—Y así —dijo el Vice—, nuestro Presidente sale de escena.
—¿Usted querría retenerlo?
—No; sólo que hay algunas cosas que despiertan mi curiosidad.
—Pues guárdeselas —dijo el Jefe con tono tajante e irritado; y remató—: Conozco bien su curiosidad: se fija en cosas tan sutiles que ni siquiera se ven.
—Razón de más para satisfacerla.
—¡De ninguna manera! No las veo yo, y no las ve ningún hombre con sentido práctico, pero el objeto de su curiosidad siempre acaba por darse cuenta. Y eso complica bastante las cosas. Para los curiosos.
—Ya entiendo —dijo el Vice. Estaba distrayéndose un poco. Ahora que el dolor se había instalado en él y le sugería colores, imágenes y sobre todo pensamientos (aunque no durante las horas de la noche, en las que parecía ilimitado y llegaba hasta cualquier punto de la mente y del universo), lo sentía y lo veía como una lenta ola que avanzaba y se retiraba: gris, plomiza. Pero la conversación con el Presidente, que lo había hecho salir de aquel estado obligándolo a tamizar cada detalle, había sido una verdadera distracción, que ahora prolongaba en su diálogo con el Jefe. Trató de halagarlo—: Estoy seguro de que también usted tiene una curiosidad.
—Por una vez hagamos una excepción: dígame cuál es esa curiosidad que, según usted, compartimos.
—La de saber qué decía exactamente la nota que Sandoz envió a Aurispa.
—Sí, quizá sienta esa curiosidad; pero es algo personal, un capricho que no tiene nada que ver con la investigación que debemos iniciar.
—Pero ¿siente o no siente esa curiosidad?
—Reconozco que la siento, pero al Presidente le caería mal que investigásemos por ese lado.
—Ha estado tan vago, tan indiferente con respecto a la respuesta de Sandoz que, por jocosa que haya sido, para nosotros es lo último que escribió un hombre que poco después fue asesinado… Yo diría que estamos obligados a hacer una verificación: mera rutina. En suma, para poder archivar el asunto.
—Vale, lo dejaré delante del restaurante y le enviaré dos hombres para que lo ayuden a buscar. Pero le recuerdo, una vez más, que esa nota no tiene nada que ver con nuestra línea de investigación.
—¿Así que ya tiene una línea?
—La tendré, digamos que dentro de dos o tres horas.
—¡Dios mío! —invocó el Vice.
Al Jefe se le leía la furia en la cara, pero prefirió encerrarse en un silencio hostil. Después, cuando ya estaban frente al restaurante La Nueva Cocina y el Vice se disponía a bajar, preguntó:
—¿Qué es lo que no lo convence?
—Los hijos del ochenta y nueve. Si usted empieza a mencionarlos a diestro y siniestro, ya verá qué éxito: surgirán a puñados, desde Pachino hasta Domodóssola.
—Pero no los mencionaré, salvo que los amigos y los colaboradores de la víctima me confirmen la historia y añadan más detalles importantes.
—Creo que tendrá la confirmación y también todos los detalles.
—He de decirle que nunca lo he visto tan optimista como ahora.
—Sin embargo, permítame informarle que nunca he sido tan pesimista.
—Por favor —rogó el Jefe, pero sonó como una orden—, no me caliente tanto la cabeza.
El Vice hizo un gesto de sumisión, de obediencia. Y se dirigió prestamente al café de al lado para telefonear al propietario del restaurante y decirle que fuera a abrirlo, y entretanto tomar algo.
La claridad de la mañana era vítrea, gélida; y gélidos eran los aguijones que se clavaban en los huesos, en las articulaciones. Pero esos dolores excéntricos, periféricos, tenían la virtud de atenuar el dolor central y atroz, o al menos se lo hacían creer.
Se bebió, una tras otra, dos tazas de espeso café. Decían que el café agudizaba los dolores, pero a él le daba la lucidez necesaria para poder soportarlos. Entretanto, pensaba en la basura que dentro de poco exhibirían ante él. La ciencia de la basura, la garbage science. Una parábola, una metáfora: ya vamos a por la basura: la buscamos, la manipulamos, la interpretamos; esperamos que nos proporcione algún vestigio de verdad. Las inmundicias. Un periodista buscó los secretos de la política más secreta entre las inmundicias de Henry Kissinger; la policía norteamericana había buscado los secretos de la mafia de origen siciliano entre las de Joseph Bonanno. «La basura nunca miente»: ya se había convertido en un precepto sociológico. Sin embargo, la de Bonanno había mentido al policía Ehmann: Call Titone work and pay scannatore. Nada más claro, según Ehmann: si en italiano scannare significa degollar, scannatore es el que se ocupa de degollar. Al menos había que conocer L’aria del continente, comedia de Martoglio basada en una idea de Pirandello, para entender el complejo de inferioridad que el siciliano siente ante su dialecto, que intenta disfrazar de italiano: por eso en casa de Bonanno habían italianizado scanaturi transformándola en scannatore. En suma, se trataba de una anotación, de un apunte para acordarse de pagar a un carpintero de origen siciliano, llamado Titone, una de esas mesas macizas, de madera dura, bien lisas, en las que las mujeres —antes en Sicilia, ahora en Estados Unidos— amasan el pan, hacen tallarines y lasaña, pasteles y pizzas. Scanaturi: «Instrumento para amasar la pasta», como lo definía el jesuita Michele del Bono en 1754. Pero ¿era una ingenua italianización de Bonanno, o una broma que había querido jugarle a Ehmann, una broma rentable?
Era curioso, pensó el Vice, que la palabra broma apareciese tantas veces, desde hacía unas horas. Y también era una broma la que le estaba gastando al Jefe. Estaba seguro de que entre la basura de la cena de la noche anterior no encontrarían la nota de Sandoz. Y en efecto, al cabo de más de dos horas de búsqueda no la habían encontrado. La basura nunca miente: en aquel caso por ausencia. Pero había otro pensamiento inquietante: que entre la basura el hombre se encaminase hacia la muerte.