Para no calentarle la cabeza al Jefe, asistió en silencio a los interrogatorios de los amigos y colaboradores del pobre Sandoz (al que en vida nadie hubiera pensado en calificar de pobre, habida cuenta de lo rico que era en talento, bienes, poder y mujeres, e incluso cabía dudar de que unas horas antes hubiese sido elevado al cielo de los pobres). Amigos y colaboradores que confirmaron y proporcionaron detalles. Sí, el pobre Sandoz había hablado de las llamadas de Los hijos del 89; pero las había mencionado como una broma, entre otras cosas porque la última vez le había parecido reconocer una voz de niño: una voz débil, vacilante, como un balbuceo. Y se había puesto a reflexionar sobre las otras llamadas, cuatro o cinco, que al recordarlas le pareció que habían sido de voces diferentes, de edades diferentes. Todas falsas, desde luego; y quizá siempre había telefoneado la misma persona: primero había fingido voz de viejo y luego había ido disminuyendo hasta imitar la última voz infantil. «La próxima vez», había dicho el pobre Sandoz a su secretaria, «me llamará un bebé». Hacían bromas al respecto, e incluso llegó a decir a la secretaria que había descubierto quién podía estar gastándole una broma semejante. Los hijos del 89: ¡vaya ocurrencia! Y todos, empezando por Sandoz, habían pensado en 1989: se trataba de unos revolucionarios recién nacidos, de ahí la edad cada vez menor de las voces.
—Como ve —dijo el Jefe—, su 1789 se ha ido al demonio.
—Quizá.
—No niego que a veces su tozudez ha sido de cierta utilidad; pero créame que ahora es mejor que se la guarde para ocasiones más propicias.
—No creo que puedan existir ocasiones más propicias que ésta. Pero tampoco quiero calentarle la cabeza, no quiero agobiarlo.
—Agóbieme.
—Pues bien: creo que la broma, sigamos llamándola broma, fue calculada para que sugiriese dos hipótesis sucesivas. La primera, en vida de Sandoz y sobre todo para él, que se trataba de una broma propiamente dicha, una broma inofensiva, ridícula. La segunda, después del asesinato de Sandoz: no se había tratado de una broma. En la primera hipótesis funcionaba el año 1989, el juego divertido de presentarse como recién nacidos de cualquier revolución: de palabra, sólo de palabra. En la segunda funciona la amenaza, que empieza a realizarse con el asesinato de Sandoz, de proseguir y coronar la obra de la revolución de 1789, reanudando sus fastos y su terror.
—Estoy de acuerdo en que las dos bromas, como le gusta llamarlas, están relacionadas.
—Pero hay algo en lo que no estamos ni estaremos de acuerdo, y es que, sin que nos diésemos cuenta, al amparo de los festejos del aniversario de esa revolución, haya nacido un grupo subversivo totalmente imbuido de sus principios y dispuesto y decidido a delinquir para restaurar sus aspectos relegados, porque eso es lo que debería significar el nombre de Los hijos del ochenta y nueve. Ese grupo no existe, pero quieren que exista: para usarlo como pantalla, y como medio de intimidación al servicio de quienes abrigan intenciones muy distintas.
—¿Y en su opinión a quién se le ha ocurrido esta buena idea? Idea que a usted en seguida le encantó: un caso de amor a primera vista, un coup de foudre —dijo con ironía casi histérica el Jefe.
—No sé a quién se le ha ocurrido la idea, y creo que nunca lo sabremos. Pero, a juzgar por los efectos que muy probablemente tendrá, seguro que es buena. Vea usted: ¿qué bandera revolucionaria, ahora que ha desaparecido la roja, puede agitarse hoy para seducir a las mentes débiles, a la gente aburrida de la vida, a los que están dispuestos a sacrificarse por las causas perdidas, a los violentos que tratan de ennoblecer sus instintos? Para no mencionar el hecho de que usted está realmente convencido de que Los hijos del ochenta y nueve existen tal como dicen que existen, lo que de por sí ya es una prueba de la bondad, de la gran bondad de la idea.
El Jefe se puso serio, solemne, adoptó un tono de autoridad:
—Escúcheme: lo he dejado actuar en lo de la basura del restaurante. Como podrá imaginarse, una pérdida de tiempo: el suyo y el de dos hombres, y Dios es testigo de la falta que me hacían aquí… —suspiró con su habitual suspiro de dolor por la falta de hombres, de medios.
—Yo no diría que ha sido una pérdida de tiempo: sirvió para confirmar mi sospecha de que la nota no existía.
—Peor aún: hemos perdido el tiempo sabiendo que lo perderíamos… Ahora escúcheme: no soy estúpido, adivino sus sospechas, sus intenciones, entreveo adónde quiere llegar, es decir adónde quiere llevarme, y le digo claramente que no. No sólo porque no tengo la intención de suicidarme, sino también porque su línea de investigación es novelesca, de novela policíaca digamos clásica, de ésas que los lectores, que se las saben todas, adivinan cómo terminará al cabo de las primeras veinte páginas… O sea que nada de novelas. Procedamos con calma, con mesura, sin caprichos ni arrebatos, y sobre todo sin prejuicios, sin tesis preconcebidas… Por lo demás, ahora el caso pasa a manos de un juez: si resulta que le gustan las novelas como a usted, podrán especular juntos, y yo me lavaré las manos… Entretanto, quisiera señalarle que en su elucubración ha pasado por alto una hipótesis que yo calificaría de prometedora: que alguien que estaba presente en el banquete haya percibido el juego que se traían esos dos, haya visto cómo Sandoz se metía en el bolsillo la nota que decía Te mataré, y se le haya ocurrido aprovechar la ocasión.
—Una hipótesis técnicamente justa, pero creo que no es pertinente dadas las características del caso.
—Nunca se sabe. Verifíquela. Dígale a esa asociación cultural que le proporcione la lista de los invitados, y vea qué comensales, de los que estaban cerca de Sandoz y el Presidente, pudieron percibir el juego. Y después, desde luego, averigüe quién de ellos tenía algún motivo especial para odiar a Sandoz. Y por favor, nada de arrebatos, no dé un solo paso sin antes informarme. ¿De acuerdo?