Tenía que desobedecer hasta el final. Se había arriesgado con la señora Zorni, y tarde o temprano se notarían los efectos. Al evitar la recomendación de que guardara el secreto, recomendación que siempre provoca la necesidad incontenible de no guardarlo, y sobre todo en alguien como ella, había hecho todo lo posible para hacerle creer que se trataba de una investigación puramente formal, superflua e incluso fastidiosa para quien tenía que realizarla. Pero era imposible que la memoria de esa mujer fuese tan débil como para olvidarlo y que, no habiéndolo olvidado, resistiese al placer de comentarlo con una, dos o tres amigas; y que, de amiga en amiga, la noticia llegara al Presidente, y del Presidente al Jefe o al que estaba por encima, muy por encima, del Jefe. Con la señora De Matis no, no había ningún peligro: entre ellos hubo una simpatía inmediata, casi una complicidad.

Lo que había oído acerca del intercambio de notas lo había conducido a una pregunta. Que tenía que hacerle a alguien capaz de proporcionar una respuesta segura.

Agencia de viajes Kublai, del doctor Giovanni Rieti; nunca había sabido en qué era doctor. Un viejo conocido, quizás hasta podía hablarse de amistad, por la historia tan humana que la había originado. Empezaba con sus padres, en 1939: el padre del Vice era funcionario del Registro Civil en el pueblecito siciliano en el que el padre del doctor Rieti, judío, había nacido por casualidad. El señor Rieti había llegado a toda prisa desde Roma, desesperado, para ver si en el ayuntamiento, en su acta de nacimiento, había algún dato que pudiera utilizarse para probar que realmente no era judío. Y como ese dato no existía, lo crearon: el funcionario del Registro Civil, el alcalde, el arcipreste, los guardias municipales. Todos ellos fascistas con carnet en el bolsillo y distintivo en el ojal; y el arcipreste, que no tenía carnet ni distintivo, lo era de alma. Pero todos pensaron que no podía abandonarse al señor Rieti, a su familia, a sus hijos, frente a esa ley que buscaba su destrucción. De modo que fabricaron, literalmente, documentos falsos porque para ellos que un hombre fuera judío no significaba nada, si corría peligro, si estaba desesperado, si se encontraba frente a un riesgo grave. (¡Qué gran país había sido, y quizás aún lo fuese, Italia en esas cosas!)

En su familia no había vuelto a saberse nada de la familia Rieti, y aunque recordase el episodio entre los que, por haberse producido durante los diez primeros años de su vida, habían dejado una impronta en ella, el nombre en cambio no había quedado en su memoria. Pero una noche, en la ciudad en la que desde hacía años residía, en una fiesta que daban en la prefectura, le habían presentado a un doctor Rieti quien, al oír su nombre, le había preguntado si era siciliano, y si era de aquel pueblo, y si era pariente de aquel funcionario del Registro Civil. Había sido una especie de reencuentro.

Se habían encontrado otras veces, y con cierta frecuencia. Pero en determinado momento el Jefe, con mucho tacto y a medias palabras, le había aconsejado que no se exhibiese demasiado en compañía del doctor Rieti. Y, siempre con medias palabras, le había dado a entender que ese consejo se lo daba por consejo del servicio que, en otro país y en otra época, llamaban de inteligencia, y que, quizás, aquí y ahora no podía calificárselo de inteligente, pero en fin, había ciertas cosas que conocía y al menos —aquél había sido el punto importante de todo el discurso del Jefe— «se conocían entre sí», que era la actividad principal de esas inteligencias de los distintos países. Y como se conocían entre sí, conocían al doctor Rieti: con el que podían tratar con confianza, ellos, pero no los otros funcionarios del Estado, y menos aún si pertenecían a la policía.

El Vice había seguido frecuentando al doctor Rieti, pero con más cautela, evitando los aperitivos en el bar y las cenas en el restaurante, porque de su actividad secreta podía sospecharse, por la poca energía que dedicaba a la agencia y lo muy bien informado que estaba sobre los chanchullos económicos y financieros, las pugnas en el interior de los partidos, la integración y desintegración de las alianzas, los asuntos de la Iglesia y las actividades terroristas.

Por causa de su enfermedad, y del trabajo, que debido a la enfermedad se le hacía cada vez más largo y pesado, el Vice llevaba al menos un par de meses sin verlo. El doctor Rieti lo acogió con grandes muestras de cordialidad, diciéndole que se alegraba de verlo bien de salud.

—He sabido que estaba mal: me lo dijo alguien de su oficina hace unos días. Veo que ya está repuesto. Un poco más delgado, sí; pero dicen que está muy bien adelgazar.

—Aunque usted no se lo cree.

—Lo reconozco. Más aún, cuando veo lo que algunos de mis familiares y conocidos hacen para adelgazar, y los desequilibrios que produce, pienso que los inventores de dietas, los científicos que elaboran dietas, deberían recibir el mismo trato que los vendedores de droga… Pero ¿qué enfermedad ha tenido, concretamente?

—Concretamente, una enfermedad por la que debería someterme a un tratamiento de cobalto, o algo similar.

—No pensaba que fuese para tanto.

—E incluso para más: me estoy muriendo —lo dijo con tal serenidad que al otro se le helaron las palabras hipócritas que estaba por pronunciar.

Se limitó a decir, en tono muy bajo:

—Dios mío. —Después, al cabo de un largo silencio, añadió—: Pero un tratamiento…

—No quiero morir con los religiosos consuelos de la ciencia, que no sólo son tan religiosos como los otros, sino que además resultan atroces. Si acaso necesitase algún consuelo, recurriría al más antiguo. Hasta me gustaría sentir esa necesidad, pero no la siento. —Y, con ligereza, casi con alegría, añadió—: ¿Ha visto? En este país uno nunca se aburre: ahora tenemos a Los hijos del ochenta y nueve.

—Sí: Los hijos del ochenta y nueve. —Con ironía, con malicia.

—¿Qué piensa de todo esto?

—Me parece que es un montaje, una invención. ¿Y usted qué opina?

—Lo mismo.

—Me agrada que piense como yo. Pero por lo que dicen los periódicos, en su servicio creen que va en serio.

—Pues sí: ¿o piensa que se van a perder una invención tan buena?

—Ya veo. Creo que la inventaron con lápiz y papel: como un juego, un cálculo… ¿Adónde van a refugiarse esos pobres infelices, esos pobres desheredados que aún quieren creer en algo después de Jruschov, después de Mao, después de Fidel Castro y ahora Gorbachov? Algún pastel hay que arrojarles: uno que ha vuelto al horno después de doscientos años, blando, fragante de celebraciones, exhumaciones, revaluaciones; y dentro, la piedra de siempre, para que se partan los dientes.

Con Rieti siempre pasaba lo mismo: estaban de acuerdo en la evaluación de los hechos, en su interpretación, en la determinación de su origen y su finalidad. Y la mayoría de las veces con un lenguaje divertido, alusivo, lleno de parábolas y metáforas. Era como si sus respectivas mentes tuvieran los mismos circuitos, los mismos procesos lógicos. Un ordenador especializado en la desconfianza, la sospecha, el pesimismo. Los judíos, los sicilianos: la condición de unos y otros vinculada por una afinidad atávica. Una condición hecha de fuerza, de capacidad defensiva, de dolor. Un toscano del siglo XVI había dicho que los sicilianos eran de intelecto seco. Como los judíos. Pero ahora la guerra había entrado en ellos: una guerra especial, pero guerra al fin.

—Quiero hacerle, por primera vez desde que nos conocemos —y con ello dio a entender que conocía muy bien cuál era la verdadera, oculta actividad del doctor Rieti—, una pregunta precisa: ¿cómo era la relación entre Sandoz y Aurispa?

—Se detestaban.

—¿Por qué?

—No sé de dónde arrancaba la aversión del uno por el otro, y tampoco creo que sea fácil descubrirlo porque, según he oído decir, habían sido compañeros de escuela. Pero sé que se dedicaban sistemáticamente, y siempre manteniendo relaciones de aparente amistad, Aurispa a perjudicar los asuntos de Sandoz y Sandoz, con resultados menos contundentes, a perjudicar los asuntos de Aurispa; de modo que Sandoz, que no se resignaba a la derrota, había recurrido al chantaje, aunque tampoco con resultados demasiado brillantes. El sueño de su vida era lograr una orden de detención contra Aurispa, quizá de ésas que al cabo de un par de meses concluyen con una absolución por falta de pruebas. Pero no era más que un sueño.

—¿Y cuáles eran los argumentos del chantaje?

—Creo que el menos endeble era el de la enorme corrupción, con la consiguiente estafa, perpetrada por Aurispa en perjuicio del Estado, y que Sandoz estaba, o creía estar, en condiciones de probar. Aunque pienso que nunca se hubiese decidido a denunciarla, porque el caso habría tenido repercusiones también perjudiciales para él, y del mismo tipo. Lo único que podía temer Aurispa era que Sandoz se volviera loco, porque mientras conservase la sensatez nunca se atrevería a sacudir esa columna, con peligro de que también le cayese encima el templo, ese templo de ambos, y de tantos italianos influyentes… Otros argumentos de chantaje eran de carácter privado, y llevaban un retraso de al menos treinta años. Mujeres, cocaína: ¿qué efectos pueden tener ahora ese tipo de acusaciones?

—Pero ¿a qué negocios se dedicaban?

—A la guerra, a todo tipo de guerra. ¡Hay tantas en el mundo: de armas, de venenos… Y permiten hacer tantos negocios!

—Creo entender que usted no piensa que la decisión de matar a Sandoz haya partido de Aurispa. O, mejor dicho, que las amenazas de Sandoz, su chantaje, pudieran ser un motivo suficiente para eliminarlo.

—Exacto.

—De modo que debe de haber habido otra razón.

—Usted ha utilizado la palabra justa: suficiente. Las amenazas de Sandoz no constituían un motivo suficiente para que Aurispa decidiese quitarlo de en medio. Pero en determinado momento, al surgir otra exigencia, al calcular fríamente los detalles de un proyecto que quizá no preveía la necesidad de eliminar a Sandoz, pudo haberse presentado la ocasión, como suele decirse, de matar dos pájaros de un tiro.

—Está diciendo que la víctima no tenía por qué ser Sandoz, sino algún otro que reuniera, por decirlo así, los mismos requisitos; pero como Sandoz incordiaba un poco más que las otras víctimas posibles, la elección recayó en él.

—Exacto.

—Opino lo mismo. Después de haber escuchado a Aurispa, le planteé a mi Jefe, que desde luego lo acogió con total desinterés, el siguiente dilema: o bien Los hijos del ochenta y nueve han sido creados para matar a Sandoz, o a Sandoz lo mataron para crear a Los hijos del ochenta y nueve. Y ahora me inclino por creer que, como usted dice, se ha querido matar dos pájaros de un tiro: el más importante, crear a Los hijos del ochenta y nueve… Pero ¿por qué?

—Yo diría, por antigua premonición y no tan antigua admonición, que el porqué lo sabemos sin saber que lo sabemos… En nuestra infancia experimentamos, sin haber conocido realmente, un poder que ahora podemos calificar de criminalidad integral, un poder que, paradójicamente, hasta puede decirse que estaba sano, que gozaba de buena salud: desde luego, siempre con respecto al delito, y comparándolo con este poder esquizofrénico de ahora. La criminalidad de aquel poder se basaba sobre todo en no admitir ninguna otra fuera de la propia, glorificada y condecorada con todos los adornos… Ni que decir tiene que entre la esquizofrenia y la buena salud me quedo con la primera, y creo que usted también. Pero hay que tener en cuenta esa esquizofrenia si se quieren explicar algunas cosas que, si no, resultan inexplicables. Como también hay que tener en cuenta la estupidez, la pura estupidez, que a veces se introduce en ella y la domina… Hay un poder visible, nombrable, enumerable; y hay otro, no enumerable, sin nombre, sin nombres, que nada por debajo de la superficie. El poder visible lucha contra el sumergido, y sobre todo cuando éste se atreve a emerger valientemente, es decir en forma violenta y sanguinaria, pero de hecho lo necesita… Espero que sabrá perdonarme esta modesta filosofía, pero es la única que tengo, en lo que al poder se refiere.

—De modo que cabe sospechar que existe una constitución no escrita cuyo primer artículo rezaría: la seguridad del poder se basa en la inseguridad de los ciudadanos.

—De todos los ciudadanos: incluidos los que, al difundir la inseguridad, se creen seguros… Y ahí está la estupidez de que le hablaba.

—Así que estamos atrapados en una sotie[2] Pero volviendo a los hechos que nos ocupan: aunque los periódicos no las hayan mencionado, supongo que sabe que en aquel banquete Aurispa y Sandoz intercambiaron, como por juego, unas notas… ¿Qué piensa de eso?

—Creo que es un hecho que tiene su importancia pero que, de momento, no puede interpretarse adecuadamente. Porque es ambiguo, y su ambigüedad sólo puede eliminarse si se sabe qué papel desempeñó Aurispa en esta historia… Si actuó como protagonista, en el nivel decisorio, habrá calculado que lo de las notas le permitiría salir en seguida de la escena, que es lo que ha ocurrido; si en cambio actuó como auxiliar, hasta cabe la posibilidad de que no estuviese informado del momento en que sucederían las cosas, y por tanto de que ese juego fuese casual, de que se haya tratado de una coincidencia fortuita y, al fin y al cabo, afortunada.

—Yo me inclinaría por la hipótesis de que actuó en el nivel decisorio.

—Puede ser, puede ser… —dijo Rieti, pero sonó a cortesía. Era evidente que sabía algo más; o creía saberlo. Pero no convenía insistir en ello, de modo que el Vice se limitó a decir:

—Una última pregunta, quizá la más indiscreta que pueda hacerle: en sus funciones, en sus, digamos, tareas —ya no se trataba de alusiones: había llegado la hora de la verdad incluso para la relación, de conocimiento o de amistad, que existía entre ellos—, ¿qué asuntos le interesan más? ¿Los que manejaba Sandoz hasta ayer, o los que maneja Aurispa?

—Lamentablemente, los de ambos; aunque más los que hasta ayer, como usted dice, manejaba Sandoz —dijo Rieti con una expresión en la que el asco que sentía por esos asuntos se mezclaba, quizá, con el asco que sentía por sí mismo.