El asfalto ardía o llevaba zafiros escondidos dentro de los zapatos. K. D., que nunca había visto a una mujer caminar con tanta afectación ni hacer quiebros de aquella manera, creía que sus andares eran la causa de todos los problemas. Ni él ni sus amigos, que haraganeaban junto al horno, la vieron bajar del autobús, pero, cuando éste se marchó, apareció de repente, al otro lado de la calle, vestida con unos pantalones tan ceñidos, unos tacones tan altos, unos pendientes tan largos, que olvidaron reírse de su pelo. Cruzó Central Avenue hacia ellos dando unos pasitos diminutos sobre unos altísimos zapatos de plataforma que no se habían vuelto a ver desde 1949.
Andaba deprisa, como si tropezase con carbones al rojo o le hiciera daño algún objeto que tuviera en la puntera del zapato. Algo valioso, pensó K. D., porque, si no, lo habría quitado de ahí.
K. D. cruzó el cuarto de estar con la caja del equipo. De una cesta situada en una mesilla auxiliar caían estrechas piezas de encaje. La tía Soane trabajaba con el hilo como si fuera una presa: a diario, metódicamente, a cambio de nada, produciendo más encaje del que nadie utilizaría jamás. Detrás, el jardín que bordeaba la casa por la izquierda estaba muy bien cuidado y no se veían malas hierbas en él. K. D. giró a la derecha, en dirección al cobertizo, y entró. Los collies se entusiasmaron al verlo. Tuvo que separarle las patas a Good, la perra, para que se echara. Tenía las orejas suaves y le pasó el trapo de algodón empapado en alcanfor con mano firme. Las garrapatas se desprendían como si fueran el poso del café. Puso la palma de la mano bajo la mandíbula; la perra le lamió la barbilla. Ben, el otro collie, lo miraba con la cabeza sobre las patas. La vida en el rancho de Steward Morgan hacía que los perros siempre estuviesen muy sucios. Necesitaban unos pocos días en Ruby, al cuidado de K. D., un par de veces al año. Cogió de la caja el cepillo de cerdas y lo hundió con suavidad en el pelo de Good mientras canturreaba con voz de falsete, a lo Motown, la canción que había inventado para ella cuando era cachorra:
—Eh, perrita buena; sé una perrita buena; mi vieja buena perra, mi buena perra. Todo el mundo necesita un buen buen buen perro. Todo el mundo necesita un buen buen buen perro.
Good se desperezaba con satisfacción.
Esa noche, sólo asistirían a la reunión los interesados. Todo el mundo, eso es, excepto quien había empezado aquello. Sus tíos Deek y Steward, el reverendo Misner, el padre y el hermano de Arnette. Discutirían sobre la bofetada, pero no sobre el embarazo, y, desde luego, tampoco sobre la chica con zafiros escondidos en los zapatos.
Si ella no hubiera estado allí, si su ombligo no hubiera asomado sobre la cintura de sus tejanos, o si sus pechos sólo los hubieran hecho callar durante unos pocos segundos, dándoles tiempo para pensar cómo actuar, qué actitud adoptar en público, pero sin chicas alrededor, habrían sabido qué hacer. Como grupo, habrían asumido de inmediato el tono adecuado; pero Arnette estaba por allí, lloriqueando, y también Billie Delia.
K. D. y Arnette se habían separado de los demás. Para hablar. Estaban cerca del chaparral, tras los bancos para comer al aire libre, para mantener una conversación: nunca había pensado que hablar pudiera ser tan desagradable.
—Bien, ¿qué vas a hacer? —preguntó Arnette. Lo que quería decir era: me voy a Langston en septiembre y no quiero estar embarazada ni abortar ni casarme ni sentirme mal ni enfrentarme con mi familia.
—Bien, ¿y qué vas a hacer tú? —repuso él, mientras pensaba: me has arrinconado en todas las reuniones sociales que puedo recordar y cuando al final cedí no tuve que quitarte las bragas, me obligaste, así que no es mi problema.
Acababan de empezar a velar las amenazas y desvelar su desagrado mutuo cuando el autobús se marchó. Todas las cabezas, todas, se volvieron. En primer lugar, porque nunca habían visto un autobús en el pueblo: Ruby no era una parada de camino a otro lugar. En segundo, para averiguar por qué se detenía. Cuando el autobús se hubo marchado, la visión que apareció de pie en el arcén, entre la escuela y el Sagrado Redentor, captó la atención de todos los que haraganeaban junto al horno. No llevaba los labios pintados, pero se le veían los ojos a quinientos metros. El silencio que descendió pareció permanente hasta que Arnette lo rompió.
—Si ése es el tipo de golfa que te gusta, adelante, negro.
K. D. examinó a Arnette, desde el pulcro vestido camisero al flequillo, para terminar en la cara —hosca, gruñona, acusadora—, y le dio una bofetada.
Alguien exclamó, «¡Oh!», pero la mayoría de sus amigos estaban calibrando las espléndidas tetas que se acercaban a ellos. Arnette se marchó corriendo; Billie Delia también, pero, como buena amiga que era, volvió la cabeza para ver cómo todos se veían obligados a mirar el suelo, el brillante cielo de mayo o el largo de sus uñas.
Terminó con Good. Tendría que recortarle un poco el pelo de la barriga, era imposible deshacer los enredos, pero estaba muy bonita. K. D. empezó con el pelo de Ben mientras ensayaba su línea de defensa con la familia de Arnette. Cuando describió el incidente a sus tíos, éstos fruncieron el entrecejo al mismo tiempo. Y, como una imagen especular, en los gestos, si no en el aspecto, Steward escupió el tabaco Blue Boy mientras Deek encendía un puro. Por disgustados que estuvieran, K. D. sabía que no negociarían una solución que supusiese un peligro para él o para el futuro del dinero de los Morgan. Por algo su abuelo había llamado a sus gemelos Deacon y Steward, diácono y administrador. Además, su familia no había levantado dos pueblos y luchado contra la ley de los blancos, los mestizos creek, los bandidos y las inclemencias del tiempo para ver cómo los ranchos y las casas, un banco con hipotecas sobre una tienda de alimentación, otra de artículos diversos y otra de muebles terminaban en el bolsillo de Arnold Fleetwood. Puesto que los huesos dispersos de sus primos habían sido enterrados dos años atrás, K. D., su esperanza y su desesperación, era el último varón de un linaje que incluía a un lugarteniente del gobernador, un auditor del Estado y dos alcaldes. Como siempre, era necesario seguir de cerca su conducta y reprenderlo. ¿O, a lo mejor, sus tíos lo verían de otra manera? Quizás Arnette tuviera un niño, un sobrino nieto de Morgan. ¿Su padre, Arnold, tendría algún derecho que los Morgan debiesen respetar?
Mientras acariciaba el pelo de Ben y le quitaba abrojos de los suaves mechones, K. D. intentó pensar como sus tíos, lo que no era fácil. De manera que dejó de intentarlo y se refugió en su sueño favorito. Pero esta vez incluía a Gigi y sus espléndidas tetas.
—Hola. —Hizo estallar el chicle con maestría—. ¿Esto es Ruby? El conductor del autobús dijo que lo era.
—Eh… Sí… Ah…, claro que sí. —Los chicos ociosos hablaron como uno solo.
—¿Hay algún motel por aquí?
Al oír aquello rieron y se sintieron lo bastante cómodos como para preguntarle a quién buscaba y de dónde venía.
—Frisco —respondió—. Y quisiera pastel de ruibarbo. ¿Tenéis fuego?
El sueño, entonces, estaría situado en Frisco, San Francisco.
Los hombres de la familia Morgan no admitían nada, pero se sentían incómodos por el lugar escogido para la reunión. El reverendo Misner había pensado que sería mejor seguir el protocolo e ir a ver a Fleetwood en lugar de insistir en el insulto dirigido contra la familia haciendo que los agraviados fueran a la casa del agresor.
K. D., Deek y Steward se habían sentado en el cuarto de estar del párroco, todo asentimientos y gruñidos conciliatorios, pero K. D. sabía en qué estaban pensando sus tíos. Observó a Steward mover el tabaco en la boca y retener el jugo. Hasta el momento, la asociación de crédito que había formado Misner no tenía afán de lucro y su función consistía en otorgar pequeños préstamos de emergencia a los miembros de la iglesia, sin penalizaciones por el retraso en los pagos. Como una hucha, había dicho Deek, pero Steward replicó que por el momento. La reputación de la iglesia que había dejado Misner para ir a Ruby flotaba tras él: reuniones secretas cuyo propósito era agitar a la población, enfrentamientos contra la ley de los blancos. No cabía duda de que había puesto sus esperanzas en un estado que en una ocasión había decidido construir una nueva facultad de Derecho para acoger a una estudiante —una chica negra— y, al mismo tiempo, mantener la segregación. No cabía duda de que se había tomado en serio la posibilidad de cambiar las cosas en un estado que también había construido un recinto abierto junto a un aula para que otro estudiante negro se sentara solo. Eso había sido en los años cuarenta, cuando K. D. era un niño pequeño, antes de que su madre, los hermanos de ésta, sus primos y todos los demás dejaran Haven. Ahora, decenas de años más tarde, sus tíos escuchaban todas las semanas los sermones de Misner, pero cuando terminaban se ponían al volante de su Oldsmobile y su Impala y repetían el lema de los Viejos Padres: «Oklahoma es indios y negros mezclados con Dios. Lo demás es forraje». Ante su consternación, el reverendo Misner a menudo trataba al forraje como si fuera comida. Un hombre como aquél podía fomentar conductas extrañas, ponerse al lado de una quinceañera, alinearse con Fleetwood. Un hombre así, deseoso de tirar el dinero, podía dar ideas a los clientes, hacerles creer que era posible escoger el tipo de interés.
Sin embargo, los baptistas formaban la congregación más numerosa del pueblo, así como la más poderosa. De manera que los Morgan clasificaban las opiniones del reverendo Misner para juzgar cuáles eran recomendaciones que podían desoír fácilmente y cuáles las órdenes que debían obedecer.
Recorrieron en dos coches los cinco kilómetros escasos que separaban el cuarto de estar de Misner de la casa de Fleetwood.
En algún lugar, en una ciudad de Oklahoma, las voces de junio están acompañadas por el agua de una piscina iluminada por el sol. K. D. había estado allí una vez. Había subido a la línea férrea de Misuri, Kansas, Tejas y esperaba fuera, en la acera, mientras ellos hablaban de negocios dentro de un edificio de ladrillo rojo. Oyó cerca unas voces excitadas y fue a ver. Tras una valla de tela metálica y hormigón vio el agua verde. Ahora sabe que era de un tamaño normal, pero entonces tuvo la impresión de que llenaba el horizonte. Le pareció como si en ella se sumergieran cientos de niños blancos cuyas voces eran una cascada de la felicidad más pura de este mundo, un júbilo tan intenso que hacía brotar las lágrimas. Ahora que el Oldsmobile cambiaba de sentido al llegar al horno, allí donde Gigi había hecho estallar el chicle, K. D. sintió de nuevo la anhelante excitación del agua brillante y las voces de junio de los nadadores. A sus tíos no les gustó tener que buscarlo por toda la zona comercial de la ciudad, y no pararon de reprenderlo durante todo el camino de regreso a Ruby en tren y en coche. De poco habría servido entonces y seguía sin servir de gran cosa. Los estallidos de: «¿cómo demonios haces para meterte en estos líos?; deberías ir con gente de tu edad; ¿y por qué demonios querías follarte a una Fleetwood?; ¿has visto a los hijos de ese tipo?; ¡maldita sea!», se produjeron sin hacer daño. Igual que había visto el agua brillar al sol, había visto a Gigi, pero, a diferencia de la piscina, a ésta volvería a verla.
Estacionaron los coches muy juntos al lado de la casa de Fleetwood. Cuando llamaron a la puerta, los hombres, excepto el reverendo Misner, empezaron a respirar por la boca para evitar percibir el olor a enfermedad de la casa.
Arnold Fleetwood no quiso volver a dormir en una tienda o en el suelo, de modo que la espaciosa casa que construyó en Central Avenue tenía cuatro habitaciones. Además de los dormitorios para él y su mujer y cada uno de sus dos hijos, había otro para los invitados, del que se sentían orgullosos. Cuando su hijo, Jefferson, volvió de Vietnam y se llevó a su cama a Sweetie, con quien acababa de casarse, la habitación de invitados siguió libre. Se habría convertido en el cuarto de los niños si no la hubieran necesitado como sala de hospital para los hijos de Jeff y Sweetie. Tal como habían ido las cosas, ahora Fleet dormía en un rincón del comedor.
Los hombres se sentaron sobre una tapicería impecable mientras esperaban a que el reverendo Misner terminara de ver a las mujeres en otro lugar de la casa. Las dos señoras Fleetwood dedicaban todo su tiempo, energía y afecto a los cuatro niños que todavía estaban vivos, por el momento. Fleet y Jeff, agradecidos pero ofendidos por tal devoción, disimulaban la vergüenza que sentían. Era difícil estar con ellos, sentarse cerca de ellos, y más difícil aún mantener una conversación.
K. D. sabía que Fleet debía dinero a sus tíos, y también que Jeff tenía ganas de matar a alguien. Ya que no podía matar a la Administración de Veteranos, otros tendrían que cargar con su rabia. Todos sintieron alivio cuando Misner bajó sonriendo por las escaleras.
—Bien. —El reverendo Misner juntó las manos y las movió en un ademán de victoria—. Las señoras han prometido traernos café y creo que han dicho que también servirían pudín de arroz. Es el mejor motivo que conozco para empezar.
Volvió a sonreír. Estaba muy cerca de ser demasiado guapo para tratarse de un predicador. No sólo su rostro y su cabeza, sino su cuerpo, muy bien formado, suscitaban la admiración de casi todo el mundo. Como era un hombre serio, tomaba su evidente belleza como un freno para la pereza que lo forzaba a tratar con cuidado a su congregación, a no dar nada por sentado ni la adoración de las mujeres ni la envidia de los hombres.
Nadie le festejó el comentario acerca del pudín.
—Permítanme exponer la situación tal como la entiendo —prosiguió— y corríjanme si me equivoco o me olvido algo. Por lo que sé, K. D. ha herido, gravemente por cierto, a Arnette. Así que, de entrada, podemos decir que K. D. tiene un problema con su mal carácter y una obligación…
—¿No es un poco mayor para enfadarse con una niña? —lo interrumpió, furioso, Jefferson Fleetwood, que estaba sentado en una silla baja, lejos de la luz de la lámpara—. Yo a esto no lo llamo mal carácter: lo llamo acto ilegal.
—Bueno, en ese momento, estaba fuera de sí.
—Con perdón, reverendo. Arnette tiene quince años. —Jeff miraba a K. D. fijamente a los ojos.
—Es cierto —intervino Fleet—. Nadie le ha dado una bofetada desde que tenía dos años.
—Pues quizás ése sea el problema —dijo Steward, cuya tendencia a exaltarse era bien conocida. Deek le había aconsejado que mantuviera la boca cerrada y dejase que él, el sutil, hablara. Ahora, sus palabras hicieron que Jeff saltase de la silla.
—¡No tolero que vengáis a mi casa a insultar a mi familia!
—¿Tu casa? —Steward miró a Jeff y luego a Arnold Fleetwood.
—¡Ya me habéis oído! ¡Papá, será mejor que suspendamos la reunión antes de que alguien resulte herido!
—Tienes razón —convino Fleet—. Estamos hablando de mi hija, ¡mi hija!
Sólo Jeff estaba de pie, pero Misner se levantó.
—Señores, ¡basta ya! —Alzó las manos e, irguiéndose sobre los hombres sentados, recurrió a la voz que empleaba para los sermones—. Ésta es una reunión de hombres, hombres de Dios. ¿Van a denigrar así la obra del Señor?
K. D. observó que Steward luchaba contra la necesidad de escupir y también se puso de pie.
—Lo lamento —dijo—, de verdad. Si pudiera, desharía lo hecho.
—Lo hecho, hecho está. —Misner bajó las manos.
—Respeto a su hija… —prosiguió K. D.
—¿Desde cuándo? —preguntó Jeff.
—Siempre la he respetado. Desde que era así —respondió K. D. poniendo la mano a la altura de la cintura—. Pregúnteselo a quien quiera; pregúnteselo a su amiga, Billie Delia. Billie Delia se lo dirá.
El efecto de aquel golpe maestro fue inmediato. Los tíos Morgan reprimieron una sonrisa, mientras que a los Fleetwood, padre e hijo, se les erizó el cabello. Billie Delia era la chica más lanzada de la población, y cada vez iba más deprisa.
—Esto no va de Billie Delia —le espetó Jeff—; va de lo que le hiciste a mi hermanita.
—Un minuto —dijo Misner—. Quizá podríamos llegar a un acuerdo mejor si tú, K. D., nos dijeras por qué lo hiciste. ¿Por qué? ¿Qué sucedió? ¿Estabas bebiendo? ¿Te irritó de alguna manera?
Misner esperaba que aquella pregunta tan franca diera pie a un ambiente de sinceridad en el que los hombres dejaran de comportarse como osos y llegaran a un acuerdo. El repentino silencio que se produjo lo sorprendió. Steward y Deck se sonaron al mismo tiempo. Arnold Fleetwood se miró los zapatos. Misner advirtió que había algo que no funcionaba. En aquel incómodo silencio, podían oír por encima de sus cabezas el ligero taconeo de las mujeres al caminar, atender, coger, alimentar, hacer todo lo necesario para salvar a unos niños incapaces de salvarse por sí mismos.
—Nos da igual el motivo —dijo Jeff—. Lo que quiero saber es qué vais a hacer. —Al pronunciar la palabra «hacer» clavó el índice en el brazo de la butaca.
Deek se echó hacia atrás y separó los muslos, como si le diera la bienvenida a un territorio que le pertenecía.
—¿Qué has pensado acerca de eso? —preguntó.
—En primer lugar, que se disculpe —respondió Fleet.
—Acabo de hacerlo —dijo K. D.
—A mí no, a ella. ¡A ella!
—Sí, señor; lo haré —prometió K. D.
—De acuerdo —repuso Deek—. Eso es lo primero. ¿Lo segundo?
—No vuelvas a ponerle la mano encima —dijo Jeff.
—No volveré a tocarla, señor.
—¿Hay un tercer punto? —preguntó Deck.
—Necesitamos estar seguros de que habla en serio —dijo Fleet—. Hace falta alguna señal.
—¿Una señal? —Deck consiguió adoptar una expresión de desconcierto.
—La reputación de mi hermana está en entredicho, ¿verdad?
—Ah, ya veo.
—Nada puede devolvérsela, ¿verdad? —El tono con que Jeff formulaba la pregunta combinaba el desafío y la interrogación.
Deek se inclinó hacia delante.
—Bueno, no sé… He oído que va a marcharse a estudiar fuera. Eso haría que todo se olvidara. Quizá podamos ayudar un poco.
Jeff gruñó.
—No sé. —Miró a su padre—. ¿Qué te parece, papá? ¿Eso sería…?
—Tengo que preguntárselo a su madre. Ella también está ofendida, ya lo sabes. Más que yo, quizá.
—Bien —dijo Deek—, entonces, ¿por qué no lo hablas con ella? Si está de acuerdo, mañana os pasáis por el banco.
Fleet se rascó la barbilla.
—No puedo prometer nada. Mable es una mujer muy orgullosa. Muy orgullosa.
Deek asintió.
—Y no le faltan motivos. Eso de tener una hija que va a irse a estudiar fuera y demás… No queremos que nada lo impida. Da prestigio al pueblo.
—¿Y cuándo empieza en ese colegio universitario, Fleet? —quiso saber Steward, ladeando la cabeza.
—Creo que en agosto.
—¿Estará lista?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que para el mes de agosto falta mucho —contestó Steward—. Estamos en mayo. Podría cambiar de opinión. Decidir quedarse.
—Soy su padre. Ya me encargaré de que piense lo que quiero.
—Bien —dijo Steward.
—¿De acuerdo, entonces? —preguntó Deek.
—Como he dicho, tengo que hablar con su madre.
—Claro.
—Ella es la clave. Mi mujer es la clave.
Deek sonrió abiertamente por primera vez en toda la tarde.
—Las mujeres siempre lo son, Dios las bendiga.
El reverendo Misner suspiró como si el aire volviera a hacerse respirable.
—El amor de Dios está en esta casa —dijo—. Lo siento siempre que entro. Siempre. —Elevó la vista hacia el techo mientras Jefferson Fleetwood lo miraba fijamente con ojos afligidos—. Valoramos Su fuerza, pero no debemos ignorar Su amor. Eso es lo que nos mantiene fuertes. Señores, hermanos, oremos.
Inclinaron la cabeza y escucharon obedientemente las bellas palabras de Misner y el repiqueteo de los pasos de las mujeres que estaban fuera de su vista.
A la mañana siguiente, el reverendo Misner se sorprendió por lo bien que había dormido. La reunión con los Morgan y los Fleetwood la noche anterior lo había inquietado. Había un oso pardo en el cuarto de estar de los Fleetwood —callado, invisible, pero que imposibilitaba todo movimiento hábil—. En el piso de arriba, había conseguido que las mujeres rieran; bueno, al menos Mable. Sweetie sonrió, pero saltaba a la vista que no le había hecho gracia su broma. Siempre estaba pendiente de sus hijos. Un resbalón. Una pendiente. Una corriente de aire: se inclinó sobre una cuna y la arregló con rapidez y habilidad. Pero su expresión era algo condescendiente, como si se preguntara qué podía tener aquello de divertido y por qué intentaba él ser gracioso. Cuando dijo que se unieran a él en una oración, accedió. Inclinó la cabeza y cerró los ojos, pero cuando lo miró con un silencioso «Amén», tuvo la sensación de que su relación con el Dios con el que él hablaba era algo vago o nuevo, mientras que el de ella era superior, más antiguo y definitivo. Tuvo mejor suerte con Mable Fleetwood, quien se mostró tan encantada con su visita como para prolongar la charla innecesariamente. En el piso de abajo, los hombres que él había reunido, tras enterarse de lo que había sucedido en el horno, esperaban; igual que el oso pardo.
Misner se convenció de que el resultado era satisfactorio. Los enfados se habían encauzado, habían dado con una solución y se había llegado a un acuerdo de paz. O al menos eso esperaba. Los Morgan siempre parecían estar sosteniendo una segunda conversación, un diálogo inaudible paralelo al que mantenían en voz alta. Actuaban como un solo hombre, pero algo en la actitud de Deek hacía que se preguntara si no estaría encubriendo a su hermano, apoyándolo tal como se haría con un niño algo retrasado. En cuanto a lo ofendido que pudiese estar Arnold, era una fórmula que todos esperaban y a la que no concedían ningún valor. Jefferson no dejaba traslucir ningún sentimiento. Sin embargo, era K. D. quien más irritaba a Misner. Demasiado dispuesto a gustar. Una disculpa empalagosa. Una sonrisa taimada. Misner despreciaba a los hombres que pegaban a las mujeres. Pegar a una chica de quince años…, ¿en qué estaría pensando K. D.? Su parentesco con Deek y Steward lo protegía, naturalmente, pero costaba apreciar a un hombre que confiara en eso. Servil con sus tíos; brutal con las mujeres. Más tarde, esa misma noche, cuando Misner calentaba el filete frito y las patatas que Anna Flood le había llevado para cenar, miró por la ventana y vio a K. D. pasar a toda velocidad por Central Avenue en el Impala de Steward. Habría apostado que lucía su sonrisa taimada. Pensaba que aquellos fastidiosos pensamientos lo mantendrían despierto durante casi toda la noche, pero por la mañana despertó como si hubiera dormido apaciblemente. Supuso que se debía a la comida de Anna. Sin embargo, se preguntó por qué K. D. saldría del pueblo zumbando.
Un hombre y una mujer follando sin cesar. Cuando la luz cambia, cada cuatro horas, hacen algo nuevo. En el borde del desierto, follan bajo el cielo de Arizona. Nada puede hacer que paren. Nada quiere que paren. La luz de la luna arquea la espalda de él; la luz del sol calienta la lengua de ella. Es imposible no verlos o confundirlos, si uno sabe dónde están: a la salida de Tucson, en la interestatal 3, en una ciudad llamada Deseo. Crúzala; coge la primera a la izquierda. Donde termina la carretera y empieza el desierto de verdad, sigue adelante. Las tarántulas son venenosas, pero hay que continuar a pie porque no hay neumáticos capaces de ir por ese terreno. Una hora, como máximo, y verás a los amantes contra el cielo. Algunas veces son tiernos; otras, duros. Pero nunca se detienen. Ni durante las tormentas de polvo ni cuando el calor pasa de los cuarenta y dos grados. Y si tienes paciencia y los pillas bajo una de las escasas lluvias del desierto, verás que el color de sus cuerpos se hace más intenso. Pero siguen haciéndolo bajo la pura y poco frecuente lluvia: la pareja negra de Deseo, Arizona.
Mikey le contó a Gigi una y otra vez cómo eran y cómo podía encontrarlos a la salida de la ciudad donde él había nacido. Podrían haber sido una atracción turística, tendrían que haberlo sido, decía, pero a los del lugar los ponía nerviosos. Se organizó un comité de metodistas preocupados para volarlos o disfrazarlos con cemento, pero se disolvió tras las primeras investigaciones. Los miembros del comité dijeron que sus objeciones no se debían a que fueran contrarios al sexo, sino a las perversiones, puesto que algunos que habían examinado atentamente a la pareja sostenían que estaba formada por dos mujeres que hacían el amor en la tierra. Otros, tras un escrutinio igualmente cuidadoso (de cerca y con prismáticos), decían que no, que eran dos varones, osados como si estuvieran en Gomorra. Sin embargo, Mikey había tocado sus partes y sabía bien que uno era una mujer y el otro era un hombre.
—¿Y qué más da? —decía; al fin y al cabo, tampoco lo hacen en una autopista. Hay que alejarse mucho de la carretera para encontrarlos.
Según Mikey, los metodistas querían librarse de ellos, pero también querían que estuvieran allí, pues incluso aquel hatajo de paletos reprimidos, demasiado asustados como para tener sueños eróticos, sabían que necesitaban a la pareja. Aunque nunca hubieran estado cerca de ellos, decía, necesitaban saber que estaban allí. Al amanecer, explicaba, se volvían de color cobre y era evidente que habían pasado toda la noche haciéndolo. A mediodía eran de color gris plata. Azules por la tarde, negros por la noche y no paraban de moverse, de moverse, de moverse.
A Gigi le gustaba oír el modo en que decía esto último: «Y no paraban de moverse, de moverse, de moverse».
Cuando los separaron, Mikey fue condenado a noventa días. A Gigi la soltaron en la sala de urgencias con una venda Ace en la muñeca. Todo fue tan rápido que no tuvieron tiempo de planear dónde encontrarse. El abogado de oficio dijo que ni fianza ni libertad condicional. Su cliente tenía que cumplir los tres meses. Tras calcular la sentencia, restadas las tres semanas que había pasado en la cárcel, Gigi le envió a Mikey un mensaje a través del abogado. El mensaje era el siguiente: «Deseo quince abril».
—¿Qué? —preguntó el abogado.
—Dígale eso: «Deseo quince abril».
¿Y qué había dicho Mikey al recibir su recado?
—De acuerdo. De acuerdo.
Nada de Mikey, nada de Wish, nada de interestatal 3 y nadie follaba en el desierto. Cuando lo preguntó en Tucson, pensaron que estaba loca.
—Quizás el pueblo que busco sea demasiado pequeño para que aparezca en el mapa —sugirió ella.
—Entonces, pregúntaselo a la policía. No hay pueblo, por pequeño que sea, que no conozcan.
—Esa formación rocosa está lejos de la carretera. Parece una pareja haciendo el amor.
—Bueno, señorita, he visto algunas lagartijas haciéndolo en el desierto.
—¿Y no son cactos?
—Es posible.
Rieron por lo bajo.
Tras recorrer con el dedo las columnas de la guía telefónica y no encontrar a nadie en el estado con el apellido de Mikey, Rood, Gigi se rindió. A regañadientes. Sin embargo, se aferró a la idea de la pareja que se unía en el desierto eternamente. Por debajo de los apasionantes sueños de justicia social, de una policía honrada al servicio del pueblo, los amantes del desierto le rompían el corazón, con más fuerza incluso que el recuerdo del chico que escupía sangre en sus propias manos. Mikey no se lo había inventado. Quizá los hubiese situado mal, pero se había limitado a sacar a la superficie algo que ella siempre había sabido que existía… en algún lugar. Quizás en México, y hacia allí se dirigía. La droga era fuerte, los hombres siempre estaban dispuestos; pero al cabo de diez días despertó llorando. Llamó a Alcorn, Misisipí, a cobro revertido.
—Vuelve a casa, niña. ¿Ha cambiado el mundo lo suficiente para ti? En cualquier caso, todos han muerto. King, otro de los Kennedy, Medgar Evers, un negro llamado X. Señor no puedo recordarlos a todos desde que te fuiste para no hablar de los de aquí, te acuerdas de L. J. que trabajaba en el centro comercial de la carretera 2 alguien entró en pleno día con una pistola con una forma que nadie había visto nunca…
Gigi apoyó la cabeza contra la pared de yeso situada junto al teléfono. Fuera de la tienda de comestibles, un empleado agitaba una escoba contra unos niños. Eran niñas. Sin ropa interior.
—Voy para allá, abuelo. Me voy derecha a casa.
Durante casi todo el rato tuvo los dos asientos para ella. Espacio para estirarse. Dormir. Leer los ejemplares atrasados de Ramparts que llevaba enrollados en la mochila. Cuando subió al de Santa Fe, el tren arrancó lleno de hombres del ejército del aire vestidos de azul. Pronto los que salían de trabajar a las cuatro llenaron los vagones, pero cuando cambió de tren y subió al MKT, los vagones dejaron de estar llenos.
El hombre con el pendiente no fue a buscarla, sino que fue ella quien lo buscó a él. Sólo para hablar con alguien que no estuviese revestido de poliéster y pareciera capaz de fumar otra cosa que Chesterfield.
Era bajo, casi enano, pero su ropa seguía la onda de la Costa Este. Llevaba el pelo estilo «afro», pero cuidado, no desgreñado, semillas de oro alrededor del cuello y un pendiente a juego en la oreja.
Estaban juntos, uno al lado del otro, junto a la barra del bar, que el encargado insistía en llamar vagón restaurante. Ella pidió una Coca-Cola sin hielo y un pastel de chocolate. Él sólo pidió unos cubos de hielo en una copa.
—Esto tendría que ser gratis —dijo Gigi al hombre situado detrás de la barra—. No debería pagar por el hielo.
—Disculpe, señora. Me limito a cumplir las normas.
—Yo le he pedido que no me pusiera hielo. ¿Me ha hecho una rebaja?
—Claro que no.
—No te molestes —dijo el hombre bajo.
—No me molesto —contestó Gigi, y a continuación, dirigiéndose al camarero, añadió—: Oiga. Dele el hielo que no iba a cobrarme, ¿de acuerdo?
—Señorita, ¿quiere que llame al revisor?
—Si no lo hace usted, lo haré yo. Este tren es un asalto: eso es, los trenes asaltan a las personas.
—Da lo mismo —dijo el hombre—. Si sólo son cinco centavos.
—Es una cuestión de principios —repuso Gigi.
—Un principio de cinco centavos no es ningún principio. Ese tipo necesita cinco centavos. Los necesita de verdad. —El hombre bajo sonrió.
—Yo no necesito nada. Son las normas —insistió el camarero.
—Tenga dos —dijo el hombre, y echó otra moneda en el platillo.
Salieron del bar juntos; Gigi resplandecía, el hombre del pendiente sonreía. Ella se sentó cerca de él, al otro lado del pasillo, para comentar el incidente mientras el hombre hacía crujir el hielo.
—Me llamo Gigi —se presentó, tendiendo la mano—. ¿Y tú?
—Dice —contestó él.
La tocó con una mano muy fría y a lo largo de kilómetros se dedicaron a contarse historias inventadas. Gigi incluso se sintió lo bastante cómoda con él como para preguntarle si alguna vez había visto o había oído hablar de una formación rocosa que parecía un hombre y una mujer dándose el lote. Él rió y contestó que no, pero que en una ocasión había oído hablar de un lugar donde había un lago en mitad de un campo de trigo, y que cerca de ese lago, crecían dos árboles entrelazados. Si uno conseguía meterse entre ellos del modo adecuado, entraba en un estado de éxtasis que ningún humano podía inventar o copiar.
—Dicen que, después de eso, nadie puede rechazarte.
—Nadie me rechaza.
—¿Nadie? ¡Quiero decir nadie!
—¿Dónde está eso?
—En Ruby. Ruby, Oklahoma. En mitad de ninguna parte.
—¿Has estado allí?
—Todavía no, pero tengo intención de ir a comprobarlo. Dicen que preparan el mejor pastel de ruibarbo del país.
—No soporto el ruibarbo.
—¿Qué no lo soportas? Chica, tú no has vivido. No has vivido nada.
—Me voy a casa. A ver a mi gente.
—¿Dónde está tu casa?
—En Frisco. Toda mi gente vive allí. Acabo de hablar con mi abuelo. Me esperan.
Dice asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
Gigi metió el envoltorio del pastel de chocolate en el vaso de papel vacío. No estoy perdida. Nada de eso. Puedo ir a ver al abuelo o volver a la Bahía o…
El tren redujo la velocidad. Dice se puso de pie para coger su maleta de la red situada encima de los asientos. Era tan bajo que tenía que ponerse de puntillas. Gigi lo ayudó y a él no pareció importarle.
—Bueno, me marcho. Me ha gustado charlar contigo.
—Lo mismo digo.
—Buena suerte. Ten cuidado.
Si los chicos que estaban delante de una especie de barbacoa hubieran dicho «No, esto es Alcorn, Misisipí», ella se lo habría creído. El mismo corte de pelo, la misma mirada, la misma sonrisa de paleto. Era lo que su abuelo llamaba «el pueblo del país». También había algunas chicas, que al parecer discutían con uno de ellos. En cualquier caso, no fueron de gran ayuda, pero le gustaron las oleadas de deseo que chocaron contra su espalda mientras se alejaba por la calle.
Primero, el polvo, fino como harina, se le metió en los ojos y la boca. Después, el viento le arruinó el peinado. De repente, se encontró fuera de la población. Lo que los habitantes locales llamaban Central Avenue desapareció súbitamente y, al mismo tiempo que llegaba al centro, Gigi se encontró en el límite de Ruby. El viento, silencioso, soplaba de la tierra más que del cielo. El minuto anterior, sus tacones repiqueteaban; al minuto siguiente, parecían mudos sobre los remolinos de tierra. A ambos lados, la hierba alta se ondulaba como si fuese agua. Cinco minutos antes se había detenido en una tienda, había comprado cigarrillos y se habían enterado de que los chicos de la barbacoa decían la verdad: no había ningún motel. Y si alguien preparaba alguna clase de pastel, no se servía en un restaurante, porque tampoco había ninguno. No había ningún lugar público donde sentarse que no fueran los bancos para comer al aire libre y aquella especie de barbacoa. Alrededor de ella no había más que puertas y ventanas cerradas en las que las cortinas descorridas volvían rápidamente a su sitio.
Vaya con Ruby, pensó. Aquel bicho raro y mentiroso del tren debía de habérselo enviado Mikey. Ella sólo quería ver. No la cosa ésa en el campo de trigo, sino si el mundo tenía algo que decir (en forma de roca, árbol o agua) que no fueran bolsas para cadáveres o chicos escupiendo sangre en sus propias manos para no estropearse los zapatos. Vaya. Alcorn. De la misma manera, habría podido empezar de nuevo en Alcorn, Misisipí. Tarde o temprano, uno de aquellos camiones aparcados junto a la tienda de alimentación y semillas tendría que ponerse en marcha, y ella se largaría de allí a dedo.
Mientras se sujetaba el pelo y entornaba los ojos para protegerse del viento, Gigi pensó en volver a la tienda. Con los tacones altos, la mochila le resultaba pesada, y si no se movía podría caer al suelo a causa del viento. Cuando éste cesó, lo cual ocurrió tan súbitamente como había empezado, oyó un motor que se acercaba.
—¿Vas hacia el convento? —Un hombre con sombrero de ala ancha abrió la puerta de su camioneta.
Gigi puso la mochila sobre el asiento y subió.
—¿A un convento? ¿Estás de broma? Qué va. ¿Puedes acercarme a una parada de autobús de verdad, una estación de tren o algo parecido?
—Tienes suerte. Te llevo directa a las vías.
—¡Estupendo! —Gigi hurgó en la bolsa situada entre sus rodillas—. Esto huele a nuevo.
—Completamente nuevo. Sois mis primeros viajeros.
—¿Somos?
—Tengo que detenerme. Otra persona también va a coger el tren. —Sonrió—. Me llamo Roger. Roger Best.
—Gigi.
—Para ti el viaje es gratis. Al otro le cobro —dijo él, y apartó los ojos de la carretera. Fingiendo mirar el paisaje a través de la ventanilla del acompañante, echó un vistazo a su ombligo, después más abajo, luego más arriba.
Gigi sacó un espejo y arregló como pudo el estropicio que había hecho el viento en su pelo mientras pensaba, sí, soy libre.
Y así fue. Como había dicho Roger Best, no cobraba a los vivos, pero a la muerta le cobraba veinticinco dólares.
De vez en cuando, la mujer sentada en los escalones del porche se levantaba las gafas de aviador para secarse los ojos. De debajo de su sombrero de paja una trenza le cayó sobre la espalda. Roger se inclinó y le habló durante lo que a Gigi le pareció largo rato; después, los dos entraron. Cuando Roger salió, estaba cerrando el billetero y fruncía el entrecejo.
—No tengo a nadie para que me ayude. Será mejor que esperes dentro. Me va a costar un rato bajar el cadáver.
Gigi se volvió, pero no consiguió ver nada a través del tabique separador.
—¡Mierda! ¿Esto es un coche fúnebre?
—Algunas veces. Otras es una ambulancia. Hoy es un coche fúnebre. —Ahora estaba ocupado y no le lanzaba miradas de soslayo a los pechos—. Tengo que meterlo en el MKT a las ocho y veinte de la tarde, y debo estar allí a la hora exacta.
Si bien con cierta torpeza, Gigi bajó rápidamente de la camioneta, ahora coche fúnebre, rodeó la casa, subió por los amplios escalones de piedra y entró por la puerta delantera a toda prisa. El hombre había dicho «convento», de manera que había esperado encontrar mujeres dulces pero estrictas flotando bajo tocados como veleros y con largas mangas negras. Pero no había nadie y la mujer del sombrero de paja había desaparecido. Gigi cruzó un vestíbulo de mármol y entró en otro que era el doble de grande. En la penumbra, divisó un pasillo que se extendía hacia la derecha y hacia la izquierda. Delante de ella, otra amplia escalinata. Antes de que lograra decidir qué camino tomar, Roger estaba detrás de ella empujando un trasto metálico con ruedas. Se dirigió hacia la escalera, murmurando «Nada de ayuda, nada». Gigi giró a la derecha y se encaminó a toda prisa hacia la luz que salía de debajo de una puerta de vaivén de dos hojas. Dentro descubrió la mesa más grande que había visto nunca, en la más grande de las cocinas. Se sentó allí y, mientras se mordisqueaba la uña del pulgar, se preguntó hasta qué punto podría ser desagradable viajar con un muerto. Tenía algo de hierba en la mochila. No mucha, pero suficiente, pensó, para no cagarse de miedo. Estiró el brazo y cogió un trozo de masa de un pastel que tenía delante, y entonces advirtió que el lugar estaba lleno de comida, casi toda ella intacta. Varios pasteles, más tartas, ensalada de patatas, un jamón, una gran fuente de judías estofadas. Debía de haber monjas, pensó, o quizá todo aquello fuera para los asistentes al funeral. De repente, como si en efecto fuese uno de éstos, se sintió hambrienta. Se puso a engullir con avidez; mientras comía a grandes cucharadas y con la otra mano seguía llenando el plato de comida, entró la mujer, ahora sin el sombrero de paja ni las gafas, y se tumbó en el frío suelo de piedra.
Gigi no podía hablar, pues tenía la boca llena de judías y de pastel de chocolate. Fuera, la bocina del coche de Roger sonó con estruendo. Gigi dejó la cuchara y con el pastel en la mano se acercó a la mujer tendida. Se puso en cuclillas, se secó la boca y dijo:
—¿Puedo ayudarte?
La mujer negó con la cabeza, sin abrir los ojos.
—¿Quieres que vaya a buscar a alguien de la casa?
La mujer abrió los ojos y Gigi sólo vio un tenue círculo allí donde estaba el contorno del iris.
—Eh, chica, ¿vienes o qué? —La voz de Roger sonaba débil y distante sobre la vibración del motor—. ¡Tengo que llegar a la hora sino quiero perder ese tren!
Gigi se inclinó más sobre aquellos ojos sin nada que decir.
—¿Hay alguien más en la casa?
—Tú —murmuró la mujer—. Estás aquí.
Cada una de las palabras navegó hacia Gigi sobre una ola de aliento a alcohol.
—¿Me oyes? ¡No puedo esperar todo el día! —la urgió Roger.
Gigi agitó la mano que tenía libre delante del rostro de la mujer para comprobar no sólo si estaba borracha, sino también si era ciega.
—Para —susurró la mujer, enfadada.
—¡Oh! —dijo Gigi—. Pensaba… ¿Quieres que te traiga una silla?
—¡Me voy! ¿Lo oyes? ¡Me voy!
Gigi oyó que el motor del coche fúnebre aceleraba y Roger ponía la marcha atrás.
—Me quedo sin viaje. ¿Qué quieres que haga?
La mujer se colocó sobre un costado y juntó las manos bajo la mejilla.
—Sé buena. Limítate a mirar. Llevo diecisiete días sin cerrar los ojos.
—¿En el suelo?
Pero estaba dormida. Respiraba como un niño.
Gigi se puso de pie y miró alrededor, tragando lentamente el pastel. Por lo menos, allí no había muertos. El ruido del coche fúnebre fue haciéndose más débil y desapareció.
Cada centímetro de la mansión del estafador hablaba de miedo, no de triunfo. Tenía forma de bala y en el extremo norte, allí donde originalmente habían estado el comedor y la sala, trazaba una curva. El hombre debía de pensar que sus perseguidores vendrían del norte, porque todas las ventanas de la planta baja se apiñaban en esas dos habitaciones, como si se tratara de puntos de observación. En el extremo sur, los signos de sus deseos se hallaban en dos estancias: una cocina enorme y una habitación donde podía dedicarse a los juegos de los ricos. Ninguna de éstas tenía ventanas, pero una de las dos entradas de la mansión se encontraba en la cocina. Un porche recorría la punta norte, seguía la pared de la entrada principal y terminaba en el extremo plano de la bala, el lado sur. Como la salida del sol sólo se podía ver desde los dormitorios y la puesta no se divisaba desde ningún lugar de la casa, la luz resultaba siempre engañosa.
Debía de haber planeado tener mucha compañía en su fortaleza, pues había ocho dormitorios, dos baños gigantescos y un sótano con almacenes que ocupaba tanto lugar como la planta baja. Al parecer deseaba divertir tanto a sus invitados como para que éstos no pensaran en salir de allí durante días. Sus esfuerzos para entretener no eran más sofisticados ni interesantes que él mismo: sobre todo, se trataba de ofrecer comida, sexo y juguetes. Tras dos años de construcción semiencubierta, organizó una fastuosa fiesta antes de ser detenido, justo como temía, por agentes del orden venidos del Norte, uno de los cuales había asistido a su primera y única fiesta.
Las cuatro hermanas maestras que se mudaron a la casa cuando se puso a la venta a precio de ganga, cancelaron diligentemente los obvios ecos de sus placeres, pero no pudieron hacer nada para esconder su terror. La parte trasera cerrada, protegida, la punta dispuesta y vigilante, una puerta de entrada guardada por unas garras, último resto de una estatua monstruosa que las hermanas retiraron enseguida. El único punto vulnerable se encontraba en la desvencijada puerta de la cocina.
Gigi, tan colocada como era posible con lo poco que le quedaba, deambuló por la mansión mientras la mujer borracha dormía en el suelo de la cocina, y reconoció de inmediato la transformación del comedor en aula, del cuarto de estar en capilla y de la sala de juegos en oficina: quedaban las bolas y los tacos, pero no la mesa de billar. Después descubrió los restos de la fracasada laboriosidad de las hermanas. Los soportes de los candelabros en figura de torso femenino colgaban del alto techo. Los bucles de cabello enroscado en las parras, que en otro tiempo tocaban rostros ahora arrancados. Los querubines que emergían de capas de pintura en el vestíbulo. Los tiradores en forma de pezón. Los haraganes medio vestidos con ropas antiguas, bebiendo y bromeando en los cuadros apilados en los armarios. Una Venus o dos entre varias estatuas desnudas bajo las escaleras del sótano. Incluso encontró, en un arcón lleno de serrín, los genitales masculinos de latón que habían arrancado de los lavabos y bañeras, como si las monjas, aunque sintieran repugnancia por las exigencias de semejantes instalaciones, valoraran el metal. Gigi jugueteó con la grifería haciendo girar los testículos diseñados para abrir el paso del agua a través del pene. Dio la última calada al porro —hierba de la mejor— y dejó la colilla en una de las vaginas de alabastro de la sala de juegos. Se imaginó a los hombres que, con satisfacción, golpeaban aquellos ceniceros con sus puros. O quizá se limitaban a dejarlos encima, sabiendo, sin mirar, que la punta brillante iba formando lentamente un delicado glande.
Evitó los dormitorios porque no sabía cuál había pertenecido a la persona que había muerto, pero cuando fue a utilizar uno de los cuartos de baño, advirtió que ninguna actividad propia del lugar podría reflejarse en un espejo que se reflejaba en otro. La mayor parte de ellos, bien sujetos a la pared de azulejos, habían sido pintados. Se inclinó para examinar las sirenas que sostenían la bañera y descubrió un asa sujeta a una tabla de madera rodeada por las baldosas del suelo. Cogió la anilla y tiró de ella, pero no consiguió moverla. De repente, volvió a sentirse hambrienta y regresó a la cocina para comer y hacer lo que la mujer le había pedido: ser buena y mirarla mientras dormía —como si se hubiera tomado un tripi y tuviera miedo de que le diera una mala bajada estando sola—. Había terminado los macarrones, algo de jamón y otro trozo de pastel cuando la mujer del suelo se movió y se sentó. Escondió la cara entre las manos por unos instantes, después se frotó los ojos.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Gigi.
La mujer sacó unas gafas de sol de un bolsillo del delantal y se las puso.
—No; pero he descansado.
—Bueno, eso ya es estar mejor.
La mujer se levantó.
—Supongo que sí. Gracias por quedarte.
—Tranquila. La resaca es un coñazo. Me llamo Gigi. ¿Quién se ha muerto?
—Un amor —respondió la mujer—. He tenido dos; ella fue el primero y el último.
—Vaya, perdona —dijo Gigi—. ¿Adónde se la lleva? Me refiero al tipo del coche fúnebre.
—Lejos. A un lago que se llama como ella. Superior. Así es como ella lo quería.
—¿Quién más vive aquí? No habrás preparado toda esta comida tú sola, ¿no?
La mujer llenó un cazo con agua y negó con la cabeza.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Gigi Gigi Gigi Gigi Gigi. Eso es lo que cantan las ranas. ¿Cómo te llamó tu madre?
—¿Mi madre? Igual que ella.
—¿Cómo?
—Grace.
—Grace. ¿Qué hay mejor que la gracia?
Nada. Nada de nada. Si alguna vez llegaba una mañana en que la misericordia y la simple buena suerte salieran corriendo, la gracia tendría que hacerse cargo de todo; pero ¿de dónde vendría y cuánta prisa se daría? ¿Podría colarse la gracia en ese santo agujero?
Fue la mujer con expresión de rendición, que servía sus pechos sobre una bandeja, como dos pasteles redondos, lo que le quitó todo interés al juego de mirar fijamente al chico. Gigi observó cómo luchaba por no apartar los ojos de los de ella y perdía una y otra vez. Dijo que se llamaba K. D. e hizo todo lo posible por mirarle a un tiempo la cara y el escote mientras hablaba. Por lo general, ella esperaba esa clase de lucha, la provocaba y le resultaba divertida. Pero el cuadro que había visto al despertar una hora antes se la fastidió. Como no quería dormir en el primer piso, donde acababa de morir una persona, Gigi había escogido el sofá de piel de la antigua sala de juegos reconvertida en oficina. La habitación no tenía ventanas y sólo podía iluminarse con la desaparecida luz eléctrica, lo que propició un sueño largo y profundo. Durmió durante toda la mañana y despertó por la tarde, en una oscuridad menos intensa que cuando el sueño la había vencido. Colgado en la pared, delante de ella, se encontraba el grabado al que apenas había echado un vistazo cuando curioseó el día anterior. Ahora surgía en su línea de visión bajo la débil luz procedente del pasillo. Una mujer. De rodillas. Los ojos alzados con una mirada de derrota, implorante, los brazos extendidos sosteniendo una ofrenda en una bandeja ante un caballero. Gigi caminó de puntillas y se acercó para ver quién era aquella mujer con expresión de rendición. «Santa Catalina de Siena», aparecía grabado en una pequeña placa sobre el marco dorado. Gigi se rió —pollas de latón escondidas en una caja; tetas expuestas como un pastel en una bandeja—, pero lo cierto es que no le parecía gracioso. Así que cuando el chico que había visto en el pueblo el día anterior aparcó el coche cerca de la puerta de la cocina y tocó la bocina, su interés por él tenía cierto matiz de fastidio. Apoyada contra el marco de la puerta, Gigi comía pan con jamón mientras lo escuchaba y contemplaba la lucha que libraban sus ojos.
La sonrisa del chico era agradable y su voz, atractiva.
—He estado dando vueltas, buscándote. He oído que estabas aquí y he pensado que a lo mejor aquí seguías.
—¿Quién te lo dijo?
—Un amigo. Bueno, el amigo de un amigo.
—¿Te refieres al tipo del coche fúnebre?
—Ajá. Dijo que habías cambiado de opinión y no habías ido a la estación de tren.
—Vaya, las noticias viajan deprisa por aquí, al contrario que todo lo demás.
—Nos movemos. ¿Te apetece dar una vuelta en coche? Puede ir tan deprisa como quieras.
Gigi se lamió el pulgar y el índice para limpiar los restos del jamón. Miró a la izquierda, hacia el huerto, y le pareció vislumbrar en la distancia un brillo metálico, o quizá fuese un espejo que reflejaba la luz; por ejemplo, las gafas de un agente de policía.
—Aguarda un minuto a que me cambie —dijo.
En la sala de juegos, se puso una falda amarilla y una camiseta ceñida de color rojo oscuro. Tras consultar su carta astral metió sus pertenencias (y unos pocos recuerdos) en la mochila, y lanzó ésta al asiento trasero del coche.
—Eh —dijo K. D.—, sólo vamos a dar una vuelta.
—Lo sé —contestó ella—, pero ¿quién sabe? Podría cambiar de opinión otra vez.
Avanzaron kilómetro tras kilómetro bajo un cielo azul celeste. Gigi apenas había contemplado el paisaje por las ventanillas del tren o el autobús. En su opinión, ahí no había nada que mirar. Pero ir lanzado a toda velocidad en el Impala era como viajar en un DC10 y la nada resultara ser el cielo: imposible no verlo, hecho a medida por un diseñador. No estaba vacío, sino lleno de aire fresco y todo lo que la vista necesitaba.
—Llevas la falda más corta que he visto en mi vida —dijo él, con su agradable sonrisa.
—Mini —dijo Gigi—. En el mundo real, se llama minifalda.
—¿Y la gente no te mira?
—Me miran. Conducen durante kilómetros. Chocan. Dicen tonterías.
—Supongo que te gusta. Para eso es, ¿no?
—Háblame de la ropa que llevas que yo te hablaré de la mía. Por ejemplo, ¿de dónde has sacado esos pantalones?
—¿Qué tienen de malo?
—Nada. Mira, si quieres discutir, llévame de vuelta.
—No. No, no quiero discutir; sólo quiero… conducir un rato.
—¿Sí? ¿Muy deprisa?
—Ya te lo he dicho: tan deprisa como quieras.
—¿Durante cuánto rato?
—Tanto como quieras.
—¿Muy lejos?
—Muy lejos.
La pareja del desierto era grande, había dicho Mikey. Desde cualquier ángulo que miraras, había dicho, ocupaban todo el cielo, sin parar de moverse, sin parar de moverse. Mentiroso, pensó Gigi; este cielo no. Allí, el cielo era más grande que cualquier cosa, incluida una mujer con los pechos en una bandeja.
Cuando Mavis se acercó por el camino a la puerta de la cocina, frenó con tanta fuerza que los paquetes se deslizaron del asiento y cayeron bajo el salpicadero. La figura sentada en la silla roja del huerto estaba totalmente desnuda. No podía verle la cara bajo el ala del sombrero, pero sabía que no llevaba gafas de sol. Sólo había pasado fuera un mes y, durante tres semanas, había estado rabiando por volver. Algo tenía que haber pasado, pensó. A la madre. A Connie. La figura que tomaba el sol no se movió a pesar del chirrido de los frenos. Cuando cerró la puerta del Cadillac de golpe, aquella persona se incorporó en el asiento y se echó hacia atrás el sombrero.
—¡Connie, Connie! —gritó Mavis, corriendo hacia el extremo del huerto—. Y tú, ¿quién demonios eres? ¿Dónde está Connie?
La chica desnuda bostezó y se rascó el vello pubiano.
—¿Eres Mavis? —preguntó.
Algo más tranquila al ver que la conocía, que le habían hablado de ella, Mavis bajó el tono de voz.
—¿Qué estás haciendo aquí así? ¿Dónde está Connie?
—¿Cómo estoy? Está dentro.
—¡Estás desnuda!
—Sí, ¿y qué?
—¿Lo saben? —preguntó Mavis, mirando en dirección a la casa.
—Mire, señora —dijo Grace—, ¿está viendo algo que nunca ha visto, algo que usted no tiene, es una obsesa de la ropa o qué?
—Bueno, ya has llegado. —Connie bajó por los escalones con los brazos abiertos, en dirección a Mavis—. Te he echado de menos.
Se dieron un abrazo y Mavis se rindió al latido del corazón de la mujer contra el suyo.
—¿Quién es, Connie, y dónde está su ropa?
—¡Ah!, es la pequeña Grace. Llegó el día siguiente de que muriera la madre.
—¿Murió? ¿Cuándo?
—Hace siete días. Siete.
—Pero si he traído las cosas, lo tengo todo en el coche.
—No hacen falta; por lo menos, para ella. Tengo el corazón encogido, pero ahora que has vuelto me apetece cocinar.
—¿No has comido nada? —Mavis lanzó una mirada gélida a Grace.
—Un poco. La comida del funeral. Pero ahora guisaré de nuevo.
—Está lleno de comida —dijo Grace—. Ni hemos tocado los…
—¡Vístete!
—¡Vete a la mierda!
—Vístete, Grace —insistió Connie—. Vamos, sé buena chica. Tápate un poco, te querremos igual.
—¿Ésta no ha oído hablar nunca de tomar el sol?
—Anda, ve.
Grace se fue tras ofrecer con ademán exagerado las dos mejillas a Mavis.
—¿Debajo de qué piedra ha salido? —preguntó Mavis.
—Calla, calla —repuso Connie—. Enseguida te gustará.
Ni hablar, pensó Mavis. Ni hablar. La madre se ha ido, pero Connie está bien. Llevo aquí casi tres años y esta casa es nuestro sitio. El nuestro. No el suyo.
Menos darse de bofetadas hicieron de todo. Y, al final, incluso eso. Lo que pospuso lo inevitable fueron los amores desesperados y una chica muy joven vestida con ropas demasiado ceñidas que apareció llamando a la puerta mosquitera.
—Por favor, ayúdenme —dijo—. Tienen que ayudarme. Me han violado y casi estamos en agosto.
Sólo en parte era cierto.