Aquella conversación lo había puesto nervioso, pero el dolor se había alejado: estaba agazapado como un animal —pequeño, feroz, inmundo— en un solo punto de su cuerpo, de su ser. Por tanto, a partir de la última frase de aquella conversación, podía soñar con la isla desierta, como si la estuviese buscando en un mapa impulsado por una antigua fantasía, una antigua memoria, en la medida en que se le habían vuelto antiguas algunas cosas de la infancia, de la adolescencia. La Isla del Tesoro: una lectura, como había dicho alguien, que era lo más parecido a la felicidad que cabía encontrar. Pensó: esta noche lo releeré. Pero lo recordaba con precisión, puesto que lo había releído muchas veces en aquella edición vieja y fea que le habían regalado hacía tanto tiempo. En sus traslados de una ciudad a otra, de una casa a otra, había perdido muchos libros, pero no ése. Editorial Aurora: papel amarillento, que al cabo de tantos años parecía haber absorbido y decolorado la letra impresa; en la cubierta, burdamente coloreado, un fotograma de la película; que era en blanco y negro, con un Jim Hawkins más bien melindroso y anodino, y un Wallace Beery inolvidable. Inolvidable también Pancho Villa: después de haber visto esas películas ya era imposible leer el libro de Stevenson o el de Guzmán sobre la revolución mexicana sin que los personajes se presentasen con el físico, los gestos y la voz de Wallace Beery. Pensó en lo que había significado el cine para su generación; se preguntó si podía compararse con sus efectos en la nueva generación, o si la televisión, ese cine empequeñecido, y para él insoportable, podía tener efectos similares.

Regresó a la isla. Y apareció otro personaje: Ben Gunn. Su mente se movía con la misma libertad que si estuviese de vacaciones, dedicada sólo a vagar, y de Ben Gunn, por un detalle que recordó de pronto, pasó a reflexionar sobre la ciencia de la publicidad que inundaba el mundo. También los productos de queso parmesano debían de pagar la ciencia de la publicidad: pero a esa ciencia nunca se le había ocurrido pensar en la tabaquera del doctor Livesey. Imaginó el anuncio que hubiera podido insertarse a toda página: el doctor Livesey ofreciendo su tabaquera abierta; dentro, un trozo de parmesano: ofreciéndosela a los consumidores, como en el relato a Ben Gunn, que se volvía loco por los quesos. «Un queso nutritivo que se fabrica en Italia», decía el doctor, o algo por el estilo.

Entretanto contemplaba El caballero, la muerte y el diablo. Quizá Ben Gunn, a juzgar por la forma en que lo describía Stevenson, se pareciese un poco a la muerte de Durero; y hasta le pareció que la muerte de Durero adquiría un reflejo grostesco. Siempre lo había inquietado un poco el aspecto cansado de la muerte, como si quisiese indicar el cansancio, la lentitud con que llegaba cuando ya se estaba cansado de la vida. Cansada la muerte, cansado su caballo: nada que ver con el caballo de El triunfo de la muerte o del Guernica. Y la muerte, a pesar de los amenazadores oropeles de las serpientes y la clepsidra, daba más una imagen de mendicidad que de triunfo. «La muerte se va pagando con la vida». Una muerte mendicante, que se mendiga. En cuanto al diablo, también cansado, era un diablo demasiado horrible para resultar convincente. Valiente coartada en la vida de los hombres; hasta tal punto, que en aquel momento estaban tratando de devolverle la fuerza perdida: terapias de choque teológicas, reanimaciones filosóficas, prácticas parapsicológicas y metapsíquicas. Pero el diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo todo en manos de los hombres, más eficaces que él. Y el caballero: ¿adónde iba con aquella armadura, aquella firmeza, arrastrando al diablo cansado y negándose a pagar su óbolo a la muerte? ¿Lograría llegar hasta la inexpugnable fortaleza de allá arriba, la fortaleza de la verdad suprema, de la mentira suprema?

¿Cristo? ¿Savonarola? No, no. Quizá dentro de la armadura Durero sólo había metido a la verdadera muerte, al verdadero diablo, que era la vida convencida de que estaba a salvo: por aquella armadura, por aquellas armas.

En medio de esos pensamientos, aunque atravesados por una vena de incandescencia, de delirio, casi se había adormecido; de modo que el Jefe, al entrar, dictaminó:

—Usted está realmente mal —desde que había percibido su decadencia, su sufrimiento, cuando tenía que hablarle no lo mandaba llamar; el Vice apreciaba esa delicadeza, aunque no sin una pizca de irritación.

—No tanto como quisiera —dijo el Vice: ya estaba despierto, pero también su dolor se había despertado.

—Pero ¿qué dice? —dijo fingiendo escándalo el Jefe, aunque hubiese comprendido perfectamente que el otro quería llegar al punto en que el malestar fuese tan intenso que no sintiera dolor alguno. Pero estaba demasiado contento como para dejarse abatir por otros pensamientos, así que dijo—: ¿Ha visto? ¿Qué le parece?

—Pues sí —dijo el Vice saboreando lentamente la maldad—, algún castigo se merece: además de acusarlo de calumnia contra sí mismo, quizás habría que acusarlo de propagar noticias falsas con objeto de perturbar el orden público…

—Pero ¿qué dice? —Y esa vez no se trataba de una pregunta retórica, sino de un grito salido de las entrañas.

—Digo lo que he dicho desde el primer momento: si nos prestamos al juego de Los hijos del ochenta y nueve, si de alguna manera contribuimos a crearlos, esta historia no acabará jamás, se cobrará otras víctimas, y otras más, y no sólo en forma de personas asesinadas, sino también de personajes como el que acaba de caer en sus manos.

—Pero ¿qué dice? —repitió, ahora con tono lastimero y casi implorante— lo que ha caído en nuestras manos es un eslabón de la cadena, y usted quiere que lo abandonemos como si careciese de valor.

—Tiene razón: el eslabón de una cadena. Sólo que se trata de una cadena de estupidez y de dolor, todo lo contrario de lo que usted supone… Tenga la paciencia de escucharme un momento… Este chaval seguirá negando hoy, y quizá también mañana, y durante una semana, o un mes: pero en determinado momento admitirá que formaba parte de una organización llamada Los hijos del ochenta y nueve, una organización revolucionaria, subversiva. Se declarará arrepentido, arrepentidísimo y, con nuestra ayuda, mencionará uno, dos, tres nombres de compañeros, de cómplices… No sé si los escogerá entre sus conocidos más simpáticos o más antipáticos: se trata de un mecanismo psicológico que habría que estudiar… Como quiera que sea, tendremos otros eslabones de la cadena… En estos momentos, como es fácil de imaginar, nuestros agentes están interrogando a profesores, bedeles, dueños de bares y gerentes de discotecas y sandwicherías, neologismo éste que me da repeluznos: una mezcla de «bocadillo» y «porquería». Los interrogan, por supuesto, para obtener la mayor cantidad posible de nombres de personas con las que solía verse este joven… En caso de que, toquemos madera, se empeñase en no hablar, en no dar nombres, en no decir absolutamente nada, los interrogatorios nos proporcionarán tantos que nos bastará con elegir algunos al azar…

—Usted está realmente mal —dijo el Jefe, y luego, con tono afectuoso, compasivo, añadió—: Tómese unas vacaciones; uno o dos meses de excedencia. Tiene derecho; se las concedo enseguida, si quiere.

—Gracias. Lo pensaré.