—Me parece que está más sereno —dijo el Jefe.
—¡Oh, si de serenidad se trata…! Yo diría más bien que casi he llegado, en cuanto a lo que sucede aquí dentro, a la indiferencia… Y perdone que le hable así, con una sinceridad de igual a igual: usted es mi superior inmediato y…
—No diga eso; siempre lo he tratado como un amigo, y comprendo lo que le sucede, sus sufrimientos… Y como amigo deseo hacerle una pregunta franca y clara: ¿qué quiere? De mí, de nosotros, de todos los que estamos metidos en este caso.
—No quiero nada. A estas alturas, nada. Veo claramente que las cosas no pueden marchar de otra manera, que es imposible no sólo dar marcha atrás, sino incluso detenerse.
—Dígame la verdad: usted quería una orden de captura contra Aurispa. —El hecho de que lo llamara Aurispa, y ya no el Presidente, revelaba en cambio que el deseo, el devaneo era suyo: una orden de captura contra Aurispa.
—Mire usted: cuando en otros destinos, por suerte ya no es éste, he tenido que ejecutar órdenes de captura, siempre me he sentido como uno de esos siniestros personajes que, en los vía crucis de las iglesias de campo, se acercan a Cristo para capturarlo. Por innoble que fuese la persona que debía detener, mi estado de ánimo siempre ha sido ése… La orden debía ejecutarse; a menudo, aunque no siempre, era justa: pero nunca he logrado sentir que aquello no me concernía.
—Ese sentimiento lo honra; pero nuestra profesión… Disculpe: ¿por qué no eligió ser abogado en lugar de policía?
—Quizá porque me hice ilusiones de que se podía ser abogado precisamente como policía… Pero no me tome en serio. No es cierto. Mentimos siempre, no hacemos más que mentir, sobre todo a nosotros mismos… De todas maneras, no: no quería una orden de captura contra Aurispa; quería que nos concentráramos un poco más en él, en su vida, en sus intereses. Y sobre todo hubiese querido que se dejara en libertad a ese hijo putativo del ochenta y nueve… ¿Dónde está ahora? Supongo que incomunicado, en una celda de dos por tres.
—¿Dónde quiere que esté?
—Así, entre amigos, si usted permite, y con sinceridad: ¿realmente cree que ese chaval forma parte de una organización subversiva que se ha estrenado asesinando al abogado Sandoz?
—No lo juraría, pero tal como las cosas están ordenadas…
—Desordenadas —corrigió el Vice. Y, para acabar con aquella conversación inútil, añadió—: He seguido su consejo: le he traído una petición de excedencia. Por dos meses. Creo que bastarán.
—¿Para qué? —preguntó el Jefe, dispuesto a prodigar consuelo.
—Para sentirme mejor, claro está.
Fue a su despacho, abrió los cajones del escritorio: cogió unas cartas, el librito de Gide sobre Montaigne, que se sabía de memoria, una cajetilla. Dejó otros cigarrillos, otros libros. Después se detuvo frente al grabado de Durero, dudó entre llevárselo o dejarlo. Decidió dejarlo: se divirtió pensando en lo que sucedería con él; sus sucesores creerían que formaba parte del despacho, como el plano topográfico de la ciudad y el retrato del presidente de la República; después alguien se daría cuenta que era una res nullius, se lo llevaría a su casa o lo vendería a un chamarilero, en cuyo local alguien lo descubriría, y así se repetiría el itinerario por el cual las cosas llegan a las subastas más o menos encumbradas, a los aficionados, y después al aficionado. Que quizá sería alguien como él: un aficionado improvisado, inexperto.
Deambuló por la ciudad con una sensación de libertad que le pareció no haber sentido jamás. La vida seguía siendo hermosa, pero para quienes aún eran dignos de ella. Sintió que no era indigno de ella, y fue como si lo hubieran premiado. Era como para gritar: «Dios os ha dado un rostro y vosotras lo habéis transformado en otro», aunque no como Hamlet a las mujeres, a sus afeites, cremas y esmaltes, sino a todos los seres indignos, a la masa indigna que estaba invadiendo el mundo; como para gritarlo al mundo, que se estaba transformando en eso: en algo indigno de la vida. ¿Pero acaso el mundo, el mundo humano, no había aspirado siempre, oscuramente, a ser indigno de la vida? Ingenioso y feroz enemigo de la vida, de sí mismo; pero al mismo tiempo había inventado muchas cosas amigas: el derecho, las reglas del juego, las proporciones, las simetrías, las ficciones, la buena educación… «Ingenioso enemigo de mí mismo»: Alfieri, de él mismo, de él como hombre; pero también había sido ingenioso amigo, hasta ayer. Sin embargo, como siempre que llegaba al desaliento del hoy, a la desesperación del mañana, se preguntó si aquella amargura por la indignidad en que el mundo se estaba hundiendo no encerraría un rencor por la cercanía de la muerte y una envidia hacia los que se quedaban. Quizá sí, pese a la profusa piedad que sentía por todos los que se quedaban; hasta el punto de que en determinados momentos, en un rapto de maldad, llegaba a repetirse mentalmente, a la manera de los presentadores de los espectáculos que, cuando era adolescente, se representaban en los cines antes de proyectar las películas: «Señoras y señores, que se diviertan»; era como una frase burlona de despedida. Pero la conciencia de que no habría diversión siempre entrañaba, hoscamente, una piedad.
Ahora caminaba por el parque. Allí estaban los niños: tan graciosos, tanto mejor alimentados que en otras épocas (la infancia flaca y hambrienta de los que ahora eran viejos), quizá más inteligentes, y seguro que mucho más informados acerca de todo; sin embargo, le producían una gran aprensión y compasión. Existirán, pensaba, en 1999, en el 2009, en el 2019: ¿y qué les depararía el sucederse de aquellas décadas? En medio de esos pensamientos se dio cuenta de que había llegado casi ante la verja de la plegaria, a la que veía como un jardín desolado y desierto.
Se detenía para observar sus juegos, para escuchar lo que decían. Aún eran capaces de alegría, de fantasía: pero les esperaba una escuela sin alegría ni fantasía, la televisión, el ordenador, el coche de la casa a la escuela y de la escuela a la casa, la comida sustanciosa pero siempre con el mismo gusto a papel secante. Ya no tendrían que aprenderse de memoria la tabla de Pitágoras, La doncellita viene del campo…, Bajaba del umbral…, Los cipreses que en Bolgheri…: torturas del pasado. Había que abolir la memoria, la Memoria; y por tanto también aquellos ejercicios que la volvían dúctil, sutil, prensil.
En los pueblos pequeños los niños aún gozaban de la libertad de antes; pero en las ciudades, necesaria y científicamente, todo estaba organizado como un gallinero. Y había quien se disponía a producirlos como monstruos, prodigiosos quizá, para un mundo monstruoso. «Lo que hacemos nosotros», le había dicho cierta vez un famoso físico, «es cultivar rosas y flores, comparado con lo que hacen los biólogos». Se perdió un poco reflexionando sobre la expresión «rosas y flores», como si la rosa, en virtud de la literatura, se separase del linaje de las flores. Las rosas que no cogí, pensó. Pero no es cierto, no es cierto que la vida esté hecha de ocasiones perdidas. No lamentaba nada.
Un perro, un perro lobo de aspecto pacífico y cansado, se había aproximado al cochecito en que un bebé rubio dormía plácidamente. La muchacha encargada de cuidarlo estaba distraída, hablando con un soldado. Instintivamente, se interpuso entre el cochecito y el perro. La muchacha dejó de hablar con el soldado, le sonrió para tranquilizarlo y mirando con ternura al perro dijo que era bueno, viejo y cariñoso. Se alejó y se dedicó a mirar los numerosos perros que andaban por el parque, se le ocurrió contarlos. Había muchos perros, quizá más que niños, que no eran pocos. ¿Y si se contasen los esclavos?, se había preguntado Séneca. ¿Y si se contasen los perros? Entre sus papeles había aparecido un día el horror de un niño despedazado por un alano. El perro de la casa: quizá bueno, viejo y cariñoso como el perro lobo de la muchacha. Con todos aquellos niños corriendo por el parque, y todos aquellos perros que parecían sumarse a sus juegos o vigilarlos, el recuerdo de aquel suceso le produjo una visión apocalíptica. La sintió en la cara como una viscosa, inmunda telaraña de imágenes: movió la mano como para borrarla, augurándose una muerte mejor. Pero los perros estaban allí, demasiados: no eran como los que, por la afición cinegética de su padre, había conocido de niño. Aquellos eran perros pequeños, bastardos de podenco; siempre alegres, meneando el rabo, más excitados por el campo que por la caza. Estos, en cambio, eran altos, graves, como si soñaran con bosques espesos y oscuros, con pedregales inaccesibles. O con campos de concentración nazis. Y, ahora que lo pensaba, cada vez había más por todas partes. Y también gatos. Y ratas. ¿Y si se los contase?
De pensamiento en pensamiento, al irse disipando esa obsesión, pasó a recordar los perros de su infancia, sus nombres, el valor de unos, la pereza de otros, como decía su padre cuando hablaba con otros cazadores. De pronto se le ocurrió algo que hasta entonces nunca había pensado: ninguno había muerto en la casa, no habían visto morir a ninguno, ni a ninguno habían encontrado muerto en su camita de paja y mantas viejas. A determinada altura de su edad o de su bronquitis se los veía cansados, ya sin ganas de comer ni retozar, y desaparecían. El pudor de la propia muerte. Como en Montaigne. Y le pareció sublime, con la misma fuerza afirmativa del imperativo kantiano, como una modalidad de ese imperativo, el hecho de que una de las más altas inteligencias de la humanidad, deseando que la muerte lo alcanzase lejos de las personas que lo habían rodeado en vida, y mejor en soledad, hubiese meditado y razonado lo mismo que el perro sentía por instinto. Y eso bastó, a través de la gran sombra de Montaigne, para reconciliarlo con los perros.