Desobedecía, estaba desobedeciendo. En una salita, en casa de los De Matis, con la señora a su lado. Se había sentado a su lado quizá porque su curiosidad era tal que la cercanía física le había parecido instintivamente más propicia para la confidencia.
—Tan pronto como el portero me dijo que un funcionario de la policía quería hablar conmigo, comprendí: seguro que quiere informarse sobre las notas que se cruzaron Sandoz y Aurispa en la cena del otro día.
Tenía un rostro inteligente y unos ojos bellísimos, en los que parecía aletear una luz irónica y divertida. No era nada fea: Aurispa, que había dicho que bastaba con mirarla para darse cuenta de que el deseo de estar junto a ella sólo podía obedecer a una broma, a una ficción, tenía sin duda una idea poco sutil de la belleza femenina, un gusto de comprador que no quiere que lo engañen en el peso. La señora era flaca, pero la suya no era una delgadez desagradable; podía decirse que era ligera, porque en su manera de moverse, en sus ademanes, había un aire de vibrátil ligereza.
—Ante todo debo decirle que, si bien soy un funcionario de la policía, he venido a título personal y con extrema reserva.
—Dígame la verdad: ¿sospechan de él?
—¿De quién?
—Pues de él, de Aurispa —la luz irónica y divertida parecía haberse dilatado, y acentuaba el esplendor de sus ojos, que eran de un azul indefinible, de un violeta indefinible.
—No, no sospechamos de él.
—Me encantaría saber que al menos se sospecha de él…
—¿En serio?
—¡Oh, sí! Y espero que alguna vez suceda: ¡está metido en tantas cosas, y tan turbias!
—¿Y por qué le encantaría?
—Podría responderle que por una cuestión de justicia, pero no es del todo cierto. Lo que sucede es que no me gusta, me resulta antipático. Es un hombre tan frío que tengo la impresión de que sólo existe de perfil, como en una moneda, como en las monedas.
—¿No hay ningún detalle que le haya llamado a la atención?
—No, ninguno. Mejor dicho: algo. Algo vago e indefinible, pero yo siempre me guío por impresiones vagas e indefinibles. Y le aseguro que nunca me equivoco… Pero me he dado cuenta de que no me dirá nada. Veamos pues si logro adivinar algo por sus preguntas.
Inteligente, muy inteligente, pensó el Vice, y casi sintió miedo. Para ganar tiempo, para desinfectar las preguntas de la sospecha que la señora se disponía a detectar en ellas, dijo:
—Las mías ni siquiera son preguntas.
—Adelante, pues —lo incitó la señora con aire cada vez más divertido.
—Se trata de algo normal, muy normal, que estamos obligados a hacer incluso cuando, como en este caso, nos parece de antemano inútil: reconstruir las últimas horas de vida del abogado Sandoz.
—Algo normal, muy normal, e inútil —repitió como un eco la señora. Seguía el juego con una actitud de comprensión irónica e indulgente, pero parecía estar conteniendo la risa—. Pasemos a la pregunta.
—Como le he dicho, ni siquiera se trata de una pregunta… Supongo que sabe que ambos se traían un juego, digamos de galantería, cuyo objeto era usted. El ingeniero Aurispa se quejaba de que no estuviese junto a él y fingía estar rabioso de celos por el hecho de que, con pocos días de diferencia, en dos ocasiones, el abogado Sandoz hubiese tenido la suerte de que lo sentaran a su lado…
—Había sucedido más de dos veces. No comprendo por qué en esos odiosos banquetes oficiales o de asociaciones casi siempre me ubicaban junto a ese Sandoz, que me aburría. Y le diré que también me aburría, e incluso me irritaba, aquel juego, como usted lo llama, de galantería. Era como si dijesen entre sí: pobrecilla, es tan vieja, tan fea, que al menos hay que brindarle este consuelo. Porque sé que no soy bella, y más aún que soy vieja: pero no me parecía una razón válida para que esos dos seres anodinos se dedicaran toda la noche a recordármelo.
—No, no diga eso —objetó hipócritamente el Vice, porque por lo que había dicho Aurispa le constaba que la señora estaba en lo cierto.
—No se ponga también usted galante.
—No se trata de galantería. Usted, permítame decírselo, es la primera vez que la veo y creo que no volveré a tener ocasión de encontrarla… Usted es tan luminosa… —La palabra le había surgido espontáneamente, como en una especie de enamoramiento instantáneo. Pero de pronto el dolor se hizo más intenso: como para recordarle el otro y único enamoramiento que podía sentir a esas alturas.
—Luminosa. Es bonito. Lo recordaré. No son muchas las cosas agradables que pueden suceder a esta altura de la vida. ¿Sabe que tengo casi cincuenta años?… Pero volvamos a la pregunta.
—Pues bien: el ingeniero envió la nota al abogado; en ella decía…
—Te mataré.
—¿El abogado escribió su respuesta en la misma tarjeta?
—No, no: se metió la nota de Aurispa en el bolsillo, después de habérmela mostrado, con la alegría, me pareció, de un coleccionista de autógrafos que al fin ha logrado conseguir un espécimen raro. Su respuesta la escribió en la tarjeta suya, que estaba metida en una especie de iris demasiado plateado para ser de plata.
—¿Y qué escribió en su tarjeta?
—Lo extraño es que no me la mostró. Tampoco yo tuve la menor curiosidad por espiar lo que escribía. Me aburría él, me aburría ese juego tan estúpido…
—¿Recuerda quiénes estaban sentados junto a Aurispa? Supongo que dos señoras.
—Sí, estaba entre dos señoras: la señora Zorni y la señora Siragusa. Pero como tenía a la señora Zorni a su derecha… una bella mujer: un poco tonta, creo, pero con ese toque de tontería que para la mayoría de los hombres realza aún más la belleza femenina… conversaba más con ella que con la otra.
—¿Usted vio que la nota llegaba al destinatario?
—No precisamente: observaba a Sandoz, que miraba hacia Aurispa con atención, casi diría con ansiedad… En suma, me pareció que espiaba el efecto de su nota con demasiado interés, tratándose de un juego tan frívolo… Después vi que sonreía. Me volví hacia Aurispa: también él sonreía, pero ambos lo hacían con una sonrisa, ¿cómo le diría?, tensa, hostil… Aquella manera de sonreírse me llamó la atención; por eso, puesto que unas horas después asesinaron a Sandoz, le he preguntado si sospechaban de Aurispa.
—No, no sospechamos de él.
—Pues deberían hacerlo. Por una tendencia infantil, quizá desde la primera vez que la oí, asocio la palabra policía con la idea de limpieza[1]… ¿Hay limpieza en su policía?
—Hasta donde se puede.
—De modo que, hasta donde se puede, sospecharán de Aurispa. Pero no se puede mucho, ¿verdad?
—No mucho.
—Si me responde que no se puede mucho, creo que hay que deducir que no se puede nada. Y me parece que eso lo hace sufrir.
—Son tantas las cosas que me hacen sufrir, a estas alturas.
—Me gustaría mucho saber por qué se hizo policía.
—Nunca he encontrado la respuesta precisa, porque a veces yo también me lo pregunto. A veces encuentro una respuesta elevada, noble, de tenor que alcanza el do de pecho; más a menudo las respuestas son otras, más modestas: las necesidades de la vida, la casualidad, la inercia…
—¿Usted es siciliano?
—Sí, pero de la Sicilia fría: soy de un pueblecito del interior, situado entre montañas, donde la nieve dura mucho en invierno, o al menos duraba, cuando era niño. Una Sicilia que nadie logra imaginar. Nunca en mi vida he sentido tanto frío como en aquel pueblo.
—También yo recuerdo esa Sicilia fría. Solíamos ir en verano, pero a veces también por Navidad. Mi madre era siciliana y sus padres siempre habían vivido en el pueblo, en su gran casa, fresca en verano y gélida en invierno. Allí murieron, y allí también murió, antes que ellos, mi madre. Yo ya no volví. Cada año, después del dos de noviembre, un pariente me escribe para contarme su visita a las sepulturas, me habla de las flores y lámparas con que las ha adornado; es como un reproche que me hace, porque el hecho de que mi madre haya querido ir a morir allí debería significar algo para mí, sentimentalmente. Pero lo cierto es que incluso ese deseo de mi madre, cuando pienso en él, me provoca una sensación de inquietud, no es posible querer tanto a un pueblo, a una gente; además, un sitio en el que se ha sufrido, y una gente con la que no se ha congeniado en absoluto. Aquella vida había sido muy dolorosa para mi madre; se había rebelado, había huido. Pero la amaba más allá de la muerte… ¿Y sabe por qué me inquieto tanto al pensar en eso? Porque a veces sorprendo en mí un eco de aquel amor suyo, aquel recuerdo, aquel deseo… Pero quizá sólo sea un poco de ese remordimiento que mi pariente intenta provocarme.
—No sé si conoce lo que escribió Lawrence sobre Mastro don Gesualdo, de Verga. En determinado momento dice: «Pero Gesualdo es siciliano, y ahí surge la dificultad…».
—La dificultad… Sí, quizá de allí proceda mi dificultad para vivir. —Y como para cambiar de tema, añadió con desenfado—: ¿Usted lee mucho, verdad?… Yo no tanto, y ahora me gusta más releer: una descubre cosas que en la primera lectura no estaban… Quiero decir que no estaban para mí… ¿Sabe qué estoy releyendo? Las almas muertas: aparecen muchas cosas que antes no estaban, y quién sabe cuántas otras descubriría si volviese a leerlo dentro de veinte años… Pero dejemos los libros: estábamos hablando de las razones por las que se hizo policía.
—Quizá porque el delito está en nosotros y quise conocerlo un poco.
—Sí, es cierto, el delito está en nosotros; pero algunos están en el delito.