Cuando regresó, el edificio zumbaba como una colmena enloquecida. Habían cogido a un hijo del 89 mientras estaba telefoneando. Uno de esos casos que rayan en lo inverosímil. Un sordomudo estaba sentado en un banco de una plazuela suburbana frente al cual, a unos tres o cuatro metros, había una cabina telefónica; dentro había un joven que, con evidente nerviosismo y dándose la vuelta a cada momento, hablaba. Para una persona cualquiera habría sido como contemplar a un pez en un acuario, pero no para un sordomudo habituado a captar la muda aparición de las palabras en los labios. En los del joven que estaba telefoneando leyó una docena de veces hijos del ochenta y nueve y a menudo las palabras revolución y virtud. El sordomudo tenía en sus manos un periódico que precisamente hablaba de Los hijos del 89, y en el bolsillo una de esas plumas que escriben grueso, de tinta roja. Escribió en el periódico «hijo del 89, cabina telefónica» y salió en busca de un guardia. Encontró a uno de la guardia urbana que aunque llevaba una pistola colgada del cinturón, era el menos idóneo para encargarse de aquella operación. En efecto, al leer el mensaje el guardia se asustó; trató de no tomarla en serio, de bromear, de despedirse del sordomudo dándole una palmadita en la mejilla, pero como éste insistió con gestos excitados y dramáticos, el guardia se dejó guiar hasta la cabina.
El joven permanecía allí, y seguía hablando: estaba resumiéndole al encargado de la centralita de un periódico —quien tenía instrucciones de alargar la conversación cuando recibía ese tipo de llamadas— un capítulo de La Revolución Francesa de Mathiez, que acababa de leer. Como no recordaba que, por larga que fuese la llamada, la policía hubiera logrado detener jamás a un comunicante implicado en delitos de terrorismo o de secuestro de persona, se sentía, pese a los nervios, seguro. El guardia esperó, oculto detrás del tronco de una magnolia, a que colgase; después se situó silenciosamente a sus espaldas y con fuerza, para que pudiera reconocerla de inmediato, apoyó la pistola justo encima de la cintura: por suerte para el hijo del 89 y para él mismo, se le había olvidado quitar el seguro. Y así, seguido por el sordomudo, lo condujo hasta la comisaría más cercana, que tampoco estaba tan cerca, por lo que se fue juntando gente que empezó a seguirlos —antes de llegar a destino ya eran una manifestación— y a la que en varias ocasiones el guardia se vio obligado a explicar que se trataba de un presunto hijo del 89; sin olvidar nunca, conforme a la ley, lo de presunto, que como sabe todo el mundo, en el lenguaje periodístico usual es sinónimo, en cambio, de culpabilidad probada. En determinado momento, incluso, al oír los gritos de la multitud a sus espaldas, llegó a sudar frío por miedo a que optaran por la justicia expeditiva frente a la justicia lenta, y quizá también a salir maltrecho, por verse obligado a defender la justicia lenta.
Llegaron a la comisaría sin novedades: allí metieron a los tres —al hijo del 89, al guardia y al sordomudo— en un coche celular y se los llevaron a la jefatura.
Ahora el joven estaba en el despacho del Jefe. Había tratado de negar el contenido de la llamada, pero allí estaba el sordomudo, dispuesto implacablemente a escribir su texto, aunque con algunas lagunas. Al final el joven lo admitió, pero dijo que se trataba de una broma. No era todavía la verdad, porque con esa llamada había intentado introducirse entre Los hijos del 89, o presentar su candidatura; pero ya se tratase de una broma o de un gesto maniático de autoafirmación, bastaba con mirarlo para darse cuenta de que no había tenido nada que ver con el asesinato del abogado Sandoz. Eso pensó el Vice tan pronto como entreabrió la puerta del despacho del Jefe. El chaval estaba hecho polvo; pero el Jefe, como si una aureola rodease su maciza cabeza, irradiaba esa felicidad mezclada con fatiga que exhibe el corredor cuando ha logrado llegar primero a la meta.
Cautelosamente, volvió a cerrar la puerta, a cuya rendija se habían precipitado las miradas ávidas y frenéticas de los cronistas que abarrotaban el pasillo. Entre ellos, encabritado y echando espuma como un pura sangre que hubiese ido a parar a la cuadra de los rocines, estaba el Gran Periodista. Sus artículos, que alimentaban semanalmente a los moralistas exentos de toda moral, le habían valido fama de duro, de implacable, fama que contribuía mucho a aumentar su precio para quienes se veían en la necesidad de comprar desinterés y silencio.
Cuando el Vice se dirigía a su despacho, el Gran Periodista lo detuvo para pedirle una entrevista: breve, muy breve, insistió en precisar. El Vice hizo un gesto más de resignación que de asentimiento; de la turba que los rodeaba se alzó un murmullo de protesta.
—Es un asunto privado —dijo el Gran Periodista; de la turba brotaron los incrédulos e irónicos: «¿Cómo no?», «desde luego», «si está claro».
En el despacho, sentados frente a frente —entre ambos el escritorio abarrotado de papeles, libros y cajetillas—, se estudiaron en silencio con aire desconfiado, como para ver quién era capaz de estarse callado más tiempo; el Gran Periodista extrajo una libreta de un bolsillo, y un lápiz de oro.
El Vice levantó el índice de la mano derecha y trazó un lento y definitivo no.
—Era sólo un gesto, un tic profesional… Sólo quiero hacerle una pregunta, y no espero que la responda.
—¿Entonces para qué hacérmela?
—Porque ni usted ni yo somos imbéciles.
—Gracias… Pasemos a la pregunta.
—Esta historia de Los hijos del ochenta y nueve, ¿la habéis inventado vosotros o la habéis recibido ya empaquetada?
—Pues se la responderé: no la hemos inventado nosotros.
—¿O sea que os la han entregado llave en mano?
—Quizás… Es lo que sospecho, pero no pasa de ser una sospecha.
—¿También su Jefe?
—Creo que no; pero no estaría de más que se lo preguntase.
Ahora el Gran Periodista tenía una expresión de desconfianza, de perplejidad. Dijo:
—Esperaba que no respondiera a mi pregunta, pero la ha respondido; que negase mi sospecha, pero le ha añadido la suya. ¿Qué está pasando? —Su mente, se le leía en la cara, era un complejo mecanismo de exclusiones, correcciones, retrocesos y atascos—. ¿Qué está sucediendo? —repitió angustiosamente.
—Yo diría que nada —y para ofenderlo, añadió—: ¿Ha oído hablar alguna vez del amor a la verdad?
—Vagamente —lo dijo con una ironía desdeñosa, como si aceptar cínicamente la ofensa fuese la única reacción posible: desde arriba, ante su interlocutor de tan bajo nivel.
El Vice corroboró con un «ya veo, ya veo». Y agregó:
—De todas formas espero leer mañana un artículo suyo con todas las sospechas y dudas que, a título de opinión personal, acabo de confirmarle.
El Gran Periodista estaba rojo de ira. Dijo:
—Sabe muy bien que no lo escribiré.
—¿Por qué tendría que saberlo? ¡Aún tengo tanta fe en la especie humana!
—Estamos en la misma barca —un relámpago de renuncia, de fatiga, atravesó su ira.
—No lo crea: yo ya he desembarcado en una isla desierta.