Disparan primero contra la chica blanca. Con las demás, pueden tomarse el tiempo que quieran. En el lugar donde están, no hace falta que se den prisa. Se encuentran a veintisiete kilómetros de una población que, a su vez, está a ciento cuarenta y cinco kilómetros de la más cercana. En el convento seguramente habrá muchos escondrijos, pero hay tiempo y el día acaba de empezar.

Ellos son nueve, casi el doble del número de mujeres que tienen que poner en fuga o matar, y cuentan con los elementos necesarios para ambos fines: cuerda, una cruz de hojas de palma, esposas, gas lacrimógeno Maze y gafas de sol, además de unas armas limpias y hermosas.

Nunca han entrado tanto en el convento. Alguna vez, alguno de ellos ha aparcado el Chevrolet cerca del porche para recoger una ristra de pimientos, o ha entrado en la cocina para comprar una botella de salsa para barbacoa; pero sólo unos pocos han visto los pasillos, la capilla, el aula, los dormitorios. Ahora, todos los verán. Y por fin verán el sótano y expondrán su inmundicia a la luz que pronto barrerá el cielo de Oklahoma. Mientras tanto, se sobresaltan por la ropa que llevan y caen súbitamente en la cuenta de que no van vestidos de la manera adecuada. ¿Quién iba a decir que haría tanto frío en ese lugar en un amanecer de julio? Las camisetas, camisas de trabajo o camisas de estilo africano absorben el frío como si fuera fiebre. Los que se han puesto zapatos de trabajo se sienten incómodos por el estruendo de sus pasos sobre los suelos de mármol; los que llevan zapatillas de deporte Pro-Keds, por el silencio. Y, además, el lugar es grandioso. Sólo los dos que llevan corbata parecen encajar con él, y uno por uno, todos recuerdan que, antes de convertirse en convento, esa casa fue el capricho de un estafador. Una mansión donde se suceden sin interrupción los suelos de mármol en tonos ocres y rosados y los de madera de teca. La mica conserva la luz de otros tiempos y forma dibujos en las paredes, a las que hace cincuenta años se les quitó el papel para blanquearlas. La vistosa grifería del cuarto de baño, que asqueaba a las monjas, fue sustituida por unos grifos buenos y sencillos, pero los lavabos y bañeras costosas, que no podían cambiarse sin un gran gasto, permanecieron en su lugar con corrupto descaro. Las locuras del estafador que pudieron demolerse fueron demolidas, especialmente en el comedor, que las monjas convirtieron en aula y donde hacían sentar y callar a las chicas arapajo para que aprendieran a olvidar.

Ahora, unos hombres armados registran unas habitaciones donde flotan cestos de macramé junto a candelabros flamencos, ahí donde Cristo y Su madre resplandecen en hornacinas adornadas con parras. Las Hermanas de la Santa Cruz arrancaron todas las ninfas, pero las curvas de su cabello de mármol todavía estrangulan las hojas de parra y juguetean con su fruto. El frío se hace más intenso a medida que los hombres avanzan por las profundidades de la mansión mientras se entretienen, miran, escuchan, atentos a la maldad femenina que se esconde allí y al olor a levadura y mantequilla de la masa cuando fermenta.

Uno de ellos, el más joven, mira hacia atrás, esforzándose en ver cómo transcurre el sueño en que se encuentra. La mujer que ha recibido el disparo, tendida incómodamente sobre el mármol, le hace un gesto con los dedos, o eso parece. Así pues, su sueño va bien, excepto en lo que respecta al color. Nunca ha soñado en unos colores como éstos: el negro imperial luce un remolino rojo y un amarillo denso, febril. Como las ropas de una mujer fácil. El cabecilla del grupo hace una pausa, levanta la mano izquierda para detener las siluetas que van detrás de él. Se paran, conteniendo el aliento, y aprovechan para coger mejor los rifles y pistolas. El cabecilla se vuelve e indica con gestos que se separen: vosotros dos, por ahí, a la cocina; dos más, al piso de arriba; otros dos, a la capilla. Para ir al sótano sólo quedan él, su hermano y el que cree estar soñando.

Se separan con agilidad, sin palabras ni apresuramiento. Antes, cuando han abierto de un disparo la puerta del convento, la naturaleza de su misión ha hecho que se sintieran aturdidos; pero, después de todo, su objetivo es la basura: un desecho humano que a veces, después de barrerlo hacia fuera, vuelve a entrar. De manera que ahora pueden hacer frente al veneno. Tras disparar contra la primera mujer (la blanca), todo se ha aclarado como si fuera mantequilla: el aceite del odio queda arriba; la parte dura, abajo.

Fuera, la niebla llega a la altura de la cintura. Pronto se volverá de color de plata y formará arcos iris en la hierba, lo bastante bajos como para que jueguen los niños, antes de que el sol la haga desaparecer y deje a la vista hectáreas de sorgo y, quizás, huellas de brujas.

La cocina es más grande que las casas donde ellos han nacido. Alto techo con vigas. Más estantes que en el Ace’s Grocery Store, la tienda del pueblo. La mesa mide más de cuatro metros, por lo menos, y es fácil advertir que las mujeres a las que persiguen han sido pilladas por sorpresa. En un extremo, hay una jarra llena de leche junto a cuatro tazones de cereales Shredded Wheat. En el otro extremo, quedan las verduras a medio picar: las cebolletas apiladas como un puñado de confeti verde hacen de nido a brillantes discos de zanahoria, y las patatas, mondadas y enteras, parecen blancas como huesos, húmedas y crujientes. El caldo hierve a fuego lento en la cocina. Ésta tiene el tamaño de la de un restaurante, con ocho quemadores y una docena de rebanadas de pan se hinchan en una bandeja bajo la gran tapa de acero. Hay un taburete caído. No hay ventanas.

Un hombre indica a otro con un ademán que abra la despensa mientras él se dirige hacia la puerta trasera. Está cerrada, pero no con llave. Escudriñando el exterior, ve una vieja gallina, cuyas abultadas y enrojecidas partes traseras están bien atendidas, supone, por poner monstruos: yemas dobles y triples dentro de cáscaras enormes y deformes. Del gallinero, situado algo más lejos, llega un suave tartamudeo; los pollos que caminan con paso suave entre la niebla del patio desaparecen, aparecen y vuelven a desaparecer, con sus ojos planos indiferentes a cuanto no sea su desayuno. Ninguna pisada altera el barro alrededor de los escalones de piedra. El hombre cierra la puerta y se une a su compañero en la despensa. Juntos escrutan los polvorientos frascos de conservas y lo que queda del año pasado: tomates, judías verdes, melocotones. Descuidadas, piensan. Agosto está al llegar y estas mujeres no han ordenado los frascos ni, por supuesto, los han lavado.

Apaga el fuego de debajo de la olla. Su madre lo bañaba en una no más grande que ésa. Un lujo en la casa de barro y paja en la que ella había nacido. La casa donde él vive es grande, cómoda, y el pueblo resplandece, comparado con el lugar donde nació, que en cincuenta años pasó de la posición vertical a la horizontal. Haven, una población soñada del territorio de Oklahoma se convirtió en Haven, población fantasma del estado de Oklahoma. Los libertos que se pusieron en pie en 1889 cayeron de rodillas en 1934 y se arrastraron boca abajo en 1948. Por eso están en este convento. Para garantizar que nunca volverá a suceder. Que nada interno o externo pudre la única población negra que merece la pena. Todas las otras que él conocía o de las que había oído hablar no habían logrado resistir o se habían mezclado con ciudades blancas; si ése no era el caso, como Haven, se habían ido consumiendo en una tracería: los contornos de los cimientos habían quedado enmarcados por la hierba, el papel de las paredes se había convertido en su propio negativo tras los cristales rotos, el suelo de la escuela se había levantado sobre las raíces de los árboles que crecían hacia la campana. Los mil habitantes de 1905 se convirtieron en quinientos en 1934. Más tarde, en doscientos; después, a medida que el cultivo del algodón desaparecía o las compañías ferroviarias tendían las vías en otros lugares, quedaron reducidos a ochenta. La agricultura de subsistencia, que en otras épocas era la única fuente de riqueza que necesitaba una familia grande, fue fragmentándose a medida que cada hijo casado recibía una parte que, a su vez, debía repartir entre sus hijos, hasta que finalmente, los propietarios de los trocitos, si aún no se habían marchado disgustados, recibían con agrado cualquier oferta de un especulador blanco, pues estaban ansiosos por ir a probar fortuna a otro lugar. A una ciudad grande o pequeña, a cualquier sitio que ya estuviera construido.

Pero él y los demás, todos veteranos, pensaban de otra manera. Amaban lo que había sido Haven, la idea y su realización, y habían alentado esa devoción con mimo desde Bataán a Guam, de Iwo Jima a Stuttgart, decididos a construirla otra vez. Tocó la campana de la cocina, admirando su construcción y su potencia. Era del mismo tamaño que el horno de ladrillos que se alzaba en medio de su pueblo natal. El que desmontaron y volvieron a montar cuando regresaron a Estados Unidos. Llevaron los ladrillos, la piedra de la chimenea y la placa de hierro durante casi cuatrocientos kilómetros en dirección al oeste: lejos, lejos de la vieja nación creek que una vez un político ingenioso denominó «tierra no asignada». Recuerda la ceremonia que se llevó a cabo cuando volvieron a pegar en su sitio, con cemento, la boca de hierro, y pulieron sus desgastadas letras para que todo el mundo las viera. Él mismo ayudó a limpiar sesenta y dos años de carbón y grasa animal a fin de que las palabras brillaran tanto como en 1890, cuando eran nuevas. Y si dolía —separar lo que sus abuelos habían unido—, no era nada comparado con lo que habían soportado ni con lo que podría ser de ellos si volvían a empezar. Como nuevos padres, que habían luchado contra el mundo, no podían (no querían) ser menos que los Viejos Padres, que lo habían burlado con ingenio, que no habían permitido que el peligro o el mal natural les impidiera apartar a Haven del fango, y sabían que debían sellar su triunfo con esa prioridad. Un horno. Redondo como una cabeza, profundo como el deseo. Vivían dentro de sus carromatos o junto a ellos, cocían la comida al aire libre, levantaban cabañas de barro y paja, y lo primero que hicieron los Viejos Padres fue eso: dedicar gran parte de sus fuerzas a construir un horno enorme, perfectamente diseñado, que no sólo los alimentara sino que sirviera de monumento a su esfuerzo. Cuando lo hubieron terminado y cada ladrillo estuvo perfectamente alineado, la alta chimenea erguida, las clavijas y la parrilla en su sitio, la corriente de aire circuló, constante, desde el agujero trasero y la puerta se colocó en su justo lugar, el herrero hizo su trabajo. Con duelas de barriles y ejes rotos, con teteras y clavos torcidos, fabricó una placa de hierro que medía medio metro por metro y medio y la colocó en la base de la boca del horno. Todavía no está claro de dónde procedían las palabras. Tal vez fuese algo que había oído, inventado o que le habían susurrado mientras dormía acurrucado sobre sus herramientas en el catre de un carromato. Se llamaba Morgan y quién sabe si inventó o robó la media docena de palabras que forjó. Unas palabras que, al principio, parecían bendecirlos; después, confundirlos, y, finalmente, anunciar que habían perdido.

El hombre observa el fregadero de la cocina. Se acerca a la larga mesa y levanta la jarra de leche. Huele primero su contenido y después, con la pistola en la mano derecha, utiliza la izquierda para llevarse la jarra a la boca y tomar tragos tan largos y acompasados que, cuando percibe el olor a pesgua, la mitad de la leche ha desaparecido.

En el piso de arriba, dos hombres recorren el pasillo y examinan los cuatro dormitorios, cada uno con una tarjeta pegada a la puerta con cinta adhesiva. El primer nombre, escrito con lápiz de labios, es Seneca. El siguiente, Divine, está escrito con tinta en mayúsculas. Cruzan miradas de complicidad cuando advierten que las mujeres no duermen en camas, como la gente normal, sino en hamacas. No hay más muebles, excepto un estrecho escritorio o una mesilla auxiliar. No hay ropa en los armarios, naturalmente, puesto que las mujeres llevaban vestidos sucios e informes y nada digno de ser llamado zapato. Sin embargo, hay cosas extrañas clavadas, pegadas con cinta adhesiva a las paredes o apoyadas contra la pared en un rincón. Un calendario de 1968 con grandes equis que indican diversas fechas (4 de abril, 19 de julio); una carta escrita con sangre cuyo satánico mensaje está tan borroso que no puede descifrarse; una carta astral; un sombrero inclinado sobre el cuello de plástico de un torso femenino y, en un lugar que, en otros tiempos, alojó a cristianos —bueno, a católicos—, no aparece ni una sola cruz de Jesús. Pero lo que más alarma a los dos hombres es la serie de zapatos y botitas infantiles atados a una cuerda que cuelga de una cuna en la última habitación en la que entran. Entre los diminutos zapatos hay un aro de dentición, agrietado y rígido. Indicándolo con la mirada, uno de los hombres envía a su compañero a cuatro dormitorios más situados al otro lado del pasillo mientras él se acerca al ramillete de zapatitos. ¿Qué busca? ¿Más pruebas? No está seguro. ¿Sangre? ¿Tal vez un dedito que haya quedado dentro de un zapato de blanca piel de becerro? Quita el seguro del arma y se suma a la búsqueda en el otro lado del pasillo.

Esas habitaciones son normales. Están revueltas —en una de ellas, el suelo aparece cubierto de tazas sucias y platos con costras de comida, la cama es invisible bajo un montón de ropa; en otra habitación hay dos mecedoras llenas de muñecas; en una tercera, los desechos y el olor indican que su inquilino bebe mucho— pero, por lo menos, son normales.

Su saliva es amarga y, aunque sabe que este lugar está enfermo, lo sobresalta un latigazo de pena en el pecho. ¿Qué es lo que puede haber transformado de esta manera a unas mujeres? ¿Cómo es posible que sus simples cerebros idearan esas cosas: sexo repugnante, engaño y maliciosa tortura de niños? En este remoto lugar, en un espacio abierto, encerradas en una mansión —nadie que las insultara ni las molestara—, habían conseguido que pusiera en duda el valor de casi todas las mujeres que conocía. El dinero destinado a un abrigo que su padre ahorró en secreto durante dos cosechas; la luz de los ojos de su madre cuando acariciaba el cuello de piel de foca. La fiesta sorpresa que él y sus hermanos organizaron para el decimosexto cumpleaños de una hermana. Sin embargo, en ese lugar, a menos de treinta kilómetros de una comunidad tranquila y ordenada, había mujeres como no había conocido ninguna ni había oído hablar siquiera. Precisamente en ese lugar. Único y aislado, su pueblo estaba satisfecho de sí mismo, y con razón. No tenía cárcel ni la necesitaba. Ningún criminal había salido de él, y las escasas personas que daban guerra, humillaban a sus familias o amenazaban la imagen que el pueblo tenía de sí mismo, estaban controladas. Naturalmente, no había ni una mujer descuidada o abandonada en toda la población, y las razones le parecían evidentes. Desde el principio, sus gentes eran libres y estaban protegidas. Una mujer insomne podía levantarse de la cama, echarse un chal sobre los hombros y sentarse en las escaleras de su casa a la luz de la luna. Y, si le apetecía, podía salir paseando de su jardín a la calle. Sin luz y sin miedo. Los crujidos junto a la carretera no la asustaban porque, fuera lo fuere aquello que había producido el ruido, no se trataba de algo que se acercara a ella sigilosamente. En un radio de ciento cuarenta kilómetros no había nada que acechase. Podía pasear tan despacio como quisiera, pensar en guisos, en la guerra, en asuntos familiares, o alzar los ojos al cielo y no pensar en nada. Sin luz y sin miedo, podía seguir su camino, y, si una luz brillaba en una casa situada calle arriba y oía el llanto de un lactante con cólico, podría acercarse a la casa y llamar en un susurro a la mujer que estaba dentro, intentado calmar a la criatura. Las dos se turnarían para dar masajes en la barriga del niño, mecerlo o intentar que bebiera un poco de soda. Cuando el bebé se callara, se sentarían un rato a chismorrear, riendo en voz baja para no despertar a nadie.

Entonces, la mujer decidiría si volvía a su casa, descansada y dispuesta a dormir, o seguía por la calle y pasaba por delante de otras casas, las tres iglesias, el horno. O más allá, fuera de los límites de la población, porque allí no había nada que la acechase.

En los extremos del pasillo hay sendos cuartos de baño. Cuando los dos hombres entran en ellos, simultáneamente, nada los inquieta, porque creen que están preparados para todo. En uno de los cuartos de baño, el más grande, los grifos son demasiado pequeños y toscos para el amplio lavabo. La bañera descansa sobre las espaldas de cuatro sirenas con la cola bien abierta para darle seguridad y el pecho arqueado para conferirle estabilidad. Las baldosas son de color verde botella. Sobre la cisterna hay una caja de compresas Modess y a su lado un cubo de otras usadas. No hay papel higiénico. Sólo un espejo no ha sido cubierto con pintura blanquecina, y el hombre hace caso omiso de él. No quiere verse acechando mujeres o sus líquidos. Sale marcha atrás con alivio y cierra la puerta. Con alivio, deja que el arma apunte al suelo.

En el piso de abajo, dos hombres, padre e hijo, no sonríen, aunque cuando han entrado en la capilla han tenido ganas de hacerlo, porque era cierto: allí se adoraban imágenes de ídolos. En los estantes tallados en las hornacinas de la pared hay unos hombres y mujeres diminutos vestidos de blanco con capas azules y doradas. Mientras sostienen un bebé en brazos o gesticulan, sus rostros inexpresivos simulan inocencia. No cabe duda de que han quemado velas a sus pies, como había dicho el reverendo Pulliam, y también es probable que les hayan ofrecido comida, puesto que hay pequeños tazones a ambos lados. Cuando esto termine, le contarán al reverendo Pulliam cuánta razón tenía y se reirán en la cara del reverendo Misner.

Había diferencias irreconciliables entre las congregaciones de la población, pero los miembros de todas ellas coincidían firmemente en la necesidad de esta acción: haced lo que tengáis que hacer. Ni el convento ni las mujeres que hay en él pueden seguir así.

Qué pena. Tiempo atrás, el convento era un vecino fiel, aunque distante, rodeado de campos de maíz, hierba y trébol, al que se llegaba por una pista de tierra que apenas se veía desde la carretera. La mansión convertida en convento estaba allí antes que el pueblo, y cuando llegaron las quince familias, las últimas internas arapajo ya se habían marchado. Eso fue veinticinco años antes, cuando los sueños trascendían de los hombres que los albergaban. Se había abierto una carretera bien recta que cruzaba el pueblo por la mitad, bordeada por aceras adoquinadas. Siete de las familias tenían más de doscientas hectáreas; tres, casi cuatrocientas. Poco a poco, cuando la carretera se convirtió en una calle con nombre, un hombre llamado Ossie organizó una carrera de caballos para celebrarlo. La gente se acercó desde las tiendas del ejército, las casas a medio acabar y las tierras recién desbrozadas, trayendo consigo lo que tenía. Salieron las cosas guardadas y se improvisó una fiesta: guitarras y sandías tardías, avellanas, tartas de ruibarbo y un arpa de boca, una tabla de lavar, cordero asado, arroz con pimientos, In the Dark, de Lil Green, Louis Jordan y sus Tympany Five; cerveza casera y carne de marmota frita y cocida en salsa. Las mujeres se cubrieron el cabello con pañuelos de vivos colores; los niños se fabricaron sombreros con amapolas y parras. Ossie tenía un caballo de dos años y otro de cuatro, rápidos y bonitos. Los demás eran simples comparsas: el caballo manchado de Ace, el antiguo peso pluma de la señorita Esther, y cuatro de los caballos de tiro de Nathan más su yegua y un pony a medio domesticar que, sin que nadie lo reclamara, pastaba a orillas del río.

Los jinetes pasaron tanto rato riñendo por si debían correr con silla o a pelo que las madres de los niños de pecho les dijeron que montasen o cambiaran con ellos los papeles. Los hombres discutieron sobre las ventajas que debían darse y apostaron sin freno monedas de un cuarto de dólar. Tras sonar el disparo, sólo tres caballos saltaron hacia delante. El resto dio un paso a un lado o saltó sobre la madera apilada junto a las casas sin terminar. Cuando finalmente la carrera se inició, las mujeres gritaron desde el prado mientras sus hijos chillaban entre la hierba, que de tan alta les llegaba a los hombros. El pony terminó primero, pero dado que había perdido a su jinete a cuatrocientos metros de la salida, se consideró ganadora a la yegua castaña de Nathan. Para entregar la banda del vencedor con el Corazón Púrpura de Ossie se escogió a la niña que lucía más amapolas en la cabeza. El ganador tenía siete años y sonreía como si hubiera llegado el primero en el Derby de Kentucky. Ahora aquel niño se encontraba en el sótano de un convento tras unas mujeres horribles que, cuando llegaron, una a una, resultó evidente que no eran monjas ni simulaban serlo, pero se pensó que tal vez fuesen miembros de alguna otra clase de culto. Nadie lo sabía. Sin embargo, tampoco era importante saberlo, porque cada una de ellas, igual que la vieja madre superiora y la criada, aún vendían productos del huerto, salsa para la barbacoa, buen pan y los pimientos más picantes del mundo. A un precio algo caro, se podía comprar una ristra de pimientos rojo oscuro o una salsa preparada con ellos. Tenían un éxito enorme porque picaban ferozmente. En buenas condiciones de conservación, la salsa duraba años y, aunque muchos clientes habían intentado plantar las semillas, los pimientos no crecían fuera del huerto del convento. Casi todos decían que eran vecinas extrañas, aunque inofensivas. Más que eso, en ocasiones, incluso útiles. Acogían a las personas perdidas que necesitaban un poco de descanso. Las primeras noticias hablaban de amabilidad y muy buena comida. Pero ahora todo el mundo sabía que aquello era mentira, una tapadera, un disfraz cuidadosamente planeado para encubrir lo que estaba pasando en realidad. En cuanto resultó evidente que se trataba de una situación de emergencia, representantes de las tres iglesias se reunieron en el horno porque no pudieron ponerse de acuerdo acerca de qué iglesia tenía que acoger la reunión, si es que alguna debía hacerlo, para decidir qué acción llevar a cabo, dado que las mujeres habían hecho caso omiso de todas las advertencias.

Fue una reunión secreta, pero hacía más de un año que corrían los rumores. Las atrocidades que se habían acumulado a lo largo del tiempo se transformaron en pruebas. Una hija de ojos fríos había arrojado a su madre por las escaleras. En una familia, habían nacido cuatro niños con problemas. Las hijas se negaban a abandonar la cama. Las novias desaparecían en la noche de bodas. Dos hermanos se habían liado a tiros el día de Año Nuevo. Se habían hecho frecuentes los viajes a Demby para recibir inyecciones por enfermedades venéreas. Y era increíble lo que estaba sucediendo junto al horno últimamente. De manera que, cuando nueve hombres decidieron reunirse allí, tuvieron que vaciar el lugar a tiros para poder sentarse a la luz de las linternas y tomar las riendas del asunto. Las pruebas que habían ido recogiendo desde el terrible descubrimiento hecho en primavera no podían negarse: el único nexo de unión entre todas aquellas catástrofes se encontraba en el convento. Y en el convento estaban esas mujeres.

El padre recorre el pasillo de la nave examinando los bancos situados a izquierda y derecha. Desliza debajo de cada asiento la hoja luminosa procedente de su linterna Black & Decker. Los reclinatorios están vueltos hacia arriba. Se detienen ante el altar. Una ventana amarillo pálido flota sobre él en la penumbra. Todo parece sucio. Da un golpe con el pie a una bandeja con vasitos situada junto a la pared para ver si queda alguna ofrenda de comida. A excepción de la mugre y las telas de araña, los vasos rojos están vacíos. Quizá su finalidad no fuera la comida, sino el dinero. ¿O la basura? En el más sucio hay un envoltorio de chicle Doublemint.

Sacude la cabeza y se reúne con su hijo en el altar. El hijo señala con el dedo. El padre ilumina la pared situada debajo de la ventana, el sol anuncia su salida. Se percibe el contorno de una cruz enorme. El espacio donde había un Cristo parece recién pintado.

Los hermanos que se acercan al sótano fueron idénticos años atrás. Aunque son gemelos, sus mujeres se parecen más que ellos. Uno es amable, ágil y fuma puros Te Amo. El otro es más fuerte y mezquino, pero esconde el rostro cuando reza. Aunque ambos tienen ojos grandes e inocentes y se muestran muy decididos, aquí, delante de una puerta cerrada, como lo estaban en 1942, cuando se alistaron. Buscaban una salida: alejarse de una vida donde todo se debía, nada se poseía. Ahora no quieren salidas. Entonces, en los años cuarenta, no tenían nada que perder. Ahora, todo necesita su protección. Desde el principio, cuando se fundó el pueblo, sabían que el aislamiento no garantizaba la seguridad. Hacían falta hombres fuertes y dispuestos por si los desconocidos perdidos o sin rumbo no se limitaban a cruzar sin mirar la población soñolienta que tenía tres iglesias en menos de un kilómetro y medio pero nada que ofrecer a un viajero: ni cafetería, ni policía, ni comisaría, ni teléfono público, ni cine, ni hospital. Algunas veces, si eran jóvenes y estaban borrachos, o eran viejos y estaban sobrios, los forasteros podían distinguir a tres o cuatro chicas de color que paseaban despacio por la carretera. Caminaban unos metros, se detenían si la conversación lo exigía; seguían adelante, se paraban a reír o dar una palmada a la otra en el brazo, jugando. Tal vez los hombres se interesaran por ellas. Tres coches, pongamos un Bel Air del 53, verde con el interior de color crema, matrícula 085 B, seis cilindros, doble moldura en el pontón del guardabarros trasero, transmisión automática de dos marchas Powerglide; otro podría ser un Dodge Wayfarer del 49, negro, con la ventanilla trasera agrietada, faldones en los guardabarros, transmisión hidráulica, parrilla en damero; y el tercero, un Oldsmobile del 53 con matrícula de Arkansas. Los conductores reducen la velocidad, sacan la cabeza por las ventanillas y gritan. Con los ojos entornados y aire travieso, dan vueltas con el coche alrededor de las niñas, giran en torno a ellas, agitando la hierba delante de las casas, haciendo salir a los gatos a la puerta de la tienda de Ace. Describen círculos. Las chicas retroceden, la una hacia la otra, mientras sus ojos se hielan. Entonces, de uno en uno, los hombres salen de las casas, de los patios traseros, del andamio del banco, de la tienda. Uno de los pasajeros se ha abierto la parte delantera del pantalón y se asoma por la ventanilla para asustar a las chicas, quienes, aun cuando sus corazoncitos resisten, no pueden cerrar los ojos a tiempo y vuelven la cabeza. Pero los hombres del pueblo sí miran, ven el deseo en su gesto más combativo y sonríen. Sonríen con desgano y a pesar de sí mismos, porque saben que a partir de este momento, si no lo ha hecho ya, ese hombre hará tanto daño como pueda a la gente de color hasta que le llegue la enfermedad que lo lleve a la tumba. Salen más hombres, y otros. Sus armas no apuntan a ningún lugar, cuelgan junto a sus muslos. Veinte hombres; ahora, veinticinco. Rodean a los coches que dan vueltas. Están a ciento cuarenta y cinco kilómetros del puesto de socorro más cercano y a ciento cuarenta y cinco de la placa de policía más próxima. Si hubiera sido un día seco, el polvo que se levanta tras los neumáticos habría apagado el color de todos ellos, pero sólo levantan un poco de gravilla en el rastro que dejan.

Los gemelos tienen muy buena memoria. Entre los dos, recuerdan los detalles de todo lo que ha sucedido, de cosas que han presenciado y otras que no han visto. La temperatura exacta que hacía cuando los coches rodearon a las chicas, así como la producción por superficie de cada granja del condado. Y no han olvidado, ni por un instante, el mensaje o los detalles de ninguna historia, especialmente aquélla tan decisiva que les contaba su abuelo, el hombre que puso las palabras en la negra boca del horno. Una historia que explicaba por qué ni los fundadores de Haven ni sus descendientes podían tolerar a nadie más que a ellos mismos. En el viaje de 1890 desde Misisipí y desde dos parroquias de Luisiana hacia Oklahoma, los ciento cincuenta y ocho libertos fueron mal recibidos en cada centímetro de tierra desde Yazoo a Fort Smith. A pesar de haber sido rechazados por los choctaw ricos y los blancos pobres, perseguidos por los perros de los pueblos, despreciados por las prostitutas de los campamentos y sus hijos, no estaban preparados para la agresiva oposición que encontraron en las poblaciones negras ya establecidas. No era posible que el titular de un artículo del Herald, «Venid preparados o no vengáis» hiciera referencia a ellos, ¿verdad? Listos, fuertes y deseosos de trabajar su propia tierra, creían estar más que preparados: estaban predestinados. Al enterarse de que no tenían dinero suficiente para satisfacer las condiciones que les exigían los negros «económicamente independientes» se sintieron heridos y confusos. En definitiva, eran demasiado pobres y su aspecto demasiado desaliñado para entrar siquiera en las comunidades que pedían colonos negros y mucho menos para residir en ellas. Este despectivo rechazo por parte de los más afortunados les cambió la temperatura de la sangre: primero, hirvió cuando vieron que escribían sobre ellos que eran «gentes que preferían las tabernas y los juegos de dados a los hogares, iglesias y colegios». Después, al recordar su grandiosa historia, se enfrió. Lo que al comienzo había sido una decisión acalorada, se convirtió en una fría obsesión. «No nos conocen —dijo uno—. Somos libres como ellos; éramos esclavos como ellos. ¿A qué viene esta diferencia?».

Puesto que se defendían y renegaban de ellos, cambiaron de camino y se dirigieron al oeste de las tierras sin asignar, al sur del condado de Logan, al otro lado del río Canadian, hacia el territorio arapajo. Con cada desgracia se hacían más duros, más orgullosos, y todos estos detalles estaban grabados en la buena memoria de los gemelos. Historias sin adornar, contadas una y otra vez en cabañas oscuras, cerca del horno al ponerse el sol, a la luz del domingo por la tarde, cuando se reunían a rezar. Acerca de las sillas de montar de los cuatro bandidos de piel negra que les dieron de comer carne seca de búfalo antes de robarles los rifles. Acerca del silencio del embudo del tornado que giró alrededor del campamento; de los niños dormidos que despertaron navegando por el aire. El brillo de los caballos sobre los que montaban los choctaw que los vigilaban. A la hora de cenar, cuando estaba demasiado oscuro para hacer nada que no pudiera hacerse a la luz del fuego, los Viejos Padres recitaban las historias de aquel viaje; las señales que Dios les daba para guiarlos hacia las fuentes, hacia los indios creek, con los que podían intercambiar trabajo por carromatos, caballos y pasto, lejos de las poblaciones de perros de la pradera, que ocupaban hasta ochenta kilómetros, y de las fechorías de Satán: mujeres abandonadas sin ninguna pertenencia, rumores de oro en el lecho de un río.

Los gemelos creían que su abuelo había escogido las palabras que colocar junto a la boca del horno cuando descubrió lo estrecho que era el buen camino. Los muebles se sujetaban con clavijas de madera porque los clavos eran muy caros, pero sacrificó su tesoro de clavos de siete y diez centímetros, fuesen rectos o doblados, para decir algo importante y duradero.

Cuando las letras estuvieron colocadas, pero antes de que nadie hubiera tenido tiempo de reflexionar sobre las palabras que formaban, levantaran un tejadillo junto al lugar donde el horno esperaba los últimos retoques. Sobre cajas de embalaje y bancos improvisados, la gente de Haven se reunía allí para charlar, convivir y practicar juegos reñidos. Más tarde, cuando la hierba dio paso a una bonita población con una calle que la cruzaba por el medio, casas de madera, una iglesia, una escuela, una tienda, los ciudadanos seguían reuniéndose allí. Atravesaban gallinas de Guinea y ciervos enteros para asarlos; abrían los costillares y echaban mucha sal en los costados de la ternera puesta a enfriar. Aquéllos eran días de guisos a fuego lento, cuando las llamas se mantenían tan bajas que un pavo de nueve kilos tardaba toda la noche en asarse y podía llevar hasta dos días que media res quedase cocida hasta el hueso. Siempre que se sacrificaba el ganado, o les apetecía comer una pieza de caza sin ahumar, la gente de Haven llevaba el animal al horno y se quedaba allí, en ocasiones para discutir y pelearse con la familia Morgan por la manera de sazonar y el método adecuado para dictaminar si estaba cocido. Se quedaban allí para chismorrear, quejarse, reír a carcajadas y tomar café bajo los aleros. Y cualquier niño que estuviera cerca podía ser llamado para ahuyentar las moscas, transportar leña, limpiar la mesa de trabajo o golpear la tierra con un bloque de apisonar.

En 1910 había en Haven dos iglesias, el Banco de Todos los Ciudadanos, cuatro aulas en la escuela, cinco tiendas que vendían artículos de confección, comestibles y pienso; pero el movimiento alrededor del horno era mayor que el que había en esos lugares. Ninguna familia necesitaba más que una sencilla cocina cuando el horno estaba encendido, y siempre lo estaba. Incluso en 1934, cuando todo lo que formaba parte de la población moría, cuando estaba claro como la luz del día que las conversaciones sobre la electricidad quedarían en eso, en conversaciones, y cuando los conductos del gas y las alcantarillas eran maravillas propias de Tulsa, el horno seguía vivo. Hasta la Gran Sequía, nunca echaron de menos el agua corriente, porque el pozo era profundo. De niños, los gemelos se habían mecido en las ramas del álamo de Virginia, inclinándose cerca del pozo y colgando peligrosamente sobre las claras aguas para mirar el reflejo de sus pies. Habían oído una y otra vez la historia de los vestidos y los sombreros azules que los hombres compraron para las mujeres con el dinero en metálico de la primera cosecha o las primeras reses sacrificadas. La teatral llegada del piano de Saint Louis, encargado en cuando estuvo puesto el suelo del templo de la Iglesia de Sión. Imaginaban a su madre, con diez años, tocar furtivamente el piano entre otras niñas apiñadas en torno a él, pulsar una tecla antes de que la diaconisa les apartara las manos de una palmada. Su voz pura de soprano cuando ensayaban el canto, «Él os cuidará…», lo cual podía decirse, sin temor a equivocarse, que hizo, hasta que dejó de hacerlo. Los gemelos nacieron en 1924, y durante veinte años oyeron contar cómo habían sido los cuarenta años anteriores. Escuchaban, imaginaban y lo recordaban todo, porque cada detalle suponía un estremecimiento de placer, erótico como un sueño, una escapatoria emocionante y más llena de sentido incluso que la guerra en que habían luchado.

En 1949, jóvenes y recién casados, no eran más que unos tontos. Mucho antes de la guerra, los residentes de Haven se marchaban, y los que aún no habían hecho las maletas tenían la intención de hacerlo. Los gemelos contemplaron el magro futuro de posguerra que les esperaba y no costó mucho convencer a otros chicos del pueblo de que repitieran lo que habían hecho los Viejos Padres en 1890. Diez generaciones habían conocido lo que había Ahí Fuera: el espacio, en otros tiempos acogedor y libre, se había convertido en un hervidero sin control, en un vacío donde el mal organizado e improvisado surgía por doquier: detrás de cualquier árbol erguido, tras la puerta de cualquier casa, humilde o lujosa. Ahí Fuera, donde tus hijos eran víctimas, tu mujer era presa fácil, donde uno mismo podía ser anulado, donde la congregación llevaba armas a la iglesia y cada silla de montar tenía una cuerda enrollada. Ahí Fuera, donde cada grupo de hombres blancos parecía una partida dirigida por un sheriff, donde estar solo equivalía a estar muerto. Pero durante las tres últimas generaciones habían aprendido una y otra vez las lecciones sobre el modo de proteger una población. Así que, como aquellos exesclavos que conocían sus prioridades, los exsoldados desmontaron el horno y lo cargaron en dos camiones antes incluso de desarmar sus propias camas. Antes de que saliera el primer rayo de sol, a mediados de agosto, quince familias se marcharon de Haven, pero no se dirigieron, como otros, hacia Muskogee o California, Saint Louis, Houston, Langston o Chicago, sino que se adentraron en Oklahoma, para huir lo más lejos posible de la degradación que contaminaba el pueblo que habían levantado sus abuelos.

«¿Cuándo llegamos?», preguntaban los niños desde los asientos traseros de los coches. «¿Cuándo llegaremos?».

«Pronto», contestaban los padres. Pasaban las horas y la respuesta era la misma. «Pronto, muy pronto». Cuando vieron Beaver Creek, que se extendía a través de la boca de un estado en forma de pistola sobre hectáreas de tierras herbosas (baratísima tras los tornados de 1949) compradas con el fondo común formado con el dinero que les habían dado por marcharse, era justo el momento adecuado.

Lo que dejaban atrás era una población con calles antaño orgullosas y ahora cubiertas de malas hierbas, controlada por dieciocho personas tercas que se preguntaban cómo podrían llegar a la oficina de correos donde tal vez hubiera una carta de un nieto que había partido hacía mucho tiempo. En el lugar en que había estado el horno dormían al sol pequeñas serpientes verdes. Quién hubiese imaginado que veinticinco años más tarde, en una población completamente nueva, un convento superaría la capacidad destructiva de las serpientes, la Depresión, el fisco y el ferrocarril.

Ahora, uno de los hermanos, el que lleva la iniciativa en todo, rompe la puerta del sótano con la culata del rifle. El otro espera, unos pasos más atrás, junto al sobrino de ambos. Los tres bajan deprisa por las escaleras, con ganas de saber qué hay allí. Lo que encuentran no los decepciona: es el dormitorio del diablo, su cuarto de baño y su inmundo corralito.

El sobrino siempre ha sabido que su madre había intentado seguir adelante. Consiguió verlo montar el caballo ganador, pero no le quedaban más fuerzas. Ni siquiera para interesarse por los debates sobre cómo llamar el lugar al que había viajado con sus hermanos y su hijito. Durante tres años, casi todos habían coincidido en el nombre de New Haven, aunque algunos insistían en sugerir otros nombres que no hicieran referencia, decían, a un fracaso nuevo o repetido. Los veteranos del Pacífico preferían Guam; otros, Inchon. Los que habían combatido en Europa no paraban de sugerir nombres que sólo los niños encontraban divertido pronunciar. Las mujeres no tenían una opinión firme hasta que murió la madre del sobrino. Su funeral —el primero del lugar— detuvo la discusión y su necesidad. Dieron al pueblo el nombre de uno de ellos, y los hombres no discutieron la decisión. De acuerdo. Bien. Ruby. Como la joven Ruby.

Aquello agradó a sus tíos, que así podían llorar a su hermana y honrar al amigo y cuñado que no había conseguido regresar. Pero el sobrino, ganador del Corazón Púrpura de Ossie, heredero de las placas de identificación de su padre, tuvo que ver durante el resto de su vida el nombre de su madre pintado en rótulos y escrito en los sobres, y se sentía incómodo ante esas tristes señales. El corazón, las etiquetas, la denominación de la oficina de Correos de algún modo lo engrandecían. Las mujeres que habían conocido y cuidado a Ruby, mimaron en exceso a su hijo. Los hombres que se habían alistado con su padre, trataron con favoritismo al hijo del marido de Ruby. Sus tíos contaban con él sin preguntarle nada. Cuando habían tomado la decisión junto al horno, él estaba allí. Sin embargo, hacía un par de horas, después de tragar el último trozo de carne roja, uno de sus tíos se limitó a darle un golpecito en el hombro y decide: «Tenemos café en el camión. Coge tu rifle». Lo hizo, pero también cogió la cruz de palma. Aunque salieron a las cuatro de la mañana, no llegaron hasta las cinco, porque, dado que no querían que el rumor del motor ni los faros delataran su presencia en la oscuridad, habían recorrido andando los últimos kilómetros. Aparcaron los camiones en un chaparral, ya que en aquellas tierras la luz se divisaba a kilómetros de distancia. A decenas de kilómetros, allí donde era imposible distinguir las cabezas de ganado, se veía una velita de cumpleaños en cuanto se encendía una cerilla. A menos de un kilómetro de su destino, la niebla los envolvió hasta las caderas. Llegaron al convento segundos antes de que lo hiciera el sol y tuvieron un momento para ver y fijarse para siempre en el modo en que flotaba la mansión, oscura y malignamente separada de la tierra del Señor.

Desde el aula, que en tiempos fue comedor y ahora no cumple otra función que la de almacén de pupitres arrumbados contra la pared, la visión es clara. Los hombres de Ruby se apiñan en las ventanas. No han descubierto nada, pero tras confirmar sus pruebas en todo el convento, se reúnen aquí. Los Nuevos Padres de Ruby, Oklahoma. El frío que han encontrado al entrar ha desaparecido, igual que la niebla. Están animados, el sudor y el olor nocturno a rectitud moral los ha acalorado. La visión es clara.

Una competición de atletismo. Eso es lo único que se le ocurre al sobrino. Velocistas corriendo los cuatrocientos metros, o incluso los cinco mil. Dos de ellas echan la cabeza hacia atrás todo lo que les permite el cuello; aprietan los puños mientras mueven rítmicamente los brazos y se estiran hacia delante. Una de ellas agacha la negra cabeza, embistiendo el aire y el tiempo, con una mano extendida hacia una línea de meta que el futuro no le ofrece. Tienen la boca abierta, para tomar un aire que no exhalan. Sus piernas abiertas sobre el trébol, no tocan el suelo.

Audaces evas negras no redimidas por María; como gamos presas del pánico que saltan hacia un sol que ha fundido la niebla y ahora vierte su santo óleo sobre la piel de las piezas de caza.

Con Dios a su lado, los hombres apuntan. Por Ruby.