La señora Zorni. Realmente bella, hasta la insípida perfección, y de una locuacidad que hacía juego con esa perfección: insustancial, divagante, capaz de perderse en los más celestes e inalcanzables cielos de la estupidez, que puede ser celeste e incluso profunda, como saben las personas inteligentes, que sienten su seducción y por eso la temen. Daba la impresión de no entender nunca lo que le preguntaban; pero en alguna parte de su bella cabeza debía de quedar impreso el sentido de la pregunta, porque en determinado momento armaba una respuesta, como si en un montón de piedrecitas de distintos colores fuera escogiendo las que entonaban mejor: un mosaico. Como el que estaba componiendo el Vice, y ahora nosotros, en detrimento del retrato pero quizá para bien de la historia.
Sí, estaba al corriente del juego, entre compasivo y burlón, que ambos se traían con respecto a la señora De Matis: el Presidente le había contado. Había visto cómo el Presidente escribía Te mataré, se había reído; aunque quiso aclarar que la señora De Matis no le parecía tan fea, incluso le parecía interesante. También había leído la respuesta del abogado Sandoz.
—¿La recuerda?
—Claro que la recuerdo; también tengo buena memoria —aquello revelaba, asimismo, hasta qué punto era consciente de su belleza—. Eran dos versos.
—¿Versos?
—Eran dos frases breves, escritas como versos, y rimaban. Parecían de una canción, casi tuve ganas de cantarlas —las cantó, con la melodía de una canción crepuscular que había estado de moda hacía muchos años—: «Sé que lo intentarás. Pero ¿lo lograrás?»
El Vice casi se estremeció de júbilo, pero dijo con tono tranquilo:
—El Presidente leyó la nota, se la mostró a usted…
—No, no me la mostró; la leí mientras él la leía. Después se la guardó en el bolsillo.
—¿Está segura de que el Presidente se guardó la nota en el bolsillo?
—Segurísima —pero un gesto de preocupación se dibujó en su rostro—: ¿Él dice que no se la guardó en el bolsillo?
—Si así fuera, ¿seguiría usted estando segura de que se la guardó? —Lo dijo para provocarle un momento de ansiedad, para arañar aquella perfección de estatua desenterrada intacta.
—Es un caballero tan intachable que, sin duda, empezaría a dudar.
—No es necesario que lo haga: el Presidente ha dicho que se la guardó mecánicamente en el bolsillo; sólo que luego, también mecánicamente, la tiró.
La señora suspiró aliviada, la simulación neutralizó aquel momento de vida. El Vice pensó que no era realmente estúpida, tal como en Italia la mayoría estima que alguien no es estúpido tomando en cuenta tanto lo que dice como lo que deja de decir.
Se marchó de la casa de los Zorni con una sensación de aturdimiento. El esfuerzo que le había costado extraer respuestas precisas de un parloteo que podía compararse con la fuente de Trevi —cascadas, cascadillas, velos de agua, chorros—, había supuesto mucha tensión y luego fatiga, aturdimiento. También el dolor estaba como aturdido, menos agudo pero más sordo y difuso. Es curioso que el dolor físico, aunque obedezca a una causa estable y, quizá peor aún, inmutable, pueda atenuarse o aumentar, cambiar de intensidad y calidad según las ocasiones y los encuentros.
Paseó por los soportales de la plaza pensando en aquella nota, en aquellas frases que parecían versos de una canción; en la señora Zorni, bellísima, joven, en la armoniosa ondulación de su cuerpo: pero cuánto más bella, más deseable —durante aquellos relámpagos de deseo que de pronto atravesaban el dolor— era la señora De Matis, con sus cincuenta años.
Le gustaban los soportales, desambular por ellos. En la isla en que había nacido los había en todas las ciudades. Los arcos realzan la belleza del cielo, como dice el poeta. ¿Los soportales realzan la civilización de las ciudades? Y no era que no amase la tierra en que había nacido, pero todas las noticias, dolorosas, trágicas, que se publicaban cada día sobre ella, le provocaban una especie de rencor. Como hacía años que no había vuelto, no la buscaba en esos sucesos, sino más allá, en la memoria, en el sentimiento de algo que ya había dejado de existir. Ilusión, mistificación: la del emigrante, la del expatriado.