Los vecinos parecieron alegrarse cuando los bebés se asfixiaron. Quizá, porque hacía tiempo que les molestaba el Cadillac verde menta en que murieron. Por supuesto, hicieron todo lo que había que hacer: llevaron comida, telefonearon dando el pésame, hicieron una colecta; pero el brillo de la excitación en sus ojos resultaba evidente.

Cuando llegó la periodista, Mavis se sentó en el rincón del sofá, sin saber si rascar con las uñas las migajas de patatas fritas que había en las costuras de la tapicería de plástico o empujarlas más adentro. La periodista, sin embargo, quería que primero se tomara la foto, de modo que el fotógrafo hizo colocar a Mavis en el centro del sofá, con los hijos supervivientes a cada lado de su acongojada madre. Por supuesto, preguntó dónde estaba el padre. ¿Jim? ¿Es Jim Albright? Pero Mavis dijo que no se encontraba muy bien, no podía salir, así que tendrían que seguir sin él. La periodista y el fotógrafo cambiaron una mirada y Mavis pensó que tal vez supieran que Frank —no Jim— estaba sentado en el borde de la bañera bebiendo Seagram’s de la botella. Mavis se desplazó hacia el centro del sofá y se quitó de las uñas los restos de patatas fritas hasta que los otros niños fueron con ella. A partir de ese momento, siempre serían los «otros niños». Sal rodeó la cintura de su madre con el brazo. Frankie y Billy James se apretujaron a su derecha. Sal la pellizcó, con fuerza. Mavis cayó en la cuenta al instante de que su hija no estaba nerviosa delante de la cámara y todo eso, porque el pellizco se hizo largo, agudo. Las uñas de Sal buscaban la sangre.

—Debe de haber sido terrible para usted.

Según había dicho, se llamaba June.

—Sí, señora. Es terrible para todos nosotros.

—¿Quiere decir algo? ¿Desea transmitir algún mensaje a otras madres?

—¿Perdón?

June cruzó las piernas y Mavis observó que era la primera vez que se ponía aquellos zapatos blancos de tacón alto. Las suelas apenas estaban sucias.

—Pues algún consejo, para que tengan cuidado, algo sobre la negligencia.

—Bueno. —Mavis inspiró profundamente—. No se me ocurre nada. No sé.

El fotógrafo se agachó e inclinó la cabeza mientras examinaba lo que aquello daba de sí.

—Para que podamos extraer alguna enseñanza de esta terrible tragedia. —La sonrisa de June reflejaba tristeza.

Mavis se irguió para evitar que las uñas de Sal consiguieran su objetivo. La cámara soltó un chasquido. June tapó el rotulador. Aquello estaba muy bien. Mavis nunca había visto nada parecido, la tinta se secaba al instante en el papel, sin riesgo de borrones.

—En este momento no tengo nada que decir a gente que no conozco. —Por segunda vez, el fotógrafo ajustó la persiana de la ventana que daba a la calle y retrocedió hacia el sofá para acercar una caja negra a la cara de Mavis.

—Lo entiendo —dijo June. Sus ojos adoptaron una expresión amable, pero brillaban como los de los vecinos—. Y le aseguro que no me gusta tener que hacerle esta pregunta, pero ¿podría contarme qué sucedió exactamente? Nuestros lectores están consternados. Como eran gemelos…, ya sabe. Ah, y quieren que sepa que está presente en sus oraciones diarias. —Miró a los chicos y a Sal—. Y los demás también. Rezan por todos y cada uno de ustedes.

Frankie y Billy James bajaron la vista hacia sus pies descalzos. Sal apoyó la cabeza en el hombro de su madre mientras apretaba la carne de su cintura.

—Así que, ¿podría decirnos algo? —June esbozó una sonrisa que significaba «hazme ese favor».

—Bueno. —Mavis frunció el entrecejo. Esta vez quería hacerlo bien—. A él no le gusta la carne enlatada Spam. Vamos, a los niños les gusta, pero a él no. Con este calor, no se puede guardar mucha carne. Una vez, se me puso verde un filete, así que salí y cogí el coche con la intención de ir a comprar unas salchichas, y pensé, Merle y Pearl. Al principio yo no estaba de acuerdo, pero él dijo…

—¿Merle?

—Sí, señora.

Siga, siga.

—No lloraban ni nada, pero dijo que le dolía la cabeza. Lo entendí, claro. No se puede esperar que un hombre vuelva a casa de un trabajo como ése y tenga que cuidar a unos críos mientras yo voy a buscar algo decente para ponerle en la mesa, ya me doy cuenta de que eso no puede ser.

—Así que usted cogió a los gemelos. ¿Por qué no se llevó a los otros niños?

—Hay una comadreja ahí detrás —dijo Frankie.

—Una marmota —lo corrigió Billy James.

—¡A callar! —Sal se inclinó sobre el vientre de Mavis y señaló a sus hermanos con el dedo.

June sonrió.

—¿No habría sido más seguro ir con los otros niños en el coche? Porque son mayores, quiero decir.

Mavis se levantó con el pulgar el tirante del sostén, que se había deslizado de su hombro.

—No esperaba que pasara nada malo. La tienda no está lejos… Podría haber ido a Convenience, pero cae más lejos.

—De modo que dejó a los recién nacidos en el coche y fue a comprar un poco de carne.

—No, señora. Salchichas.

—Bien, salchichas. —June escribía deprisa, pero no parecía tachar nada—. Lo que quisiera preguntarle es por qué tardó tanto tiempo. Era una sola cosa.

—No. No tardé. Cinco minutos, a lo más.

—Señora Albright, sus hijos se asfixiaron. En un coche caliente con las ventanillas cerradas. No había aire. Es difícil que eso sucediera en cinco minutos.

Quizá fuese sudor, pero le dolía lo bastante como para que se tratara de sangre. No se atrevía a pegar un manotazo a Sal o a hacer el menor gesto que revelara su dolor. En lugar de ello, se rascó la comisura de la boca y dijo:

—Hice mal, pero no estuve más que eso. Fui directa al estante y cogí dos paquetes de Armour, que son caras, pero ni miré el precio. Aunque hay otras igual de buenas y menos caras, tenía prisa y no miré.

—¿Se dio prisa?

—Ah, sí, señora. Él estaba que echaba chispas. La carne en lata no es para un hombre que trabaja.

—¿Y las salchichas sí?

—Pensaba en chuletas. Pensaba en chuletas.

—¿No sabía que su marido venía a casa a cenar, señora Albright? ¿No viene a cenar todos los días?

Es una persona encantadora, pensó Mavis. Educada. No había mirado la habitación ni los pies de los niños, ni se había sobresaltado al oír el estrépito procedente de la parte trasera de la casa, seguido del ruido de la cisterna. Cuando cesó el ruido en el cuarto de baño, se oyó el de las maletas del fotógrafo al cerrarse.

—Ha sido todo —dijo—. Encantado de conocerla, señora. —June se inclinó para estrechar la mano de Mavis, cuyo cabello era del mismo color que el de ella—. ¿Tienes suficientes del Cadillac? —le preguntó luego al fotógrafo.

—Muchas. —Él hizo una O con el pulgar y el índice—. Que seáis buenos. —Se llevó una mano al sombrero y se marchó.

Sal dejó de pellizcar la cintura de su madre. Se inclinó hacia delante y se concentró en mecer los pies; de vez en cuando, daba una patada a Mavis en la espinilla.

Desde el lugar donde estaban sentados, nadie podía ver el Cadillac aparcado delante de la casa. Sin embargo, todo el vecindario lo había visto durante meses, y ahora lo vería todo el mundo en Maryland, puesto que el fotógrafo le había hecho más fotos que a ellos. Verde menta. Verde lechuga. Impresionante. Pero el color no se vería en los periódicos. Se vería el tamaño, el destello del lugar donde habían muerto los niños. Unos bebés que nadie vería nunca más porque ni siquiera existía una foto de sus rostros confiados.

Sal se levantó de un brinco.

—¡Oh, mira! ¡Un escarabajo! —chilló, y dio un pisotón a su madre.

Mavis había dicho: «Sí, señora, viene a cenar todos los días», y se preguntaba cómo sería tener un marido que volviera a casa todos los días. Después de que se marchara la periodista, quiso ir a ver la herida que le había hecho Sal, pero Frank seguía en el lavabo, probablemente dormido, y no era buena idea molestarlo. Pensó en limpiar las migas de patatas fritas de las costuras del sofá, pero lo que deseaba era estar en el Cadillac. No era suyo, sino de Frank, pero a Mavis le gustaba todavía más que a él y mintió al decirle que había perdido el segundo juego de llaves. Cuando June se marchaba, las últimas palabras fueron sobre el coche:

—Aunque no es nuevo, tiene tres años. Es del 65.

Si hubiera podido, habría dormido allí, en el asiento trasero, acurrucada en el lugar donde habían estado los gemelos, los únicos que disfrutaban con su compañía y no eran una cruz. No podía hacerlo, claro. Frank le había dicho que no se le ocurriera tocar el Cadillac, y menos aún conducirlo, en toda su vida. De manera que se sintió tan sorprendida como los demás cuando lo robó.

—¿Te sientes bien?

Frank ya estaba bajo la sábana y Mavis despertó con un sobresalto de terror que se disolvió rápidamente para transformarse en su estado habitual de temor.

—Me siento bien.

Mavis buscó una señal en la oscuridad intentando captar, oler su estado de ánimo por anticipado, pero era completamente inexpresivo, igual que a la hora de cenar la noche de la entrevista del periódico. El pastel de carne, perfecto (no demasiado denso ni demasiado suelto: el secreto estaba en poner dos huevos), debía de haberle gustado. Era eso, o bien que había alcanzado cierto equilibrio: todo aquello ya era suficiente. En cualquier caso, había estado bien en la mesa, casi juguetón, mientras los otros niños se comportaban con descaro. Sal tenía la vieja navaja de afeitar de Frank abierta junto a su plato y no paraba de hacer preguntas a su padre; todas ellas empezaban por: «¿Es lo bastante afilada para cortar…?», y Frank contestaba: «Puede cortarlo todo, desde la barba a un cartílago», o bien: «Podría cortar las pestañas de una chinche», lo que provocaba las carcajadas de Sal. Cuando Billy James escupió su refresco Kool-Aid en el plato de Mavis, su padre dijo: «Pásame la salsa de tomate, Frankie, y Billy, deja de juguetear con la comida de tu madre, ¿me oyes?». No creía que durara mucho rato y, al ver cómo estaban a la hora de cenar, divirtiéndose con las bromas de los demás y todo eso, sabía que Frank permitiría que los niños lo hicieran. La gente del periódico pensaría en algo que llamara la atención, y June, «la única periodista del Courier de Hopewell», se encargaría del lado humano del asunto.

Mavis intentó no ponerse rígida cuando Frank hizo ruido al acomodarse en la cama. ¿Llevaba calzoncillos? Si averiguaba eso, sabría si quería sexo, pero no podía saberlo sin tocarlo. Como si quisiera satisfacer su curiosidad, Frank hizo restallar la goma elástica del calzoncillo. Mavis se permitió soltar un suspiro y confió en que pareciera un ronquido. Antes de que hubiera terminado de hacerlo la sábana estaba fuera. Él le subió el camisón hasta taparle la cara con él, y ella lo dejó ahí, como si le produjese alivio. Se había equivocado. Otra vez. Primero iba a hacer eso y después lo otro. Los otros niños estarían detrás de la puerta, riendo por lo bajo; los ojos de Sal serían tan fríos e implacables como cuando le contaron lo del accidente. Antes de que Frank se acostara, Mavis había estado pensando en que tenía que hacer algo importante, pero no recordaba qué era. Cuando se acordó, Frank ya le había preguntado si se sentía bien. Ahora suponía que sí lo estaba, porque ya no era necesario hacer eso tan importante que había olvidado.

¿Sería algo rápido, como casi siempre, o lento, trabajoso, hasta colapsarse en muda fatiga? Ninguna de las dos cosas. No la penetró, sino que se limitó a restregarse contra ella hasta alcanzar el orgasmo mientras mascaba un mechón de su pelo a través del camisón que le cubría el rostro. Como si fuera una muñeca de trapo Raggedy Ann de tamaño natural.

Después le dijo en la oscuridad:

—No lo sé, Mave. No. Sencillamente, no lo sé.

¿Debía preguntarle el qué, qué quería decir, qué era lo que no sabía? ¿O debía quedarse callada? Mavis optó por el silencio, porque, de repente, entendió que no hablaba con ella, sino con los otros niños, que reían por lo bajo tras la puerta.

—Quizá podamos arreglarlo —dijo él—. Quizá no. No lo sé. —Bostezó y añadió—: Aunque no sé cómo.

Ella cayó en la cuenta de que era la señal: para Sal, para Frankie, para Billy James. Durante el resto de la noche esperó sin cerrar los ojos ni por un segundo. Frank estaba profundamente dormido, y ella se habría deslizado fuera de la cama (ya que no la había asfixiado ni estrangulado) y habría abierto la puerta de no haber sido por la respiración que oía a sus espaldas. Tenía la certeza de que Sal se encontraba acurrucada detrás, lista para saltar o agarrarle las piernas. Su labio superior estaría encogido, revelando unos dientes de once años, demasiado grandes para una boca que gruñía. El amanecer, pensó Mavis, sería crítico. Se pondrían de acuerdo sobre la trampa, aunque tal vez no la hubiesen puesto todavía. Tenía que concentrarse mucho para localizarla antes de que saltara.

Al primer indicio de luz grisácea, Mavis salió de la cama con cautela. Si Frank despertaba, todo estaba perdido. Agarró unos pantalones ceñidos de color rojo y una sudadera con la imagen de Daffy Duck, y se dirigió al lavabo. Cogió un sujetador sucio del cesto de la ropa y se vistió deprisa. Iba sin bragas, y no podía volver al dormitorio a buscar los zapatos. Lo peor era pasar por delante de la habitación de los otros niños. La puerta estaba abierta y, aunque no salía ni un sonido, Mavis sentía escalofríos sólo de pensar en acercarse. A la izquierda del pasillo, estaba la pequeña cocina-comedor, y el cuarto de estar a la derecha. Tenía que decidir hacia dónde se dirigía antes de pasar corriendo junto a esa puerta. Probablemente esperaran que fuese directamente a la cocina, como siempre, de manera que quizá debería lanzarse hacia la puerta de la casa. O quizá contaban con que cambiara de costumbre y la trampa no estuviese en la cocina.

De repente, recordó que el bolso se encontraba en el cuarto de estar, colgado del mueble del televisor, que desde que éste se había roto, hacía las veces de armario para trastos. Y las llaves de repuesto estaban prendidas bajo un desgarrón del forro del bolso. Conteniendo el aliento, con los ojos bien abiertos en la oscuridad, Mavis pasó caminando sin hacer ruido por delante de la puerta de los otros niños. El que tuviese la espalda expuesta a aquel tremendo peligro, hizo que se sintiese febril, con sudor y frío a la vez.

Recordó que no sólo estaba allí su bolso, sino las botas de lluvia de Sal, junto a la puerta. Mavis agarró el bolso, se puso las botas amarillas de su hija y escapó hacia el porche delantero. No miró en dirección a la cocina y no volvió a verla nunca más. La idea de salir de la casa había sido tan absorbente que cuando puso en marcha el Cadillac cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de qué hacer a continuación. Se dirigió hacia la casa de Peg; aunque no era muy amiga de aquella mujer, sus lágrimas en el funeral la habían impresionado. Siempre había querido tratarla más, pero Frank encontraba modos de impedir que los conocidos se convirtieran en amigos.

La única farola parecía estar a kilómetros de distancia y el sol se mostraba renuente a salir, de manera que le costó encontrar la casa de Peg. Cuando, finalmente, lo consiguió, aparcó al otro lado de la calle para esperar que aclarara un poco antes de llamar a la puerta. La casa de Peg estaba a oscuras, con la persiana del ventanal baja y completamente en silencio. Entre las petunias, la figura de madera de una niña, a cuyos pies había una familia de patos tallados, inclinaba una regadera, con el rostro cubierto por un brillante sombrero azul. El césped, corto y bien delimitado, parecía una muestra de alfombra de lana cara. Nada se movía, ni el diminuto molino ni la hiedra que lo rodeaba. Sin embargo, junto a la casa se agitaba una altea, más alta y vieja que el tejado de Peg. Movida por las ráfagas que salían del aparato de aire acondicionado, bailaba maltratando las flores y los capullos hasta tirarlos al césped. La altea parecía enloquecida, y el pulso de Mavis se aceleró con ella. Según el reloj del Cadillac, todavía no eran las cinco. Mavis decidió dar una vuelta y volver a una hora decente, quizá las seis, pero para entonces ellos también habrían despertado y Frank vería que el Caddy había desaparecido. Con seguridad llamaría a la policía.

Mavis se apartó de la cuneta, triste y asustada al pensar en lo tonta que era. No sólo todo el vecindario estaba familiarizado con el coche, sino que aparecería una fotografía en el periódico. Cuando Frank lo compró y fue a casa con él, los hombres de su calle dieron una palmada en el capó con una sonrisa, se inclinaron para oler el interior y tocar la bocina, y rieron. Rieron y rieron porque su dueño tenía que pedir prestada cada dos semanas la máquina para recortar el césped; porque su dueño no tenía cortinas en las ventanas y su televisor no funcionaba; porque dos de los seis pilares del porche habían sido pintados de blanco tres meses antes y el resto seguía de color amarillo allí donde no había perdido el enlucido; porque a veces su dueño dormía —toda la noche— detrás del volante del coche que había comprado, delante de su propia casa. Y las mujeres, que veían a Mavis llevar a los chicos en coche a la hamburguesería White Castle con gafas de sol en días nublados, la miraban intensamente antes de sacudir la cabeza, como si supieran desde el principio que algún día el Cadillac se haría famoso.

Avanzando a treinta kilómetros por hora, Mavis tomó la carretera 121, agradecida por el cobijo que todavía le proporcionaba la oscuridad. Cuando pasó junto al hospital del condado, salió de él una ambulancia silenciosa. Una cruz verde sobre fondo blanco se deslizó desde la brillante luz de emergencia hacia las sombras. Había ingresado allí en quince ocasiones, cuatro de ellas para dar a luz. Durante la penúltima admisión, cuando iban a nacer los gemelos, su madre viajó desde Nueva Jersey para ayudar. Por tres días se ocupó de la casa y cuidó a los otros niños. Cuando les dieron los gemelos, volvió a Paterson: unas tres horas de viaje, pensó Mavis. Podría estar allí antes de que empezara The Secret Storm, que se había perdido durante todo el verano. En una estación de servicio Fill’n Go, Mavis miró en el monedero antes de contestar al empleado. Debajo de su carné de conducir, había tres billetes de diez dólares.

—Treinta —dijo.

—¿Litros o dólares, señora?

—Litros.

En el aparcamiento adyacente, Mavis vio el ventanal de una cafetería que reflejaba el coral de la primera luz.

—¿Está abierto ese sitio? —gritó por encima del ruido de los camiones.

—Sí, señora.

Trastabillando de vez en cuando se dirigió por el sendero de gravilla hacia la cafetería. Dentro, la camarera comía pastelitos de cangrejo y sémola de cereales tras la barra. Tapó el plato con un trapo y se tocó las comisuras de la boca antes de desear a Mavis un buen día y preguntarle qué quería. Cuando Mavis salió, llevando consigo una taza de papel con café y dos rosquillas bañadas en miel en una servilleta, vio la ancha sonrisa de la camarera reflejada en un espejo de cerveza Hires situado junto a la puerta. La sonrisa le fastidió durante todo el camino de regreso al surtidor de gasolina hasta que, al subir al coche, vio sus pies color amarillo canario.

Se alejó de la gasolinera, aparcó detrás de la cafetería y puso su desayuno sobre el salpicadero, mientras registraba la guantera. Encontró una botella sin abrir de whisky Early Times, otra botella con un dedo de whisky escocés, servilletas de papel, un anillo de dentición de bebé, varias gomas, un par de calcetines sucios, una linterna con la pila gastada, un pintalabios, un mapa de Florida, paquetes de pastillas de menta balsámicas y unas cuantas multas de tráfico. Dejó caer el anillo de dentición en el bolso, se retorció el pelo para formar una triste coleta que sobresalía de la goma como si fuera un puñado de plumas de gallina, y se embadurnó la boca con el pintalabios de la desconocida. Después se recostó y sorbió el café. Había estado demasiado nerviosa para pedir azúcar o leche, pero aun así fue capaz de tomar más de tres sorbos de café solo. El pintalabios de la desconocida sonreía desde el borde de cartón.

El Cadillac consumía más de treinta litros cada ciento cincuenta kilómetros. Mavis se preguntó si debía llamar a su madre o aparecer sin avisar. Lo último parecía más inteligente. Si Frank no había llamado ya a su suegra, lo haría en cualquier momento. Sería mejor que su madre pudiera contestar sinceramente «No sé dónde está». No tardó tres horas en llegar a Peterson, sino cinco, y tenía cuatro dólares y sesenta y seis centavos cuando vio el cartel que anunciaba la ciudad. El indicador de la gasolina marcaba que el depósito estaba vacío. Las calles parecían más estrechas de lo que recordaba y las tiendas eran distintas. Allí, más al norte, las hojas empezaban a cambiar de color. Mientras conducía por el pasillo moteado que formaban, tenía la sensación de que el asfalto se alejaba en lugar de pasar por debajo de sus ruedas. Cuanto más corría, más calle aparecía por delante.

El Cadillac se paró a una manzana de la casa de su madre, pero Mavis consiguió cruzar la calle y acercarlo al bordillo.

Era demasiado pronto. Su madre no habría vuelto del jardín de infancia hasta que hubieran recogido a los niños de la tarde. La llave de la puerta ya no estaba bajo la figura del caribú, de manera que Mavis se sentó en el porche trasero y forcejeó para quitarse las botas amarillas. Sus pies parecían pertenecer a otra persona.

Frank había llamado a las cinco y media de la mañana, cuando Mavis contemplaba la altea de Peg. Birdie Goodroe le contó a Mavis que había colgado el auricular después de decirle que no tenía ni idea de qué le estaba hablando y que quién se creía que era al sacarla de la cama a esas horas. No se alegró. Ni entonces ni más tarde, cuando su hija llamó a la ventana de la cocina como si fuera un alma en pena, que fue lo que le dijo en cuanto abrió la puerta.

—Hija, pareces un alma en pena, ¿qué haces aquí con esas botas de niña?

—Mamá, haz el favor de dejarme entrar, ¿de acuerdo?

Birdie Goodroe apenas tenía hígado de ternera para dos. Madre e hija comieron en la cocina. Tras tomar una aspirina, lavarse y peinarse, Mavis tenía un aspecto presentable con un vestido casero de Birdie que le iba algo holgado.

—Bueno, deja que lo asimile. Aunque no hace falta que me cuentes nada.

Mavis quería más guisantes e inclinó el cuenco para ver si quedaban.

—Lo veía venir, ¿sabes? Cualquiera podía verlo —prosiguió Birdie—. No hacía falta ser muy listo.

Había unos pocos. Un par de cucharadas. Mavis los echó en su plato preguntándose si habría algo de postre. En el plato de su madre quedaban unas pocas patatas fritas.

—¿Vas a comértelas, mamá?

Birdie empujó su plato hacia Mavis. También quedaba un trozo diminuto de hígado y algunas cebollas. Mavis se lo sirvió todo.

—Tienes más hijos. Los niños necesitan de una madre. Sé por lo que has pasado, hija, pero tienes otros hijos.

El hígado era un milagro. Su madre siempre le quitaba toda partícula de membrana.

—Mamá… —Mavis se secó los labios con una servilleta de papel—. ¿Por qué no pudiste ir al funeral?

Birdie se puso rígida.

—¿No os llegó el giro? ¿Y las flores?

—Sí, llegaron.

—Entonces, ya sabes por qué. Tuve que escoger entre ayudaros a pagar el entierro o pagar el viaje. No podía hacer las dos cosas. Ya te lo dije. Os pregunté de entrada qué sería lo mejor, y los dos respondisteis que el dinero; los dos.

—Van a matarme, mamá.

—¿Vas a reprochármelo durante el resto de mi vida? ¿Con todo lo que he hecho por ti y por esos niños?

—Ya lo han intentado, pero me escapé.

—Sois todo lo que tengo, ahora que tus hermanos se han ido y los han matado como… —Birdie dio una palmada en la mesa.

—No tienen derecho a matarme.

—¿Qué?

—Está intentando que los otros niños lo hagan.

—¿Qué? ¿Qué hagan qué cosa? Habla más alto para que pueda oírte.

—Digo que van a matarme.

—¿Ellos? ¿Quién? ¿Frank? ¿Quiénes?

—Todos. Los niños también.

—¿Matarte? ¿Tus hijos?

Mavis asintió. Birdie Goodroe abrió primero los ojos, después fijó la vista en el regazo mientras apoyaba la frente en la palma de la mano. Durante un rato permanecieron en silencio, pero más tarde, ante el fregadero, Birdie le preguntó:

—¿Los gemelos también intentaban matarte?

Mavis miró fijamente a su madre.

—¡No! ¡Pero qué dices, mamá! ¿Estás loca? ¡Si son bebés!

—De acuerdo, de acuerdo. Sólo preguntaba. Es un poco raro pensar que unos niños pequeños…

—¿Raro? ¡Es… es una barbaridad! Pero ellos harán lo que él diga. Y ahora harán cualquier cosa. ¡Ya lo han intentado, mamá!

—¿Cómo? ¿Qué han hecho?

—Sal tenía una navaja de afeitar y reían y me miraban. Me miraban todo el rato.

—¿Qué hacía Sal con la navaja?

—La tenía junto al plato y me miraba. Todos me miraban.

Ninguna de las dos volvió a mencionar el tema, porque Birdie le dijo a Mavis que podía quedarse si no le hablaba otra vez de aquella manera, que si Frank o cualquier otra persona volvía a llamar no diría que estaba allí, pero que si pronunciaba una palabra más sobre lo de que querían matarla, lo llamaría de inmediato.

Al cabo de una semana Mavis estaba en la carretera; esta vez, sin embargo, tenía un plan. Días antes había oído a su madre hablar en voz baja por teléfono: «Será mejor que vengas rápido —decía—, y eso significa enseguida». Mientras Birdie estaba en el jardín infantil, Mavis recorrió la casa pensando: dinero, aspirinas, pintura, ropa interior; dinero, aspirinas, pintura, ropa interior. De las dos primeras cosas, cogió tanto como consiguió encontrar: los cheques de dos sobres marrones del Gobierno, apoyados contra la fotografía de uno de sus hermanos muertos en combate, y dos frascos de Bayer. Cogió unos pendientes de bisutería del joyero de Birdie y las llaves del coche, que ésta creía haber escondido tan bien; echó siete litros de gasolina de la cortacésped en el depósito del Cadillac y se marchó en busca de más. En Newark, encontró un taller de pintura Earl Scheib y esperó dos días en el albergue de la Asociación Cristiana de Jóvenes a que el coche estuviera pintado de color rojo oscuro. Los veintinueve dólares del anuncio resultaron ser sólo para un coche de tamaño normal. Por el Cadillac le hicieron pagar sesenta y nueve. En Woolworth’s compró la ropa interior y las sandalias, y en Goodwill un traje pantalón azul claro de los que no necesitan planchado y un jersey blanco de cuello alto. Perfecto para California. Perfecto.

Con un mapa Mobil nuevo y flamante a su lado, sobre el asiento, aceleró para salir de Newark y se dirigió hacia la carretera 70. Cuanto más territorio del Este dejaba a sus espaldas, más feliz era. Sólo había sentido una vez esa clase de felicidad. En el cohete del parque de atracciones, cuando era niña. Cuando el cohete pasaba zumbando hacia abajo, la velocidad la aturdía de placer; cuando frenaba antes de ponerla cabeza abajo en lo alto del círculo que describía, la emoción era intensa, pero tranquila. Chillaba con los otros pasajeros, pero en su interior sentía la excitación serena de enfrentarse al peligro mientras el fuerte metal la sujetaba. Cuando, tiempo después, los llevó al parque de atracciones, a Sal no le gustó nada, y tampoco a los chicos. Ahora, huyendo hacia California, podía evocar a voluntad el recuerdo de haber subido en el cohete y su ímpetu.

Según el mapa, el camino era recto. Lo único que tenía que hacer era encontrar la 70, seguirla hasta Utah, girar a la derecha en dirección a Los Ángeles. Más tarde recordó haber viajado así: en línea recta. Un estado, después el siguiente, tal como prometía el mapa. Cuando su dinero se redujo a unas monedas, se vio obligada a buscar autostopistas. Sin embargo, no podía recordar, a excepción de la primera y la última, en qué orden habían subido las chicas. Era más fácil recoger chicas. Suponían una compañía más segura, o al menos eso esperaba, la ayudaban a pagar la gasolina y la comida, y, en ocasiones, la invitaban a algún sitio donde dormir. Adornaban las carreteras principales, los cruces, las rampas de subida a los puentes, las salidas de los moteles y gasolineras, vestidas con tejanos acampanados y el cinturón en las caderas. De cabello suelto y lacio o peinado a lo afro. Las blancas eran más amistosas; las de color más lentas para fundir el hielo, pero todas ellas le hablaban del mundo antes de California. Por debajo de la charla cómplice, la risa sonora, los silencios mordaces, el mundo que describían era igual que su existencia anterior a California: triste, espantoso, erróneo. Los institutos eran lugares de mala muerte; los padres, estúpidos; Johnson, un asqueroso; los policías, unos cerdos; los hombres, unas ratas; los chicos, unos estúpidos.

La primera chica estaba a las afueras de Zanesville. Allí, mientras contaba su dinero sentada en un bar de carretera, apareció la fugitiva. Mavis la había visto entrar en el lavabo de señoras; después, bastante más tarde, salió vestida con ropas distintas: en esta ocasión, una falda larga y una blusa floreada que le llegaba a los muslos. Fuera, en el aparcamiento, la chica corrió hacia la ventanilla del acompañante y le pidió que la llevara. Cuando Mavis asintió, abrió la puerta de un tirón, con una sonrisa de felicidad. Dijo su nombre —Sandra, pero llámame Dusty— y habló durante cincuenta kilómetros. Sin mostrar el menor interés por Mavis, Dusty comió dos Mallomars y charló, sobre todo, de los propietarios de las seis placas de identificación que colgaban de su cuello. Chicos de su clase en el instituto, o de antes. Consiguió dos cuando salía con ellos; las demás tuvo que pedirlas a sus familias, como recuerdo. Todos ellos habían desaparecido o estaban muertos.

Mavis accedió a cruzar Columbus y dejar a Dusty en casa de su amiga. Llegaron bajo una lluvia suave. Alguien había segado el césped por última vez hasta que llegase la nueva estación. El pelo de Dusty enmarañado en mechones castaños; el maravilloso olor de la hierba recién cortada bajo la lluvia, el tintineo de las placas de identificación, medio Mallo. Ése era el recuerdo de Mavis del primer rodeo que había dado con una autostopista. Excepto la última, no tenía clara la secuencia de las otras. ¿Fue en Colorado donde vio a un hombre sentado en un banco bajo unos pinos, en un área de descanso? Comía despacio, muy despacio, mientras leía el periódico. ¿O fue antes? Brillaba el sol, hacía frío. Por ahí recogió a la chica que le robó los pendientes de bisutería. Pero antes —cerca de Saint Louis, ¿no?—, abrió la puerta del acompañante a dos chicas que temblaban en la carretera 70. Azotadas por el viento, con las chaquetas del ejército cerradas hasta la barbilla, zuecos de piel y gruesos calcetines grises, se secaban la nariz sin sacar las manos de los bolsillos. No muy lejos, dijeron. A un lugar que estaba a unos kilómetros de allí, dijeron. El lugar, un cementerio de un verde brillante, estaba tan lleno como si fuera un parque. Hileras de coches festoneaban la entrada. Grupos de personas, paseantes solitarios, todos a merced del viento, pacientemente, se mezclaban con chicos de una escuela militar. Las chicas dieron las gracias a Mavis, bajaron del coche y corrieron unos metros para unirse a un grupo de personas junto a una tumba. Mavis tardó un poco en marcharse, sorprendida ante el brillo poco natural del verde. Los que había tomado por estudiantes resultaron ser soldados de verdad, pero jóvenes, tan jóvenes y nuevos coma las lápidas que tenían delante.

Debió de ser después de esto cuando Mavis recogió a Bennie, la última y la que más le gustó, y también la que le robó el impermeable y las botas de Sal. Bennie se alegró de saber que, como ella, Mavis se dirigía a L. A. Ella, Bennie, iba a San Diego. No hablaba ni poco ni mucho, pero cantaba. Canciones de amor verdadero, amor falso, redención; canciones de una alegría exagerada. Algunas hacían llorar, otras eran deliberadamente tontas. Mavis cantó una vez, pero casi todo el rato se limitó a escuchar y, durante ciento setenta kilómetros, no se cansó de oírla. Uno tras otro, pasaron los kilómetros, animados y relajados por el magnífico dolor de la voz de Bennie.

No le gustaba comer en las áreas de descanso de la autopista. Cuando pararon en alguna, porque Mavis insistió, Bennie sólo bebía agua mientras Mavis engullía hamburguesas con queso y patatas fritas. En dos ocasiones, Bennie la guió a través de alguna población buscando barrios donde viviese gente de color, para que pudieran comer algo «sano», decía. En esos lugares, Bennie comía varios platos, despacio, ininterrumpidamente, repetía y pedía algo para llevar. Gastaba con prudencia, pero no parecía preocuparle el dinero y compartían el gasto en las gasolineras.

Mavis no se enteró de qué pensaba hacer o encontrar en L. A. (bueno, en San Diego). «Salir adelante», fue la única respuesta a la pregunta de Mavis. Sin embargo, entre Topeka y Lawrence, Kansas, desapareció con el impermeable de plástico claro de Mavis y las botas amarillas de Sal. Qué raro, porque el billete de cinco dólares de Mavis todavía estaba atado al cambio de marchas con una goma elástica. Habían terminado la carne a la brasa y la ensalada de patatas en un restaurante mediocre llamado Hickey’s. Lo que Bennie había pedido «para llevar» estaba envuelto sobre la mesa.

—Yo me encargo de esto —dijo, señalando la cuenta—. Ve al lavabo antes de que volvamos a la carretera.

Cuando Mavis salió, Bennie y sus costillas para llevar habían desaparecido.

—¿Cómo voy a saberlo? —contestó la camarera—. Ni siquiera ha dejado propina.

Mavis pescó en el bolsillo una moneda de veinticinco centavos y la dejó en la barra. Esperó unos minutos en el coche antes de intentar encontrar el camino de regreso a la estupenda carretera 70.

El silencio que Bennie había dejado en el Cadillac era insoportable. Mavis tenía la radio puesta y, si emitían una de las canciones de Bennie, se ponía a cantar, lamentando que su interpretación fuera mucho peor. El pánico la asaltó en una estación Esso.

Cuando devolvía la llave del lavabo, Mavis miró a través del cristal. Al otro lado, bajo las luces fluorescentes que protegían el surtidor, Frank se inclinaba hacia la ventanilla del Cadillac. ¿Podía haberle crecido tanto el pelo en dos semanas? Y la ropa. Cazadora de cuero negro, camisa abierta casi hasta el ombligo, cadenas de oro. Mavis se agachó y cuando el encargado la miró, intentó simular que había tropezado. No tenía modo de huir. Rebuscó entre los mapas de Colorado expuestos. Miró de nuevo. Se había ido. Habría aparcado por ahí, pensó, y debía de estar esperando para salir.

Gritaré, se dijo, simularé que no lo conozco, lucharé con él, llamaré a la policía. El coche ya no era de color verde menta, pero —¡Dios mío!—, la matrícula era la misma. Ella tenía los papeles. ¿Y si él traía un papel que demostraba que era el propietario? ¿Habrían dado parte? No podía quedarse quieta ni echarse atrás. Mavis avanzó. Sin correr. Sin tropezar. Con la cabeza gacha, buscando en el bolso un billete de veinte dólares.

De regreso en el coche, mientras esperaba a que el encargado cogiera el dinero, examinó los alrededores por las ventanillas laterales y la trasera. Nada. Pagó y puso el coche en marcha. En ese momento, el torso con la cazadora negra y la camisa abierta apareció en el retrovisor de la derecha. Las cadenas de otro atrapaban la luz fluorescente. Mientras intentaba controlarlo, el Cadillac daba bandazos y se salía del carril de la gasolinera. Asustada, se olvidó de la señal que tenía que buscar. ¿Qué entrada era? A la derecha para ir al sur. No, al oeste. ¿Por dónde se entra en la 70? Pero eso era el este. ¿Adónde lleva la salida?

Una hora más tarde, circulaba por una calle por la que ya había pasado dos veces. Salió de allí en cuanto pudo y se encontró en un puente estrecho y en una calle con almacenes a los lados. De todos modos, las carreteras secundarias serían mejores, decidió. Menos policía, menos farolas. Temblando en cada semáforo, consiguió salir de la ciudad. Cuando anocheció estaba en la carretera 15, y siguió adelante hasta que no hubo más que vapores de gasolina para alimentar el motor. El Cadillac no suspiró ni tosió, sino que se limitó a detenerse en un pozo de oscuridad; los faros hacían resaltar diez metros de asfalto. Mavis apagó las luces y cerró las puertas. Un poco de valor, susurró. Como las chicas que huían de algo, hacia algo. Si ellas podían vagar por ahí, subirse a los coches, hacer dedo para ir a un entierro, buscar comida en barrios desconocidos, hacer su camino solas o con otra persona como única protección, seguro que ella podía esperar en la oscuridad a que llegase la mañana. Dormía mejor a la luz del día, lo había hecho durante toda su vida adulta. Al fin y al cabo, no era una niña, sino una mujer de veintisiete años, madre de…

El whisky de la botella de Early Times no la ayudó. Las lágrimas le mojaban la barbilla, le bajaban por el cuello. Al final, hizo que perdiera el sentido.

Mavis despertó con la boca seca, fea, desorientada, y cayó en la cuenta de que estaba hambrienta porque el sol, de un rojo sandía, parecía comestible. El horizonte, de un azul cegado, sostenido por mil millones de kilómetros de vacío, no le ofrecía una invitación ni un reproche. No había elección. Orinó tal como Dusty le había enseñado y volvió al Cadillac para esperar a que pasara otro coche. Bennie era lista; no se iba de ningún sitio sin una caja llena de comida. Mavis sintió que su estupidez se cerraba sobre ella como un saco. Una mujer crecida incapaz de cruzar el país o trazar un plan que abarcara más de veinte minutos. Habían tenido que enseñarle a secarse con hierbas. Demasiado estúpida como para abrir la ventana de un coche para que unos bebés pudieran respirar. Ahora no sabía por qué había huido de los eslabones de oro que iban hacia ella. Frank tenía razón. Desde el principio, había tenido toda la razón sobre ella: era la puta más idiota del planeta.

Mientras esperaba no apareció ningún coche ni camión. Se adormiló, despertó con pensamientos terribles y volvió a dormirse. De repente, se irguió en el asiento, completamente despierta, y decidió no morirse de hambre. ¿Las chicas de la carretera se quedarían ahí sentadas? ¿Dusty lo haría? ¿Bennie? Mavis miró atentamente lo que la rodeaba. Vio árboles a lo lejos, en el vacío de mil millones de kilómetros. ¿Aquello era hierba o alguna clase de cultivo? Todos los caminos llevaban a algún sitio, ¿no? Mavis cogió su bolso, buscó el impermeable y descubrió que había desaparecido.

—¡Joder! —gritó, y cerró de un portazo.

Pasó el resto de la mañana en la misma carretera. Cuando el sol estaba en el cenit, optó por otra más estrecha, porque tenía sombra. Estaba asfaltada, pero no era lo bastante ancha como para que pasaran dos coches sin tener que usar la cuneta. Cuando la carretera se quedó sin árboles, Mavis vio delante de ella, a la izquierda, una casa. Parecía pequeña y cercana, y le llevó un rato descubrir que ninguna de las dos cosas era cierta. Tuvo que cruzar hectáreas de maizales para acercarse a ella, y, o bien estaba viendo la casa por detrás, o bien no tenía camino de acceso. A medida que fue acercándose, comprobó que era de piedra, tal vez arenisca, pero oscura por los años. Al principio, no vio que tuviese ventanas, pero luego distinguió el principio de un porche y el reflejo de enormes ventanas en la planta baja. Rodeó la casa por la derecha y descubrió un camino que no llevaba a la puerta principal, sino a un lado de aquélla. Mavis giró hacia la izquierda. El césped cercano al porche estaba bien cuidado. Unas garras remataban la barandilla a los lados de los escalones de piedra. Mavis subió por las escaleras y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Se dirigió hacia el camino y vio a una mujer sentada en una silla roja de madera junto a un pequeño huerto.

—¡Oiga! —gritó Mavis, llevándose las manos a la boca a modo de bocina.

La mujer levantó la cara hacia ella, pero Mavis no consiguió saber qué estaba mirando, pues llevaba gafas oscuras.

—Perdone. —Mavis se acercó. Ya no hacía falta gritar—. Se me ha parado el coche. ¿Sabe si alguien puede ayudarme? ¿Me permite llamar por teléfono a algún sitio?

La mujer se levantó cogiéndose con las dos manos el dobladillo del delantal, que parecía de lona, y se acercó. Debajo del delantal lucía un vestido de algodón amarillo con pequeñas flores blancas y botones de fantasía. Llevaba zapatos planos, que estaban desatados, y en la cabeza un sombrero de paja de ala ancha. El sol picaba con fuerza; una ráfaga de viento caliente le dobló hacia arriba el ala del sombrero.

—No hay teléfono —dijo—. Ven.

Mavis la siguió a la cocina, donde la mujer dejó caer unas pacanas del delantal en una caja situada junto a la cocina y se quitó el sombrero. Dos trenzas a lo Hiawatha le cayeron sobre los hombros. Se quitó los zapatos, dejó la puerta abierta sosteniéndola con un ladrillo y se quitó las gafas de sol. La cocina era grande, impregnada de fragancias y con el desorden propio de una mujer solitaria. Le dio la espalda a Mavis y preguntó:

—¿Bebes? —Mavis no supo si le pedía bebida o si se la ofrecía.

—No, no bebo.

—Aquí no se admiten mentiras. Aquí se acepta cualquier verdad.

Sorprendida, Mavis se echó el aliento sobre la palma de la mano.

—Vaya. Me he bebido el whisky que guarda mi marido, pero no soy lo que se dice bebedora. Sólo estaba…, bueno, agotada. Después de conducir tanto, me quedé sin gasolina.

La mujer estaba ocupada encendiendo la cocina. Las trenzas le caían hacia delante.

—No le he preguntado cómo se llama. Yo me llamo Mavis Albright.

—La gente me llama Connie.

—Le agradecería que me diera un poco de café, Connie, si tiene un poco.

Connie asintió sin volverse.

—¿Trabaja usted aquí? —preguntó Mavis.

—Trabajo aquí. —Connie se echó las trenzas hacia atrás.

—¿Hay alguien de la familia en la casa? Al parecer hace tiempo que no viene nadie por aquí.

—No hay nadie. Sólo ella, arriba. No podría abrir la puerta aunque quisiera, y no quiere.

—Voy para California, ¿cree que podría ayudarme a conseguir un poco de gasolina para el coche y enseñarme a salir de aquí?

La mujer dejó escapar un suspiro, pero no contestó ni se movió de donde estaba.

—¿Connie?

—Estoy pensando.

Mavis miró la cocina, que se le antojó tan grande como la cafetería de su instituto; tenía puertas de vaivén de madera, y se imaginó que al otro lado había habitaciones y más habitaciones.

—¿No les asusta vivir aquí solas? Parece como si no hubiera nada en un montón de kilómetros a la redonda.

Connie rió.

—Las cosas que asustan no siempre están fuera. La mayoría están dentro.

Se apartó de la cocina con un tazón y lo colocó delante de Mavis, que miró con desesperación las patatas humeantes, sobre las que se fundía una pizca de mantequilla. La borrachera de Early Times había convertido el hambre en náusea, pero dio las gracias y aceptó el tenedor que Connie le tendía. De todos modos, el olor a café era prometedor.

Connie se sentó a su lado.

—Puede que me vaya contigo —dijo.

Mavis levantó la cabeza. Era la primera vez que veía el rostro de la mujer sin las gafas de sol. Enseguida volvió a mirar la comida y clavó el tenedor dentro del tazón.

—¿Con lo que me ha dicho y quiere ir a California?

Mavis sintió la sonrisa de la mujer, pero no pudo mirarla. ¿Se habría lavado las manos antes de calentar las patatas? Olía a nueces, no a pacanas.

—¿Y el trabajo que tiene aquí?

Mavis se forzó a probar un trocito de patata. Salada.

—¿California está junto al mar?

—Sí, en la costa.

—Estaría bien volver a ver agua. —Connie miraba fijamente a Mavis—. Ola tras ola tras ola. Mucha agua. Azul, azul, azul, ¿no?

—Eso dicen. Soleada California. Playas, naranjas…

—Quizá haya demasiado sol para mí. —Connie se levantó bruscamente y se dirigió hacia la cocina.

—No puede hacer más sol que aquí. —Mavis comía rápidamente. La mantequilla, la sal y la pimienta machacadas con las patatas no estaban nada mal—. Uno recorre kilómetros y no ve una manchita de sombra.

—Es verdad —admitió Connie. Puso dos tazas de café y un tarro de miel en la mesa—. Demasiado sol en el mundo. No lo aguanto. No puedo más.

Una suave brisa entró por la puerta de la cocina, sustituyendo el olor a comida por otro más agradable. Mavis había pensado que cuando llegara el café se lo bebería de un trago, pero la satisfacción de las patatas calientes y saladas hizo que fuera paciente. Siguiendo el ejemplo de Connie, echó una cucharada de miel en su taza y removió despacio.

—¿Se le ocurre cómo puedo conseguir un poco de gasolina?

—Espera un poco. Quizás hoy, quizá mañana. La gente vendrá a comprar.

—¿A comprar? ¿A comprar qué?

—Cosas del huerto. Lo que cocino. Lo que ellos no quieren cultivar.

—¿Y alguno de ellos puede llevarme a ver si consigo un poco de gasolina?

—Claro.

—¿Y si no viene nadie?

—Siempre viene alguien. Todos los días. Esta mañana ya he vendido cuarenta y ocho mazorcas de maíz y medio kilo de pimientos. —Dio unas palmaditas en el bolsillo del delantal.

Mientras soplaba suavemente su taza, Mavis se acercó a la puerta de la cocina y miró hacia fuera. Al llegar, estaba tan contenta de encontrar a alguien en casa que no se había fijado en el huerto. Ahora, tras la silla roja, vio flores que crecían en hileras paralelas a las verduras o mezcladas con ellas. En algunos lugares, las plantas guiadas con cañas crecían, formaban círculos sobre unos montículos. Las gallinas cloqueaban, fuera del alcance de la vista. Al observar atentamente una parte del huerto que al llegar le había parecido invadida por las malas hierbas, descubrió que estaba cubierta de sandías. Detrás de todo aquello, se extendía un imperio de maíz.

—No lo cuida todo usted sola, ¿verdad? —Mavis señaló el huerto con un gesto.

—Todo, menos el maíz —respondió Connie.

—¡Caramba!

Connie dejó el tazón del desayuno en el fregadero.

—¿Quieres lavarte un poco?

Las enormes habitaciones que Mavis había imaginado al otro lado de las puertas de vaivén le habían impedido pedir permiso para ir al cuarto de baño. En la cocina se sentía a salvo; la idea de marcharse la inquietaba.

—Me quedaré aquí para ver quién viene. Más tarde intentaré arreglarme un poco. Ya sé que estoy fatal. —Sonrió, con la esperanza de que el que rehusare la oferta no dejara entrever su aprensión.

—Como quieras —dijo Connie, que se había colocado otra vez las gafas de sol y, tras darle una palmadita en el hombro y ponerse los zapatos abiertos, salió al patio.

Mavis esperaba que, al quedarse sola, la gran cocina perdiera su aspecto acogedor, pero no fue así. En realidad, tenía la sensación de que la cocina estaba llena de niños —¿reían?, ¿cantaban?—, dos de los cuales eran Merle y Pearl. Cerró los ojos con fuerza para disipar esa sensación, pero no hizo más que intensificarla. Cuando los abrió, Connie estaba allí, arrastrando un cesto de treinta litros de capacidad.

—Venga, échame una mano —le pidió.

Mavis frunció el entrecejo al ver las pacanas y sacudió la cabeza ante la presencia del cascanueces, las púas y los tazones que Connie estaba preparando.

—No —dijo—. ¿No puedo hacer otra cosa para ayudar? Quitarle la cáscara a todo eso va a volverme loca.

—Claro que no. Inténtalo.

—No, no. —Mavis la observó disponer los cubiertos—. ¿No sería mejor poner en el suelo unos papeles de periódico? Luego será más fácil de limpiar.

—En esta casa no hay periódicos —repuso Connie—. Tampoco hay radio. Las noticias nos llegan cuando nos las cuenta alguien, cara a cara.

—Estupendo. En los tiempos que corren todas las noticias son desastrosas. Aunque no podemos hacer nada al respecto.

—Te rindes enseguida. Mira tus uñas. Fuertes, curvadas como las de los pájaros, buenas para las pacanas. Con uñas así siempre se puede sacar la nuez entera. Volverte Loca; a mí lo que me vuelve loca es ver que alguien desperdicia unas buenas uñas.

Más tarde, mientras miraba el modo en que sus manos, repentinamente bellas, se movían al trabajar, Mavis recordó a su profesora de sexto grado en el momento de abrir un libro: levantaba la esquina de la cubierta, rozaba el canto hasta llegar a la señal, acariciaba la página, deslizaba la yema de los dedos sobre las líneas impresas. Recordó la sensación de placer que sentía al observarla. Ahora, mientras pelaba pacanas, intentaba economizar gestos sin sacrificar su gracia. Connie, tras embarcarla en el trabajo, se había marchado para ver, según sus palabras, «cómo va la madre». Sentada ante la mesa, oliendo con placer la brisa que entraba por la puerta, Mavis se preguntaba qué edad tendría la madre de Connie. A juzgar por la edad de la hija, debía de rondar los noventa. También se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que llegara un cliente, si alguien se habría acercado al Cadillac y si en la gasolinera a la que consiguiese llegar tendrían un mapa que enseñara el camino de vuelta a la excelente carretera 70, o incluso a la 287. Entonces iría hacia el norte, en dirección a Denver, y después pitando hacia el oeste. Con suerte, se pondría en camino antes de la hora de la cena. Sin suerte, podría salir por la mañana. Estaría de nuevo sobre el asfalto, escuchando la radio del coche que la había ayudado a soportar el silencio que había dejado Bennie, horas de conducir sin parar mientras dos dedos se movían impacientes buscando la mejor canción, la mejor voz. Ahora, la radio estaba al otro lado de un campo, una carretera abajo, luego otra. Lejos. En el espacio donde debía estar su sonido no había nada. Sólo una ausencia, que no creía poder llenar adecuadamente sin el bendito sonido de la radio. Desde la mesa ante la que estaba sentada admirando sus ocupadas manos, la ausencia de la radio crecía por momentos. Un fuego silencioso, secreto, que respiraba y exhalaba los sonidos que producía mientras se extendía: el crujido de las cáscaras, el ruido de la nuez al lanzarla al tazón, los utensilios de cocina en un ajuste eterno, el susurro de los insectos, la discusión de la larga hierba, la tos lejana de los tallos del maíz. Reinaba la paz, pero deseaba que Connie volviese, no fuera a empezar de nuevo a imaginar bebés que cantaban. Cuando la ausencia de la mujer empezaba a parecerle excesiva, Mavis oyó que un coche hacía crujir la gravilla. Después el freno. Un portazo.

—¡Hola!

Una voz femenina, ligera, relajada.

Mavis se volvió y vio a una mujer de piel oscura, que se movía rápidamente, subía con agilidad los peldaños y se detenía al no encontrar lo que esperaba.

—¡Oh, perdona!

—No te preocupes —dijo Mavis—. Connie está arriba.

—Bien.

Mavis pensó que la mujer examinaba sus ropas con detenimiento.

—¡Oh, qué bien! —exclamó, acercándose a la mesa—. ¡Qué bien! —Metió los dedos en el tazón de pacanas y cogió unas pocas. Mavis esperaba que comiera algunas, pero las dejó caer de nuevo en el montón—. ¿Qué sería el día de Acción de Gracias sin una tarta de pacanas? Nada de nada.

Ninguna de las dos había oído el rumor de los pies descalzos y, dado que las puertas de vaivén no hacían ruido, la entrada de Connie fue como una aparición.

—¡Aquí estás! —La mujer negra abrió los brazos y se mecieron en un largo abrazo—. He dado a esta chica un susto de muerte. Nunca había visto por aquí a nadie de fuera.

—Es la primera vez —le explicó Connie—. Mavis Albright, ésta es Soane Morgan.

—Hola, guapa.

—Se llama Morgan, señora Morgan.

Mavis se sonrojó, pero sonrió igualmente y dijo:

—Lo siento, señora Morgan. —Observó los caros zapatos acordonados, las medias finas, la chaqueta de lana y el corte del vestido: crespón ligero, azul claro, con cuello blanco.

Soane abrió un bolso de ganchillo.

—He comprado más —informó, y le tendió unas gafas de sol tipo aviador.

—Estupendo. Me quedan otras.

Soane volvió la mirada hacia Mavis.

—Devora las gafas de sol.

—Yo no. Esta casa. —Connie se colocó las gafas y, tras volverse en dirección a la puerta, miró directamente hacia el sol y soltó un «¡Ah!» en el que se advertía un tono de desafío.

—¿Alguien te ha pedido pacanas peladas, o es idea tuya?

—Mía.

—Haz muchas tartas.

—Haré más que tartas. —Connie enjuagó las gafas bajo el chorro del grifo y quitó la etiqueta.

—No quiero oírlo, así que no me lo digas. Ya sabes para qué he venido.

Connie asintió.

—¿Puedes conseguirle a esta chica un poco de gasolina, o llevarla y después acompañarla hasta su coche? —preguntó mientras secaba sus gafas nuevas y les sacaba brillo, buscando manchitas y pelusa de la toalla.

—¿Dónde está tu coche? —quiso saber Soane. Parecía sorprendida, como si dudara que alguien vestido con sandalias, pantalones arrugados y una camiseta sucia de niña pudiera tener automóvil.

—En la carretera 18 —contestó Mavis—. Tardé horas en llegar aquí andando, pero en coche…

Soane asintió.

—Has tenido suerte, pero deberé buscar a otro para que te acompañe al coche. Lo haría encantada, pero tengo demasiado trabajo. Mis dos hijos están de permiso. —Miró con orgullo a Connie—. La casa estará llena antes de que me dé cuenta. —A continuación, añadió—: ¿Cómo se encuentra la madre?

—No puede durar mucho.

—¿No crees que sería mejor llevarla a Demby o a Middleton?

Connie deslizó las gafas de aviador en el bolsillo del delantal y se encaminó hacia la despensa.

—En un hospital no llegaría a suspirar más de dos veces. La segunda sería la última.

La pequeña bolsa que Connie puso sobre un cesto de pacanas podría haber sido una granada de mano. Colocado en el asiento del Oldsmobile entre Mavis y Soane Morgan, el paquete de ropa emanaba tensión. Soane lo tocaba de vez en cuando, como para recordar que estaba allí. La conversación fluida de la cocina había desaparecido. Repentinamente formal, Soane apenas abrió la boca, contestó a las preguntas de Mavis dando la menor información posible y no preguntó nada.

—Connie es muy agradable, ¿no?

Soane la miró.

—Sí, sí que lo es.

Avanzaron durante veinte minutos; Soane conducía con prudencia a cada subida o curva de la carretera, por pequeña que fuera. Parecía ir buscando algo. Se detuvieron en una gasolinera con un solo surtidor, situada en medio de ninguna parte, y pidieron al hombre que se acercó renqueando a la ventanilla que les diera un bidón con veinte litros para llevarse. Se produjo una discusión, salpicada con largos silencios, sobre la lata de veinte litros. El hombre quería que le pagasen por ella; Mavis dijo que se la devolvería una vez que llenase el depósito. Él lo dudaba. Al final se pusieron de acuerdo en una prenda de dos dólares. Soane y Mavis se alejaron, giraron hacia otra carretera y se dirigieron hacia el este durante lo que pareció una hora. Señalando una bonita señal de madera, Soane anunció:

—Hemos llegado.

El cartel rezaba «Ruby. Pobl. 360», en la parte superior y «Log. 16», en la parte inferior.

La primera impresión de Mavis sobre la pequeña población fue que era muy silenciosa, como si allí no viviera nadie. Exceptuando la tienda de comestibles y un banco de crédito y ahorro, no tenía nada parecido a una zona comercial. Avanzaron por una calle ancha, junto a enormes parcelas de césped cortado hasta deslumbrar pues se extendían delante de iglesias y casas pintadas en tonos pastel. El aire estaba perfumado. Los árboles eran jóvenes. Soane giró por una calle lateral con jardines más grandes que las casas, llenos de flores y nevados de mariposas.

En el coche de Soane, el olor que despedía la lata de veinte litros era intenso, pero en el camión del chico, sostenido entre los pies de Mavis, no se distinguía de los demás. La combinación de olores a pegamento, aceite, metal le habría provocado arcadas si él no hubiera hecho de modo voluntario lo que Mavis había sido incapaz de pedirle a Soane Morgan: poner la radio. El locutor anunciaba las canciones como si fueran de sus parientes o de sus mejores amigos: el rey Salomón; el hermano Otis; la nena Dinah; Ike y su chica, Tina; la hermana Dakota; los Temps.

Mientras avanzaban dando tumbos, Mavis, ahora alegre, disfrutaba con la música y la zona afeitada de la cabeza del chico. Aunque era más amable que Soane, no tenía mucho más que decir que ella. Estaban a varios kilómetros de Ruby, población, 360, e iban escuchando el séptimo de los veinte principales del programa de Jet cuando Mavis cayó en la cuenta de que, aparte del individuo de la gasolinera, no había visto a un solo blanco.

—¿No hay blancos en tu pueblo?

—Que vivan en él, no. A veces vienen por asuntos de negocios.

Cuando divisaron a lo lejos la mansión, de camino al Cadillac, el chico preguntó:

—¿Cómo es ese sitio?

—Sólo he estado en la cocina —contestó Mavis.

—Dos mujeres viejas en un sitio tan grande… No me parece bien.

El Cadillac estaba intacto, pero tan caliente que el chico se lamió los dedos antes y después de abrir el tapón del depósito. Y fue tan amable de ponerlo en marcha y aconsejarle que antes de entrar dejara las puertas abiertas durante un rato. Mavis no tuvo que forcejear con él para que aceptara algo de dinero —Soane se habría horrorizado— y el chico se alejó con su radio, en la que ahora sonaba Hey, Jude.

Tras el volante, refrescándose con el aire acondicionado, Mavis lamentó no haber apuntado el número de la emisora que aparecía en el dial del camión del chico. Jugueteó sin éxito con el botón mientras conducía el Cadillac de regreso a la casa de Connie. Aparcó, y el Cadillac, rojo oscuro, como sangre seca, se quedó allí durante dos años.

Anochecía cuando el chico puso el coche en marcha. Además, se había olvidado de preguntarle por dónde debía ir. Además, tampoco se acordaba de dónde estaba la gasolinera en la que había dejado los dólares en prenda y no quería buscarla a oscuras. Y, además, Connie había rellenado y asado un pollo. Pero la decisión de pasar allí la noche se debía, sobre todo, a la madre. En el centro, la blancura era cegadora. Mavis tardó en distinguir la forma articulada entre las almohadas y las sábanas de color blanco hueso, y habría seguido ciega si una voz no hubiera dicho en tono autoritario:

—Niña, no se mira fijamente.

Connie se inclinó sobre los pies de la cama y metió la mano bajo la sábana. Con la derecha levantó los talones de la madre y con la izquierda ahuecó las almohadas situadas debajo.

—Uñas como cuchillas —murmuró, y volvió a depositar los pies con suavidad.

Cuando sus ojos se acostumbraron a aquel claroscuro, Mavis vio el contorno de una cama demasiado pequeña para una mujer enferma —parecía la cama de un niño—, y una serie de mesas y sillas en la orla de oscuridad que la rodeaba. Connie escogió un objeto de una de las mesas y se inclinó hacia la luz que rodeaba a la paciente. Mavis siguió sus movimientos y la vio aplicar vaselina en los labios y el rostro de la enferma, más pálido que el paño blanco que tenía en torno a la cabeza.

—Debe de haber algo que sepa mejor que esto —dijo la madre mientras se pasaba la punta de la lengua por los labios engrasados.

—La comida —repuso Connie—. ¿Quiere un poco?

—No.

—¿Un poco de pollo?

—No. ¿A quién has traído? ¿Por qué has traído a alguien?

—Una mujer a la que se le averió el coche, ya se lo he dicho.

—Eso fue ayer.

—No, se lo he dicho esta mañana.

—Bueno, entonces, hace horas, pero ¿quién la ha invitado a invadir mi intimidad? ¿Quién ha sido?

—Adivine. Usted ha sido. ¿Quiere un masaje en la cabeza?

—Ahora no. ¿Cómo te llamas, hija?

Mavis susurró su nombre desde la oscuridad donde se encontraba.

—Acércate. No puedo ver nada a menos que lo tenga encima. Es como vivir dentro de una cáscara de huevo.

—No le hagas caso —dijo Connie a Mavis—. Ve todo lo que hay en el universo. —Arrastró una silla junto a la cama, se sentó, cogió la mano de la mujer y, una por una, apartó las cutículas de los encorvados dedos.

Mavis se acercó, entró en el círculo de luz y puso la mano sobre el pie de metal de la cama.

—¿Ya está arreglado? ¿Funciona el coche?

—Sí, señora. Va bien. Gracias.

—¿Dónde están tus hijos?

Mavis no pudo hablar.

—Antes había muchas niñas aquí. Esto fue una escuela. Una bonita escuela para chicas. Chicas indias.

Mavis miró a Connie, pero cuando ella le devolvió la mirada, Mavis bajó los ojos. La mujer de la cama soltó una risa alegre.

—Es difícil mirar a esos ojos, ¿verdad? —dijo—. Cuando la traje aquí eran verdes como la hierba.

—Y los suyos eran azules —señaló Connie.

—Todavía lo son.

—Eso dice usted.

—Entonces, ¿de qué color son?

—Del mismo que los míos: del tono descolorido de las viejas.

—Dame un espejo, hija.

—No le des nada.

—Todavía soy yo quien manda aquí.

—Claro, claro.

Las tres contemplaron los dedos morenos acariciar los blancos. La mujer de la cama suspiró.

—Mírame. No puedo sentarme sola y soy arrogante hasta el final. Dios debe de estar partiéndose de risa.

—Dios no se ríe ni se toma las cosas a broma.

—Sí, claro, tú lo sabes todo sobre Él, estoy segura. La próxima vez que lo veas, dile que deje entrar a las niñas. Se amontonan en la puerta, pero no entran. Durante el día no me importa, pero no me dejan dormir. ¿Les das de comer bien? Siempre tienen tanta hambre… Hay muchas, ¿verdad? Nada de esos dulces fritos que a ellas les gustan sino buena comida, los inviernos son tan malos que necesitamos carbón es un pecado quemar los árboles de la pradera ayer la nieve entró por debajo de la puerta y lo espolvoreó todo quaesumus, da propitius pacem in diebus nostris la hermana Roberta pela las cebollas et a peccato simus semper liben no puedes ab omni perturbatione securi

Connie cruzó las manos de la madre sobre la sábana, se puso de pie y le hizo una seña a Mavis de que la siguiera. Salieron al pasillo y cerró la puerta.

—Pensaba que era su madre. Por el modo en que hablaba de ella, creía que era su propia madre.

Estaban bajando por la amplia escalera central.

—Es mi madre. También la tuya. ¿Qué madre tienes?

Mavis no contestó; en parte, porque no se sentía capaz de hacerlo, pero también porque estaba intentando recordar de dónde venía la luz de la habitación de la madre en una casa sin electricidad.

Después de cenar el pollo asado, Connie acompañó a Mavis a un gran dormitorio. De los cuatro camastros, escogió el más cercano a la ventana y se arrodilló en él para mirar hacia fuera. Si hubiera visto dos lunas lácteas en lugar de una sola habrían sido como los ojos de Connie. Bajo ellas, un mundo barrido. Ecuánime. Ordenado. Amplio. Eterno.

¿Por dónde se va a California?

¿Por dónde se va a Maryland?

¿Merle? ¿Pearl?

El cachorro de león que se la comió esa noche tenía los ojos azules en lugar de pardos, y en esta ocasión no tuvo que sujetarla contra el suelo. Cuando rodeó sus hombros con la pata izquierda, ella echó voluntariamente la cabeza hacia atrás, dejando el cuello expuesto. Tampoco luchó por salir del sueño. El mordisco fue jugoso, pero ella siguió durmiendo tras éste y otros sueños hasta que los cantos la despertaron.

Mavis Albright entró y salió del convento en más de una ocasión, pero siempre volvió, de modo que en 1976 estaba allí.

Aquella mañana de julio hacía ya meses que era consciente de la tirantez entre el convento y el pueblo, y podría haber previsto que llegarían camiones llenos de hombres y las acecharían en la niebla, pero estaba pensando en otras cosas: en marineros tatuados y niños que se bañaban en aguas de color esmeralda, y, agotada por los placeres de la noche anterior, siguió durmiendo a intervalos. Una hora más tarde, mientras espantaba a las gallinas y las echaba del aula, olió el humo del puro y un ligero rastro de Aqua Velva.