó los ojos y estaba a punto de hablar cuando Deek Morgan se levantó y salió al pasillo.
—Bien, señor, he escuchado y creo que ya he oído bastante. Ahora escuchadme a mí, atentamente. Nadie, y quiero decir nadie, va a cambiar el horno ni va a llamarlo de manera extraña. Nadie va a jugar con algo que construyeron nuestros abuelos. Hicieron cada uno de los ladrillos, uno por uno, con sus propias manos. —Miró fijamente a Roy—. Fueron ellos quienes cavaron para sacar la arcilla, no vosotros. Fueron ellos quienes llevaron el capazo, no vosotros —añadió, volviendo la cabeza hacia Destry, Hurston y Celine Poole, Lorcas y Linda Sands—. Fueron ellos quienes mezclaron el mortero, no ninguno de vosotros. Hicieron ladrillos buenos y fuertes para el horno mientras vivían en casas de barro y cañas. ¿Me entendéis? Y respetamos todo lo que soportaron para hacerlo. Nada se manejó con más cuidado que los ladrillos que aquellos hombres habían hecho. He dicho hombres, no esclavos ni exesclavos, ¿me oís? Cuéntaselo, Sargeant, háblales de lo delicado que fue separarlos, del cuidado con que envolvimos cada uno de ellos. Cuéntaselo, Fleet, decidles si miento. Yo y mi hermano levantamos esa plancha de hierro. Los dos. Y si algunas letras se cayeron, no fuimos nosotros los responsables, porque lo envolvimos en paja, como si fuera un corderito.
»Así que haced el favor de entenderme cuando os digo que, ochenta años más tarde, nadie me va a salir con que sabe más cosas que los hombres que pasaron por un infierno para aprender. Podéis hacer el tonto conmigo tanto como queráis, pero os metéis en un lío si creéis que podéis tratar sin respeto un esfuerzo que no fue el vuestro.
Veinte formas diferentes de aquiescencia subrayaron la declaración de Deek. Su observación habría zanjado la discusión si Misner no hubiera dicho:
—Deek, a mí me parece que lo respetan. Precisamente, porque conocen bien el valor del horno, quieren darle nueva vida.
El murmullo que desencadenó este segundo gesto a favor de la postura de los jóvenes se convirtió en un rugido que amainó sólo para oír cómo respondían los antagonistas.
—No quieren darle nada. Sólo quieren cargárselo, convertirlo en algo inventado por ellos.
—También es nuestra historia, señor. No sólo la suya —señaló Roy.
—Entonces, obrad en consecuencia. Os lo he advertido: ese horno ya tiene una historia, no necesita que os la inventéis.
—Espere, Deek —dijo Richard Misner—. Piense en lo que se ha dicho. Olvide el horno. De lo que se trata ahora es de clarificar el lema.
—¿Lema? ¿Lema? ¡Es una orden! —El reverendo Pulliam señaló el techo con un elegante dedo—. «Ten cuidado con el surco de Su ceño». Eso es lo que dice, y está claro como la luz del día. No es una sugerencia, ¡es una orden!
—Bueno, no exactamente. No está claro como la luz del día —repuso Misner—. Dice «el surco de Su ceño», no «ten cuidado».
—¡Usted no estaba allí! ¡Esther sí estaba! ¡Y usted tampoco estaba aquí al principio! ¡Esther sí estaba! —Arnold Fleetwood agitó la mano derecha en señal de advertencia.
—Era una niña pequeña. Pudo confundirse —dijo Misner.
En ese momento, Fleet también salió al pasillo con Deek.
—Esther nunca cometió un error como ése en su vida. Sabía todo lo que había que saber sobre Haven y también sobre Ruby. Nos visitó antes de que tuviéramos carretera. Dio nombre a este pueblo, maldita sea, con perdón de las señoras presentes.
Destry, con aspecto crispado y al borde de las lágrimas, levantó la mano y preguntó:
—Disculpe, señor. ¿Qué tiene de malo «Sé el surco»? ¿«Sé el surco de Su ceño»?
—No puedes ser Dios, muchacho —repuso Nathan DuPres amablemente mientras negaba con la cabeza.
—No se trata de ser Él, señor, sino Su instrumento, Su justicia. Como raza…
—La justicia de Dios sólo le pertenece a Él. ¿Cómo vas a ser Su instrumento si no haces lo que Él dice? —preguntó el reverendo Pulliam—. Tienes que obedecerle.
—Sí, señor, claro que le obedecemos —le dijo Destry—. Si seguimos Sus mandamientos, seremos Su voz, Su castigo. Como pueblo…
Harper Jury lo hizo callar.
—Dice «ten cuidado», no «sé». Ten cuidado significa «atención, el poder es mío, acostúmbrate a la idea».
—«Sé» significa que lo haces a un lado y tú eres el poder —intervino Sargeant.
—En realidad, sí somos el poder, si…
—¿Veis lo que quiero decir? ¿Veis lo que quiero decir? ¡Oíd esto! ¿Ha oído esto, reverendo? Este chico necesita unos correazos ¡Blasfemia!
Como era de prever, Steward dijo la última palabra; o, por lo menos, la última que todos recordaban, porque disolvieron la reunión.
—Oíd todos —dijo con voz densa y pastosa por el Blue Boy—. Si alguno de vosotros hace caso omiso, cambia, retira o añade algo a las palabras de la boca de ese horno, le arrancaré la cabeza de un tiro como si fuera una serpiente venenosa.
Dovey Morgan, helada por la amenaza de su marido, no pudo hacer otra cosa que mirar las tablas del suelo y preguntarse qué forma visible tomaría su pérdida en esta ocasión.
Días más tarde, Dovey aún no había decidido quién o qué bando tenía razón, y cuando discutía con otros, incluido Steward, tendía a mostrarse de acuerdo con su interlocutor. Sacaría el tema con su Amigo, cuando volviera a su lado.
Mientras se alejaban en coche de la reunión celebrada en el Calvario, Steward y Dovey discutieron un poco, como siempre, sobre adónde debían ir. Él se dirigía hacia el rancho. Ahora que se habían vendido los derechos de explotación del gas, había quedado reducido a un rancho de juguete, pero para Steward seguía siendo su hogar, allí donde su bandera americana ondeaba los días de fiesta; donde estaba enmarcado el papel que demostraba que había sido licenciado del ejército con honores; donde podía dar por hecho que Ben y Good moverían la cola como locos cuando apareciera. Pero Dovey cada vez tendía más a considerar que su hogar era la casita que tenían en St. Matthew Street, resultado de una hipoteca ejecutada que los gemelos no volvieron a vender. Estaba más cerca de su hermana, de la iglesia del Monte Calvario, del Club de las Mujeres. Era también allí donde recibía las visitas de su Amigo.
—Déjame aquí, Steward. Iré andando el resto del camino.
—Vas a pillar una pulmonía.
—No te preocupes. El fresco de la noche es agradable.
—Chica, eres un tormento —dijo él, pero antes de que bajara le dio una palmadita en el muslo.
Dovey recorrió lentamente Central Avenue. A lo lejos, cerca del horno, veía los farolillos que habían colocado en junio para celebrar el aniversario de la emancipación de los esclavos. Hacía ya cuatro meses de aquello, y nadie los había guardado para el año siguiente. Ahora daban luz —sólo un poco, lo suficiente— para otra clase de celebraciones de la libertad que se producía entre sus sombras. A la izquierda de Dovey estaba el banco; no era tan alto como las dos iglesias, aunque parecía dominar toda la calle. Ninguno de los dos hermanos había querido que se construyera otro piso, como había ocurrido con el banco de Haven, como sede de la logia. No querían que en el edificio se desarrollase ninguna actividad que no estuviera relacionada directamente con el banco. El banco de Haven, cuyo propietario era su padre, se fue a pique por múltiples razones, y una de ellas, sostenía Steward, era que en él se celebraban las reuniones de la logia. «Impide la concentración», argumentó. Tres calles más allá, a la derecha, cerca de la casa de Patricia Best, estaba la escuela, donde Dovey había dado clases mientras se construía la casa del rancho, pero Soane había enseñado durante más tiempo porque vivía muy cerca. Ahora, Pat llevaba sola la escuela, y el reverendo Misner y Anna Flood se encargaban de los cursos de historia del pueblo negro y de las lecciones de mecanografía que se llevaban a cabo después de las clases. Las flores y las verduras que crecían a un lado del colegio eran una extensión del huerto situado delante de la casa de Pat.
Dovey giró a la izquierda para tomar St. Matthew Street. La luz de la luna brillaba sobre la valla blanca, torcida en su intento de contener crisantemos, dedaleras, girasoles, hemerocallis, y en cuya base, entre las tablas, asomaba la menta. El cielo nocturno, como una hermosa tapa, retenía el perfume cerca de la tierra haciéndolo más intenso, negándole la brisa sobre la que escapar.
Las batallas libradas con los jardines —ganadas, perdidas— ya habían pasado. Empezaron repentinamente en 1963, cuando tuvieron tiempo, y habían durado unos diez años. Las mujeres que rondaban la veintena cuando en 1950 se fundó Ruby, contemplaron durante trece años cómo iba creciendo una riqueza que sus sueños nunca habían previsto. Compraban papel higiénico suave, utilizaban bayetas en lugar de trapos, jabón especial para la cara o los pañales. En cada casa de Ruby los electrodomésticos bombeaban, zumbaban, aspiraban, ronroneaban, susurraban y fluían. Y había tiempo libre: quince minutos cuando ya no fue necesario vigilar el fuego de la cocina; una hora entera cuando ya no hubo que restregar las sábanas o los monos de trabajo sobre una tabla de lavar; diez minutos ganados porque ya no era necesario sacudir la alfombra ni planchar las cortinas; dos horas porque la comida duraba y, por lo tanto, se podía recoger o comprar en mayor cantidad. Sus maridos e hijos, entusiasmados y no menos orgullosos que ellas, tradujeron sus beneficios en Kelvinators y tractores John Deere; en Philco y Body by Fisher. La porcelana blanca que revestía las piezas de acero, las correas, válvulas y componentes de baquelita hacían que se sintiesen satisfechos. A las mujeres, el zumbido, el latido y el ronroneo les proporcionaba tiempo.
Los patios de tierra, cuidadosamente barridos y regados en Haven, en Ruby se convirtieron en espacios cubiertos de césped hasta que, finalmente, los jardines delanteros se llenaron de flores por el simple motivo de que había tiempo para atenderlas. La costumbre, el interés en cultivar plantas que no fueran para comer se extendió, así como el terreno dedicado a ellas. La práctica de intercambiar, compartir, un esqueje por aquí, una raíz por allá, un bulbo o dos, fue ocupando tanto espacio que los maridos se quejaron de lo que consideraban negligencia y de la escasa cosecha de rábanos o de lo cortas que eran las hileras de coles o remolachas. Las mujeres siguieron cultivando sus huertos en la parte trasera de la casa, pero, poco a poco, la producción fue transformándose, como las flores, en algo hecho por placer y no por necesidad. Los lirios, polemonios, rosas y peonías se llevaban cada vez más tiempo, suponían un silencioso alarde y requerían tanto espacio que mariposas desconocidas hasta entonces recorrían kilómetros para reproducirse en Ruby. Sus crisálidas colgaban secretamente bajo las acacias y, desde allí, se unían a los tonos de azul y de azufre que durante décadas se habían alimentado de alforfón y trébol. Las bandas rojas que libaban el zumaque competían con los cremas y blancos recién llegados que sentían debilidad por las balsaminas y las capuchinas. Las anaranjadas alas gigantes, cubiertas de encaje negro, se mantenían inmóviles en el aire sobre los pensamientos y las violetas. Igual que sucedía durante los años de rivalidad entre jardines, aquella fría noche de octubre las mariposas se habían ido, pero las consecuencias quedaban: jardines cargados; racimos y cadenas de huevos. Ocultos. Hasta la primavera.
Dovey subió por las escaleras tocando las estacas que se alineaban junto al camino. En el porche, vaciló por un instante y pensó en ir a ver a Soane, que se había marchado pronto de la reunión. Soane le preocupaba; parecía pasar por períodos de fragilidad que no tenían una relación directa con la muerte de sus hijos, que había ocurrido cinco años antes. Quizá Soane percibiera lo que Dovey hacía: el peso de tener dos maridos en lugar de uno. Dovey hizo una pausa, después cambió de opinión y abrió la puerta. O intentó hacerlo. Estaba cerrada con llave, otra vez. A Steward le había dado por ahí desde hacía un tiempo y la ponía furiosa: cerrar con llave la casa, como si también fuera un banco. Dovey estaba segura de que la suya era la única puerta cerrada con llave de todo Ruby. ¿De qué tenía miedo? Tanteó el plato situado bajo una maceta en que crecía una dracaena y cogió la llave maestra.
Antes de que sucediera por primera vez, hubo una señal, pero eso nunca se repitió. Ella había estado arriba, ordenando la pequeña casa de la hipoteca ejecutada, y se detuvo para mirar por la ventana de un dormitorio. Abajo, los árboles cargados de hojas estaban inmóviles como en un cuadro. Julio. Sin lluvia. Treinta y ocho grados. Sin embargo, una ventana abierta haría que la habitación, que llevaba cerrada un año, se ventilara. Le costó un poco —un tirón, un par de golpecitos—, pero consiguió abrirla del todo e inclinarse para comprobar qué quedaba del jardín. Los árboles ocultaban casi todo el jardín trasero, de modo que se estiró un poco para ver más allá. En ese momento, una mano poderosa se hundió en un saco gigante y lanzó puñados de pétalos al aire. O eso parecía. Mariposas. Un tembloroso camino de alas anaranjadas cruzó las verdes copas y después se desvaneció.
Más tarde, mientras estaba sentada en una mecedora bajo aquellos árboles, él pasó por allí. Nunca lo había visto, y no reconoció en sus rasgos a ninguna familia local. Al principio, pensó que era Menus, el hijo de Harper, que bebía y había sido propietario de la casa; pero aquel hombre caminaba deprisa y en línea recta, como si llegara tarde a una cita y atajara por el jardín. Tal vez oyera el leve crujido de la mecedora. Tal vez se preguntase si podía pasar por una propiedad privada. En cualquier caso, cuando dio media vuelta y la vio, sonrió y alzó la mano a modo de saludo.
—Buenas tardes —gritó ella.
Él cambió de dirección y se acercó al lugar donde ella estaba sentada.
—¿Es usted de por aquí?
—De aquí cerca —respondió él, sin mover los labios. Le hacía falta un buen corte de pelo.
—Acabo de ver unas mariposas, allá arriba —dijo Dovey, señalando con el dedo—. Del color de las naranjas, e igual de brillantes. Nunca había visto ese color. Cuando era pequeña lo llamábamos coral. Como el calabaza, pero más fuerte.
Mientras lo decía, se preguntaba de qué demonios estaba hablando, y habría intentado zanjar la conversación con algún tartamudeo cortés —probablemente, algo sobre el calor, el alivio que traería la noche— si él no hubiera parecido tan interesado en lo que estaba describiéndole. Sus pantalones de trabajo estaban limpios y recién planchados. La camisa era blanca, y la llevaba arremangada por encima de los codos. Los antebrazos, bien musculados, le hicieron reconsiderar la impresión de hombre subalimentado que le había producido su rostro.
—¿Ha visto alguna vez mariposas como ésas?
Él negó con la cabeza, pero, sin duda, la pregunta le pareció lo bastante seria como para acuclillarse delante de ella.
—No quiero retenerlo, pero es que… Dios mío, ha sido algo extraordinario.
Él sonrió con aire de comprenderla y miró hacia el lugar que ella había señalado. Se puso de pie, sacudiéndose la parte trasera del pantalón, aunque no se había sentado en la hierba, y dijo:
—¿Le importa que cruce por aquí?
—Claro que no, pase cuando quiera. Ahora no vive nadie. El antiguo propietario la perdió. Es bonita, ¿verdad? Estamos pensando en usarla de vez en cuando. Mi marido… —Sabía que estaba charlando más de lo que se consideraba correcto, pero él parecía escucharla atentamente y con interés. Al final, se calló, demasiado avergonzada por su tontedad para seguir, y repitió la invitación de que utilizara el atajo siempre que quisiera.
Nunca más volvió a ver las alas anaranjadas. Él, en cambio, sí volvió. Al cabo de un mes, aproximadamente, y a partir de entonces, cada uno o dos meses. A Dovey se le olvidaba preguntar a Steward, o a cualquier otro, quién podría ser. Los jóvenes eran cada vez más difíciles de identificar y cuando los amigos o parientes visitaban Ruby, no siempre asistían a las ceremonias religiosas y eran presentados a la congregación, como se hacía en otro tiempo. No podía preguntarle su edad, pero suponía que debía de ser unos veinte años más joven que ella, y quizás ése fuera el único motivo por el que mantenía sus visitas en secreto.
Lo cierto era que, cuando venía, ella hablaba de tonterías. De cosas que ignoraba que tuviera en la cabeza. Placeres, preocupaciones, temas que no tenían nada que ver con los asuntos serios del mundo. Y, sin embargo, él escuchaba atentamente todo lo que ella decía. Por una intuición que se sentía incapaz de explicar, sabía que en cuanto le preguntara cómo se llamaba él nunca volvería.
En una ocasión, ella le dio una rebanada de pan con compota de manzana, y él se la comió toda.
Cada vez con mayor frecuencia, encontraba razones para quedarse en St. Matthew Street. No lo esperaba ni lo buscaba, pero se alegraba de saber que había venido y vendría otra vez a charlar un rato, comer un poco, tomar algo de agua fresca en una tarde calurosa. Sólo temía que alguien más hablara de él, apareciese en su compañía o proclamara un derecho mayor sobre su amistad. Nadie lo hizo. Parecía ser sólo de ella.
De manera que, la noche de la discusión con los jóvenes en la iglesia del Monte Calvario, Dovey metió la llave en la casa, enfadada con Steward por hacer necesario ese gesto y agitada por el sesgo desagradable que había tomado la reunión. Deseaba sentarse con una taza de té caliente, leer unos pocos versos o algunos salmos, y poner en orden sus pensamientos sobre el asunto que estaba haciendo enfadar a todo el mundo, por si su Amigo pasaba por allí por la mañana. En el caso de que lo hiciese le preguntaría qué pensaba al respecto. Sin embargo, cambió de opinión sobre el té y la lectura y, tras rezar sus plegarias, se acostó en la cama, donde una pregunta sin respuesta le impidió dormir: si un hombre rico no renuncia a su riqueza, ¿puede ser un hombre bueno? También le preguntaría a su Amigo acerca de eso.
Ahora, por fin el jardín trasero era lo bastante agradable como para recibirlo. En su primera visita, era un desastre, estaba abandonado, lleno de basura —hogar de gatos, serpientes y pollos perdidos—, y su único encanto eran las alas color coral. Había tenido que encargarse ella sola. K. D. eludía el trabajo con excusas poco imaginativas. Y resultaba difícil hacer que los jóvenes se interesaran. Billie Delia solía ayudarla, lo cual era sorprendente, pues en todo lo demás los chicos dominaban su cerebro. Sin embargo, también le pasaba algo. Hacía tiempo que nadie la veía, y la madre de la chica, Pat Best, se negaba a responder cualquier pregunta. Dovey pensaba que debía de seguir enfadada por el trato que el pueblo había dado a su padre. Aunque Billie Delia no había asistido a la reunión, sí había estado presente en ella su actitud. Incluso de niña, con esa extraña piel sonrosada y su díscolo cabello castaño, ponía gesto de disgusto ante todo, excepto cuidar del jardín. Dovey la echaba de menos y se preguntaba qué pensaría Billie Delia de cambiar el mensaje del horno.
¿«Ten cuidado con el surco de Su ceño»? ¿«Sé el surco de Su ceño»? En su opinión, las palabras «surco de Su ceño» bastaban para cualquier edad o generación. Era fútil especificar su significado, establecido con certeza, remachar la idea. Ya se habían remachado bastante los clavos de la cruz, ¿a que sí? Se lo preguntaría a su Amigo. Y después se lo contaría a Soane. Entretanto, el ruido de lo que rascaba había cesado, y en la cúspide de su sueño supo que los guisantes en lata servirían igual.
Steward bajó la ventanilla y escupió. Con cuidado, para que el viento no se lo devolviera a la cara. Estaba indignado. «Ten manga ancha conmigo», ése era el lema que, en realidad, los tontos ésos querían poner en el horno. Como su sobrino, K. D., no tenían ni idea de lo que había costado construir aquel pueblo, de todo lo que estaban protegidos, de las humillaciones a las que no tenían que hacer frente. Mientras conducía —como siempre, en cuanto estuvo en la carretera comarcal, de camino al rancho, se puso a la máxima velocidad que permitía el coche—, Steward reflexionó sobre la diferencia entre «ten cuidado» y «sé», y a continuación se preguntó cómo lo había explicado Big Papa, su abuelo. A él, personalmente, le importaba un cuerno. La cuestión no era por qué debía o no debía cambiarse, sino qué ganaba el reverendo Misner al promover aquella idea. Escupió de nuevo, pensando en lo tonto que había resultado ser Misner. Tonto y, tal vez, incluso peligroso. Se preguntaba si esa generación —la de Misner y K. D.— tendría que ser sacrificada para llegar a la siguiente. Los nietos y biznietos que podrían ser formados, puestos a punto, igual que su padre y su abuelo habían hecho con la generación de Steward. Sin interrupción; sin tener manga ancha. Las expectativas eran muchas, y estaban a la altura. Nadie era más responsable de su conducta que aquellos hombres buenos. Recordó el relato de su hermano, Elder Morgan, acerca de lo que le sucedió en 1919 después de desembarcar en Hoboken, el puerto de Nueva Jersey, al volver de Liverpool. Mientras daba un paseo por la ciudad de Nueva York antes de coger el tren, vio a dos hombres que discutían con una mujer. Por el modo en que ésta vestía, contaba Elder, había deducido que se trataba de una prostituta callejera y, dado que despreciaba a las de su oficio, al principio sintió cierta afinidad con los hombres que gritaban. De repente, uno de éstos le dio un violento puñetazo en la cara a la mujer, que cayó al suelo. En ese mismo momento, la escena perdió sus colores cotidianos para convertirse en otra en blanco y negro. Elder contaba que la boca se le había quedado seca. Los dos hombres blancos se alejaron de la mujer negra, que quedó tendida en la acera inconsciente. Antes de que Elder pudiera pensar en nada, uno de los hombres cambió de opinión y volvió para darle a la mujer una patada en el estómago. Elder no cayó en la cuenta de que estaba corriendo hasta que se encontró allí y apartó al hombre. Llevaba diez meses corriendo y luchando, de modo que seguía acostumbrado a la violencia espontánea. Le dio un puñetazo al blanco en la mandíbula y siguió golpeándolo hasta que lo atacó el segundo hombre. No ganó nadie. Todos recibieron golpes. La mujer seguía tendida en el suelo cuando el corro que se había formado alrededor de ellos empezó a llamar a la policía a gritos. Asustado, Elder salió corriendo y pasó todo el viaje de regreso a Oklahoma con el abrigo puesto ante el temor de que un oficial viera en qué estado se encontraba su uniforme. Más tarde, cuando su esposa, Susannah, lo lavó, planchó y zurció, le dijo que descosiera las puntadas, dejara la solapa suelta, el cuello desgarrado, los botones colgando o ausentes. Era demasiado tarde para conservar las manchas de sangre, de manera que guardó el pañuelo ensangrentado en el bolsillo de los pantalones, junto con las dos medallas que había ganado. Nunca se le borró de la cabeza la imagen del puño del hombre blanco contra el rostro de la mujer de color. Al margen de lo que sintiera hacia la profesión de aquella mujer, pensó en ella, rezó por ella hasta el final de su vida. Susannah discutió una y otra vez, pero los hombres de la familia Morgan ganaron: Elder fue enterrado tal como quería, vestido con el uniforme y los rotos bien a la vista. No se había perdonado el haber salido corriendo, el que hubiese abandonado a la mujer, y no esperaba que Dios tuviera manga ancha con él, y estaba preparado para cuando le preguntase cómo había sucedido todo. A Steward le gustaba aquella historia, pero saber que estaba basada en la defensa de una prostituta y en los rezos por ella hacía que se sintiese incómodo. Aunque no simpatizaba con los hombres blancos, entendía su punto de vista, incluso podía sentir la adrenalina al imaginar que el puño agresor era el suyo.
Steward aparcó y entró en la casa. No deseaba meterse en ninguna cama si Dovey no estaba en ella, y una vez más intentó pensar en algún argumento para impedir que se quedara tan a menudo en el pueblo. Sería inútil; él no podía negarle nada. Encontró a los collies y se los llevó para ver si los peones habían hecho bien su trabajo. Eran hombres locales, a cuyas esposas y padres conocía, que asistían a la misma iglesia o a otra cercana y odiaban tanto como él la idea del «ten manga ancha conmigo». De nuevo lo invadió la amargura. Si hubiera tenido hijos, habrían sido excelentes ejemplos de rectitud y se habría reído del concepto de hombría que tenía Misner: impertinencias, cambio de nombres, como si la magia de las palabras guardase alguna relación con el valor que hacía falta para ser un hombre.
Tras atar a los perros, Steward descorrió el pestillo del establo. Le gustaba montar a Night hasta las cuatro de la mañana, hasta que salía el sol. Le gustaba vagar por los prados, donde todo estaba al aire libre. Montado en Night, descubría cada vez la maravilla de saber que en la propia tierra uno nunca podía perderse como Big Papa y Big Daddy, su abuelo y su padre, y los otros setenta y nueve, después de salir de Fairly, en Oklahoma. A pie y totalmente perdidos. Y furiosos. Pero sólo temían por el estado de los pies de sus hijos. En general, estaban sanos. Sin embargo, las mujeres embarazadas necesitaban descansar cada vez más a menudo. Celeste, la esposa de Drum Blackhorse; su abuela, a la que llamaban señorita Mindy; y Beck, su propia madre, estaban esperando un niño. Fue la vergüenza de ver cómo se negaba cobijo a la mujer, a la hermana o a la hija embarazada lo que los sacudió y los cambió para siempre. La humillación les produjo algo más intenso que el dolor: amenazó con rajarles los huesos.
Steward recordaba cada detalle de la historia que contaban su padre y su abuelo y no le costaba imaginar aquel sentimiento de vergüenza. Dovey, por ejemplo, antes de cada uno de los abonos, con la mano sobre los riñones, los ojos entornados, mirando hacia dentro, mirando siempre hacia la criatura que tenía dentro. ¿Cómo se habría sentido si unos hombres pomposos vestidos con cuello duro y zapatos de calidad le hubieran dicho «Lárgate de aquí», y él, Steward, no hubiera podido hacer nada? Incluso ahora, en 1973, mientras recorría a caballo sus propias tierras y el viento agitaba las crines de Night, al pensar en semejante indefensión le daban ganas de pegarle un tiro a alguien. Setenta y nueve. Con todas sus pertenencias a la espalda o sobre la cabeza. Los jóvenes se turnaban en el uso de los zapatos. Sólo paraban para aliviar sus necesidades básicas, dormir y comer basura. Basura y carne hervida, basura y pastel de carne, basura y algo de caza, basura y diente de león. Mientras soñaban con tener techo, pescado, arroz, fruta en almíbar. Vestidos con andrajos, soñaban con ropas limpias con botones, camisas con las dos mangas. Caminaban en línea: Drum y Thomas Blackhorse en cabeza; Big Papa, cojo ya, a la cola, llevado sobre un tablón. Después de Fairly, no supieron hacia dónde ir y no querían conocer a nadie que se lo dijera o tuviese otros planes para ellos. Se mantenían alejados de las pistas para carromatos, intentaban seguir los pinares y los arroyos, y se dirigían hacia el noroeste sólo porque les parecía que así se alejaban más de Fairly.
A la tercera noche, Big Papa despertó a su hijo, Rector, e hizo que se levantara. Cojeando pesadamente sobre dos bastones, se alejó mucho del lugar donde habían acampado y susurró: «Tú, sígueme».
Rector volvió para coger el sombrero y siguió los pasos lentos y dolorosos de su padre. Pensó, alarmado, que el viejo iba a intentar encontrar una población en plena noche, o llamar a una de las granjas donde las oscuras casas hechas con tepes se acurrucaban junto algún montículo. Pero Big Papa lo llevó hacia el interior del pinar, donde el olor a resina, al principio agradable, pronto le dio dolor de cabeza. El brillo de las estrellas en el cielo encogía la luna hasta convertirla en una pluma suspendida en el aire. Big Papa se detuvo y con un gruñido de esfuerzo, se arrodilló.
—Padre —dijo—, aquí está Zechariah.
Después, tras unos segundos de total silencio, se puso a canturrear los sonidos más dulces y tristes que Rector había oído en su vida. Rector se arrodilló junto a Big Papa, que permaneció así durante toda la noche. No se atrevía a tocar al anciano ni a interferir en la oración que canturreaba, pero el dolor que sentía en las rodillas se hizo insoportable y tuvo que ponerse en cuclillas para aliviarlo. Al cabo de un rato se sentó por completo, con el sombrero en la mano, la cabeza inclinada, intentando escuchar, permanecer despierto, entender. Finalmente, se tendió boca arriba y contempló el paso de las estrellas por encima de los árboles. La desgarradora música lo absorbía y se sentía suspendido sobre la tierra. Más tarde, juraba que no se había dormido. Que había pasado toda la noche escuchando y mirando. Rodeado por los pinos, sentía, más que veía, cómo el cielo empezaba a desvanecerse en el horizonte. Entonces fue cuando oyó los pasos, fuertes como los de un gigante. Big Papa, que no había movido un músculo ni había dejado de cantar, calló al instante. Rector se sentó y miró alrededor. Los pasos eran atronadores, pero no atinaba a saber de dónde procedían. A medida que la franja de luz se hacía más ancha, fue distinguiendo las siluetas de tres troncos.
Lo vieron al mismo tiempo. Un hombre menudo, que parecía demasiado pequeño para el sonido de sus pasos. Se alejaba de ellos. Vestido con un traje negro, la chaqueta sobre el hombro, colgada en el índice de la mano derecha. Su camisa blanca brillaba entre los anchos tirantes. Sin la ayuda del bastón y sin un gruñido, Big Papa se puso de pie. Contemplaron juntos al hombre que se alejaba de la zona más pálida del cielo. En una ocasión, se detuvo para volver la mirada hacia ellos, pero no consiguieron ver los rasgos de su cara. Cuando empezó a andar de nuevo, advirtieron que llevaba una cartera de colegial en la mano izquierda.
—Corre —le indicó Big Papa—, reúne a la gente.
—No puede quedarse solo, padre —dijo Rector.
—¡Corre!
Y Rector lo hizo.
Cuando todos estuvieron en pie, Rector los condujo al lugar donde él y Big Papa habían pasado la noche. Lo encontraron allí mismo, más derecho que los pinos y de espaldas al sol naciente; sus bastones estaban en el suelo, a cierta distancia de él. Del hombre no había ni rastro, pero la paz que reflejaba el rostro de Zechariah se extendió a sus espíritus, calmándolos.
—Él está con nosotros —anunció Zechariah—. Él nos marca el camino.
A partir de aquel momento, el viaje tuvo un objetivo indiscutido. De vez en cuando, el caminante reaparecía: junto al lecho de un río, en la cima de una colina, apoyado contra una formación rocosa. Sólo en una ocasión alguien se atrevió a preguntar a Big Papa cuánto duraría el viaje.
—Este tiempo es de Dios —contestó—. Uno no puede empezarlo ni detenerlo. Y otra cosa: él no hará tu trabajo por ti, así que camina deprisa.
Si los fuertes pasos continuaron, ellos no los oyeron. Sólo Zechariah y, en alguna ocasión, un niño vieron nuevamente al caminante. Rector nunca volvió a verlo, hasta el final. Hasta veintinueve días más tarde. Después de que los ahuyentaran a tiros, de que unas mujeres negras les ofrecieran comida en un campo, de que dos vaqueros les robaran sus rifles —nada de lo cual alteró su paso decidido—, Rector y su padre lo vieron.
Ya era septiembre. Otros viajeros habrían dudado antes de adentrarse en el territorio indio sin un destino concreto y con el invierno en camino. No obstante, si se sentían inquietos, no se notaba. Rector estaba tendido sobre la alta hierba, junto a una tosca trampa —esperaba que cayese en ella un conejo, una marmota o, incluso, una ardilla de tierra— cuando, justo delante, a través de un hueco en la hierba, vio al caminante de pie, mirando alrededor. Después el hombre se acuclilló, abrió su mochila y se puso a hurgar en su interior. Rector lo miró durante un rato, después se deslizó hacia atrás, entre la hierba, antes de ponerse de pie de un brinco y correr de regreso al campamento, donde Big Papa estaba terminando de tomar un desayuno frío. Rector describió lo que había visto y los dos se dirigieron hacia el lugar donde estaba la trampa. El caminante todavía se encontraba allí, sacando cosas de la mochila y volviendo a guardar algunas de ellas. Mientras lo observaban, el hombre empezó a desvanecerse. Cuando se hubo disuelto por completo, oyeron de nuevo los pasos, que resonaban en una dirección indeterminada: detrás, a la izquierda, ahora a la derecha. ¿O era por encima? Después, de repente, se hizo el silencio. Rector se arrastró hacia delante; Big Papa también se arrastraba para ver lo que el caminante había dejado atrás. No habían avanzado dos metros cuando oyeron un ruido de pelea en la hierba. En la trampa, sin ayuda de cuerda o de mano, había una pintada. Se trataba de un macho, cuyo plumaje golpeaba contra el aro. Tras mirarse, la dejaron allí y se dirigieron hacia el lugar donde creían que encontrarían los objetos que había sacado de su mochila. No había nada a la vista. Sólo una depresión en la hierba. Big Papa se inclinó para tocarla. Apoyó la mano con fuerza sobre la hierba aplastada y cerró los ojos.
—Aquí —dijo—. Éste es nuestro sitio.
Naturalmente, no lo era, al menos por el momento. Pertenecía a una familia de indios reconocidos por el estado, y tenerla les costó un año y cuatro meses de negociaciones, de ofrecer su trabajo a cambio de la tierra.
Puesto que venían de una zona de vegetación exuberante, aquel espacio desmesurado en que la hierba les llegaba hasta las caderas podría haber hecho que se sintieran pequeños al ver más cielo que tierra. Para los Viejos Padres aquello era un símbolo de lujo: una amplitud de alma y de talla que suponía libertad sin fronteras y sin profundos bosques amenazadores en los que pudieran esconderse los enemigos. Allí, la libertad no era una diversión, como una feria o un baile que se celebra una vez al año, ni las sobras de la mesa de los que tenían derechos auténticos. Allí, la libertad era una prueba a la que el mundo natural los sometía y que un hombre debía superar a diario. Y si superaba suficientes pruebas durante el tiempo suficiente, era rey.
Quizá Zechariah ya no quisiera comer más conejo asado o carne de búfalo fría. Quizá, después de que los blancos los hicieran huir y los de color les negaran tierra para trabajar, quisiera establecerse de manera permanente en aquella tierra abierta, tan distinta de Luisiana. En cualquier caso, cuando instalaron viviendas temporales —cobertizos, refugios subterráneos— y transportaron madera en un carro tirado por dos caballos que los indios les habían prestado, Zechariah apremió a algunos de los hombres para que construyeran un horno para cocinar. Estaban orgullosos de que ninguna de sus mujeres hubiera trabajado nunca en la cocina de un hombre blanco ni hubiese alimentado a un niño blanco. Aunque el trabajo del campo era más duro y no tenía la menor consideración social, creían que la violación de las mujeres que trabajaban en las cocinas de los blancos era, si no segura, por lo menos una posibilidad bien cierta, y ambas ideas les resultaban insoportables. De manera que cambiaron ese peligro por la relativa seguridad de un trabajo brutal. Fue eso lo que hizo que la idea de una «cocina» comunitaria resultase tan atractiva. Eran extraordinarios. Habían servido, cosechado, arado y comerciado en Luisiana desde 1755, cuando este estado incluía el actual de Misisipí; cuando lo fragmentaron, colaboraron en el gobierno de los nuevos estados entre 1868 y 1875, y a partir de entonces quedaron reducidos a mano de obra. Durante más de doscientos años habían conservado el fruto de sus entrañas. No se habían negado nada mutuamente, no se habían inclinado ante nadie, sólo se habían arrodillado ante su Creador. Ahora, al recordar su vida y su obra, Steward se sentía más tranquilo, su determinación se fortalecía. ¿Qué pensarían Big Papa o Drum Blackhorse o Juvenal DuPres de aquellos cachorros que querían cambiar palabras de hierro batido?
El sol aún tardaría en salir y Steward no podía seguir cabalgando, de manera que hizo que Night girase en redondo y se dirigiera hacia la casa mientras él se preguntaba qué podría decir o hacer para impedir que Dovey pasara las noches en la ciudad. Era imposible dormir sin la fragancia de su cabello al lado.
En ese mismo momento, antes de que llegara la luz del amanecer, Soane estaba de pie en la cocina de la casa más grande de Ruby, susurrando a la oscuridad que se extendía al otro lado de su ventana.
—Cuidado, codornices. Deek quiere cazaros. Y, cuando vuelva, arrojará un morral lleno de vosotras a mi suelo limpio y dirá algo así como: «Aquí tienes la cena». Orgulloso. Como si me diera un regalo. Como si estuvierais desplumadas, limpias y guisadas.
Dado que la cocina estaba inundada de la luz de los fluorescentes recién instalados, Soane no podía ver en la oscuridad del exterior mientras esperaba a que hirviese el agua de la tetera. Quería que la infusión tonificante reposara adecuadamente antes de que su marido estuviese de regreso. Sostenía con la punta de los dedos uno de los preparados de Connie, un saquito doblado dentro de un paquete de papel encerado. Su contenido simbolizaba la segunda vez que Connie la había salvado. La primera había sido un error terrible. Tremendo. No, un error no: un pecado.
Le pareció que era medianoche cuando Deek salió de la cama y se puso ropa de caza. Pero cuando él bajó por las escaleras en calcetines, ella miró el reloj luminoso: las tres y media. Dos horas más de sueño, pensó; sin embargo, cuando se levantó eran las seis de la mañana, y tuvo que darse prisa. Preparar el desayuno, sacar la ropa de trabajo de Deek. No obstante, antes de todo eso, su tónico; ahora lo necesitaba más que nunca, porque el aire volvía a estar enrarecido. Había empezado a hacerse más tenue, como si estuviera gastado, dos semanas después de que mataran a Scout, antes de que enviaran su cadáver, cuando les comunicaron que Easter también había muerto. Eran niños. Uno diecinueve, otro veintiuno. Qué orgullosa y feliz estaba ella cuando se alistaron; los había animado a que lo hicieran. Su padre había estado en el ejército en los años cuarenta. Sus tíos también. Jeff Fleetwood ya había regresado de Vietnam, y tan entero como al marcharse. También Menus Jury había vuelto vivo, aunque parecía un poco alterado. Como una idiota, había creído que sus hijos estarían seguros. Más seguros que en cualquier otro lugar de Oklahoma que no fuera Ruby. Más seguros en el ejército que en Chicago, adonde Easter quería ir. Más seguros que en Birmingham, que en Montgomery, en Selma, en Watts. Más seguros que en Money, Misisipí, en 1955, y en Jackson, Misisipí, en 1963. Más seguros que en Newark, Detroit, que en Washington, D. C. Ella creía que la guerra era más segura que cualquier ciudad de Estados Unidos. Ahora, tenía cuatro cartas sin abrir enviadas en 1968 y entregadas en la oficina de correos de Demby cuatro días después de que enterrara al último de sus hijos. Nunca había sido capaz de abrirlas. En 1968 estuvieron en casa con permiso para el día de Acción de Gracias. Habían pasado siete meses del asesinato de King, y Soane lloró como una Magdalena al verlos vivos. Sus chicos de bonita piel oscura, a los que nadie había disparado, linchado, molestado, encarcelado. «¡Mis ruegos han sido oídos!», gritó cuando bajaron del coche. Fue la última vez que los vio sanos y salvos. Connie le había vendido suficientes pacanas peladas para hacer dos pasteles de Acción de Gracias. Aquel día, había una chica con el coche estropeado y, aunque Soane la acompañó a comprar la gasolina que necesitaba para ir a donde se dirigía, la chica se había quedado. Aunque debió de marcharse a algún sitio antes de que la madre muriera, de lo contrario Connie no habría tenido que encender una hoguera en el campo. Nadie se habría enterado si no hubiera sido por la columna de humo negro. Anna Flood la vio, se acercó con el coche y trajo la noticia.
Soane tuvo que darse prisa, hablar con Roger, ir al banco para telefonear a unos desconocidos del norte, recoger comida de las mujeres del vecindario y guisar algunas cosas. Ella, Dovey y Anna lo llevaron todo, aunque sabían que sólo estarían ellas para comérsela. Deprisa, deprisa, porque el cadáver tenía que enviarse al norte. En hielo. Connie parecía rara, destrozada, y Soane la añadió a la lista de personas que le inquietaban. Junto con K. D., por ejemplo. Y Arnette. Y Sweetie. Y ahora se preocupaba por el horno. Según decía la gente, alrededor de él se reunían unos pocos jóvenes para beber cerveza de 3,2 grados de alcohol y habían dicho a los niños que gustaban de jugar por la zona que se marcharan a casa, o eso decían sus madres. Después, unas pocas chicas (que, según Soane, necesitaban un par de bofetadas), habían encontrado pretextos para quedarse allí. Como solían hacer Arnette y Billie Delia.
La gente decía que aquellos jóvenes necesitaban algo que hacer, pero Soane, que sabía que había mucho por hacer, no creía que fuera eso. Algo estaba sucediendo. Además de lo del puño, negro como el azabache, con las uñas rojas, pintado en la pared posterior del horno. Nadie se declaró autor, pero más sorprendente aún que esa ausencia de reconocimiento fue la negativa a quitarlo. Los chicos que estaban por ahí holgazaneando dijeron que no, que no lo habían hecho ellos, y que no, que no querían quitarlo. Aunque al final Kate Golightly y Anna Flood lo hicieron desaparecer con Brillo, disolvente y un cubo de agua caliente con jabón, durante cinco días los dirigentes del pueblo, furiosos, prohibieron a todo el mundo, excepto a los chicos, que lo borraran. El puño de dedos doblados, con las puntas rojas y colocado de lado, no hacia arriba, dolió más que un golpe y duró más tiempo. Produjo un dolor persistente, odioso, que la limpieza llevada a cabo por Kate y Anna no logró borrar. Soane no podía entenderlo. No había blancos (moralizantes o malévolos) que los irritaran, que hiciesen que ensuciaran el horno y desafiasen a los adultos. Lo cierto era que los ciudadanos del lugar prosperaban, hacía más de una década que tenían una buena racha: buenos dólares a cambio del ganado, del trigo; se habían vendido los derechos de explotación del gas, se habían producido compras como consecuencia del petróleo y la correspondiente especulación. Sin embargo, durante la guerra, mientras Ruby prosperaba la rabia castigaba otras zonas como una enfermedad. Tiempos funestos, decía el reverendo Pulliam desde el púlpito de la Nueva Sión. Los últimos días, decía el pastor Cary en el Santo Redentor. No se dijo nada en la iglesia del Calvario porque la congregación todavía estaba esperando al nuevo predicador, que por fin llegó en 1970, con buenas noticias: «Venceré a tus enemigos ante tus ojos», dijo el Señor, Señor, Señor.
Eso había sido tres años antes. Ahora estaban en 1973. Su niña —¿era niña?— tendría diecinueve años si Soane no hubiera ido al convento a buscar la ayuda que el pecado siempre necesitaba. Poco tiempo después, mientras estaba junto al tendedero luchando contra el viento para tender las sábanas, Soane levantó la vista y descubrió a una señora en el patio. Llevaba un vestido de lana marrón, un gorrito de lino blanco anticuado y un cesto grande, y sonreía. Cuando la señora la saludó con la mano, Soane devolvió el saludo lo mejor que pudo, con la boca llena de pinzas, confiando en que un movimiento de la cabeza fuera suficiente. La señora dio media vuelta y se marchó. Soane advirtió dos cosas: el cesto estaba vacío, pero ella lo llevaba con las dos manos, como si estuviese lleno, lo cual, ahora lo sabía, era una señal de lo que iba a venir: un vacío que la aplastaría, una ausencia demasiado pesada. Y sabía quién había enviado a la señora para decírselo.
El siseo del vapor interrumpió su retahíla de lamentaciones. Soane echó agua caliente en una taza, sobre la bolsita de gasa. Puso un plato sobre la taza y dejó que el medicamento reposara.
Quizá deberían volver a hacer las cosas igual que cuando sus niños eran pequeños, cuando todo el mundo estaba demasiado ocupado construyendo, almacenando, cosechando, como para pelearse o tener malos pensamientos. Tal como eran las cosas antes de que se terminara la iglesia del Calvario. Cuando se bautizaba con agua potable. Hermosos bautismos, conmovedores, llenos de acordes mayores, lágrimas y la emoción de la salvación. El pastor sostenía a las niñas en sus brazos y las sumergía una por una en el agua recién bendecida, sin soltarlas. Conteniendo la respiración, los demás miraban. Conteniendo la respiración, las niñas salían, una por una. Sus ropas mojadas, blancas, se hinchaban en el agua iluminada por el sol. Con el pelo y el rostro chorreando, miraban el cielo antes de agachar la cabeza para oír la orden: «Ahora, vete». Y, después, la tranquilizadora frase: «Hija mía, estás salvada». La nota más suave vibraba, resonaba al chocar con el agua; otras notas procedentes de otras gargantas salían y se elevaban con la primera. Tres pájaros, ahora callados, intentaban aprender. Entonces, lentamente, cogidas de la mano, la cabeza apoyada en un hombro consolador, las benditas y salvadas caminaban por el agua hasta la orilla y se dirigían hacia el horno. Para secarse, abrazarse, felicitarse mutuamente.
Ahora, el Calvario contaba con una piscina interior; Nueva Sión y el Santo Redentor tenían pilas especiales para derramar un poco de agua sobre la cabeza erguida.
Aparte de los bautismos, el horno carecía de cualquier valor real. Lo que se necesitaba en los primeros días de Haven nunca había sido necesario en Ruby. Los camiones en que llegaron también traían cocinas. La carne que comían cloqueaba en el patio, o caía bajo el peso de una maza, o chillaba a través de un tajo en el cuello. A diferencia de lo que sucedía al principio en Haven, cuando se fundó Ruby la caza sólo era un juego. Las mujeres asintieron cuando los hombres desmontaron el horno, lo embalaron, lo trasladaron y volvieron a montarlo. En privado, sin embargo, lamentaban el espacio del camión que se le había destinado, donde podría haber más sacos de semillas, algún cochinillo o incluso la cuna de un niño. Lamentaban también las horas malgastadas en montarlo, horas que podrían haberse dedicado a colocar antes la puerta del retrete. Si la placa era tan importante —y, a juzgar por la parte de la reunión que había presenciado, Soane suponía que lo era—, ¿por qué no se habían limitado a llevársela suelta y dejar los ladrillos allí donde habían estado durante cincuenta años?
Oh, qué bien se lo pasaron los hombres montándolo de nuevo; qué orgullosos se sintieron, con qué dedicación se entregaron a ello. No era mala idea, pero la habían llevado demasiado lejos. Un objeto funcional se había convertido en un santuario (el Levítico prevenía contra eso) y, como cualquier cosa que ofendía al Señor, destruía su propia esencia. Nadie mejor para advertirlo que los jóvenes caprichosos que lo habían transformado en otro tipo de horno. Un horno donde la carne que se calentaba era humana.
Cuando Royal y los otros dos, Descry y una de las hijas de Pious DuPres, solicitaron que se celebrara una reunión, rápidamente se les dijo que sí. Hacía años que nadie solicitaba una reunión de la población al completo. Todos, incluida Soane y Dovey, pensaron que los jóvenes empezarían por pedir disculpas por su conducta y después prometerían limpiar el lugar y conservarlo en condiciones. En lugar de ello, llegaron con un plan propio. Un plan que completaba lo que habían empezado los primeros. Royal, al que llamaban Roy, subió al estrado y, sin llevar ninguna nota con él, pronunció un discurso perfecto en todos los sentidos, aunque ininteligible. Nadie sabía de qué estaba hablando y los fragmentos comprensibles eran rematadamente disparatados. Dijo que estaban pasados de moda, que las cosas habían cambiado en todas partes menos en Ruby. Quería dar un nombre al horno, reunirse allí para hablar de lo hermosos que eran mientras se adjudicaban nombres feos. Como si no fueran americanos. Como si fueran africanos. Todo lo que Soane sabía acerca de África se limitaba a los setenta y cinco centavos que daba a la colecta de las misiones. Sentía el mismo interés por los africanos que éstos por ella, ninguno; pero Roy hablaba de ellos como si fueran vecinos o, peor aún, parte de la familia. Y hablaba de los blancos como si acabara de descubrirlos y pareciese creer que lo que había aprendido era una noticia de última hora.
Con todo, había algo más en su discurso. No se trataba de un argumento sobre el que pudiera estarse de acuerdo o en desacuerdo, sino de una especie de acusación velada. Contra los blancos, efectivamente, pero también contra ellos: la gente del pueblo que escuchaba, sus propios padres, abuelos, los mayores de Ruby. Como si hubiera un modo nuevo y más viril de tratar a los blancos. No como habían hecho los Blackhorse o los Morgan, sino un modo africano, lleno de palabras nuevas, combinaciones de color nuevas y nuevos cortes de pelo.
Sugerían que eludir a los blancos era una cobardía. Había que enfrentarse abiertamente, porque la vieja manera de relacionarse con ellos era lenta, estaba limitada a unos pocos y resultaba débil. Esta última acusación hizo que a Deek se le hinchara el cuello y que, en un día laborable, saliera a volarle el cerebro a las codornices para evitar que le estallara el suyo.
Estaba a punto de llegar con un morral lleno y, más tarde, ella le serviría una fuente llena de medias codornices tiernas y doradas. Mientras el contenido de su taza reposaba, Soane se preguntaba si poner arroz o boniatos. Cuando bebía la última gota, la puerta trasera se abrió.
—¿Qué es eso?
Le gustaba cómo olía. A viento húmedo y hierba.
—Nada.
Deek arrojó el morral al suelo.
—Entonces, dame un poco.
—Vamos, Deek. ¿Cuántas?
—Doce. Dale seis a Sargeant. —Deek se sentó y, antes de quitarse la chaqueta, se desató las botas—. Tienes para dos cenas.
—¿K. D. ha ido contigo?
—No. ¿Por qué? —Deek gruñó a causa del esfuerzo de quitarse las botas.
Soane recogió las botas y las puso en el porche trasero.
—Últimamente, es difícil encontrarlo. Supongo que estará ocupado con algo.
—¿Me sirves café? ¿Con qué?
Soane olfateó el aire oscuro, comprobando su densidad.
—No lo sé exactamente, pero lleva zapatos de suela delgada.
—Supongo que andará detrás de algunas faldas. ¿Te acuerdas de la chica que se arrastró por la ciudad hace un tiempo y se quedó en ese convento?
Soane se volvió hacia él, con la lata de café apretada contra el pecho, mientras abría la tapa.
—¿Por qué dices «se arrastró»? ¿Por qué tienes que decir «arrastró» de esta manera? ¿Tú la viste?
—No, pero otros, sí.
—¿Y?
Deek bostezó.
—Y nada. Café, mujer. Café, café.
—Entonces, no digas que «se arrastró».
—De acuerdo. No se arrastró. —Deek rió y dejó caer la ropa de abrigo al suelo—. Llegó flotando.
—¿Qué le pasa al armario, Deek? —Soane miró los pantalones impermeables, la chaqueta negra y roja, la camisa de franela—. ¿Y qué se supone que significa eso?
—He oído que llevaba unos tacones de quince centímetros.
—Mentira.
—Y que volaba.
—Bien. Si todavía está en el convento, debe de ser buena chica.
Deek se dio un masaje en los dedos de los pies.
—Eres parcial con las mujeres de ese sitio. Yo, en tu lugar, me andaría con cuidado. ¿Cuántas hay? ¿Cuatro?
—Tres. La señora mayor murió, ¿no te acuerdas?
Deek la miró, después apartó la vista.
—¿Qué señora mayor?
—La reverenda madre, quién sino.
—Ah, claro. Sí. —Deek siguió dándose un masaje en los pies para reactivar la circulación. Al cabo de un momento, se echó a reír—. La primera vez que Roger pudo usar su gran camioneta nueva.
—Ambulancia —lo corrigió Soane al tiempo que recogía la ropa.
—Al día siguiente, me pagó tres plazos. Espero que pueda pagar el resto. No hay suficientes enfermos ni muertos por aquí para justificar el cochecito enorme que se ha comprado.
Empezaba a oler a café y Deek se frotó las manos.
—¿Le van mal las cosas? —preguntó Soane.
—Todavía no, pero, puesto que sus beneficios dependen de los enfermos y los muertos, pronto se arruinará.
—¡Deek!
—No pudo hacer nada por mis chicos. Enterrados en un saco como crías de gato.
—¡Tuvieron unos ataúdes preciosos! ¡Preciosos!
—Sí, pero dentro…
—Basta, Deek. Basta ya. —Soane se llevó la mano a la garganta.
—Espero que salga adelante. Si me voy antes que él, claro. En ese caso, bueno, ya sabes lo que tienes que hacer. Aunque no me imagino por nada del mundo en esa camioneta, pero quiero un ataúd de primera, para que él también obtenga algún beneficio. Ahora es Fleet quien tiene problemas. —Se acercó al fregadero y se enjabonó las manos.
—No es la primea vez que lo dices, ¿por qué?
—Las ventas por correo.
—¿Qué es eso? —Soane echó café en la gran taza azul que prefería su marido.
—Todas vosotras vais a Demby, ¿verdad? Cuando queréis un tostador o una plancha eléctrica, lo pedís por catálogo y vais a buscarlo. Y eso, ¿en qué situación lo deja a él?
—Fleet nunca tiene gran cosa. Y lo que tiene, lleva mucho tiempo en la tienda. La butaca del escaparate se ha desteñido hasta cambiar de color.
—Ése es el motivo —dijo Deek—, si no puede vender la mercadería vieja, no puede comprar nueva.
—Antes no le iba mal.
Deek derramó un poco de café en el plato.
—Hace diez años. Cinco. —El charco oscuro tembló bajo su aliento—. Los chicos venían del Vietnam, se casaban, se instalaban. Dinero de la guerra. Las granjas iban bien, a todo el mundo le iba bien. —Sorbió el borde del platillo y suspiró con placer—. Ahora, bien…
—No lo entiendo.
—Yo sí. —Deek le dirigió una sonrisa—. No hace falta que lo entiendas.
Ella no había querido decir que no entendiera de qué le estaba hablando. Quería decir que no entendía por qué no se preocupaba lo bastante por los problemas monetarios de sus amigos como para ayudarlos. Por qué, por ejemplo, Menus no había podido quedarse con la casa que había comprado. Pero Soane no intentó explicárselo; se limitó a mirar atentamente su cara. Tersa, todavía hermosa tras veintiséis años y, ahora, resplandeciente de satisfacción. El haber disparado bien aquella mañana lo había tranquilizado y devolvía las cosas al lugar donde debían estar. El café tenía el color y la temperatura adecuados. Y más tarde, ese mismo día, las codornices sin cerebro se fundirían en su boca.
Siempre que el tiempo lo permitía, Deacon Morgan cogía su brillante sedán negro para recorrer poco más de un kilómetro. Desde su casa, situada en St. John Street, giraba en la esquina hacia Central Avenue, dejaba atrás las calles Luke, Mark y Matthew, y aparcaba pulcramente delante del banco. La tontería que suponía ir en coche a un lugar donde podía ir andando en menos tiempo del que tardaba en fumarse un puro quedaba compensada, bajo su punto de vista, por la importancia del gesto. El coche era grande y todo lo que hiciese en él era digno de comentario: cómo lo lavaba y enceraba él mismo, sin permitir que lo tocara K. D. ni ningún joven con iniciativa; cómo mascaba los cigarros en él, sin encenderlos; cómo nunca se apoyaba en él, pero si uno sostenía una conversación cerca del coche, se dedicaba a pasar los dedos por la capota para quitar motas de polvo que sólo él veía y frotar manchas invisibles con el pañuelo. Se reía con sus amigos de su vanidad, porque sabía que la gracia que les hacía esa debilidad iba pareja con el respeto que les inspiraba el modo mágico en que él y su gemelo acumulaban dinero. Su sabiduría profética. Su memoria, que abarcaba toda clase de recuerdos, el más poderoso de los cuales era uno de los primeros.
Recordaba que, cuarenta y dos años antes, había luchado por tener un poco de espacio en la ventanilla trasera del Ford T de su padre, Big Daddy Morgan, para decir adiós con la mano a su madre y a su hermanita, Ruby. El resto de la familia —papá, el tío Pryor, su hermano mayor, Elder, y Steward, su gemelo— estaba apretujado entre dos grandes cestas de comida. El viaje que iban a emprender duraría días, quizá dos semanas. El Segundo Gran Viaje, había dicho su padre. El Último Gran Viaje, añadió entre risas el tío Pryor.
El primero había sido en 1910, antes de que nacieran los gemelos, mientras Haven todavía luchaba por sobrevivir. Big Daddy Llevó a su hermano Pryor y a su primogénito, Elder, por todo el estado, e incluso más allá, para examinar, repasar y juzgar otras ciudades habitadas por gente de color. Tenían intención de visitar dos fuera de Oklahoma y cinco dentro: Boley, Langston City, Rentiesville, Taft, Clearview, Mound Bayou y Nicodemus. Al final, sólo llegaron a cuatro. Big Daddy, el tío Pryor y Elder hablaron sin cesar de ese viaje, del modo en que habían hablado de igual a igual con predicadores, farmacéuticos, tenderos, doctores, directores de periódico, maestros de escuela, banqueros. Conversaron acerca de la malaria, el proyecto de ley sobre la bebida, la amenaza de los inmigrantes blancos, los problemas con los indios creek liberados, la honradez de los tenderos que cobraban precios abusivos, la utilidad del estudio de la Biblia, la necesidad de recibir una formación técnica, las consecuencias de que un territorio tuviera la categoría de estado, las tiendas de los indios y la violencia de los blancos, tanto fortuita como organizada, que giraba alrededor de ellos. Se detuvieron junto a los campos de maíz, caminaron entre hileras de algodón. Visitaron imprentas y aserraderos; precisaron clases de dicción y ceremonias religiosas; observaron métodos de irrigación y sistemas de almacenamiento. Sobre todo, miraron tierras, casas, carreteras.
Once años más tarde Tulsa estaba destruida y habían desaparecido varias de las ciudades que Big Daddy, Pryor y Elder habían visitado. Pero en 1932, contra todos los contratiempos, Haven prosperaba. La crisis de 1929 no la había afectado: los ahorros personales eran importantes, el banco de Big Daddy Morgan no había corrido riesgos (en parte, porque los banqueros blancos no habían permitido que se integrara en su sistema, y en parte también porque las acciones suscritas habían estado bien protegidas) y las familias lo compartían todo y garantizaban que todo el mundo tuviera lo suficiente. ¿Qué se echaba a perder la cosecha de algodón? Los cultivadores de sorgo repartían sus beneficios con los del algodón. ¿Que ardía una cabaña? Los leñadores se aseguraban de que unos cuantos troncos cayeran «accidentalmente» de los carros en determinados lugares para que, esa misma noche, alguien los recogiera. ¿Qué los cerdos hozaban en el huerto del vecino? Todo el mundo Le ofrecía algo y se le aseguraba un jamón el día de la matanza. Antes de que quien se había herido la mano cortando leña hubiera tenido tiempo de cambiarse el vendaje, una fila de troncos cortados aparecía delante de su casa. Después de que el mundo los rechazara en 1890 en su viaje a Oklahoma, los residentes de Haven no se negaban nada los unos a los otros y permanecían atentos a cualquier necesidad o estado de escasez.
Los Morgan no reconocían que se alegraran del fracaso de algunas de estas ciudades habitadas por gente de color, aunque llevaban el rechazo de 1890 como una bala en la cabeza. Se limitaban a comentar el misterio de la justicia de Dios y decidieron llevar a los jóvenes gemelos a hacer otro viaje para verlo por sí mismos.
Lo que vieron fue, en ocasiones, triste; en otras, no vieron nada. Y Deek se acordaba de todo. Poblaciones que parecían barrios de esclavos, trasladadas a otro lugar. Ciudades embriagadas por la riqueza. Otras poblaciones que simulaban dormir mientras escondían su dinero, certificados y escrituras en casas sin pintar y calles sin asfaltar.
En una de las poblaciones prósperas, Steward y él observaron a diecinueve mujeres negras colocarse en los escalones del ayuntamiento. Llevaban trajes de verano de telas delicadas y suaves como no habían visto nunca. La mayoría eran de color blanco, pero había dos de color amarillo limón y uno de color salmón. Llevaban sombreritos pálidos de color beige, rosa viejo, azul pastel, que hacían resaltar los ojos grandes y brillantes de sus portadoras. Las cinturas no eran mucho más anchas que sus cuellos. Mientras reían y bromeaban, se acicalaban ante un fotógrafo que sacaba la cabeza de debajo de un trapo negro sólo para volver a esconderla. Después de posar para la foto, las señoras se separaron en pequeños grupos y caminaron cogidas del brazo mientras doblaban sus cinturas diminutas al reír. Una se colocaba el broche de otra; dos intercambiaban su bolso. Los esbeltos pies giraban y se ladeaban dentro de zapatos de piel. Su cutis, terso y luminoso bajo el sol de la tarde, los dejó sin aliento. Unas cuantas de las más jóvenes cruzaron la calle y caminaron junto a la valla, cerca, muy cerca, de donde él y Steward estaban sentados. Se dirigían hacia un restaurante situado ahí mismo. Deek oyó voces musicales, quedas, llenas de diversión y secretos, y, en su estela, una ráfaga de olor a verbena. Los gemelos ni siquiera se miraron. Sin una palabra, se pusieron de acuerdo en saltar de la valla. Mientras forcejeaban en el suelo, estropeándose el pantalón y la camisa, las mujeres negras se volvieron para mirar. Deek y Steward obtuvieron las sonrisas que buscaban antes de que Big Daddy interrumpiera su conversación y saliera del porche para agarrar a sus hijos por el fondillo del pantalón, llevarlos en volandas hasta el porche y darles un bastonazo en el trasero.
Todavía recordaba el olor a verbena con nitidez; todavía le gustaban los vestidos veraniegos, la piel tersa iluminada por el sol. Si él y Steward no hubieran saltado de la valla, se habrían echado a llorar. Así pues, entre los vívidos detalles del viaje —la pena, la terquedad, la astucia, la riqueza—, la imagen que Deek guardaba de las diecinueve mujeres veraniegas era distinta de la del fotógrafo. Su recuerdo era en tonos pastel, y eterno.
La mañana siguiente a la reunión celebrada en la iglesia del Calvario, satisfecho por el número de aves cazadas y, más que cansado, estimulado por haber dormido poco, decidió inspeccionar el horno antes de abrir el banco. De manera que, al llegar a Central Avenue, giró hacia la izquierda en lugar de hacerlo hacia la derecha y pasó por delante de la escuela, situada al oeste, ante la tienda de comestibles de Ace, la de muebles y electrodomésticos de Fleetwood, y varias casas situadas al este. Cuando llegó al horno, lo rodeó. Con la excepción de unas latas de refrescos y algún papel que se había escapado del cubo de la basura, no había nada en el lugar. Ningún puño. Ningún chico ocioso. Tendría que hablar con Anna Flood, ahora dueña de la tienda de Ace, para que fuera a limpiar las latas y la basura procedente de compras hechas en su tienda. Eso era lo que Ace, su padre, acostumbraba a hacer. Barría aquel lugar como si de su propia cocina se tratara: por dentro, por fuera y, si se le hubiera permitido, habría barrido la calle. Cuando volvía hacia Central Avenue, Deek vio el destartalado Ford de Misner aparcado frente a la tienda de Anna. Más adelante, a la izquierda, un grupo de alumnos recitaba un poema que él también había aprendido de memoria, aunque le bastó con oír una sola vez los versos de Dunbar para recordarlos siempre. Cuando él y Steward se alistaron, tuvieron que aprender muchas cosas, desde cómo anudarse la corbata del uniforme hasta el modo de preparar la mochila. Y, como en la escuela de Haven, habían sido los primeros en entenderlo todo, en recordarlo todo. Sin embargo, nada de aquello era tan bueno como lo que habían aprendido en casa, sentados en el suelo de una habitación iluminada por el fuego que ardía en la chimenea, escuchando historias de la guerra; historias de grandes migraciones, de quiénes las hicieron y quiénes no; de los fracasos y triunfos de hombres inteligentes, de su miedo, su valor, su confusión; historias de amor profundo y permanente. Todas estaban en el libro que tenían. Cubiertas negras con letras doradas; las páginas, más delgadas que las hojas jóvenes, que los pétalos. El lomo deshilachado hasta dejar a la vista el interior en la parte superior, las esquinas con la piel fina y desgastada. Las grandes palabras, que al principio resultaban extrañas, se hicieron familiares y, cuanto más las oían, más suyas las hacían y más peso e hipnótica belleza adquirían.
Mientras Deek circulaba hacia el norte por Central Avenue, esa calle y las laterales le parecían tan satisfactorias como siempre. Casas silenciosas, blancas y amarillas, llenas de actividad; y, en ellas, elegantes mujeres negras dedicadas a tareas útiles; armarios ordenados sin excesos ni mezquindades; la ropa limpia, lavada y planchada a la perfección; buena carne sazonada y preparada para asar. Y ni por un momento permitiría que K. D. o la ociosidad de los jóvenes alterara esa imagen.
Era todo muy distinto de los primeros tiempos de Haven, y su abuelo se habría burlado de sus comodidades: podían comprar propiedades con dólares en efectivo, en lugar de tener que trabajar durante años para conseguirlas. Se habría sentido azorado ante unos nietos que trabajaban doce horas durante cinco días a la semana, en lugar de las dieciocho o veinte horas diarias que la gente de Haven había necesitado en otros tiempos sólo para sobrevivir; hombres que no cazaban codornices por diversión, sino apremiados por la necesidad de sentar a una mujer y ocho hijos a la mesa sin sentirse avergonzados. Y sus ojos fríos y legañosos habrían mirado con recelo el horno, que ya no era un lugar de reunión para informar sobre lo que se había hecho o lo que se necesitaba; sobre enfermedades, nacimientos, muertes, idas y venidas. El horno que había presenciado cómo los bautizados entraban en la vida santa, ahora se limitaba a contemplar a los jóvenes perezosos. Dos de los hijos de Sargeant, tres de Poole, dos de Scawrigth, dos de Beauchamp, un par de DuPres, las hijas de Sue y de Pious. Incluso Arnette y la hija única de Pat Best se entretenían por ahí. Y todos ellos deberían estar en otro sitio cortando leña, haciendo conservas, zurciendo, recolectando. Los ladrillos del horno que, uno por uno, habían oído cantar acordes glorificando Su nombre, ahora se veían sometidos a la música de la radio, música grabada, música que ya estaba muerta cuando se filtraba a través del cable negro que llegaba desde la tienda de Anna hasta el horno, como si fuera una serpiente. Pero su abuelo también habría estado contento. Los adultos y los niños ya no se reunían por las noches para garrapatear letras y números con guijarros en trozos de pizarra, para aprender a leer de los que sabían, porque también había una escuela. No era tan grande como la que habían construido en Haven, pero estaba abierta durante ocho meses al año y no tenían que mendigar dinero al estado para mantenerla. Ni un centavo.
Y, exactamente como había predicho Big Papa, si permanecían juntos, si trabajaban, rezaban y se defendían juntos, nunca serían como Down, Lexington, Sapulpa o Gans, donde las personas de color se habían visto expulsadas de la noche a la mañana. Ni tampoco estarían entre los muertos y mutilados de Tulsa, Norman, Oklahoma City, por no hablar de las víctimas de las palizas injustificadas, de los asesinatos y la despoblación generada por los incendios provocados. Exceptuando alguna grieta aquí o allá, en Ruby todo estaba intacto. Era ocioso preguntarse si había sido un error trasladar el horno; si se necesitaba su suelo original como cimiento para obtener el respeto y el sano uso que le correspondía. No. No, Big Papa. No, Big Daddy. Hicimos lo que había que hacer.
Deek se tranquilizó con más empeño que confianza, porque cada vez se sentía más inquieto por Soane. No era nada en concreto, sólo la sensación de estar perdiendo terreno. Compartía su tristeza, creía sentir la pérdida de sus hijos de modo tan profundo e intenso como ella, aunque él sabía más cosas. Él, como la mayoría de los Morgan, había luchado en la guerra, lo que equivalía a decir que había visto la muerte en directo. La había visto cuando era infligida a otros; cuando él la infligía a otros. Sabía que los cadáveres no caían al suelo, que la mayoría volaba en pedazos y que lo que les habían enviado en aquellos ataúdes, lo que recogieron en el andén de Middleton era un montón de trozos que pesaba la mitad de lo que correspondía a un chico de diecinueve años. Easter y Scout estaban en unidades integradas, y si Soane pensaba en ello podría considerarse afortunada al saber que todo lo que faltara o sobrase era de hombres negros: una cortesía y una norma que el personal sanitario intentaba aplicar por miedo a añadir un muslo y un pie blancos a una cabeza negra. Si Soane sospechara lo probable… Lamentaba haber metido la pata mientras tomaba café y haber mencionado algo que Roger era incapaz de hacer. No quería que imaginase siquiera la pregunta que le había formulado a Roger: primero con Scout, después con Easter: ¿todos los trozos son negros? Cuando lo que quería decir era, si no lo son, tira los trozos blancos. Roger le garantizó la homogeneidad racial y los regios ataúdes fueron tanto muestra de la gratitud de Morgan como un bálsamo para Soane. Con todo, el vestigio de aquella pérdida parecía ir acumulándose de un modo que no lograba controlar. Desconfiaba de la medicina que tomaba y, desde luego, desconfiaba del origen de ésta. Pero no podía reprochar nada a su conducta. Era tan bonita como podía serlo una mujer buena; llevaba bien su hogar y hacía buenas obras en todas partes. De hecho, era más generosa de lo que él quisiera, pero eso apenas constituía un motivo de queja. No podía hacerse nada. Soane llevaba la carga de la pérdida de dos hijos; él, de todos los hijos. Puesto que su gemelo no tenía descendencia, los Morgan habían llegado al final de su línea sucesoria. Bueno, sí, estaban los hijos de Elder: una bandada que se posaba en cualquier sitio, excepto en casa, algunos de los cuales iban de visita a Ruby durante una semana que terminaban abreviando, deseosos de marcharse de una paz que encontraban aburrida, una laboriosidad que les parecía tediosa y un calor que les resultaba ofensivo. De manera que era inútil pensar siquiera en ellos como parte del linaje legítimo de los Morgan. Él y Steward eran herederos más auténticos, y ahí estaba la población de Ruby como prueba de ello. ¿Quiénes que no fuesen los herederos adecuados habrían repetido exactamente lo que Zechariah y Rector habían hecho? Sin embargo, dado que parte de la obligación consistía en multiplicarse, no resultaba sencillo aceptar que K. D. era la única manera de hacerlo. K. D., hijo de una hermana y del paisano al que la entregaron. Estaba acostumbrado a que cada vez que pensaba en ella se le hiciese un nudo en el pecho. Ruby. Aquella muchacha dulce, sencilla, que él y Steward habían protegido durante toda su vida. Se puso enferma en el transcurso del viaje; pareció curarse, pero recayó de nuevo rápidamente. Cuando resultó evidente que necesitaba que la viese un médico, no hubo manera de encontrarlo. La llevaron en coche a Demby, y de ahí hasta Middleton. A la gente de color no se les permitía la entrada en las salas hospitalarias. Ningún médico quería atenderlos. Cuando llegaron al segundo hospital, había perdido el control y la conciencia. Murió en el banco de la sala de espera mientras la enfermera buscaba un médico que la examinase. Cuando los hermanos se enteraron de que en realidad la enfermera había estado intentando encontrar un veterinario, cogieron en brazos a su hermana muerta y lloraron durante todo el camino de regreso a casa. Ruby fue enterrada, sin que se beneficiara de ello ninguna funeraria, en un bonito rincón del rancho de Steward, y fue entonces cuando llegaron a un acuerdo. Una plegaria en forma de trato, ni más ni menos que con Dios, que Él pareció cumplir hasta 1969, cuando Easter y Scout fueron enviados a casa. Después de eso, entendieron mucho mejor los términos y las condiciones del trato.
Quizás, en 1970, hubiesen cometido un error al desanimar a K. D. y a la hija de Fleet. Estaba embarazada, pero, si esto era cierto, tras una breve estancia en ese convento seguro que había dejado de estarlo. A los tíos de K. D. les preocupaba la descendencia de los Fleetwood y, además, había otras candidatas adecuadas. Pero K. D. seguía tonteando con una de las perdidas que vivía allí donde la entrada al infierno era amplia, y había llegado la hora de comunicarle que no todos los burdeles tenían una luz roja en la ventana.
Había frenado delante del banco cuando advirtió delante de él la presencia de una figura solitaria. La reconoció de inmediato, pero aun así la miró atentamente porque, en primer lugar, no llevaba prenda de abrigo y, en segundo lugar, hacía seis años que no la veía fuera de su casa.
Central Avenue tenía cinco kilómetros bien nivelados de asfalto, empezaba en el horno y terminaba en la tienda de alimentación y semillas de Sargeant. Las cuatro calles laterales, situadas al este de la avenida, debían su nombre a los Evangelios.
Cuando fue necesario construir una quinta calle, se llamó St. Peter. Más tarde, a medida que Ruby crecía, fueron abriéndose calles al oeste de Central Avenue, y aunque estas nuevas calles eran prolongaciones de las del este, situadas al otro lado de la avenida, se les adjudicaron nombres secundarios. De manera que a St. John Street, situada al este, le correspondía la Cross John Street al oeste. St. Luke se convenía en Cross Luke. A todo el mundo le gustó la sensatez de la idea, especialmente a Deek, y había sitio para más casas (financiadas, en caso de ser necesario, por el banco de los hermanos Morgan), en los solares y los terrenos situados tras las ya construidas.
La mujer que Deek estaba contemplando parecía haber salido de Cross Peter Street y dirigirse hacia la tienda de Sargeant, pero no se detuvo allí, sino que caminó decididamente hacia el norte, donde Deek sabía que no había nada en veintisiete kilómetros. ¿Qué hacía Sweetie, la más dulce de las muchachas, llamada así por su carácter, caminando sin abrigo en una gélida mañana de octubre, tan lejos de su casa, de la que no salía desde 1967?
Un movimiento en el retrovisor atrajo su atención, y reconoció el pequeño camión rojo que venía del sur del país. Su conductor seguramente era Aaron Poole, que llegaba tarde, como Deek había previsto, para hacer efectivo el último pago de su préstamo. Tras sopesar la posibilidad de dejar que Poole esperara y seguir adelante para pillar a Sweetie, Deek apagó el motor. July, su empleado y secretario, no llegaría hasta las diez. El banco de una población buena y seria jamás debía abrir con retraso.
—Mira. Mira, lo dijo Anna Flood.
El sedán de Deek pasaba lentamente por delante de su tienda tras rodear el horno.
—¿Por qué tendrá que rondar de esta manera?
Richard Misner levantó la vista de la estufa de leña.
—Sólo está mirando si todo va bien —dijo, y siguió preparando el fuego—. Está en su derecho, ¿no? Es como si el pueblo fuera suyo, ¿no? Suyo y de Steward.
—No. Pueden actuar como si lo fuera, pero no lo es.
A Misner le gustaba el fuego bien vivo y así sería el que estaba preparando.
—Bueno, lo fundaron, ¿no?
—¿Quién te ha contado eso? —Anna se apartó de la ventana y se dirigió hacia la escalera trasera que llevaba a su piso. Puso una cacerola con restos de carne y cereales bajo la escalera. La gata, a la cual la maternidad había convertido en una fiera, le lanzó una mirada de advertencia—. Esta ciudad la fundaron quince familias. Quince, no dos. Uno de los fundadores fue mi padre; otro, mi tío…
—Ya sabes a qué me refiero —la interrumpió Misner.
Anna escudriñó la oscuridad, intentando ver la caja donde estaban los gatitos.
—No, no lo sé.
—El dinero —dijo Misner—. Los Morgan tenían el dinero. Podría decirse que financiaron el pueblo, no que lo fundaron.
La gata no comería si la miraba, de manera que Anna desistió de echar un vistazo a los gatitos y volvió junto a Richard Misner.
—En esto también te equivocas. Todo el mundo arrimó el hombro. La idea del banco sólo fue una manera de hacerlo. Las familias compraron acciones en lugar de limitarse a hacer depósitos que podrían gastarse en cualquier momento. De esta manera, su dinero estaba a salvo.
Misner asintió y se secó las manos. No quería volver a discutir. Anna se negaba a entender la diferencia entre invertir y cooperar. Igual que se negaba a creer que la estufa de leña calentara más que su pequeña estufa eléctrica.
—Los Morgan tenían los recursos, eso es todo —prosiguió ella—. Del banco de su padre, en Haven. Mi abuelo, Able Flood, era su socio. Todo el mundo lo llamaba Big Daddy, pero su verdadero nombre era…
—Ya lo sé, ya lo sé. Rector. Rector Morgan, conocido también como Big Daddy. Hijo de Zechariah Morgan, a quien toda la cristiandad llamaba Big Papa. —A continuación citó una frase que a los ciudadanos de Ruby les gustaba repetir—: «El banco de Rector fracasó, pero él no».
—Es cierto. El banco tuvo que cerrar a principio de los años cuarenta, pero no liquidó. Quiero decir que tenían suficiente para que todos pudiéramos empezar de nuevo. Ya sé lo que estás pensando, pero no se puede decir que las cosas no fueron bien. Aquí la gente prospera. Todo el mundo.
—Todo el mundo prospera a base de créditos, Anna. No es lo mismo.
—¿Y qué?
—¿Qué pasa cuando desaparece el crédito?
—No puede desaparecer. Nosotros no pertenecemos al banco, sino que el banco nos pertenece a nosotros.
—Vamos, Anna. No lo ves, ¿verdad? No lo entiendes.
A Anna le gustaba su cara incluso cuando humillaba a la gente que ella quería. Por ejemplo, a Steward, a quien parecía despreciar. Fue Steward quien le enseñó la lección del escorpión. Un día, cuando Anna tenía cuatro años, estaba sentada en el nuevo porche de la tienda de su padre —corría el año 1954 y todo el mundo estaba construyendo algo—, cuando un grupo de hombres, entre los que se encontraba Steward, ayudaba a Ace Flood, su padre, a terminar de colocar las repisas. Estaban dentro, descansando tras una comida rápida, mientras Anna se dedicaba a desbaratar el camino que trazaban las hormigas en los escalones: introducía obstáculos a su paso, las observaba trepar sobre el filo de una hoja y seguir como si la montaña verde fuera una parte inevitable de su viaje. De repente, un escorpión salió disparado hacia sus pies descalzos y ella entró corriendo en la tienda, con los ojos desorbitados. La conversación se interrumpió mientras los hombres ponderaban aquella irrupción infantil, y fue Steward quien la cogió en brazos y le quitó el miedo al preguntarle: «¿Qué te pasa, bonita?». Anna abrazó a Steward, quien le explicó que el escorpión levantaba la cola porque estaba tan asustado de ella como ella de él. En Detroit, cuando veía a aquellos policías con cara de niños manejar armas, se acordaba de la rígida cola del escorpión. En una ocasión, le preguntó a Steward cómo era ser gemelo.
—No podría decirlo —contestó él—, porque nunca he sido uno solo, pero supongo que uno se siente más completo.
—¿Como si nunca pudieras estar solo?
—Bueno, sí, algo así, pero más bien… superior.
Cuando Ace murió, ella volvió a Ruby, y estaba a punto de venderlo todo —la tienda, el piso, el coche, todo— y regresar a Detroit, cuando él llegó al pueblo, solo, al volante de su destartalado Ford. Era pastor de la iglesia del Calvario.
Anna cruzó los brazos sobre el mostrador de madera.
—Soy dueña de esta tienda. Mi padre murió, es mía. No pago alquiler. Nada de hipotecas. Sólo impuestos, los municipales. Compro cosas; vendo cosas; el beneficio es mío.
—Tienes suerte. ¿Y qué pasa con las granjas? Imagina que la cosecha va mal, pongamos, durante dos años seguidos. ¿La vieja señora Sands o Nathan DuPres irán a recuperar sus acciones? ¿Las ofrecerán como garantía para un préstamo? ¿Se las venderán al banco? ¿Qué harán?
—No sé lo que harán, pero lo que sé es que el banco no gana nada si ellos las pierden. De manera que les darían dinero para que compraran más semillas, guano, lo que fuera.
—Quieres decir que les prestarían dinero.
—Estás haciendo que me duela la cabeza. Tal vez eso sea cierto en el lugar de donde vienes, pero Ruby es diferente.
—Eso espero.
—Lo es. Si se está cociendo algún problema, estoy segura de que no tiene nada que ver con el dinero.
—Bien, ¿y cuál es?
—Es difícil de imaginar, pero no me gusta la cara de Deek cuando examina el horno. Ahora lo hace cada nuevo día que el Señor nos da. Es como si en lugar de asegurarse de que todo va bien, estuviese a la caza. Sólo son niños.
—Esa pintada asustó a mucha gente.
—¿Por qué? ¡No era más que un dibujo! ¡Ni que hubieran quemado una cruz! —Enfadada, se puso a pasar un trapo por las jarras, la parte delantera de las cajas, la nevera de los refrescos—. Debería hablar con los padres en lugar de ir detrás de los chicos como si fuera el sheriff. Los chicos necesitan algo más que lo que hay aquí.
Misner estaba totalmente de acuerdo. Desde el asesinato de Martin Luther King, se habían jurado nuevos compromisos, se habían introducido leyes, pero en su mayor parte eran decorativas: estatuas, nombres de calles, discursos. Era como si, tras empeñar algo valioso, hubiera perdido el resguardo. Destry, Roy, Little Mirth y los demás buscaban precisamente eso. Quizás el pintor del puño también lo estuviese buscando. En cualquier caso, si no encontraban el resguardo siempre podían entrar a la fuerza en la casa de empeños. La pregunta fundamental era quién lo había empeñado y por qué.
—Me has contado que te marchaste por ese motivo, no había nada que hacer, pero nunca me has dicho por qué volviste.
Anna no estaba dispuesta a explicárselo, de manera que le habló de lo que ya sabía.
—Sí, bueno, pensaba que tal vez me fuese bien en el Norte, que haría algo interesante. Pero no sé, todo era hablar y dar vueltas. Me sentía confusa. De todas maneras, no me arrepiento de haber pasado una temporada allí, aunque no saliera bien.
—Bien, fuera cual fuese el motivo, me alegro de que no saliera bien —dijo él, acariciándole la mano.
Anna correspondió a su caricia.
—Estoy preocupada —dijo—. Por Billie Delia. Se nos tiene que ocurrir alguna cosa, Richard. Algo más que concursos de canto coral y clases sobre la Biblia, premios para las verduras más grandes y fiestas para niños…
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. Vino hace un tiempo y enseguida me di cuenta de que le pasaba algo, pero el camión con la mercancía llegaba tarde y hablé poco con ella.
—¿Y qué significa todo eso?
—Se ha ido. O al menos eso creo. Nadie la ha visto.
—¿Y qué dice su madre?
Anna se encogió de hombros.
—Es difícil hablar con Pat. Kate le preguntó sobre Billie Delia, no la había visto en los ensayos del coro. ¿Y sabes qué contestó? Pues con otra pregunta —Anna imitó la voz suave y fría de Pat Best—: «¿Y para qué necesitas saberlo?». Ella y Kate son amigas.
—¿Crees que va a meterse en algún lío? No es posible que desaparezca sin que nadie sepa adónde ha ido.
—No sé qué pensar.
—Habla con Roger. Él debería saberlo. Es su abuelo.
—Yo no voy a preguntárselo. Hazlo tú.
—Dime, ¿qué pasa con Roger? Llevo casi tres años aquí y no logro entender por qué la gente se queda paralizada delante de él. ¿Es por lo de la funeraria?
—Probablemente. Eso y…, bueno, «preparó» a su mujer, no sé si me entiendes.
—Ah.
—Da que pensar, ¿no?
—De todos modos…
Permanecieron callados durante un momento, pensando en ello. Después, Anna rodeó el mostrador y se detuvo delante de la ventana.
—¿Sabes?, siempre aciertas con el tiempo. Es la tercera vez que no te creo y me equivoco.
Misner se acercó a ella. Bastaba tocar el cristal para comprobar que la temperatura había descendido repentinamente a casi diez bajo cero.
—Adelante, enciéndela —dijo ella, riendo feliz de equivocarse si eso hacía que el hombre que adoraba tuviera razón.
Otras mujeres de la iglesia reprobaban el obvio interés que él sentía por ella —por ella y nadie más—, y Pat Best disimulaba con habilidad el interés que sentía por él. Sin embargo, Anna pensaba que tal vez aquello ocultara algo más que los planes que habían hecho para aquel hombre guapo e inteligente y sus diversas hijas y sobrinas. Estaba segura de que parte de la desaprobación se debía a que llevaba el cabello sin alisar. Cielo santo, las conversaciones que se había visto obligada a mantener cuando volvió de Detroit. Investigaciones invasoras, tontas, extrañas. Se sentía como si estuvieran discutiendo sobre el vello de su pubis o sus axilas. Si hubiera recorrido la calle completamente desnuda, sólo habrían hablado de su cabello. El tema suscitaba más pasión, provocaba más opiniones y rabia que la prostituta que Menus había llevado a su casa desde Virginia. Habría terminado por estirárselo de nuevo —no se trataba de un cambio permanente ni de una declaración de principios— si no hubiera sido porque le sirvió para aclarar mucho las cosas en un momento en que se sentía confusa. Gracias a ello distinguió rápidamente a los amigos de quienes no lo eran, reconoció a los bien educados, los groseros, los amenazados, los inseguros. A Dovey Morgan le gustó; Pat Best lo encontró horrible; Deek y Steward negaron con la cabeza; a Kate Golightly le gustaba y la ayudaba a mantenerlo bien peinado; el reverendo Pulliam le dedicó un sermón entero; K. D. se echó a reír al verlo y los jóvenes, a excepción de Arnette, lo admiraban. Tenía la sensación de que su cabello registraba, como si fuera un contador Geiger, la tranquilidad o la intensidad de un desorden profundo y ruidoso.
El fuego, que olía maravillosamente, atrajo a la madre gata, que se enroscó delante de la estufa, aunque sus ojos permanecían vigilantes ante los depredadores, fueran humanos o de cualquier otro tipo.
—Voy a hacer un poco de café —dijo Anna, mirando hacia las nubes situadas sobre el Sagrado Redentor—. Esto podría ir en serio.
La fe de Ace Flood era de las que mueven montañas, de manera que había construido su tienda para que durara. De piedra arenisca. Más sólida que algunas iglesias. En el piso superior, cuatro habitaciones para su familia; en la planta baja, un amplio almacén, un dormitorio diminuto y una zona dedicada a la venta, de cuatro metros y medio de altura, llena de estantes, latas, cajas y cajones. Las ventanas eran del tamaño normal para una casa: no quería ni necesitaba un escaparate; nada de gran cristalera para mirar dentro. Que la gente entrara a ver lo que tenía. No tenía mucha variedad, pero tenía mucho almacenado. Antes de morir, vio que su tienda dejaba de ser un servicio necesario en Ruby y se convertía en un negocio dirigido a las personas leales a artículos concretos, aunque éstas se quejaban de sus precios y cada vez más tendían a ir en camioneta a Demby para comprar mercancías más baratas (y mejores). Anna lo cambió todo. Lo que ahora le faltaba a la tienda de Ace en cuestión de cantidad de mercaderías almacenadas lo había ganado en variedad y estilo. Cuando hacía frío, ofrecía café, y, en los días de calor, té helado. Había puesto dos sillas y una mesita para que los mayores y los que acudían en coche desde las granjas descansaran un rato. Y como los adultos ya no frecuentaban el horno situado junto a la tienda —excepto para los acontecimientos especiales—, preparaba comida para los jóvenes que solían reunirse allí. Les ofrecía empanadas hechas por ella, fabricaba sus propios caramelos, que vendía junto con los que traía de Demby. Tenía tres clases de refrescos, en lugar de una. En ocasiones vendía los pimientos, negros como las profundidades de una mina de carbón, que cultivaban en el convento. Guardaba el queso casero en la nevera, como su padre, junto con la mantequilla y el tocino locales. Pero la comida en lata, las judías secas, el café, azúcar, jarabe, levadura, harina, sal, salsa de tomate, productos de papel —todo aquello que nadie quería o podía fabricar en casa— ocupaban el espacio que Ace Flood dedicaba a las telas, zapatos de trabajo, herramientas ligeras y queroseno. Ahora, la tienda de alimentación y semillas de Sargeant vendía zapatos, herramientas, queroseno, y la droguería de Harper agujas, hilo, medicamentos, productos obtenibles sólo con receta, compresas, artículos de papelería y tabaco, excepto Blue Boy. A Steward se lo traía Ace, y no estaba dispuesto a cambiar de costumbres.
En las manos de Anna, la tienda de Ace creció en variedad, comodidad y flexibilidad. Al dejar que, los sábados, Menus cortara el pelo en la parte trasera, las ventas incidentales subieron. Como tenía un buen cuarto de baño en la planta baja, los que lo utilizaban se sentían obligados a convertirse en clientes antes de salir de la tienda. Las mujeres del campo pasaban a tomar licor de menta al salir de la iglesia; los hombres iban a comprar bolsas de pasas. Invariablemente, cogían algo más de los estantes.
La satisfacción que le producía el fuego de Richard hizo que sonriera. Pero no podía ser la esposa de un pastor. Nunca. Bueno, él tampoco se lo había pedido, de manera que se limitó a disfrutar del calor de la estufa, de la vista de su nuca, de la presencia de los gatitos.
Al cabo de un rato, llegó una furgoneta y aparcó tan cerca de la tienda que tanto Misner como Anna vieron la fiebre en los ojos azules del bebé. La mujer se puso al niño sobre el hombro y le acarició el cabello amarillo. El conductor, un hombre de unos cuarenta años, vestido de ciudad, bajó y abrió la puerta de la tienda de Anna.
—Buenas, ¿cómo están?
—Bien, ¿y usted?
—Me parece que me he perdido. Hace más de una hora que intento encontrar la carretera 18 oeste. —Miró a Misner y sonrió a modo de excusa por haber violado la regla masculina de no preguntar nunca una dirección—. Mi mujer me ha hecho parar.
—Está lejos, hacia el lugar de donde vienen —le informó Misner, mirando la matrícula de Arizona—, pero puedo decirles cómo se va.
—Se lo agradezco. Se lo agradezco —dijo el hombre—. Supongo que no hay ningún médico por aquí, ¿no?
—No. Tienen que ir a Demby.
—¿Qué le pasa al niño? —preguntó Anna.
—Vomita. Tiene fiebre. Llevamos muchas cosas, pero ¿quién se acuerda de llevar aspirinas o jarabe para la tos cuando va a hacer un viaje breve como éste? Uno nunca se acuerda de todo, caramba.
—¿El niño tiene tos? No me parece que necesite jarabe para la tos. —Anna escudriñó a través de la ventana—. Dígale a su mujer que entre, hace frío.
—En la droguería encontrará aspirinas —dijo Misner.
—No he visto ninguna droguería. ¿Dónde está?
—Han pasado por delante, pero parece una casa normal.
—¿Y cómo voy a dar con ella? Por lo que veo, las casas no tienen números.
—Dígame lo que quiere y yo iré a buscárselo. Dígale a su mujer que entre con el niño. —Misner cogió el abrigo.
—Aspirinas y jarabe para la tos. Se lo agradezco. Voy a buscar a mi mujer.
El portazo hizo vibrar las tazas de café. El hombre volvió a la furgoneta; Misner se marchó en su desvencijado Ford. Anna pensó en preparar unas tostadas con canela. El pan de calabaza ya debía de estar seco. Ojalá tuviera un plátano muy maduro —el niño parecía estreñido—; lo aplastaría con un poco de compota de manzana.
El hombre regresó negando con la cabeza.
—Dejaré el motor en marcha. Dice que se queda.
Anna asintió.
—¿Van muy lejos?
—A Lubbock. Oiga, ¿el café está caliente?
—Sí, ¿cómo lo quiere?
—Solo y con azúcar.
Había tomado dos sorbos cuando sonó la bocina de la furgoneta.
—Mierda. Perdón —se disculpó.
Cuando volvió, compró regaliz, mantequilla de cacahuete, galletas y tres paquetes de Royal Crown, y le llevó todo a su mujer. Después regresó para terminar el café, que sorbió en silencio mientras Anna atizaba el fuego.
—En cuanto llegue a la carretera, será mejor que se dé prisa. Se acerca una tormenta de nieve.
Él se echó a reír.
—¿Una tormenta de nieve? ¿En Lubbock, Tejas?
—Todavía no están en Tejas —le informó Anna.
Miró por la ventana y vio que se acercaban dos figuras; Misner abrió la puerta con el hombro y Steward entró detrás de él.
—Aquí tiene —dijo Misner, entregándole los frascos. El hombre los cogió y salió corriendo hacia el coche. Misner lo siguió para indicarle el camino.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Steward.
—Unas personas que se han perdido. —Anna le tendió una lata de Blue Boy.
—¿Personas perdidas o blancos perdidos?
—Vamos, Steward, por favor.
—Es muy distinto, Anna. Muy distinto. ¿No es verdad, reverendo?
Misner regresó a la tienda.
—Se pierden, igual que cualquiera —observó Anna.
—Han nacido perdidos. Se han apoderado del mundo y siguen perdidos. ¿No es verdad, reverendo?
—Te contradices —apuntó Anna, riendo.
—Dios tiene un solo pueblo, Steward. Ya lo sabe. —Misner se frotó las manos y sopló sobre ellas para calentárselas.
—Reverendo —dijo Steward—, he oído que dice cosas que son producto de la ignorancia, pero es la primera vez que le oigo decir algo basado en la ignorancia.
Misner sonrió, y se disponía a contestar cuando el hombre que se había perdido entró de nuevo para pagar a Misner las medicinas.
—Se acerca una tormenta de nieve —dijo Steward, mirando las ligeras ropas y los finos zapatos del hombre—. Tendrá que pasarla en algún sitio. En la 18 hay una gasolinera. Yo, en su lugar, no me alejaría mucho de ella.
—Me largo pitando. —El hombre cerró la cartera—. Pondré gasolina en la 18, pero queremos cruzar hoy el estado. Gracias. Han sido de gran ayuda, se lo agradezco.
—Nunca escuchan —dijo Steward cuando el coche se alejó. Él, que se encontraba allí en 1958, cuando se helaron rebaños enteros, estaba bombeando agua, claveteando, preparando alfalfa y almacenando desde el miércoles. Había ido al pueblo a comprar tabaco, jarabe y recoger a Dovey.
—Dígame, Steward, ¿ha visto a la nieta de Roger, Billie Delia? —preguntó Misner.
—¿Y para qué iba a verla?
Anna dice que nadie la ha visto. Naturalmente, no le hemos preguntado nada a su madre.
Steward, que se sintió incluido en ese plural, puso un billete nuevo de cinco dólares sobre el mostrador.
—No sacaremos nada de ella —dijo, mientras pensaba que no se habría perdido nada si se hubiera marchado corriendo. Le está bien empleado a Pat, pensó. Mete las narices en los asuntos de todo el mundo, pero se niega a hablar de lo suyo—. Esto me recuerda que Deek me ha dicho que ha visto a Sweetie esta mañana andando por la calle. Sin abrigo ni nada.
—¿Sweetie? ¿Fuera de su casa? —preguntó Anna con tono de incredulidad.
—¿Por qué calle? —quiso saber Misner.
—No era Sweetie.
—Deek jura que era ella.
—Debía de serlo —dijo Misner—, yo también la he visto. Delante de mi casa. Pensaba que iba a llamar, pero dio media vuelta y se dirigió hacia Central Avenue. Me pareció que se iba a su casa.
—Pues no lo hizo. Deek ha dicho que estaba más allá de la tienda de Sargeant, salía de la ciudad caminando como un soldado.
—¿No la ha hecho parar?
Steward miró a Anna como si no pudiera creer lo que le estaba diciendo.
—Deek estaba abriendo el banco, muchacha.
Misner frunció el entrecejo. Anna interrumpió lo que pudiera estar a punto de decir con una pregunta:
—¿Queréis un poco de café? ¿Un podo de pan de calabaza?
Los dos hombres aceptaron.
—Lo mejor sería que alguien hablara con Jeff. —Era Anna quien hablaba, pero los tres miraron hacia la pared cubierta de estantes tras la cual estaba la tienda de muebles y electrodomésticos de Fleetwood.
A pesar de las predicciones —de la mirada de Richard Misner, la vigilancia de Steward Morgan— un diminuto trozo de cielo mostró toda una gama de acuarelas: naranja melocotón, verde menta, azul mar. El resto del cielo, de color peltre, daba mayor relieve a esa extraña ilustración. Duró una hora e hizo estremecer a todos los que la vieron. Después se desvaneció y un cielo plomizo se solidificó sobre el viento incesante. Hacia el mediodía, llegó la primera nieve, unas bolitas como agujas que rebotaban, en lugar de fundirse, arrastradas por el viento. La segunda nieve, dos horas más tarde, no rebotaba, sino que fue cuajando lentamente y lo cubrió todo.
Sweetie había dicho: «Volveré directamente, señorita Mable. No tardaré más de un minuto, señorita Mable».
Quería decir eso. Quizá lo hubiese dicho. En cualquier caso, tenía la intención de decirlo: pero tuvo que darse prisa para salir antes de que uno de ellos abriera la boca.
En el porche y el sendero de la casa Sweetie caminaba con paso decidido, como si tuviera que ir a algún lugar importante. Como si tuviera que hacer algo importante que sólo le ocuparía unos minutos, después de lo cual volvería enseguida. A tiempo de dar un masaje en un culito para impedir que se llagara; o de aspirar flemas, moler comida, lavar dientes, cortar uñas, limpiar orina, o mecer en los brazos, o cantar, pero, sobre todo, a tiempo para vigilar. Para no quitar los ojos de encima a menos que su suegra estuviera allí, y, entonces, seguir vigilando, porque los ojos de la señorita Mable no veían tan bien como antes. Otras personas le habían ofrecido ayuda; al principio, repetidas veces, ahora sólo de vez en cuando, pero ella siempre la rechazaba. Sweetie era quien mejor vigilaba. Su suegra ocupaba el segundo lugar. Antes Arnette lo hacía bien, pero ya no. Jeff y su suegro no podían ni mirar, y menos aún vigilar.
El problema nunca había consistido en vigilar cuando estaba despierta, sino cuando estaba dormida. Durante seis años, había dormido en el camastro situado junto a las cunas, o en la cama con Jeff, conteniendo la respiración, con el oído alerta y todos los músculos dispuestos a saltar. Sabía que dormía porque soñaba un poco, aunque no podía recordar con qué. Sin embargo, cada vez le resultaba más difícil vigilar y dormir al mismo tiempo.
Cuando amaneció y Mable entró en la oscura habitación con una taza de café, Sweetie se levantó para cogerla. Sabía que Mable había abierto el grifo del cuarto de baño y había doblado una toalla y un camisón limpio sobre la silla del dormitorio. Y sabía que se ofrecería a peinarla: hacerle trenzas, lavarle el pelo, hacerle un moño o sólo rascarle la cabeza. El café sería estupendo, fuerte y muy dulce, pero también sabía que si esta vez se lo tomaba y se iba a la cama, nunca más se levantaría, y entonces, ¿quién vigilaría a sus niños?
Cogió la taza de café y dijo, o quiso decir:
—Vuelvo dentro de un minuto, señorita Mable.
En el piso de abajo, dejó el plato y la taza en la mesa del comedor y a continuación, sin lavarse, sin ponerse un abrigo ni peinarse, abrió la puerta de la casa y se marchó. Deprisa.
No tenía intención de andar hasta caerse, desmayarse, helarse o deslizarse por un rato en la nada. Lo único que quería era no tomar aquel café al amanecer, ni el baño preparado, ni el camisón doblado ni el sueño vigilante, en ese orden, para siempre, todos los días y, en particular, aquel día en concreto. La única manera de cambiar ese orden no consistía en hacerlo de otro modo, sino en hacer algo distinto. Sólo se le ofrecía una oportunidad: dejar su casa y salir a una calle que no pisaba desde hacía seis años.
Sweetie recorrió toda Central Avenue: pasó por las calles que recibían el nombre de los evangelistas, la iglesia de Nueva Sión, la droguería de Harper, el banco, la iglesia del Monte Calvario. Dio un rodeo por Cross Peter, salió y pasó por delante de la tienda de alimentación y semillas de Sargeant. Al norte de Ruby, donde la calidad del firme cambiaba por dos veces, sus piernas obedecían a la perfección. Igual que su piel, ya que no sentía el frío. El fresco aire exterior, al que no estaba acostumbrada, le hacía daño en la nariz, y decidió aguantarlo. No sabía que estaba sonriendo, como tampoco lo sabía la chica que la miraba desde la parte trasera de una reluciente camioneta del 73. La chica pensó que Sweetie estaba llorando, y la imagen de una mujer negra llorando por una carretera en mitad del campo le destrozó el corazón.
Espió a Sweetie desde su escondrijo entre las cajas vacías. La camioneta Ford, que se dirigía hacia el sur, redujo la marcha al pasar junto a Sweetie y se detuvo. En la cabina, el conductor y su mujer se miraron. El conductor se asomó por la ventanilla e hizo girar el cuello para gritar a la espalda de Sweetie:
—¿Necesita ayuda?
Sweetie no volvió la cabeza ni agradeció el ofrecimiento. La pareja se miró y chasqueó la lengua mientras el marido ponía la marcha. Afortunadamente, en aquel punto la carretera era pendiente; de otro modo, la autostopista con el corazón destrozado se habría hecho daño al saltar de la parte trasera de la camioneta. La pareja vio a través del retrovisor que la pasajera que habían llevado sin saberlo corría hacia la lastimera, mal educada criatura que ni siquiera había dicho no gracias.
Cuando la chica con el corazón destrozado llegó a la altura de la mujer que lloraba, supo que no debía tocarla, hablar con ella ni colarse en la decidida burbuja en que se había envuelto. Caminó unos diez pasos por detrás de ella, observando las bien formadas pantorrillas sobre unos desgastados mocasines blancos, el arrugado vestido camisero, azul claro, con los bolsillos desbocados. Llevaba el peinado de quien acaba de levantarse: tenía el pelo aplastado por un lado y despeinado por el otro. De vez en cuando se le escapaba un sollozo que parecía una risa.
Anduvieron así durante más de un kilómetro. La caminante se dirigía hacia algún lugar; la autostopista hacia ninguno. El espectro y su sombra.
La mañana era fría, nubosa. El viento hacía ondear las altas hierbas que crecían a los lados de la carretera.
Quince años antes, cuando la autostopista tenía cinco, había pasado cuatro noches y cinco días llamando a todas las puertas del edificio donde vivía.
—¿Mi hermana está aquí?
Algunos decían que no; otros decían, ¿qué?; otros decían ¿cómo te llamas, nena? La mayoría ni siquiera abría la puerta. Eso había sido en 1958, cuando una niña podía jugar en una casa nueva subvencionada sin que le pasara nada.
Durante los dos primeros días, después de hacer una ronda por pisos todavía más altos y asegurarse de que no se le había escapado ni una puerta, esperó. Jean, su hermana, volvería en cualquier momento, porque la comida estaba en la mesa —carne, judías verdes, salsa de tomate, pan blanco—, y había una jarra entera de Kool-Aid en la nevera. Se entretuvo con dos libros de colorear, una baraja de cartas y una muñeca que se hacía pis. Bebió leche, comió patatas fritas, galletitas con mermelada de manzana y, poco a poco, dio cuenta de toda la carne. Cuando no quedaba otra cosa que las odiadas judías verdes, ya estaban demasiado resecas para comérselas.
Al tercer día empezó a entender por qué Jean se había marchado y cómo podía hacer que volviera. Se lavó los dientes y las orejas cuidadosamente. También tiraba de la cadena siempre que era necesario y doblaba los calcetines dentro de los zapatos. Pasó largo rato secando el Kool-Aid y recogiendo los trozos de cristal de la jarra que se había roto cuando intentó sacarla de la nevera. Se acordaba de las galletas Lorna Doone que estaban en la caja del pan, pero no se atrevía a subirse a una silla para abrirla. Al rezar, pensaba que si lo hacía todo sin que se lo dijeran, Jean entraría por la puerta o bien, cuando ella llamara a una de las puertas del apartamento, allí estaría. Sonriendo, con los brazos abiertos.
Mientras tanto, las noches eran terribles.
Al cuarto día, después de cepillar sus dieciocho dientes de leche hasta que el cepillo estuvo rosado a causa de la sangre, miró por la ventana, a través de la cálida llovizna, en dirección a la gente que iba a trabajar, a los niños que iban al colegio. Durante un rato no pasó nadie. Después pasó una vieja que se protegía de la lluvia con una chaqueta de hombre sobre la cabeza. Después, un hombre que plantaba semillas en los trozos sin césped. Después pasó una mujer alta, sin abrigo ni nada en la cabeza, se llevaba el antebrazo a los ojos, la parte interior de la muñeca. Estaba llorando.
Más tarde, al sexto día, cuando llegó la asistente social, pensó en la mujer que lloraba, que no se parecía en nada a Jean, ni siquiera era del mismo color. Pero antes de eso, al quinto día, encontró —o, mejor dicho, vio— algo que había estado allí esperando a que lo encontrara. Desmoralizada por sus rezos sin respuesta, por las encías que le sangraban y el hambre, dejó de rezar, se subió a una silla y abrió la panera. Apoyado junto a la caja de Loma Doone había un sobre con una palabra que reconoció de inmediato: su propio nombre escrito con lápiz de labios. Lo abrió, incluso antes que la caja de galletas, y sacó una única hoja de papel con más palabras escritas con lápiz de labios. Todo cuanto entendió fue su nombre, que aparecía otra vez en la parte superior, y «Jean», en la parte inferior; entre ambos, había signos en rojo.
Radiante de felicidad, dobló la carta y volvió a guardarla en el sobre, se la metió en el zapato y la llevó consigo durante el resto de su vida. La escondió, luchó por el derecho a conservarla, la rescató de los cubos de basura. Tenía ya seis años y era una entusiasta alumna de primer grado cuando estuvo preparada para leerla. Con el tiempo se había convertido en una hoja de papel manchada de rojo en la que no quedaba ni una palabra descifrable. Pero fue esa carta, a salvo en su zapato, lo que hizo posible que sobreviviese en los dos primeros hogares adoptivos que le encontró la asistente. Por entonces pensaba de vez en cuando en la mujer que lloraba; más tarde, pensaba en ella con frecuencia, y, con el tiempo, se convirtió en un sueño ocasional que le destrozaba el corazón.
El viento que había estado agitando la hierba ahora traía nieve: escasa, arenosa y cortante como cristal. La autostopista se detuvo para sacar un sarape de su bolsa, después corrió para alcanzar a la caminante y echárselo sobre los hombros.
Sweetie agitó las manos hasta que entendió que no pretendía detenerla sino proporcionarle abrigo. No se detuvo ni un instante mientras le cubría los hombros con la prenda de lana. Siguió andando, riendo, ¿o lloraba?
La autostopista recordaba que, mientras viajaba escondida entre las cajas, habían pasado por delante de un caserón, y de eso hacía menos de media hora. Lo que había tomado veinte minutos en una camioneta supondría horas para una persona que iba andando, pero le pareció que debían llegar a aquel sitio antes de que anocheciera. El problema era el frío; otro problema era cómo conseguir que la mujer que lloraba se detuviera, descansase y, cuando encontraran un lugar donde cobijarse, entrara en él. No era infrecuente ver ojos como los suyos. En los hospitales, uno los descubría en los pacientes que caminaban de día y de noche; en la calle, libres, quienes tenían ojos así podían caminar sin cesar. La autostopista decidió pasar el rato hablando, y empezó por presentarse.
Sweetie oyó lo que decía y, por primera vez desde que había salido de su casa, dio un traspié mientras volvía el rostro sonriente —o lloroso— hacia su indeseada compañera. El pecado, pensó. Estoy andando junto al pecado y voy envuelta en su capa.
—Piedad —murmuró, y soltó una risita. O tal vez fuese un gemido.
Para cuando vieron el convento, Sweetie ya había entrado en calor. No sólo había notado el frío penetrante que barría la carretera, sino que la cálida nieve que le cubría el pelo y le llenaba los zapatos la reconfortaba. Y daba las gracias por estar protegida de modo tan evidente, por no tener ninguna relación con la forma pecadora que caminaba a su lado.
La señal del estado de gracia de Sweetie estaba en el modo en que la cálida nieve azotaba la silueta, la hacía callar, la helaba y la obligaba a respirar pesadamente. Apenas era capaz de seguir adelante, mientras que ella, Sweetie, caminaba sin agacharse contra el viento cortante.
Por iniciativa propia, Sweetie subió, con cierto esfuerzo, por el camino, pero dejó que el demonio hiciera el resto.
La mujer que abrió la puerta cuando llamaron soltó una exclamación y tiró de ellas para que entraran.
A Sweetie le parecieron pájaros, halcones. La picoteaban, aleteaban alrededor de ella. Hicieron que comenzara a sudar. Si hubiera sido más fuerte, si no hubiera estado tan cansada por el turno de noche o por cuidar a sus niños, las habría rechazado con fuerza, pero tal como estaban las cosas, no podía hacer más que rezar. La metieron en una cama bajo tantas mantas que el sudor empezó por entrarle por las orejas. No quiso comer ni beber nada de lo que le ofrecieron. Mantuvo los labios cerrados, los dientes apretados. En silencio, fervientemente, rezó para ser liberada y, quién iba a decirlo, lo consiguió: la dejaron sola. En la silenciosa habitación, Sweetie dio gracias al Señor y se sumió en un sueño inquieto, lleno de interferencias. Fue el llanto del niño lo que la despertó, no los escalofríos. A pesar de lo débil que estaba, se levantó, o intentó hacerlo. Le dolía la cabeza y tenía la boca seca. Advirtió que no estaba en una cama, sino sobre un sofá de piel, en una habitación oscura. Los dientes de Sweetie castañeteaban cuando uno de los halcones, con una boca roja como la sangre, entró en la habitación con una lámpara de queroseno. El halcón habló con ella con una voz muy dulce, tal como lo haría un demonio, pero Sweetie llamó a su Salvador y el halcón se marchó. En algún lugar de la casa, el niño siguió llorando, y Sweetie se sintió arrobada, pues nunca había oído nada parecido. Nunca había oído una llamada tan llena de ansia, sostenida, rítmica. Era como un himno, una nana, o los tonificantes acordes del canto de los diez mandamientos. Sus niños no lloraban. De repente, en medio de la alegría, sintió enfado. ¿Los niños lloraban entre aquellos demonios y no en su casa?
Cuando dos de los halcones volvieron, uno de ellos con una bandeja de comida, les preguntó:
—¿Por qué llora ese niño?
Naturalmente, lo negaron. Mentían mientras el llanto se colaba en la habitación. Uno de ellos incluso intentó distraerla, diciendo:
—He oído risas de niños. A veces, también cantan. Pero nunca he oído llorar.
El otro cacareó.
—Quiero salir de aquí. —Sweetie trataba de gritar—. Tengo que irme a casa.
—En cuanto el coche se caliente, te llevaré. —Otra vez aquel tono demoníaco.
—Ahora mismo —exigió Sweetie.
—Tómate una aspirina y come algo.
—Dejadme salir de este sitio ahora mismo.
—Qué bruja —dijo uno.
—Es debido a la fiebre —señaló el otro—. Y haz el favor de callarte.
Fue la paciencia y la capacidad de hacer oídos sordos a todo excepto los consejos del Señor lo que permitió que saliera de allí. Primero, en un oxidado coche rojo que se atascó en la nieve al final del camino que conducía a la casa y, finalmente, alabado sea Su santo nombre, en los brazos de su marido.
Estaba con Anna Flood. Se habían puesto en camino en el instante mismo en que ella había llamado a su Salvador. Sweetie cayó, literalmente, en los brazos de Jeff.
—¿Qué haces aquí, tan lejos? No hemos conseguido pasar en toda la noche. ¿Cómo se te ha ocurrido…? Señor. Cariño mío, ¿qué ha pasado?
—Me han cogido, me han raptado —dijo Sweetie entre sollozos—. Oh, Dios, llévame a casa. Estoy enferma, Anna, y tengo que cuidar de los niños.
—Chsss… No te preocupes por ellos.
—Tengo que hacerlo. Tengo que hacerlo.
—Todo irá bien. Arnette viene a casa.
—Pon la calefacción. Tengo mucho frío. ¿Por qué tengo tanto frío?
Seneca miró hacia el techo. El colchón del catre era delgado y duro. La manta de lana le rascaba la barbilla y le dolían las palmas por quitar la nieve a paletadas del camino. Había dormido en el suelo, sobre cartones, sobre camas de agua que daban pesadillas y, durante semanas, en el asiento trasero del coche de Eddie. Pero no podía dormirse en aquella cama estrecha, limpia e infantil.
La mujer que lloraba se había vuelto loca: durante la noche y al día siguiente. Seneca había pasado despierta toda la noche, escuchando a Mavis y a Grace. La casa parecía de ellas, aunque hablaban de alguien llamado Connie. Le prepararon algo para comer y no le hicieron preguntas curiosas. Al margen de los comentarios sobre su nombre —¿de dónde venía?—, se comportaban como si lo supieran todo acerca de ella y les gustase que se quedara. Después, por la tarde, cuando pensó que iba a caerse de cansancio, le enseñaron un cuarto con dos catres.
—Échate un sueñecito —dijo Mavis—. Te llamaré cuando la cena esté lista. ¿Te gusta el pollo frito?
Seneca pensó que iba a vomitar.
No se llevaban nada bien, de manera que Seneca distribuía por igual sus sonrisas y gestos amables. Si una maldecía y bromeaba a costa de la otra, Seneca se reía. Cuando la otra alzaba los ojos al cielo en señal de disgusto, Seneca le dirigía una mirada de comprensión. Siempre empeñada en restablecerla paz. La que decía sí, o no importa, o ya lo haré yo. Si no, ¿qué otra cosa podía hacer? Podría caerles mal. Podría llorar. Podría marcharse. Por eso se había esforzado por ser amable, aunque aquella Biblia hubiera resultado ser más pesada que los zapatos. Como todos los que cumplían condena por primera vez, él quería las dos cosas de inmediato. A Seneca no le costó encontrar Adidas del número once, pero Preston, Indiana, no tenía librerías, ni de las religiosas ni de las normales. Dio un rodeo hasta Bloomington y encontró algo llamado La Biblia viviente, sin ilustraciones de color pero con montones de páginas con líneas para apuntar fechas de nacimientos, muertes, bodas, bautizos. Le pareció algo maravilloso —una lista de todas las actividades de la familia a lo largo de los años—, de manera que la compró. Él se enfadó, naturalmente; tanto, que disfrutó menos con las estrafalarias zapatillas blancas y negras.
—¿Es que no puedes hacer nada bien? ¡Bastaba con una Biblia pequeña, no una maldita enciclopedia!
Él había sido declarado culpable, y aunque hacía sólo seis meses que la conocía, ya sabía lo inútil que era. Sin embargo, aceptó la enorme Biblia y le dijo que la dejara junto con las zapatillas en el mostrador, con su nombre y su número. Hizo que lo escribiera, como si pensase que le costaría recordar cinco números seguidos. Ella también le había llevado bocadillos de jamón (su carta decía que podían comer algo en la sala de visitas), pero él estaba demasiado nervioso e irritado para comer.
Las otras visitas parecían estar pasándoselo bien con sus presos. Los niños se gastaban bromas; se acurrucaban en los brazos de sus padres, jugueteaban con su cara, su pelo, sus dedos. Las mujeres y las chicas tocaban a los hombres, susurraban, reían en voz alta. Eran habituales, conocían a los conductores de los autobuses, a los vigilantes y al personal que llevaba el carrito del café. La satisfacción hacía que se suavizase la mirada de los presos, que se fijaban en todo, lo comentaban todo: los boletines de notas que los niños les traían en sobres marrones; los pasadores que las niñas llevaban en el pelo; el estado de los abrigos de las mujeres. Escuchaban con atención los detalles sobre los amigos y familiares que no estaban ahí; tenían un consejo y una recomendación para cada noticia doméstica. A Seneca le parecieron terriblemente masculinos; dirigían la visita con la autoridad de un jefe: desde el lugar donde los demás debían sentarse o poner los envoltorios de papel, hasta los consejos médicos y los libros que debían mandar. En cambio, nunca hablaban de lo que sucedía dentro, y ni siquiera parecían advertir la presencia de los vigilantes. Quizá tuviesen en mente la cárcel de Attica.
Tal vez, pensó ella, a medida que fuera cumpliendo la sentencia Eddie llegara a comportarse así. En lugar de estar furioso, de sentirse una víctima, tal como sucedía durante aquella primera visita después del juicio. Gemía. Echaba la culpa a los demás. La Biblia era tan grande que no sabía qué hacer con ella. Mostaza en lugar de mayonesa en los bocadillos. No quiso oír nada sobre su nuevo trabajo en la cafetería de una escuela. Sólo le interesaban Sophie y Bernard: qué comían, si los dejaba salir por la noche. Necesitaban dar un paseo largo. Que sólo les pusiera el bozal cuando estaban fuera.
Dejó a Eddie Turtle en la sala de visitas después de prometerle cuatro cosas; enviarle fotos de los perros; vender el equipo de música; hacer que su madre vendiera los bonos de ahorro; llamar al abogado. Enviar. Vender. Hacer. Llamar. Así lo recordaría mejor. Cuando se dirigía hacia la parada del autobús, Seneca tropezó y se cayó sobre una rodilla. Un vigilante se acercó y la ayudó a levantarse.
—Cuidado, señorita.
—Lo siento, gracias.
—No sé cómo las chicas pretenden andar con estas cosas.
—Se supone que es bueno —contestó ella, sonriendo.
—¿Dónde? ¿En Holanda? —Él rió amablemente, mostrando dos hileras de fundas de oro.
Seneca se colocó bien la bolsa de red y le preguntó:
—¿A cuánto está Wichita de aquí?
—Depende de cómo vaya. En coche… diez o doce horas. En autobús, más.
—¡Oh!
—¿Tiene familia en Wichita?
—Sí. No. Bueno, mi novio. Voy a visitar a su madre.
El vigilante se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo cortado al rape.
—Estupendo —dijo—. Hacen buenas barbacoas en Wichita. No se las pierda.
Quizás en algún lugar de Wichita hiciesen buenas barbacoas, pero no en casa de la señora Turtle. Allí se seguía un régimen estrictamente vegetariano. En su mesa no había nada con pezuñas, plumas, caparazón o escamas. Siete cereales y siete verduras: si comes uno de cada grupo todos los días (pero sólo uno) vivirás eternamente. Y eso era lo que pensaba hacer, pero no, no pensaba vender los bonos de ahorro que le había dejado su marido para darle el dinero a nadie, menos aún a alguien que había atropellado a un niño y lo había dejado ahí tirado; aunque fuera su único hijo.
—Oh, no. No, señora Turtle. Él no sabía que era un niño pequeño. Eddie pensó que era un… un…
—¿Un qué? —preguntó la señora Turtle—. ¿Qué pensó que era?
—Se me ha olvidado lo que me dijo, pero sé que él no lo haría. A Eddie le gustan los niños, de verdad. Es muy cariñoso. Me pidió que le llevara una Biblia.
—Pues ya debe de haberla vendido.
Seneca apartó la vista. La pantalla del televisor parpadeaba. En ella, hombres con expresión grave se mentían mutuamente en voz baja, con cortesía.
—Mira, niña, hace más de dos días que lo conozco. Lo conozco de toda su vida.
—Sí, señora.
—¿Y te piensas que voy a dejar que me meta en el asilo para que un abogado astuto pueda seguir siendo rico?
—No, señora.
—¿Has visto a estos abogados de Watergate?
—No, señora. Sí, señora.
—Pues eso. No digas una palabra más. ¿Quieres cenar algo o no?
El cereal era pan de trigo; la verdura, col rizada. El té fuerte y helado ayudaba a tragar.
La señora Turtle no le ofreció que se quedara a pasar la noche, de manera que Seneca recogió su bolsa y recorrió la silenciosa calle bajo el suave aire vespertino de Wichita. No había abandonado el trabajo para hacer aquel viaje, pero el supervisor le había dejado bien claro que faltar tan pronto no era nada bueno para un empleado nuevo. Tal vez ya la hubiesen echado del trabajo. Quizá la señora Turtle la dejara telefonear a sus compañeras de piso para saber si había llamado alguien diciendo que no se molestara en regresar. Seneca dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.
Al llegar a la puerta, oyó unos sollozos en el instante mismo en que se disponía a llamar. El llanto desconsolado de una madre, un sonido distinto de cualquier otro de este mundo. Seneca retrocedió y se dirigió hacia la ventana, apretando la mano izquierda contra su pecho para calmar los latidos de su corazón. La dejó allí —e imaginó las valvulitas que vacilaban y se trababan, intentando volver a recuperar el ritmo— mientras bajaba corriendo los escalones de ladrillo hacia la acera, corría por las sucias calles, pasaba junto al asfalto, después el hormigón, de camino a la estación de autobuses. No se rindió a los gemidos que pasaban a toda velocidad por su cabeza hasta que se sentó en un banco de plástico, con las piernas cruzadas. Sola, sin testigos, la señora Turtle había dado rienda suelta a su razón, su personalidad, y se había puesto a gritar como los seres con plumas, aletas y pezuñas cuya carne nunca comía; igual que lo harían una gaviota, un manatí o una loba si les hubieran quitado su cría. Tenía las manos en la cabeza, la boca abierta y el rostro cubierto de sudor.
Sin aliento y con la boca seca, Seneca se escapó de los sollozos. Corrió por calles anchas y estrechas, aminoró el paso cuando se acercó a la zona comercial de la ciudad. Al entrar en la estación, compró cacahuetes y ginger ale en las máquinas expendedoras, pero se arrepintió al instante, porque en realidad le apetecía algo dulce, no salado. Con los tobillos cruzados, las rodillas separadas, se sentó en un banco de la sala de espera, se metió los cacahuetes en el bolsillo y sorbió el refresco. El pánico terminó por desaparecer y los gritos de la mujer herida se confundieron con el rumor del tráfico cotidiano.
Se acercaba la noche y la estación estaba tan llena como por la mañana, cuando todo el mundo iba a trabajar. Al anochecer, el cálido día de septiembre aún no había refrescado. Apenas había diferencia entre el denso aire de la sala de espera y el exterior. Los pasajeros y sus acompañantes parecían tranquilos, apenas interesados en el viaje o la despedida. La mayoría de los niños estaban dormidos sobre los regazos, el equipaje o los asientos. Los que no dormían, torturaban a quien tenían a su alcance. Los adultos jugueteaban con los billetes, se secaban la humedad del cuello, daban palmaditas a los niños y hablaban en murmullos. Los soldados y sus novias examinaban los horarios expuestos tras los cristales. Cuatro adolescentes con gorra de punto cantaban con voz queda junto a las máquinas expendedoras. Un hombre con uniforme gris de chófer recorría la sala a grandes pasos, como si buscara a su pasajero. Un hombre bien parecido entraba por la puerta impulsando su silla de ruedas, algo molesto por el diseño de aquélla.
Faltaban dos horas y veinte minutos para que saliera su autobús, por lo que Seneca se preguntaba si no debería matar el rato con una de las películas que había visto al pasar: Serpico, El exorcista, El golpe. Éstas eran las mejores, pero le parecía una especie de traición ver alguna de ellas sin el brazo de Eddie sobre los hombros. Al pensar en el aprieto en que se encontraba y en sus torpes esfuerzos por ayudarlo, suspiró profundamente, pero no corría el riesgo de echarse a llorar. Ni siquiera derramó una lágrima cuando encontró la carta de Jean junto a las galletas Lorna Doone. Las madres de las dos familias adoptivas la cuidaron y tal vez incluso la quisieron, pero ella sabía que no era su personalidad lo que aprobaban, sino el que aceptase las regañinas en silencio, comiera lo que le daban, compartiese lo que tenía y nunca llorase.
El refresco hacía ruido por la pajita cuando el chófer se detuvo delante de ella y sonrió.
—Disculpe, señorita. ¿Puedo hablar con usted un momento?
—Sí, claro. Sí. —Seneca se apartó rápidamente para hacer sitio en el banco, pero el hombre no se sentó.
—Estoy autorizado a ofrecerle quinientos dólares por un trabajo complicado pero bastante fácil, si es que le interesa.
Seneca abrió la boca para decir: ¿complicado y fácil?
Los ojos del hombre eran de un gris nuboso y los botones del uniforme brillaban como oro viejo.
—Oh, no. Gracias. Es que estoy a punto de marcharme —repuso ella—. Mi autobús sale dentro de dos horas.
—Entiendo; pero el trabajo no le ocupará mucho rato. Quizá si habla usted con mi señora, que está justo aquí fuera, ella pueda decirle de qué se trata. A menos que tenga usted mucha prisa.
—¿Señora?
—Sí. La señora Fox. Venga por aquí, sólo será un minuto.
Una limusina palpitaba bajo las brillantes farolas a pocos metros de la entrada de la estación. Cuando el chófer abrió la puerta, una mujer muy hermosa volvió la cabeza hacia Seneca.
—Hola. Soy Norma. Norma Keene Fox —se presentó—. Necesito un poco de ayuda. —No le tendió la mano, pero su sonrisa hizo que Seneca lo deseara—. ¿Puedo contarte de qué se trata?
Lucía una escotada blusa blanca de lino, sin mangas, y una larga falda color beige. Cuando descruzó las piernas, Seneca vio unas sandalias brillantes y las uñas de los pies pintadas de color coral. Tenía el pelo de color champán, echado hacia atrás, y no llevaba pendientes en las orejas.
—¿Qué clase de ayuda? —preguntó Seneca.
—Sube para que te lo explique. Es difícil hablar al otro lado de la puerta abierta del coche.
Seneca vaciló.
La risa de la señora Fox era tan cálida como el tañido de las campanas.
—No pasa nada, cariño. No tienes que aceptar el trabajo si no quieres.
—No he dicho que no quisiera.
—Bien. Entonces, sube. Aquí hace más fresco.
La puerta se cerró con un chasquido suave y profundo; los modales versallescos de la señora Fox eran irresistibles.
Algo confidencial, dijo. No ilegal, claro, sólo privado. ¿Sabes escribir a máquina? ¿Un poco? Quiero a alguien que no sea de por aquí. Espero que con quinientos baste. Podría subir un poco si la chica fuera verdaderamente inteligente. David te traerá de vuelta a la estación, aunque decidas que no quieres coger el trabajo.
De pronto Seneca advirtió que la limusina ya no estaba aparcada. Las luces del interior seguían encendidas. La atmósfera era climatizada. La limusina parecía flotar.
Me gusta este rincón del mundo, prosiguió Norma. Pero son estrechos de miras, no sé si me entiendes. De todas maneras, no viviría en ningún otro lugar. Mi marido no me cree, mis amigos tampoco, porque yo soy del Este. Cuando vuelvo, me dicen ¿Wichita?, en este tono. Pero a mí me gusta esto. ¿De dónde eres? Ya me lo parecía. Por aquí no llevan tejanos como ésos. Aunque deberían, bueno, quien tenga el culo adecuado. Como el tuyo. Sí. Mi hijo estudia en la Universidad de Rice. Mucha gente trabaja para nosotros, pero sólo puedo sacar adelante algunas cosas cuando Leon, mi marido, no está. Y ahí es donde tú intervienes, vamos, si estás de acuerdo. ¿Estás casada? Bueno, lo que necesito que se haga sólo puede hacerlo una mujer inteligente. No llevas pintalabios, ¿verdad? Bien. Tienes los labios muy bonitos así. Le he dicho a David, por favor, encuentra una chica inteligente. Nada de campesinas ni vulgares guapetonas. Hace muy bien su trabajo. Él te ha encontrado. Vivimos bastante lejos de la ciudad. No, gracias. No puedo digerir los cacahuetes. Oh, cariño, debes de estar muerta de hambre. Tomaremos una cena estupenda y te explicaré lo que quiero. Es muy sencillo, si eres capaz de seguir mis indicaciones. Se trata de un trabajo confidencial, de manera que prefiero contratar a alguien de fuera. ¿Las pestañas son tuyas? Magníficas. ¿David? ¿Sabes si Manie ha preparado cena para hoy? Espero que no haya pescado, ¿o te gusta el pescado? En Kansas la trucha es estupenda. Creo que algo de pollo frito nos servirá. Aquí los pollos están muy bien alimentados, comen mejor que muchas personas. No, no los tires. Dámelos. ¿Quién sabe? Podrían ser útiles.
Seneca pasó las tres semanas siguientes en habitaciones maravillosas con la maravillosa Norma y con comida demasiado bonita para comérsela. Norma la llamaba con diversos motes cariñosos; pero nunca le preguntó su nombre. La puerta de la casa jamás se cerraba y podía marcharse en cuanto quisiera. No tenía por qué quedarse en aquel lugar, donde pasaba de las plumas de pavo real a una humillación abyecta; de los mimos a los malos tratos en tono de broma; de las tartaletas con caviar a la inmundicia. Pero el dolor enmarcaba el placer, era estimulante. La humillación hacía que la rendición fuese más profunda, más tierna. Duradera.
Cuando Leon Fox telefoneó anunciando su regreso inminente, Norma le dio los quinientos dólares y algo de ropa, incluido el sarape de cachemira. Tal como le había prometido, David, cuyos botones brillaban más que nunca a la luz del sol, la llevó a la estación de autobuses. No hablaron durante el viaje.
Seneca vagó por Wichita durante horas; se detuvo en una cafetería, descansó en un parque público. No sabía adónde ir ni qué hacer. ¿Buscar trabajo cerca de la cárcel y no alejarse de Eddie? Eso suponía seguir sus instrucciones, excusarse por no haberle llevado los ahorros de su madre. ¿Volver a Chicago? ¿Reanudar la vida que llevaba antes de conocerlo? Amigos fugaces. Trabajos temporales. Casas efímeras. Comida robada. Eddie Turtle había significado una forma de vida estable durante seis meses, y ahora ya no estaba. ¿O debería seguir adelante? El chófer la había recogido para Norma como si fuera un perrito callejero. No, ni siquiera. Como un animalito con el que uno desea jugar durante un rato, pero no quedarse con él. Sin quererlo. Sin darle un nombre. Sólo algo de comer, jugar con él y devolverlo a su sitio. Tenía quinientos dólares y nadie más que Eddie sabía dónde estaba. Quizá lo mejor fuese seguir así.
Seneca no había tomado ninguna decisión cuando vio el primer escondrijo: un camión cargado con sacos de cemento. Cuando la descubrió, el camionero la sujetó contra un neumático mientras enlazaba preguntas, maldiciones y amenazas con alguna insinuación. Al principio, Seneca no dijo nada, después pidió permiso para ir al baño.
—Por favor, tengo que ir urgentemente —dijo.
El conductor suspiró, la soltó y cuando ella se iba, le lanzó una última advertencia. Después de aquello hizo autostop varias veces, pero le molestaba tanto tener que hablar que asumió el riesgo de esconderse en la trasera de los camiones. Prefería viajar sin rumbo, apartada de la gente, entre la carga, oculta a la vista de todos. Cuando se encontró entre unas cajas en una flamante camioneta del 73, y saltó de ella para seguir a una mujer sin abrigo, era la primera vez que tomaba una decisión deliberada sin obedecer las instrucciones de nadie.
La mujer que lloraba —¿o reía?— se había ido. Había dejado de nevar. En el piso de abajo, alguien la llamaba.
—¿Seneca? ¿Seneca? Ven, niña. Estamos esperándote.