—La morfina es agradable; hay que tomarla cuando ya no se puede más — le había advertido su amigo médico al entregarle la caja. Agradables los efectos de la morfina, sobre todo después del sufrimiento extremo. Cuanto más fuerte es la tormenta, más grata resulta la calma que sigue. La calma después de la tormenta, El sábado de la aldea, El gorrión solitario, El infinito: qué sentimientos grandes y profundos había revelado aquel poeta de feliz infelicidad, con absoluta sencillez, y quizá con imágenes triviales; qué huella indeleble en la memoria de los italianos que ahora podían considerarse viejos: desde los lejanos años de la escuela, y para el resto de la vida. ¿Aún lo leían en la escuela? Quizá sí; pero seguro que ningún chaval sabía sus versos de memoria. Par coeur, como decía la profesora de francés cuando distribuía las poesías de Victor Hugo, casi siempre de Victor Hugo. Aún las recordaba: «Devant la blanche ferme où parfois vers midi Un vieillard vient s’asseoir sur le seuil attiédi…»; «Oh! combien de marins, combien de capitaines Qui sont parti joyeux pour des courses lointaines, Dans ce morne horizon se sont évanouis…»; y ésta ahora, más par coeur que nunca. ¡Qué expresión tan bella! Y la traducía «en el corazón, desde el corazón, para el corazón». De pronto descubría que era sentimental hasta las lágrimas. Pero con aquella frase sibilina, contradictoria, de gran sensibilidad, el médico solamente había querido sugerirle que evitara toda posibilidad de acostumbramiento.

Pero ¿cuál es el punto en que no se puede más? Siempre lo desplazaba hacia adelante, como una meta: una meta de la voluntad que rivalizaba con el dolor. Y no por miedo al acostumbramiento, sino por un sentido de la dignidad al que contribuía el hecho de que durante gran parte de su vida se hubiera dedicado a defender la ley, sus impedimentos, sus prohibiciones. Sabía qué era la morfina en la farmacopea, en un hospital, en el maletín de un médico, en la cabecera de alguien que ha llegado al punto en que ya no se puede más, pero no lograba verla del todo en la luz de lo lícito, después de haberla visto durante tantos años en la sombra de la transgresión y del delito. La ley. Una ley, pensaba, aunque sea inicua, siempre es una forma de la razón: para lograr el fin de extrema y definitiva iniquidad, los mismos que la han querido y que la han hecho están obligados a infringirla, a violarla. El fascismo también era eso: conculcar incluso sus propias leyes. Y el comunismo de Stalin también, o más aún.

¿Y la pena de muerte? Pero la pena de muerte no tiene nada que ver con la ley: supone consagrarse al delito, consagrarlo. Una colectividad siempre dirá, por mayoría, que es necesaria, precisamente porque se trata de una consagración. Lo sagrado, cualquier cosa que guardase relación con lo sagrado… El oscuro fondo del ser, de la existencia.

Pues sí, la morfina. Y se le ocurrió una idea curiosa, justamente una curiosidad: saber si en el año en que Tolstoi relataba la muerte de Ivan Ilich ya se conocía la morfina, ese uso de la morfina. ¿1885, 1886? Cabía pensar que ya se lo conocía. Pero ¿se reflejaba en el relato? Le parecía que no. Y eso le produjo una especie de consuelo: quizá Tolstoi había alejado la morfina de su personaje porque sentía lo mismo que él. Y pensando en el relato empezó a cotejarlo con su propia experiencia. La muerte como un quid, un quantum, que vagaba con la sangre, entre huesos, músculos y glándulas, hasta descubrir una pequeña explosión, un punto de fuego, una brasa, primero intermitente, después de dolor continuo y penetrante; y crecía, crecía hasta el punto en que el cuerpo parecía incapaz de contenerlo, hasta desbordarse y cubrir todo lo que había alrededor. Sólo el pensamiento era su enemigo, que lograba pequeñas, momentáneas victorias. Pero había momentos, largos, interminables, en que caía, sí, sobre todas las cosas, deformándolas y oscureciéndolas. Caía sobre todos los placeres que aún le quedaban, sobre el amor, sobre las páginas que amaba, sobre los recuerdos agradables. Porque se apoderaba incluso del pasado: como si hubiese existido siempre, como si nunca hubiera habido una época en que no existiese, una época de salud y juventud en que el cuerpo seguía el impulso de la alegría, la impulsaba. Sucedía algo parecido a la inflación, pero consistía en un atroz encogimiento: aquel mal iba devorándose despiadadamente los pocos ahorros de alegría que había podido reunir a lo largo de toda una vida. Pero quizá todo en el mundo estaba sucediendo como una inflación: la moneda de la vida se devaluaba diariamente; la vida entera era una especie de hueca euforia monetaria que había llegado a perder todo poder adquisitivo. La cobertura en oro —del sentimiento, del pensamiento— había sido despilfarrada; las cosas verdaderas ya tenían un precio del todo inasequible, en realidad desconocido.

Involuntariamente, se había puesto a ver si de sus pequeños ahorros quedaba algo. Caminaba por la calle que bordeaba el río, deteniéndose de vez en cuando para contemplar cómo fluía el agua fangosa, el tiempo, la vida.

Llegó a la casa de ella muy cansado: sólo tenía que subir un tramo de escalera, vieja escalera de peldaños bajos y gastados; pero ahora cualquier subida lo dejaba jadeante. Lo curioso, sin embargo, era que el jadeo alejaba el dolor. Pensó que tendría que contárselo a algún médico; quizás existiese una terapia de jadeo: ¡descubren tantas…! Pero luego las desmienten, y vuelven a descubrir, y a desmentir. El hecho es que, así como la naturaleza es capaz de componer, a partir de unos pocos elementos, miles de millones de rostros distintos, en una variedad inagotable, lo mismo sucede oscuramente con las vísceras. ¿Qué puede saber de eso un médico? Aunque quisiéramos comunicarle lo poco que sentimos cada uno —sobre el corazón, los pulmones, el estómago, los huesos—, él sólo podría referirlo a las abstracciones, a los universales, aunque lográsemos describirlo con la máxima precisión, como Proust en la sala de espera de un dentista describió su dolor de muelas a Roditi, procurándole el consuelo de descubrir que coincidía con el suyo.

Tocó el timbre: notas de carillón, lejanas; siempre lo irritaban, y más ahora. Al cabo de unos minutos salió a abrirle ella, en bata: sabía que acababa de ponérsela para abrir la puerta. No vayas desnuda por ahí. Recordó, hacía muchos años, en un pequeño teatro de Roma (en la vía Santo Stefano del Cacco, donde también estaba su oficina y la del comisario Ingravallo, don Ciccio Ingravallo; las páginas de Gadda le parecían tan veraces que al comisario Ingravallo era como si lo hubiese conocido en aquellas oficinas y no en aquellas páginas), recordó a Franca Rame que se paseaba por el escenario, no desnuda, sino en camisa de dormir: no transparente, porque en aquel entonces incluso la transparencia, para no hablar de la desnudez, podía dar pie a que alguno de sus colegas se pusiera la banda tricolor y obligarse a bajar el telón. Ahora ya no: ahora se desnudan sin problemas, tanto en el teatro como en la realidad; en su infancia desnudarse era considerado el colmo de la locura. «Se desnudó»: motivo suficiente, si llegaba a exhibirse desnudo, para ponerle la camisa de fuerza, meterlo en la ambulancia y encerrarlo en el manicomio.

Ella andaba desnuda por la casa. Algo que, desde luego, como en la obrita de Feydeau, hacía las delicias de los vecinos de enfrente, pero que a él le había provocado arrebatos de celos. Ahora se reía de ello para sus adentros, y por eso se acordó de un sketch (de nuevo el teatro) de los hermanos De Rege. Aparecía uno con la cabeza vendada, un brazo escayolado y cojeando, todo por culpa de la gelosia[3]. Y a continuación se desarrollaba un diálogo basado en el equívoco de los celos (gelosia) de su mujer, hasta que se descubría que aquellas lesiones no se debían a un sentimiento sino a la caída de una celosía (gelosia): elemento concebido quizá para aliviar ese sentimiento homónimo y angustiante, pero que no guardaba relación alguna con él. Un sentimiento que parecía haber desaparecido últimamente, aunque quizás estuviese renaciendo. Sin connotaciones trágicas, al parecer, sino más bien por razones de asepsia.

En medio de esos pensamientos, que no cabía llamar pensamientos pues eran como relámpagos casi simultáneos, en el instante de vacilación que tardó ella en reconocerlo, en su estupor, el Vice se vio como en un espejo. Inexplicablemente, aquello le molestó mucho: como si ella lo hubiese hecho a propósito, uno de sus habituales —antes adorables— desplantes. Duró, junto con el arrepentimiento de haber regresado, sólo un momento.

—Al fin —dijo ella—. Pero ¿de dónde sales? ¿Qué has estado haciendo todos estos meses?

—Primero estuve en Suiza: te escribí…

—Una postal —aclaró ella con tono avinagrado.

—Sí, una postal… Y últimamente en la oficina, con demasiado trabajo.

—¿Los hijos del ochenta y nueve?

—Los hijos del ochenta y nueve y otras cosas.

—¿Y en Suiza…?

—Un control médico. Muy cansador.

—¿Y qué…?

—Nada.

Se le leía en los ojos que no la había convencido; pero tuvo la inteligencia, la delicadeza, el amor quizá, de no insistir. Se puso a hablar de cualquier cosa, aunque siempre en relación con lo que le había sucedido desde que se vieran por última vez, y omitiendo todo reproche por su ausencia, por su silencio.

Él la miraba adivinando bajo la bata ligera aquel cuerpo conocido, que había deseado y amado durante años, y quizá más cuando ella había empezado a sentir que la juventud la abandonaba, que su cuerpo se marchitaba: cuando había empezado a sentirse amenazada y ofendida, como si se tratara de una injusticia, de un vejamen. En él aquello hizo brotar un sentimiento de ternura que nutría su deseo y le confería una suerte de transparencia. Deseo y ternura: la serenidad después de la pasión de los primeros años, cuando sus encuentros tropezaban con toda clase de dificultades y daban lugar a malentendidos y caprichos que desencadenaban verdaderos huracanes de sufrimiento y desesperación. Después acabaron las dificultades, y con ellas la pasión. Desaparecieron aquellas reacciones tortuosas y obsesivas que quizás a ella le producían placer, pero que para él eran como esas enfermedades en que las oscilaciones de la fiebre, la alternancia de delirio y lucidez, van marcando las horas y los días. Sus encuentros siempre eran alegres: la alegría de los cuerpos, la única de la que ambos podían estar seguros; y no necesitaban pedir más: hacían viajes, a veces sin detenerse a fijar plazos e itinerarios, pero cada vez menos en los últimos años. Todo se alejaba, ahora todo era lejano. Le quedaba un sentimiento de ternura, que casi se había convertido en piedad. Era curioso que ahora todo lo que en él había sido sentimiento de amor o de aversión se estuviese transformando en piedad. Y aún más curioso que la memoria transfigurase en belleza aquellos remotos sufrimientos y desesperaciones. Todo mentía, incluso la memoria.

—Pero ¿esos hijos del ochenta y nueve…?

—Estaban haciendo falta —pensó en el diablo del grabado de Durero—. Es necesario que el diablo exista para que el agua bendita sea bendita.