Al día siguiente, después de una noche más tranquila que las otras, con el dolor que lo despertaba al final de cada sueño en el que algo o alguien lo golpeaba en el costado, en el hombro o en la nuca, pasó la mañana entre periódicos, revistas y libros. El Gran Periodista había escrito un artículo en el que acusaba con dureza a los servicios de seguridad y a la policía de haber dejado que volviese a crecer la mala hierba del terrorismo y de que sólo en la cámara mortuoria, ante el cadáver del pobre abogado Sandoz, hubieran caído en la cuenta; la revista católica Il Pellegrino publicaba un largo artículo sobre el maldito 89 y estos benditos hijos que acababan de nacerle. No muy benditos, en realidad, según podía leerse en el artículo: pero desde el momento en que disparaban era preciso concederles alguna comprensión e indulgencia, a cuenta del perdón.
El dolor parecía haberse empañado, podía compararse con algo lechoso, de un blanco sucio. Acabó de releer La Isla del Tesoro: todavía seguía siendo algo que se parecía a la felicidad. Estaba por volver a colocarlo en la librería cuando llegó la mujer que iba por las mañanas a acomodar lo poco que había que acomodar. No esperaba encontrarlo en casa: preguntó si se sentía mal o estaba de vacaciones.
—De vacaciones, de vacaciones.
—Pues tiene suerte —dijo la mujer: de madrugada había habido un asesinato; parecía algo grave, ya podía suponer cómo estaba la policía.
Le pidió más detalles, mientras se precipitaba a encender la radio. La mujer dijo que habían matado a un amigo del que habían asesinado la semana anterior, pero no recordaba el nombre.
En el abanico de músicas y voces que desplegaba la radio no había ninguna voz que diese noticias. Apagó.
Para compensar el silencio sobre el homicidio, la mujer se esforzó en recordar el nombre.
—Es el mismo nombre —dijo— que el de un pueblo de la baja Italia.
—Rieti.
—Eso, Rieti —confirmó radiante la mujer.
Y pensó: esta gente sabe las cosas antes de que sucedan. También ella, que no era de la baja sino de la alta Italia, juzgaba con dureza a la policía.
Un amigo del que habían matado la semana anterior, el nombre de un pueblo de la baja Italia: enseguida había pensado en Rieti. De pronto lo agitó un sentimiento, más que de pena, de derrota. Tenía la impresión de estar metido en una de esas novelas policíacas en las que el autor se comporta, con respecto al lector, con una deslealtad excesiva, burda, sin un mínimo de astucia. Sólo que en este caso la deslealtad era un error, un error suyo. Pero ¿había sido también un error de Rieti? ¿O éste le había ocultado la parte de los hechos que le concernían más directamente?
Pasó horas pensándolo, como si estuviese jugando un solitario interminable en el que siempre fallaba algo: una carta que no cabía en ninguna parte, un espacio en el que no podía caber la última carta.
Cuando salió, caía la noche, empapada de niebla. Sin haberlo decidido, como va el mulo a la cuadra —pensó al darse cuenta—, se dirigió hacia la oficina.
Oyó los disparos mucho antes de sentirlos: una separación que le pareció inmensurable. Mientras caía, pensó: se cae por precaución, por convención. Creyó que podía volver a ponerse en pie, pero no lo consiguió. Se incorporó un poco apoyándose en el codo. La vida se marchaba fluida, ligera; el dolor había desaparecido. Al diablo la morfina, pensó. Ahora todo estaba claro: a Rieti lo habían matado porque había hablado con él. ¿Cuándo habían empezado a seguirlo?
El codo ya no pudo sostenerlo, volvió a caer. Vio el rostro bello y sereno de la señora Zorni, que sonreía malicioso; después vio cómo se disolvía, al final del tiempo cuyo umbral estaba atravesando, en los titulares de los periódicos del día siguiente: Los hijos del ochenta y nueve vuelven a atacar. Asesinado el sagaz policía que les seguía la pista. Pensó: ¡qué confusión! Pero ya era, eterno e inefable, el pensamiento de la mente en que se había diluido la suya.